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Ética y corrupción en la administración de justicia (página 26)




Enviado por yivanz64



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6.23.2 LA ORGANIZACIÓN DEL SISTEMA JUDICIAL
ENTRE 1980 Y 1992

En principio, debe tenerse presente que las primeras
manifestaciones de la violencia
terrorista se dieron cuando el país iniciaba un proceso
democrático luego de doce años del gobierno de facto
de la Fuerza Armada.
Las instituciones
del sistema judicial no habían alcanzado la madurez
necesaria para hacer frente a fenómenos complejos como el
rápido desarrollo de
un conflicto
armado.

Desde antes de 1980, mucho antes de la violencia
terrorista, el Sistema Judicial peruano había venido
reproduciendo históricamente circunstancias y estructuras
inadecuadas, no obstante intentos de reforma judicial iniciados
durante el gobierno militar. Aquéllas que tuvieron una
especial incidencia en el tratamiento de la subversión
fueron la falta de autonomía e independencia
en la selección
de sus miembros, la insuficiencia en la asignación y
empleo de los
recursos, la
irracional carga procesal, la falta de capacitación de los magistrados y la
ausencia de condiciones elementales de seguridad para
estos funcionarios.

En efecto, si bien la Constitución de 1979 significó un
avance respecto de la legislación anterior, al crear el
Consejo Nacional de la Magistratura como un órgano
constitucionalmente autónomo que participaba en el
nombramiento de los miembros del Poder Judicial
y del Ministerio Público, ello no eliminó la
intromisión del Poder
Ejecutivo y Legislativo en la selección y nombramiento
de magistrados.

En efecto, los Magistrados del Poder Judicial
eran nombrados por el Presidente, a propuesta del Consejo
Nacional de la Magistratura, requiriendo los vocales supremos
además la ratificación del Senado 6. Tanto el Poder
Ejecutivo como el Poder
Legislativo tenían capacidad de decisión sobre
la designación de miembros del Poder Judicial y del
Ministerio Público, con lo cual se vulneraba claramente el
principio de separación de poderes, y por tanto, la
autonomía e independencia de estos organismos. De otro
lado, una organización judicial deficiente,
consagrada en la Ley
Orgánica del Poder Judicial, impedía que este
generara condiciones de independencia. Al no existir
órganos de gobierno reales, el Poder Judicial no
sólo no podía planificar su desarrollo, sino que
tampoco podía generar ni opinión ni planteamientos
inmediatos. No había condiciones para su independencia ni
órganos encargados de generar planteamientos
propios.

Del mismo modo, la independencia del Sistema Judicial,
exigía contar con los recursos económicos que le
permitieran proveer la infraestructura y condiciones
remunerativas mínimas para asegurar su eficaz
funcionamiento.7. No obstante, en la práctica, nunca se
llegó ni siquiera al 1%, sea por falta de recursos, sea
por falta de voluntad política. Incluso es
de anotarse que si bien la Constitución de 1979 en una
Disposición Transitoria permitió el aumento
progresivo de la asignación presupuestal hasta alcanzar el
2%, en los hechos esto se incumplió, pues hubo años
que el porcentaje decreció, contrariando la progresividad
del aumento.8

Como consecuencia, no existió una infraestructura
mínima adecuada para llevar a cabo los procesos
judiciales y, por ejemplo, desplegar los esfuerzos necesarios
para recopilar el material probatorio destinado al juzgamiento de
los delitos en la
etapa prejudicial y en la etapa judicial. Mientras las
deplorables condiciones de trabajo
empantanaban el sistema judicial y lo hacían ineficaz para
responder con mínima eficiencia al
nuevo requerimiento que planteaban la extensión de la
subversión armada, los ínfimos sueldos de los
magistrados y demás funcionarios del Sistema Judicial,
servían de abono a la corrupción.

———————————————

6 «Art. 245º.- El Presidente de la
República nombra a los Magistrados, a propuesta del
Consejo Nacional de la Magistratura. El Senado ratifica los
nombramientos de los Magistrados de la Corte Suprema.»
7«Art. 238º.- La Corte Suprema formula el presupuesto del
Poder Judicial. Lo remite al Poder Ejecutivo para su
inclusión en el proyecto de
Presupuesto General del Sector
Público. Puede sustentarlo en todas sus etapas.»
El Presupuesto del Poder Judicial, no es menor del dos por ciento
del presupuesto de gastos corrientes
para el Gobierno Central».

7 En esa línea, la Constitución de 1979
establecía que el 2% de los gastos corrientes del
Presupuesto del Gobierno Central, debía ser destinado al
Poder Judicial

8 Presupuesto del Poder Judicial en el Perú
(1980-1992)

Años Monto Asignado Porcentaje
Asignado

1980 2,195 0.34

1981 8,316 0.69

1982 14,147 0.70

1983 25,383 0.81

1984 54,788 0.72

1985 102,168 0.54

1986 155,653 0.63

1987 444,112 0.93

1988 1´096,890 0.68

1989 8´043,932 0.62

1990 4’ 857, 541 0.15

1991 38’ 234, 400 1.37

1992 97’ 757, 756 1.40

 

Un caso emblemático lo constituye el reducido
número de fiscales con los que contaba el Ministerio
Público, lo que hacía imposible que éste
cumpliera adecuadamente con sus funciones,
sobretodo, si se tiene en cuenta el amplio número de los
miembros de las fuerzas policiales y de las fuerzas armadas que
podían iniciar y dirigir procesos de investigación preliminar, que debían
ser objeto de control por el
Ministerio Público. Es decir, mientras existía un
amplio número de agentes policiales y militares que
controlar, el número de fiscales encargados de este
control era, en clara desproporción, extremamente menor,
lo que impedía en la práctica que tal control se
diera en la práctica de manera eficaz.

El informe
defensorial Num. 77, sobre ejecuciones extrajudiciales de la
Defensoría del Pueblo, de agosto del 2003 ayuda a
identificar un problema adicional, constituido por la
creación de organismos especializados en la
protección de derechos humanos,
pero carentes de normatividad que le hiciera funcionales. Esta
fue una gran oportunidad perdida para proteger los derechos humanos en el
contexto de la lucha antisubversiva: *

El sistema judicial era extremadamente ineficaz en su
organización y en la distribución de la carga procesal de los
diversos órganos que lo integran. Así,
existió un altísimo número de detenidos que
se mantuvieron en tal condición por un periodo muy largo
de tiempo antes
de ser procesados, así como numerosos procesados que
durante un extenso período, (en muchos casos superior a su
eventual condena), no habían sido
sentenciados.9

Así, si bien la Ley N° 25031 de fecha 02 de
junio de 1989 -la cuarta Ley Antiterrorista más importante
emitida en esta etapa-, modificó varios artículos
de la Ley N° 24700, disponiendo que en los procesos penales
seguidos por delito de
Terrorismo, la
instrucción debería estar obligatoriamente a cargo
de un juez especial designado por las Cortes Superiores, y que el
juzgamiento necesariamente debería estar a cargo de los
Tribunales Correccionales Especiales designados por la Corte
Suprema, resulta revelador el hecho de que a febrero de 1992
—es decir, que 3 años después de emitida esta
norma y de incrementada la cantidad de detenidos y denunciados
por el delito de Terrorismo— sólo existiesen en Lima
dos jueces especializados nombrados para los casos de
terrorismo.10

Otro de los problemas que
aquejaba al Poder Judicial era la inexistencia de una carrera
judicial. En efecto, quienes eran elegidos como magistrados,
jueces y fiscales, no necesariamente habían
desempeñado cargos jerárquicamente inferiores
dentro del escalafón judicial, al cual en muchos casos era
posible ingresar directamente, como Vocal Superior o Supremo, o
como Fiscal de
estas mismas instancias. Asimismo, entre los criterios de
selección no se encontraba el de mérito o
antigüedad, para efectos de cubrir las plazas vacantes.
Tampoco existía un órgano cuya función
específica fuera la formación y capacitación
de jueces y fiscales. Ante esta carencia, éstos empezaban
a ejercer la función jurisdiccional o fiscal con las
falencias propias de la formación universitaria, sin haber
recibido ningún tipo de capacitación.

——————————————-

* Durante el contexto de graves violaciones a los
derechos humanos que experimentó el Perú, el
Ministerio Público adecuó su estructura
orgánica con el propósito de garantizar mejor la
protección de los derechos fundamentales de la población. Así, en 1985 se
redefinió, mediante Resolución Nº
614-85-MP-FN, la Oficina General
de los Derechos Humanos, encomendándole la genérica
tarea de apoyar la labor del Fiscal de la Nación
en la información y seguimiento de las denuncias
sobre violaciones de los derechos humanos. En el referido
texto legal se
precisaba que para el cumplimiento de estos fines sus funciones
específicas serían las de orientar, recibir y
canalizar las denuncias así como efectuar el seguimiento
de las mismas; establecer y mantener la
comunicación con los organismos nacionales e
internacionales sobre toda circunstancia relacionada con
presuntas violaciones de derechos reconocidos en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos; tomar
conocimiento
directo de las denuncias para luego derivarlas a las instancias
pertinentes, entre otras. Por otro lado, mediante
Resolución de Fiscalía de la Nación
Nº 092-89-MP-FN, de fecha 23 de marzo de 1989, se
incorporó, como órgano de línea de la
Fiscalía de la Nación, la Oficina General de
Defensoría del Pueblo y Derechos Humanos. Posteriormente,
y sobre la base de la referida oficina, la Fiscalía de la
Nación, mediante Resolución Nº 192-89-MP-FN,
de fecha 27 de abril de 1989, creó la Fiscalía
Especial de Defensoría del Pueblo y Derechos Humanos. Si
bien esta última disposición prescribía que
la referida Fiscalía Especial elaborara el Reglamento de
Organización y Funciones correspondiente, al parecer este
texto no fue preparado ni aprobado, pues no fue publicado en el
diario oficial El Peruano ni se encuentra registrado en el
archivo del
Ministerio Público.

