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Julio Verne – El castillo de los Cárpatos (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4

 

CAPÍTULO IV

Al día siguiente el conde despertóse al
alba, con el
ánimo turbado aún por las visiones de la pasada
noche.

Aquella mañana debía salir de Werst,
camino de Kolosvar.

Después de haber visitado las poblaciones
industriales de Petroseny y de Livadzel, tenía
intención de detenerse un día entero en Karlsburg
antes de pasar algún tiempo en la
capital de
Transilvania. Desde allí el ferrocarril le
conduciría a las provincias centrales de Hungría,
donde daría su viaje por terminado.

Salió de la posada, y mientras paseaba por el
terraplén dirigió sus gemelos hacia el castillo y
estuvo contemplando, no sin emoción, los contornos de la
fortaleza, claramente proyectados por el sol sobre la
meseta de Orgall.

Versaban sus ideas sobre este punto; una vez en
Karlsburg, ¿cumpliría la promesa que había
hecho a la gente de Werst? ¿Avisaría a la
policía de lo que pasaba en el castillo de los
Cárpatos?

Creyendo, como creía en un principio el conde,
que el castillo era refugio de malhechores, o por lo menos de
gente sospechosa que tenía interés en
permanecer oculta y sin que nadie se aproximara a su guarida, la
promesa hecha a la población era solemne.

Mas después que había reflexionado,
experimentó un cambio en sus
ideas, y a la sazón dudada que partido tomar.

Cinco años hacía que nadie había
vuelto a saber lo que hubiera sido del último descendiente
de la familia de
Gortz. Corrió muy válido el rumor de que el
barón Rodolfo había muerto algún tiempo
después de su salida de Nápoles; mas ¿era
esto cierto? ¿Qué pruebas
había de su muerte?
¿Acaso vivía el barón de Gortz? Y si
vivía, ¿por qué no había vuelto al
castillo de sus antepasados? ¿Acaso Orfanik, si
único acompañante, aquel extraño
físico, no sería el autor de los fenómenos
que mantenían el espanto en la comarca? Esto precisamente
era lo que estaba pensando Franz.

Hay que convenir en que tal hipótesis parecía muy admisible;
pues si el barón Rodolfo y Orfanik habían buscado
refugio en el castillo, lo natural era que hubieran querido
hacerse inabordables, a fin de vivir aislados, conforme a sus
hábitos y caracteres.

Y de ser así, ¿qué conducta
debía seguir el conde? ¿Era conveniente que tratase
de intervenir en la vida privada del baron de Gortz?
Hallábase el conde pesando el pro y el contra de la
cuestión, cuando Rotzko fue a reunirse con él en el
terraplén.

Una vez que el joven le dio conocimiento
de sus ideas sobre el asunto, díjole el otro:

-Señor, es posible que el barón de Gortz
se entregue a todas esas maquinaciones diabólicas, y en
ese caso, mi opinión es que no debemos mezclarnos en el
asunto; que los poltrones de Werst vean cómo se las han de
arreglar: eso es cuenta suya, pues nosotros no debemos mezclarnos
en nada para devolver la calma a la aldea.

-Bien considerado, pienso que tienes razón, mi
buen Rotzko.

-Yo así lo creo, respondió el
soldado.

-En cuanto al señor Kaltz y los demás,
saben ya cómo se las han de arreglar para acabar con los
supuestos espíritus del castillo.

-Sin duda, señor. No tienen más que dar
parte a la policía de Karlsburg.

-Nos pondremos en camino después de almorzar,
Rotzko.

-Todo estará presto.

-Pero antes de bajar al valle del Sil daremos una vuelta
por el Plesa.

-¿Para qué, señor?

-Desearía ver más de cerca, si es posible,
ese castillo de los Cárpatos.

-¿Con qué fin?

-Un capricho, Rotzko; un capricho que no nos
retardará ni media jornada.

Mucho contrarió a Rotzko tal determinacion, que
consideraba poco menos que inútil. É1 hubiera
querido alejar del ánimo del conde todo lo que le pudiera
recordar el pasado. Pero aquella vez fue en vano; chocó
contra la inflexible resolución de su amo.

La causa de esto era que Franz sentíase
atraído hacia el castillo como por una influencia
irresistible. Acaso sin que él se diese cuenta de ello,
uníase aquella atracción al ensueño en el
que había oído la
voz de Stilla murmurando la sentida melodía de
Stéfano.

Pero ¿aquello había sido un sueño?
He aquí lo que el conde se preguntaba ahora, recordando
que, según se decía, en aquella misma sala se
había oído una voz… aquella voz amenazadora que
tan imprudentemente desafió Nic Deck. No es,
pues, extraño que en la disposición mental en que
se encontraba el conde, formase el proyecto de
dirigirse al castillo de los Cárpatos, y subir hasta el
pie de sus viejas murallas, pero sin pensar en penetrar en
aquél.

No hay que decir que Franz de Télek estaba bien
resuelto a no dar a conocer sus intenciones a los habitantes de
Werst, que sin duda hubiéranse unido a Rotzko para
disuadir al conde de sus propósitos. Recomendó,
pues, al soldado no dijera nada sobre el particular. Al verle
bajar del pueblo con dirección al valle del Sil, nadie hubiera
dudado que no fuese a tomar el camino de Karlsburg.

Desde lo alto del terraplén había el conde
observado que otro camino seguía la base del Retyezat
hasta la garganta del Vulcano. Era, pues, posible subir por las
alturas del Piesa hacia el castillo sin volver a pasar por la
aldea, y por consecuencia, sin que Koltz y los demás le
viesen.

A medio día, y después de haber liquidado
sin discusión la cuenta, un poco excesiva, que con su
mejor sonrisa le presentó Jonás,, Franz se dispuso
a salir de Werst.

El señor Koltz, la linda Miriota, el maestro
Hermod, el doctor Patak, el pastor Frik y buen número de
los demás habitantes, habían ido a
despedirle.

El mismo guardabosque había podido salir de su
cuarto y se comprendía que no tardaría mucho en
estar restablecido por completo, de lo que el ex-enfermero se
atribuía todo el honor.

-Os deseo mil felicídades, Nic Deck, tanto a vos
como a vuestra prometida.

-Nosotres lo aceptamos con reconocimiento,
respondió la joven radiante de dicha.

-Feliz viaje, señor conde, añadió
el guardabosque.

-¡Dios lo quiera! respondió Franz, cuya
frente se había nublado.

-Señor conde, dijo entonces Koltz: os suplicamos
que no olvidéis lo que habéis prometido hacer en
Karlsburg.

-No lo olvidaré, señor Koltz. Pero en caso
de que retardase mi viaje, conocéis el medio más
sencillo para libraros de esa vecindad inquietante, y el castillo
no inspirará ya temor alguno a la honrada población
de Werst.

-Eso se dice fácilmente, murmuró el
maestro.

-Y se hace, respondió Franz. Si queréis,
antes de cuarenta y ocho horas tendréis aquí a los
-gendarmes, que sabrán dar buena cuenta de los seres que
se ocultan en el castillo.

-Salvo el caso, muy probable, de que fueran
espíritus, observó el pastor Frik.

-Pues aun en ese caso, respondió Franz alzando
ligeramente los hombros.

-Señor conde, dijo el doctor Patak, si nos
hubiéseis acompañado a Nic Deck y a mí,
quizás no hablaríais de ese modo.

-Es verdad que me hubiera asombrado, doctor,
añadió Franz, de pasarme lo que a vos, que
quedásteis sujeto por los pies en el foso del
castillo.

-Por los pies, sí, señor conde, o, mejor
dicho, por las botas; a menos que pretendáis que en
el estado de
espíritu en que me encontraba, yo soñaba
entonces.

-No pretendo nada, respondió Franz, y no
trataré en manera alguna de explicaros lo que os parece
inexplicable; pero estad seguro de que si
los gendarmes vienen a visitar el castillo de los
Cárpatos, sus botas, acostumbradas a la disciplina, no
echarán raíces como las vuestras.

Y dicho esto, el conde recibió, por última
vez los homenajes del hostelero del Rey Matías tan
honrado… de haber tenido el honor… de que el honorable Franz
de Télek, etc., etc. Después de haber saludado al
señor Koltz, a Nic Deck, a la novia de éste y a los
habitantes reunidos en la plaza, hizo una señal a Rotzko,
y ambos descendieron a buen paso, camino de la
garganta.

En menos de una hora Franz y su asistente llegaron a la
orilla derecha del río, que subieron siguiendo la
vertiente meridional del Retyezat.

Rotzko se había resignado a no hacer ningura
observación a su amo: hubiese sido trabajo
inútil. Acostumbrado a obedecerle militarmente, si el
conde se arrojaba en alguna peligrosa aventura, él
sabría sacarle de ella.

Después de dos horas de marcha, Franz y Rotzko se
detuvieron para descansar un poco. En aquel sitió el Sil
valaco, ligeramente inclinado hacia la derecha, se acodaba al
camino, y por el otro lado, sobre el levantamiento que formaba el
Plesa, se veía la meseta de Orgall a distancia de una
media milla, o sea cerca de una legua. Convenía pues,
abandonar el surco del Sil: puesto que Franz quería
atravesar la garganta del Vulcano para tomar la dirección
del castillo.

Con el fin de evitar volver a pasar por Werst, aquel
rodeo había alargado doble, la distancia que separaba el
castillo de la aldea. Sin embargo, aún sería de
día cuando Franz y Rotzko llegaran a la cúspide de
la meseta, con lo que el conde tendría tiempo para
observar la parte exterior del castillo; y esperando hasta la
noche para volver por el camino de Werst, le sería
fácil atravesar, con la seguridad de no
ser visto por nadie.

Proponíase Franz ir a pernoctar a Livadzel,
pequeña población situada en la confluencia de los
dos brazos del Sil, y volver a tomar al día siguiente el
camino de Karlsburg.

El alto duró media hora. Franz, muy absorto en
sus recuerdos, muy agitado también por la idea de que el
barón de Gortz ocultaba su existencia en el fondo de aquel
castillo, no pronunció una palabra. Preciso fue que Rotzko
se impusiera una gran reserva para no decirle:

-Es inútil ir más lejos: volvamos la
espalda a ese maldito castillo, y partamos.

Siguieron adelante por el valle, internándose por
una espesura que no cruzaba sendero alguno. Había grandes
barrancos producidos por las lluvias que hacen desbordar al Sil y
correr sus aguas en tumultuosas corrientes por aquellos terrenos
que la avenida transforma en lagunas. Esto produce dificultades y
retardos en las marchas.

Empleóse una hora en ganar otra vez el camino de
la garganta del Vulcano, que fue atravesado hacia las cinco. El
lado derecho del Plesa no está erizado de aquellos bosques
que Nic Deck no había podido atravesar sino
abriéndose paso con el hacha; pero había
dificultades de otra especie: montones de pedazos de roca, entre
los cuales no se podía andar sin grandes precauciones;
bruscos desniveles, hoyos profundos, bloques mal seguros en su
base, y erguidos sobre la confusión del amontonamiento de
enormes piedras precipitadas po los aludes; en fin, un verdadero
caos en todo su horror.

Una hora larga fue precisa para remontar aquellos
taludes a costa de Penosos esfuerzos; parecía, en verdad,
que el castillo de los Cárpatos hubiera podido defenderse
con sólo lo escabroso del terreno. Rotzko creía que
aún serían mayores los obstáculos y que no
podrían ser vencidos; pero no hubo nada de
esto.

En efecto. Al otro lado de la zona de los bloques y de
las excavaciones pudo llegarse fácilmente a la meseta.
Desde allí dibujábase el castillo con perfil
más claro en medio de aquella soledad, de la que
después de tantos años alejaba el espanto a los
habitantes de la comarca.

