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Julio Verne – El castillo de los Cárpatos



Partes: 1, 2, 3, 4

    1. Primera Parte. Capítulo
      Primero
    2. Capítulo
      II
    3. Capítulo
      III
    4. Capítulo
      IV
    5. Capítulo
      VI
    6. Capítulo
      VII
    7. Segunda Parte.
      Capítulo Primero
    8. Capítulo
      II
    9. Capítulo
      III
    10. Capítulo
      IV
    11. Capítulo
      V
    12. Capítulo
      VI
    13. Capítulo
      VII
    14. Capítulo
      VIII
    15. Capítulo
      IX
    16. Capítulo
      X
    17. Capítulo
      XI

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO PRIMERO

    Esto no es una narración fantástica; es
    tan sólo una narración novelesca. ¿Es
    preciso deducir que, dada su inverosimilitud, no sea verdadera?
    Suponer esto sería un error. Pertenecemos a una
    época donde todo puede suceder. Casi tenemos el derecho de
    decir que todo acontece. Si nuestra narración no es
    verosímil hoy, puede serio mañana, gracias a los
    elementos científicos, lote del porvenir, y nadie
    opinará que sea considerada como leyenda.

    Por otra parte, no se inventan leyendas a la
    terminación de este práctico y positivo siglo XIX;
    ni en Bretaña, la comarca de los montaraces
    korrigans. ni en Escocia, la tierra de
    los browNics y de los gnomos, ni en Noruega, la patria de
    los ases, de los elfos, de los silfos y de lis valquirias, ni aun
    en Transilvania, donde el aspecto de los Cárpatos se
    presta por sí a todas las evocaciones fantásticas.
    No obstante, conviene hacer notar que el país transilvano
    está todavia muy apegado a las supersticiones de los
    antiguos tiempos.

    M. de Gérando ha descrito estas provincias de la
    extrema Europa. Eliseo
    Reclus las ha visitado, pero ninguno de los dos ha dicho nada que
    se relacione con la curiosa narración objeto de este
    libro.
    ¿La conocieron? Tal vez, pero acaso no han querido dar fe
    a la leyenda. Esto es sensible, pues la hubieran referido, el uno
    con la precisión del historiador, el otro con aquella
    poesía
    natural en él y derramada en sus relaciones de
    viaje.

    Puesto que ni uno ni otro lo han hecho, voy yo a
    intentarlo.

    El 19 de mayo de aquel año, un pastor apacentaba
    su rebaño a la orilla de un verde prado, al pie del
    Retyezat, que domina un valle fértil, cubierto de árboles
    de ramaje recto y enriquecido con bellas plantaciones. Las
    galernas que vienen del N.O. arrasan durante el invierno este
    terreno descubierto y sin abrigo. Entonces, según la frase
    del país, se le hace la barba, y algunas veces muy
    al rape.

    Aquel pastor no tenía nada de los de la Arcadia
    en su traje, ni nada de bucólico en su actitud. No
    era un Dafnis, ni un Amintas, ni un Tityre, ni un Licidas, ni un
    Melibeo. El Lignon no murmuraba a sus pies, encerrados en gruesos
    zuecos de madera. Estaba
    junto al río de Valaquia, cuyas aguas frescas hubieran
    sido dignas de correr por entre las sinuosidades de que se habla
    en la novela
    Astrea.

    Frik-Frik, natural de Werst (así se llamaba el
    rústico pastor), tan descuidado de su persona como las
    bestias; bueno para habitar en aquella zahurda construida a la
    entrada de la aldea, y donde sus cameros y sus puercos
    vivían en revuelta prouacrerie, única voz
    tomada del antiguo idioma que conviene a los piojosos apriscos
    del distrito.

    El immanum pecus apacentado por dicho
    Frik, era immanior ipse. Echado sobre un mullido otero,
    dormía el pastor, un ojo cerrado, el otro alerta, con la
    gran pipa en la boca, silbando de vez en cuando a sus perros si alguna
    oveja se alejaba del prado, o tocando el cuerno, cuyo sonido
    repercutía en los ecos de la montaña.

    Eran las cuatro de la tarde. El sol declinaba
    en el horizonte. Hacia la parte Este divisábanse algunas
    cúspides, cuyas bases estaban como sumergidas en flotante
    bruma. Al S.O., dos gargantas de la cordillera dejaban pasar un
    oblicuo haz de luz solar, como
    el punto luminoso que se filtra por una puerta
    entornada.

    Este sistema
    orográfico pertenece a la parte más
    selvática de la Transilvania, comprendida bajo la
    denominación del distrito KlausenbKurg u
    olosvar.

    La Transilvania es un curioso fragmento del imperio de
    Austria; dicha región se llama en lengua magyar
    «El Erdely», o, lo que es igual, «el
    país de los bosques». Se halla limitada al Norte por
    Hungría, por Valaquia al S., y por Moldavia al O. Ocupa
    una extensión superficial de sesenta mil kilómetros
    cuadrados, o sean seis millones de hectáreas
    -próximamente la novena parte de Francia-; es
    una especie de Suiza, pero una mitad más vasta que los
    dominios helvéticos, aunque sin ser más poblada.
    Con sus llanuras destinadas al cultivo, sus ricos pastos, sus
    valles caprichosamente delineados, sus soberbias montañas,
    la Transilvania, ondulada ipor las ramificaciones
    plutónicas de los Cárpatos, está cruzada por
    numerosos ríos que van a engrosar con sus tributos los
    caudales del Theiss y del soberbio Danubio, cuyas Puertas de
    Hierro,
    algunas millas al S., cierran el desfiladero de la cordillera de
    los Balkanes, en la frontera de
    Hungría y del Imperio otomano.

    Tal es el antiguo país de los dacios, conquistado
    por Trajano en el siglo I de la Era cristiana. La independencia
    que disfrutó bajo Juan Zapoly y sus sucesores hasta 1699,
    tuvo fin con Leopoldo I, que la anexionó al Austria. Pero
    sea lo que sea su constitución política, ha sido
    ocupada por diversas razas, que, aunque se codean, no llegan a
    fusionarse; los valacos o rumanos, los húngaros, los
    tsyganes, los szeklers, de origen moldavo, y los mismos sajones,
    a quienes las circunstancias de lugar y tiempo
    acabarán por magyarizar en provecho de la unidad de
    Transilvania.

    ¿A qué carácter típico de los enunciados
    pertenecía el pastor Frik? ¿Era acaso un
    descendiente degenerado de los antiguos dacios? Difícil
    sería resolver estas cuestiones al ver su cabellera en
    desorden, su cara atezada, su barba enmarañada, sus
    espesas cejas, recias como dos cepillos de crines rojizas; sus
    ojos garzos, entre azules y verdes, y cuyos lagrimales
    húmedos estaban rodeados del círculo senil.
    Parecía hombre de unos
    sesenta y cinco años. Es robusto, alto, seco y erguido
    bajo su capisayo amarillento, no tan peludo como el pecho que
    cubre. Un pintor no desdeñaría trasladar al lienzo
    su silueta cuando, cubierta la cabeza con un sombrero de esparto,
    verdadera tapadera de paja, se apoya sobre el puntiaguado cayado
    y queda tan inmóvil como una roca.

    En el momento en que penetraban los rayos del sol a
    través de las cortaduras del O., Frik se volvió;
    puso su mano, medio cerrada, a guisa de catalejo –como si
    hubiese hecho de ella una bocina-, y estuvo mirando
    atentamente.

    En la claridad del horizonte, y como a una milla larga,
    muy empequeñecido por la distancia, se dibujaban los
    contornos de un antiguo castillo sobre una aislada cima de la
    garganta de Vulcano, la parte superior de una meseta, llamada
    «meseta de Orgall». Bajo los cambiantes de la luz
    poNicnte, se destacaba aquel edificio claramente con esa
    precisión de las vistas de un estereoscopo. Sin embargo,
    preciso era, que se hallase el pastor dotado de poderosa vista
    para distinguir algún detalle de aquella masa
    lejana.

    Ved aquí que de repente, y moviendo la cabeza,
    exclama:

    -«¡Viejo, viejo!
    ¡Cómo te pavoneas sobre tus cimientos! Tres
    años -más, y ya no existirás, -porque tu
    haya no tiene ya más que tres ramas.»

    Dicha haya, plantada al extremo de uno de los bastiones
    de la cerca del castillo, resaltaba con su negrura sobre el azul
    del cielo, cual un delicado dibujo de
    papel picado, y a duras penas fuera visible para otro que no
    fuese Frik a semejante distancia. En cuanto a la
    explicación de las palabras que ha pronunciado el pastor,
    basadas en una leyenda del castillo, será dada a su debido
    tiempo.

    –«Sí, repitió; tres.ramas… Ayer
    había cuatro, pero la cuarta cayó esta noche…
    ¡Ya no queda más que el muñón! Yo no
    cuento
    más que tres en la horcajada… ¡Tres, tres nada
    más, viejo castillo! »

    Cuando se considera a un pastor desde el punto de vista
    ideal, la fantasía hace de él un ser soñador
    y contemplativo, que conferencia con
    los astros, habla con las estrellas y lee en el firmamento. Pero
    la verdad es que generalmente no pasa de la categoría de
    un bárbaro ignorante.

    A pesar de todo, la pública credulidad no vacila
    en atribuirle el don de lo sobrenatural; tal hombre posee
    maleficios, y si está de humor, conjura los sortilegios,
    así sobre las personas como sobre las bestias, que para el
    caso viene a ser lo mismo; vende polvos amorosos, filtros y
    fórmulas mil. Hasta llega a tornar estériles los
    campos, lanzando sobre ellos piedras encantadas, y deja
    infecundas a las ovejas tan sólo con hacerles mal de ojo.
    Y tales supersticiones son propias de todos los tiempos y
    países.

    Aun en las regiones más adelantadas, no se pasa
    en el campo por delante de un pastor sin dirigirle alguna frase
    amistosa, algún saludo afectuoso, llamándole
    también «pastor». Un saludo con el sombrero
    puede ser el medio de librarse de malignas influencias, y en los
    caminos de Transilvania no es donde menos sucede esto.

    Frik era, pues, considerado como un mago, como un
    evocador de fantásticas apariciones. Según unos,
    obedecían a su voz vampiros y endriagos; según
    otros, se le solía encontrar, al declinar de la luna, en
    las noches oscuras, como se ve en otras comarcas en el año
    bisiesto, montado sobre la compuerta de los molinos, hablando con
    los lobos o mirando a las estrellas.