Esta circunstancia denota la ausencia de un marco
normativo adecuado que determinara expresamente las funciones y
competencias
de las referidas fiscalías especiales, sobre todo a
efectos de diferenciarlas de las funciones y competencias de las
Fiscalías Provinciales Penales

 

La falta de capacitación tuvo, por lo menos, dos
consecuencias de suma importancia: I) la deficiente
formación del magistrado y de los fiscales en materia
constitucional y el desconocimiento de las disposiciones
internacionales sobre derechos humanos, coadyuvaron en muchas
ocasiones a que éstas no fueran aplicadas, al ser
consideradas como normas
foráneas, inaplicables a nuestra realidad,
perdiéndose así la posibilidad de que los
órganos del Sistema Judicial tuviesen una adecuada
perspectiva constitucional de la legislación
antiterrorista; y II) los fiscales desconocían el alcance
de su papel de garantes en las diferentes etapas del proceso
penal, frente a la actuación policial, militar e incluso
judicial. Esto resultaba apremiante si tenemos en cuenta que
recién —con la promulgación de la
Constitución de 1979— el Ministerio Público
fue reconocido como un órgano autónomo.

Estas carencias se vieron reflejadas en la deficiencia
de la actuación fiscal (por ejemplo, en la
investigación y generación de pruebas) y en
la mala calidad de las
resoluciones judiciales, las cuales carecieron de una debida
motivación, en tanto el sustento de las
mismas fue, en la mayoría de los casos, la aparente
aplicación estricta y mecánica de la norma, sin tomar en cuenta
los principios,
valores y los
derechos fundamentales que rigen a una sociedad en un
contexto específico. Un factor adicional a considerar
dentro de los factores estructurales que hacían del
sistema judicial un agente de violencia es el de la inseguridad de
los magistrados del Poder Judicial y del Ministerio
Público. Sin las condiciones mínimas de custodia
necesarias para ejercer sus funciones, los funcionarios
terminaban sintiéndose presionados por las amenazas
implícitas o expresas hechas por los grupos
subversivos, y por ello, condicionando muchas de sus decisiones.
Un caso emblemático de las amenazas recibidas por los
fiscales es la investigación del caso de Cayara, en
efecto, en este caso, el Dr. Manuel Catacora Gonzáles,
encargado de la Fiscalía de la Nación,
encomendó al doctor Carlos Escobar Pineda, Fiscal Superior
Comisionado de Ayacucho, la investigación de las denuncias
respecto de la muerte y
desaparición de comuneros del distrito de Cayara, el 14 de
mayo de 1988, concluyendo que existían suficientes
elementos para denunciar los hechos, presumiendo la responsabilidad del Jefe del Comando
Político Militar de la Zona de Seguridad Nacional Central
Nº 05 de Ayacucho, General del Ejército Peruano
José Valdivia Dueñas.

Sin embargo, durante la investigación realizada
por ésta autoridad,
sucedieron hechos de grave singularidad como la muerte de
testigos y las amenazas repetidas al fiscal, al punto que se
debió cambiar al titular encargado de la
investigación. Como consecuencia, en el ámbito del
Ministerio Público existen hasta tres dictámenes o
pronunciamientos sobre la investigación de lo que
había sucedido en Cayara, culminando en el emitido por el
Dr. Jesús Granda Olaechea, Fiscal Provincial, quien
concluye que no existían elementos para denunciar a
ninguna persona y
ordenaba archivar provisionalmente la investigación,
dejándola, en efecto, en la impunidad. La
única norma dictada con este propósito, fue la Ley
N° 24700 del 22 de junio de 1987, que dispuso algunos
mecanismos de seguridad para el procedimiento de
la investigación policial, la instrucción y el
juzgamiento de los delitos de Terrorismo.

No obstante, las coordinaciones de seguridad que la ley
autorizaba no llegaron a hacerse efectivas, con lo cual los
magistrados se encontraban en una situación de alta
vulnerabilidad. Más aún, incluso en la
drástica estrategia
antiterrorista estatal de 1991, elaborada dentro de un contexto
de violencia sistemática, resguardar a los magistrados no
pareció siquiera un tema a considerar. Incluso la nueva
Ley Orgánica del Poder Judicial, (Decreto Legislativo
N° 612), se limitó a establecer que la Policía
Nacional tenía bajo su responsabilidad la custodia y
seguridad de los magistrados e instalaciones del Poder
Judicial.

—————————————————

9 Ver TAYLOR, Lewis. La
estrategia contrainsurgente, el PCP-SL y la guerra civil
en el Perú, 1980-1996. En Revista
Debate Agrario
N° 26. Pág. 95. 10 Nota periodística publicada
el 20 de febrero de 1992 en el Diario «La
República».

 

6.23.3 LA
LEGISLACIÓN QUE REGULABA EL FUNCIONAMIENTO DEL SISTEMA
JUDICIAL

Otro factor estructural de violencia en el
período 1980-1992 fue la legislación
antiterrorista, que determinaba tanto la tipificación y
penalización de los delitos de Terrorismo, como la
estructura del proceso y las funciones que correspondían a
cada uno de los órganos del Sistema Judicial, en la
tramitación del mismo.

Los aspectos de aquella legislación más
propensos a afectar el derecho al debido proceso de los
inculpados y, por lo tanto, a actuar como factores estructurales
de violencia contra los derechos de las personas eran la
tipificación imprecisa del terrorismo, la
mediatización de la labor del Ministerio Público en
la etapa de la investigación preliminar y la
derogación —en 1987— de las normas que
disponían la puesta a disposición de los detenidos
en los juzgados cuando éstos lo requiriesen.

Está fuera de cuestión que el Estado
tiene el derecho de defenderse y de calificar de la manera
más apropiada el delito que cometen quienes deciden llevar
a cabo acciones de
subversión armada del orden constitucional. Es, sin
embargo, preciso enfatizar que el derecho estatal a defenderse
debe desarrollarse dentro de los marcos legales
internacionalmente reconocidos y soberanamente adoptados a
través de la ratificación de diversos tratados. Es
esencial, por lo tanto, cerciorarse de que las acciones armadas
de los grupos subversivos que den apropiadamente tipificadas con
el fin de evitar imprecisiones que afecten los derechos de los
inculpados.

El delito de terrorismo, que fue la opción
elegida para reprimir las acciones de los grupos subversivos fue
tipificado desde un inicio, de forma amplia, imprecisa y
abarcando diversas conductas, lo que generaba una gran
inseguridad, pues permitía condenar por un mismo delito a
personas cuyas conductas no guardaban ninguna proporcionalidad
entre sí a aplicar penas desproporcionadas o a procesar a
personas que no tenían vinculación con los grupos
subversivos. La Comisión ha revisado a profundidad el
marco legal antiterrorista y sus efectos, en la sección de
«Crímenes y Violaciones de los Derechos
Humanos». Baste aquí —brevemente—
recordar que los tipos penales fueron objeto de diversas
disposiciones sucesivas (Decreto Legislativo 046 de 1981, Ley
24651 de 1987, Ley 24853 de 1988, Decreto Legislativo 635 de
1991) que, en lugar de responder a la necesidad de una adecuada
comprensión del delito en cuestión, resultaron de
un proceso coyuntural donde se respondía ante el
agravamiento del fenómeno del terrorismo con el aumento de
la severidad de las penas, que se concebían como el
elemento esencial de la política de prevención del
delito.11

11 El tipo base de terrorismo en el Decreto Legislativo
N° 046 fue sancionado con una pena privativa de libertad que
podía oscilar entre 10 y 15 años. Los supuestos
agravados podían ser sancionados con una pena no menor de
12 años o no.