Conviene advertir que Franz y Rotzko iban a abordar el
castillo por su muralla lateral, que miraba al Norte. Nic Deck y
el doctor Patak habían llegado ante la muralla del Este;
consistía en que habiendo tomado por la izquierda del
Plesa, habían dejado a la derecha el torrente del Nyad y
el camino de la garganta. Los dos caminos forman, en efecto, un
ángulo muy obtuso, cuyo vértice venía a ser
el torreón central. Por la parte Norte hubiera sido
imposible penetrar en el recinto, pues no solamente no
había Poterna ni puente levadizo, sino que además
la muralla siguiendo las irregularidades del terreno, se elevaba
por allí a gran altura.

Poco importaba que fuera imposible franquear por aquella
parte la muralla, puesto que el conde no pensaba en
ello.

Serían las siete y media cuando Franz de
Télek y Rotzko se detuvieron en el extremo de la meseta de
Orgall. Ante ellos se alzaba, en la sombra, la masa de castillo,
cuyo tinte se confundía con el antiguo color de las
rocas del Plesa.
A la izquierda la muralla formaba un brusco recodo, flanqueado
por el bastión del ángulo. Allí, sobre la
terraza y por encima del almenado parapeto, extendía el
haya sus ramas retorcidas, que atestiguaban los violentos
huracanes del Sudoeste en aquella altura.

El pastor Frik no se había engañado, en
verdad. De creer en la leyenda, sólo tres años le
quedaban de existencia al viejo castillo de los barones de
Gortz.

Franz, silencioso, contemplaba el aspecto de, aquellas
construcciones, dominadas por el achatado torreón del
centro. Allí dentro, sin duda, bajo aquel amasamiento
confuso, había aún salas abovedadas, largas y
sonoras, extenso dédalo de galerías, escondrijos en
las entrañas del suelo, como los
poseían las fortalezas de los antiguos magyares. Ninguna
vivienda hubiera sido más a propósito para que el
último descendiente de la familia de Gortz
se sepultase en un olvido cuyo secreto no podía conocer
nadie. Cuanto más pensaba el conde en ello, más se
aferraba en la idea de que Rodolfo de Gortz se había
refugiado en la soledad del castillo de los
Cárpatos.

Pero nada revelaba la presencia de gentes en el interior
del torreón. Ni el más leve humo se escapaba de sus
chimeneas, ni el más pequeño ruido se
oía al través de sus ventanas herméticamente
cerradas. El silencio de la tenebrosa morada no era turbado ni
por el canto de un pájaro.

Durante algunos momentos, Franz abrazó con su
mirada aquel recinto, en otro tiempo lleno del ruido de las
fiestas y del estrépito de las armas. Mas
hallaba su animo tan henchido de pensamientos atronadores, y su
corazón
tan preñado de recuerdos, que permanecía en
silencio.

Rotzko, que no quería turbar los dolorosos
recuerdos del conde, permanecía a alguna distancia, sin
permitirse interrumpirle ni con la menor observación.
Puesto ya el sol tras el macizo del Plesa, y cuando el valle de
aos dos Sils comenzaba a llenarse de sombras, Rotzko no
dudó en acercarse a su amo, y le dijo:

-Señor, ya es de noche. Pronto serán las
ocho.

Franz pareció no oír.

-Ya es tiempo de partir si queremos estar en Livadzeil
antes de que cierren las posadas.

-Rotzko, al momento, al momento vamos, respondió
Franz.

-Necesitaremos más de una hora, señor,
para volver al camino de la garganta; y como ya será noche
cerrada, nadie nos verá al atravesarlo.

-Unos minutos aún, respondio Franz, y bajaremos
hacia la aldea.

El joven no se había movido del sitio en que se
detuvo al llegar a la meseta.

-No olvidéis, señor, que en la oscuridad
será difícil pasar por medio de esas rocas. Nos ha
costado mucho trabajo de día… Perdonadme si insisto;
pero…

-Sí, partamos, Rotzko… Te sigo.

Parecía que Franz estaba retenido por el
castillo, tal vez por uno de esos secretos presentimientos de los
que el corazón no puede darse cuenta. ¿Estaba
sujeto al suelo, como el doctor en el foso al pie de la muralla?
No. Sus pies estaban libres de toda traba, de todo
entorpecimiento. De querer dar la vuelta a la muralla, siguiendo
el reborde de la contraescarpa, nada se lo hubiera
impedido.

Pero ¿acaso lo quería? Tal pensaba Rotzko,
que por fin se decidió a decir por última
vez:

-¿Venís, señor?

-Sí, sí, respondió Franz; pero
quedó inmóvil.

Ya la meseta de Orgall estaba oscura; ya la alargada
sombra de la pendiente en dirección al Sur iba envolviendo
el castillo, cuyos contornos sólo presentaban incierta
silueta. Bien pronto dejaría de ser visible, a menos de
que no saliese alguna luz de las
estrechas ventanas del torreón.

-Vamos, señor, dijo aún Rotzko.

Y ya se disponía a seguirle Franz, cuando sobre
la terraza del baluarte, donde se alzaba el haya legendaria,
apareció una forma vaga. Franz se detuvo contemplando
aquella forma, cuyo perfil se agrandaba poco a poco. Era una
mujer con la
cabellera suelta, las manos extendidas y envuelta en un amplio
vestido blanco.

¿No era aquel el traje que la Stilla llevaba en
la escena final de Orlando, cuando Franz de Télek
la vio por ultima vez?

Sí. Era la Stilla, inmóvil, con los brazos
extendidos hacia el conde y fijando en él su penetrante
mirada.

-¡Ella… ella! exclamó el conde; y
precipitándose hacia el foso, hubiera rodado hasta el pie
de la muralla, de no haberle sujetado Rotzko.

Borróse bruscatnente la aparición,
después de haberse la Stilla mostrado durante un
minuto.

¡Poco importaba! Un segundo le hubiera bastado a
Franz para reconocerla, y dejó escapar estas
palabras:

-¡Ella, ella! ¡Vive, vive! …

CAPÍTULO V

¿Era posible? La Stilla, a quien Franz de
Télek no creyó ver más, acababa de aparecer
en la terraza del castillo. ¿Acaso habría sido
él juguete de una ilusión? ¡No; Rotzko la
había visto también! … Era, sí la gran
artista con su traje de Angélica, tal como se había
presentado al público en su última
representación en el teatro de San
Carlos.

La espantosa verdad resplandecía ante el conde.
¿De modo que aquella mujer amada, la que iba a ser condesa
de Télek, hallábase encerrada hacía cinco
años en aquel castillo, en las montañas de
Transilvania? ¡La mujer que
él había visto caer muerta en escena,
había

resucitado! Es decir, que en tanto que a él le
conducían moribundo al hotel el barón Rodolfo había
logrado penetrar en casa de la Stilla, la había robado,
llevándola al castillo de los Cárpatos:
¡aquello que la gente siguió al cementerio del
Campo Santo Nouvo de Nápoles, no era más que
un ataúd vacío!

Todo eso parecía increíble, absurdo; eso
era maravilloso, inverosímil: así se lo
decía Franz de Télek… ¡Sí! … pero
detrás de todo aquello había un hecho indubitable.
¡La Stilla se hallaba en poder del
barón Rodolfo! … ¡Vivía, sí, ella,
ella era la que apareció allí sobre la muralla! …
De esto tenía él absoluta certeza.

En todo aquel desorden de ideas surgió para el
conde una sola resultante: ¡arrancar a Rodolfo de Gortz la
prisionera Stilla!

-Rotzko, dijo Franz con ahogada voz: óyeme …
compréndeme bien… porque parece que mí
razón se escapa …

-¡Señor!… ¡Querido
señor!….

-¡Es preciso que yo entre en el castillo esta
misma noche, cueste lo que cueste!

-No… mañana.

-¡Te digo que esta noche!… ¡Está
allí, ella … ella … me ha visto. . . nos hemos visto!
… ¡Me espera, estoy seguro!

-¡Bien, señor, os seguiré!

-¡No! Iré solo…

-¿Solo?

-¡Sí!

-Mas ¿cómo vais a entrar, si Nic Deck no
pudo? …

-¡Te digo que entraré!. . .

-La poterna está cerrada.

-¡Para mí no lo estará! …
¡Buscaré algo… una brecha! ¡Pasaré,
sí, pasaré!

-¿No queréis que os acompañe,
señor?

-No; nos separaremos… así me servirás
mejor, créeme. . .

-¿Os esperaré aquí?

-No, Rotzko.

-¿Dónde, pues?

-En Werst; es decir… no… en Werst no; pudieran esas
gentes saber… Te bajas a Vulcano… allí pasas la
noche… Si por la mañana yo no he vuelto, sales del
Vulcano… es decir, no; esperas algunas horas; después te
vas a Karlsburg; allí avisas al jefe de policía; le
cuentas lo que ha
pasado, vienes con agentes de policía… y si es preciso
asaltar el castillo … rescatarla. . . ¡Ah! ¡Ira de
Dios! … ¡Stilla en poder de Rodolfo de
Gortz!…

Rotzko comprendió la excitación del conde
por aquellas frases entrecortadas; excitación creciente
del hombre
enloquecido.

-¡Anda…. Rotzko! exclamó una vez
más.

-¿Así lo queréis?

-¡Lo quiero!

Rotzko vio que ante tan enérgico mandato,
sólo le tocaba obedecer. Franz, en tanto, se alejaba, y ya
íbase borrando su figura en las sombras.

El fiel criado permaneció inmóvil, sin
saber qué partido tomar. Comprendió entonces -que
los esfuerzos de Franz serían inútiles, que no
lograría penetrar en el castillo, ni aún siquiera
franquear la muralla; que tendría que volverse al Vulcano
al día siguiente… quizás aquella misma noche. Los
dos irían a Karlsburg, y lo que no habrían
conseguido ni Patak ni Nic Deck, lo alcanzarían con el
auxilio de la fuerza
pública, que daría buena cuenta de Rodolfo de
Gortz, le arrancarían a la infortunada Stilla; todo lo
registrarían. No que daría una piedra sin mirar. .,
¡así estuvieran allí juntos todos los
demonios del infierno! …

Y a sí pensando Rotzko, descendió por las
pendientes de la meseta de Orgall, para tomar el camino del
desfiladero del Vulcano,

Franz entretanto, bordeando la contraescarpa,
había dado la vuelta al baluarte del ángulo
izquierdo de la fortaleza.

Mil pensamientos cruzaban por su cerebro. Ahora
era indudable que en el castillo estaba Rodolfo, púes que
estaba allí secuestrada la Stilla … ¡No
podía ser otro! … ¡La Stilla vivía! …
¿Y cómo iba a valerse para llegar hasta ella?
¿Cómo podría llevársela?… No
sabía; pero aquello tenía que, ser, y sería.
. . Los obstáculos que no pudo vencer Nic Deck, él
los vencería.

No era la curiosidad lo que le lanzaba en medio de
aquellas ruinas. Era la pasión; era el amor
profundo que hacia aquella mujer experimentaba. ¡Sí!
¡Aquella mujer que estaba viva! ¡Sí!
¡Viva, cuando él la creia muerta!…
¡Él la arrancaría del poder de su raptor
Rodolfo de Gortz!

Sin duda Franz se había dicho que solamente
podría, haber acceso al interior del castillo por la
muralla del Sur, donde estaba la poterna, cerrada por el puente
levadizo. Así comprendiendo que le hubiera sido imposible
escalar estas altas murallas, continuó por la meseta de
Orgall, después que hubo rodeado el ángulo del
bastión.

