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Julio Verne – El castillo de los Cárpatos (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4

 

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

Como se comprende, lo s sucesos referidos no eran los
más a propósito para calmar el terror que reinaba
en Werst. Ya no había duda. No eran vanas amenazas las que
lanzó la sombra parlante, que diría el poeta, y que
se oyeron en la sala del Rey Matías. La temeridad y
desobediencia del joven Nic Deck
habían tenido el anunciado castigo. ¿Acaso no era
esto una advertencia dirigida a todos aquellos que intentaran
seguir su ejemplo? ¿Qué había que deducir de
aquello? Un formal entredicho de penetrar en el castillo de los
Cárpatos. El que lo intentase, arriesgaría la vida.
Éra seguro que si el
guardabosque hubiera franqueado la muralla, no hubiese vuelto a
la aldea.

De aquí que el espanto fuese más completo
que nunca en Werst, en Vulcano y en todo el valle de los dos
Sils. En todas partes se hablaba de emigrar, y algunas familias
de tsiganes lo hicieron antes de permanecer en las proximidades
del castillo. Ahora que ya se sabía que servía de
refugio a seres maléficos, dado el carácter de aquella gente, era pedirles
demasiado que se quedasen allí. No había más
remedio que marcharse a otra región, a menos que el
gobierno
húngaro se decidiese a destruir la inabordable fortaleza.
¿Pero era el castillo destructible por los humanos
medios?

Durante la primera semana de junio nadie se
aventuró a salir fuera de la aldea, ni aun para dedicarse
a las faenas agrícolas. ¿Acaso el menor golpe de
azadón no podía provocar la aparición de
algún fantasma escondido en las entrañas del
suelo? El
arado hundiendo la tierra,
¿no haría salir bandadas de staflis o
endriagos? Donde se sembraran granos de trigo, ¿no
saldrían granos de demonio?

-¡No dejaría de suceder esto! decía
Frik muy convencido. Y él, por su parte, se guardaba muy
bien de llevar su rebaño a los prados del Sil.

Así, pues, la aldea estaba aterrorizada. Nadie
trabajaba en los campos, nadie salía de su casa, cerrada a
piedra y lodo. El señor Koltz no, sabía qué
partido tomar para hacer nacer en sus administrados una confianza
que le iba haciendo falta. Decididamente no había otro
medio que ir a Kolosvar a fin de reclamar la intervención
de las autoridades.

¿Y había seguido saliendo humo de la
chimenea del torreón? Sí… Muchas veces
permitió verlo el anteojo al través de los vapores
que se arrastraban por la meseta de Orgall. Y cuando la noche
llegaba, ¿tomaban las nubes un tinte rojizo, semejante a
los reflejos de un incendio? Sí….: parecía que
volutas inflamadas revoloteaban sobre el castillo.

Y los Mugidos que habían aterrorizado al doctor
Patak, ¿se propagaban al través de los bosques del
Plesa, con espanto de los habitantes de Werst? Sí…; o
por lo menos, a pesar de la distancia, los vientos de S. 0.
llevaban terribles gruñidos, que en la montaña
repercutían los ecos de la garganta.

No era esto sólo; sino que,según
decían los consternados habitantes, agitábase el
suelo con trepidaciones subterráneas, como si un antiguo
cráter reviviese en la cordillera de los
Cárpatos… Pero acaso habría buena parte de
exageración en lo que los naturales de Werst creían
ver, oír y sentir. Como quiera que fuese, se habían
producido hechos tangibles, positivos, y no había medio de
vivir en un país tan extraordinariamente
transformado.

No hay para qué decir que la posada del Rey
Matías
continuaba desierta; más abandonada que
lazareto en tiempo de
epidemia. Nadie hubiese tenido la audacia de franquear sus
umbrales, y Jonás se preguntaba si, falto de parroquianos,
no se vería obligado a cesar en el comercio,
cuando la llegada de dos viajeros vino a modificar aquel estado de
cosas. En la noche del 9 de junio, y a eso de las ocho, el
picaporte de la puerta fue levantado desde fuera; mas el cerrojo,
echado por dentro, impidió que se abriera. Jonás,
que ya se había subido a su camaranchón, se
apresuró a bajar; a la esperanza de encontrarse frente a
un huésped, uníase el temor de que el tal huesped
fuese algún aparecido, al cual no se le podría
rehusar cena y cama.

Jonás se puso, pues, a parlamentar al otro lado
de la puerta, sin abrirla.

-¿Quién es? preguntó.

-Dos viajeros.

-¿Vivos?

-Muy vivos.

-¿Estáis bien seguros?

-Todo lo seguros que puede estarse, señor
posadero; pero que no tardarán en morir de hambre si
tenéis la crueldad de dejarlos fuera.

Jonás se decidió a descorrer los cerrojos,
y dos hombres penetraron en la sala.

Apenas dentro, su primer cuidado fue pedir una
habitación para cada uno, pues tenían
intención de permanecer veinticuatro horas en
Werst.

A la claridad de su lámpara, Jonás
examinó a los recién llegados con extrema atención, adquiriendo la certeza de que
eran dos seres humanos, con los que podía hacer negocio.
¡Qué fortuna para el Rey
Matías!

El más joven de los dos viajeros podía
tener unos treinta y dos años. Era de elevada estatura, de
cara noble y bella; tenía ojos negros, cabellos de un
color
castaño oscuro, y barba negra, elegantemente cortada. Su
aspecto era un poco triste, pero altivo; aspecto de hidalgo, y un
posadero tal observador como Jonás no podía
engañarse en esto. Además, cuando le
preguntó con qué nombre debía inscribir a
los dos viajeros:

-El conde Franz de Télek, respondió el
joven, y su asistente Rotzko.

¿De qué país?

De Krajowa.

Krajowa es una de las principales villas del Estado de
Rumania, que confina con Transilvania en el S. de la cordillera
de los Cárpatos. Franz de Télek, era, pues, de raza
rumana, lo que Jonás había notado desde que le
vio.

En cuanto a Rotzko, hombre de unos
cuarenta años, alto, robusto, de espesos bigotes y
cabellera fuerte, tenía todo el aspecto de un militar.
Llevaba el morral sujeto a sus hombros por unos tirantes, y una
maleta muy ligera en la mano. En esto consistía todo el
equipaje del joven conde, que viajaba a guisa de turista, y a
pies las más veces. Esto se veía en su traje: su
capote en bandolera, pasamontañas sobre la cabeza, y una
especie de blusa sujeta a la cintura por un cinturón, del
que pendía la vaina de cuero del
cuchillo valaco, polainas estrechamente ajustadas sobre zapatos
de ancha y fuerte suela. Estos dos viajeros eran precisamente los
mismos que el pastor Frik había encontrado hacía
diez días en el camino de la garganta del Vulcano, y que
entonces se dirigían hacia el Retyezat. Después de
haber visitado la comarca hasta los límites
del Maros, después de haber hecho la ascensión a la
montaña, venían a descansar un poco en el pueblo de
Werst, antes de entrar en el valle de los dos Sils.

-¿Tenéis dos habitaciones para nosotros?
preguntó Franz de Télek.

-Dos… tres. . . cuatro… cuantas quiera el
señor conde, respondió Jonás.

-Dos son suficientes, dijo Rotzko; pero es preciso que
estén cerca una de otra.

-¿Les convienen éstas replicó
Jonás abriendo dos puertas a la extremidad del
salón.

-Perfectamente, respondió Franz de
Télek.

Decididamente, Jonás no tenía nada que
temer de sus nuevos huéspedes. No eran seres
sobrenaturales, espíritus que habían tomado forma
humana. ¡No! El hidalgo se presentaba como un personaje
distinguido, de esos que un posadero tiene siempre a gran honra
recibir. He aquí una feliz circunstancia que
volvería su fama al Rey Matías.

-¿A qué distancia estamos de Kolosvar?
preguntó el conde.

-A unas cincuenta millas, siguiendo el camino que pasa
por Petroseny y Karlsburg, respondió
Jonás

-¿Y es muy fatigosa la jornada,

-Muy fatigosa para los peatones; y si me permitís
una observación diré que me parece que
el señor conde debía darse un descanso de algunos
días.

-¿Podemos cenar? preguntó Franz de
Télek, poniendo término a las observaciones del
posadero.

-Una media hora de paciencia, y tendré el honor
de ofrecer al seíñor conde una cena digna de
él.