    Frik dejaba decir, y no le iba mal. Vendía
    hechizos y contraheohizos. Pero ¡observación curiosa! él mismo era
    tan crédulo como su clientela, y si bien no creía
    en sus propios sortilegios, daba fe a las leyendas que
    corrían por la comarca.

    Así, pues, no hay que asombrarse de que hiciese
    aquel pronóstico referente a la próxima
    desaparición del antiguo castillo, puesto que el haya
    sólo tenía ya tres ramas; ni hay que asombrarse de
    que le faltase tiempo para llevar la noticia al pueblo, a
    Werst.

    Después de haber juntado el rebaño,
    soplando hasta desgañitarse en la larga y blanca bocina de
    madera, Frik tomó el camino de la aldea. Avivando al
    ganado, seguíanle sus perros, dos semigrifos bastardos,
    ariscos y feroces, que más bien parecían dispuestos
    a devorar ovejas que a guardarlas. El ganado se componía
    de una centena de carneros moruecos y ovejas, de las cuales una
    docena eran de primer año y el resto de tercero y cuarto
    año, o sea de cuatro y de seis dientes.

    Este ganado pertenecía al juez de Werst, el
    biró Koltz, que pagaba al concejo un fuerte derecho
    de contribución de ganadería,
    y que apreciaba mucho al pastor Frik por sus habilidades de
    esquilador y veterinario entendido en lo que se refiere a todas
    las plagas de origen pecuario.

    Marchaba el rebaño en masa compacta, a la cabeza
    la oveja cencerra y a su lado la oveja birana, haciendo sonar su
    esquila en medio de la confusión de balidos.

    Al salir del prado, Frik tomó por un ancho
    sendero, bordeando extensos campos, donde ondulaban hermosas
    espigas de trigo, ya muy crecido sobre las altas cañas;
    veíanse también algunas plantaciones de
    «kukurutz», que es el maíz de
    aquel país. El camino conducía a la orilla de un
    bosque de pinos y abetos de pobladas copas. Más abajo, el
    Sil extendía su brillante agua, filtrada
    por los guijarros del álveo y sobre el que flotaban los
    frarmentos de madera aserrada en las serrerías de
    río arriba.

    Perros y carneros se detuvieron en la margen derecha y
    se pusieron a beber con avidez al ras de la ribera, removiendo la
    hojarasca de los matorrales.

    Werst no distaba de allí más de tres tiros
    de fusil, al otro lado de un espeso bosque de raíces,
    formado de esbeltos árboles y de esos desmirriados
    plantones que crecen tan sólo algunos pies del suelo. Dicho
    bosque se extendía hasta la garganta de Vulcano, cuya
    aldea, que lleva este nombre, ocupa una altura escarpada en la
    vertiente meridional de los macizos del Plesa.

    A aquella hora la campiña estaba solitaria; hasta
    entrada la noche no volvían a sus hogares las gentes del
    carnpo; Frik no pudo cruzar su saludo tradicional con nadie. Ya
    abrevado su rebaño, iba a internarse entre los pliegues
    del valle, cuando en la revuelta del Sil apareció un
    hombre, como a unos cincuenta pasos río abajo.

    -¡Hola, amigo! gritó el pastor.

    Aquel hombre era uno de esos mercaderes que recorren el
    distrito. Se les encuentra en las ciudades, en los pueblos y
    hasta en las más humildes aldeas. No es obstáculo
    para ellos el hacerse comprender; hablan todas las lenguas.
    Aquel, ¿era italiano, sajón o valaco? Nadie hubiera
    podido decirlo. En realidad era judío polonés, alto
    y delgado, de afilada nariz y barba puntiaguda, frente abultada y
    ojos muy vivos.

    Era vendedor ambulante de anteojos, termómetros,
    barómetros y relojes de bolsillo. Lo que no guardaba en el
    morral que, sujeto con correas, llevaba a la espalda, lo colgaba
    del cuello o de la cintura; un verdadero buhonero, algo
    así como un escaparate semoviente.

    Probablemente el judío participaba del respeto o del
    temor que los pastores inspiran. Así que
    sáludó a Frik con la mano. Después, en
    lengua rumana, que participa del latín y del eslavo, dijo
    con acento extranjero:

    -¿Qué tal marchamos, amigo?

    -Marchamos con el tiempo, respondió
    Frik.

    -Entonces hoy habrá ido bien. ¡Con este
    tiempo! …

    -Mañana irá mal, porque
    ..lloverá.

    -¿Lloverá? Exclamó el buhonero.
    ¿Es que en vuestro país llueve sin
    nubes?

    -Las nubes ya vendrán esta noche… ¡y por
    allá abajo, por el lado malo de la
    montaña!

    -¿Y cómo Veis eso?

    -En la lana de mis carneros, que está
    áspera y seca como pellejo curtido.

    -Pues tanto peor para los que tengan que andar por esos
    caminos.

    -Y tanto mejor para los que se queden en la puerta de su
    casa.

    -Hay que tener una casa, pastor.

    -¿Tenéis hijos? dijo Frik.

    -No.

    -¿Sois casado?

    -No.

    Preguntóle esto Frik, porque es costumbre en el
    país preguntarlo a los que se encuentran.

    Después añadió:

    -¿De dónde venís,
    buhonero?

    -De Hermanstadt.

    Hermanstadt es una de las principales poblaciones de
    Transilvania. Al abandonarla se encuentra el valle del Sil
    húngaro, que desciende hasta el arrabal de
    Petroseny.

    -¿Y adonde váis?

    -A Kolosvar.

    Para llegar a Kolosvar, basta subir en dirección del valle del Maros;
    después, por Karlsburg y siguiendo las primeras
    estrilbaciones de los montes Bihar, se está en la capital del
    distrito. Un camino que no tendrá más de veinte
    millas.

    En verdad, que estos mercaderes de barómetros,
    termómetros y cascajos, evocan siempre la idea de seres
    diferentes, de una andadura algo hoffmanesca, peculiar a
    su oficio. Venden el tiempo en todas sus formas: el que pasa, el
    que hace, el que hará, como otros venden cestos, tricots o
    algodones. Se diría que son los viajantes de la casa
    «Saturno y Compañía», bajo la
    enseña «Arenas de Oro».
    Sin duda éste fue el efecto que el judío produjo a
    Frik, el cual contemplaba, no sin asombro, aquella
    instalación de objetos nuevos para él, y cuya
    aplicación desconocía.

    -¡Eh, señor buhonero! preguntó
    alargando el brazo. ¿Para qué sirve eso que
    castañetea en vuestra cintura, como los huesos de un
    viejo colgado?

    -Son cosas de valor,
    respondió el mercader; objetos útiles para todo el
    mundo.

    Y guiñando el ojo, exclamó
    Frik:

    -¿A todo él mundo? ¿Y
    también a los pastores?

    -También.

    -¿Y para qué sirve esa
    maquinaria?

    -Esta maquinaria, respondió el judío
    moviendo un termometro entre sus manos, os dice si hace calor o
    frío.

    -¡Vaya, amigo! Pues yo no necesito de ella para
    saberlo cuando sudo bajo mi capisayo o cuando tirito bajo mi
    hopalanda.

    Evidentemente: esto debe bastar a un pastor, que no se
    preocupa gran cosa de los porqués de la
    ciencia.

    -¿Y ese grueso cascajo con su aguja? repuso
    señalando un barómetro aneroide.

    -No es un cascajo, sino un instrumento que os dice si
    mañana hará buen tiempo, o si
    lloverá.

    -¿Es de veras?

    -De veras.

    -Bueno, replicó Frik: pues yo no lo
    querría, aunque sólo costase un kreutzer. Me
    basta ver las nubes que se arrastran por la montaña, o que
    cruzan por cima de los más altos picos, para saber, con
    veinticuatro horas de anticipación, el tiempo que va a
    hacer. Mirad. ¿Véis aquella bruma que parece salir
    del suelo? Pues ya os lo he dicho, eso significa que
    mañana tendremos agua.

    Verdaderamente, el pastor Frík, gran observador
    del tiempo, no necesitaba barómetro.

    -¿Y tampoco os hará falta un reloj? dijo
    el buhonero.

    -¡Un reloj!… Tengo uno que anda solo.
    Está colgado sobre mi cabeza… El sol. Mirad, amigo:
    cuando está sobre la punta del Rodük, significa que
    es medio día; y cuando parece que mira al agujero de
    Egelt, es que son las seis. Mis carneros lo saben tan bien como
    yo, y mis perros como los carneros. Guardad, pues vuestros
    cachivaches.

    -¡Vaya! repuso el buhonero. Muy negro me
    habría de ver para hacer fortuna, si no tuviera más
    clientes que los
    pastores. ¿De manera que no necesitáis
    nada?

    -Absolutamente nada.

    Por lo demás, todas aquellas mercaderías
    baratas eran de muy mediana fabricación. Los
    barómetros no concordaban bien sobre el variable o el buen
    tiempo fijo; las agujas de los relojes marcaban horas muy largas
    o minutos muy cortos. En fin, una engañifa. ¡Acaso
    el pastor lo sabía! Por eso no quería comprar nada
    de aquello. Sin embargo, ya iba a recobrar su cayado, cuando,
    cogiendo una especie de tubo colgado de una correa del buhonero,
    le dijo:

    -¿Para qué sirve este tubo?

    -No es tal tubo.

    -Será pues, una pistola, dijo el
    pastor.

    -No, dijo el judío: es un anteojo.

    Era, en efecto, uno de esos anteojos comunes que
    agrandan cinco o seis veces los objetos, o que los aproximan otro
    tanto, lo que produce el mismo resultado.

    Frik había cogido aquel instrumento, y le
    contemplaba, dándole vueltas entre sus manos, haciendo
    salir y entrar los cilindros.

    Después, moviendo la cabeza:

    -¡Un anteojo! dijo.

    -Sí, pastor; un magnífico anteojo, que os
    alargará mucho la vista…

    -¡Ah! … Yo tengo muy buenos ojos, amigo. Cuando
    el tiempo está claro, veo las últimas rocas, hasta la
    cresta del Retyezat, y los últimos árboles en el
    fondo de los desfiladeros del Vulcano.

    -¿Sin entornar los ojos?

    -Sin entornar los ojos, -gracias al rocío de la
    noche, que me limpia la pupila.

