CIUDAD DEL VATICANO, 25 ENE 2006 (VIS).-Ofrecemos a
continuación una síntesis
de la primera encíclica de Benedicto XVI, "Deus caritas
est" (Dios es amor), sobre el amor
cristiano. Está fechada el 25 de diciembre, solemnidad de
la Natividad del Señor.
La encíclica está articulada en dos
grandes partes. La primera, titulada: "La unidad del amor en la
creación y en la historia de la
salvación", presenta una reflexión
teológico- filosófica sobre el "amor" en sus
diversas dimensiones -"eros", "philia", "ágape"-
precisando algunos datos esenciales
del amor de Dios por el ser humano y del ligamen
intrínseco que ese amor tiene con el amor humano. La
segunda, titulada: "Caritas, el ejercicio del amor por parte de
la Iglesia como
"comunidad de
amor", trata del ejercicio concreto del
mandamiento del amor hacia el prójimo.
El término "amor", una de las
palabras más usadas y de las que más se abusa en el
mundo de hoy, posee un vasto campo semántico. En esta
multiplicidad de significados, surge, sin embargo, come arquetipo
del amor por excelencia aquel entre hombre y
mujer, que en la
antigua Grecia era
definido con el nombre de "eros". En la Biblia y sobre todo en el
Nuevo Testamento, se profundiza en el concepto de
"amor", un desarrollo que
se expresa en el arrinconamiento de la palabra "eros" en favor
del término "ágape", para expresar un amor
oblativo.
Esta nueva visión del amor, una novedad
esencial del cristianismo,
ha sido juzgada no pocas veces, de forma absolutamente negativa,
como un rechazo del "eros" y de la corporeidad. Si bien haya
habido tendencias de ese tipo, el sentido de esta
profundización es otro. El "eros", puesto en la
naturaleza del
ser humano por su mismo Creador, tiene necesidad de disciplina, de
purificación y de madurez para no perder su dignidad
original y no degradarse a puro "sexo",
convirtiéndose en mercancía.
La fe cristiana ha considerado siempre al hombre como un
ser en el que espíritu y materia se
compenetran uno con otra, alcanzando así una nobleza
nueva.
Se puede decir que el reto del "eros" ha sido
superado cuando en el ser humano el cuerpo y el alma se
encuentran en perfecta armonía. Entonces sí que el
amor es "éxtasis", pero éxtasis no en el sentido de
un momento de embriaguez pasajera, sino como éxodo
permanente del yo encerrado en sí mismo hacia su
liberación en el don de sí, y de esa forma hacia el
reencuentro consigo mismo, mas aún, hacia el
descubrimiento de Dios: de este modo el "eros" puede elevar al
ser humano en "éxtasis" hacia lo Divino.
En definitiva, "eros" y "ágape" exigen no estar
nunca separados completamente uno de otra, al contrario, cuanto
más -si bien en dimensiones diversas-, encuentran su justo
equilibrio,
más se cumple la verdadera naturaleza del amor.
Si bien el "eros" inicialmente es sobre todo deseo, a
medida que se acerque a la otra persona se
interrogará siempre menos sobre sí mismo,
buscará cada vez más la felicidad del otro, se
entregará y deseará "ser" para el otro: así
se adentra en él y se afirma el momento del
"ágape".
En Jesucristo, que es el amor de Dios encarnado,
el "eros"-"ágape" alcanza su forma más radical. Al
morir en la cruz, Jesús, entregándose para elevar y
salvar al ser humano, expresa el amor en su forma más
sublime. Jesús aseguró a este acto de ofrenda su
presencia duradera a través de la institución
de la Eucaristía, en la que, bajo las especies del pan y
del vino se nos entrega como un nuevo maná que nos une a
El. Participando en la Eucaristía, nosotros también
nos implicamos en la dinámica de su entrega. Nos unimos a El y
al mismo tiempo nos
unimos a todos los demás a los que El se entrega; todos
nos convertimos así en "un sólo cuerpo". De ese
modo, el amor a Dios y el amor a nuestro prójimo se funden
realmente. El doble mandamiento, gracias a este encuentro con el
"ágape" de Dios, ya no es solamente una exigencia: el amor
se puede "mandar" porque antes se ha entregado.