-Pan, vino, huevos y carne fiambre nos bastan para esta
noche.

-Os voy a servir.

-Lo más pronto posible.

-Al momento.

Y Jonás se disponía a volver a la cocina,
cuando lo detuvo una pregunta del conde.

-Me parece que no tenéis mucha gente en la
posada, dijo.

-En efecto. En este momento no hay nadie, señor
conde.

-¿No es ésta la hora en que la gente del
país viene a beber y a fumar su pipa?

-Ha pasado la hora, señor conde. En el pueblo de
Werst hay costumbre de acostarse cuando las gallinas.

Jamás hubiera dicho la razón de no haber
un sólo parroquiano en su posada.

-¿No cuenta vuestro pueblo más de
trescientos o cuatrocientos habitantes?

-Próximamente, señor conde.

-No hemos encontrado un alma al bajar
la calle principal.

-Es que… hoy estamos en sábado, víspera
del domingo.

Afortunadamente para Jonás, que no sabía
ya qué responder, Franz de Télek no
insistió. Por nada del mundo se hubiera decidido el
posadero a presentar la situación como era.

Los extranjeros no lo sabrían hasta lo más
tarde posible, y era de temer que abandonasen una aldea tan
justamente sospechosa.

-¡Con tal que la voz no empiece a murmurar en el
salón mientras cenan! pensaba Jonás ponicndo la
mesa.

Algunos instantes después, la sencilla cena que
había pedido el conde estaba servida sobre un mantel muy
blanco. Sentóse Franz de Télek, y Rotzko enfrente
de él, según costumbre cuando viajaban. Cenaron
ambos con buen apetito, y acabada la cena, se retiraron a sus
habitaciones.

Como durante la cena el conde y Rotzko, no habían
cruzado diez palabras, no pudo Jonás mezclarse en su
conversación, con vivo disgusto. Franz de Télek
parecía poco comunicativo; y en cuanto a Rotzko,
después de haberle observado, comprendió el
posadero que nada sacaría de é1 en lo concerniente
a la familia de
su señor.

Jonás, pues, se había contentado con dar
las buenas noches a sus huéspedes. Pero antes de subir a
su habitación, recorrió el salón con la
mirada, prestando oído a los
menores ruidos de dentro y de fuera, repitiendo:

-¡Con tal que esa abominable voz no los despierte
durante su sueño!

La noche se pasó tranquilamente.

Al día siguiente, desde el amanecer, extiendiose
por el pueblo la noticia de que dos viajeros habian bajado al
Rey Matías, y numerosos habitantes fueron a
colocarse delante de la posada.

Muy fatigados por la excursión de la
víspera, Franz de Télek y Rotzko dormían
aún, y no era probable que tuvieran intención de
levantarse antes de las siete o las ocho de la- mañana. De
aquí la gran impaciencia de los curiosos, ninguno de los
cuales tenía el valor
necesario para entrar en la sala antes que los viajeros hubieran
salido de sus habitaciones. Al fin aparecieron a las ocho. Nada
de particular les había acontecido. Se les podía
ver yendo y viniendo por la posada. Después se sentaron
para desayunarse, lo que no dejaba de ser bastante
tranquilizador.

Además, Jonás, en pie en el dintel de la
puerta, sonreía con aire afectuoso,
invitando a sus antiguos parroquianos a que le volviesen su
confianza. Puesto que el viajero que honraba con su presencia la
posada era un noble, un noble rumano si se quiere, y de una de
las más antiguas familias rumanas, ¿Qué
podían temer en tan noble
compañía?

En breve sucedió que el señor Koltz,
pensando que él debía ser el primero en dar
ejemplo, se decidió a dar el primer paso.

A eso de las nueve el biró entró en
el salón, algo perplejo. Pronto fue seguido por el maestro
Hermod, por tres o cuatro transilvanos y por el pastor Frik. En
cuanto al doctor Patak, había sido imposible decidirle a
que les acompañase.

-¡Poner los pies en casa de Jonás! …
había respondido: ¡aunque me pagase diez florines
por la visita!

Conviene advertir una cosa que no deja de tener
importancia.

Si el señor Kaltz habia consentido en volver a
entrar en el Rey Matías, no era únicamente
por satisfacer un sentimiento de curiosidad, ni por el deseo
de.ponerse en relaciones con el conde Franz de Télek.
¡No! El interés
entraba por mucho en aquella determinación.

En efecto: en su cualidad de viajero, estaba obligado a
pagar el pasaje por su criado y por él, y no se
habrá olvidado que estas contribuciones iban directamente
al bolsillo del primer magistrado de Werst.

El biró hizo la reclamación en
términos decorosos, y Franz de Télek, aunque un
poco sorprendido de la petición, se apresuró a
pagar los derechos. Rogó
también al señor Koltz y al maestro que se sentaran
un momento a su mesa. Ellos aceptaron, no pudiendo rehusar un
ofrecimiento tan políticamente formulado.

Jonás se apresuró a servir licores varios,
los mejores de su cueva. Algunos vecinos de Werst pidieron
entonces una ronda por su cuenta. Había, pues, motivo para
creer que la antigua clientela, dispersa un instante, no
tardaría en volver a tomar el camino del Rey
Matías.

Después de haber pagado la contribución
impuesta a los viajeros, Franz de Télek mostró
deseos de saber si estos derechos producían
mucho.

-No tanto como querríamos, señor conde,
respondió el señor Koltz.

-¿Acaso es raro que los extranjeros vengan a esta
parte de Transilvania?

-Muy raro, en efecto, respondió el
biró, no obstante el mérito del país,
que le hace digno de ser visitado.

-Así, lo creo, dijo el conde. Lo que he visto me
ha parecido digno de atraer la atención de los viajeros.
Desde la cúspide del Retyezat he admirado mucho los valles
del Sil, las ciudades que se divisan en el E. y el círculo
de montañas que ródean el macizo de los
Cárpatos.

-Es muy hermoso, señor conde, es muy hermoso,
respondió el maestro Hermod; y para completar vuestra
excursión os invitamos a hacer la ascensión al
Paring.

-Tengo el temor de que me falte el tiempo necesario para
ello, respondió Franz de Télek.

-Con un día habrá bastante.

-Sin duda; pero yo regreso a Karisburg, y cuento con
partir mañana por la mañana.

-¡Cómo! ¿Piensa el señor
conde dejarnos tan pronto? dijo Jonás tomando su aire
más afectuoso.

No le hubiera disgustado ver que los huéspedes
prolongasen su estancia en el Rey
Matías.

-Es preciso, respondió el joven. Además,
¿a qué objeto prolongar mi estancia en
Werst?

-Creed que nuestro pueblo vale la pena de que un turista
permanezea algún tiempo en él, hizo observar el
señor Kotlz.

-Sin embargo, parece ser poco frecuentado,
replicó el conde. Será probablemente porque los
alrededores no ofrezcan nada curioso.

-En efecto, nada curioso, dijo el biró,
pensando en el castillo.

-No.. . nada curioso, repitió el
maestro,

-¡Oh… oh!. .. dijo el pastor Frik, dejando
escapar involuntariarrente esta exclamación.

¡Qué miradas le arrojaron Koltz y los
demás, y particularmente el posadero! ¿Era preciso
poner a un extranjero al tanto de los secretos del país?
¿Enterarle de lo que sucedía en la meseta de
Orgall? Señalar a su atención el castillo de los
Cárpatos, ¿no era querer atemorizarle, despertando
en él el deseo de abandonar el pueblo? Y en lo sucesivo,
¿qué viajeros querrían seguir el camino de
la garganta del Vulcano para penetrar en
Tránsilvanía?

Verdaderamente aquel pastor no mostraba más
inteligencia
que el más bestia de sus carneros.

-¡Cállete,
imbécil….cállate! le dijo a media voz el
señor Koltz.

Como la curiosidad del conde se había despertado,
se dirigió directamente a Frik, preguntándole
qué significaban aquellas exclamaciones.

No era el pastor hombre que se arrepintiese
fácilmente, y en el fondo pensaba que tal vez Franz de
Télek pudiera dar un buen consejo provechoso al
pueblo.

-He dicho ¡oh… oh! señor conde,
replicó, y no me vuelvo atrás.

-¿Hay, pues, en los alrededores de Werst alguna
maravilla que visitar? preguntó el conde.