    -¿El rocío? dijo el otro. Pronto os
    dejará ciego.

    -¡Ah! A los pastores no.

    -Bien… Si tenéis buenos ojos, yo los tengo
    mejores cuando los aplico a mi anteojo.

    -¡Tendrá que ver eso!

    -Vedlo …

    -¡Yo! …

    -Probad.

    -¿No me costará nada? preruntó
    Frik, desconfiado por naturaleza.

    -Nada; a menos que no os decidáis a comprarme el
    aparato.

    Tranquilo ya sobre este particular, Frik tomó el
    anteojo, cuyos tubos graduó el buhonero. Después,
    de haber cerrado el ojo derecho, Frik aplicó el ocular al
    izquierdo, y empezó a mirar hacia las montañas del
    Vulcano, subiendo hacia el Plesa; después bajó el
    instrumento, enfocándole hacia el pueblo de
    Werst.

    -¡Calla! exclamó. ¡Pues es verdad!
    Alcanza más que mis ojos… Allí está la
    calle Mayor. Reconozco a las personas… Veo a Nic Deck, el
    guarda que vuelve de su ronda, con la mochila a la espalda y la
    carabina al hombro.

    -¡Cuando yo os lo decía! observó el
    buhonero.

    -Sí, sí. Nic es, añadió el
    pastor. ¿Y quién es aquella mujer que sale de
    casa del amo Koltz, con falda roja y corpiño negro, como
    si fuese al encuentro de Nic?

    -Mirad atentamente, y reconoceréis a la muchacha,
    como habéis reconocido a Nic.

    -¡Ah! sí … ¡Es Miriota! …
    ¡La bella Miriota! … ¡Ah!. .. ¡Los novios!
    … Esta vez tienen que andar con cuidado, porque yo los tengo al
    alcance de mis ojos, y no pierdo ninguna de sus
    carantoñas.

    -¿Y qué decís de este
    aparato?

    -¡Ah! Que hace ver desde muy lejos.

    El asombro de Frik al coger por primera vez un anteojo
    para mirar la aldea Werst, indicaba lo atrasado que este pueblo
    se encontraba. Si esto era o no verdad, bien pronto lo
    veremos.

    -Pastor, dijo el mercader: seguid, seguid mirando…
    Más allá de Werst. Este pueblo está muy
    cerca… ¡Mirad mucho más allá!

    -¿Y tampoco me costará nada?

    -Tampoco.

    -Bueno.. . Voy a mirar hacia el Sil
    húngaro… Sí; allí está el
    campanario de Livadzel… Le conozco por la cruz, a la que le
    falta un brazo. . . Más allá, en el valle, entre
    los abetos, veo el campanario de Petroseny, con su gallo de hoja
    de lata, con el pico abierto, como si llamara a las gallinas…
    ¡Calle! … Y allí abajo.. . veo una torre que
    scobresale por entre los árboles… Debe de ser la torre
    de Petrilla. Vaya, voy a seguir mirando, porque supongo que el
    precio
    será siempre el mismo…

    -El mismo, pastor.

    Frik miraba entonces hacia la llanura de Orgall;
    siguió después contemplando la sombría masa
    de los bosques situados sobre las vertientes del Plesa, y
    enfocando el obje-tivo a la lejana silueta del castillo,
    exclamó:

    -Sí … la cuarta rama está en tierra … La
    había visto bien. .. Nadie irá a recogerla para
    hacer una tea la noche de San Juan. Nadie irá… Ni yo…
    Sería arriesgar el cuerpo y el alma. Pero hay
    uno que la recogerá esta noche, para llevarla al fuego del
    infierno. Éste es el Chort.

    Así se llama al diablo cuando se le evoca en las
    conversaciones del país.

    Acaso el judío iba a pedir explicación de
    aquellas palabras incomprensibles para el que no fuese de Werst o
    de sus cercanías, cuando Frik exclamó con voz en la
    que el espanto se mezclaba a la sorpresa:

    -¿Qué es aquella nube que sale del
    torreón? ¿Es bruma? No; parece humo… Pero no es
    posible… Desde hace siglos y siglos no echan humo las chimeneas
    del castillo…

    -Si veis humo, es que lo hay pastor.

    -No, buhonero, no. Es que el cristal de vuestro anteojo
    está empañado.

    -Limpiadle, pues.

    -Voy a hacerlo.

    Y después de haber frotado lo vidrios del anteojo
    con su manga, volvió a mirar.

    Efectivamente; lo que salía del torreón
    era humo. Aquella columna subía recta, en el aire tranquilo, y
    su penacho se confundía con las nubes. Frik,
    inmóvil, no hablaba ya, concentrando toda su atención sobre el castillo, cuya sombra iba
    ascendiendo hasta llegar al nivel del llano de Orgall. De pronto
    bajó el aparato, y llevándose la mano a la alforja
    que bajo su sayo llevaba, preguntó:

    -¿Qué vale esto?

    -Florín y medio,-, respondió el
    buhonero.

    Por poco- que Frik hubiese regateado, hubiera dado el
    anteojo en un florín; pero el pastor no
    regateó.

    Bajo el influjo de una estupefacción tan grande
    como inexplicable, metió la mano en su alforja y
    sacó el
    dinero.

    -¿Es para vos el anteojo? preguntó el
    buhonero.

    -No; para mi amo.

    -Entonces, él os reembolsará.

    -Sí… Los dos florines que me cuesta.

    -¡Cómo dos florines!

    -Sí… de ahí para arriba. Buenas tardes,
    amigo.

    -Buenas tardes, pastor.

    Y Frik, silbando a sus perros y reuNicndo su
    rebaño, subió a buen paso en dirección a
    Werst.

    Mirándole marchar el judío, movió
    la cabeza, y murmuró:

    -De haberlo sabido, le pido más por el
    anteojo.

    Después de arreglar sobre sus hombros y cintura
    su mercancía, tomó la dirección de
    Karlsburg, volviendo a bajar por la margen derecha del
    Sil.

    ¿Dónde iba? Poco nos importa. Él no
    hace más que pasar en esta novela… No le
    volveremos a ver más.

    CAPÍTULO II

    La distancia de algunas millas produce el efecto, para
    el observador, de que, bien sean rocas hacinadas por la
    naturaleza en las épocas geológicas, según
    las convulsiones del suelo, o bien construcciones debidas a la
    mano del hombre y sobre las cuales ha pasado el soplo devastador
    del tiempo, poco más o menos su aspecto es semejante.
    Confúndese fácilmente el mineral en bruto y el
    mineral trabajado. Desde lejos vese todo envuelto en igual
    color, con
    idénticas líneas y ángulos en perspectiva,
    con la misma uniformidad de tinte, bajo la pátina gris de
    los siglos.

    Tal acontecía con la edificación
    antedicha, castillo otro tiempo de los Cárpatos.
    Reconocerle en su indecisa estructura en
    la meseta de Orgall, que corona a la izquierda la garganta de
    Vulcano, hubiera sido imposible. Ya no muestra su
    erguida silueta en las montañas. Lo que pudiera tomarse
    por un torreón, no es acaso otra cosa que un informe
    montón de piedras. Allí donde la vista crea
    percibir los almenados muros, quizá no habrá sino
    rocosa cresta. Es un conjunto vago, flotante, incierto. Tanto es
    así, que si diéramos crédito
    a lo que dicen algunos turistas, el castillo de los
    Cárpatos sólo existe en la fantasía de las
    gentes del país.

    Después de todo, el medio más sencillo
    para salir de dudas sería hacerse conducir por un
    guía del Vulcano o de Werst, y subir por el desfiladero,
    dar cima a la montaña, visitar aquellas construcciones.
    Pero hay el inconveNicnte de que se encuentra más
    fácilmente el camino del castillo que el guía. En
    el valle del Sil nadie consentiría en acompañar a
    un viajero al castillo de los Cárpatos, así fuese a
    peso de oro.

    Si hubiéseis mirado con un anteojo más
    potente que el instrumento de pacotilla que compró el
    pastor Frik para el señor de Koltz, he aquí lo que
    hubiérais visto del viejo edificio.

    Detrás de la garganta de Vulcano, y, como a unos
    ochocientos o novecientos pies, un muro de color de
    asperón, casi oculto por la hojarasca de plantas
    trepadoras y cuyo cercado se extiende ert un perímetro de
    cuatrocientas o quiNicntas toesa, y siguiendo las ondulaciones de
    la meseta; a cada ángulo dos bastiones, de los cuales, el
    de la derecha, sobre el que se alza la famosa haya, está
    coronado por una pequeña atalaya o garita de puntiag!ida
    techumbre; a la izquierda, algunos lienzos de murallas cual los
    de una fortaleza, soportando un campanario de capilla, cuya
    campana rajada se bambolea en las grandes borrascas, causando el
    mayor espanto en la comarca; en el centro, y con su plataforma
    rodeada de almenas, un torreón con tres órdenes de
    ventanas de alféizares de plomo, y cuyo primer piso
    hállase rodeado de circular terraza; sobre la plataforma
    álzase un largo mástil de hierro adornado por una
    especie de veleta comida de moho, mirando siempre al Sudeste, por
    efecto de algún violento huracán.

    En cuanto a lo que encerraba el consabido muro, por mil
    partes quebrado, bien fuese edificio habitable, accesible por
    puente levadizo o poterna, ignorábase de luengos
    años atrás.

    En realidad, si bien el castillo de los Cárpatos
    se hallaba en mejor estado de lo
    que parecía, estaba protegido ahora por el extendido
    terror supersticioso, con tanta eficacia como en
    pasados tiempos lo estuviera por basiliscos, bombardas,
    culebrinas y demás máquinas
    de artillería de otros siglos.

    Y en verdad que bien merecía la pena de ser
    visitado el castillo de los Cárpatos por turistas y
    anticuarios. Su situación en lo alto de la meseta de
    Orgall no puede ser más bella. El panorama de
    montañas que se divisa desde la alta plataforma del
    torreón, es sublime.