Otro de los problemas más saltantes del Sistema
Judicial fue —y por desgracia continúa
siéndolo— su morosidad, debido a lo engorroso de los
procedimientos, tanto civiles como penales.12 De
conformidad con la legislación antiterrorista vigente en
este período, el proceso iniciado por delito de terrorismo
se regía, en todo lo que no se encontraba regulado por
leyes
especiales, por las normas establecidas para el proceso ordinario
establecido en el Código
de Procedimientos Penales de 1940. 13 Este procedimiento no se
adecuaba —ni se ha llegado a adecuar hasta la fecha—
a la realidad en la que tenía que funcionar puesto que, no
permitía que en la lucha contra la criminalidad, el
proceso llegara a obtener un balance entre su efectividad y el
resguardo de las garantías del debido proceso. Así,
el proceso penal ordinario impedía el adecuado
procesamiento de los delitos, por cuanto limitaba la capacidad
del Juez de dirigir el proceso y de producir medios de
prueba, así como la capacidad de las partes (procesado,
actor civil y agraviado) de aportar medios probatorios, y no
garantizaba adecuadamente el derecho fundamental a un debido
proceso.14

Por otro lado, se debe considerar que, de forma paralela
al proceso ordinario previsto en el Código de
Procedimientos Penales, se regularon diversos procedimientos
especiales en torno a los
diferentes tipos penales, los que vaciaron de contenido al
proceso previsto en dicho cuerpo legal. La Comisión no
puede dejar de mencionar que las ineficiencias del sistema no
resultaban tan sólo en la encarcelación de
inocentes sometidos a largos procesos judiciales (en el estudio a
profundidad referido a la situación carcelaria se nota,
por ejemplo, la situación de militantes de grupos legales
de izquierda acusados de ser miembros del PCP-SL), sino
también en la sostenida liberación de personas con
efectiva filiación en los grupos subversivos armados,
motivada por la ausencia de pruebas suficientes que acreditaran
la comisión del delito. Asimismo, debe agregarse que si
bien las sucesivas normas que modificaron los artículos
62°, 72° y 136° del Código de Procedimientos
Penales buscaron implementar una etapa de investigación
preliminar con la activa participación fiscal, con el
propósito de que su participación garantista
volviera cada vez menos necesaria la etapa procesal de la
instrucción, (la misma que se había convertido en
la principal razón de la morosidad de los procesos
penales), ello no pudo ponerse plenamente en práctica,
debido al reducido número de fiscales y a la falta de
comprensión y conocimiento de su rol garantizador de la
investigación preliminar.

Así, la falta de una actuación plena de
parte del Fiscal en la investigación preliminar, hizo que
las diligencias llevadas a cabo en dicha etapa no hayan podido
adquirir valor
probatorio, lo que motivó la necesaria repetición
de las diligencias realizadas en sede policial.

En menores de 15 años, hasta con el internamiento
del delincuente cuando se causara la muerte o lesiones graves a
personas. Las modificaciones posteriores agravaron las penas para
este delito incrementando las penas mínimas establecidas.
Como pudo apreciarse la tendencia fue el agravamiento de las
penas como forma de prevención y represión. 12
Así, en materia procesal civil, existía un proceso
anacrónico vigente desde 1912, que privilegiaba la
formalidad excesiva, la escrituralidad en lugar de la
inmediación y terminaba fomentando los incidentes
dilatorios que impedían una eficiente y oportuna
solución de los conflictos.
Esta situación empezó a cambiar en 1992, con la
promulgación del Código
Procesal Civil, que entró en vigencia al año
siguiente. 13 En específico ello es dispuesto por el
Decreto Ley N° 24700 de fecha 24 de junio de 1987 14 Algunos
elementos del proceso penal ordinario que sustentan esta
posición se observan en los siguientes artículos
del Código de Procedimientos Penales: el artículo
124° requiere que el inculpado informe si ha sido antes
procesado o condenado remitiéndose a un ya vedado
«Derecho Penal de
autor», el artículo 138° señala que el
número de testigos será limitado por el juez
«según su criterio» al necesario para
esclarecer los hechos que crea indispensables. El artículo
127° (recientemente derogado) señaló que el
silencio del inculpado en la instructiva podía ser tomado
como indicio de culpabilidad.
El Código de Procedimientos Penales no regula la
aportación de pruebas por el agraviado, tampoco regula la
prueba indiciaria. En materia de impugnaciones el Código
Procedimientos Penales no requiere que las impugnaciones sean
fundamentadas, así en el caso de apelación el
Código ni siquiera condiciona su procedencia a la
expresión de los motivos de la impugnación o
agravio lo cual no significa que en la práctica
ésta no sea necesaria, sin embargo, refleja la poca
precisión del Código en la regulación de sus
instituciones.

La Constitución de 1979 en su artículo
250°, inciso 5°, y la Ley Orgánica del Ministerio
Público, en su artículo 9°, establecieron que
la etapa de investigación preliminar era una
investigación policial; es decir, que se encontraba
dirigida por las fuerzas policiales, y que la
participación del fiscal se reducía a la supervisión y vigilancia, interviniendo en
esta investigación con el fin de garantizar que en ella se
respeten los derechos humanos de los procesados y se recolecten
las pruebas pertinentes.15

Sin embargo, las normas antiterroristas
únicamente regularon la participación del
Ministerio Público en tres aspectos: I) como ente receptor
de la información que debería brindarle la
policía de las diligencias realizadas y las decisiones
adoptadas en la investigación preliminar; II) como entidad
cuya presencia era formalmente necesaria en las diligencias
realizadas luego de comunicada la detención; y III) como
ente encargado de constituirse en la sede policial en la que se
encontraba el detenido, a fin de tomar contacto con
éste.

Pero como la legislación no reguló un
procedimiento especial que permitiera al Ministerio
Público cuestionar o impugnar las decisiones y actuaciones
policiales tomadas en la etapa de investigación
preliminar, que comprendían desde la detención del
ciudadano hasta su liberación o efectiva puesta a
disposición del juzgado; la labor supuestamente garantista
del fiscal en esta etapa preliminar, en la práctica se
encontró subordinada a las decisiones policiales, lo que
en definitiva, afectó la salvaguarda de los derechos del
detenido, más aún si tenemos en cuenta que la
Policía no se limitó a utilizar los mecanismos
legales previstos, tal como se comprobó con las graves y
extendidas violaciones de los derechos humanos ocurridas en estos
años.

Dichas vulneraciones, en gran medida, fueron producidas
porque el Fiscal entendió que ante la falta de
regulación legal de mecanismos especiales de
cuestionamiento o impugnación de las decisiones y
actuaciones policiales, se encontraba subordinado a la labor
policial respaldada por la Constitución Política de
1979; convirtiéndose en un mero «testigo» de
la actuación policial, sin ser realmente un garante de la
legalidad de
sus actos.16

Al rol secundario de los fiscales, hay que agregar la
subordinación del juez penal en la etapa de
investigación preliminar. En efecto, el artículo
2°, inciso 20°, literal g) de la Constitución de
1979, establecía que las fuerzas policiales debían
poner al detenido a disposición del Juzgado cuando
éste lo requiriese.

Por otro lado, una disposición similar
contenía el artículo 9° literal a) del Decreto
Legislativo N° 046, sin embargo, esta norma fue derogada por
el Decreto Ley N° 24651, de fecha 20 de marzo de 1987. Lo
señalado implicaba una merma de la competencia de
los jueces o de su llamada «jurisdicción
preventiva», pues se entregaba a la policía una
potestad eminentemente jurisdiccional, como era decidir sobre el
levantamiento o la continuación de la detención,
con el agravante de que el mismo juez no podía cuestionar
esta decisión, pues no podía actuar de oficio. En
ese mismo sentido, todas las normas vigentes en esta primera
etapa del fenómeno terrorista sustrajeron del
ámbito jurisdiccional la competencia de decidir sobre el
traslado del detenido, y la entregaron a manos de la
policía, dejando así al Juzgado subordinado a estas
decisiones policiales, que como repetimos, no podía
cuestionar directamente en tanto no podía actuar de
oficio.

Un factor de especial importancia son los antecedentes
de las leyes sobre arrepentimiento, que surgieron en esta
época. En efecto, la ley N° 25103, de fecha 5 de
octubre de 1989, concedía ya beneficios como la
reducción, exención o remisión de penas para
aquellos que abandonasen voluntariamente los grupos terroristas y
proporcionen información eficaz sobre su
organización o la identificación de sus miembros o
cabecillas. Cuando la declaración era hecha por el
detenido, ésta podía ser prestada únicamente
ante la policía. El decreto legislativo N° 748 del 13
de noviembre de 1991, determinó que el mismo tratamiento
recibirían las declaraciones realizadas por los
procesados.

Estas normas, en la práctica, terminaron
permitiendo que los policías manipularan en muchos casos
la producción y regularidad de estas
declaraciones que eran utilizadas como medios probatorios contra
los sindicados, con lo cual, indirectamente se les estaba
permitiendo la manipulación de la producción de un
medio probatorio, sin que para ello se cuente con el menor
control fiscal o judicial que garantice su validez, como lo hemos
señalado anteriormente. Lo mencionado se agravó con
el hecho de que, en la práctica, el número de
detenciones realizadas por los miembros de la policía como
producto de
sindicaciones, fue utilizado como un índice para medir su
eficiencia. Una prueba de que este medio probatorio de la
«declaración incriminadora» se obtenía
de una manera viciada, o daba lugar a prácticas
repudiables e ilegales como la tortura.

Estos mecanismos no sólo fueron violatorios de
derechos fundamentales, sino que fueron profundamente
ineficientes, porque lo que comúnmente ocurría era
que los autores de estas declaraciones se retractaban de ellas en
las etapas posteriores del proceso penal, ya sea en la
instrucción o en el juicio oral, y la mayoría de
veces como consecuencia de una confrontación o careo entre
el declarante y el sindicado por éste como
terrorista.

—————————————–

15 Ello salvo el caso de la Ley N° 24700 que
cambió el modelo de la
investigación preliminar de una investigación
policial a una investigación dirigida por el fiscal, sin
embargo, esta norma únicamente rigió por dos
años, ya que entró en vigencia el 24 de junio de
1987 y fue derogada por la Ley No. 25031 de fecha 02 de junio de
1989. 16 Una prueba de ello es que en muchos casos los procesos
penales ni siquiera llegaban a iniciarse porque los detenidos
pasaban a tener la calidad de desaparecidos, ante la
inacción del Fiscal.