En pleno día no hubiera ofrecido esto grandes
dificultades. Mas en plena noche (aún no había
salido la luna), una noche cerrada por esas brumas que se
condensan en las montañas, la empresa era
muy arriesgada. A los peligros de un mal paso y de una
caída hasta el fondo del foso, uníase el de chocar
con las rocas, provocando acaso el derrumbamiento de
éstas.

Sin embargo, Franz iba siempre atajando lo más
que podía los zigzás de la contraescarpa, tanteando
el terreno con manos y pies a fin de asegurarse que no se
desviaba de su camino. Sostenido por una fuerza sobrehumana,
sentíase, además guiado por un instinto que no le
podía engañar.

Al otro lado del bastión se desarrollaba la
muralla del Sur, con la que el puente levadizo establecía
una comunicación cuando no estaba subido contra
la poterna.

Desde este bastión multiplicáronse los
obstáculos. Entre las enormes rocas que erizaban la
meseta, no era posible seguir la contraescarpa. No había
más remedio que rodear. Figúrese un hombre
procurando orientarse en medio de un campo de Karnac, cuyo
laberinto de monumentos estuviera desordenado completamente. Ni
un sendero por donde dirigirse, ni una luz en la oscura noche que
lo envolvía todo hasta el torreón
central.

Franz iba, sin embargo, aquí, izándose
sobre un bloque que le cerraba todo camino; allá, gateando
por entre las rocas, las manos desgarradas por los cardos y
ortigas, su cabeza golpeada por bandadas de quebrantahuesos
turbados en sus guaridas y que lanzaban su horrible grito de
carraca.

¡Oh! ¿Por qué la campana de la vieja
capilla no sonaba entonces, como había sonado para Nic
Deck y el doctor? ¿Por qué aquella luz intensa que
les había envuelto, no se encendía entre las
almenas del castillo? Él hubiera marchado hacia aquel
sonido;
él hubiera marchado hacia aquella luz, como el marino al
oír los silbidos de una sirena de alarma, marcha hacia los
resplandores de un faro.

No. Nada más que una profunda noche limitaba sus
miradas a algunos pasos.

Esta situación duró cerca, de una hora. En
la inclinación del suelo, a su izquierda, Fránz
comprendió que se había extraviado.
¿Había tal vez descendido más abajo de la
poterna? ¿Había tal vez avanzado más
allá del puente levadizo?

Se detuvo, golpeando con el pie sobre el suelo y
retorciéndose las manos. ¿A qué lado
debía dirigirse? ¡Ah qué rabia le
entró al pensar que se vería obligado a esperar el
día! Y entonces sería visto por las gentes del
castillo. ¡No podría sorprenderles! … Rodolfo de
Gortz estaría en guardia.

Aquella noche, aquella noche misma quería entrar;
pero no conseguía orientarse en medio de las tinieblas. De
su pecho salió un grito de
desesperación.

-¡Stilla!, ¡Stilla mía!

¿Pensaba acaso que la prisionera le esperaba?
¿Que pudiera responderle? Y sin embargo, por veinte veces
arrojó aquel nombre, que le devolvieron los ecos del
Plesa. De repente los ojos de Franz vieron una luz que atravesaba
la sombra; una luz vivisima, cuyo foco debía de estar
colocado a cierta altura.

-¡Allí, allí está el
castillo? se dijo.

Y, en efecto, en la posición,que la luz ocupaba,
no podía venir sino del torreón central.

Dada su excitación mental, Franz no vaciló
en creer que era Stilla la que le mostraba aquella luz. No
había duda: ella le había reconocido en el momento
en que él la veía entre las almenas de la muralla.
Y ella misma le hacía aquella señal, con el fin de
indicarle el camino que tenía que seguir para llegar a la
potema.

Franz se dirigió hacia la luz, cuyo resplandor
aumentaba a cada paso que daba el conde. Como éste se
había desviado muy a la izquierda de la meseta de Orgall,
tuvo que dar unos veinte pasos a la derecha, y después de
algunos tanteos, encontró el reborde de la contraescarpa.
La luz brillaba frente a él, y su altura probaba bien que
venía de una de las ventanas del
torreón.

Franz iba, pues, a encontrarse frente a los
últimos obstáculos, acaso insuperables.

En efecto: puesto que la poterna estaba cerrada y alzado
el puente levadizo, sería preciso que se deslizase hasta
el pie de la muralla. ¿Y qué haría delante
de ésta, de una altura de cincuenta pies?

Franz se adelantó hacia el sitio en que se
apoyaba el puente levadizo. De repente abrióse la
poterna… Cayó el puente… Sin darse tiempo a
reflexionar, lanzóse sobre aquél y puso la mano
sobre la puerta. Abrióse ésta. Precipitóse
el joven por la oscura bóveda, y, apenas hubo dado algunos
pasos, el puente levadizo cerróse con estrépito
contra la poterna.

El conde Franz de Télek estaba prisionero en el
castillo de los Cárpatos.

CAPÍTULO VI

Las gentes de la comarca y los viajeros que suben o
bajan por la garganta del Vulcano, no conocen más que el
aspecto exterior del castillo de los Cárpatos. A la
respetuosa distancia en que el temor detenía a los
más valientes de la aldea de Werst y de las
cercanías, sólo ofrece a la vista un enorme
montón de piedras, que se pueden tomar por
ruinas.

Mas en su interior, ¿estaba el castillo tan
desmantelado como era de suponer? No. Y al abrigo de sus
sólidos muros, en las construcciones que quedaban
intactas, la vieja fortaleza feudal aún podía
alojar toda una guarnición.

Amplias salas abovedadas, cuevas profundas,
múltiples corredores, patios cuyo piso desaparecía
bajo las altas hierbas, reducidos subterráneos, a los que
no llegaba nunca la luz del día; estrechas escaleras,
abiertas en los espesos muros; casamatas alumbradas por las
troneras de la muralla; torreón central de tres pisos, con
departamentos habitables, coronado de almenada plataforma, todo
rodeado de un laberinto de galerías que subían a la
terraza de los baluartes y bajaban hasta los cimientos.
Aquí y alla algunas cisternas donde se recogían las
aguas pluviales, cuyo sobrante corría al torrente de Nyad.
Largos túneles, en fin, no obstruidos como se
suponía, sino que daban acceso al camino de la garganta
del Vulcano. Tal era el conjunto del castillo de los
Cárpatos, cuyo plano arquitectónico ofrecía
un sistema tan
complicado como los laberintos de Porsenna, Lemnos o
Creta.

Así como la pasión hacia la hija de Minos
atrajo a Tesco, así la pasión más intensa e
irresistible atraía al conde por entre los infinitos
obstáculos del castillo. Pero ¿encontraría
el hilo de Ariadna, que guiaba al héroe griego?

Franz no había tenido más que un pensamiento:
penetrar en aquel recinto, y allí estaba. Acaso
debía de haberse hecho esta reflexión: ¿por
ventura el puente levadizo, levantado hasta aquel día,
había sido echado expresamente para que él pasase?
¿No debía causarle inquietud el que la poterna se
hubiese vuelto a cerrar tras él? -En nada de esto pensaba.
Al fin en aquel castillo, donde Rodolfo Gortz retenía a la
Stilla, y sacrificaría su vida por llegar hasta
ella.

La galería en la que Franz se había
lanzado era ancha, de alta y aplanada bóveda. La completa
oscuridad que allí reinaba, y su desigual enlosado, no
permitían andar con pie seguro. Franz se aproximo a la
pared de la izquierda y la siguió, apoyándose sobre
el revestido salitroso que se descombraba bajo su mano. No se
oía más ruido que el de los pasos del joven, que
producían ligeras resonancias. Una corriente de aire tibio, con
ese olor particular de los sitios inhabitados desde muy antiguo,
le dio en la espalda, cual si fuera atraída por el otro
lado de la galería.

Después de haber pasado un pilar de piedra que
formaba el ángulo izquierdo, Franz se encontró en
la entrada de otro corredor aún más estrecho. Con
sólo extender los brazos se tocaba el revestimiento del
muro. Así fue avanzando, el cuerpo inclinado, tanteando
con pies y manos, y tratando de reconocer si aquella
galería seguía una dirección
rectilínea.

Después de haber dado la vuelta al pilar del
ángulo como unos doscientos pasos, comprendió Franz
que la galería torcía hacia la izquierda, para
tomar, cincuenta, pasos mas allá, una dirección
completamente contraria. Aquel pasadizo, ¿volvía
hacia la muralla del castillo, o conducía al pie del
torreón? Franz trató de acelerar su marcha; pero a
cada instante se veía precisado a detenerse, ya por
tropezar en algún obstáculo del suelo, ya por un
ángulo brusco que modificaba su dirección. De vez
en cuando encontraba galerías laterales; mas todo aquello
estaba oscuro, insondable, y en vano trataba el joven de
orientarse en aquel laberinto, verdadero trabajo de topos. Muchas
veces tuvo que desandar lo andado, y su mayor temor
consistía en que hubiese alguna trampa mal cerrada que
cediese bajo su pie, precipitándole al fondo de una
mazmorra de la que le fuera imposible salir. Así que si
daba en, alguna superficie que sonaba a hueco, se sostenía
contra los muros, pero avanzando siempre con un afán que
no le dejaba reflexionar.

Sin embargo, puesto que hasta entonces Franz no
había subido ni bajado, indudablemente era esto debido a
que se encontraba aún al nivel de los patios interiores,
distribuidos entre las diversas edificaciones, y era posible que
aquel corredor terminase en el torreón central, en el
arranque mismo de la escalera.

Indudablemente debía existir un medio de
comunicación más directo entre la poterna y las
edificaciones. En efecto; en el tiempo en que la familia de Gortz
habitaba el castillo, no era necesario internarse por entre
aquellos pasadizos: una segunda puerta frente a la poterna, y al
fin de la primera galería, daba entrada a la plaza de
armas, en medio de la que se alzaba el torreón; mas ahora
estaba condenada, y ni aún pudo reconocerla
Franz.

Después de una hora, el conde iba ya al azar de
las revueltas escuchando atentamente por si oía
algún ruido lejano, y sin atreverse a gritar aquel nombre
de la Stilla, que los ecos hubieran podido llevar hasta el
torreón. No se desanimaba; iría hasta que le
faltasen las fuerzas, hasta que un infranqueable obstáculo
le obligase a detenerse.

Sin embargo, sin que se diese cuenta de ello, Franz
estaba extenuado. No había comido nada desde su salida de
Werst; sentía hambre y sed. Su paso era incierto; sus
piernas flaqueaban; en aquel aire húmedo y tibio que
atravesaba su ropa, su respiración era anhelante; su
corazón latía precipitadamente.

Serían las nueve cuando Franz, al adelantar el
pie izquierdo, no encontró terreno; bajóse, y su
mano tocó un escalón, después otro, que
descendía. Aquella escalera bajaba a los cimientos:
¿y acaso no tenía salida? Franz no dudó en
bajar por ella, contando los escalones, que descendían en
dirección oblicua al corredor. Así bajó
setenta y siete escalones hasta el nivel de otro segundo
pasadizo, que se perdía en múltiples y
sombrías revueltas.

Anduvo media hora, y acababa de detenerse exánime
por la fatiga, cuando a algunos centenares de pasos más
delante de él apareció un punto
luminoso.

¿De dónde provenía aquella luz?
¿Era acaso algún fenómeno natural?
-¿El hidrógeno de un fuego fatuo inflamado en
aquella profundidad? ¿O tal -vez una linterna, llevada por
alguno de los habitantes del castillo?

-¿Será ella? murmuró Franz,
recordando que cuando él se había perdido entre las
rocas también había aparecido otra luz, como
indicándole la entrada del castillo. Y si era la Stilla la
que le había mostrado desde el torreón aquella luz,
¿no podía ser también Stilla la que con
igual medio pretendía guiarle ahora por aquel
subterráneo laberinto? Apenas dueño de sí
Franz, se encorvó y miró sin moverse.