    Al fondo vense las ondulaciones de la elevada
    cordillera, que parece dibujada caprichosamente, formando la
    frontera de Valaquia. Por delante abre su ruinosa garganta el
    desfiladero de Vulcano, única vía de comunicación entre las provincias
    limítrofes. Al otro lado del valle del Sil surgen las
    edificaciones de Livadzel, Lonyai, Petroseny y Petrilla,
    agrupados y como asomándose a la abertura de los pozos que
    sirven para la explotación de esta rica cuenca hullera. Y
    en los últimos planos del horizonte vislúmbrase
    admirable y simétrica cadena de alturas y crestas cuyas
    bases están cubiertas de césped y cuyas peladas
    cimas dominan los abruptos picos del Retyezat y del Paring. Por
    fin, más allá del valle del Hatszeg y del
    río Maros, aparecen los lejanos perfiles, velados por las
    brumas de los Alpes de la Transilvania Central.

    En el fondo de aquel embudo y efecto de la depresión
    del terreno, formábase un lago, en el que vertían
    sus aguas los brazos del Sil antes de abrirse paso al
    través de la cordillera. Ahora dicha depresión no
    es más que una carbonera con sus ventajas e
    inconveNicntes; las altas chimeneas de fábrica
    crúzanse con el ramaje de los copudos olmos, abetos y
    hayas; los negruzcos humos vician la atmósfera, saturada
    antaño con los perfumados aromas de los frutales y las
    flores. No obstante, y por más que la industria
    tiene bajo su férrea mano este distrito minero, en la
    época de esta narración aún no había
    perdido el selvático aspecto que le diera la
    Naturaleza.

    El castillo de los Cárpatos data del siglo XII, o
    acaso del XIII. En aquella época, bajo la
    dominación de los señores o vaivodas,
    fortificábanse monasterios, iglesias, palacios y castillos
    de igual modo que las aldeas y ciudades. Señores y
    vasallos procuraban mantenerse a la defensiva. Tal estado de
    cosas explica el aspecto de aquella construcción feudal, bien defendida con su
    almenado muro, su atalaya y su torreón. ¿Qué
    arquitecto tuvo la idea de edificarle sobre aquella meseta y a
    tal altura?

    Ignórase quién fuese el audaz artista
    aunque pudiera suponerse que fuera el rumano Manoli, tan
    gloriosamente cantado en las leyendas valacas, y que
    edificó en Curté de Argis el célebre
    castillo de Rodolfo el Negro.

    Pero si pudiera haber dudas acerca de este punto, no las
    hay respecto a la familia que
    poseía el castillo de los Cárpatos. Los barones de
    Gortz eran señores de aquel país desde tiempo
    inmemorial. Tomaron parte en todas las guerras que
    tiñeron de sangre las
    provincias de Transilvania; lucharon contra los húngaros,
    los sajones y los szeklers, y su apellido figura en
    cánticos y en doines, donde se perpetúa el
    recuerdo de los desastrosos períodos por que
    atravesó aquel país. Era su divisa el famoso
    proverbio valaco: ¡da pe maorte! «ida
    hasta morir!» y dieron, vertiendo su sangre en aras de la
    independencia, aquella sangre que procedía de los romanos,
    sus antecesores.

    Ya se sabe que al cabo de tantos esfuerzos y sacrificios
    tantos, no pudieron conseguir otra cosa que la más
    mísera opresión para los descendientes de tan
    valiente raza. Ya no vive la vida política. Tres azotes
    sufrió aquel país. Mas aún conservan los
    valacos de Transilvania la esperanza de sacudir el yugo que los
    oprime. El porvenir es suyo, y con inquebrantable fe repiten
    estas palabras, que expresan todas sus aspiraciones: Roman no
    perè!
    ¡El rumano no perecerá!

    A mediados del siglo actual, el último
    representante de los señores de Gortz era el barón
    Rodolfo. Nacido en el castillo de los Cárpatos,
    había visto a su familia irse
    extinguiendo alrededor suyo durante su juventud, y a
    los veintidós años se encontró solo en el
    mundo. Todos los suyos habían ido cayendo, año tras
    año, cual las ramas del haya secular cuya existencia tan
    unida se hallaba, según la superstición
    pública, a la existencia misma del castillo.

    Sin parientes y casi sin amigos, ¿qué iba
    a hacer el barón Rodolfo para llenar aquel inmenso
    vacío que la muerte
    dejó en torno suyo?
    ¿Cuáles eran sus aficiones, sus inclinaciones y
    aptitudes? Nada de esto se sabía, como no fuese la
    pasión irresistible que sentía por la música, y muy
    especialmente por los grandes artistas líricos de su
    época. Así que, después de haber confiado la
    guarda del castillo, ya muy deteriorado, en manos de algunos
    viejos servidores, un
    día desapareció de allí. Más tarde se
    supo que dedicaba su fortuna, bastante considerable, a recorrer
    los principales centros líricos de Europa, los teatros de
    Alemania,
    Francia e Italia, donde
    podía saciar su infatigable fantasía de
    dilettante. ¿Acaso era un excéntrico; por no
    decir un monomaníaco? Lo extraño de su vida daba
    lugar a creerlo así.

    Sin embargo, el recuerdo de su país natal no se
    había borrado del corazón
    del joven barón de Gortz, ni olvidó su patria en
    medio de sus lejanas peregrinaciones.

    Tanto fue así, que volvió a Transilvania a
    tomar parte en una de las sangrientas revueltas de los rumanos
    contra la opresión húngara.

    Los descendientes de los antiguos dacios fueron
    vencidos, y su territorio repartido entre los
    vencedores.

    A continuación de esta derrota, el barón
    Rodolfo abandonó definitivamente el castillo de los
    Cárpatos, que empezaba a amenazar ruina por algunas
    partes. La muerte no
    tardó en privar a aquel dominio de sus
    últimos servidores, y fue desalojado del todo. En cuanto
    al barón, de Gortz, empezó a correr el rumor de que
    se había unido patrióticamente al famoso Rosza
    Sandor, antiguo salteador de caminos, y al que la guerra de la
    independencia había elevado al rango de un protagonista de
    drama.

    Muy felizmente para él después de la
    lucha, Rodolfo de Gortz se había separado de la
    facción del salteador, y obró muy prudentemente,
    porque Rosza Sandor acabó por caer en manos de la
    policía, que se contentó con encerrarle en la
    prisión de Szamos-Uyvar.

    Por el distrito corrió la versión, muy
    autorizada, de que el barón Rodolfo había sido
    muerto en un encuentro de Rosza Sandor con los carabineros de la
    frontera. No había tal muerte, aunque nadie dudase de ella
    por no haber aparecido el barón en la comarca desde
    aquella época; y es preciso tener en cuenta lo
    crédula que era la población en sus supuestos.

    Castillo desierto, castillo fantástico… Las
    vivas y ardientes imaginaciones pobláronle pronto de
    fantasmas, de
    espíritus que se albergaban en aquél a las altas
    horas de la noche. Cosas son éstas que suceden
    frecuentemente en muchas comarcas de Europa, entre las que
    Transilvania debe ocupar el primer lugar.

    Además, ¿cómo aquella aldea de
    Werst hubiera podido romper con sus creencias en lo sobrenatural?
    El cura y el maestro enseñaban estas fábulas
    con tanto más empeño, cuanto que ellos mismos las
    creían a pies juntillos. Afirmaban, con pruebas en
    ápoyo de sus afirmaciones, que los vampiros lanzan gritos
    de andriagos, beben sangre humana; que los staffii andaban
    errantes por las ruinas, convirtiéndose en malhechores si
    se olvida darles de comer y beber todas las noches.

    Hay hadas, babes, de las que es preciso guardarse
    el martes y viernes, días nefastos de la semana,
    Aventuráos, pues, en las profundidades de los bosques del
    distrito, bosques encantados donde se ocultan los balauri,
    dragones gigantes cuyas mandíbulas llegan a las nubes; los
    zmei, de alas desmesuradas, que se llevan a las mujeres
    lindas, sin distinción de categorías. Existen,
    pues, tantos monstruos feroces. ¿No hay algún genio
    del bien que, según la imaginación popular,
    contrarreste las malas artes de aquéllos? Sí, por
    cierto. La serpi de casa, serpiente del hogar
    doméstico, que vive en las casas y cuya influencia
    saludable compra el aldeano, nutriéndola con la mejor
    leche.

    Ahora bien: ¿qué mejor albergue para todos
    aquellos seres de la mitología rumana que el castillo de los
    Cárpatos? Sobre aquella planicie aislada, sólo
    accesible por la parte izquierda de la garganta de Vulcano, no
    era dudoso que albergase dragones, hadas y endriagos, como
    también acaso los espíritus de algunos individuos
    de la familia de los barones de Gortz.

    De aquí la reputación de que el castillo
    estaba encantado; reputación muy justificada, al decir de
    las gentes, y nadie hubiera osado aventurarse a visitarle.
    Esparcía en torno suyo una especie de espanto
    epidémico, como las emanaciones pestilentes de una laguna
    insalubre. Sólo con aproximarse un cuarto de milla, se
    arriesgaba la vida en este mundo y la salvación en el
    otro.

    Esto era cosa corriente en la es-cuela del maestro
    Hermod. Sin ernbargo, tal estado de colas debía tener fin,
    y esto sucedería cuando no quedase una sola piedra de la
    antigua fortaleza de los barones de Gortz: y aquí entraba
    la leyenda.

    A dar crédito a los más autorizados de la
    aldea de Werst, la existencia del castillo estaba unida a la de
    la vieja haya, cuyo ramaje se recostaba sobre el bastión
    del ángulo, a la derecha del muro. Las gentes de la aldea
    habían observado, y muy particularmente el pastor Frik,
    que desde, la partida de Rodolfo de Gortz dicho árbol iba
    perdiendo cada año una de sus ramas más gruesas.
    Cuando el barón Rodolfo fue visto por última vez en
    la plataforma del torreón, el árbol tenía
    dieciocho ramas, y en la actualidad sólo contaba tres.
    Cada rama caída significaba un año menos de
    existencia para el castillo. La caída de la última
    produciría anonadamiento definitivo. Y entonces, sobre la
    meseta de Orgali, se buscaría en vano el castillo de los
    Cárpatos.

    Evidentemente, esto era una de esas leyendas que
    sólo nacen en las imaginaciones de los rumanos; pero lo
    cierto era que todos los años el haya perdía una de
    sus ramas, y Frik, que no dejaba de observarle mientras
    apacentaba su rebaño en los prados del Sil, no dudaba en
    afirmarlo. Y aunque la aseveración de Frik no fuera digna
    de tomarse en cuenta, a los aldeanos, y hasta al juez de Werst,
    no les cabía duda de que el castillo no tendría
    más de tres años de vida, puesto que al «haya
    tutelar» no le quedaban más que tres ramas. El
    pastor se puso en camino para llevar la tremenda noticia de que
    queda hecha mención, después del accidente del
    anteojo.

