Néstor López
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La gran mayoría de los estudios orientados a
esclarecer la relación entre educación y equidad social coinciden en
centrar la atención en la educación como una condición
indispensable para el logro de una sociedad más equitativa.
Los argumentos que permiten pensar a la educación como una
instancia previa a la equidad, como su condición de
posibilidad, son muy diversos, y se pueden mencionar aquí
dos de los más contundentes. En primer lugar, se sostiene
que quienes no tienen acceso a la educación carecen de
aquellas competencias que habilitan para
una inserción laboral exitosa. Como
consecuencia de ello, estos sujetos excluidos del sistema educativo son
además marginados respecto del principal mecanismo social de
distribución de la riqueza –
el mercado de trabajo – consolidando
así uno de los modos de reproducción de las
desigualdades en nuestras sociedades. Con esta
visión, fuertemente arraigada en enfoques que enfatizan en
la centralidad de los recursos humanos, convive
aquella que sostiene que quienes no acceden a una educación
de calidad tienen limitadas las
posibilidades de un pleno ejercicio de sus derechos y de participación en la
sociedad, lo cual se traduce en un debilitamiento de su
condición de ciudadanos.
Desde ambas perspectivas se coincide en que no es
posible promover estrategias de desarrollo e integración social fundadas
sobre una distribución inequitativa del conocimiento. Más
aún, desde ellas es posible sostener que nuestras sociedades
deben asumir y hacer efectivo el compromiso de movilizar aquellos
recursos que garanticen que todos
los niños y adolescentes puedan recibir
como mínimo doce años de educación de calidad. Un
horizonte de educación media de calidad para todos
representaría, sin dudas, un gran aporte para la
consolidación de sociedades más justas y
equitativas.
Ahora bien, la creciente complejidad que caracteriza al
escenario social en los países de América Latina, y más
específicamente, la profundización de situaciones de
pobreza extrema y exclusión social, nos
confrontan con el siguiente interrogante: ¿Es posible educar
en cualquier contexto? ¿Cuál es el mínimo de
equidad necesario para que las prácticas educativas sean
exitosas? Cada vez se hacen más visibles las limitaciones de
los sistemas educativos frente a
escenarios tan devastados, en que sus alumnos no cuentan con
condiciones mínimas que les permitan participar del proceso educativo. Aparece
así la necesidad de señalar que hace falta un
mínimo de bienestar para poder educar.
En consecuencia, aquella visión que pone a la
educación como condición necesaria para la equidad debe
hoy ser complementada con otra que, en sentido inverso, pone a la
equidad como condición de posibilidad para la
educación. Se hace necesario, por lo tanto, renunciar a
esquemas de análisis que se apoyan en
relaciones causales unidireccionales y abordar la
articulación entre educación y equidad desde una
perspectiva relacional que mantenga viva la tensión entre
ambos términos.
Esta necesidad de profundizar en un debate en torno al modo de
articulación entre educación y equidad social deviene
de la creciente complejidad de los escenarios sociales de la
región, que se traducen en nuevos y difíciles
desafíos para los sistemas educativos. El aumento de las
desigualdades en el acceso al bienestar – al punto de que en
varios países de la región la pobreza aumenta aún en
períodos de crecimiento económico –
es tal vez el más analizado de los procesos sociales ocurridos en
los últimos veinte años, pero no el único. Son
indiscutibles hoy los hallazgos respecto a las diversas formas en
que se expresa la crisis de cohesión social
y la creciente fragmentación de la sociedad, y que se
traducen en la ruptura de los lazos sociales primarios y la
proliferación de prácticas que privilegian al
individualismo por sobre el interés colectivo. Desde el
punto de vista político, venimos de años en que al
mismo tiempo en que se avanzó
en la consolidación de las democracias de la región,
las mismas se ven debilitadas como efecto de permanentes
episodios de corrupción, el desgaste de
las formas tradicionales de representación política y el desencanto de los
ciudadanos ante las promesas incumplidas por sus gobernantes.
Desde el punto de vista cultural, nuestras sociedades se
encuentran en una permanente tensión entre los efectos
universalistas e integradores de los medios masivos de comunicación, en especial
Internet, y una vasta
proliferación de microculturas que refuerzan en el plano
subjetivo los procesos de fragmentación social y
aislamiento. La gran diversidad de escenarios, las múltiples
expresiones de la pobreza, nuevas formas de exclusión social
y espacial, una sociedad cada vez más fragmentada y una
creciente coexistencia de múltiples configuraciones
culturales, especialmente entre los jóvenes, son
constitutivas del nuevo panorama social en América Latina. La
década del 90 fue una década de consolidación de
escenarios sociales muy diversos, diversidad que es riqueza en
tanto complejidad cultural, pero que al mismo tiempo deviene de
situaciones de extrema pobreza y exclusión.
En este contexto, los sistemas educativos quedan
enfrentados a múltiples desafíos, y tal como están
estructurados hoy, se ven con serias dificultades para hacer
efectivo el compromiso de una educación de calidad para
todos. En principio, surge la necesidad de desarrollar
estrategias adecuadas para lograr resultados positivos en cada
uno de estos múltiples escenarios que se van delineando en
la región, lo cual requiere del desarrollo de diversas
aproximaciones pedagógicas para el logro de resultados
equivalentes. Surgen así interrogantes tales como de
qué modo educar a niños de familias empobrecidas,
cómo educar en contextos de extrema violencia, cómo se logran
resultados exitosos entre refugiados o desplazados por la
guerra, o cómo retener en
la escuela a adolescentes de las
más diversas tribus urbanas. Cada caso en particular
requiere del desarrollo de estrategias educativas que partan de
un profundo conocimiento de estas realidades, y pueda operar
exitosamente en ellas.
Sin embargo, ante la evidencia de la proliferación
de fenómenos de extrema exclusión, marginalidad profunda, o de
ruptura de lazos sociales mínimos, surge inevitablemente la
pregunta de si los sistemas educativos están en condiciones
de desarrollar estrategias acordes a cada uno de ellos, o, por el
contrario, podemos sostener que se están conformando
configuraciones sociales frente a las cuales no hay pedagogía
posible.