 

6.23.4 VIOLACIONES A LOS DERECHOS
HUMANOS POR OMISIÓN O ACCIÓN DE LOS OPERADORES DE
DERECHO

Respecto de las violaciones a los deberes del sistema
judicial por omisión deben mencionarse dos aspectos: en
primer lugar, la falta de actuación de dichos
órganos dentro de las posibilidades que le ofrecía
la misma legislación antiterrorista, por más
limitada que esta fuese; y la segunda, ocasionada por la falta de
actuación de éstos dentro del marco de
posibilidades ofrecidas por las normas constitucionales. Respecto
a la primera forma de omisión del deber, se ha descrito
con amplitud el llamado «efecto coladero»17, que
refiere a la ineficacia para reprimir legalmente los actos de
terrorismo, debido a la liberación de detenidos,
procesados o sentenciados por esta causa. No está en
cuestión el evidente deber de los operadores de derecho de
disponer la libertad de quien es inocente, pero es claro que
—así como existió el encarcelamiento de
inocentes debido— hubo también un patrón de
liberación de personas sin mayor
investigación.

Estos fenómenos se explican en parte por factores
estructurales como la deficiente investigación policial,
que hemos reseñado, pero también es indispensable
señalar que hubo grave negligencia de parte de muchos
operadores de derecho, tanto para proteger a los inocentes como
para dejar escapar a los culpables. La negligencia y la
ineficiencia podían manifestarse en distintos puntos del
proceso tales como: la actuación policial deficiente, la
negativa del Ministerio Público de formular
acusación contra muchos de los detenidos, la
decisión del Poder Judicial de que muchos de los casos
contra los que se había iniciado un proceso judicial no
tenían mérito para pasar a juicio oral, la
decisión del Poder Judicial de absolver a muchos de los
procesados, la decisión de los jueces de ejecución
de otorgar beneficios penitenciarios que implicaban la
liberación de los condenados por delitos de Terrorismo; y
por último, la falta de un adecuado régimen de
ejecución
penal, que permitía que los establecimientos
penitenciarios quedasen bajo el práctico control de los
internos efectivamente relacionados al PCP-SL.

Las omisiones relativas al deber de reprimir dentro de
la ley la subversión armada y los actos terroristas
generaron una imagen de
ineficiencia que tuvo efectos perversos, tales como la
justificación popular del autoritarismo y la «mano
dura» del régimen fujimorista, y la tendencia de las
fuerzas de seguridad a cometer crímenes contra los
sospechosos, por la convicción de que si eran llevados al
poder judicial serían liberados y que, por consiguiente,
un «.terrorista vivo es terrorista victorioso
»18

En síntesis,
las omisiones en las que incurrieron los diferentes
órganos del Sistema Judicial, ocasionando el llamado
«efecto coladero» fueron la falta de control de las
decisiones y actuaciones policiales en la etapa de
investigación preliminar, la falta de una debida
recolección de medios probatorios en la etapa de
investigación preliminar y en la instrucción
judicial, que degeneró en la insistencia de las fuerzas
policiales en obtener pruebas débiles o viciadas como la
autoinculpación o la sindicación por medios
ilícitos. Del mismo modo, debe señalarse la falta
de la debida revisión del cumplimiento de los supuestos
para obtener beneficios penitenciarios.

Mención especial merece —en este panorama
de omisiones— la desprotección de los derechos
fundamentales por el Tribunal de Garantías
Constitucionales: la Constitución Política de 1979
creó el Tribunal de Garantías Constitucionales,
como órgano constitucional autónomo, con
jurisdicción a nivel nacional, y competencia para
declarar, a pedido de parte, la inconstitucionalidad de las leyes
y de las normas con rango de ley, así como para conocer en
casación las resoluciones denegatorias emitidas en los
procesos de habeas corpus
y amparo, una vez
agotada la vía judicial. Para efectos de este análisis, resulta de particular
trascendencia estudiar el comportamiento
de dicho tribunal, en lo relativo al conocimiento de procesos de
habeas corpus, por ser éste el mecanismo previsto por
nuestro ordenamiento jurídico para velar por la libertad
individual frente a los casos de detenciones arbitrarias, en las
que podían incurrir la Policía Nacional y las
Fuerzas Armadas, en la reprensión de los delitos de
terrorismo.

Sobre su funcionamiento, Francisco Eguiguren Praeli 19
señala que entre los años de 1983 y 1990, el
Tribunal de Garantías Constitucionales tuvo una presencia
casi nula en la protección de las libertades individuales,
pues, sobre un total de sesenta y cuatro (64) casos sólo
produjo dos (02) sentencias fundadas. Corrobora lo mencionado el
hecho que la carga procesal en materia de Habeas Corpus, se
encontraba principalmente referida a los casos de
detención arbitraria (868 casos) producidos durante el
mismo período. La abdicación del Tribunal de
Garantías Constitucionales en su función protectora
de los derechos fundamentales, construyó un soporte en una
interpretación constitucional que
subordinaba derechos durante la vigencia de estados de
emergencia, a despecho de los instrumentos internacionales de
derechos humanos y de la opinión jurídica
internacional.

Es también un supuesto de omisión de
deberes que constituyó al sistema judicial en agente
violador de derechos fundamentales, la abdicación de la
jurisdicción frente al sistema de justicia
militar. En efecto, durante el período que va hasta 1992,
los jueces del fuero común se inhibieron a favor del fuero
militar o fueron ordenados de hacerlo por instancias superiores,
siempre que se estableció una contienda de competencia.
Sólo un puñado de casos que involucraban a
policías, como el asesinato de presos senderistas en el
hospital de Ayacucho en 1982, el asesinato de Francisco
Ñuflo en 1983, la matanza de Socos en 1983 y el asesinato
del dirigente Jesús Oropeza en 1984 fueron juzgados en el
fuero civil.

Al mismo tiempo, casos notorios como los relativos al
comportamiento de la infantería de Marina en Huanta como
el caso Pucayacu y el caso Callqui en 1984 fueron resueltos a
favor del fuero militar. Esto ocurría durante el
período del conflicto que ha probado ser el más
costoso en vidas humanas, lo que da una idea de la
responsabilidad que le cabe al sistema judicial por alimentar la
sensación de impunidad con la que actuaron los agentes
estatales

Este patrón de abdicación se
profundizó luego con los casos de Accomarca y
Parcco-Pomatambo y Cayara, que quedaron en la impunidad luego de
ser derivados a la justicia militar. Sin perjuicio de la clara
incapacidad del sistema judicial para proteger los derechos
ciudadanos y al mismo tiempo reprimir la violencia terrorista de
manera eficiente, puede afirmarse que en la actividad desplegada
con este propósito el sistema judicial también
incurrió en actos de violencia directa, entre los que se
pueden señalar las detenciones arbitrarias sin que fueran
admitidos a trámite los procesos de habeas corpus, la
incomunicación de los detenidos, muchas veces con
conocimiento de los fiscales, y la falta de control sobre el uso
de medios ilícitos para obtener declaraciones y
demás medios de prueba.

Si bien estos abusos fueron realizados por miembros de
las fuerzas armadas y policiales, se ha comprobado que eran
conocidos por el Poder Judicial y el Ministerio Público,
instituciones que, además de fomentar la impunidad de los
responsables dieron trámite a las denuncias presentadas
sobre la base de medios de prueba obtenidos
ilícitamente.

La falta de control creó el clima de
impunidad que propició prácticas aberrantes como la
desaparición forzada y la tortura. Esta situación
pudo haber sido distinta, si nuestro Poder Judicial no hubiese
abdicado en la defensa de los derechos humanos, y por el
contrario, hubiese aplicado las disposiciones internacionales
sobre la materia, que establecen que existen derechos y
garantías que no pueden ser suspendidos ni siquiera en
estados de excepción. El Informe Defensorial Nº 77
sobre Ejecuciones Extrajudiciales respalda los hallazgos de la
Comisión al señalar que: 20 *

Un ejemplo emblemático de la situación de
mala práctica de análisis de restos humanos y
omisión de denuncia es el caso del encuentro de la
localidad de «Los Molinos», cercana a Jauja, luego de
la realización de un combate regular en que unidades del
Ejército Peruano sorprendieron a una columna armada del
Movimiento
Revolucionario Túpac Amarú. En dicho encuentro, el
Ejército Peruano reportó 6 bajas mortales y 19
heridos, sin embargo, en el bando subversivo se reportaron 63
bajas mortales y ningún herido o prisionero. Si esta
situación tan improbable ya llamaba a investigar, la
gravedad de lo ocurrido adquirió mayor urgencia cuando
civiles de la zona denunciaron ejecuciones arbitrarias de
familiares que vivían en la zona del
enfrentamiento.

——————————————-

17 Ver DE LA JARA Ernesto. Memorias y Batallas en
Nombre de los Inocente
s, IDL, Lima 2002, pp.
39-56.

18 Ver caso Castillo Páez en el tomo
correspondiente. Diligencia de Confrontación entre Juan
Carlos Mejía León y el Sub-Oficial Técnico
de 2ª Dany Quiróz Sandoval, obrante a fojas 1213 del
expediente.