Una claridad difusa, más bien que punto luminoso,
parecía llenar una especie de hipogeo a la extremidad del
pasadizo.

Apresurar su marcha casi arrastrándose, porque
sus piernas apenas podían sostenerle, fue lo que hizo
Franz; y después de haber pasado por una estrecha
abertura, cayó en una cripta.

Hallábase ésta en buen estado de
conservación. Su altura venía a ser de unos doce
pies; estaba dispuesta en forma circular, en un diámetro
poco mas o menos igual. Los arcos de la bóveda, que
arrancaban de los capiteles de ocho ventrudos pilares, se
reunían en un garfio, del que pendía una bomba de
vidrio con una
luz amarillenta. Frente a la puerta abierta entre los dos
pilares, había otra, cerrada entonces, cuyos gruesos
clavos, de enmohecidas cabezas indicaban el sitio de los
cerrojos.

Franz se levantó, se arrastró hasta
aquella segunda puerta, procurando abrirla. Fueron
inútiles sus esfuerzos.

En la cripta había algunos viejos muebles.
Aquí una cama, o más bien un camastro de encina,
sobre el cual había ropas de cama; allá un escabel
de torcidos pies, y una mesa sujeta al muro con clavos de
hierro; y en
ella varios utensilios, entre ellos una vasija con agua, un plato
conteniendo caza fiambre, un pedazo de pan semejante a galleta.
En un rincón murmuraba una especie de fuentecilla,
alimentada por un hilito de agua, que salía por un agujero
hecho en la base de uno de los pilares.

Todo aquéllo, ¿no indicaba que allí
se esperaba a alguien, fuese huésped o prisionero?
¿Era Franz el prisionero atraído astutamente al
castillo?

En medio de aquella confusión de ideas, no
pensó en esto Franz de Télek. Rendido de cansancio
y desfallecido, arrojóse sobre los alimentos
allí puestos y apagó su sed con el contenido de la
vasija; después dejóse caer sobre aquel camastro,
donde podría recuperar sus perdidas fuerzas.

Cuando trató de coordinar sus pensamientos,
parecióle que se escapaba su razón, cual agua que
tratase de coger con la mano.

¿Debía esperar el nuevo día para
continuar sus pesquisas? ¿Tan débil se hallaba su
voluntad que no fuese dueño de sus actos?

«¡No, se dijo, no esperaré! Al
torreón: ¡es preciso que llegue al torreón
esta misma noche!…»

De pronto la luz encerrada en la bomba del lecho se
extinguió, y quedóse la cripta sumergida en las
tinieblas.

Quiso Franz levantarse, mas no pudo, y su pensamiento le
adormeció; parose bruscamente como las agujas de un reloj
roto. Aquel sueño que tuvo fue un sueño
extraño, o más bien un abrumador letargo un,
anonadamiento del ser, que no provenía del alma.

Cuánto duró este letargo, fue lo que no
pudo saber Franz al despertar; su reloj se había parado.
De nuevo la cripta se hallaba iluminada con luz
artificial.

Franz se echó fuera del lecho, dio algunos pasos
hacia la primera puerta, que seguía abierta; fue hacia la
segunda, que seguía cerrada.

Procuró darse cuenta de todo aquello y
reflexionar; mas no fue esto sin trabajo: que si su cuerpo se
había repuesto, en cambio su cerebro parecía
vacío y pesadísimo.

-¿Cuánto tiempo habré dormido? se
preguntó: ¿será de día o de
noche?

En la cripta todo estaba igual, excepto la luz encendida
otra vez, los alimentos renovados y la vasija llena de agua
clara.

Alguien había entrado mientras él
dormía en su terrible letargo. ¿Quién
sabía que él estaba en aquellas profundidades?
¿Era también prisionero del barón de
Gortz?

Pero esto era imposible. Huiría, puesto que
podía hacerlo, encontraría la galería por
donde entró, y ya en la poterna, saldría del
castillo.

¿Salir?… Y entonces recordó que la
poterna se cerró tras él.

Bien; ya buscaría el medio de llegar al muro, y
por una brecha de la muralla se deslizaría… Era preciso
que saliese de allí, a cualquier precio, antes,
de una hora.

Pero renunciaba a ver a Stilla. ¿Se iría
de allí sin llevársela?

Sí. Y lo que. él no pudiese hacer solo, lo
haría con los agentes que Rotzko llevaría de
Karlsburg a Werst. Se daría un asalto al castíllo,
y todo se registraría, desde los cimientos hasta las
chimeneas.

Y en seguida trató de poner en practica su
resolución.

Se levantó, y dirigióse al corredor por
donde había llegado, cuando una especie de susurro se
produjo detrás de la segunda puerta de la
cripta.

Aquello eran pasos; sí, pasos que se acercaban
lentamente.

Púsose a escuchar, pegando el oído a la
puerta; contuvo la respiración …

Los pasos parecían sonar a intervalos regulares,
como si subiesen de un escalón a otro. Era, pues,
indudable que allí había otra escalera que
ponía en comunicación la cripta con los patios
interiores del castillo.

Franz procuró apercibirse. Desenvainó el
cuchillo que a la cintura llevaba, y le empuñó con
fuerza.

Si por acaso el que entraba era un criado del
barón, se arrojaría sobre él, le
arrancaría las llaves y le dejaría fuera de combate
para que no le siguiera después, y lanzándose por
la nueva salina, intentaría llegar
al,torreón.

Si entraba el mismo barón, él le
reconocería, aunque sólo le vio una vez, la noche
de la supuesta muerte de Stilla. Si era el barón de Gortz,
le mataría sin piedad.

Los pasos se habían detenido en el rellano, junto
a la puerta.

Franz, sin moverse, esperaba que la puerta se
abriese.

Pero no se abrió. De allí a un instante
una voz de dulzura infinita llegó a sus
oídos.

¡La voz de la Stilla! ¡Sí, sí!
Un poco apagada, pero era la misma; no había perdido sus
deliciosos encantos, aquellas sus modulaciones acariciadoras,
sí, si, aquella voz salía de la garganta de la
Stilla, ¡de aquella garganta maravillosa que parecía
haber muerto con la artista!

Y la Stilla repetía la sentida melodía.
¡Aquel suavísimo canto, que oyó entre
sueños en la hostería de Jonás!

Nel giardino d’mille fiori,

¡Andiamo, mio cuore!…

Aquella deliciosa música penetraba en
las profundidades de su alma. La aspiraba, la bebía como
un delicioso licor, en tanto que la Stilla», como
invitándole a seguirla, repetía:

¡Andiamo, mio cuore, andiamo!

¡Y la puerta no se habría para dejarle
paso! ¡No podía llegar hasta ella, estrecharla entre
sus brazos, llevársela fuera del castillo!

-¡Stilla! ¡Stilla mía!
exclamaba.

Y se arrojó sobre la puerta, que resistió
a su desesperado esfuerzo.

Parecía irse apagando la voz… alejándose
los pasos.

Franz, arrodillado, trataba de mover la puerta, y se
desgarraba las manos con el herraje; llamaba con voz desesperada
a la Stilla, cuyo canto comenzaba a perderse a lo
lejos.

Entonces una idea cruzó por su frente como un
relámpago.

-¡Loca! exclamó. ¡Está loca!
¡No me ha reconocido! ¡Está loca, sí!
¡No me ha respondido! … ¡Encerrada aquí,
hace cinco años, en poder de ese hombre! … ¡Pobre
Stilla mía! … ¡Loca, loca! …

Franz se levantó con los ojos extraviados, el
ademán descompuesto, la cabeza como un
volcán.

– ¡Yo también! … Sí… Mi
razón escapa, se va, si… ¡Loco, loco como ella!
repetía.

Iba y venía por la cripta, con saltos de fiera
enjaulada.

-¡No, no, dijo. ¡Que no me vuelva loco!
Necesito salir de aqui… y saldré.

Y se lanzó sobre la otra puerta.

Pero acaba de cerrarse silenciosamente.

Franz no lo había notado, escuchando la voz de
Stilla.

Ya no estaba prisionero en el castillo
únicamente; estaba prisionero en la cripta
también.

CAPÍTULO VII

Franz quedó aterrado. Sus temores respecto a la
pérdida de sus facultades intelectuales
para apreciar su situación, ibanse realizando. El
único sentimiento que persistía en él, era
el recuerdo de la Stilla, la impresión de aquel canto que
acababa de oír, y que ya no repercutían los ecos de
la sombría, cripta.

¿Había, pues, sido juguete de una
ilusión? No, y mil veces no. Era a la Stilla a quien
acababa de oír, y a la Stilla era a quien había
visto sobre el baluarti del castillo.

Entonces volvió a él la idea de que estaba
loca, y aquel horrible golpe le hirió como si acabara de
perderla por segunda vez.

-¡Sí! ¡Loca, loca, repetía,
puesto que no ha reconocido mi voz ni me ha
respondido!

¡Y era aquello tan verosímil! …
¡Ah! ¡Si él pudiese arrancarla de aquel
castillo y llevársela al de Krajowa! ¡Consagrarse
por entero a ella! … Entonces sus cuidados y su amor le
devolverían la razón.

He aquí lo que Franz se decía en su
espantoso delirio… Muchas horas transcurrieron antes que
hubiera podido tomar pesesión de sí mismo. Entonces
trató de razonar con calma, y hacer luz en aquel caos que
envolvía su pensamiento.

-Preciso es que yo huya de aquí, se dijo.
¿Cómo?… Cuando vuelvan a abrir esta puerta.
Sí… ¿No es durante mi sueño cuando vienen
a renovar mis provisiones? Pues esperaré. Fingiré
dormir.

Franz de Télek concibió entonces una
sospecha. El agua de la
vasija debía contener alguna sustancia soporífera.
Aquel pesado sueño, el completo, aniquilamiento que
había sentido después de haber bebido aquella
agua.. Pues bien; ya, no la bebería, ni tampoco
tocaría los alimentos que habían colocado sobre
aquella mesa… No tardarían en entrar, y
entonces…

Entonces, ¿quién sabía?
¿Salía el sol sobre el cenit en aquel momento, o se
iba hacia el horizonte? ¿Era de día o de noche? Se
puso a escuchar para sorprender el ruido de alguna pisada que se
aproximara a la una o a la otra puerta. Mas ningún ruido
llegaba hasta él, y fue agarrándose a lo largo de
las paredes de la cripta, con la cabeza ardiente, la mirada
extraviada, el ruido de la sangre que
golpeaba sus sienes, la respiración anhelante en medio de
aquella atmósfera viciada, y
que apenas se renovaba, por las junturas de las-
puertas.

De pronto, al pasar por uno de los ángulos de la
derecha, sintió en la cara un soplo de aire más
fresco.

¿Qué abertura era aquella, por la que
entraba un poco de aire del exterior?

¡Sí! … Allí había un paso
que no había visto por las sombras ael pilar. .
.

Franz, en un instante, se deslizó entre las dos
paredes hacia donde venía la claridad de lo alto. Era un
patio pequeño, de unos cinco o seis pies de ancho, y cuyas
murallas se elevaban unos cien pies. Parecía el fondo de
un pozo que servía de patio interior a aquella celda
subterránea, y por el que entraba un poco de aire y
claridad.

Franz vio que era de día. En lo alto del pozo se
dibujaba un ángulo de luz oblicuamente proyectado al nivel
del brocal. Él sol debía hallarse a la mitad de su
carrera, porque aquel ángulo luminoso tendía a
estrecharse. Debían ser las cinco de la tarde.