El concepto de educabilidad adquiere
especial relevancia desde esta perspectiva.
Apunta a identificar cuál es el conjunto de
recursos, aptitudes o predisposiciones que hacen posible que un
niño o adolescente pueda asistir exitosamente a la escuela,
al mismo tiempo que invita a analizar cuáles son las
condiciones sociales que hacen posible que todos los niños y
adolescentes accedan a esos recursos para poder así recibir
una educación de calidad. Este texto está organizado en
torno a algunas hipótesis de trabajo,
orientadas a avanzar en el debate sobre las complejas relaciones
entre educación y equidad. En la primera parte se presenta
la noción de educabilidad como modo de proponer un esquema
de análisis desde donde abordar los problemas de inequidad en el
acceso al conocimiento. En la segunda se esbozan algunas
recomendaciones de política, con el fin de sumar a una
discusión que se encuentra aún muy lejos de estar
saldada.
Notas en torno a la idea de
educabilidad
a) Las condiciones sociales para el aprendizaje en la
escuela.
Una observación detallada de
lo que ocurre en las escuelas, el diálogo con los docentes, la posibilidad de
reconstruir las prácticas en las aulas, el ejercicio de
indagar las vivencias de los alumnos o las expectativas y
dificultades de sus padres permiten ver, entre muchas otras
cosas, las condiciones que hoy por hoy la mayoría de las
escuelas les ponen a los niños y adolescentes para que ellos
puedan acceder a sus aulas, y participar del proceso educativo.
Es posible así identificar al alumno para el cual dichas
escuela están pensadas, a quien están dirigidas, en
quien se piensa cuando diseñan sus respectivas propuestas de
trabajo.
Lo que se encuentra, en la gran mayoría de los
casos, es que para que los niños puedan ir a la escuela y
participar exitosamente de las clases es necesario que estén
adecuadamente alimentados y sanos, que vivan en un medio que no
les signifique obstáculos a las prácticas educativas, y
que hayan internalizado un conjunto de representaciones, valores y actitudes que los dispongan
favorablemente para el aprendizaje escolar. Dicho
conjunto alude, por ejemplo, a la capacidad de dialogar, conocer
y dominar el idioma en que se dictan las clases, tratar con
extraños, reconocer la autoridad del maestro,
"portarse bien", respetar normas institucionales, asumir
compromisos, reconocer el valor de las obligaciones, depositar la
confianza en otros, etc. Por último, vemos también que
las escuelas esperan de los alumnos capacidad de adaptación
a un entorno múltiple y cambiante y capacidad de
individualización y autonomía. La experiencia escolar,
tal como la conocemos hoy en nuestros países, presupone un
niño con un conjunto de predisposiciones desarrolladas
previamente en el seno de su familia.
Este aprendizaje previo a la escuela se da de
múltiples maneras. Por un lado, existen a diario esos
momentos en que los adultos enseñan a los niños, por
ejemplo, a utilizar adecuadamente los cubiertos en la mesa, a
atarse los zapatos, o a cruzar las calles con precaución,
situaciones en las que el adulto es conciente de que está
enseñando del mismo modo en que el niño sabe que
está aprendiendo. Pero además, y por sobre todo, existe
todo un aprendizaje que se produce inconscientemente, de modo
inadvertido y espontáneo. Es un proceso de educación
que se da de un modo no racional, presente en todas las
prácticas sociales en las que el niño participa desde
su nacimiento. La transmisión doméstica de este
conjunto de disposiciones, de este capital cultural incorporado,
es el resultado de un trabajo físico y mental por parte del
niño, de un esfuerzo en el que involucra su cuerpo, de una
exposición a un trabajo
de inculcación y asimilación, un trabajo del sujeto
sobre sí mismo, caracterizado además por tener una
inmensa carga emocional (Tenti, 1994). En efecto, el proceso de
conformación del sujeto en su etapa inicial es un proceso de
construcción de identidad, que enfrenta al
niño con la necesidad de proveerse de la misma, y que
requiere de un fuerte lazo afectivo con sus adultos de
referencia. El proceso de construcción de identidad
presupone una identificación previa con otros, cargado de
una fuerte base afectiva.
Un factor que define a este conjunto de disposiciones
para poder participar del proceso educativo, como así
también para el resto de las esferas de la vida, es que no
puede ser transmitido instantáneamente, sino que requiere de
tiempo. La adquisición de estas aptitudes resulta de una
permanente exposición a situaciones transformadoras, entre
las que adquieren centralidad el tiempo real de interacción con sus
adultos de referencia, de permanencia en ámbitos en los que
se dialoga, de exposición a determinados consumos
culturales, de habituación a una cotidianeidad pautada por
determinadas normas y valores, etc. Cabe aquí adelantar que
uno de los factores que operan en el vínculo entre el origen
social y el acceso al capital cultural necesario para acceder a
la escuela, o para luego acceder a determinada calidad de vida (laboral,
social, etc.) es precisamente la disponibilidad del tiempo
necesario para la adquisición de éste último: el
tiempo en que el niño puede estar expuesto a espacios que
estimulan el desarrollo de estas capacidades básicas, el
tiempo en que puede permanecer en la escuela, etc. (Bourdieu,
2002).
La escuela, en tanto experiencia educativa formal,
requiere de la presencia y eficacia de esta "educación
primera" para su desarrollo. Cuando un niño ingresa a la
educación básica debe haber pasado por esta
formación previa, la cual está en manos de sus
familias. Si bien cada vez más los niños son
escolarizados desde muy pequeños, en la mayoría de los
países de América Latina la educación es
obligatoria a partir de los cinco o seis años de edad, por
lo que el paso de los niños por jardines infantiles o salas
de preescolar es parte de las
decisiones tomadas por los padres o tutores en este proceso de
educación inicial. Frente a la oferta educativa actual, este
conjunto de aptitudes y disposiciones adquiridas o gestionadas en
el seno familiar conforman la base que condiciona y hace posible
los aprendizajes posteriores. Para poder educar, hoy nuestras
escuelas esperan niños ya educados.