19 EGUIGUREN, Francisco. «El Habeas Corpus en el
Perú»: (enero 1983-julio 1990). En: Lecturas
Constitucionales Andinas I. Comisión Andina de Juristas,
1991.

20 Informe Defensorial sobre Ejecuciones
Extrajudiciales, agosto 2003, Defensoría del
Pueblo.

 

*…en más de la mitad de los 11 casos de
ejecuciones extrajudiciales estudiados por la Defensoría
del Pueblo y Derechos Humanos, sólo se limitaron a remitir
oficios solicitando información sin disponer otras
diligencias preliminares básicas. En efecto, resulta
irregular la omisión de disposición de diligencias
importantes tales como la recepción de la
declaración de los familiares o testigos, la visita o
inspección preliminar a las instalaciones policiales o
militares, el levantamiento de cadáver o la
práctica de la necropsia correspondiente.

Como hemos mencionado, los diversos órganos del
Ministerio Público no sólo tenían
competencia para practicar las diligencias aludidas, sino que las
mismas debieron ser dispuestas en los casos investigados, ello en
razón de la obligación del Ministerio
Público de conducir la investigaciones
de delito (artículo 158º inciso 4 de la
Constitución) y de recaudar los elementos probatorios para
formular una imputación penal (artículo 94º
inciso 2 del Decreto Legislativos Nº 052). Por otro lado,
sólo en uno (Juan Mauricio Barrientos Gutiérrez) de
los 11 caos, el Ministerio Público formalizó
denuncia penal, luego de más de cuatro años de
investigación.

En 4 casos los Fiscales Provinciales Penales ni siquiera
tomaron conocimiento de las denuncias existentes en las
Fiscalías Especializadas en la Defensoría del
Pueblo y Derechos Humanos. Como señala el profesor San
Martín: «Sabemos que en virtud de los principios de
legalidad y de oficialidad, si el fiscal omite realizar las
indagaciones correspondientes comete delito de omisión de
denuncia, previsto y sancionado por el artículo 407º
del Código Penal.

Sin embargo, no se promovió ninguna
investigación para determinar las responsabilidades del
caso, pese a las denuncias formuladas. Sólo se
generó el Informe Nº 02-89-MP-FPMJ que fue emitido
por la Fiscal Provincial de Jauja, Dra. Rosa Chipana Carrera,
donde da cuenta de 63 cadáveres, de los cuales solamente
ocho cuerpos fueron recogidos por sus familiares.

Los 55 cadáveres restantes fueron enterrados en
una fosa común del cementerio de Jauja utilizando una moto
niveladora. De los 8 cadáveres recogidos, sólo 3
correspondían a militantes del MRTA, los otros 5
correspondían a civiles que vivían en la zona del
enfrentamiento, incluyendo una pareja de esposos que
sufría de alteraciones mentales. Estas muertes de civiles
no se investigaron. Es importante dejar constancia, finalmente,
que no obstante que la Policía Nacional (en ese entonces,
la Policía de Investigaciones del Perú)
logró identificar a 32 subversivos por los documentos que
portaban, nadie hizo un esfuerzo por rectificar las partidas de
defunción y los occisos continúan formalmente como
«NN».

 

6.23.5 EL SISTEMA JUDICIAL COMO AGENTE
DE VIOLENCIA ENTRE 1992 Y 2000

El autogolpe de Estado del 5
de abril de 1992, con las consiguientes reformas que
generó, tanto a nivel organizativo como legislativo,
marcó un hito fundamental en el desarrollo del proceso de
violencia. Así, el péndulo osciló del
extremo de la falta de represión del fenómeno del
terrorismo, manifestada en la constante liberación de
terroristas, debido a la carencia de pruebas, o al goce de
beneficios penitenciarios sobre supuestos no comprobados, al
extremo opuesto: numerosos inocentes en prisión
injustamente incriminados 21 .

A diferencia de la etapa anterior, en que el Poder
Judicial incurrió en actos de violencia esencialmente por
omisión, en esta etapa el marco legal introducido,
básicamente con la legislación antiterrorista de
1992, convirtió a todo el Sistema Judicial en una
herramienta represora «hipereficiente»
–cuantitativamente hablando- destinada al expeditivo
encarcelamiento de sospechosos. Asimismo, si bien en esta etapa
las desapariciones y ejecuciones extrajudiciales fueron en
descenso, el número de personas acusadas y sentenciadas
por terrorismo fue en claro aumento, lo que parece confirmar la
hipótesis de que sectores de las fuerzas de
seguridad cometían los crímenes bajo la
convicción de que los detenidos vivos serían
eventualmente liberados.

Al emitirse leyes draconianas que convertían al
sistema judicial en una herramienta de encarcelamiento, se
desestimularon algunas prácticas violatorias. Ello llama a
reflexión sobre la responsabilidad que le cabe al sistema
judicial en la justificación del golpe de 1992 por su
negligencia e ineficiencia.

 

6.23.6 FACTORES ESTRUCTURALES

Al igual que la etapa anterior, nos concentraremos
primero en el análisis de factores estructurales internos,
esto es, la derivados de la creación, conformación
y organización misma de los órganos integrantes del
Sistema Judicial, para luego desarrollar los supuestos de
violencia estructural originada por factores externos, tal es el
caso de la nueva legislación antiterrorista.

————————————–

21 Ver DE LA JARA, Ernesto. Op. Cit., pp. 39.

 

6.23.7 LA ORGANIZACIÓN DEL
SISTEMA JUDICIAL LUEGO DEL GOLPE DE ESTADO
DE 1992

En este período (1992-2000), bajo el argumento de
la «reorganización y moralización del Poder
Judicial» se crearon una serie de órganos de
carácter provisional que, si bien
tenían como fin último colaborar en la
reestructuración del Sistema Judicial,
modernizándolo y eliminando los focos de corrupción existentes, en la
práctica terminaron significando también un claro
mecanismo de injerencia y control del poder político,
constituyéndose, potencial o directamente, en agentes de
violencia. No obstante lo señalado anteriormente, es de
indicar que paralelamente a los cambios en el sistema judicial
persistieron las mismas deficiencias indicadas en la primera
etapa, debido a que derivan precisamente de problemas
históricos de la
administración de justicia en nuestro país; sin
embargo, estas tendrán rasgos propios en función a
los hechos acontecidos en esta etapa. En esta línea
podemos indicar que el sistema judicial experimentó como
factores internos que lo convertían en un agente de
violencia fundamentalmente su falta de autonomía, la
inestabilidad de los magistrados y la inoperancia del Tribunal de
Garantías Constitucionales.

A estos factores hay que agregar la incapacidad estatal
de resolver problemas de larga data como la ineficiencia en la
asignación de recursos, la morosidad de los procesos y la
efectiva inexistencia de la carrera judicial. Entre las medidas
adoptadas por el gobierno autoritario que vulneraron claramente
la autonomía y capacidad de gestión
del Poder Judicial podemos indicar las siguientes:

1. CESES MASIVOS Y NUEVOS
NOMBRAMIENTOS DE MAGISTRADOS EN EL SISTEMA
JUDICIAL.

La instauración del Gobierno de Facto, tras el
autogolpe del 5 de abril de 1992, exigía que el Poder
Ejecutivo ejerza el control del Sistema Judicial y de todos los
organismos constitucionales autónomos. Con esa finalidad,
se dictaron una serie de normas, destinadas a intervenir dichos
organismos y a destituir a sus funcionarios y magistrados,
quienes fueron sustituidos, en la mayoría de los casos,
por jueces y fiscales provisionales, que al no gozar de la
garantía de la inamovilidad en sus cargos, se encontraban
en una situación de inseguridad y dependencia. Como se
podrá apreciar, la reforma iniciada a partir de esta
fecha, desconoció en gran medida las disposiciones
constitucionales y legales referidas a la
organización y funcionamiento del Sistema Judicial
—tal es el caso, no sólo del Poder Judicial, sino
también del Consejo Nacional de la Magistratura,
Ministerio Público, Tribunal de Garantías
Constitucionales, entre otros— y se vio reflejada
principalmente en un cambio de
personas (funcionarios y magistrados), «justificado»
en la corrupción existente en ese entonces. Con estos
cambios, empezó un largo período de provisionalidad
que luego sería un diseño
para mantener un Poder Judicial sometido.

2. CREACIÓN DE
ÓRGANOS TRANSITORIOS: Comisiones Evaluadoras.
Después del golpe del 5 de abril 1992, el diseño de
la «Reforma Judicial» se resumió en el cambio
de funcionarios. Para ello la actuación del gobierno de
facto y de las comisiones evaluadoras contó con un
innegable respaldo social fruto del explicable descontento
respecto a la administración de justicia. En concordancia
con la intención reorganizadora se promulgó
—el 23 de abril de 1992— el Decreto Ley N° 25446,
que además de cesar a 133 magistrados de los Distritos
Judiciales de Lima y Callao 22 , dispuso la conformación
de una Comisión Evaluadora del Poder Judicial, que estuvo
integrada por tres Vocales de la Corte Suprema 23 , designados
por acuerdo de Sala Plena.24 Esta Comisión se creó
por Decreto Ley N° 25446 y tenía como función,
llevar adelante el proceso de investigación y
sanción de la conducta
funcional de los Vocales Supremos y Superiores, Jueces de Primera
Instancia, Jueces de Paz Letrados, Secretarios de Juzgado y
Testigos Actuarios, que a la fecha, continuaran en funciones, en
todo el territorio nacional. El plazo de vigencia de esta
Comisión fue, en principio, de noventa (90) días;
sin embargo, este que plazo fue prorrogado repetidas veces.
Resulta trascendente indicar que la legitimidad de las
investigaciones realizadas por la Comisión Evaluadora del
Poder Judicial, fue ampliamente cuestionada, debido a la
arbitrariedad empleada en el procedimiento de evaluación
y sanción de los magistrados.