El amor por el prójimo, enraizado en el amor de
Dios, además de ser una obligación para cada fiel,
lo es también para toda la comunidad eclesial, que en su
actividad caritativa debe reflejar el amor trinitario. La
conciencia de
esa obligación ha tenido un relieve
constitutivo en la Iglesia ya desde sus inicios y muy pronto se
evidenció también la necesidad de una determinada
organización como presupuesto para
cumplirla con más eficacia.
Así, en la estructura
fundamental de la Iglesia surgió la "diaconía" como
un servicio del
amor hacia el prójimo, llevado a cabo comunitariamente y
de forma ordenada -un servicio concreto pero, a la vez,
espiritual-. Con la difusión progresiva de la Iglesia,
este ejercicio de caridad se confirmó como uno de sus
ámbitos esenciales. La naturaleza íntima de la
Iglesia se expresa, de esa forma, en una triple tarea: anuncio de
la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los
sacramentos (leiturgia), servicio de la caridad (diakonia). Son
tareas en las que una presupone las otras y no pueden separarse
entre sí".
A partir del siglo XIX, contra la actividad
caritativa de la Iglesia se planteó una objeción
fundamental: la de que estaría en contraposición
-se dijo- con la justicia y
acabaría por actuar como sistema de
conservación del status quo. Al llevar a cabo obras
de caridad individuales, la Iglesia favorecería el
mantenimiento
del injusto sistema vigente, haciéndolo de alguna forma
soportable y frenando de esa manera la rebelión y el
potencial cambio hacia
un mundo mejor.
En este sentido, el marxismo
había indicado en la revolución
mundial y en su preparación la panacea para la
problemática social -un sueño que con el tiempo se
ha desvanecido-. El magisterio pontificio, empezando por la
encíclica "Rerum novarum" de León XIII (1891) hasta
la trilogía de las encíclicas sociales de Juan
Pablo II: "Laborem exercens" (1981), "Sollicitudo rei socialis"
(1987), "Centesimus annus" (1991), ha afrontado con insistencia
creciente la cuestión social y, confrontándose con
situaciones problemáticas siempre nuevas, ha desarrollado
una doctrina social muy articulada, que propone orientaciones
válidas que van mucho más allá de los
confines de la Iglesia.
Sin embargo, la creación de un orden justo de la
sociedad y del
Estado es un
deber principal de la política, y por
tanto, no puede ser una tarea inmediata de la Iglesia. La
doctrina social católica no quiere conferir a la Iglesia
un poder sobre
el Estado,
sino simplemente purificar e iluminar la razón, ofreciendo
la propia contribución a la formación de las
conciencias, para que las verdaderas exigencias de la justicia
sean percibidas, reconocidas y realizadas.
Sin embargo, no existe ninguna normativa estatal que,
por justa que sea, pueda hacer superfluo el servicio del amor. El
Estado que quiere proveer a todo se convierte en definitiva en
una instancia burocrática que no puede asegurar lo
más esencial que el ser humano afligido -cualquier ser
humano- necesita: una entrañable atención personal. Quien
quiere desentenderse del amor, se dispone a desentenderse
del hombre en cuanto hombre.
En nuestro tiempo, un positivo efecto
colateral de la
globalización se manifiesta en el hecho de que la
solicitud por el prójimo, superando los confines de las
comunidades nacionales, tiende a prolongar sus horizontes
al mundo entero. Las estructuras
del Estado y las asociaciones humanitarias desarrollan de
distintos modos la solidaridad
expresada por la sociedad civil:
de esta manera, se han formado múltiples organizaciones
con objetivos
caritativos y filantrópicos.
Además, en la Iglesia católica y en otras
comunidades eclesiales han surgido nuevas formas de actividad
caritativa. Es deseable que se establezca entre todas estas
instancias una colaboración fructífera.