Esta demanda de una dotación
específica de disposiciones para poder participar del
proceso educativo no sólo se hace manifiesta el primer
día de clases, en el momento de la admisión, sino que
se renueva permanentemente hasta el momento de la
graduación. La asistencia a la escuela implica la
posibilidad de cumplir con rutinas cotidianas, contar con
recursos para acceder a los materiales y útiles
necesarios, disponer del estímulo y acompañamiento de
los adultos, y nuevamente contar con tiempo. El aprendizaje en la
escuela, al igual que la adquisición de las disposiciones
para acceder a ella, significa un trabajo sobre el cuerpo y la
mente de los niños y adolescentes, una transformación
que es imposible sin un fuerte involucramiento de ellos, y que
implica una demanda de energía que debe ser renovada
día a día.
La educación no es una simple transmisión de
conocimientos que pone al alumno en el lugar de receptor pasivo,
sino que es una construcción que se desarrolla en una
relación pedagógica respecto de la cual tanto los
alumnos como los docentes se asignan roles y expectativas. Este
proceso sólo es posible en la medida en que los alumnos se
constituyan en sujetos capaces de llevar adelante este proceso,
en sujetos educables.
b) La familia como proveedora de
condiciones de educabilidad Sin lugar a dudas, una escuela
que espera de los niños y adolescentes que llegan a ella ese
conjunto de recursos, aptitudes y predisposiciones mencionadas,
pone a la familia en el centro de la escena. La familia no
sólo debe garantizar a los niños condiciones
económicas que hacen posible que diariamente puedan asistir
a las clases, sino que también debe prepararlos desde su
nacimiento para que puedan participar activamente de ellas, y
aprender. Dicha preparación apela a una gran variedad de
recursos por parte de la familia: recursos económicos,
disponibilidad de tiempo, valores, consumos culturales, capacidad
de dar afecto, estabilidad, etc.
¿Qué esfuerzos significa para la familia el
preparar a sus hijos para que puedan ir a la escuela y poder
participar exitosamente del proceso educativo? En los primeros
años de vida los niños adquieren la capacidad de
pensar, hablar, aprender y razonar, por lo que es fundamental que
puedan tener un desarrollo saludable que no obstaculice este
proceso. Así, toman centralidad las condiciones en que
nacen, una adecuada alimentación, las prácticas
preventivas que promueven un crecimiento sano y la captación
temprana y el tratamiento adecuado de enfermedades y discapacidades con el fin de
evitar secuelas o retrasos en el desarrollo.
El conjunto de factores se amplía si se considera
que el desarrollo de un niño en los primeros años de
vida trasciende a los aspectos relativos a su salud física, y que implica también
aspectos relacionados a las aptitudes cognitivas, sociales y
emocionales. De modo que su familia no sólo debe proveerle
un espacio saludable, sino también un contexto en que pueda
descubrir y construir el lenguaje, y vivir la
transición desde un vínculo cerrado en su núcleo
familiar más primario hacia la coexistencia de otros pares
cuya presencia desafía los esquemas interpretativos
iniciales. El contexto cultural que le ofrecen sus padres
determina el espectro de representaciones que portarán en el
futuro.
Ya en edad escolar, aparece un conjunto de factores que
hacen que los niños y niñas puedan participar del
proceso educativo, y que tienen que ver con la existencia de
condiciones en el desarrollo de la vida cotidiana que les
permitan insertarse en la dinámica que la
escolarización exige. Esto presupone la capacidad de las
familias de hacer frente a exigencias tanto materiales como no
materiales. En primer lugar implica poder sostener los crecientes
gastos asociados a la
educación, al mismo tiempo que se prescinde de los ingresos que los niños o
adolescentes aportarían en caso de trabajar. En segundo
lugar, sostener la motivación sobre ellos
respecto al estudio, y mantener condiciones de estabilidad en el
funcionamiento del hogar que no la erosionen. Es importante
destacar que para que los niños y adolescentes desarrollen
la capacidad de postergar gratificaciones de necesidades
inmediatas hasta alcanzar metas educativas lejanas, tanto ellos
como sus padres deberán estar convencidos de que los
sacrificios actuales serán recompensados por logros futuros
(Kaztman, 2001).
Las diversas formas de capital con las que cuentan las
familias definen fuertemente las posibilidades de que los
niños logren un adecuado aprovechamiento de la experiencia
escolar o que, por el contrario, se vean expulsados del sistema. En primer lugar, y por
su impacto en la construcción del bienestar de las familias,
es fundamental el tipo de articulación que ellas tienen con
el sistema productivo. La composición del grupo familiar, la trayectoria
social y educativa de sus miembros adultos y el capital social de
los mismos son factores determinantes del lugar que ocupan en el
mundo del trabajo, ya sea en puestos directivos en los sectores
más integrados de la economía o como un trabajador precario
de las márgenes del sector informal. El nivel y la
estabilidad de los ingresos de las familias es un factor que
opera claramente como condición de posibilidad u
obstáculo a un desarrollo adecuado de los niños y su
posterior éxito en el paso por las
instituciones
educativas.
Al conjunto de factores que hacen a las condiciones
materiales de vida de las familias debe sumarse, en segundo
lugar, aquellos que tienen que ver con los recursos con los que
ellas cuentan para acompañar el proceso de crecimiento y
desarrollo del niño.
Más allá de ciertos saberes básicos
relativos a pautas de crianza y estimulación precoz, se hace
aquí referencia a todos aquellos aspectos que conforman un
clima cultural, valorativo y
educativo en que los niños crecen, y que además
resultan en diferentes grados de aceptación y reconocimiento
de las instituciones escolares (López, 2001).
¿Pueden hoy las familias preparar a ese niño
que la escuela espera el primer día de clases? En otros
términos, ¿puede la familia lograr que sus hijos sean
educables? La idea de educabilidad se instala cuando se analizan
las dificultades de los sistemas educativos de garantizar sus
objetivos en contextos de
extrema pobreza y crisis social.