De allí la consecuencia de que el sueño de
Franz debió prolongarse por lo menos cuatro horas; y no
dudó de que había sido provocado por una bebida
soporífera. Ahora bien: como el joven conde y Rotzko
habían salido de la aldea de Werst la antevíspera,
11 de junio, el día que estaba transcurriendo era el
13.

Aunque aquel aire era húmedo, Franz le
aspiró con delicia, y se sintió un poco aliviado;
pero pronto se desengaño de que no era posible una
evasión por aquel tubo de piedra. Elevarse a lo largo de
aquellas paredes que no presentaban saliente alguno, era
impracticable. Franz volvió al interior de la cripta;
puesto que no podía huir más que por alguna de las
dos puertas, quiso reconocerlas. La primera puerta, o sea por la
que entró a la cripta, era muy sólida y de gran
espesor, Y debía estar sujeta exteriormente por fuertes
-cerrojos; era, pues, inútil tratar de
forzarla.

La segunda puerta, o sea aquella por la que se
había oído la voz de la Stilla, parecía en
peor estado, pues los tableros estaban podridos por algunas
partes. No era, pues, imposible abrirse paso por aquel
lado.

-¡Sí… por aquí, por aquí!
se dijo Franz, que había recobrado su sangre
fría.

No había tiempo que perder, porque era probable
que entrasen en la cripta en cuanto le supusieran bajo el peso
del narcótico. El trabajo
marchó más aprisa de lo que podía esperar.
El moho había carcomido la madera
alrededor del herraje de los cerrojos. Con su cuchillo
consiguió Franz quitar la parte circular, trajando casi
sin ruido, deteniéndose de cuando en cuando para prestar
atención, a fin de asegurarse que no se
oiría nada fuera.

Tres horas después los cerrojos estaban quitados
y la puerta se abría. Franz volvió al fondo del
patio para respirar un aire menos viciado. En aquel momento, el
ángulo luminoso no se dibuja en el brocal del pozo, lo que
robaba que el sol había traspuesto el Retyezat. El patio
estaba en la más completa oscuridad. Algunas estrellas
brillaban en el óvalo del brocal, y parecían verse
por el tubo de un telescopio. Algunas nubecillas pasaban
lentamente, empujadas por las brisas nocturnas, y él
aspecto del cielo indicaba la presencia de la luna, que en el
medio pleno aún, había traspasado, el horizonte de
las montañas del Este.

Serían cerca de las nueve. Franz entró en
la cripta otra vez. Tomó un poco de alimento, y
apagó su sed en el agua de la pila, después de
haber vertido la de la vasija. Púsose el cuchillo al
cinto, franqueó la puerta, y la cerró tras
sí. Acaso ahora iba a encontrar a la desgaciada Stilla por
aquellas galerias subterráneas, A esta idea, su
corazón latía precipitadamente.

En cuanto dio algunos pasos, tropezó con un
escalón. Como lo había pensado, allí
empezaba una escalera. Subió, contando los escalones.
Había sesenta, en vez de los setenta y siete que tuvo que
bajar para llegar a la cripta. De forma que le faltaban unos ocho
pies para que se encontrara al nivel del suelo.

Siguió por el oscuro corredor, tanteando las
paredes. Pasó media hora sin que se viera detenido ni por
puerta, ni por una reja; pero numerosos recodos le habían
impedido reconocer su dirección con relación a la
muralla, que estaba frente a la meseta de Orgall.

Despues de un breve descanso para tomar aliento, Franz
continuó. Aquel corredor parecía interminable. De
pronto detúvole un obstáculo: una pared de
ladrillos: tanteó por diversos sitios; no encontro
abertura alguna. Por aquella parte no había, pues, salida.
No pudo contener un grito. Todas las esperanzas que había
concebido se destrozaban ante aquel obstáculo. Sus piernas
flaquearon, y cayo en tierra junto a
la pared. Mas he aquí que al nivel del suelo la pared
prensentaba una estrecha quebradura, cuyos destruidos ladrillos,
podían deshacerse con las manos.,

-¡Por aquí! … ¡Por aquí!
exclamó Franz.

Y comenzó a quitar los ladrillos uno a uno.
Entonces se dejó oír al otro lado un ruido
metálico.

Franz se detuvo. El ruido no había cesado, y al
mismo tiempo un rayo de luz penetraba por la hendidura… Franz
miró. Aquella era la antigua capilla del castillo,
reducida por el tiempo y el abandono a un estado ruinoso… Una
bóveda medio deteriorada, algunos de cuyos arcos
aún se conservaban, arrancando de los torcidos pilares;
dos o tres arcos de estilo ojival, amenazando ruina, ventanas de
estilo gótico medio destruidas. Aquí y allá
mármoles llenos de polvo, bajo los que dormía
algún antepasado de los de Gortz. En el fondo un fragmento
de altar, cuyo retablo mostraba aún las esculturas
estropeadas… Un resto del artesanado cubriendo el
ábside, y acaso destruido por los huracanes; y, en fin, en
la entrada del pórtico la campana, de la que pendía
una cuerda hasta el suelo; aquella campana, que sonaba algunas
veces, produciendo indecible espanto en las gentes de Werst;
retardadas en su camino por la garganta del Vulcano.

En aquella capilla, desierta hacía tanto tiempo,
y expuesta a las inclemencias del tiempo, acababa de entrar un
hombre. Llevaba en la mano un farol, cuya luz le daba en pleno
rostro… Franz reconoció en seguida a aquel hombre. Era
Orfanik, el excéntrico que acompañaba siempre al
barón en sus peregrinaciones por Italia; aquel
ente original que gesticulaba y hablaba solo por las calles;
aquel sabio ignorado; aquel inventor, siempre en
persecución de alguna quimera, y que sin duda ponía
sus invenciones al servicio de
Rodolfo de Gortz.

Si Franz hubiera conservado alguna duda acerca de la
presencia del barón en el castillo de los Cárpatos,
aún después de la aparición de la Stilla,
aquella duda se cambió en certeza, pues veía
allí a Orfanik.

¿Qué iba a hacer aquel hombre en la
ruinosa capilla, a aquella hora de la noche? Franz trató
de darse cuenta de ello, y he aquí lo que vio.

Orfanik encorvóse y levantó varios
cilindros de hierro unidos por un alambre, que se desarrollaba
desde una bobina depositada en un rincón de la capilla.
Era tal la atención que ponía aquel hombre en su
trabajo que, aunque se hubiera aproximado el conde, no le hubiera
visto Orfanik.

¡Ah! Si el hueco que Franz había empezado a
hacer hubiese tenido el suficiente espacio para dejarle paso,
hubiera entrado en la capilla, precipitándose sobre
Orfanik, obligándole a que le condujera al
torreón.

Mas tal vez era una fortuna no poderlo hacer, porque,
aún en el caso de un feliz resultado en su tentativa, sin
duda el barón de Gortz le hubiera hecho pagar con la vida
los secretos que acababa de descubrir.

Algunos momentos después de la entrada de
Orfanik, penetró otro hombre en la capilla. Era el
barón Rodolfo de Gortz. La inolvidable fisonomía de
aquel personaje no había cambiado: parecía no haber
pasado un día por él. Era el mismo, con su cara
pálida y larga que el farol alumbraba por completo, su
cabello largo y gris echado hacia atrás, su mirada que
centelleaba en sus hundidos ojos…

Rodolfo de Gortz se aproximó para examinar el
trabajo de Orfanik. Y he aquí lo que en tono breve
hablaron estos dos hombres.

CAPÍTULO VIII

-¿El recorrido de la capilla está
concluido, Orfanik?

-Ahora mismo lo he acabado.

-¿Está preparado todo en las casamatas de
los baluartes?

-Todo.

-¿Están ahora los baluartes y la capilla
en comunicación directa con el torreón?

-Lo están.

-¿Y después que el aparato haya lanzado la
corriente, tendremos tiempo de huir?

-Lo tendremos.

-¿Has examinado si está libre el
túnel que desemboca en la garganta del Vulcano?

-Está libre.

Hubo entonces algunos instantes le silencio, mientras
que Orfanik, después de haber vuelto a coger su farol,
proyectaba la claridad en el fondo de la capilla.

-¡Ah, mi viejo castillo! exclamó el
barón. ¡Ya costará caro a los que quieran
forzar tu recinto!

Y Rodolfo de Gortz pronunció estas palabras en
tono que hizo temblar al conde.

-¿Habéis oído lo que se
decía en Werst? preguntó Orfanik.

-Hace cincuenta minutos el hilo me ha traído las
conversaciones que se tenían en la posada del Rey
Matías.

-¿El ataque está dispuesto para esta
roche?

-No; no debe ser efectuado hasta el amanecer.

-¿Desde cuándo ha regresado Rotzko a
Werst? .

-Desde hace dos horas, con dos agentes de la
policía que ha traído de Karlsburg.

-Pues bien: puesto que no se puede defender el castillo,
repitió el barón de Gortz, ¡al menos
aplastará en sus ruinas a ese Franz de Télek y a
todos los que con él vengan!

Después de algunos momentos:

-¿Y ese hilo, Orfanik? repitió. ¿No
será posible saber jamás que estableció una
comunicación entre el castillo y el pueblo de
Werst?

-Lo destruiré, y no se sabrá.

Es llegado el momento de dar una explicación de
ciertos fenómenos que se han producido en el curso de este
relato, y cuyo origen no debe tardar más en ser
revelado.

En esta época haremos notar muy particularmente
que esta historia pasa en uno de los
últimos años del siglo XIX, el empleo de la
electricidad,
con justo título considerada como el espíritu del
siglo, había alcanzado sus últimos
perfeccionamientos. El ilustre Edison y sus discípulos
habían acabado su obra.

Entre otros aparatos eléctricos, el teléfono funcionaba entonces con una
precisión tan maravillosa, que los sonidos recogidos en
las placas llegaban libremente al oído, sin necesidad de
auricular. Lo que se decía, lo que se cantaba, hasta lo
que se murmuraba, se podía, oír, cualquiera que
fuese la distancia, y dos personas separadas por miles de leguas
hablaban como si estuvieran sentadas enfrente una de
otra.

Desde bastantes años ya, Orfanik, el inseparable
del barón Rodolfo de Gortz, era, en lo que se refiere al
uso práctico de la electricidad, un inventor de primer
orden. Pero, como se sabe, sus admirabls descubrimientos no
habían sido acogidos como merecían serlo. Los
sabios no habían querido ver más que un loco, donde
había un hombre de genio para su arte. De
aquí el indestructible odio que el inventor desconocido y
rechazado había jurado a sus semejantes.

En estas circunstancias, el barón de Gortz
encontró a Orfanik hundido en la miseria. Le animó
en sus trabajos, le ayudó con su bolsillo, y, finalmente,
se unió a él con la condición de que el
sabio le reservara el beneficio de sus invenciones, de las que
él solo se aprovecharía.

En resumen: estos dos personajes, originales y
maníacos cada uno por su estilo, habían nacido para
entenderse.

Así es que desde su encuentro jamás se
separaron, ni aun cuando el barón de Gortz seguía a
la Stilla por todas las ciudades de Italia.

En tanto que el melómano se extasiaba en el canto
de la incomparable artista, Orfanik sólo se ocupaba de
completar los descubrimientos científicos que
habían sido hechos por los electricistas durante los
últimos años, en perfeccionar sus aplicaciones y en
producir los más extraordinarios efectos.

Después de los incidentes que terminaron la
carrera dramática de la Stilla, el barón de Gortz
desapareció, sin que se pudiese saber lo que había
sido de él. Abandonando Nápoles, había
venido a refugiarse al castillo de los Cárpatos,
acompañado de Orfanik, que no dudó un punto
encerrarse con él.