-¡Alguna maravilla! … repitió el
señor Koltz.

-¡No, no! exclamaron los demás.

Y temblaban ya al pensamiento de
que otra tentativa hecha para penetrar en el castillo,
serviría para atraer nuevas desgracias.

Franz de Télek, no sin alguna sorpresa,
observó aquellos valientes, cuyos rostros indicaban
diversamente el terror, de bien significativa manera.

-¿Qué hay, pues?
preguntó.

-¿Que qué hay, señor?
respondió Rotzko. Pues bien: parece que se trata del
castillo de los Cárpatos.

-¿,Del castillo de los
Cárpatos?

-Sí. Éste es el nombre que el pastor acaba
de decirme al oído.

Y diciendo esto, Rotzko mostraba a Frik, que meneaba la
cabeza sin atreverse a mirar a su amo.

Habíase abierto una brecha en el muro de la vida
privada del pueblo, y no tardó en pasar toda la historia por esta
brecha.

En efecto: el señor Koltz, que había
tomado su partido, quiso por sí rnismo hacer conocer la
situación al joven conde contándole cuanto
concernía al castillo de los Cárpatos.

No hay que decir que Franz no pudo ocultar el asombro
que esta relación le hizo experimentar, y las ideas que le
sugirió.

Aunque medianamente instruido en materias
científicas, como sucede entre los jóvenes de su
condición, que viven en sus castillos, enterrados en el
fondo de los campos valacos era un hombre de buen sentido. No
creía, pues, en apariciones, y las leyendas le
causaban risa desde luego. Un castillo habitado por
espíritus excitaba su incredulidad. Además, en todo
lo que acababa de contar el Sr. Koltz, no había nada de
maravilloso, sino únicamente algunos sucesos más o
menos admisibles, a los que la gente de Werst atribuía un
origen sobrenatural. El humo del torreón, las campanas
lanzadas el vuelo, cosas eran que se podían explicar
sencillamente. En cuanto a las fulguriciones y a los ruidos que
salían de la muralla, eran efecto de la
imaginación.

Franz de Télek no se contuvo para decirlo y
bromear de ello, con gran escándalo de sus
oyentes.

-Pero, señor conde, le hizo observar el
señor Koltz, hay más todavía.

-¿Y qué es ello?

-Pues bien: que es imposible penetrar en el castillo de
los Cárpatos.

-¿Verdaderamente?

-Nuestro guardabosque y nuestro doctor han querido
franquear las murallas hace algunos días en obsequio al
pueblo, y han pagado cara su intentona.

-¿Qué les ha sucedido? preguntó
Franz con tono bastante irónico.

El señor Koltz contó -los detalles de la
aventura de Nic y del doctor.

-¿De modo que cuando el doctor quiso salir del
foso sus pies estaban fuertemente sujetos en el suelo, sin que
pudiera dar un paso adelante?

-Ni adelante ni atrás, añadió
Hermod.

-Lo habrá creído vuestro doctor
replicó Franz de Télek, y sería el miedo lo
que le sujetaba por los talones.

-Sea, señor conde, replicó el señor
Kóltz. Pero Nic Deck ha sufrido una violenta, sacudida
cuando le ha puesto la mano sobre el herraje del puente
levadizo.

-Habrá recibido algún fuerte
gol,P'—

-Y tan fuerte, replicó el biró, que
está en el lecho desde aquel día. 1

-¿Pero no será peligro de muerte? se
apresuró a preguntar el conde.

-No, afortunadamente.

En realidad, aquello era un hecho, un hecho innegable, y
el señor Koltz esperaba la explicación que Franz de
Télek le iba a dar.

He aquí lo que el conde respondió muy
explícitamente:

-En todo lo que acabo de oír, repito que no hay
nada que no sea muy sencillo. Para mí no tiene duda que el
castillo de los Cárpatos está ocupado ahora.
¿Por quién? Lo ignoro. De cierto no es por
espíritus, sino por gente que tiene interés en
ocultarse después de haber buscado refugio en
él.

-¿Malhechores? exclamó el señor
Koltz.

-Es lo probable; y como no quieren que vayan a echarles
de allí, han hecho creer que el castillo estaba habitado
por seres sobrenaturales.

-¡Cómo, señor conde!
respondió el maestro Hermod. ¿Creéis
vos?…

-Yo creo que vuestro país es muy supersticioso,
que los huéspedes del castillo lo saben, y han querido de
ese modo evitar visitas importunas.

Era verosímil que las cosas hubieran pasado de
esta suerte; pero no se extrañará que nadie de
Werst quisiera admitir esta explicación.

El conde notó que no había convencido a un
auditorio que, no quería dejarse convencer. Por lo tanto,
se contentó con añadir:

-Puesto que no admitís mis razones,
señores, continuad creyendo lo que os plazca respecto al
castillo de los Cárpatos.

-Creemos lo que hemos visto, señor conde,
respondió el señor Koltz.

-Y lo que es, añadió el
maestro.

-Sea; y verdaderamente lamento no poder disponer
de veinticuatro horas, pues Rotzko y yo iríamos a visitar
vuestro famoso castillo, y os aseguro que bien pronto
sabríamos a qué atenernos.

-¡Visitar el castillo! exclamó el
señor Koltz.

-Sin vacilar, y ni el diablo en persona nos
hubiera impedido franquear la muralla.

Oyendo a Franz de Télek expresarse en
términos tan categóricos e irónicos al mismo
tiempo, sintieron todos un singular espanto. El tratar a los
espíritus con tan poco respeto,
¿no podía atraer alguna catástrofe obre el
pueblo? ¿Acaso no oían los genios cuanto se
decía en la posada del Rey Matías? ¿Iba a
resonar la voz por segunda vez en el salón?

Y a este propósito el señor Koltz
advirtió al conde en qué condiciones el
guardabosque había sido amenazado de un terrible castigo,
si se empeñaba en querer penetrar en el castillo de los
Cárpatos.

Franz de Télek se contentó con encogerse
de hombros; después se levantó diciendo que
jamás se había podido oír, como
pretendían, ninguna voz en aquella sala. Todo esto
afirrnó que no existía más que en la
imaginación de los parroquianos, demasiado crédulos
y un poco aficionados al schnaps del Rey
Matias.

Entonces algunos se dirigieron hacia la puerta, poco
dispuestos a estar más tiempo en un sitio en el que un
joven escéptico osaba sostener semejantes
palabras.

Pero Franz de Télek les detuvo con un
gesto.

-Decididamente, señores, dijo, veo que el pueblo
de Werst está bajo el imperio del miedo.

-Y no sin razón, señor conde,
respondió Koltz.

-Pues bien: he aquí un medio para acabar con las
maquinaciones que según vosotros pasan en el castillo de
los Cárpatos. Pasado mañana estaré en
Karlsburg, y, si quereis, prevendré a las autoridades de
la ciudad. Se os enviará una compañía de
gendarmes o de agentes de la policía, y os respondo que
que esos valientes penetrarán en el castillo, sea para
cazar a los farsantes que se divierten con vuestra credulidad,
sea para detener a los malhechores que preparan algún mal
golpe.

Nada más aceptable que esta proposicion, y, sin
embargo, no fue del agrado de los notables de Werst. En su
opinión, ni los gendarmes, ni la policía, ni el
mismo ejército, podrían nada contra seres
sobrehumanos, que sabrían defenderse con medios
también sobrenaturales.

-Mas pienso ahora, señores, replicó
entonces el conde, que todavía no me habéis dicho a
quién pertenece o perteneció el castillo de los
Cárpatos.

-A una antigua familia del
país: la de los barones de Gortz, respondió el
señor Koltz.

-¡La familia de Gortz! exclamó Franz de
Télek.

-La misma.

-¿A la que pertenece el barón
Rodolfo?

-Sí señor conde.

-¿Y sabéis si ha venido?

-No; hace muchos años que el barón no ha
vuelto por el castillo.

Franz de Télek se había puesto muy
pálido, y maquinalmente repetía con voz
alterada:

-¡Rodolfo de Gortz!

CAPÍTULO II

La familia de los condes de Télek, una de las
más antiguas e ilustres de Rumania, ya gozaba de gran
prestigio mucho antes de que este país hubiese conquistado
su independencia
en los comienzos del siglo XVI. El apelilido Télek figura
en todas las peripecias políticas
del mencionado país, y su historia hállase escrita
en páginas gloriosas.