En tanto el proceso educativo implica un involucramiento
pleno, en tiempo y en energía, por parte del educando,
¿cuál es el mínimo de bienestar necesario para que
los niños y adolescentes cuenten con los recursos –
materiales, culturales y actitudinales – que el proceso educativo
requiere de ellos? c) El estado y la sociedad civil como proveedores y garantes de
condiciones de educabilidad Centrar la atención en las
condiciones de educabilidad de los niños y adolescentes
lleva a interrogar a la escuela respecto a qué es lo que
espera de ellos. Estas condiciones no se definen en sí
mismas, sino que resultan del modelo de alumno que presupone
la institución escolar. ¿Cuál es el tipo de alumno
que está en condiciones de responder a la dinámica que
el sistema propone, y terminar exitosamente su carrera educativa?
¿En qué alumno están pensando los sistemas
educativos cuando diseñan sus estrategias pedagógicas?.
La noción de educabilidad debe ser comprendida como un
concepto relacional, en tanto se define en la tensión entre
los recursos que el niño porta y los que la escuela espera
de ellos o exige. Es en esa relación, en el punto
límite del encuentro entre estas dos esferas, donde se
definen los criterios de educabilidad.
"El niño está en la encrucijada de estas dos
socializaciones, y el éxito escolar de unos se debe a la
proximidad de estas dos culturas, la familiar y la escolar,
mientras que el fracaso de otros se explica por las distancias de
esas culturas y por el dominio social de la segunda
sobre la primera" (Dubet y Martucelli, 2000). En la misma
línea, Pierre Bourdieu señala que la productividad específica del
trabajo escolar se mide según el grado en que el sistema de
los medios necesarios para el cumplimiento del trabajo
pedagógico está objetivamente organizado en función de la distancia
existente entre el habitus que pretende inculcar y el habitus
producido por los trabajos pedagógicos anteriores (Tenti,
1994).
La educabilidad, en última instancia, puede ser
interpretada como el resultado de una adecuada distribución
de responsabilidades entre la familia y la escuela. Más
específicamente, el problema de la educabilidad apunta a la
calidad de un arreglo institucional entre Estado, familia y sociedad
civil, y el fortalecimiento o deterioro de las condiciones de
educabilidad resulta de cambios en la relación entre estas
esferas, desajustes entre lo que el niño trae y lo que la
escuela exige.
¿A quién le toca socializar a los niños?
¿Compete exclusivamente a la familia? ¿Qué
responsabilidad deben asumir
otros actores sociales? ¿Cuál es el rol del Estado?
¿Cuánto puede pedirse a la sociedad civil? El esquema
que rige actualmente en los países de América Latina
presupone un reparto de responsabilidades en que la familia asume
el compromiso de llevar adelante ese proceso de formación
inicial, socialización primaria o
primera educación, y la institución escolar, regulada
por el Estado, se apoya sobre esa primer formación para el
desarrollo del proceso de educación formal. La
transición entre una esfera y otra es objeto de
intervención y regulación social, al definirse la
obligatoriedad de la educación formal a partir de
determinadas edades, o al promoverse la cada vez más
temprana institucionalización preescolar.
En este marco, todos los niños y adolescentes son
educables. La no educabilidad es la expresión de un
desajuste institucional: da cuenta de una distribución
inadecuada de las responsabilidades entre las diferentes
instituciones comprometidas en este proceso, o de la dificultad
de las mismas de hacer frente a sus obligaciones.
Identificar niños y adolescentes que no acceden a
condiciones básicas de educabilidad no debe ser entendido,
desde esta perspectiva, como un modo de depositar en ellos la
responsabilidad de su situación, culpabilizando y
estigmatizando así a aquellos que quedan fuera del sistema
educativo. Por el contrario, señalar situaciones de no
educabilidad implica una alerta a las escuelas y los sistemas
educativos por no poder desarrollar estrategias adecuadas a las
necesidades específicas de estos niños o adolescentes
para garantizarles una educación de calidad,
poniéndoles condiciones que les son imposibles de cumplir.
Las escuelas generan ineducabilidad cuando esperan que sus
alumnos puedan asistir a clases en momentos del año en que
su participación en determinadas actividades productivas es
vital para la supervivencia de sus familias y su comunidad, cuando exigen un
uniforme al que sólo se accede comprándolo, cuando dan
tareas para el hogar a aquellos niños que no cuentan con las
condiciones mínimas para hacerlas, o cuando esperan pautas
de comportamiento inexistentes en
sus familias. También lo hacen cuando los admiten, pero con
la convicción de que, por su condición social,
étnica o racial, no podrán tener un adecuado desempeño.
Pero identificar y señalar situaciones de
ineducabilidad significa fundamentalmente una denuncia a la
sociedad en su conjunto, por privar a las familias del acceso a
aquellos recursos que permitirían garantizar a sus
niños condiciones para poder participar exitosamente del
proceso educativo. Nuestras sociedades generan ineducabilidad
cuando privan a sus miembros de acceder a un trabajo digno y
estable, cuando estigmatiza y culpabiliza a los perdedores, o
cuando promueven políticas económicas y
sociales que profundizan las desigualdades y la
fragmentación social.
Por último, nuestras sociedades generan
ineducabilidad cuando no movilizan los recursos necesarios para
cambiar las propuestas educativas escolares vigentes.
d) Las familias y la educación de sus
hijos.
El proceso de debilitamiento de los mecanismos de
integración social, que se expresan en la crisis del mercado
de trabajo y, consecuentemente, la pérdida de derechos y
garantías que devienen de la condición de trabajador,
implican un deterioro muy fuerte de la capacidad de las familias
de lograr la estabilidad y el bienestar necesarios para ofrecer a
sus niños educabilidad. Al mismo tiempo, al diluirse las
funciones sociales del Estado
y la pérdida de capital social que resulta de la
degradación de los espacios públicos como espacios de
cohesión e integración, las familias dependen casi
exclusivamente del trabajo para construir su bienestar, en
momentos en que el trabajo es cada vez
más escaso e inestable.
Así, las familias carecen de un modo creciente de
recursos y activos socialmente construidos
para afrontar la cotidianeidad y acceder a un bienestar
básico. Ya no hay instituciones que las protejan, una
normativa que ofrezca estabilidad laboral, un mercado de trabajo
que las contenga, una comunidad que la integre. Las familias
están cada vez más solas, y al momento de evaluar con
qué recursos cuentan para construir su bienestar ven que
sólo cuentan con lo propio. Aquellas que tienen un gran
capital social, humano, económico y cultural se
posicionarán exitosamente en la sociedad por contar con
recursos que les permiten aprovechar al máximo las
oportunidades que la sociedad les ofrece. Quienes no cuentan con
ninguna forma de capital, al no recibir ningún tipo de
recursos que le provea la sociedad, están condenados a la
pobreza y la exclusión.