    En efecto: la noticia era tremenda. ¡En el
    torreón acababa de aparecer humo! Lo que sus ojos no
    hubieran podido apreciar por sí solos, lo había
    visto Frik con ayuda del anteojo del buhonero… No era vapor de
    la atmósfera; era humo que iba a perderse en las nubes …
    ¡Y a pesar de estar abandonado el castillo! …
    ¡Después de tanto tiempo que nadie había
    franqueado su cerrada poterna, ni levantado el puente levadizo!
    … Si el castillo estaba habitado, sólo podía
    estarlo por seres sobrenaturales … Pero ¿con qué
    objeto podían los espíritus encender fuego en uno
    de los departamentos del torreón? ¿Provenía
    el humo de alguna chimenea, de una habitación o de la
    cocina? He aquí un punto verdaderamente
    inexplicable.

    Frik azuzaba sus bestias hacia el establo, y a su voz
    los perros avivaban el ganado camino arriba, y el polvo
    volvía a caer con la humedad del
    crepúsculo.

    Algunos aldeanos que se habían retardado en sus
    faenas, le saludaron al pasar. Frik apenas les respondió.
    Esto era motivo de gran inquietud para los primeros, porque para
    evitar los maleficios no basta saludar al pastor, es preciso que
    éste responda al saludo. Pero Frik no se fijaba en esto, y
    caminaba con los ojos extraviados, actitud extraña y
    ademanes descompuestos. Aunque los lobos le quitaran la mitad de
    sus carneros, no hubiera recibido impresión más
    honda. ¿De qué mala nueva era nuncio el
    pastor?

    El primero que lo supo fue el juez Koltz.

    Así que le vio, gritóle Frik:

    -¡En el castillo hay fuego, amo!

    -¿Qué dices, Frik?

    -Digo la verdad.

    -¿Te has vuelto loco?

    En efecto: ¿cómo era posible un incendio
    en aquel viejo montón de piedras? Esto era tan absurdo
    como admitir que el Negoi, la más alta cima de los
    Cárpatos, fuera devorado por las llamas.

    -¿Tú pretendes, Frik, que el castillo
    arde? dijo él amo Koltz.

    -Pues si no se quema, por lo menos echa humo.

    -Algún vapor…

    -No, es humo; venid a verlo.

    Y ambos se dirigieron hacia el centro de la calle Mayor
    de la aldea, al borde de un terraplén que dominaba los
    barrancos, y desde el cual se podía ver el
    castillo.

    Una vez allí, Frik dio el anteojo a su amo.
    Evidentemente el señor Koltz no era más
    práctico que el pastor en el manejo de tal
    instrumento.

    -¿Qué es esto? le
    preguntó.

    -Una maquinaria para ver, que he comprado en dos
    florines, y que vale el doble.

    -A quién?

    -A un buhonero.

    -¿Y para qué?

    -Aplicadlo a vuestro ojo; dirigidlo al castillo; mirad.
    y veréis.

    El juez enfocó el anteojo en dirección al
    castillo, y miró atentamente.

    ¡Sí! Lo que salía de una de las
    chimeneas del torreón era humo, que desviado en aquel
    momento por la brisa, se arrastraba por la falta de la
    montaña.

    -¡Humo! ¡Humo! repetía el amo Koltz
    estupefacto.

    Acababan de reunírsele Miriota y Nic Deck, el
    guardaboque, que habían vuelto a su casa hacía unos
    instantes. Cogiendo el anteojo, preguntó el
    joven:

    -¿Para qué sirve esto?

    -Para ver a lo lejos, respondió el
    pastor.

    -Es broma, Frik.

    -¡Sí… sí, broma! No hace una hora
    que yo os he reconocido cuando bajábais por el camino de
    Werst, y a Vos también. . .

    No acabó la frase, porque Miriota se puso
    encarnada y bajó sus lindos ojos. Después de todo,
    no está prohibido que una hija de familia honrada vaya al
    encuentro de su novio.

    La novia primero, y el novio después, cogieron el
    famoso anteojo y le enfocaron hacia el castillo.

    Entretanto habían llegado a aquel sitio media
    docena de vecinos, que, enterados de lo que pasaba, fueron
    sirviéndose por turno del anteojo. Uno dijo:

    -¡Humo! ¡Humo en el castillo!

    Y otro añadió:

    -Tal vez el rayo ha caído sobre el
    torreón.

    -¿Pues qué, ha tronado? preguntó
    Koltz dirigiéndose a Frik.

    -No ha habido tormenta desde hace ocho días,
    respondió el pastor.

    Si a aquellas buenas gentes se les hubiese dicho que en
    la cúspide del Retyezat acababa de abrirse un
    cráter volcánico, no se hubieran quedado más
    estupefactas.

    CAPÍTULO III

    El pueblecillo de Werst tiene tan poca importancia, que
    no figura en la mayor parte de los mapas.. En el
    orden administrativo es aún de inferior categoría
    que su vecino, llamado Vulcano, nombre de la porción de la
    vertiente del Plesa sobre el cual ambos se encuentran
    pintorescamente situados.

    En los momentos actuales, la explotación de la
    cuenca minera ha impreso gran movimiento
    comercial a las poblaciones de Petroseny, Livadzel, y otras,
    distantes algunas. millas; en cambio ni
    Vulcano ni Werst han obtenido ventaja alguna, no obstante su
    proximidad al centro industrial.

    Estas aldeas son aún lo que eran hace cincuenta
    años, y es de suponer que dentro de otro medio siglo
    continuarán en el mismo estado. Según Elisco
    Reclus, más de una mitad de la población de Vulcano
    se compone de empleados encargados de vigilar la frontera,
    carabineros, gendarmes, inspectores del fisco y enfermeros del
    lazareto. Suprimid los gendarmes y los inspectores del fisco,
    añadid una proporción un poco mayor de
    agricultores, y tendréis la población de Werst o
    sea algunos cientos de habitantes.

    Puede decirse que el tal pueblecillo está formado
    por sólo una larga calle, cuyas bruscas pendientes hacen
    la subida y la bajada muy penosas a lo largo de la garganta de
    Vulcano. Sirve de camino natural entre la frontera valaca y la
    transilvánica. Por allí pasan los rebaños de
    bueyes, de carneros y cerdos, los carniceros, los vendedores de
    frutas y granos y algunos viajeros, muy pocos, que se aventuran
    por el desfiladero, en vez de tomar los ferrocarriles de Kolosvar
    y del valle del Maros.

    En verdad que la Naturaleza ha dotado generosamente la
    cuenca que se abre entre los montes de Brihar, Retyezat y Paring;
    no tan sólo es rica por la fertilidad de su suelo, sino
    también por la riqueza que encierra en -sus
    entrañas: hay minas de sal gema en Thorda, con un
    rendimiento anual de más de 20.000 toneladas; el monte
    Parajd, cuya cúspide mide siete kilómetros de
    circunferencia, está únicamente formado de cloruro
    de sodio; las minas de Torotzko producen plomo, galena, mercurio
    y sobre todo hierro, cuyos yacimientos están en
    explotación desde el siglo X; las minas de Vayda Hunyad
    dan un mineral que, transformado en acero, resulta de
    superior calidad; hay
    también minas de hulla fácilmente, explotables bajo
    las primeras capas de estos valles lacustres en el distrito de
    Hatzeg, en Livadzel y Potroseny vasto recinto cuyo contenido se
    ha estimado en doscientos cincuenta millones de toneladas; y, en
    fin, minas de oro en Offenbanya, en Topanfalva, la región
    de los trabajadores que se dedican a limpiar las arenas
    auríferas de los ríos, y en donde miriadas de
    molinos, sencillamente dispuestos, trabajan las arenas del
    Veres-Patak, el Pactalo transilvánico, y que exportan cada
    año valor de dos millones de francos del precioso
    metal.

    Parecía que una region tan favorecida por la
    naturaleza, había de aprovechar aquella riqueza en favor
    de sus habitantes. Sin embargo, no es así. Si bien los
    centros más importantes como Torotzko, Petroseny y Lonyai
    poseen algunas instalaciones industriales a la moderna; si bien
    allí se ven edificaciones regulares, sometidas a la
    uniformidad de la escuadra y la plomada, depósitos,
    almacenes,
    verdaderas poblaciones obreras; si están dotadas de cierto
    número de casas con ventanas y balcones, no se encuentra
    eso ni en la aldea de Werst ni en la de Vulcano.

    Unas sesenta casas irregularmente edificadas sobre la
    única calle, cubiertas de un caprichoso tejado que
    sobresale por los muros de arena, con fachada hacia el
    jardín; un granero con ventana por cada habitación,
    con una ruinosa granja al lado; un establo cubierto de paja; aqui
    y allá algún pozo con polea, de la que pende una
    cuerda, dos o tres charcas que se desbordan con las tormentas,
    arroyuelos de cursos tortuosos.

    Tal es la aldea de Werst, emplazada sobre ambos lados de
    la calle entre los, oblicuos taludes del desfiladero. A pesar de
    esto, es fresca y tiene atractivos: hay flores en puertas y
    ventanas, tapias de verdura que cubren los muros, hierbas
    revueltas que se mezclan con las espigas de color de oro viejo y
    con las ramas de los olmos, álamos, hayas, abetos y
    erables que sobresalen por una de las casas, «tan altos
    como pueden subir». Al otro lado, las escalonadas
    estribaciones de la cordillera, y allá en lontananza, las
    cimas de los montes que se confunden con el azul del
    cielo.

    En Werst, como en toda aquella región de
    Transilvania, no se habla el alemán ni el húngaro,
    sino el rumano; hasta en las mismas familias tsiganes
    establecidas, más bien que acampadas en las diversas
    aldeas del distrito.

    Estos extranjeros toman la lengua del país, como
    toman la religión. Los de
    Werst forman una especie de pequeña tribu, bajo el miedo
    del vaivoda, con sus caravanas, sus barakas de
    puntiagudo tejado, sus legiones de niños,
    siendo bien diferentes por sus costumbres y regularidad de
    hábitos, a las de sus congéneres que andan errantes
    por Europa. Observan en sus ceremonias el rito griego,
    amoldándose a la religión de los cristianos entre
    los que viven. La autoridad
    religiosa de Werst está en manos de un pope que reside en
    Vulcano y ejerce sus funciones en
    ambas aldeas, separadas solamente por media milla.