Menos afortunada en la actualidad que, la famosa haya
del castillo, que tenía tres ramas, la familia de los
Télek sólo contaba con un vástago, que era
el caballero que acabamos de ver llegar a Werst.

Pasó Franz toda su infancia en el
castillo patrimonial en que moraban el conde y la condesa de
Télek. Gozaban los descendientes de aquella familia gran
consideración en el país, dónde
hacían generoso empleo de su
fortuna. Entregados a la vida cómoda y patriarcal
de la nobleza del campo, apenas si dejaban sus dominios de
Krajowa una vez al año, y esto cuandó sus negocios les
llamaban a la población de este título, distante
del castillo tan sólo algunas millas.

Tal género de
vida tenía que influir en la educación de su
hijo único, y Franz debía sentir el efecto del
medio en que su juventud
transcurría. Tuvo por maestro a un anciano sacerdote
italiano que no le pudo enseñar más de lo que
sabía, que no era a la verdad gran cosa.

De este modo el niño se fue haciendo hombre sin
haber adquirido más que insuficientes nociones de las
ciencias,
artes y literaturas contemporáneas. La caza era su
pasión, y pasábase días y noches por bosques
y prados persiguiendo ciervos, jabalíes y osos, cuchillo
en mano, este, era el pasatiempo favorito del joven conde, quien,
valiente y resuelto, realizaba verdaderas proezas en tan rudo
ejercicio.

Murió la condesa cuando apenas su hijo
tenía quince años, y sólo tenía
veintiuno ctrando pereció su padre, víctima de un
accidente de caza.

La pena que afligió al joven fue inmensa ante
ambas irreparables pérdidas en tan poco tiempo. Toda su
ternura, cuanto cariño encerraba su corazón,
habíase. compendiado en su acendrado amor filial.
Mas cuando aquel amor le faltó, careciendo de amigos y
muerto también su preceptor, encontróse solo en el
mundo.

Durante tres años, el joven conde
permaneció en el castillo de Krajowa, sin poder decidirse
a abandonarle. Vivía allí sin buscar relaciones con
el exterior. Apenas iba una o dos veces a Bucarest cuando los
negocios le obligaban a ello, y aun estas ausencias eran de corta
duración, pues tenía ansia de regresar a sus
dominios.

Sin embargo, esta existencia no podía durar, y
Franz concluyó por sentir el deseo de ensanchar un
horizonte que limitaban estrechamente las montañas
rumanas: quiso volar a otro ambiente.

Tenía unos veintitrés años cuando
tomó la resolución de viajar. Su fortuna le
permitía satisfacer largamente sus nuevos caprichos… Un
día abandonó el castillo de Krajowa, sus antiguos
servidores, y
se alejó del país valaco, en compañía
de Rotzko, un antiguo soldado rumano que desde diez años
atrás estaba al servicio de la
familia Telek y era el compañero, del joven en todas sus
expediciones de caza. Era hombre valiente y resuelto, y muy
devoto de su amo.

La intención del conde era visitar Europa y
detenerse algunos meses en las capitales más importantes
del continente. Creía, no sin razón, que su
instrucción, nada más que esbozada en el castillo
de Krajowa, podría completarse por las enseñanzas
de un viaje cuyo plan había
dispuesto cuidadosamente.

Franz quiso visitar a Italia lo
primero, pues hablaba correctamente el italiano que el viejo
sacerdote le había enseñado. El atractivo de
aquella tierra tan
rica en recuerdos, y a la que se sentía preferentemente
atraído, fue, tal, que permaneció allí
cuatro años. No abandonó Venecia sino para ir a
Florencia, ni Roma sino para ir
a Nápoles, volviendo sin cesar a aquellos centros
artísticos, de los que no podía separarse. Dejaba
para más tarde el visitar Francia,
Alemania,
España,
Rusia e
Inglaterra; para
cuando la edad hubiera madurado sus ideas y pudiera estudiar
aquellas regiones con mayor provecho. Por el contrario, estaba en
toda la efervescencia de la juventud para gustar el encanto de
las grandes ciudades italianas.

Tenía Franz de Télek veintisiete
años cuando fue a Nápoles por la última
vez.

No pensaba permanecer en aquel punto más que
algunos días antes de volver a Sicilia, terminado su viaje
con la exploración de la antigua Trinacria, y
retornando después al castillo de Krajowa a fin de
descansar un año.

Una circunstancia inesperada había, no solamente
de cambiar sus planes, sino de decidir de su vida entera y
modificar su curso. Durante aquellos años pasados en
Italia, el conde había perfeccionado su instrucción
de un modo mediano solamente, sintiéndose poco apto para
el cultivo de las ciencias: pero en cambio el
sentimiento de lo bello le había sido revelado como a un
ciego la luz. Con el
espíritu abierto a los esplendores del arte, se
entusiasmaba delante de las obras maestras de la pintura,
cuando visitaba los museos de Nápoles, Venecia Roma y
Florencia; y al mismo tiempo los teatros le habían hecho
conocer las obras líricas de aquella época, y se
apasionaba por la manera como los artistas las
interpretaban.

Durante su última estancia en Nápoles, y
en las circunstancias particulares que vamos a referir, un
sentimiento de una naturaleza
más viva, de una fuerza
más intensa, se apoderó de su
corazón.

En aquella época, y en el teatro de San
Carlos, había una célebre cantante, cuya voz pura,
método
acabado y juego
dramático causaban la admiración de los aficionados
al divino arte. Hasta entonces la Stilla no había buscado
los aplausos del extranjero, y jamás cantaba más
música que
la italiana, que ocupaba el primer puesto en el arte de la
composición.

El teatro de Carignan en Turín, de Scala en
Milán, Fenice en Venecia, el de Alferi en Florencia, el de
Apolo en Roma y el de San Carlos en Nápoles, la
poseían por turno, y sus triunfos no la dejaban
ningún disgusto por no haber todavía pisado otras
escenas de Europa.

Tenía entonces Stilla veinticinco años, y
era una mujer de una
belleza ideal, con su larga cabellera de dorados tonos, el fuego
de sus ojos negros y profundos, donde parecían brillar
llamas, la pureza de sus rasgos, temperamento ardiente y un talle
que no hubiera podido hacer más perfecto el cincel de
Paxiteles. Esta mujer era, además, una artista sublime,
otra Malibran, cuyo Musset hubiera podido decir
también:

Et tes chants dans les cieux ernportaient la
douleur

Y esta voz que el más querido de los poetas ha
celebrado en sus inmortales estrofas:

« … cette voix du coeur qui seule au coeur
arrive»

esta voz era la de Stilla, en toda su inexplicable
magnificencia. Sin embargo, esta incomparable primadona, que
reproducía con tal perfección los acentos de la
ternura, el fuego de las pasiones y los más poderosos
sentimientos del alma, no había sentido, según se
decía, estos efectos en su corazón. Jamás
había amado; jamás sus ojos habían
respondido a las mil miradas que la envolvían sobre la
escena. Parecía no querer vivir más que en su arte
y para su arte.

Desde la primera vez que Franz vio a Stilla,
sintió ese irresistible entuisiasmo que es la esencia del
primer amor. Renunció a su proyecto de
abandonar Italia después de haber visitado Sicilia y
resolvió quedarse en Nápoles hasta el fin de la
temporada teatral. Como si un invisible lazo, que él no
podía romper, le hubiera sujetado a la cantante;
asistía a todas las representaciones, que el entusiasmo
del público transformaba en verdaderos triunfos. Muchas
veces, incapaz de dominar su pasión, había
intentado acercarse a ella; pero la puerta de la Stilla estaba
invariablemente cerrada, tanto para él como para los otros
fanáticos adoradores.

Síguese de aquí, pues, que el joven conde
fue bien pronto el más desconsolado de los hombres.
Siempre solo, en presencia de su amor, no pensando más que
en la gran artista; no vivía más que para verla y
oírla, sin buscar el crearse relaciones en un mundo al que
su nombre y fortuna le llamaban.

Bien pronto aquella efervescencia de su alma se
acrecentó hasta tal punto, que su salud se vio comprometida, y
júzguese cuánto hubiera sufrido si hubiera sentido
la tortura de los celos; si el corazón de la Stilla
hubiera pertenecido a otro.