¿Qué significa para estas familias garantizar
las condiciones de educabilidad de sus hijos? ¿Cómo
pueden ellas responder al compromiso que tienen asumido ante la
escuela?. Cabe, a modo de ejemplo, profundizar en el modo en que
se viven hoy los procesos de socialización, cuya centralidad
es indiscutible al analizar las condiciones en que los niños
y adolescentes llegan a las escuelas. "Desde una perspectiva
clásica, la socialización aparece como un proceso que
va desde lo social a lo individual, conformando así
progresivamente una subjetividad, un proceso de
interiorización de la exterioridad. Ello implica la
existencia de un mundo acabado previo al nacimiento de cada
niño, y que el proceso de socialización es la gradual
incorporación de este mundo al niño, y así del
niño al mundo. La función de los socializadores, que en
la infancia es fundamentalmente
la familia, es tomar ese mundo y ofrecérselo, lo cual pone a
estos actores en meros transmisores entre el mundo externo (lo
social), y el niño. (…) En la actualidad es imposible
seguir pensando los procesos de socialización desde esta
perspectiva. Las concepciones contemporáneas sobre la
socialización confrontan con esta visión clásica
criticando tres supuestos que están en la base de la misma:
en primer lugar la separación entre individuos y sociedad;
en segundo lugar, la primacía de esta última sobre los
primeros; por último, la concepción de la sociedad como
una totalidad acabada, sin contradicciones "(Tenti,
2002).
En este punto es importante destacar una cuestión
central para abordar el proceso de socialización de los
niños y jóvenes, y que tiene que ver con lo que Dubet y
Martucelli (2000) denominan "el vuelco de las instituciones". La
familia, la iglesia y la escuela perdieron
su identificación con principios generales y su
capacidad de socializar a los individuos a partir de estos
principios. La diversificación de estos últimos, indujo
un vuelco en que la producción de normas se
ubicó del lado de la subjetividad y de la experiencia de los
individuos. Los valores y las normas ya no
pueden ser percibidos como valores trascendentales, ya existentes
y por encima de los individuos. Aparecen como producciones
sociales en las cuales los hábitos, los intereses diversos,
instrumentales y emocionales, las políticas jurídicas y
sociales desembocan en equilibrios y formas más o menos
estables en el seno de las cuales los individuos construyen sus
experiencias y se construyen ellos mismos como actores y como
sujetos. Esta ausencia de esquemas preconcebidos confronta a las
familias con la necesidad de definir su propio marco valorativo y
representativo desde el cual acompañar al desarrollo de los
niños, al mismo tiempo que las muestra más frágiles y
vulnerables ante un contexto cada vez más
simbólicamente agresivo.
En la actualidad, el proceso de socialización dista
mucho de ser un proceso unidireccional, y los padres son más
que meros intermediarios de saberes, normas y valores ya
construidos. La socialización es una interacción entre
padre e hijo en la cual ambos se construyen, y en que ante la
falta de contenidos que ofrece la sociedad los padres se ven en
la necesidad de construir sus propias respuestas. La sociedad no
da respuestas únicas, sino que múltiples opciones y
debates. El rol del socializador no es transmitir un mensaje
prearmado sino tener que tomar posición en esos debates,
saber elegir entre las múltiples opciones, construir su
posicionamiento frente al
mundo y saber transmitir recursos para moverse en espacios
plagados de incertidumbre.
"Hoy nuestras sociedades latinoamericanas están en
transformación permanente.
Masas de individuos deben enfrentar contextos
estructurales completamente diferentes de aquellos que
presidieron la configuración de su subjetividad (campesinos
que deben acomodarse en las ciudades, mujeres hechas para el
hogar que tienen que trabajar, etc., individuos que llegan a
instituciones que no han sido hechas para ellos).
Lo normal es el desajuste entre el habitus y las
condiciones de vida. En este contexto "tienen éxito"
aquellos que han desarrollado un sistema de predisposiciones apto
para decidir en la incertidumbre, cambiar permanentemente de
preferencias, mantener su seguridad básica aun cuando
cambien radicalmente las circunstancias, ser uno mismo mientras
el mundo cambia…etc. El resultado es un individuo escindido,
atravesado por contradicciones, sin un sistema ontológico de
seguridad básica bien establecido" (Tenti, 2001). Es este
sujeto escindido quien tiene la responsabilidad de socializar a
sus hijos, una responsabilidad cada vez más compleja y con
menos recursos para hacerle frente.
Esta redefinición de las formas de
socialización tiene sus implicancias para el caso de los
adolescentes. Como señala Urresti, la adolescencia es el momento de
salida desde la familia hacia el grupo de pares, hacia una
relación autónoma con otras instituciones o con la
comunidad en general. Este corrimiento supone un enfrentamiento
con las elecciones predeterminadas por las familias, que al final
del camino podrán ser recuperadas, trasformadas o
desechadas. En este nuevo contexto, el adolescente actual no
tendría a qué oponerse, al menos no claramente, en la
medida en que no habría fuertes referentes familiares
ideológicos y valorativos, una herencia con la que elaborar el
contraste, "hecho que expresaría una identidad formada en el
collage, la composición sin plan, como un pastiche en el que
no habría conflicto ni rebelión, y
por lo tanto no habría brecha, sino simplemente huida sin
choques, indiferencia". La situación de las familias es
más compleja frente a sus hijos adolescentes a partir de que
los espacios alternativos de pertenencia que pueden fortalecer su
transición hacia la vida adulta proveyendo una
inserción social, la escuela y el mercado de trabajo,
dejaron de ser opciones atractivas en la actualidad. Compiten con
ellas "otras instituciones tradicionalmente desvalorizadas, como
es el caso visible de los circuitos de la marginalidad y
la ilegalidad" (Urresti, 2000).