Cuando tomó la resolución de ocultar su
existencia en el fondo de este castillo, la intención del
barón de Gortz era que ningún habitante sospechase
su regreso, y que nadie intentara visitarle. Y no hay que olvidar
que Orfanik y él tenían el medio para asegurar de
suficiente modo la vida material en el castillo. En efecto:
existía una comunicación secreta con el camino del
Vulcano, y por, este camino un hombre seguro, un antiguo servidor del
barón, al que nadie conocía, introducía en
épocas fijas todo cuanto era necesario para la vida del
barón Rodolfo y de su compañero.

En realidad, lo que quedaba del castillo, y
particularmente el torreón central, estaba menos
desmantelado que lo que se creía, y hasta más
habitable que lo que exigían las necesidades de sus
habitantes. Así, provisto de cuanto necesitaba para sus
experiencias, Orfanik pudo dedicarse a esos prodigiosos trabajos
cuyos elementos encontraba en la física y la química.

Y entonces tuvo la idea de utilizarles con el objeto de
alejar a los importunos.

El barón de Gortz acogió prontamente la
proposición, y Orfanik instaló una maquinaria
especial, destinada a sembrar el espanto en el país,
produciendo fenómenos que no podían atribuirse
más que a una intervención
diabólica.

Pero, en primer lugar, importaba al barón de
Gortz estar al córriente de lo que se decía en la
aldea, lo más aproximadamente posible.
¿Tenía algún medio de oír lo que
hablaban las gentes sin que éstas pudiesen sospecharlo?
Sí. Llegando a establecer una comunicación
telefónica entre el castillo y el salón de la
posada del Rey Matías, donde los notables de Werst
tenían la costumbre de reunirse todas las
noches.

Consiguió esto Orfanik con un secreto procedimiento, y
muy sencillo. Un hilo de cobre,
revestido de su cubierta aisladora y cuyo extremo subía al
primer piso del torreón, fue desarrollado bajo las aguas
del Nyad hasta la aldea de Werst. Efectuado este primer trabajo,
Orfanik, fingiendo ser un turista, fue a pasar una noche a la
posada del Rey Matías, a fin de enlazar este hilo con el
del salón.

Le fue fácil, en efecto, llevar la extremidad
extendida sobre el cauce del torrente a lo alto de aquella
ventana de la fachada posterior, que no se abría
jamás. Después, colocando un aparato
telefónico, que ocultaba lo espeso del follaje, ató
el hilo. Este aparato estaba maravillosamente dispuesto, tanto
para transmitir como para recoger los sonidos, por lo cual el
barón de Gortz, podía oír todo lo que se
hablaba en la posada del Rey Matías, y
también hacer oír todo lo que le
convenía.

Durante los primeros años, nada turbó la
tranquilidad del castillo. La mala reputación que
tenía bastaba para alejar de él a los habitantes de
Werst. Además, se le creía abandonado. Pero un
día, en la época en que esta historia empieza, el
anteojo comprado por el pastor Frik permitió ver el humo
que se escapaba por una de las chimeneas del torreón, y
desde este momentó empezaron los sabrosos
comentarios.

Entonces fue útil la
comunicación telefónica, puesto que, a merced a
ella, el barón de Gortz y Orfanik iban a estar al
corriente de lo que pasaba en la aldea. Por este hilo conocieron
la resolución de Nic Deck de entrar en el castillo, y por
este hilo llegó de repente la amenazadora voz que se
oyó en la posada del Rey Matías para apartar
a Nic de su propósito. Pero como, no obstante esta
amenaza, el joven había persistido en su
resolución, el barón de Gortz resolvió darle
tal lección, que no le quedasen deseos de volver a
comenzar nunca.

Aquella noche la maquinaria de Orfanik, siempre pronta a
funcionar produjo una serie de fenómenos puramente
físicos, capaces de sembrar el mayor espanto en los
alrededores. La campana echada a vuelo, la proyección de
intensas llamas mezcladas de sal marina, que daba a todos los
objetos una apariencia espectral; formidables sirenas, cuyo aire
comprimido escapaba semejando mugidos espantosos: siluetas
fotográficas de monstruos, lanzados a las nubes por medio
de poderosos reflectores; placas dispuestas en el fondo del foso
de la muralla, y puestas en comunicación con pilas cuya
corriente había sujetado al doctor por sus botas de
grandes clavos, y, en fin, descarga eléctrica lanzada de
las baterías del laboratorio, y
que había herido de pronto al guardabosque, en el momento
de poner éste la mano sobre el hierro del puente
levadizo.

Como había pensado el barón de Gortz,
después de la aparición de estos prodigios y de la
tentativa de Nic Deck, tan mal recibida, el terror llegó a
su colmo en el país, y ni por oro ni por
plata hubiera querido nadie aproximarse en dos largas millas a
aquel castillo de los Cárpatos, evidentemente habitado por
seres sobrenaturales.

Rodolfo de Gortz debía, pues creerse al abrigo de
toda curiosidad importuna, cuando Franz de Télek
llegó al pueblo de Werst.

Mientras interrogaba ya a Jonás, ya al
señor Koltz y a los demás, su presencia en la
posada del Rey Matías fue indicada por el hilo del
Nyad.

El odio que el barón de Gortz sentía
por.el conde, se encendió con el recuerdo de los sucesos
de Nápoles.

Y no solamente Franz de Télek estaba en el
pueblo, a algunas millas del castillo, sino que he aquí
que delante de los notables ridiculizaba sus absurdas
supersticiones y demolía la reputación
fantástica que protegía al castillo de los
Cárpatos Y se comprometía a la vez a prevenir a las
autoridades de Karlsburg, a fin de que la policía hiciese
ver que no eran nada todas aquellas leyendas.

Así es que el barón de Gortz
resolvió atraer a Franz de Télek al castillo; y ya
se sabe por qué diversos medios lo
había conseguido. La voz de la Stilla, enviada al
salón del Rey Matías por el aparato
telefónico, había incitado al conde a apartarse de
su camino para acercarse al castillo; la aparición de la
cantante sobre la terraza del baluarte, le había producido
el irresistible deseo de penetrar en aquél; una luz que se
mostró en una de las ventanas del torreón, le
había guiado hacia la poterna, abierta para dejarle
paso.

En aquella cripta, alumbrada eléctricamente, y en
la que había oído todavía aquella voz tan
penetrante; en aquella cripta, donde le habían sido
preparados alimentos, mientras él dormía con un
sueño letárgico; en aquella cripta, escondida en
las profundidades del castillo y cuya puerta se había
cerrado tras él Franz de Télek estaba en poder del
barón de Gortz, y el barón tenía la
seguridad de que no podría salir jamás.

Tales eran los resultados, obtenidos por la
colaboración misteriosa de Rodolfo de Gortz y de su
cómplice Orfanik. Mas, a despecho suyo, el barón
sabía que Rotzko, no habiendo podido seguir a su amo,
había prevenido a las autoridades de Karlsburg. Una
escuadra de agentes había llegado al pueblo de Werst, y la
partida era muy difícil de ganar para el
barón.

En efecto: ¿cómo Orfanik y él iban
a poder defenderse de una tropa numerosa? Los medios empleados
contra Nic Deck y el doctor Patak serían insuficientes,
pues la policía no cree en intervenciones
diabólicas. Ambos, pues, habían tomado la
resolución de destruir el castillo desde el fondo a la
cúspide, y no esperaban más que el momento de
obrar.

Estaba dispuesta una corriente
eléctrica para poner fuego a los cartuchos de dinamita
enterrados en el torreón, los baluartes, la vieja capilla;
y el aparato destinado a lanzar esa corriente, debía dejar
al baron de Gortz y a su cómplice el tiempo preciso para
huir por el túnel de la garganta del Vulcano.
Después de esta explosión, de la que serían
víctimas el conde y muchos de los que escalaran la muralla
del castillo, ambos huirían tan lejos, que jamás se
encontrarían sus huellas.

Lo que acababa de oir de esta conversación le
había dado a Franz la explicación de los pasados
fenómenos. Sabía ahora que existía una
comunicación telefónica entre el castillo de los
Cárpatos y el pueblo de Werst. Sabía también
que el castillo iba a ser destruido por una explosión que
le costaría la vida, y sería fatal a los agentes de
policía traídos por Rotzko; y sabía, en fin,
que el barón de Gortz, y Orfanik tendrían tiempo de
huir. ¡Huir arrastrando a la Stilla, inconsciente!

¡Ah! ¿Por qué Franz no podía
lanzarse en la capilla y arrojarse sobre aquellos dos hombres?
Él los hubiera derribado, golpeado, puesto en estado de no
poder hacer daño, y
hubiera impedido la catástrofe.

Pero lo que en aquel momento era imposible, no lo
sería tal vez después de la partida del
barón. Cuando ambos salieran de la capilla, Franz,
siguiendo sus huellas, iría tras ellos hasta el
torreón, y, Dios mediante, haría justicia.

El barón de Gortz y Orfanik estaban ya en el
fondo del presbiterio. Franz no los perdía de vista.
¿Por qué lado iban a salir? ¿Sería
por una puerta que daba a uno de los corredores de la muralla, o
por algún pasadizo interior que debía unir la
capilla con el torreón, pues parecía que todas las
construcciones del castillo se comunicaban entre sí? Poco
importaba esto si el conde no encontraba algún
obstáculo que le fuera imposible franquear.

En este momento el barón de Gortz y Orfanik
cambiaron todavía algunas palabras.

-¿No hay, pues nada qué hacer
aquí?

-Nada.

-Entonces separémonos.

-¿Vuestra intención es siempre que os deje
solo en el castillo?

-Sí, Orfanik; y partid al instante por el
túnel de la garganta del Vulcano.

-¿Pero vos?…

-Yo permanecerá en el castillo hasta el
último momento.

-¿Quedamos en que es a Bistritz donde debo ir a
esperaros?

-A Bistritz.

-Quedad, pues, barón Rodolfo, quedad solo, puesto
que tal es vuesta voluntad.

-Sí, quiero quedarme, porque quiero oírla.
. . ¡Quiero oírla todavía una vez más
en esta noche, la última que pasaré en el castillo
de los Cárpatos!

Algunos instantes después el barón de
Gortz y Orfanik habían abandonado la capilla.

Aunque en esta conversación no se había
pronunciado el nombre de la Stilla, Franz había
comprendido bien: de ella acababa de hablar Rodolfo de
Gortz.

CAPÍTULO IX

El desastre era inminente, y Franz sólo
tenía un medio para prevenirle: impedir que el
barón de Gortz llevase a cabo su proyecto.

Eran las once de la noche. No temiendo Franz ser
descubierto prosiguió su trabajo. Los ladrillos iban
saliendo sin dificultad; mas era tal el espesor de la pared, que
aun tardó media hora en poder abrirse paso.

En cuanto puso el pie en la desmantelada capilla,
sintióse reanimado por el aire del exterior. Por entre las
roturas del técho y de las ventanas veíase el
cielo, cruzado por celajes, rasgados en jirones por el airecillo.
Acá y allá aparecían algunas estrellas
pálidas de la luna subiendo por el horizonte

Lo que importaba a Franz era hallar la puerta que
había en el fondo de la capilla, y por la que el
barón y Orfanik habían salido. Después de
atravesar la nave, adelantósé Franz hacia el
presbiterio, sumido en profunda oscuridad. Allí tropezaron
sus pies con restos de tumbas y fragméntos caídos
de la bóveda.

Detrás del retablo del altar mayor, y en
oscurísimo rincón, notó Franz que
cedía a su impulso una puerta carcomida.

Daba esta puerta a una galería que debía
atravesar el recinto del castillo.

Por allí, sin duda, entraron el barón y
Orfanik; por allí también salieron
ambos.

De nuevo se encontró Franz en completa oscuridad,
después de haber dado muchas vueltas, pero sin bajar ni
subir escalón alguno, es decir, que seguía al mismo
nivel de los patios interiores.