    La civilización es como el aire y como el agua:
    allí donde encuentra un resquicio, por pequeño que
    sea, allí penetra, y modifica las condiciones de un
    país. Hay que reconocer que este resquicio no se ha
    presentado aún en la región meridional de los
    Cárpatos. De Vulcano ha dicho Eliseo Reclus «que es
    el último lugar de la civilización en el valle del
    Sil valaco». No hay pues, que asombrarse de que Werst sea
    una de las más atrasadas aldeas del distrito de Kolosvar.
    ¿Y cómo puede ser otra cosa en lugares como los
    antedichos, donde nace, se crece y se muere sin haber salido de
    ellos? Ocurrirá preguntar ahora: ¿No hay un maestro
    de escuela?
    ¿No hay un juez en Werst? Indudablemente; pero el
    dómine Hermod sólo puede enseñar lo que
    sabe, que es bien poco; apenas leer, escribir y contar. La
    instrucción no pasa de aquí. En ciencias, en
    historia, en
    geografía
    y en literatura, no
    conoce otra cosa que los cantos populares y las leyendas del
    país; su memoria es
    escasa.

    Su fuerte es todo aquello que tiene sabor
    fantástico, de lo que secan gran provecho los pocos
    escolares de la aldeà.

    En cuanto al juez, conviene explicar la razón de
    tal título del primer magistrado de Verst. El
    biró Sr. Koltz era un hombrecillo como de unos
    cincuenta y cinco a sesenta años, de origen rumano, de
    cabellos raros y encanecidos, bigote aún negro y ojos de
    más dulzura que viveza; de fuerte complexión, como
    buen montañés; cubre su cabeza con la
    magnífica gorra de fieltro, y sujeta su vientre con un
    cinturón de historiada hebilla; su chaqueta sin mangas, y
    el pantalón corto y hombacho, metido en altas boúas
    de cuero.

    Más bien alcalde que juez, por más que sus
    funciones le obligasen a intervenir en las múltiples
    contiendas entre vecinos, se ocupaba principalmente de
    administrar su aldea con poder
    discrecional, y no gratis en verdad. En efecto: todas las
    transacciones, compras o
    ventas estaban
    gravadas con un impuesto a su
    favor, sin hablar del derecho de peaje que extranjeros, turistas
    o traficantes se apresuraban a entregarle.

    Tan lucrativo cargo había proporcionado al Sr.
    Koitz cierta holgura. Si la mayoría de los aldeanos del
    distrito son roídos por la usura, que no tardará en
    hacer a los judíos
    prestamistas verdaderos propietarios del suelo, el
    biró había sabido escapar a su
    rapacidad.

    Sus bienes estaban
    libres de hipotecas o «intabulaciones» segun se dice
    en la comarca. A nadie debía nada. Hubiese más bien
    prestado que tomado a préstamo, y lo hubiera hecho, no sin
    despellejar a la pobre gente. Poseía muchos prados con
    buenos pastos para sus rebaños; campos bien cultivados,
    aunque hostil siempre a los adelantos; viñas que halagaban
    su vanidad, al pasearse por entre las hermosas cepas cargadas de
    racimos, y cuya cosecha vendía siempre con gran provecho,
    prescindiendo de la parte que se reservaba para su consumo
    particular.

    No hay que decir que la casa de Koltz era la más
    hermosa del pueblo. Estaba situada esquina al terraplén de
    la calle antes dicha. Una casa de piedra con su fachada al
    jardín, su puerta entre la tercera y la cuarta ventana,
    con sus festones de verdura que orlan el alero con su cabelludo
    ramaje.

    Dos grandes hayas de alta y florida copa. Detrás,
    un hermoso verjel en el que se ven plantaciones de legumbres,
    formando cuadros, y filas de árboles frutales alineados
    sobre el talud. En el interior de la casa hay bonitas y limpias
    habitaciones, para comer y dormir, con sus muebles
    pintarrajeados, mesas, camas, bancos, escabeles
    y aparadores llenos de brillante vajilla. De las vigas del techo
    penden lámparas adornadas de cintas y telas de vivos
    colores. Se ven
    también pesados cofres, forrados y claveteados, que sirven
    de mesas y de armarios.

    En las blancas paredes hay retratos, iluminados con
    color rabioso, de patriotas rumanos, entre otros el del popular
    héroe del siglo XV, el vaivoda Vayda-Hunyad.

    He aquí una encantadora habitación, muy
    grande para un hombre solo. Pero es que el amo Koltz no estaba
    solo. Viudo hacía diez años, tenía una hija,
    la bella Miriota, muy admirada de Werst a Vulcano, y aún
    más allá. Hubiese podido llevar por nombre uno de
    esos extraños que se usan en Valaquia, tales como Florica,
    Daiva, Dauricia; pero no; se llamaba Miriota, es decir,
    «corderita». La corderita había crecido, y era
    al presente una hermosa joven de veinte años, rubia, con
    ojos garzos de dulce mirada, encantadoras facciones y de formas
    esculturales, y su hermosura resaltaba más aún
    vestida con su camiseta bordadada de hilo rojo en el coleto, en
    los puños y en los hombros, su falda sujeta con un
    cinturón de hebillas de plata, su «catrinza,»,
    doble delantal de rayas azules y rojas, anudado a la cintura, sus
    botitas de cuero color de avellana, y con el ligero panuelo a, la
    cabeza, dejando al viento sus largas trenzas, adornadas con una
    cinta o una monedita.

    Sí: Miriota era una hermosa joven, y rica por
    añadidura, en aquel pueblecillo perdido en el fondo de los
    Cárpatos. ¿Mujer de su casa? Sin duda dirige
    admirablemente la casa de su padre. ¿Instruida?
    ¡Bah!… Educada en la escuela del maestro Hermond,
    sabía leer, escribir y contar con corrección; pero
    no ha pasado de ahí, ni hace falta.

    En cambio, nada nuevo podía aprender en lo
    referente a las fantásticas leyendas del país.
    Sabía de esto tanto como su maestro. Sabía la
    leyenda de Leany-Kö «el peñasco de la
    Virgen», donde una joven princesa, un si es o no es
    fantástica, escapa a las persecucion,es de los
    tártaros; la leyenda de la gruta del dragón, en la
    hondonada de la Cuesta del Rey; la de la Fortaleza de Deva,
    construida en los tiempos de las hadas; la leyenda de la
    Detunata, la herida del rayo, célebre montaña
    basáltica, semejante a un gigantesco violín de
    piedra, y cuyo instrumento toca el diablo en las noches de
    tormenta; la leyenda del Retyezat, con su cima arrasada por un
    sortilegio, y la del desfiladero de Thorda, abierto de una
    estocada de San Ladislao. Confesaremos que Miriota rendía
    entera fe a semejantes fábulas, sin dejar de ser por esto
    una encantadora joven, y tal les parecía a muchos mozos
    del país, y esto sin tener en cuenta que era la
    única heredera del biró Koltz, primera
    autoridad de Werst.

    Pero era inútil cortejarla: ¿acaso no era
    ya la prometida de Nicolás Deck?

    Era Nicolás Deck, o, por mejor decir, Nic Deck,
    un bizarro tipo rumano. Veinticinco años, buena estatura,
    complexión vigorosa, alta la cabeza, cabello negro que
    cubre el kolpak blanco; franca mirada, actitud resuelta bajo su
    traje de piel de
    cordero, bordado en las costuras y bien ajustado a sus piernas
    finas, verdaderas piernas de ciervo, y de airoso
    continente.

    Era guardabosque de un distrito; es decir, casi tan
    militar como civil. Como quiera que poseía alguna labor,en
    las cercanías de Werst, el padre de Miriota miraba al mozo
    con buenos ojos; y como el joven era apuesto y amable, tampoco
    desagradaba a Miriota, por quien él sentía
    verdadero amor.

    Nadie debía, pues, pensar ni en mirarla
    siquiera.

    El matrimonio de Nic
    Deck y de Miriota Koltz debía celebrarse a los quince
    días del momento en que comienza esta historia. Con este
    motivo habría fiesta en la aldea; el señor Koltz
    haría conveNicntemente las cosas: no era avaro; y si bien
    le gustaba ganar dinero, no
    rehusaba gastarlo cuando llegaba la ocasión. Terminada la
    ceremonia, Nic Deck elegiría domicilio cerca del
    biró, y cuando Miriota le tuviera a su lado, quizas
    se curaria del miedo que ahora sentía sólo al
    ruido de una
    puerta o al chasquido de un mueble durante las largas noches del
    invierno, creyendo a cada momento que iba a aparecer alguno de
    los fantasmas héroes de sus leyendas favoritas.

    Para completar la lista de los «notables» de
    Werst conviene citar dos más, y no de los menos
    importantes: el maestro y el médico.

    El maestro Hermod era un hombre grueso, con anteojos, de
    cincuenta y cinco años de edad, y fumador infatigable en
    pipa de porcelana, cuyo tubo pendía siempre de sus
    dientes. Poco y desgreñado pelo sobre su cráneo
    aplastado, cara seca, con un hoyuelo en la mejilla izquierda. Su
    gran tarea era cortar las plumas de ave de que se habían
    de servir sus discípulos, con prohibición expresa
    de usar las de acero. Había que verle cortándolas
    con su navajita bien afilada. ¡Con qué
    precisión daba el golpe final que remataba su obra,
    guiñando un ojo al mismo tiempo! Ponía exquisito
    cuidado, antes que en nada, en que sus discípulos tuviesen
    buena letra. . . Esto era lo principal. La instrucción
    venía después… ; y ya se sabe todo lo que
    enseñaba el buen dómine a las futuras generaciones
    que se sentaban en los bancos de su escuela.

    Hablemos ahora del médico Patak…
    ¿Cómo había un médico en Werst, en
    aquel pueblo en que solamente se creía en las cosas
    sobrenaturales? Hay que explicar antes, como lo hicimos al hablar
    del juez Koltz, lo que había sobre el título de
    médico de Patak.