 

Los 133 magistrados cesados por el
Ejecutivo, se encontraban distribuidos de la siguiente
manera:

33 Vocales de las Cortes Superiores del Distrito
Judicial de Lima,

8 Vocales de la Cortes Superiores del Distrito Judicial
del Callao,

6 Fiscales Superiores de Lima,

47 Jueces del Distrito Judicial de Lima,

29 Jueces del Distrito Judicial del Callao, y

10 Jueces de Menores del Distrito Judicial de
Lima,

Es de indicar, que un número significativo de
ellos fueron repuestos en el añ0 2001, es decir 9
años después por decisión del Consejo
Nacional de la Magistratura. 23 Dos de ellos, el Dr. Luis Felipe
Almenara Brayson y David Ruelas Terrazas habían sido
nombrados ese mismo día, es decir, el 23 de abril de 1992,
como Vocales Provisionales de la Corte Suprema de la
República mediante Decreto Ley N° 25447.

24 Estos Vocales fueron: Luis Serpa Segura (Presidente
de la Corte Suprema), David Ruelas Terrazas (Jefe del
Órgano de Control
Interno del Poder Judicial) y Luis Felipe Almenara Brayson
(Vocal Administrativo).

Esta situación se agravó, con la
promulgación del Decreto Ley N° 25454 del 28 de abril
de 1992, que dispuso la improcedencia de todas las demandas de
amparo dirigidas a impugnar, directa o indirectamente, las
acciones de investigación de la Comisión
Evaluadora, así como las decisiones y medidas tomadas por
la Sala Plena de la Corte Suprema, sobre la separación de
magistrados y otros miembros del Poder Judicial.25

Por otra parte, con fecha 5 de junio de 1992, se
promulgó el Decreto Ley N° 25530, que creó la
Comisión Evaluadora del Ministerio Público, que
estaría integrada por dos (02) Fiscales Supremos
Provisionales, designados por la Junta de Fiscales Supremos, a
propuesta del Fiscal de la Nación. Dicha Comisión
tuvo como función principal, investigar y sancionar, en un
plazo de noventa (90) días, la conducta funcional de los
fiscales, abogados auxiliares y personal
administrativo del Ministerio Público, que en ese momento
continuaran en ejercicio. Poco después, el 21 de
septiembre de 1992, -es decir, mientras se encontraban vigentes
las facultades de la Comisión-, se promulgó el
Decreto Ley N° 25735, que declaró al Ministerio
Público, en proceso de Reestructuración
Orgánica y Reorganización
Administrativa.

Esta norma, otorgó a la Fiscal de la
Nación Dra. Blanca Nélida Colán- las
facultades para dictar las normas y adoptar las medidas
administrativas necesarias para evaluar la capacidad e idoneidad
del personal del Ministerio Público. De esta manera, dicha
autoridad asumió el rol atribuido inicialmente a la
Comisión Revisora. Como vemos, tanto la creación de
la Comisión Revisora del Ministerio Público,
así como la atribución posterior de facultades, al
Fiscal de la Nación, constituyó claramente un
mecanismo de control del poder político y por ende, una
manifestación de violencia generada en la
organización misma del Sistema Judicial.

3. CREACIÓN DE
ÓRGANOS ESPECIALES A PROPÓSITO DE LA REFORMA
JUDICIAL. A partir de 1995, el gobierno de Alberto Fujimori dio
inicio a un proceso de reforma del Sistema Judicial, destinado a
dotarlas de una mejor organización, y modernizar sus
estructuras, mediante la creación de órganos
provisionales que implementarían los cambios
necesarios.

El diseño cambió. Se pasó del
cambio de funcionarios a intentar una reforma organizativa, en la
línea de diversos intentos de reforma de la justicia en
América
Latina. Sin embargo, en la práctica el esfuerzo tuvo
también un efecto nefasto en cuanto a la autonomía
de gestión judicial, pues se generaron vínculos de
influencia del Poder Ejecutivo. De este modo, se creó la
Comisión Ejecutiva del Poder Judicial, mediante Ley N°
26546, de fecha 21 de noviembre de 1995, suspendiéndose
temporalmente 26 las atribuciones propias de los órganos
de gestión y gobierno del Poder Judicial —Consejo
Ejecutivo y Gerencia
General—, con el fin de que esta Comisión Ejecutiva
califique y evalúe a los órganos auxiliares y
administrativos del Poder Judicial, y además elabore el
Reglamento de Organización y Funciones del Poder
Judicial.

La Comisión Ejecutiva del Poder Judicial estuvo
conformada por los Presidentes de las Salas Constitucional, Civil
y Penal de la Corte Suprema, y por un Secretario Ejecutivo 27 ,
este último, nombrado por la Comisión, como titular
del pliego presupuestal del Poder Judicial. Esto significaba un
retroceso respecto a la recientemente promulgada Ley
Orgánica del Poder Judicial, que distinguió
órganos jurisdiccionales de órganos de gobierno,
apartando de la función jurisdiccional a quienes iban a
desempeñar funciones de gobierno, a fin de garantizar que
ellas fueran desempeñadas a tiempo completo.

Paulatinamente, la Comisión Ejecutiva del Poder
Judicial fue asumiendo mayores facultades, conforme se
promulgaban normas que suspendían la vigencia de la Ley
Orgánica del Poder Judicial y asignaban funciones a la
Comisión y su Secretario Ejecutivo, como son las Leyes
N° 26623 y 26695, de junio y diciembre de 1996,
respectivamente.28

Una crítica
importante a la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial fue
que al estar conformada por los tres (03) Presidentes de las
respectivas Salas de la Corte Suprema, (quienes además
realizaban función jurisdiccional), resultaba totalmente
previsible que su disponibilidad de tiempo se encuentre limitada,
por lo que el control de esta comisión pasó a ser
ejercida principalmente por el Secretario Ejecutivo, a quien se
le imputó estrecha relación con el poder
político. Por otro lado, se creó la Comisión
Ejecutiva del Ministerio Público con la Ley Nº 26623,
de fecha 18 de junio de 1996, siguiendo el mismo esquema
utilizado en el Poder Judicial. Posteriormente, la Ley Nº
26695, de fecha 2 de diciembre de 1996, estableció que el
proceso de reorganización se extendería hasta el 31
de diciembre de 1998, atribuyendo las funciones de gobierno y de
gestión del Ministerio Público, a su
Comisión Ejecutiva. Esta Comisión fue integrada por
el Fiscal de la Nación, quien la presidía, y los
Fiscales de la Primera y la Segunda Fiscalías Supremas en
lo Penal, quienes actuaban como un órgano colegiado, y
debían permanecer en la Comisión,
independientemente del cargo judicial que ostentasen en los
años posteriores 29.

Asimismo, la Comisión Ejecutiva contaba con un
Secretario Ejecutivo, quien asumió la titularidad del
pliego presupuestal. En dicho momento, ocupaba el cargo de Fiscal
de la Nación, la Dra. Blanca Nélida Colán
Maguiña, quien asumió la Presidencia de la
Comisión Ejecutiva del Ministerio Público, cargo
que seguiría ocupando en el futuro, demostrando siempre
una conducta sumisa ante los deseos del Poder
Ejecutivo.

A las medidas destinadas a afectar la autonomía
del sistema judicial, que hemos reseñado, se agregan la
insuficiencia en la asignación de recursos
económicos. En lo que respecta al mandato constitucional,
es de indicar que la vigencia de la Carta
Política del Estado de 1993, se dejó de prever un
porcentaje a ser asignado al Poder Judicial, 30 lo que dejaba al
sistema judicial al arbitrio de las decisiones del gobierno
central, que -por lo demás- demostró tener una
escasa disposición para proveer los recursos necesarios
para que el sistema judicial pudiera cumplir con eficiencia su
rol. Esto agudizó la falta de independencia del Poder
Judicial y del Ministerio Público, la precariedad de su
infraestructura, la falta de preparación de los jueces y
fiscales, la estrechez de sus sueldos, la corrupción y la
elevada carga procesal. Lo señalado anteriormente se ve
constatado en cifras, pues desde aquella época –e
incluso hasta la fecha- el Perú, después del
Ecuador,
poseía el indicador más pobre en cuanto al gasto en
justicia per capita en la Región Andina. Así,
nuestro país invertía un promedio de 5.6
dólares anuales por habitante, en el rubro de justicia,
monto inferior en casi cinco veces al gasto realizado en Venezuela (27
dólares), yen casi dos veces al gasto realizado en Chile
(11 dólares).31

La ineficiencia de la organización del Poder
Judicial se mantuvo. En el caso específico de los
fiscales, esta situación era claramente alarmante, pues no
sólo eran un número ínfimo en
relación con la carga procesal asignada, sino que para el
cumplimiento de su función investigadora debían
desplegar una importante actividad destinada a la
obtención de medios probatorios. Asimismo, en su calidad
de garantes de los derechos de los detenidos debían acudir
ante las delegaciones policiales a efectos de velar por la
legalidad de las detenciones y por el estado físico y
psicológico de la persona detenida. Todo lo mencionado
resultaba materialmente imposible atendiendo al número de
casos que debían conocer y a las herramientas
otorgadas para este propósito. Esta organización,
irracional en sí misma, constituyó un factor
claramente predominante en el fracaso del Sistema Judicial en la
represión del terrorismo, e implicó una amenaza a
los derechos fundamentales de las personas que eran sometidos a
procesamientos ante los órganos jurisdiccionales, ya que
en tales circunstancias, difícilmente se podían
respetar los plazos y condiciones que les garanticen un proceso
justo 32 , lo que explica que uno de los problemas judiciales
más graves en nuestro país sea el de los presos sin
sentencia.