Media hora después pareció ser menos
profunda la oscuridad. Una media luz se deslizaba por algunas
aberturas laterales de la galería.

Entonces el joven pudo avanzar con más rapidez.
Llegó a una casamata muy ancha, emplazada sobre la terraza
del murallón que formaba el ángulo izquierdo de la
fortaleza.

Dicha casamata se hallaba perforada por estrechas
troneras, por las que penetraban los rayos de la luna.

En la opuesta pared había una puerta
abierta.

Lo primero que hizo Franz fue colocarse delante de una
de las tronetas, para respirar la fresca brisa de la noche
algunos segundos.

Mas en el instante en que iba a retirarse de
allí, creyó ver dos o tres sombras que se
movían en el extremo inferior de la meseta de Orgall,
alumbrada por la luna hasta el sombrío bosque de los
abetás…

Franz miró con atención.

Algunos hombres iban y venían por allí,
delante del menciondo bosque. Sin duda eran los agentes de
Karlsburg, traídos por Rotzko… ¿Habían
decidido operar de noche, acaso creyendo sorprender a los
huéspedes del castillo, o esperaban allí hasta que
brillase la aurora?

Sobrehumano esfuerzo tuvo que hacer Franz para
contenerse y no llamar a Rotzko, que en seguida hubiese
reconocido su voz. Mas pudieron oírle en el
torreón, y antes, de que los agentes pudiesen escalar el
muro, Rodolfo de Gortz tendría tiempo de huir por el
túnel y dejar dispuesto el aparato
eléctrico.

Pronto comprendió la situación y se
alejó de la tronera. Atravesó la casamata,
franqueó la puerta, y continuó por la
galería.

Quinientos pasos más allá llegó a
una escalera abierta en los espesos muros.

¿Al fin llegaría al torreón que se
alzaba en medio de la plaza de armas? Era posible.

Sin embargo, aquella escalera no debía ser la
escalera principal que servía a los distintos pisos. Se
componía de una serie de escalones circulares dispuestos
como en forma de empinado y oscuro caracol.

Franz subióla sin ruido, escuchando, pero sin oir
nada; después de haber subido unos veinte escalones, se
detuvo en un rellano.

Allí había luna puerta que daba a la
terraza, que circundaba el torreón a la altura del primer
piso.

Se deslizó por aquella terraza, y teniendo
cuidado de ocultarse tras el parapeto, miró hacia la
meseta de Orgall. Muchos hombres aparecieron entonces al borde
del bosque de abetos, y nada indicaba que tuviesen
intención de acercarse al castillo.

Decidido a reunirse al barón de Gortz antes que
hubiese huido por el túnel de Vulcano, Franz dio la vuelta
a la terraza y llego delante de otra puerta, donde seguía
la escalera de caracol.

Puso el pie sobre el primer escalón, apoyó
ambas manos en las paredes, y comenzó a subir.

Siempre igual silencio.

El primer piso del castillo no estaba
habitado.

Franz se apresuró a llegar arriba, a los otros
descansillos.

Cuando estuvo en el tercero, ya no halló su pie
escalón alguno. Allí terminaba la escalera, en el
último piso del torreón que servía de
coronamiento a la plataforma almenada donde en otro tiempo
ondeába el estandarte de los barones de Gortz.

En la pared izquierda de la meseta había otra
puerta, cerrada entonces. Al través del agujero de la
cerradura, cuya llave estaba por fuera, filtrábase un rayo
de luz vivísima.

Púsose Franz a escuchar, y nada oyó en el
interior. Aplicó un ojo a la cerradura y sólo vio
la parte izquierda de una habitación, muy iluminada,
mientras que la parte de la derecha se hallaba sumergida en
profunda oscuridad.

Dio la vuelta a la llave suavemente, y empujó la
puerta, que se abrió.

Una espaciosa sala ocupaba todo aquel último piso
del torreón. Sobre sus circulares muros apoyábase
una bóveda artesonada a cuadros, y los arcos subían
a reunirse en el centro de la bóveda y en una pesada
pechina. Espesos y antiguos tapices históricos
recubrían las paredes. Algunos viejísimos
baúles, armarios, butacas y escabeles constituían
el mueblaje en cierto ordenado desorden, artísticamente
combinado. Pendían de las ventanas tupidas cortinas que no
dejaban escapar al exterior la luz de la sala. El pavimento
estaba cubierto con una mullida alfombra de lana, que amortiguaba
las pisadas.

Todo aquello era, en verdad, extraño, raro; al
entrar Franz, lo primero que observó fue el contraste que
ofrecía la habitación mitad que alumbrada, mitad en
tinieblas.

A la derecha de la puerta, el fondo desaparecía
en la oscuridad. A la izquierda, por el contrario, un estrado
cuyo suelo estaba cubierto de telas negras, recibía
poderosa luz, producida acaso por un reverbero, colocado delante,
pero de modo que no podía ser visto.

A unos diez pies de este estrado, y separado de
él por una pantalla de chimenea, se encontraba un antiguo
sillón de alto espaldar, oculto en la penumbra que la
antedicha pantalla proyectaba.

Junto al sillón, y sobre una mesita, cubierta con
un tapiz, veíase una caja rectangular.

Ésta tendría una longitud de doce a quince
pulgadas, por cinco o seis de ancha. La tapa, incrustada de
pedrería, estaba levantada; dentro de la caja había
una especie de cilindro metálico.

En cuanto Franz entró, vio que el sillón
estaba ocupado por una persona que
permanecía en absoluta inmovilidad; tenía la cabeza
apoyada en el respaldo del sillón, los ojos cerrados, el
brazo derecho extendido sobre la mesa, y la mano puesta sobre la
parte anterior de la caja.

Era Rodolfo de Gortz.

¿Había querido pasar la última
noche en el torreón para estarse durmiendo allí
algunas horas?

¡No!… No podía ser, después de lo
que Franz le había oído decir a Orfanik.

El barón estaba solo; Orfanik, según las
órdenes recibidas; debía haber huido ya por el
túnel. . .

¿Y la Stilla?… ¿No había dicho
Rodolfo que antes de que el castillo saltase en pedazos
quería oírla por última vez?. . . ¿Y
para qué sino para esto había ido allí el
barón?… ¿A embriagarse; como todas las noches,
con aquella suave música?…

Pero, y Stilla, ¿dónde estaba?

Franz ni la veía ni la oía…

Después de todo, ¿qué importaba, si
aquel hombre, si Rodolfo de Gortz estaba ya en poder de Franz de
Télek? Le obligaría a hablar…; pero en el estado
de excitación en que se hallaba, ¿por qué no
se arrojaba sobre aquel hombre a quien odiaba, y de quien era
odiado también; por qué no le arrancaba a su
Stilla… su Stilla, loca por causa de aquel hombre, al que Franz
debía matar?…

Franz fue a apostarse tras del sillón. No
tenía más que dar un paso, y el barón estaba
al alcance de sus manos; se inyectaron de sangre sus ojos, y
poseído de un vértigo, alzó la
mano…

De pronto apareció la Stilla.

Franz dejó caer el cuchillo en la mullida
alfombra.

La Stilla estaba de pie en el estrado, en plena luz, la
cabellera suelta, los brazos extendidos, admirablemente hermosa
con su traje blanco de la Angélica de Orlando, tal
como se mostró en el baluarte del castillo. Sus ojos,
fijos en los del conde, le penetraban hasta en lo más
profundo del alma.

Era imposible que no le viese, y, sin embargo, la Stilla
no hacía ademán de llamarle… ; no movía
sus labios para hablarle… ¡Ay, sí, loca estaba
loca!

Ya iba a lanzarse Franz a estrecharla entre sus brazos
para llevársela.

La Stilla empezó a cantar. El barón de
Gortz, sin levantarse, se inclinó hacia ella. En el
paroxismo del éxtasis el dilettante aspiraba
aquella voz como un perfume… ; la bebía como un divino
néctar. El barón estaba en aquella sala como estaba
en los teatros de Italia.

¡Sí! ¡La Stilla cantaba! Cantaba para
él, nada más que para él, exhalando de sus
labios, que parecian inmóviles, aquel canto como un leve
soplo. Si la razón la había abandonado,
poseía por entero su alma de artista.

Franz se extasiaba ante el encanto de aquella voz que
hacía cinco años no oía. Permanecía
absorto contemplando a aquella mujer a quien creía no
volver a ver y que estaba allí, viva, como si algún
milagro la hubiera resucitado a sus ojos.

¿Y no era aquel canto de la Stilla el que, entre
todos, debía hacer vibrar en el corazón de Franz la
cuerda del recuerdo? ¡Ah, sí! Era el final de la
trágica escena de Orlando; aquel final en que el
alma de la cantante habíase roto en aquella última
frase:

Inamorata, mio cuore tremante.

Voglio morire….

Franz seguía nota por nota aquella inefable
frase, y se decía que no sería interrumpida como lo
había sido en el teatro de San Carlos. No. ¡No
moriría entre los labios de la Stilla, como en su función de
despedida!

Franz no respiraba. Su vida toda estaba concentrada en
aquel canto. Unos compases más, y se acabaría con
toda su incomparable pureza.

Mas he aquí que la voz empieza a temblar; se
diría que la Stilla vacila repitiendo aquellas palabras de
dolor punzante: .

Voglio morire…

¡Qué! ¿Va a caer la Stilla
allí, sobre el estrado, como en otro tiempo sobre la
escena? Mas no cae. Su canto se detiene en el mismo
compás, en la misma nota que en el escenario de San
Carlos. Lanza un grito..; el mismo que Franz le oyó
aquella noche.Y, sin embargo, la Stilla permanece allí de
pie, inmóvil, con su dorada mirada, aquella mirada que
arroja al conde todas las ternuras de su alma.

Franz se precipita hacia ella; quiere llevársela
de aquella sala de aquel castillo, y se encuentra frente a frente
con el barón, que acaba de levantarse y que
exclama:

-¡Franz de Télek! ¡Franz de
Télek que ha podido escapar!

Franz no le responde, y precipitándose hacia el
estrado repite:

-¡Stilla! ¡Stilla mía! ¡Al fin
te encuentro aquí! ¡Vives!

-¡Vive, sí, vive! exclamó el
barón.

Y aquella frase irónica acaba en una carcajada,
donde late una rabia infinita.

-¡Vive! repite Rodolfo de Gortz. ¡Que Franz
de Télek trate de arrancarla de mi poder!

Franz de Télek ha tendido los brazos hacia la
Stilla, cuyos ojos permanecen fijos en él… En aquel
momento Rodolfo de Gortz se inclina, coge el cuchillo que ha
caído de la mano de Franz, y va a lanzarse sobre la
Stilla, inmóvil…

Precipitase Franz sobre él para desviar el golpe
que amenaza a la desgraciada loca. . .

¡Ya es tarde! El cuchillo la hiere en el
corazón…

De repente déjase oir el ruido de un cristal que
se rompe, y entre una lluvia de pequeños vidrios
desaparece la Stilla…

Franz permanece inerte… No comprende
nada…

¿Es que también él se ha vuelto
loco?… Entonces exclama Rodolfo de Gortz:

-La Stilla escapa aún a Franz de Télek …
Pero su voz es mía… mía sólo … ¡De
nadie más!

Franz intenta arrojarse sobre el barón de Gortz,
pero las fuerzas le abandonan, y cae sin conocimiento al pie del
estrado.

Rodolfo de Gortz, sin cuidarse para nada del conde, se
apodera de la caja depositada sobre la mesa, y huye fuera de la
sala, bajando al primer piso del torreón. Ya está
en la terraza… Ya da la vuelta… Ya va a llegar a la otra
puerta, cuando suena una detonación. Rótzko,
apostado en el reborde de la contraescarpa, acaba de disparar
sobre el barón de Gortz… Éste no es herido, pero
la bala destroza la caja que llevaba entre sus brazos. . . El
barón lanzó un grito terrible.