En síntesis, hoy las familias
viven en un escenario que no sólo les escatima recursos para
fortalecerlas en la función de socialización de sus
hijos sino que también les ofrece obstáculos,
oponiéndole fuerzas que la neutralizan en esta función.
¿Cómo sostener en este contexto valores tales como el
sacrificio, el trabajo, el progreso para, a partir de ellos,
promover la postergación de la satisfacción en los
hijos? ¿Desde dónde transmitir el reconocimiento de la
autoridad, si quienes provienen de los sectores dominantes ven a
la autoridad como súbditos y quienes viven en contextos de
exclusión como enemigos? ¿Cómo fortalecer la
autoestima en un medio
atravesado por la frustración y el desconcierto?
¿Cómo construir un discurso coherente que no
niegue la corrupción en el gobierno, el descrédito de
la justicia y el desencanto con
la democracia, y desde el cual
promover el respeto a las instituciones? Por
último, ¿cómo pueden las familias garantizar la
estabilidad material y emocional que requiere el proceso
educativo?
Desafíos para una
política social y
educativa
a) La respuesta de los sistemas educativos durante
los años 90.
La década de los años '90 está signada
por una fuerte reforma de las agencias estatales responsables de
las áreas sociales. Cabe destacar el renunciamiento a los
principios universalistas que daban fundamento a las acciones sociales del Estado,
la descentralización no siempre
exitosa de las políticas sociales hacia provincias y
municipios, y la progresiva privatización de la
prestación de los servicios sociales
básicos. Obviamente la escuela, y el sistema educativo en su
conjunto, quedan comprendidos en esta dinámica, y es en este
marco que se desarrollan las reformas educativas aplicadas
en la gran mayoría de los países de la
región.
El hecho de que las reformas educativas tengan lugar en
este escenario tiene algunas implicancias. En primer lugar, y tal
como se destacó, las mismas son parte constitutiva de las
reformas de estado y del conjunto de las políticas sociales
desarrolladas en ese período, por lo que no pueden ser
interpretadas como hechos aislados, exclusivos del campo
educativo. En segundo lugar, la relevancia política de la
educación en la agenda social de los países de la
región se ve reforzada durante los años ‘90,
entre otros factores, por el lugar central que se da a la
educación como motor del desarrollo social, en el marco
del nuevo modelo económico y social imperante. Por
último, la lógica de la
focalización presente en los programas de todas las áreas
sociales de la década y el agravamiento de la situación
social se articulan para dar cabida al desarrollo de los
programas compensatorios en educación, acciones que se
caracterizan por estar orientadas sobre la base de principios de
discriminación positiva a
favor de los sectores más pobres.
Las reformas llevadas a cabo en la región
estuvieron regidas por los imperativos de calidad y equidad, y
los sistemas educativos no dejaron de considerar la complejidad
del contexto del que provienen sus alumnos, orientando muchas de
sus acciones a reducir la creciente brecha que los separa de la
escuela. Los programas compensatorios constituyeron la principal
política de equidad en el campo educativo, y partieron
precisamente del reconocimiento de la creciente heterogeneidad
social, y su impacto en el aumento de las desigualdades en las
posibilidades educativas de los niños y
adolescentes.
Un hecho que caracteriza al conjunto de programas
compensatorios desarrollados en la región es una gran
similitud en sus planteos. Hay ciertos rasgos comunes a todos los
programas, entre los cuales se pueden destacar, en primer lugar,
que estas políticas pusieron especial énfasis en
aspectos propios del sistema educativo, principalmente en
aquellos de índole material. Así, se hicieron en los
países de la región grandes esfuerzos en
infraestructura y equipamiento de los establecimientos orientados
a ampliar la oferta y recomponer las condiciones de trabajo en el
aula. Un segundo elemento de similitud es el estímulo al
desarrollo de proyectos en el ámbito
local, como parte de la meta de descentralización
que está presente en todas las reformas de estos
países. Por último, un tercer aspecto común a las
políticas desarrolladas, que entra en tensión con el
punto anterior, es la escasa participación de los
beneficiarios de estos programas en su diseño y gestión. Esta
homogeneidad en el campo de los programas compensatorios se
replica en gran medida en el conjunto de las políticas
educativas y sociales en la región durante los años
‘90. Es importante alertar sobre el riesgo de aplicar esquemas
homogéneos en escenarios crecientemente heterogéneos.
Es precisamente la capacidad de poder dar cuenta de la diversidad
de situaciones que presenta la región, y encontrar
respuestas a los desafíos que cada uno de los escenarios
propone, una de las claves para poder avanzar hacia
políticas de equidad en el acceso a la
educación.
Si bien los programas compensatorios representaron el
principal instrumento de acción orientado a
neutralizar las disparidades en las condiciones con las que
llegan los niños a las escuelas, los mismos estaban
acompañados por otras acciones constitutivas de las
reformas, tales como los cambios curriculares, el desarrollo de
nuevas propuestas pedagógicas, o las actividades de formación docente, entre
otras. Coexisten con estas políticas y acciones
institucionales un conjunto de prácticas informales llevadas
a cabo por los maestros y profesores en las aulas en su trabajo
cotidiano, orientadas a contener a sus alumnos, a proveerles de
aquello a lo que no acceden en otros ámbitos. Así, los
docentes se convierten en consejeros, en quienes deben dar cabida
a la angustia y los problemas de sus alumnos, en cocineros, en
quienes incluso buscan soluciones a sus problemas
familiares y económicos.
Con relación a estas acciones que tienen lugar en
el aula cabe hacer dos comentarios: en primer lugar es cada vez
más visible que los docentes, al igual que los trabajadores
sociales y demás profesionales cuyas prácticas se
despliegan interactuando con los sectores más pobres y
excluidos de la sociedad, se ven hoy desbordados por la gravedad
de la situación, y carentes de herramientas teóricas y
metodológicas para hacer frente a realidades tan
críticas. Esto provoca en ellos una gran frustración,
al mismo tiempo que representan oportunidades perdidas para las
agencias sociales para las que trabajan. En segundo lugar, estas
prácticas, en tanto informales, en general son
espontáneas, con escasa articulación y sin la base de
conocimiento requerida para su implementación, lo cual las
expone al riesgo de su ineficacia. El carácter no institucional
de estas prácticas denuncia la dificultad de los sistemas
educativos de ponerse a la altura de la complejidad del escenario
en que operan.