    Era éste un hombrecillo de saliente abdomen,
    grueso, bajo, y de cuarenta y cinco años; ejercía
    la medicina
    corriente en Werst y en sus cercanías. Con su
    imperturbable aplomo y su facundia atronadora inspiraba no menos
    confianza que el pastor Frik, lo que no era poco. Cobraba
    consultas y drogas,
    inofensivas éstas, que no empeoraban los males de sus
    clientes; males que se hubieran curado solos. La salud es buena en aquella
    parte de la montaña: el aire que se respiraba es puro; las
    enfermedades
    epidémicas, desconocidas, y si la gente se-muere, es
    porque nadie se libra de esta dura ley, ni aun en
    aquel privilegiado rincon.

    En cuanto a Patak, se le llamaba doctor; pero no
    tenía instrucción ninguna, ni en medicina, ni en
    farmacia, ni en nada. Era sencillamente un antiguo enfermero del
    lazareto, cuya obligación consistía en vigilar a
    los viajeros detenidos en la frontera para obtener la patente de
    sanidad. Esto bastaba, al parecer, a la sencilla población
    de Werst. Hay que añadir -y esto no debe sorprenderque el
    doctor Patak era un «espíritu fuerte», como
    convenía a su profesión, y que, por lo tanto, no
    admitía las supersticiones que por allí
    corrían, ni tampoco las que se referían al
    castillo. Tomaba esto a broma y a risa; y cuando oia decir que
    nadie se había aventurado, desde tiempo inmemorial, a
    acercarse al castillo, decía:

    -No habrá quien me desafíe a hacer una
    visita a ese caserón.

    Y como nadie le desafiaba, ni pensaba en ello, el doctor
    Patak no llegó a ir; y como la credulidad seguía en
    aumento, el castillo continuaba siempre envuelto en impenetrable
    misterio.

    CAPÍTULO IV

    Bastaron pocos instantes para que la noticia dada por el
    pastor Frik se extendiese por el pueblo. El Sr. Koltz, cargado
    con el precioso anteojo acababa de entrar en su casa, seguido de
    Nic Deck y Miriota; en el terraplén quedábase Frik
    entre un grupo de gente
    de pueblo, al que se unió otro de tsiganes, que no eran
    los que se mostraban menos emocionados.

    Todos rodeaban a Frik apremiándole a preguntas, y
    el pastor respondía con esa soberbia importancia de un
    hombre que acaba de ver una cosa extraordinaria.

    -Sí, repetía, el castillo humeaba…
    Todavía humea, y humeará mientras esté
    piedra sobre piedra.

    -¿Y quién ha podido encender ese fuego?
    preguntó una vieja con las manos juntas.

    -¡El Chort! respondió Frik, dando al
    diablo el nombre que se le daba en el país. He aquí
    un malo que se entretiene en prender fuego y no en
    apagarle.

    Y cada uno trató de ver el humo sobre la punta
    del torreón, y la mayor parte afirmó que la
    distinguía perfectamente, aunque a aquella distancia era
    por completo invisible.

    ¡Imposible fuera imaginar el efecto que produjo
    aquel singular fenómeno! Es necesario insistir sobre este
    punto. Colóquese el lector en una disposición de
    ánimo igual a la de las gentes de Werst, y no se
    asombrará de los hechos que van a ser referidos. No le
    pido que crea en lo sobrenatural, sino únicamente que se
    ponga en el caso de aquella población, Y dé fe a
    este relato. A la desconfianza que inspiraba el castillo de los
    Cárpatos, que todo el mundo creía inhabitado, iba a
    unirse ahora el espanto, pues, que parecía, estar
    habitado… y ¡por qué seres, Dios
    mío!

    Existía en WeTst un lugar de reunión,
    frecuentado por bebedores y aun por otros que, sin beber,
    gustaban de ir allí para hablar de sus negocios
    después del trabajo. Estos
    últimos en número reducido, como se comprende.
    Dicho establecimiento público era la principal, o por
    mejor decir, la única posada del pueblo.

    ¿Quién era el propietario? Un judío
    llamado Jonás, hombre de unos sesenta años, de
    fisonomía atractiva, pero de marcado tipo semítico,
    con sus ojos negros, su curva nariz, su labio alargado, sus
    cabellos lisos y su tradicional perilla. Obsequioso y amable,
    prestaba de buen grado pequeñas cantidades a unos y otros,
    sin mostrarse muy exigente en garantías ni muy usurario,
    porque estaba seguro de ser
    reembolsado del préstamo en la época del
    vencimiento. ¡Pluguiese al cielo que los judíos
    establecidos en Transilvania fueran tan acomodaticios como el
    posadero de Werst!

    Desgraciadamente, el buen jonás era una
    excepción.

    Sus correligionarios y colegas, que son todos tenderos,
    vendiendo bebidas y artículos de comestibles, practican el
    oficio de prestamistas con usura inquietante para el porvenir del
    aldeano rumano. Hemos de ver cómo la propiedad del
    suelo pasa poco a poco, de la raza indígena, a la raza
    extranjera. No satisfechas las deudas los judíos
    llegarán a hacerse dueño de las hermosas tierras
    hipotecadas; y si la tierra prometida no existe ya en Israel, acaso
    figure algún día en los mapas de
    Transilvania.

    La posada del Rey Matías, así se
    titulaba, estaba situada en uno de los ángulos del
    terraplén, en la calle Mayor de Werst, y en la esquina
    opuesta :a la casa del biró. Era una casa vieja,
    mitad de madera, mitad de piedra, muy remendada por algunos
    sitios, pero muy adornada de verdura y de atractiva
    apariencia.

    Constaba de planta baja únicamente, con puerta
    vidriera que daba sobre el terraplén. En el interior, y en
    primer término, había una sala grande, llena de
    mesas y de taburetes, con un aparador de encina carcomida, donde
    resplandecían los platos, los jarros y los frascos, y un
    mostrador de ennegrecida madera, tras del cual estaba en pie
    Jonás, al servicio de la
    clientela.

    He aquí cómo aquella sala recibía
    la luz. Tenía dos ventanas en la fachada sobre el
    terraplén, y otras dos en la pared del fondo. De las dos
    primeras, una estaba velada completammte por una espesa cortina
    de plantas trepadoras o colgantes: estaba condenada, y apenas
    dejaba pasar un poco de claridad. La otra permitía
    extender la mirada sobre todo el valle interior del
    Vulcano.

    Debajo corrían las aguas tumultuosas del torrente
    de Nyad; por un lado descendía el torrente por el
    desfiladero, engrosado en las alturas de la meseta de Orgall,
    coronada por los muros del castillo: mientras que por el otro,
    siempre crecido por los arroyos de la montaña, aun durante
    el estío, descendía engrosando hacia el Sil valaco,
    que lo absorbía en su curso.

    A 1a derecha, y contiguos a la sala, media docena de
    cuartitos bastaban para alojar a los pocos viajeros que antes de
    traspasar la frontera deseaban decansar en el Rey
    Matías.

    Se les dispensaba buena acogida, a precios
    modicos, por un posadero atento y servicial, siempre provisto de
    buen tabaco, que iba a
    buscar a los mejores «trafiks» de las
    cercanías. Jonás, por su parte, ocupaba un estrecho
    camaranchón, cuya ventana daba sobre el
    terraplén.

    En esta posada hubo reunión de los notables de
    Werst la noche del 25 de mayo. Entre otros estaban el Sr. Koltz,
    el maestro Hermod, el guardabosque Nir, Dock, una docena de los
    principales de la aldea, y el pastor Frik, que no era el meenos
    importante. Faltaba el doctor Patak, cuyos auxilios
    médicos habían sido solicitados a toda prisa por
    uno de sus antiguos clientes, que sólo al doctor esperaba
    para pasar al otro mundo. El doctor había prometido
    asistir a la reunión cuando ya no fueran necesarios sus
    cuidados al difumo.

    En tanto que llegaba el ex-enfermero, se hablaba del
    grave suceso del día; mas no se hablaba sin comer y beber.
    Jonás ofrecía a unos de sus parroquianos la crema
    de maíz conocida con el nombre mamaliga, no del
    todo desagradable si está bien empapada en leche fresca. A
    otros les ofrecía copitas de licores fuertes, que corren
    como agua pura por los gaznates rumanos, alcohol de
    schnaps, cuyo vaso cuesta medio sueldo, y más
    particularmente el rakiu, aguardiente fortísimo de
    ciruelas, cuyo consumo es considera-ble en la región de
    los Cárpatos.

    Conviene advertir que en 1a posada había la
    costumbre de que Jonás no servía mas que al
    plato
    , es decir, a las personas en la mesa, porque
    había observado que los parroquianos sentados consumen
    más que los que lo hacen en pie.

    Aquella noche el negocio prometía ser bueno,
    puesto que los concurrentes se disputaban todos los asientos.
    Jonás iba de mesa en mesa con la botella en la mano,
    llenando los vasos, vaciados al momento. Eran las ocho y media:
    desde el anochecer estaban perorando; sin llegar a entenderse
    sobre lo que convenía hacer, dadas las circunstancias.
    Solamente en un punto estaban acordes, y era en que, de estar
    habitado por desconocidos el castillo de los Cárpatos,
    vendría esto a ser tan peligroso para Werst, como un
    polvorín a la entrada de la ciudad.

    -Es muy grave, dijo el señor Koltz.

    -Muy grave, repitió el -maestro entre dos fumadas
    de su inseparable pipa.

    -¡Muy grave! dijeron los demás.

    -Lo que no es dudoso, añadió Jonás,
    es que la mala reputación del castillo causaba ya gran
    pesadumbte en el país…

    -¡Y ahora será otra cosa! exclamó el
    maestro.

    -Aquí casi nunca vienen extranjeros,
    añadió el juez con un suspiro.

    -Y ahora vendrán menos, dijo Jonás uNicndo
    su suspiro al del biró.

    -Muchos habitantes piensan marcharse, dijo uno de los
    bebedores.

    -Yo el primero, dijo un aldeano de las cercanías.
    Así que venda las viñas me voy…

    -¡Pues no sé cómo
    encontraréis comprador, abuelo! repuso el
    posadero.

    Se ve, pues, cuál era el tema de la
    conversación de aquemos dignos notables. Al terror que
    cada uno de ellos sentía ante el suceso, había que
    añadir el sentimiento de sus intereses lesionados. Sin
    viajeros, ¿qué iba a hacer Jonás en su
    posada? Sin viajeros, el juez Koltz, ¿cómo cobrarse
    el peaje, cuya cifra iba bajando gradualmente? Sin adquirientes
    para las tierras del Vulcano, los propietarios no podrían
    venderlas ni a vil precio. Y tal situación, que ya
    venía de tiempo atrás, amenazaba agravarse
    aún.