Naturalmente, es importante que la actividad caritativa de la
Iglesia no pierda la propia identidad,
disolviéndose en la
organización común asistencial,
convirtiéndose en una simple variante, sino que mantenga
todo el esplendor de la existencia de la caridad cristiana y
eclesial. Por tanto:
La actividad caritativa cristiana,
además de fundarse en la competencia
profesional, lo debe hacer sobre la experiencia de un encuentro
personal con Cristo, cuyo amor ha tocado el corazón
del creyente, suscitando en él el amor por el
prójimo.
La actividad caritativa cristiana debe ser
independiente de los partidos e ideologías. El programa del
cristiano -el programa del Buen Samaritano, el programa de
Jesús- es "un corazón que ve". Este corazón
ve donde hay necesidad de amor y actúa en modo
consecuente:
Además, la actividad caritativa
cristiana no debe ser un medio en función de
lo que hoy se califica como proselitismo. El amor es gratuito; no
se ejercita para alcanzar otros fines. Pero esto no significa que
la acción
caritativa deba, por decir así, dejar de lado a Dios y a
Cristo. El cristiano sabe cuándo debe hablar de Dios y
cuándo es justo no hacerlo y dejar hablar solamente al
amor. El himno a la caridad de San Pablo (1 Cor 13) debe ser
la Carta Magna
de todo el servicio eclesial, para protegerlo del riesgo de caer en
el puro activismo.
En este contexto, frente al peligro del
secularismo que puede condicionar a muchos cristianos
comprometidos en la labor caritativa, es necesario reafirmar la
importancia de la oración. El contacto vivo con Cristo
evita que la experiencia de las enormes necesidades y de los
propios límites
arrastren a una ideología que pretende hacer ahora aquello
que, aparentemente, Dios no consigue hacer, o caer en la
tentación de ceder a la inercia y a la
resignación.
Quien reza no desaprovecha el tiempo, a pesar de que las
circunstancias le empujen únicamente a la acción,
ni pretende cambiar o corregir los planes de Dios, sino que busca
-siguiendo el ejemplo de María y de los santos- obtener de
Dios la luz y la fuerza del
amor que vence toda oscuridad y egoísmo presentes en el
mundo.
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de la [VIS
060125 (1600)]
"DEUS
CARITAS EST", TEXTO CAPITAL SOBRE
NUCLEO FE CRISTIANA
CIUDAD DEL VATICANO, 25 ENE 2006 (VIS).-Este
mediodía, en la Oficina de
prensa de la
Santa Sede, se presentó la primera Encíclica de
Benedicto XVI, titulada "Deus caritas est". Intervinieron en la
rueda de prensa el cardenal Renato Raffaele Martino, presidente
del Pontificio Consejo "Justicia y Paz", el arzobispo William
Joseph Levada, prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe y el arzobispo Paul Josef Cordes, presidente
del Pontificio Consejo "Cor Unum".
El cardenal Martino se refirió a la
parte de la encíclica en la que el Papa afronta el tema de
la relación entre justicia y caridad, e indica unas
orientaciones sobre la competencia de la Iglesia y de su doctrina
social y sobre la competencia del Estado en la realización
de un orden social justo.
Tras poner de relieve que la construcción de un orden social y estatal
justo no es un cometido inmediato de la Iglesia, porque se trata
de un quehacer político, sin embargo, el Papa
señala que "la Iglesia tiene el deber de ofrecer mediante
la purificación de la razón y la formación
ética,
su contribución específica, para que las exigencias
de la justicia sean comprensibles y políticamente
realizables".
El Santo Padre, continuó el
purpurado, "afirma que la Iglesia, a través de su doctrina
social, tiene el deber de "despertar las fuerzas espirituales y
morales".
En este contexto, afirma que los fieles laicos, "como
ciudadanos del Estado, están llamados a participar en
primera persona en la vida pública". Su misión "es
configurar rectamente la vida social, respetando su
legítima autonomía y cooperando con los
demás ciudadanos según las respectivas competencias y
bajo la propia responsabilidad".