¿Cuál fue el impacto de estas reformas en la
situación educativa de la región? Si bien es posible
sostener que otro factor común de las reformas implementadas
es la ausencia de evaluaciones que permitan conocer con
detenimiento el impacto de las mismas, la información disponible
muestra que en la década de los años '90 continúa
en la mayoría de los países de la región la
expansión de la matrícula escolar que caracterizó
a las décadas anteriores, y se percibe un significativo
aumento de la escolarización en los niveles inicial y medio.
De todos modos, hay en la actualidad indicios suficientes para
que comience a tener lugar la hipótesis de que se esté
llegando a un techo en la capacidad de expansión de los
sistemas educativos, si no se hace una profunda revisión de
las políticas que se vienen implementando hasta la
actualidad (López, 2002).
En términos generales, se sabe que los procesos de
avance en los programas de desarrollo social siguen una
dinámica según la cual los logros son cada vez más
dificultosos y requieren de mayores recursos en la medida en que
se aproximan a sus metas finales. En contextos de baja
escolarización, por ejemplo, la educación forma parte
de lo que se podrían denominar como "áreas blandas" de
la política social, es decir, aquellas que ofrecen menos
resistencia al cambio (Kaztman
y Gerstenfeld, 1990). En estos contextos, la ampliación de
la oferta o la implementación de ciertas reformas en
términos de gestión, por ejemplo, pueden tener un gran
impacto en la ampliación de dicha cobertura. En la medida en
que se avanza en el proceso de expansión del sistema
educativo y en una mayor cobertura de la demanda, la sociedad en
su conjunto debe realizar mayores esfuerzos e inversiones para continuar
hacia la plena escolarización. Cuando ya se tiene a tres de
cada cuatro adolescentes escolarizados, lograr captar a aquellos
que quedan afuera significa neutralizar los efectos de la
exclusión, la marginalidad, la creciente
deslegitimación de la educación formal, etc. Así,
la educación paulatinamente se va colocando dentro del
conjunto de las llamadas "áreas duras" de la política
social.
La idea de que la educación se instaló en las
áreas duras de las políticas sociales implica que el
avance hacia metas de mayor captación y retención de
los niños y adolescentes para proveerles una educación
de calidad requiere de mayores esfuerzos, capaces de remover
aquellos obstáculos estructurales que se
presentan.
Desde el punto de vista operativo, las herramientas de
políticas que se mostraron muy eficientes al momento de
iniciar los procesos de expansión de la cobertura, o
aquellas otras que llevaron a los sistemas de educación al
nivel de logros que pueden mostrar en la actualidad no
necesariamente son las adecuadas para poder avanzar hacia sus
metas de educación de calidad para todos (Tedesco y
López, 2002).
b) Desafíos hacia el futuro.
Profundizar en la noción de educabilidad permite
identificar ciertas cuestiones que dan lugar a algunas
recomendaciones de políticas sociales y educativas. En
efecto, cuando se destaca que se trata de un concepto relacional,
lo que se está marcando es que nadie es educable o
ineducable en sí mismo, sino que su situación de
educabilidad depende de la distancia que existe entre los
recursos que la escuela requiere de cada persona para que pueda participar
del proceso educativo, y aquellos recursos que estas personas
portan.
Reducir los déficit en términos de
educabilidad, o revertir los procesos de deterioro de las
condiciones de educabilidad que resultan de las transformaciones
sociales ocurridas en la región, es operar precisamente en
esa relación, procurando reducir esa distancia al
mínimo. Ello implica actuar sobre la escuela y los sistemas
educativos en su conjunto, procurando el desarrollo de
estrategias pedagógicas que partan de un mayor
reconocimiento de la situación de sus alumnos (acercar la
escuela a las familias), y al mismo tiempo operar sobre los
múltiples mecanismos de integración social, con el fin
de que las familias puedan acceder a aquellos recursos que hacen
posible que sus niños y adolescentes puedan asumir y hacer
efectivo el compromiso de educarse (acercar a la familia a las
escuelas).
La dimensión pedagógica representa un
área que debe ser priorizada en un futuro inmediato por los
sistemas educativos para poder avanzar en sus metas. Si bien
acciones que fueron constitutivas de las políticas de
equidad y programas compensatorios desarrollados en la
década pasada, tales como orientar recursos para
infraestructura y equipamiento o suministrar materiales
didácticos para el trabajo en las aulas, siguen siendo
necesarias para poder abordar la enseñanza a sectores
sociales muy empobrecidos o excluidos, hoy debe sumarse a ellas
un profundo debate en torno a las estrategias pedagógicas
que se están llevando adelante.
Por un lado, cabe insistir en la pregunta de cómo
se educa a niños y adolescentes que viven diversas formas de
segregación o marginación social. Escenarios
caracterizados por la guerra, la violencia, la desesperanza, son
ejemplos de la necesidad de identificar y promover nuevas formas
de abordar las prácticas de enseñanza y aprendizaje,
diseñadas específicamente a partir de un profundo
conocimiento de estas realidades. Por otra parte, en tanto las
prácticas en el aula se apoyan también en las
representaciones, valores y predisposiciones de los alumnos, el
problema de la educabilidad no sólo es un problema asociado
a la pobreza, sino que atraviesa al conjunto de los estratos
sociales.
Este último fenómeno es hoy más visible
en el caso de la educación media. Las políticas
orientadas a retener a los adolescentes en las escuelas y
aumentar así la cobertura en la educación media han
sido exitosas en buena parte de los países de la región
durante la década del 90. Como consecuencia de ellas, las
aulas se van llenando de jóvenes que habitualmente no
conformaron el alumnado típico de las escuelas medias, y
esta diversidad de trayectorias sociales y expectativas que
portan estos nuevos alumnos comienza a aparecer como un nuevo
desafío para los educadores. Las culturas juveniles se
filtran al aula, y atentan contra un clima de trabajo esperado,
tradicionalmente efectivo en estas instituciones.