-¡Su voz! ¡Su voz! repetía. ¡El
alma, el alma de la Stilla, destrozada!

Y con los cabellos erizados, las manos crispadas,
viósele correr a lo largo de la terraza
gritando:

-¡Su voz! ¡Su voz! ¡Me han destrozado
su voz! … ¡Malditos sean! …

Y desapareció por la puerta en el momento en que
Rotzko y Nic Deck, sin esperar a la escuadra de agentes de la
policía, se disponían a escalar el
muro…

Casi al mismo tiempo, una formidable explosión
hizo retemblar todo el Plesa… Penachos de llamas se elevaron
hasta las nubes, y una lluvia de piedras cayó sobre el
camino del Vulcano.

De los baluartes, de las murallas, del torreón y
de la capilla del castillo de los Cárpatos sólo
quedaba un montón de ruinas humeantes, diseminadas en la
superficie de la meseta de Orgali.

CAPÍTULO X

No se habrá olvidado, refiriéndose a la
conversación del barón y Orfanik, que la
explosión no debía destruir el castillo sino
después de la partida de Rodolfo de Gortz. Ahora bien: en
el momento en que ocurrió aquella explosión, era
imposible que el barón Rodolfo de Gortz hubiese tenido
tiempo de huir por el túnel sobre el camino de la garganta
del Vulcano. ¿En el paroxismo del dolor, en la locura de
la desesperación, no teniendo conciencia de lo
que hacía, Rodolfo de Gortz había, pues, provocado
una catástrofe inmediata, de la que él había
sido la primera víctima? Después de las
incomprensibles palabras que se le habían escapado en el
momento en que la bala de Rotzko destrozó la caja que
llevaba, había querido sepultarse bajo las ruinas del
castillo.

Fue una fortuna, sin embargo, que los agentes,
sorprendidos por el tiro de Rotzko, se encontrasen aún a
cierta distancia, cuando la explosión sacudió la
montaña. Apenas si algunos fueron alcanzados por las
ruinas, que cayeron al pie de la meseta de Orgall. Sólo
Rotzko y el guardabosque estaban entonces bajo la muralla, y fue,
por cierto, un milagro que no fuesen aplastados por aquella
lluvia de piedras.

La explosión había producido su efecto
cuando Rotzko, Nic Deck y los agentes consiguieron, sin gran
esfuerzo, penetrar en el recinto, franqueando el foso, medio
cegado por el hundimiento de las murallas.

Cincuenta pasos más allá de la muralla fue
encontrado un cuerpo, en medio de los escombros y en la base del
torreón.

Era el de Rodolfo de Gortz. Algunos ancianos del
país, entre otros el señor Koltz, le reconocieron
perfectamente.

Respecto a Rotzko y a Nic Deck, no tenían
más idea que la de encontrar al conde. Puesto que Franz no
había reaparecido en los términos convenidos entre
el soldado y él, era que no había podido escapar
del castillo.

Pero Rotzko ¿podía acaso esperar que
hubiera sobrevivido, qué no fuese una de las
víctimas de la catástrofe? No. Por lo tanto,
lloraba abundantemente, y en vano Nic Deck trataba de
calmarle.

Sin embargo, después de media hora de pesquisas,
el joven fue encontrado en el primer piso del torreón,
bajo un arco medio hundido de la muralla, que había
impedido que fuese aplastado.

-¡Señor!. : . ¡Querido
señor!

-¡Señor conde!.,. .

Y éstas fueron las primeras palabras que
pronunciaron Rotzko y Nic Deck cuando se precipitaron sobre
Franz. Debieron creerle muerto; pero estaba desvanecido
solamente.

Franz entreabrió los ojos; pero en su mirada, sin
fijeza, no pareció reconocer a Rotzk, ni
oírle.

Nic Deck, que había levantado al conde en sus
brazos, le habló de nuevo, sin obtener
respuesta.

Sólo se escaparon de su boca estas últimas
palabras de la canción de la Stilla:

Inamorata! … Voglio morire!

Franz de Télek había perdido la
razón.

CAPÍTULO XI

Sin duda, puesto que el conde había perdido la
razón, nadie hubiera tenido jamás la
explicación de los últimos fenómenos de que
el castillo de los Cárpatos había sido teatro, sin
las revelaciones hechas en las siguientes
circunstancias.

Durante cuatro días, y como estaba convenido,
había Orfanik esperado que el barón de Gortz
viniese a reunirse a él en la ciudad de Bistritz. Viendo
que no venía, se preguntaba si habría perecido en
la explosión; y picado entonces, tanto por la curiosidad
como por la inquietud, había abandonado la ciudad, tomando
el camino de Werst y rondando después por los alrededores
del castillo.

Los agentes no tardaron en apoderarse de su persona, a
las indicaciones de Rotzko, que de larga fecha le
conocía.

Una vez en la capital del distrito y en presencia de los
magistrados, Orfanik no tuvo dificultad alguna en responder a las
preguntas que se le hicieron con motivo de la
catástrofe.

Haremos constar que el triste fin del barón
Rodolfo de Gortz no pareció conmover a este sabio
egoísta y maniático, que sólo tenía
corazón para sus invenciones.

En primer lugar, y a las apremiantes preguntas de
Rotzko, Orfenik afirmó que la Stilla estaba muerta, y bien
muerta (éstas fueron sus palabras), y enterrada, bien
enterrada, desde hacía cinco años, en el Campo
Santo Nuovo
de Nápoles.

Esta afirmación no fue la que asombró
menos de esta extraña aventura.

En efecto: si la Stilla había muerto,
¿cómo era posible que Franz hubiese podido
oír su voz en la sata de la posada, y verla aparecer sobre
la terraza del baluarte, y embriagarse en su canto cuando estaba
encerrado en la cripta? En fin, ¿cómo la
había encontrado viva en la cámara del
torreón?

He aquí la explicación de estos diversos
fenómenos, al parecer inexplicables.

Se sabe la desesperación que había
acometido al barón de Gortz cuando llegó hasta
él el rumor de que la Stilla había resuelto
abandonar la escena para ser condesa de Télek. El
admirable talento de la artista, y con él todas sus
satisfacciones de dilettante, iban a faltarle.

Entonces Orfanik le propuso recoger por medio de
aparatos fonográficos, los principales trozos de su
repertorio, que la cantante se proponía cantar en las
últimas representaciones de San Carlos.

Estos aparatos estaban maravillosamente perfeccionados
en aquella época, y Orfanik los había hecho tan
magníficos, que la voz humana no sufría
alteración alguna, ni en su encanto ni en su
pureza.

El barón de Gortz aceptó el ofrecimiento
de Orfanik. Instaláronse unos fonógrafos
sucesiva y secretamente en el fondo del palco enrejado durante el
último mes de la temporada y así fue como en sus
placas se grabaron cavatinas, trozos de ópera y de
concierto, entre otros la melodía de Stéfano y el
final de Orlando, interrumpido por la muerte de
la Stilla.

En estas circunstancias, el barón de Gortz fue a
encerrarse en el castillo de los Cárpatos, y allí,
cada noche, podía oír los cantos recogidos por los
aparatos fonográficos. Y no solamente oía a la
Stilla como si estuviera en su palco, sino, lo que parece
más incomprensible aun, la veía como si estuviera
viva ante sus ojos.

Y esto mediante un sencillo artificio de óptica.

Se recordará que el barón de Gortz
había adquirido un magnífico retrato de la
cantante. Este retrato la representaba en pie, con su vestido de
la Angélica del Orlando, su magnífica
cabellera suelta y los brazos tendidos hacia el cielo. Pues bien;
por medio de espejos inclinados, que seguían cierto
ángulo calculado por Orfanik, y a los que un poderoso foco
iluminaba, este retrato, colocado enfrente de un espejo,
hacía aparecer a la Stilla por reflexión, y tan
real como cuando gozaba, en plena vida, de todo el esplendor de
su belleza. Gracias a este aparato, transportado durante la noche
a la terraza del torreón, había hecho aparecer a la
Stilla Rodolfo de Gortz, cuando quiso atraer a Franz al castillo;
y gracias a este mismo aparato, el joven conde había
vuelto a ver a la Stilla en la sala del torreón, mientras
su fanático admirador se embriagaba con sus cantos,
reproducidos por el fonógrafo.

Tales son, muy sumariamente expuestas, las explicaciones
que dio Orfanik, detallándolas más en su
interrogatorio; declarándose con una fiereza sin igual
autor de aquellas invenciones geniales, que había llevado
al más alto grado de perfeccionamiento. Sin embargo, si
Orfanik había materialmente explicado estos diversos
fenómenos, o, mejor dicho, estos trucos, para emplear la
palabra consagrada, había algo que no se explicaba; por
qué, antes de la explosión, el barón de
Gortz no había tenido tiempo de huir por el túnel
de la garganta del Vulcáno. Pero al saber Orfanik que una
bala había roto el objeto que el barón llevaba en
sus brazos, lo comprendió.

Aquel objeto era el aparato fonográfico que
encerraba el último canto de la Stilla, el que el
barón Rodolfo de Gortz había querido oír una
vez más en la sala del torreón antes de
aniquilarle. Destruir este aparato, era destruir también
la vida del barón; y loco de desesperación,
había querido sepultarse en las ruinas del
castillo.

El barón Rodolfo de Gortz fue enterrado en el
cementerio de Werst con los honores debidos a la antigua familia
que acababa en su persona.

Respecto al conde de Télek, Rotzko le hizo
transportar al castillo de Krajowa, consagrándose por
entero al cuidado de su señor. Orfanik le ha cedido
voluntariamente los fonógrafos que encierran los otros
cantos de la Stilla; y cuando Franz oye la voz de la gran
artista, presta alguna atención, recobra su lucimiento de
otras veces, y parece que su alma revive en los recuerdos de
aquel inolvidable pasado.

En efecto: algunos meses más tarde el conde
había recobrado la razón.

Diremos ahora que el matrimonio de la
encantadora Miriota y de Nic Deck fue celebrado en la semana que
siguió a la catástrofe después que los
novios recibieron la bendición nupcial, volvieron a Werst,
donde el señor Koltz les reservaba la más hermosa
habitación de su casa.

Mas no por haberse explicado estos diversos
fenómenos de manera tan natural, vaya a imaginarse que la
joven esposa no crea en las fantásticas apariciones del
castillo. Nic Deck le ha hecho razonar con calma, lo mismo que
Jonás, que tiende a atraerse la clientela del Rey
Matías.
Pero ha sido inútil: no se ha
convencido, como tampoco el maestro Hermod, el señor
Koltz, el pastor Frik y los demás habitantes de
Werst.

Y se pasarán regularmente muchos años
antes que estas buenas gentes hayan renunciado a sus
supersticiones.

El doctor Patak, que ha vuelto a sus fanfarronadas
habituales, no cesa de repetir al que quilere
oírle:

-Y bien, ¿no lo había dicho?
¡Espíritus en el castillo! ¿Acaso hay
espíritus?

Mas nadie le escucha, y se le suplica que calle cuando
sus bromas pasan de la medida.

Además, el maestro Hermod no ha cesado de basar
las lecciones que da a la joven generación de Werst en el
estudio de las leyendas transilvánicas, y por largo tiempo
aún, el pueblo creerá que los espíritus del
otro mundo habitan en las ruinas del castillo de los
Cárpatos.

FIN

 

 

 

 

Autor:

Alfredo Ramirez Puentes

Estudiante de Ingenieria
aeronáutica.

Bogotá Colombia.

 

Partes: 1, 2, 3, 4
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