Pero -el conde no tenía rival; lo sabía y
no hubiera tenido desconfianza alguna, a no ser por cierto
personaje, bastante extraño, cuyo carácter y rasgos
vamos a conocer, por exigirlo así las peripecias de esta
historia.

Era un hombre de cincuenta a cincuenta y cinco
años (al menos así se creía), en la
época en aue Franz de Télek vino a Nápoles
por última vez. Este ser, poco comunicativo,
parecía vivir fuera de las conveniencias sociales propias
de las altas clases. Nada se sabía de su familia, de su
estado actual, de su pasado. Se le encontraba hoy en Roma,
mañana en Florencia, y, es preciso decirlo, según
que la Stilla estaba en Florencia o en Roma. En realidad no se le
conocía más que una sola pasión: oír
a la cantante de tan gran renombre, que ocupaba entonces el
primer puesto en el arte del canto.

Si Franz de Télek no vivía más que
en el delirio de su idolatría por la Stilla desde el
día en que la había aplaudido, o, por mejor decir,
en que la había visto sobre la escena de Nápoles,
hacía ya seis años que el excéntrico
aficionado se había unido a la cantante. Pero muy
diferente en esto al joven conde, no era la mujer, sino la
voz lo que había llegado a ser una necesidad de su vida;
necesidad tan imperiosa como la del aire que respiraba.
Jamás había intentado verla fuera de la escena;
jamás se había presentado en casa de la Stilla;
jamás le había escrito. Pero todas las veces que la
Stilla aparecía en cualquier teatro de Italia, se
veía pasar por delante del despacho un hornbre de alta
estatura, envuelto en un largo gabán oscuro y cubierto de
ancho sombrero que ocultaba su cara. Este hombre se apresuraba a
tomar asiento en el fondo de un palco enrejado, probablemente
abonado para él. Y allí quedaba encerrado,
inmóvil y silencioso durante toda la
representación.

Después, una vez que Stilla había dado su
última nota, salía furtivamente, y ninguno de los
demas cantantes le hubiera podido retener… No los hubiera
oído.

¿Quién era este espectador tan asiduo a
sus representaciones? En vano había tratado de saberlo la
Stilla. Y como ésta era de una naturaleza tan
impresionable, concluyó por aterrarle la presencia de este
hombre original; terror poco razonable, pero muy real. Aunque la
Stilla no podía verle en el fondo de su palco, cuya
celosía jamás,bajaba el misterioso personaje, ella
sabía que estaba allí; sentía su mirada
imperiosamente fija sobre ella, Y profundamente turbada por su
presencia, no oía ni los bravos con que el público
acogía su salida a escena.

Queda dicho que este personaje jamás se
había aproximado a Stilla; pero si no había
procurado conocer a la mujer -e insistimos particularmente en
este punto-, todo cuanto podía recordar a la artista
había sido objeto de sus constantes atenciones.

Así es que poseia el más hermoso de los
retratos que el gran pintor Michel Gregorio había hecho de
la cantante. En aquel retrato estaba la Stilla apasionada,
vibrante, sublime, encarnada en uno de sus más hermosos
papeles. Aquel retrato, adquirido a peso de oro, bien
valía lo que por él había pagado su rico
admirador.

Por más que aquel ente original, siempre solo en
su palco, no salía nunca de su casa sino para ir al
teatro, no vivía en un aislamiento absoluto. ¡No! Un
compañero no menos extraño que él
compartía su existencia.

Este último se llamaba Orfanik.
¿Qué edad tenía? ¿De dónde
venía y de dónde era? Nadie hubiera podido dar
contestación a estas preguntas. De creer lo que
decía a todo el que quería oírlo, era uno de
esos sabios ignorados cuyo genio no ha podido darse a luz, y que
sienten odio hacia el mundo que les desconoce. Suponíase,
no sin razón, que debía de ser algún pobre
diablo, algún inventor que vivía a expensas de su
protector.

Era Orfanik de mediana estatura, delgado,
raquítico, con cara de hético; una de esas caras
pálidas que en el antiguo lenguaje
recibían el calificativo de chiches
faces.

Seña particular: llevaba una ojera puesta sobre
el ojo derecho, que acaso había perdido en algún
experimento de física, y sobre su
nariz unos gruesos anteojos, cuyo único cristal de miope
servía a su ojo izquierdo de verdosa pupila.

Durante sus paseos solitarios gesticulaba como si
hablase con algún ser invisible que le escuchase sin
responderle nunca.

El extraño melómano y el no menos
extraño Orfanik eran todo lo conocidos que podían
ser en las ciudades italianas a las que acudían en las
temporadas teatrales. Gozaban el privilegio de excitar la
pública curiosidad; y por más que el admirador de
la Stilla hubiese rechazado siempre a los reporters y a
sus indiscretas interviews, al cabo conocióse su
nombre y su nacionalidad.
Era de origen rumano, y la primera vez que Franz de Télek
preguntó cómo se llamaba, le respondieron:
«el barón Rodolfo de Gortz.»

Así estaban las cosas en la época en que
el conde acababa de llegar a Nápoles. Hacía dos
meses que el teatro de San Carlos contaba por llenos las
representaciones, y el éxito
de la Stilla acrecía cada noche. Jamás la artista
se había mostrado tan admirable en el desempeño de los diversos papeles de su
repertorio; jamás había obtenido ovaciones
más entusiastas.

Durante las representaciones, y en tanto que Franz
ocupaba su butaca de orquesta, el barón de Gortz, oculto
en el fondo del palco, quedábase absorto en aquel canto
ideal, impregnándose de aquella voz divina, sin la que la
vida le parecía imposible.

Empezó a correr por Nápoles un rumor, al
que el público rehusaba dar crédito, pero que acabó por alarmar
al mundo dilettante. Se decía que al terminar la
temporada la Stilla iba a retirarse de la escena. .
¡Qué! En toda la posesión de su talento, en
la plenitud de su belleza, en el apogeo de su carrera
artística, ¿era posible que pensase en
retirarse?

Sin embargo, aquel rumor que parcecía
inverosímil, era cierto, y en, realidad el barón de
Gortz no era ajeno a esta, resolución.

Aquel espectador misterioso, siempre invisible tras la
celosía del palco, había acabado por provocar en la
Stilla una emoción nerviosa, persistente, de la que no
podía defenderse. En cuanto salía a escena sentiase
impresionada hasta tal punto, que su turbación, muy
visible para el público, alteraba poco a poco la salud de
la joven.

Salir de Nápoles, huir a Roma, a Venecia o a otra
ciudad cualquiera de la península, no sería
suficiente -Stilla lo sabía- para librarse de la presencia
del barón de Gortz. Otro tanto sucedería si
abandonaba Italia yendo a Alemania, a Rusia o a Francia. Aquel
hombre la seguiría adonde fuese con el objeto de
oírla, y sólo tenía un medio para libertarse
de aquella importunidad. Abandonar el teatro.

Ahora bien: desde dos meses ya, antes que el rumor de su
retirada se hubiese extendido, Franz de Télek se
había decidido a dar cerca de la cantante un paso cuyas
consecuencias debían de traer desgraciadamente la
más irreparable de las catástrofes. Libre de su
persona y dueño de una fortuna, se había hecho
admitir en casa de Stilla y le había ofrecido su mano y su
título.

La Stilla no ignoraba desde hacía tiempo los
sentimientos que inspiraba al conde, y pensaba que cualquier
mujer, aun de la más alta sociedad, se
consideraría feliz confiando su vida y felicidad a aquel
caballero. Así que, en la dísposición de
ánimo en que se encontraba, recibió la demanda con un
agrado que no pudo ocultar. Sintióse amada con tal pasion,
que consintió en ser la esposa del conde Télek, aun
a costa de abandonar su carrera artística.

La noticia era, pues, verdadera. En cuanto terminase la
temporada en el teatro de San Carlos, la Stilla no reaparecena en
ningun teatro. Su matrimonio, del
que ya se tenían algunas sospechas, se dio como cosa
segura.

Como se comprende, aquello produjo un efecto prodigioso,
no solamente en el mundo artístico, sino también en
el gran mundo de Italia. Preciso era ya admitir el proyecto.
Celos y odios se desencadenaron contra el conde, que robaba al
arte, a sus éxitos y a la idolatría de los
aficionados, la primera cantante de la época. Hubo hasta
amenazas personales, de las que Franz no se preocupó
nada.