Ahora bien, como ya se adelantó, un recorrido por
las zonas más castigadas de la región nos pone ante
escenarios frente a los cuales no hay pedagogía posible. Es
aquí donde aparecen los límites de las
políticas educativas, y la necesidad de demandar un
mínimo de equidad y bienestar para poder educar. Así
como no es posible promover una sociedad más justa y
equitativa sin profundizar en estos cambios en el campo
educativo, tampoco es posible sin políticas sociales que
garanticen estos mínimos de bienestar para poder
educar.
Se diluye aquí el límite entre las
políticas educativas y el resto de las políticas
sociales.
Frente a un horizonte de búsqueda de mayor equidad
y cohesión social, se instala la necesidad de promover una
articulación compleja de las políticas educativas con
políticas económicas, de promoción social, de
salud, de familia, de fortalecimiento comunitario, etc. Esto
lleva a la necesidad de profundizar en los esfuerzos por pasar de
prácticas políticas sectoriales hacia una visión
integrada y transversal de las políticas de desarrollo,
entre las cuales las educativas ocupan un lugar de
privilegio.
La creciente variedad de escenarios que se va
consolidando a partir de los procesos de diversificación
cultural y los de fragmentación social, marginación y
exclusión, y la necesidad de iniciar un camino de
articulación de políticas sectoriales hacia un abordaje
transversal en torno a problemas sociales
específicos lleva a poner la mirada en la dimensión
local. En efecto, frente a las múltiples configuraciones
sociales, económicas y culturales que profundizan la
diversidad y las desigualdades al interior de nuestras
sociedades, cada vez resulta menos operativa la
implementación de esquemas universales de política, que
tienden a homogeneizar en sus acciones, fortaleciendo así
las desigualdades. Por el contrario, se fortalece la necesidad de
diseñar estrategias acordes a las especificidades de cada
comunidad, a partir de un profundo conocimiento de ellas, y es en
el espacio local donde se puede dar una adecuada
articulación de actores que resulte en diagnósticos
más precisos y una adecuada evaluación de los recursos
disponibles para cimentar en ellos las acciones, y así
tender al diseño de políticas que abran camino al
acceso a una educación de calidad.
Pero además cabe destacar que el ámbito local
muestra mayor potencialidad a la hora de promover acciones de
política no sectoriales, como efecto de la posibilidad de
desarrollar modalidades innovadoras de articulación de
políticas, nuevas formas de gestión de los recursos, y
un mayor aprovechamiento de oportunidades. Si bien la
búsqueda de acciones transversales implica enfrentarse con
obstáculos que devienen del involucramiento de
múltiples actores y agencias gubernamentales con normas y
estrategias diversas, y diferentes grados de autonomía,
hábitos y estilos de acción, dichos obstáculos
pueden ser salvados en la medida en que existan factores
culturales y políticos que facilitan la integración,
tales como los liderazgos personales o institucionales, el
desarrollo de la organización y normas de
convivencia, la participación comunitaria y la iniciativa
del gobierno local en el impulso de políticas
sociales.
"Estos tienden a la promoción de procesos de tipo
sinérgico, donde la solución de un aspecto,
correspondiente a un sector, coadyuva a la solución de
aspectos problemáticos de otros sectores y todo ello
contribuye a desarrollar procesos de aprendizaje y empoderamiento
con márgenes crecientes de confianza y reglas del juego más estables. Los
procesos de empoderamiento fortalecen institucionalmente tanto a
las organizaciones de la comunidad
como al gobierno local conformando de este modo formas locales de
poder político y desarrollo de nuevos liderazgos. La
dinámica política local adquiere así mayor
autonomía frente a las dinámicas
provinciales/estaduales o nacionales, las cuales comúnmente
tienden a "partir" el ámbito local con sus propias
lógicas (de partidos políticos o de
áreas de gobierno al servicio de caudillos
enrolados en fracciones distintas)" (N. Neirotti,
2003).
En síntesis, dos de las principales líneas de
trabajo que deben abordarse para profundizar en los logros de los
sistemas educativos y tender hacia una educación de calidad
para todos están en el campo de la pedagogía, buscando
la forma de llegar con propuestas más ajustadas a niños
y adolescentes de orígenes sociales y culturales cada vez
más diversos, y en el campo del diseño y gestión
de políticas, promoviendo acciones integradas y
transversales que den prioridad a la especificidad y
precisión de los espacios locales frente a la generalidad y
ambigüedad de las propuestas universales.
Trabajar en estas dos líneas tiene, desde ya, sus
riesgos. La experiencia
reciente nos alerta respecto a que se está muy cerca del
peligro de promover acciones que terminen profundizando las
inequidades ya existentes. Es posible ver hoy en nuestra
región cómo al desarrollar ofertas educativas acordes a
las características de los alumnos se termina creando
escuelas pobres para pobres y escuelas ricas para ricos, o
cómo la descentralización, en tanto modo de promover
estrategias con base en lo local, se traduce en un profundo
debilitamiento de instancias de gobierno de los sistemas
educativos y sociales que permitan garantizar la equidad en el
acceso al conocimiento. Todavía queda mucho por aprender de
una revisión profunda y crítica de los procesos
de reformas implementados en cada uno de nuestros países en
los últimos quince años, y el avance en estas
líneas de política educativa estaría condenado al
fracaso si no se nutre de los logros y los desaciertos ya
experimentados en la región.
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UNICEF/Losada.
1. Este trabajo es una versión reducida y
actualizada del documento "Las condiciones de educabilidad de los
niños y adolescentes de América Latina", elaborado por
Néstor López y Juan Carlos Tedesco en junio del
año 2002, en el marco del proyecto "Educación,
reformas y equidad en los países de los Andes y Cono Sur",
que IIPE UNESCO Buenos Aires está llevando a cabo con
financiamiento del Programa de Educación y
Medios de la Oficina de la Fundación Ford
para el Área Andina y del Cono Sur.
2. Investigador de IIPE UNESCO Buenos Aires. E-mail:
n.lopez[arroba]iipe-buenosaires.org.ar Educación y equidad.
Algunos aportes desde la noción de educabilidad:
Néstor López