"La presencia del laico en el campo social
-continuó el cardenal Martino- se concibe aquí en
términos de servicio, signo y expresión de la
caridad, que se manifiesta en la vida familiar, cultural,
laboral,
económica y política".
El arzobispo Levada afirmó que la
encíclica es un "texto capital sobre "el núcleo de
la fe cristiana", entendiendo con ello la imagen cristiana
de Dios y la imagen del ser humano que deriva de ella. "Un texto
capital" que se opone al uso equivocado del nombre de Dios y a la
ambigüedad de la noción de "amor", que es tan
evidente en el mundo actual".
"Para explicar la novedad del amor
cristiano, el Santo Padre intenta, antes que nada, ilustrar la
diferencia y la unidad entre los conceptos" de "eros" y
"ágape", que "no se oponen, sino que se armonizan entre
ellos para ofrecer una concepción real del amor humano, un
amor que corresponde a la totalidad -cuerpo y alma- del ser
humano. El "ágape" impide al "eros" abandonarse al
instinto, mientras que el "eros" ofrece al "ágape" las
relaciones vitales fundamentales de la existencia del ser
humano".
El prefecto de la Congregación para
la Doctrina de la Fe señaló que "en el matrimonio
indisoluble entre el hombre y
la mujer este
amor humano encuentra su forma enraizada en la misma
creación".
"El amor del prójimo, enraizado en
el amor de Dios -continuó-, es una tarea que corresponde
no solo a cada fiel, sino también -y así se pasa a
la segunda parte de la encíclica- a la comunidad de los
creyentes, es decir, a la Iglesia. Del desarrollo
histórico del aspecto eclesial del amor desde los
orígenes de la Iglesia, se pueden apurar dos datos: El
servicio de la caridad pertenece a la esencia de la Iglesia, y en
segundo lugar, a nadie le debe faltar lo necesario en la Iglesia
y fuera de ella".
"El Papa -añadió el arzobispo
Levada-, comenta algunos aspectos del servicio de caridad
-diakonia- de la Iglesia en los tiempos modernos: Responde a la
objeción de que la caridad con los pobres es un
obstáculo a la justa distribución de los bienes del
mundo a todos los seres humanos".
Por otro lado, el Santo Padre "elogia las
nuevas formas de colaboración fructífera entre las
instancias estatales y las eclesiales, haciendo referencia al
fenómeno del voluntariado".
Resumiendo la encíclica, el
arzobispo Levada afirmó que "nos ofrece una visión
del amor por el prójimo y del deber eclesial de obrar la
caridad como realización del mandamiento del amor, que
hunde sus raíces en la esencia misma de Dios, que es
Amor". El documento, terminó, "invita a la Iglesia a un
compromiso renovado en el servicio de la caridad (diakonia), como
parte esencial de su existencia y misión".
Por su parte, el arzobispo Paul Josef
Cordes, presidente del Pontificio Consejo "Cor Unum",
recalcó que "el texto de hoy es la primera
encíclica en absoluto sobre la caridad" y que quizá
la presentación de la encíclica por parte de ese
dicasterio obedecía al hecho de que "Cor Unum" "abarca la
ejecución de las iniciativas personales del Papa como
signo de su compasión en determinadas situaciones de
miseria".
"La caridad de la Iglesia está hecha
de intervenciones concretas", dijo el arzobispo, y "comprende
iniciativas políticas,
como la condonación de la deuda para los países
más pobres. Queremos promover la conciencia de la justicia
en la sociedad", pero "el Papa Benedicto XVI ha querido iluminar
en cambio el compromiso caritativo con un fundamento
teológico. (…) Está convencido de que la fe tiene
consecuencias sobre la persona que actúa y por lo tanto,
sobre la modalidad e intensidad de su ayuda".
"La doctrina social de la Iglesia y la
teología de la caridad se entrelazan, sin lugar a dudas
-observó el prelado-, pero no coinciden del todo. La
primera enuncia los principios
éticos para la búsqueda del bien común y se
mueve sobre todo en ámbito político y comunitario.