    -En efecto: si esto había sucedído cuando
    los espíritus del castillo se mantenían a la
    expectativa y en reserva, sin ser vistos por nadie,
    ¿qué sería ahora, que manifestaban su
    presencia con actos ostensibles?

    El pastor Frik aventuró con voz
    vacilante:

    -Acaso habría que…

    -¿Qué? preguntó el juez
    Kaliz.

    -Ir a ver, mi amo…

    Todos se miraron; después bajaron -los ojos, y
    nadie respondió.

    Entonces Jonás, dirigiéndose al
    señor Koltz, tomó la palabra, y con voz más
    firme dijo:

    -Vuestro pastor acaba de indicar el único medio
    posible.

    -¡Ir al castillo… !

    -Sí, amigos míos, respondió el
    posadero. Si sale humo de 1a chiminea del torreón, es que
    allí hay fuego, y si hay fuego; es que alguna mano lo ha
    encendido…

    – ¡Una mano! … ¡Una garra! replicó
    el vieio aldeano sacudiendo la cabeza.

    -Mano o garra, dijo el posadero, poco importa. Lo que
    hay que saber es lo que esto significa. Desde que el barón
    Rodolfo de Gortz abandonó el castillo, es le primera vez
    que ha salido humo de las chimeneas.

    -Podría ser, sin embargo, que hubiese habido humo
    sin que nadie lo advirtiera, hizo observar el juez.

    -Eso no es admisible, replicó vivamente el
    maestro.

    -Por el contrario, es muy admisible, respondió el
    biró, puesto que no teníamos anteojo para
    observar lo que pasaba en el castillo.

    La observación era atinada. Podía haberse
    producido mucho tiempo antes aquel fenómeno, sin ser
    notado ni aun por el pastor Frik, a pesar de su buena
    vista.

    Como quiera que fuese, que dicho fenómeno fuera
    reciente o no, era indudable que en el castillo de los
    Cárpatos había actualmente seres humanos; como
    también lo de aquel hecho constituía una vecindad
    peligrosa en extremo para los habitantes de Vulcano y de
    Werst.

    El maestro Hermod hizo entonces esta observación,
    en apoyo de sus creencias:

    -¡Seres humanos! Permitidme que no lo crea, amigos
    míos; porque ¿cómo habían de haber
    pensado en refugiarse en el castillo, y con qué
    intención y de qué manera habrían
    llegado?

    -¿Qué queréis, pues, que sean?
    exclamó Kcdtz.

    -¡Seres sobrenaturales! exclamó -el maestro
    con imponente voz. ¿Por qué no han de ser
    espíritus, fantasmas, duendes? Acaso algunos de esos
    peligrosos monstruos que se presentan bajo la forma de hermesas
    mujeres…

    Y mientras el maestro iba haciendo esta
    enumeración, todas las miradas se fijaban en la puerta, en
    las ventanas, en la chimenea de la sala de la posada del Rey
    Matías
    , y cada uno se preguntaba si acaso iba a ver
    aparecer alguno de aquellos fantasmas que el maestro había
    evocado.

    -Sin embargo, amigos, observó Jonás, si
    esos seres son espíritus, no me explico para qué
    han encendido fuego; porque ¿qué van a
    guisar?

    -¿Y sus sortilegios? respondió el pastor.
    ¿Olvidáis que el fuego es necesario para
    ellos?

    -Evidentemente, añadió el maestro, con un
    tono que no admitía réplica.

    Aquella idea fue aceptada sin oposición. Era
    opinión unánime que no humanos, sino
    espíritus, habían elegido el castillo de los
    Cárpatos para teatro de sus
    operaciones.

    Hasta aquí Nic Deck no había tomado parte
    en la conversación. El guardabosque se limitaba a escuchar
    atentamente lo que unos y otros decían. El vicio castillo
    feudal, con sus misteriosos muros, le había siempre
    inspirado tanta curiosidad como respeto. Y como era hombre
    valiente, por más que muy crédulo, como buen
    habitante de Werst más de una vez había manifestdo
    deseos de franquear la antigua muralla.

    Ya se comprenderá que Miriota habíale
    hecho desistir de tan aventurado proyecto. Si
    él hubiese sido libre, pudiera haber satisfecho su deseo;
    pero un novio no se portenece, y aventurarse en tales
    hazañas, hubiese sido obra de un loco, no de un
    enamorado.

    Sin embargo, no obstante sus súplicas, Miriota
    temía siempre que el guardabosque pusiera en
    elecución su proyecto. La tranquilizaba el saber que Nic
    Deck no había declarado formalmente que iría al
    castillo; porque de haberlo declarado, nadie tendría
    bastante imperio sobre él, ni aun ella. Y lo sabía
    muy bien: Nic era un mozo resuelto que jamas volvía sobre
    su palabra: cosa dicha, cosa hecha. Así, pues,
    Míriota hubiera estado en brasas de sospechar las ideas
    que en aquel momento cruzaban por la mente del joven.

    Nic Deck guardó silencio, y nadie aceptó
    la proposición del pastor. ¡Ir al castillo de los
    Cárpatos estando habitado! ¿Quién se
    atrevería a ello, a menos de haber perdido el juicio?
    Así que cada uno iba dando las mejores razones para
    excusarse. El biró no estaba ya en edad de
    arriesgarse en tamañas aventuras; el maestro tenía
    su obligación en la escuela; Jonás no podía
    dejar la posada; Frik no podía abandonar sus
    rebaños, y los otros aldeanos estaban ocupados en sus
    faenas agrícolas. No. ¡Nadie consentiría en
    sacrificarse, diciendo todos para su coleto: «El que tenga
    la audacia de ir al castillo, podrá ser que no
    vuelva»!

    En aquel instante, y con gran espanto de todos, se
    abrió bruscamente la puerta de la posada. Era el
    señor Patak, y difícil hubiera sido, en verdad,
    tomarle por uno de aquellos espíritus fantásticos
    de los que el Sr. Hermod había hablado.

    Habiendo muerto su oliente, lo cual hacía honor a
    su perspicacia médica, ya que no a su talento, el doctor
    se había apresurado a acudir a la reunión de la
    posada.

    -¡Aquí está, por fin! exclamó
    el señor Koltz -al verle.

    El Sr. Patak distribuyó apretones de manos a todo
    el mundo, como si hubiese distribuido drogas, y con tono un
    sí es o no es irónico, exclamó:

    -¡Hola, -amigos! ¿Estáis hablando
    del castillo, de ese castillo del diablo? ¡Ah, holgazanes!
    Si el castillo quiere fumar, dejadle que fume. ¿Acaso
    nuestro sabio Hermod no está fumando todo el día?
    El país está consternado. En mis visitas no he
    oído
    hablar de otra cosa. Los que han vuelto han encendido fuego
    allá abajo. Estarán constipados… Hará
    mucho frío en el mes de mayo en las cámaras del
    torreón. Como no sea que estén cociendo pan para el
    otro mundo, lo cual puede ser verdad, para el caso en que se
    resucite. Todo eso significa que los panaderos del cielo han
    venido a hacer una hornada.

    Y de esta suerte estuvo diciéndoles cuchufletas,
    indudablemente muy poco del gusto de las gentes de Werst, y que
    el doctor Patak decía con increíble jactancia. Nada
    le contestaron. Solamente el biró le
    preguntó:

    -¿De manera doctor, que no concedéis
    importancia alguna a lo que pasa en el castillo?

    -Ninguna, señor Koltz.

    -¿No habíais dicho que estábais
    dispuesto a ir allí, si se os desafiaba?

    -¡Yo! respondió el antiguo enfermero, no
    sin disgusto de que se le recordasen sus palabras.

    -Vamos, ¿no lo habéis dicho mil veces?
    insistió el maestro.

    -Sí que lo he dicho. ¿Se trata de que lo
    repita?

    -Se trata de hacerlo, dijo Hermod.

    -¿Hacerlo?

    -Sí. Y ya no es desafiaras, sino rogáros,
    añadió el señor Koltz.

    -Ya comprendéis, amigos … Ciertamente… Esa
    proposición …

    Entonces dijo el posadero:

    -Bien, puesto que vaciláis, no os lo rogamos; os
    desafiamos a que lo hagáis.

    -¿Me desafiáis?

    -Sí, doctor.

    -Jonás, vais demasiado lejos, repuso el
    biró. No es preciso desafiar a Patak. Sabemos que
    es hombre de palabra y que cumple lo que dice, aunque no sea
    más que por prestar este servicio al pueblo y a todo el
    país.

    -¡Cómo! ¿Pero es en serio?
    ¿Queréis que vaya al castillo de los
    Cárpatos? repuso el doctor, cuya faz rubicunda se
    había tornado -pálida.

    -No podéis excusaros, respondió
    categóricamente Koltz.

    -Yo os suplico, amigos, os suplico que razonemos, si
    queréis.

    -Todo está razonado respondió
    Jonás.

    -Pero no seamos locos. ¿Qué voy a
    conseguir con ir allí? ¿Qué voy a encontrar?
    Alguna buena gente que se ha refugiado en el castillo, y que a
    nadie incomodo.

    -Pues bien, replicó el maestro de escuela; si son
    buenas gentes, nada tenéis que temer, y así
    tendréis ocasión de ofrecerles vuestros servicios.

    -Si tuviesen necesidad de ellos, si me llamasen, yo no
    vacilaría en ir al castillo; pero yo no visito
    gratis.

    -Se os pagará vuestra molestia a tanto la hora,
    dijo el juez.

    -¿Y quién me la pagará?

    -Yo… Todos. Al precio que queráis,
    respondió la mayor parte de los parroquianos de
    Jonás.

    Evidentemente, y a despecho, de sus constantes
    fanfarronadas, el doctor era tan supersticioso como cualquiera
    otro de sus paisanos de Werst; pero ya una vez puesto en cierta
    disposición de ánimo y después de haberse
    mofado de las leyendas del país, encontrábase muy
    comprometido ante el servicio que de él se esperaba; era
    una situación difícil. Y, sin embargo, aunque fuese
    al castillo y le remunerasen la molestia, aquello no podía
    convenirle de modo alguno. Procuró sacar partido de este
    argumento: que su visita no tendría resultado, que el
    pueblo se cubriría de ridículo delegándole a
    él para explorar el castillo.

     

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