Si tal efecto -hizo la noticia en el público,
imagínese lo que sentiría Rodolfo de Gortz ante la
idea de que su ídolo le iba a ser robado, perdiendo, al
perderle, el encanto de su vida. Corrió el rumor de que
intentó suicidarse: lo cierto fue que desde aquel
día ya no se vio a Orfanik por las calles de
Nápoles; ya no abandonaba al barón, y hasta iba con
él a encerrarse en el palco de San Carlos, cosa que nunca
había hecho, siendo como era absolutamente refractario,
como tantos sabios, al encanto sensual de la
música.

En tanto transcurría el tiempo, y la
emoción iba a llegar a su colmo la noche en que la Stilla
aparecería por última vez en escena. Iba a
despedirse del público con el hermoso papel de
Angélica en el Orlando, la obra maestra de
Arconati.

Aquella noche era el teatro muy pequeno para contener a
los espectadores que se agolpaban a las puertas, quedando sin
obtener localidad la mayor parte. Llegaron a temerse
manifestaciones contra el conde de Télek, ya que no
durante la representación, al menos cuando el telón
bajase en el último acto de la ópera.

El barón de Gortz ocupaba su palco, como de
costumbre, y Orfanik le acompañaba.

La Stilla apareció más emocionada que
nunca. Rehízose, sin embargo, y abandonándose a su
inspiracion, cantó con una perfección, con un tan
inefable talento, que no puede expresarse. El entusiasmo que
causó a los espectadores llegó al
delirio.

Durante la representación, el conde
permaneció de pie junto a la caja de bastidores,
impaciente, nervioso, febril, pudiendo apenas contenerse,
maldiciendo la extensión de las escenas,
irritándole la tardanza que provocaban los aplausos y las
llamadas. ¡Ah! ¡Cuánto tardaba el momento de
arrancar de aquel teatro la que iba a ser condesa de
Télek! Aquella mujer adorada, que se llevaría
lejos, muy lejos, donde no pudiera ser de nadie más que de
él solo.

Llegó el momento supremo; la dramática
escena última, en que muere la heroína del Orlando.
Nunca pareció más hermosa la admirable
música de Arconati. Jamás la Stilla la
interpretó con más apasionados acentos. El alma de
la artista parecía asomar a sus labios, y, sin embargo,
diríase que aquella voz, desgarradora en algunos momentos,
iba a destrozarse, puesto que no se la iba, a oír
jamás.

En aquel momento corrióse la celosía del
palco del batón de Gortz y apareció aquella
extraña cabeza de largo pelo gris y ojos brillantes…
Mostróse aquella cara estática,
de espantosa palidez. Franz desde la caja de bastidores, vio en
plena luz, por primera vez, aquella cabeza.

La Stilla se dejaba arrastrar por el fuego de la
arrbatadora estrofa del canto final. Acababa de repetir aquella
frase de sublime sentimiento.

Inamorata, mio coure treinante…

Voglio morire…

De repente se detuvo. La cara del barón de Gortz
la aterrorizó… Paralizóla inexplicable espanto…
Llevóse rápidamente la mano a la boca, tinta en
sangre. ..
Vaciló… y cayo…

El público en masa se levantó palpitante,.
loco, en el colmo de la angustia… Del palco del barón
escapose un grito… Franz se precipita en la escena, coge a
Stilla en sus brazos, la levanta, la contempla, la llama, y
exclama:

¡Muerta!.. . ¡Muerta! …

¡Sí! La Stilla está muerta. . . En
su pecho se ha roto un vaso… ¡Su canto se ha extinguido
con su último suspito!

El conde fue trasladad o a su hotel en tal estado, que se temía por
su razón. No pudo asistir a los funerales de la Stilla,
que fueron hechos en medio de un inmenso concurso de la
población nápolitana.

El cuerpo de la cantante fue inhumado en el Campo
Santo Nuovo.
Sobre el mármol de su tumba se lee este
nombre:

STILLA

La noche de los funerales, un hombre fue al Campo
Santo Nuovo;
allí, con los ojos extraviados, la cabeza
enmarañada, los labios apretados como si estuvieran
sellados por la muerte,
permaneció contemplando la tumba de la Stilla.
Parecía como si prestase atención, imaginando que
la voz de la Stilla iba a resonar por última vez desde el
fondo de la tumba…

Aquel hombre era Rodolfo de Gortz.

En la misma noche, el barón de Gortz,
acompañado de Orfanik, salió de Nápoles, y
nadie volvió a saber de él.

Al siguiente dia llegó una carta, dirigida
al conde de Télek. Aquella carta no contenía
más que estas palabras, de un laconismo
amenazador:

«Vos la habéis matado. ¡Desgraciado
de vos, conde de Télek!

-RODOLFO DE GORTZ.»

CAPÍTULO III

Tal había sido aquella lamentable
historia.

Durante un mes estuvo en gran peligro la vida de Franz
de Télek. A nadie reconocía, ni aun a su fiel
Rotzko. En los momentos de alta fiebre,
sólo un nombre murmuraban sus labios, prestos a rendir el
último aliento: Stilla. El joven logró por fin
escapar a la cercana muerte. La pericia médica, los
incesantes cuidados de Rotzko, y sobre todo su juventud y fuerte
naturaleza, triunfaron, y Franz se salvó, quedando su
razón incólume de aquel violento choque.

Cuando pudo coordinar sus recuerdos, cuando
volvió a su memoria la
trágica escena del Orlando, en que la artista
exhaló su alma, exclamó:

-¡Stilla, Stilla mía! En tanto que sus
manos se tendían instintivamente a aplaudir.

Así que el joven pudo abandonar el lecho, Rotzko
obtuvo de él la formal promesa de que abandonarían
la funesta ciudad y se trasladaríán a su castillo
de Krajowa. Quiso el conde, antes de partir de Nápoles, ir
a orar sobre la tumba de la muerta y darla su último, su
eterno adiós.

Rotzko le acompañó al Campo Santo
Nuovo.
Allí se arrojó el joven sobre aquella
tierra despiadada… ; quería cavar con sus uñas su
propia tumba… Pudo Rotzko arrancarle de allí, de aquella
sepultura donde dejaba áu vida, su dicha toda.

Algunos días después, Franz de
Télek, de vuelta en. Krajowa, en Valaquia, de nuevo se
encontró en su castillo patrimonial, en donde durante
cinco años vivió en el más completo
aislamiento, sin querer salir de él. Ni la distancia
pudieron dulcificar su pena. No podía olvidarlo. El
recuerdo de Stilla, tan vivo como el primer día, se
hallaba ligado a su existencia cual incurable herida.

Sin embargo, ya en la época en que comienza esta
historia, el joven conde de Télek había dejado el
castillo algunas semanas antes. ¡Cuántos ruegos y
súplicas costó a Rotzko el decidir a su
señor a que dejase la soledad en que íbasa
consumiendo! Que el conde no llegase a consolarse, sea; pero, por
lo menos, era preciso que tratase de mitigar su dolor.

Dispusieron un viaje que había de empezar
visitando la Transilvania. Rotzko esperaba que más tarde
el joven consentiría en continuar su viaje por Europa, tan
tristemente interrumpido en Nápoles.

Franz de Télek partió, pues, como un
turista, y solamente para una breve excursión. Ambos
habían subido a las llanuras de Valaquia y habían
llegado hasta la imponente cordillera de los Cárpatos; se
internaron después por los desfiladeros del Vulcano;
subieron al Retyezat, hicieron una expedición al valle de
Meros y fueron a hacer alto a Werst, a la posada del Rey
Matías.

Ya se ha dicho cuál era el estado de
los ánimos en el momento en que Franz de Télek
llegó, y como fue puesto al corriente de los
incomprensibles sucesos acaecidos en el castillo. Se sabe
también cómo el joven tuvo noticia de que el
castillo pertenecía al barón Rodolfo de
Gortz.

El efecto producido en el joven por aquel nombre no pudo
pasar inadvertido para el señor Koltz y sus
compañeros.

Rotzko hubiera de muy buena gana enviado al diablo al
señor Koltz, que tan inoportunamente le pronunció,
y a todas sus estúpidas historias. ¿Qué
malandanza había llevado a Franz de Télek
precisamente a Werst, junto al castillo de los
Cárpatos?

El conde permaneció silencioso. Su mirada
inquieta indicaba claramente la turbación de su alma,
turbación que en vano trataba de calmar.