30 Presupuesto del Poder Judicial en el Perú
(1992-2000)

Años Monto Asignado Porcentaje
Asignado

1992 97 757 756 1.40

1993 108 513 741 1.00

1994 176 623 835 1.09

1995 232 615 000 1.06

1996 338 130 223 1.51

1997 374 798 843 1.51

1998 410 294 359 1.38

1999 453 526 439 1.33

2000 132 319 506 0.38

31 Consorcio JUSTICIA VIVA. La Administración de Justicia en Datos.
Instituto de Defensa Legal. Lima, Pág. 44.

A pesar de que la Constitución Política de
1993 buscó resolver el problema de la deficiente
formación de los magistrados, creando la Academia de la
Magistratura, destinada a fomentar la «carrera
judicial»; en la práctica, esto no ocurrió,
básicamente por que la Academia centró sus
esfuerzos en la capacitación y selección de los
postulantes a la magistratura, en lugar de empeñar esos
esfuerzos en capacitar a los magistrados ya electos; porque el
sistema de ascensos no fue estructurado sobre la base de los
méritos realizados y del tiempo de servicios
prestados, sino simplemente sobre la base de la aprobación
de determinados cursos, dictados por la Academia que
podían determinar que un postulante a magistrado, ingrese
directamente a las instancias superiores; y porque a partir de la
Ley N° 26623, la Academia sufrió la afectación
de la intervención política que si bien fue
mínima durante el mandato de la primera (así
denominada) Comisión de Reorganización y Gobierno,
fue totalmente clara una vez que esta renunció.

Por otro lado, en lo relativo a la capacitación,
los cursos dictados por la Academia sólo estaban dirigidos
a los magistrados previamente seleccionados por los Presidentes
de las Cortes, lo que no garantizaba que todos accedieran a la
capacitación permanente respectiva; más aún,
estos programas estaban
dirigidos esencialmente a jueces, más no a fiscales,
quienes no recibían mayor capacitación en materia
de concepción del fenómeno del terrorismo, y su
tipificación, en técnicas
de investigación que les permitieran, por ejemplo, obtener
medios de prueba suficientes para el procesamiento eficiente de
los inculpados, en mecanismos de control de los actos policiales
a fin de velar por los derechos del detenido y de la sociedad en
su conjunto, lo que explica de alguna manera el por qué de
su inoperancia en este período.

Esta diferencia en la formación y
capacitación motivó, por ejemplo, que el ejercicio
de la función jurisdiccional haya estado determinado por
la ausencia de una debida motivación de las decisiones judiciales;
exceso de formalismo y la aplicación mecánica de las normas jurídicas,
sin tener en cuenta la capacidad creadora de los jueces; la falta
de entendimiento del fenómeno de la subversión
armada, de los actos de terrorismo, así como de su
tipificación, y de las técnicas de
investigación que permitan contar con elementos
suficientes para la represión del delito; la falta de
conocimiento y aplicación de la legislación
constitucional e internacional sobre derechos humanos, la cual
fue percibida como una legislación ajena a nuestro sistema
jurídico y a nuestra realidad; la falta de conocimiento y
manejo de los procesos constitucionales, como el Habeas Corpus y
el Amparo; y la falta de respuesta frente a la emisión de
normas que afectaban los derechos humanos de los procesados y
específicamente a los detenidos por terrorismo.

Estos factores resultaron determinantes en el rol que
cumplió el Sistema Judicial en la represión del
fenómeno de violencia, pues no le permitieron impartir
justicia y velar por los derechos humanos y el debido proceso en
la represión del delito de Terrorismo,
constituyéndose más bien, en un ente inoperante
frente a las situaciones de abuso y arbitrariedad cometidas
contra muchos de los detenidos. Hay que prestar atención al problema de la seguridad de los
jueces dedicados al juzgamiento de personas procesadas por
terrorismo.

———————————————-

32 Es de indicar que, la carga procesal se fue
incrementando cada año en relación directa con el
crecimiento de la población. Dicha falta de personal
(considerando que en el Perú, existen 6 jueces por cada
1000,000 de habitantes), y la inexistencia de criterios adecuados
de asignación de la carga procesal, redujo las
posibilidades reales de que los ciudadanos accedan a una tutela
jurisdiccional efectiva.

Por otro lado, en este periodo la tasa de
resolución en los procesos judiciales fue disminuyendo a
ritmo constante, por lo que se fue incrementando el número
de procesos pendientes. Cada vez se recibían más
casos y se tenía un volumen mayor de
causas pendientes, situación que continúa hasta la
fecha, generando un grave riesgo de colapso
de la administración de justicia.

Sólo para ejemplificar cómo esta
situación se ha mantenido hasta la actualidad, es de
indicar que en el periodo 2000- 2002, la tasa de pendientes
creció en 20,4% si comparamos los años 2000 y 2001,
y en 24,1% entre los años 2001 y 2002; mientras que la
tasa de resolución disminuyó en 6,2% y 9,4% en los
mismos periodos respectivamente.

Esta situación de inseguridad, fue una
justificación para que el Decreto Ley Nº 25475
dispusiera que los Vocales que conducían el juicio oral,
en el procesamiento del delito de Terrorismo, fueran de identidad
secreta, vulnerando con ello la garantía procesal a ser
juzgado por un Juez o Tribunal independiente e imparcial. Por
último, debe darse mención especial a la
inoperancia, del Tribunal de Garantías Constitucionales y
la obstaculización a su labor protectora.

En efecto, como se ha indicado anteriormente, como
consecuencia del establecimiento del Gobierno de Facto, se
promulgó el Decreto Ley N° 25422 del 8 de abril de
1992, que destituyó a la totalidad de los miembros del
Tribunal de Garantías Constitucionales. No obstante
haberse dispuesto el cese de todos sus miembros, el tribunal
formalmente continuó existiendo, pero no funcionaba, lo
que generó el entrampamiento en la tramitación de
los procesos de garantías, con consecuencias graves en
materia de protección de los derechos humanos. En efecto,
como sabemos, una de las funciones del Tribunal de
Garantías Constitucionales era conocer y resolver, en
casación, los procesos de Habeas Corpus, planteados para
la defensa y restablecimiento de la libertad individual, al ser
una de las garantías previstas por nuestro ordenamiento,
para evitar y dejar sin efecto las detenciones arbitrarias
originadas a propósito de la represión de
violencia. Sin embargo, debido a la suspensión de
garantías, como consecuencia del establecimiento de
sucesivos estados de emergencia, la práctica judicial y
posteriormente, el mandato legal, determinaron el rechazo masivo
de numerosas demandas de Habeas Corpus.

De esta manera, el proceso constitucional de Habeas
Corpus resultó absolutamente inútil para la
protección de los derechos fundamentales a la libertad
individual. La situación no cambió con la
Constitución Política de 1993. En efecto, esta
creó el Tribunal Constitucional 33 en reemplazo del
Tribunal de Garantías Constitucionales. Sin embargo, las
expectativas sobre su funcionamiento, especialmente respecto de
su labor de control de la constitucionalidad de las leyes, no
fueron satisfechas debido al mecanismo inicialmente previsto para
este propósito: la Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional (Ley N° 26435) exigía una
mayoría calificada de seis (06) votos de sus siete (07)
integrantes, para que el Tribunal pueda declarar la
inconstitucionalidad de una ley u otra norma de rango legal, pues
de lo contrario, la demanda de
inconstitucionalidad debía ser declarada
infundada.

6.23.8 LA LEGISLACIÓN QUE
REGULABA EL FUNCIONAMIENTO DEL SISTEMA JUDICIAL

En el período 1992-2000 se pueden advertir
variaciones drásticas en la tipificación y
procesamiento de los delitos de terrorismo, que se caracterizan
por la diversificación del tipo penal, creándose
diferentes figuras vinculadas a la misma conducta antisocial
(terrorismo, terrorismo agravado, traición a la patria,
etc.); la creación de procedimientos penales especiales
con la tendencia a restringir el ejercicio del derecho de defensa
y demás derechos integrantes del debido proceso; la
restricción de las facultades del Ministerio
Público en su rol de investigador y garante de los
derechos fundamentales de los detenidos; la intervención
de las fuerzas militares en la etapa de investigación del
delito y traslado de la competencia para juzgar a civiles por los
delitos de traición a la patria; y la prohibición
del ejercicio del Habeas Corpus por los detenidos o el Ministerio
Público.