En cambio, el hacerse cargo individualmente y juntos de los
sufrimientos del prójimo no exige una doctrina
sistemática. Nace de la palabra de la fe".
"En nuestra sociedad está muy
difundida, por suerte, la mentalidad filantrópica, (…)
pero en los fieles puede insinuarse la idea de que la caridad no
forma parte esencial de la misión eclesial. Sin un
fundamento teológico sólido, las grandes
organizaciones eclesiales podrían (…) disociarse de la
Iglesia" y "preferir identificarse como organismos no
gubernamentales (ONG). En ese
caso, su "filosofía" y sus proyectos no se
diferenciarían de los de la Cruz Roja o de los organismos
de la ONU. Algo que
está en contraste con la acción bimilenaria de la
Iglesia y no tiene en cuenta la relación íntima
entre acción eclesial en favor del ser humano y anuncio
del Evangelio".
"Tenemos que ir más allá
-concluyó el arzobispo Cordes-; la sensibilidad de tantas
personas, sobre todo de los jóvenes, contiene un "kairos
apostólico". Abre perspectivas pastorales notables. Los
voluntarios son innumerables y no son pocos los que descubren el
amor de Dios al entregarse al prójimo con amor
desinteresado". VIS 060125 (1100)
Editorial de Forum / 25 enero 2006/
Dios es amor
Deus caritas est", con estas palabras empieza la primera
encíclica de Benedicto XVI, quien abre así su
Pastoral y su Magisterio más formal con la
consideración de lo que constituye el núcleo
central del cristianismo: el amor, seguramente la palabra que
mayor pérdida de sentido ha alcanzado en nuestro tiempo a
través de un uso abusivo y degradado, en tal medida que
muchos jóvenes, y otros que ya no lo son tanto, lo
confunden con la satisfacción de sus propios deseos, es
decir la negación de aquel. No en un sentido absoluto,
claro está.
El deseo forma parte de las dimensiones humanas y
sobretodo en las relaciones entre hombre y mujer constituye en
muchas ocasiones el motor inicial que
facilita la apertura al amor. El problema empieza cuando este
motor muy potente pero de corto recorrido se convierte en un fin
en si mismo y se olvida de la apertura al otro, de la
aportación, del compromiso y por consiguiente de la
limitación voluntaria de la propia libertad que
el amor, como todo compromiso fuerte, entraña.
El Papa que como teólogo, obispo y después
cardenal responsable de velar por la rectitud de la doctrina
católica, es a los ojos de todos, incluso de muchos de sus
detractores, un fino intelectual, reflexiona ahora a la luz del
mandato de Jesucristo de quien es Vicario, sobre el núcleo
duro del cristianismo. Será sin duda una encíclica
apasionante porque señala la principal falta que aqueja a
la sociedad de hoy: la de la ausencia del amor real y la
multiplicación de un discurso sobre
él plagado de palabras vacías. El texto breve
puesto que no depasará las 50 páginas, hace
todavía más accesible su lectura.
Lo difícil para los cristianos, y lo vivimos
continuamente en España, es
precisamente dar testimonio de este amor, que posee su sentido
pleno con "el otro" el que discrepa, el que nos critica, el que
nos persigue.
Seguramente en esto tenemos un fuerte déficit que
es motivo de escándalo. Necesitamos católicos que
en su vida privada y en su vida pública actúen con
respeto,
razonablemente y que estén atentos a la escucha de los
demás, abiertos al diálogo y
alejados de todo tremendismo y voluntad de enfrentamiento. Que
sepan defender con claridad, inteligencia,
energía, humor, las propias razones, pero sin que esto
signifique el menosprecio, el insulto, o la
descalificación permanente del otro.
Los católicos y también sus organizaciones
y medios de
comunicación tenemos una gran oportunidad de
reflexionar sobre nosotros mismos a la luz de esta
encíclica.
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Oscar Lobo