El Sr. Koltz y sus amigos comprendieron que algún
lazo rnisterioso unía al conde de Télek y al
barón de Gortz; pero por grande que fuese su curiosidad,
mantuviéronse en prudente reserva y no insistieron sobre
el particular. Más tarde se vería lo que
había que hacer.

Poco después, todos abandonaron la posada, muy
preocupados por aquel extraordinario encadenamiento de aventuras,
que nada bueno presagiaba para la aldea.

Y bien: ahora que el joven conde sabía a
quién pertenecía el castillo de los
Cárpatos, ¿cumpliría su promesa? Una vez en
Karlsburg, ¿prevendría a las autoridades y
reclamaría su intervención? He aquí lo que
se preguntaban el biró, el maestro, el doctor Patak
y los demás. En todo caso, y si el conde no lo
hacía, el señor Koltz estaba decidido a hacerlo.
Advertida la Policía, vendría a visitar el
castillo, y vería si se hallaba habitado por
espíritus o por malhechores.

El pueblo no podía continuar más tiempo
bajo semejante temor. No obstante, en opinión de la
mayoría, la tal medida resultaría inútil e
ineficaz. ¿Qué batalla iba a ser aquella contra los
espíritus? Los sables de los gendarmes saltarían
cual si fuesen de vidrio, y sus
fusiles errarían todos los disparos.

En tanto, Franz de Télek, solo en el
establecimiento del Rey Matías, se abandonaba a los
dolorosos recuerdos que el nombre del barón de Gortz
evocaba en su espíritu.

Al cabo de una hora, pensando en estas cavilaciones,
levantóse de su asiento, y saliendo de la sala se
dirigió al extremo del terraplén y miró a lo
lejos. Allá en la cuneta del Plesa y sobre la llanura de
Orgall, alzábase el castillo de los
Cárpatos.

Allí era donde había vivido el
extraño espectador del teatro de San Carlos, el hombre que
de tal modo atemorizaba a la desgraciada Stilla. Mas a la
sazón el castillo estaba desierto, Y el barón no
había vuelto allí desde su marcha a Nápoles.
Nada se sabía de lo que le hubiese acontecido, y era
probable que, muerta la gran artista, el barón hubiera
puesto fin a su existencia. Franz extraviaba su pensamiento por
el campo de las hipótesis, no sabiendo cuál
aceptar.

Por otra parte, la aventura del guardabosque Nic Deck no
dejaba de preocuparle en cierto modo, y hubiérale
complacido descubrir aquel misterio, aunque no fuese más
que para tranquilizar a la población de Werst.

Como el joven no dudaba que se habían refugiado
en el castillo malhechores, decidió cumplir su promesa de
sorprender los planes de aquellos falsos aparecidos, dando parte
a la policía de Karlsburg.

Sin embargo, antes de poner en práctica su idea,
quiso Franz tener detalles más circunstanciados sobre el
particular, y a este fin, lo más conveniente era dirigirse
al propio guardabosque; razón por la cual, antes de volver
a la posada, y a eso de las tres de la tarde, se presentó
en casa del biró Koltz.

Mostróse éste muy honrado con la visita de
un caballero de las prendas del conde de Télek…
descendiente de noble familia rumana, al cual debería el
pueblo haber recobrado la calma y su prosperidad, puesto que los
turistas volverían a visitar el país, con lo que
subirían los derechos de peaje, sin tener nada que temer
de los genios maléficos del castillo de los
Cárpatos, etc., etc.

Mucho agradeció Franz de Télek los
cumplidos del biró, y le preguntó si
había algún inconveniente en ser introducido en el
cuarto de Nic Deck.

-Ninguno, señor conde, respondió el
biró. El valiente, Nic mejora considerablemente, y
no tardará en volver a su oficio.

Y añadió, dirigiéndose a su hija
que acababa de entrar en la sala:

-¿No es verdad, Miriota?

-Dios haga que así sea, padre, respondió
Miriota con voz conmo vida.

Franz quedó encantado del afectuoso saludo que le
hizo la joven, y viéndola todavía inquieta por el
estado de su prometido, se apresuró a pedirle algunas
explicaciones con este motivo.

-Según tengo entendido, dijo, no ha sido grave la
dolencia de Nic.

-No, señor conde. ¡Y que el cielo sea
bendito!

-¿Tenéis en Werst buen
médico?

-¡Hum!… dijo el señor Koltz un tono poco
favorable para el antiguo enfermero del lazareto.

-Tenemos al doctor Patak, respondió
Miriota.

-¿El que acompañó a Nic al castillo
de los Cárpatos?

–Sí, señor conde.

–Señorita Miriota, dijo entonces Franz. En
interés suyo, desearía ver vuestro novio y obtener
algunos detalles más precisos acerca de su
aventura.

-Se apresurará a dároslos, aunque
aún está algo fatigado.

-¡Ah! Yo no abusaré, señorita
Miriota; no haré nada que pueda perjudicar a
Nic.

-Lo sé, señor conde.

-¿Cuándo se efectuará vuestro
matrimonio?

-Dentro de quince días, respondió el
biró.

-Entonces tendré un gran placer en asistir, si el
señor Koltz tiene a bien el invitarme.

-¡Señor conde, tal honor! . . .

-Dentro de quince días, convenido. Y estoy seguro
que estará ya curado y que podrá dar un paseo con
su linda prometida.

-Dios le proteja, señor conde, respondió
Miriota ruborizándose.

Y en este momento su encantadora cara expresaba una
ansiedad tan visible, que Franz le preguntó la
causa.

-Sí, que Dios le proteja, respondió
Miriota; pues al intentar penetrar en el castillo de los
Cárpatos, a pesar de la prohibición, Nic ha
irritado a los genios, y ¡quién sabe si éstos
no le atormentarán toda la vida!

-¡Oh, señorita Miriota! Ya les meteremos en
cintura, os lo prometo, respondió Franz.

-¿Y no sucederá nada a mi pobre
Nic?

-Nada; y gracias a los agentes de la policía , se
podrá visitar el castillo dentro de algunos días,
con tanta seguridad como la
plaza de Werst.

El conde, juzgando inoportuno discutir la
cuestión de lo sobrenatural delante de espíritus
tan preocupados, rogó a Mirota le condujera al cuarto del
guardabosque, lo que la joven se apresuró a hacer, dejando
a Franz solo con su novio.

Nic Deck sabía ya la llegada de los dos viajeros
a la posada del Rey Matías. Estaba sentado en un
viejo sillón muy ancho, y se levantó para recibir
al visitante. Como apenas se resentía ya de la
parálisís, que le había acometido, se
encontraba en estado de responder a las preguntas de
Télek,

-Señor Deck, dijo Franz después de haber
estrechado amistosamente la mano del joven; ante todo os
preguntaré si creeis en la presencia de seres
maléficos en el castillo de los
Cárpatos.

-Me veo obligado a creerlo, señor conde,
respondió Nic.

-¿Y serían ellos los que os impidieron
franquear la muralla del castillo?

-¡No lo dudo!

-Y por qué, ¿queréis
decirlo?

-Porque si no había genios, no tiene
explicación lo que me ha sucedido.

-¿Queréis hacerme la merced de contarme,
sin omitir nada, lo que os sucedió en vuestra
tentativa?

-Con mucho gusto, señor conde.

Y Nic Deck refirió detalladamente lo que se le
pedía, con lo que confirmó los hechos que
habían llegado a conocimiento
de Franz en su conversación con los parroquianos del
Rey Matías; hechos a los que el conde daba, como se
sabe, una explicación puramente natural.

En suma: los sucesos de aquella noche de aventuras se
explicaban fácilmente, si los seres humanos o
maléficos que ocupaban el castillo poseían la
máquina capaz de producir aquellos efectos
fantásticos. Respecto a la singular pretensión del
doctor Patak, de haberse sentido sujeto al suelo por una fuerza
invisible, se podía sostener que el dicho doctor
había sido juguete de una ilusión. Lo que
parecía más verosímil, era que las piernas
del doctor habían quedado paralizadas, porque él
estaba loco de espanto; y esto fue lo que Franz dijo al
guardabosque.

-¡Cómo, señor conde!
respondió éste. En el momento mismo en que el
doctor quería huir, ¿iban las piernas de este
poltrón a negarse a andar? Convendréis en que esto
no es posible.