Esta legislación ha sido críticamente
analizada en la sección de «Crímenes y
Violaciones de los Derechos Humanos» del presente Informe
Final. Es relevante, sin embargo, reseñar aquí lo
esencial de una legislación que convertía al
sistema judicial en una auténtica estructura de
violación de derechos y que, luego de la
restauración de la democracia ha
sido declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional.
Las leyes antiterroristas ponían en cuestión el
principio de legalidad. Una de las garantías ciudadanas
reconocidas por los textos constitucionales de 1979 y 1993, es el
principio de legalidad, según el cual nadie puede ser
procesado ni condenado por acto u omisión, que al tiempo
de cometerse, no esté previamente calificado en la ley, de
manera expresa e inequívoca, como infracción
punible, ni sancionada con pena no prevista en la ley. Ahora
bien, en el transcurso del proceso de violencia, la
tipificación de los delitos fue modificándose,
mediante la ampliación de los supuestos punibles y el
aumento de las penas.

Así, por el Decreto Ley N° 25475 del 5 de
mayo de 1992, se amplían y flexibilizan conceptos de
terrorismo, comprendiendo también como supuestos punibles
la asociación, colaboración, incitación y
apología del terrorismo. Por su parte, el Decreto Ley
N° 25659 del 13 de agosto de 1992, tipificó el delito
de Traición a la Patria, de manera tal, que éste
podía abarcar los mismos supuestos que el delito de
Terrorismo, en su versión agravada, así por
ejemplo, se incorporó en este tipo la utilización
de coches-bombas, el
almacenamiento
del material explosivo, la pertenencia a grupos dirigenciales,
etc. Asimismo, en lo que respecta a las penas el Decreto Ley
N° 25475, la amplió fijándola como no menor de
20 años e introdujo la cadena perpetua, por otro lado, el
Decreto Ley N° 25659 sancionó el delito de
Traición a la Patria con pena no menor de 25 años y
hasta cadena perpetua; y finalmente la propia Constitución
de 1993 admitió la pena de muerte
en caso de Traición a la Patria y Terrorismo.

Es necesario tener en cuenta que, en muchos casos, los
tipos penales no recogieron una conducta específica,
permitiendo la penalización de actos que lindaban con la
mera expresión de convicciones ideológicas. De otro
lado, la imprecisión en los límites
temporales de las conductas punibles, hizo que, en muchos casos,
se aplicaran las penas y procedimientos vigentes al momento de la
captura del autor y no las vigentes al momento en que
aquéllas se cometieron.

——————————————-

33 El Tribunal Constitucional estuvo inicialmente
conformado por los doctores Ricardo Nugent (Presidente),
Guillermo Rey Terry, Manuel Aguirre Roca, Luis Guillermo
Díaz Valverde, Delia Revoredo Marsano de Mur, Francisco
Javier Acosta Sánchez y José García
Marcelo.

34 La consecuencia de esta normativa, fue que el voto
mayoritario del Tribunal, se viera bloqueado por el voto de tan
solo dos (02) de sus magistrados, generalmente ligados al
Gobierno, por lo que diversas acciones de inconstitucionalidad
fueron rechazadas, a pesar de contar con cinco (05) votos a
favor, anulando en la práctica la facultad de control de
constitucionalidad de este órgano

35 y convirtiéndolo en una «máquina
de constitucionalizar» cualquier tipo de
medidas.

34 «Artículo 4º.- El quórum
del Tribunal es de seis de sus miembros. El Tribunal resuelve y
adopta acuerdos por mayoría simple de votos emitidos,
salvo para resolver la inadmisibilidad de la demanda de
inconstitucionalidad o para dictar sentencia que declare la
inconstitucionalidad de una norma con rango de ley, casos en los
que se exigen seis votos conformes. De producirse empate para la
formación de una resolución, el Presidente tiene
voto dirimente, salvo para resolver los procesos de
inconstitucionalidad, en cuyo caso, de no alcanzarse la
mayoría calificada prevista en el párrafo
precedente para declarar la inconstitucionalidad de una norma, el
Tribunal resolverá declarando infundada la demanda de
inconstitucionalidad de la norma impugnada.»

35 Esta situación recién cambio el 20 de
octubre de 2002, con la publicación de la Ley N°
27859, cuyo texto es el siguiente: «Artículo
4º.- El quórum del Tribunal es de cinco de sus
miembros. El Tribunal, en Sala Plena resuelve y adopta acuerdos
por mayoría simple de votos emitidos, salvo para resolver
la inadmisibilidad de la demanda de inconstitucionalidad o para
dictar sentencia que declare la inconstitucionalidad de una norma
con rango de ley, casos en los que se exigen cinco votos
conformes. Tratándose de la emisión de sentencias
en procesos sobre acciones de inconstitucionalidad, de no
alcanzarse la mayoría calificada de cinco votos a favor de
la inconstitucionalidad de la norma impugnada, el Tribunal
dictará sentencia declarando infundada la demanda de
inconstitucionalidad. En ningún caso, el Tribunal
Constitucional puede dejar de resolver. Los magistrados del
Tribunal no pueden abstenerse de votar, debiendo hacerlo a favor
o en contra en cada oportunidad. Para conocer en última y
definitiva instancia las resoluciones denegatorias de acciones de
Amparo, Habeas Corpus, Habeas Data y de Cumplimiento, iniciadas
ante los jueces respectivos, el Tribunal está constituido
por dos Salas con tres miembros cada una, las resoluciones
requieren tres votos conformes. En caso de no reunirse el
número de votos requeridos cuando ocurra alguna de las
causas de vacancia que enumera el artículo 15° de esta
Ley, o cuando alguno de sus miembros esté impedido o para
impedir la discordia, se llama a los miembros de la otra Sala, en
orden de antigüedad, empezando del menos antiguo al
más antiguo y, en último caso, al presidente del
Tribunal».

 

Hay que agregar que las leyes antiterroristas
concibieron la pena como un instrumento de venganza y no de
rehabilitación, contradiciendo lo dispuesto tanto en la
Constitución Política de 1979 como en la de 1993.
Tanto la pena de muerte, prevista en la Constitución de
1993 como la aplicación de la pena de cadena perpetua
evidentemente renuncian a la posibilidad de la
rehabilitación, lo que equivale a una admisión
tácita de que el sistema democrático no tiene la
voluntad de derrotar ideológicamente las concepciones
criminales sostenidas por quienes cometieron actos de terrorismo.
Otra de los aspectos críticos de las sanciones impuestas
fue su falta de proporcionalidad.

En efecto, además de la cadena perpetua, se
estableció la pena privativa de libertad no menor de 30 o
no menor de 25 años para las modalidades agravadas de
terrorismo, fijándose los límites mínimos de
la pena más no los máximos de la misma, con lo cual
sería perfectamente posible que las penas a aplicar
terminen siendo en términos prácticos similares a
la cadena perpetua. Esta medida fue cuestionada por el Tribunal
Constitucional.36

La legislación antiterrorista de 1992,
específicamente el inciso a) del artículo 12°
del Decreto Ley N° 25475, ratificó el rol
protagónico que venía teniendo la Policía
Nacional en el proceso investigatorio al permitirle que asuma la
investigación de los delitos de Terrorismo a nivel
nacional, disponiendo que su personal intervenga sin ninguna
restricción ajena a las que estuviere prevista en sus
reglamentos institucionales.37 Asimismo, en el artículo
4° del Decreto Ley N° 25659, se estableció que
para el delito de Traición a la Patria, la
investigación preliminar y el juzgamiento estarían
a cargo del Fuero Militar.

En este punto, es pertinente indicar que la
decisión de si la conducta realizada configuraba un
supuesto de Terrorismo o de Traición a la Patria, estaba
en manos de la Policía Nacional, quien, en la
mayoría de los casos, los derivaba al Fuero Militar. Estas
disposiciones limitaron seriamente la labor del Ministerio
Público, cuyo rol constitucional le exigía
conducir, desde el inicio, la investigación del delito. De
esta manera, la etapa de la investigación se dejó
en manos de las Fuerzas Policiales y Fuerzas Armadas -dependiendo
del delito que se investigaba-, quienes no ejercían
ningún papel protector o de control del respeto de los
derechos humanos.

Por lo indicado, el Ministerio Público se vio
reducido a una especie de fedatario de la legalidad de las
actuaciones y decisiones de la Policía Nacional, sin
ningún papel protagónico. La legislación
eliminaba la potestad jurisdiccional para disponer la apertura de
instrucción: El inciso a) del artículo 13° del
Decreto Ley N° 25475 dispuso a la obligatoriedad de emitir un
auto de apertura de instrucción, cuando era recibida la
denuncia policial, momento en que se convirtió en un
simple operador mecánico. Con esta norma se
pretendía anular la posibilidad de que el juez declare que
no existe mérito para abrir instrucción; obligar al
juez a que abra instrucción decretando la
detención; y lograr que esta decisión se tome en el
plazo excesivamente breve de 24 horas, en la que sería
físicamente imposible realizar una real
deliberación o ponderación de los elementos del
caso. El juez no tenía la potestad, sino la
obligación de emitir un auto de apertura de
instrucción cuando recibía la denuncia, aunque
considerara que no existía material probatorio suficiente
para denunciar 38, lo que convierte a los jueces en meros
tramitadores en esta etapa del proceso.

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