-Pues bien, replicó Franz; admitamos que sus pies
estaban cogidos en algún lazo, que probablemente estaba
oculto bajo la hierba, en el fondo del foso.

-Cuando los lazos se aprietan, respondió el
guardabosque, hieren cruelmente; y si examináis las carnes
y las piernas del doctor, no encontraréis señal de
herida alguna.

-Vuestra observación es justa, Nic Deck, y sin
embargo, creedme, si es verdad que el doctor no podía
separarse del suelo, era que sus pies estaban sujetos por un
lazo…

-Y yo os pegunto ahora, señor conde:
¿cómo este lazo pudo abrirse por sí mismo,
para dejar en libertad al
doctor?

Franz se vio muy apurado para responder.

-Además, señor conde, replicó el
guardabosque, yo os concedo lo que queráis en lo que
concierne al doctor Patak. Después de todo, nada puedo
afirmar de lo que no sé por mí mismo.

-Sí; dejemos al valiente doctor, y hablemos de lo
que os pasó,a vos, Nic Deck.

-Lo que me pasó es bien claro. No hay duda de que
yo recibí una fuerte sacudida, y de una manera que no es
natural.

-¿No hay en vuestro cuerpo ninguna señal
de herida? preguntó Franz.

-Ninguna, señor conde. Y, sin embargo, fui
atacado con una violencia
formidable.

-¿Fue en el momento en que habíais puesto
la mano sobre la bisagra del puente levadizo?

Sí, señor conde. Y apenas le había
tocado, quedé como paralítico. Afortunadamente mi
mano no había soltado la cadena que tenía asida, y
me deslicé hasta el fondo del foso, donde el doctor me
encontró sin conocimiento.

Franz sacudió la cabeza, como hombre cuya
incredulidad persistiese ante aquellas explicaciones.

-Veamos, señor conde, replicó Nic. Lo que
yo os he contado no ha sido un sueño; y si durante ocho
días he permanecido extendido todo a lo largo sobre este
lecho, sin poder hacer uso ni de brazos ni de piernas, no
será razonable decir que me he imaginado todo
esto.

-No lo pretendo, y es bien seguro que habéis
recibido una conmoción brutal. ..

-¡Brutal y diabólica!

-¡No! En esto es en lo que diferimos, Níc
Deck, respondió el conde. Creeis haber sido golpeado por
un ser sobrenatural, y yo no lo creo, por la razón de que
no hay seres sobrenaturales ni maléficos ni
benéficos.

-Entonces, ¿queréis explicarine el por
qué de lo que me ha sucedido?

-No puedo aún; pero estad seguro de que todo se
explicará de la manera más sencilla.

-¡Dios lo quiera! respondió el
guardabosque.

-Decidme, preguntó Franz: ¿ese castillo ha
pertenecido siempre a la familia die Gortz?

-Sí, señor conde; y le pertenece
aún, aunque el último descendiente, el barón
Rodolfo, ha desaparecido, sin que jamás se haya podido
tener noticias
suyas.

-¿Y en qué época fue esta
desaparición?

-Hará unos veinte años.

-¿Veinte años?

Sí, señor conde. Un día el
barón Rodolfo abandonó el castillo, cuyo
último servidor
murió algunos meses después de su partida, y no ha
vuelto.

-¿Y desde entonces nadie ha puesto los pies en el
castillo?

-Nadie.

-¿Y qué se cree en el
país?

-Se cree que el barón Rodolf ha debido morir en
el extranjero poco tiempo después de su
desaparición.

-Se engañan, Nic Deck, el barón
vivía todavía, hace cinco años al
menos.

-¿Vivía, señor conde?

-Sí; en Italia. En Nápoles.

-¿Le habéis visto?

-Le he visto.

-¿Y desde hace cinco años?.

-No he oído hablar de él.

El joven guardabosque quedó pensativo, acometido
de una idea que dudaba en formular. Decidióse, al fin, y
levantando la cabeza y, frunciendo el ceño,
dijo:

-No es de suponer, señor conde, que el
barón Rodolfo de Gortz haya vuelto al país con la
intención de encerrarse en el castillo. ,1

-No… no es de suponer, Nic Deck.

-¿,Qué interés hubiera tenido en
ocultarse… en no dejar llegar a nadie hasta
él?…

Ninguno, respondió Franz de
Télek.

Y, sin embargo, era ésta una idea que comenzaba a
tomar cuerpo en el, espíritu del conde. ¿No era
posible que aquel personaje cuya existencia había siempre
sido tan enigmática, hubiera ido a refugiarse en este
castillo después de haber abandonado Nápoles?
Allí, gracias a las supersticiones hábilmente
preparadas, ¿no le habría sido fácil, si
él quería vivir en el aislamiento, defenderse
contra toda indagación importuna, dado que él
conocía el estado de los espíritus de los
países circunvecinos? De todos modos, Franz juzgó
inútil lanzar a los de Werst sobre esta
hipótesis. Hubiera
sido preciso hacer-les confidencias de hechos que le eran
demasiado personales. No conseguiría, por otra parte,
convencer a nadie; cosa que comprendió bien cuando, Nic
Deck añadió:

-Si el barón Rodolfo es quien habita el castillo,
preciso es creer que el barón es el Chort, pues
sólo el Chort ha podido tratarme de esa
manera.

Deseoso de no continuar sobre este terreno, Franz
cambió el curso de la conversación. Después
de haber empleado todos los medios a fin de tranquilizar al
guardabosque sobre las consecuencias de su tentativa, obtuvo de
él la promesa de que no la renovaría. No era
éste asunto suyo, sino de las autoridades, y los agentes
de la policía de Karlsburg sabrían descubrir el
misterio del castillo de los Cárpatos. El conde
despidióse entonces de Nic Deck, haciéndole la
expresa recomendación de que se curara lo más
pronto posible, a fin de no retardar su matrimonio con la linda
Miriota, al que él prometía asistir.

Absorto en sus reflexiones, Franz regresó al
Rey Matías, y no salió en el resto del
día.

A las seis Jonás le sirvió la comida en el
salón, por una loable reserva, ni el señor Koltz ni
otro alguno del pueblo fue a turbar la soledad del
conde.

Hacia las ocho, Rotzko le dijo a éste:

-¿No me necesitáis,
señor?

-No Rotzko.

-Entonces me voy a fumar mi pipa al
terraplén.

-Puedes ir.

Medio acostado en su sillón, Franz se
absorbió de nuevo en sus pasadas reflexiones. Estaba en
Nápoles, dilirante la última representación
en el teatro de San Carlos. Volvió a ver al barón
de Gortz en el momento en que por primera vez éste
había aparecido asomando la cabeza por el palco y fijando
sus miradas ardientes sobre la artista, cual si la hubiese
querido fascinar. Después el pensamiento del conde fuese a
aquella carta firmada por el extraño personaje que lo
acusaba a él, a Franz, de haber matado a la
Stilla…

Mientras se perdía en estos recuerdos,
sentía Franz que el sueño le invadía poco a
poco; pero se hallaba aún en ese estado en que se percibe
el menor ruido, cuando
se produjo un sorprendente fenómeno. Parecía como
si una voz dulce y bien modulada dejárase oír en
aquella sala en que Franz se hallaba absolutamente solo. Sin
darse cuenta cabal de si aquello era sueño o realidad, se
levanta y escucha.

¡Sí! Diríase que una boca se ha
aproximado a su oído y que unos labios dejan escapar la
armoniosa melodía de «Stéfano»,
inspirada en estas palabras:

Nel giardino d’mille fiori

Andiamo, mia cuore…

Franz conocia esta romanza de inefable suavidad; aquella
romanza la cantó la Stilla en el conciento que dio en el
teatro de San Carlos antes de su función de
despedida. Inconscientemente fascinado, se habandonó Franz
al encanto de oír aquella voz una vez mas.. .

La frase termina, y la voz, que va extinguiéndose
poco a poco, se apaga con la última de la romanza. Pero
Franz ha sacudido su letargo; se incorpora bruscamente, retiene
su respiración para no perder el más
lejano eco de aquella voz que penetra hasta su corazón.
Todo está en silencio dentro y fuera…

-¡Su voz! murmura: sí. ¡Era su voz,
la voz que tanto amé!

Después, volviendo al sentimiento de la
realidad:

-Dormí y soñé, dijo.

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