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Perón Vs Perón – La construcción simbólica del adversario político en el discurso peronista: elecciones presidenciales 2003




Enviado por Matías Marini



Partes: 1, 2, 3, 4

    1. Lineamientos para una
      investigación
    2. Los hechos,
      los dichos y los actores
    3. Conclusiones
    4. Epílogo

    Introducción

    El objeto de estudio del presente trabajo ha
    sido el discurso
    político peronista, a través del cual hemos
    intentado reconstruir al peronismo como
    fenómeno político. En particular, se trata
    aquí de las producciones discursivas de Carlos Saúl
    Menem y
    Néstor Kirchner, dos justicialistas cuyos antecedentes
    políticos encuentran en sus experiencias como gobernadores
    un pasado de prácticas políticas
    no siempre disímiles.

    Ambos fueron reelectos en sus respectivas provincias por
    más de un período, lo que les permitió
    instaurar una vasta estructura de
    poder
    político territorial que se extiende hasta el presente.
    Los dos debieron entablar acuerdos con el peronismo de la
    provincia de Buenos Aires para
    alcanzar la Presidencia de la Nación.

    A partir de la utilización que el peronismo ha
    hecho del espacio público nacional en su historial
    político para significar sus propuestas,
    ideologías, doctrinas y líderes; el presente
    estudio analizó la composición discursiva de estos
    dos candidatos pertenecientes a la misma estructura partidaria y
    que compitieron entre sí de cara a comicios para ocupar la
    titularidad del Poder
    Ejecutivo Nacional en abril de 2003.

    Importantes estudios locales y extranjeros han abordado
    con lucidez el análisis del fenómeno discursivo
    peronista y su construcción del adversario político
    de origen partidario diverso, en un mismo campo de interacción política y social. La
    fundamental contribución de estos estudios (citados en el
    desarrollo de
    esta investigación) ha tenido por objeto la
    comprensión del fenómeno político peronista,
    sus conflictos
    intestinos y su convivencia con el entorno institucional
    argentino.

    Si este estudio tuviera algún atisbo de
    originalidad, tal atributo no sería inmanente al trabajo,
    sino más bien consecuencia de una característica
    inédita propia del período electoral de 2003, nunca
    antes verificada en la Argentina.

    La particular búsqueda que aquí proponemos
    indagó en la construcción simbólica que un
    candidato peronista confecciona a partir del contendiente
    electoral de su mismo signo político. Cómo un
    peronista se distingue de otro sin incurrir en la
    destrucción de los fundamentos partidarios originarios del
    justicialismo.

    En la historia política del
    peronismo, los años comprendidos entre 1973-1976 han
    ofrecido un ejemplo en este sentido. En un contexto que tuvo por
    hito la vuelta de Perón al
    país luego de su exilio, las diversas tendencias del
    movimiento
    liderado por el General se esforzaron en delimitar
    discursivamente la figura del traidor o el "enemigo interno"
    dentro de las filas del partido intentando,
    simultáneamente, no desautorizar la palabra del mismo
    Perón que, a la luz de un estudio
    temporal, se presentaba en apariencia contradictoria. Así,
    por ejemplo, la Juventud
    Peronista (JP) era acusada de responder a las directivas del
    trotskismo y la sinarquía internacional, mientras que los
    "infiltrados" de la derecha representaban para la izquierda la
    estrategia de la
    CIA dentro del movimiento peronista.

    Desde el plano discursivo, la lucha se libraba por
    obtener la necesaria legitimidad que como enunciador
    político permite construir el efecto de verosimilitud a
    partir de un criterio de verdad. Por entonces, el mayor
    obstáculo (sobre todo para la Juventud Peronista) era la
    supervivencia física de
    Perón en el campo político como enunciador por
    antonomasia del peronismo. Mientras éste viviera, la JP no
    podría encarnar con facilidad el rol de interlocutor
    válido del colectivo "pueblo", uno de sus objetivos.

    En el caso que nos ocupa, el de los justicialistas Menem
    y Kirchner (más las intervenciones de Eduardo Duhalde), se
    procedió a detectar los puntos en común y los
    motivos de divergencia conceptual entre ambos actores que han de
    confrontar para diferenciarse en el espacio público, a
    través de la composición de un Otro
    antitético perteneciente a un mismo origen partidario. Con
    este trabajo se intentó demostrar cómo, en el plano
    discursivo de dos justicialistas, emergen las distintas
    manifestaciones que el peronismo como movimiento y partido ha
    registrado a lo largo de su existencia
    política.

    El propósito de esta publicación -que
    tiene por origen nuestra tesis de
    graduación de la licenciatura en Comunicación Social por la Universidad FASTA
    de Mar del Plata- ha sido el de indagar acerca del desarrollo y
    las características de la comunicación política electoral del
    peronismo en el actual contexto institucional democrático.
    En un marco electoral y proselitista, se observó el grado
    de interdependencia de los actores políticos en la
    construcción simbólica del poder y el escenario en
    el espacio público.

    La peculiaridad de las elecciones presidenciales de 2003
    recayó en un desafío comunicacional. El
    histórico bipartidismo de la política argentina en
    las últimas dos décadas, que tuvo por protagonistas
    a la Unión Cívica Radical y al Partido
    Justicialista, presentó debilidades en su continuidad a
    partir de la crisis
    político-económica que afectó al país
    desde diciembre de 2001.

    El fracaso de la gestión
    de Fernando de la Rúa y la desorganizada interna
    presidencial entre Rodolfo Terragno y Leopoldo Moreau (2002)
    colocaron al radicalismo en una posición desautorizada
    ante la opinión
    pública como garante de nuevos procesos de
    gobernabilidad. Por su parte, el justicialismo se ubicó
    una vez más como el único partido capaz de revertir
    la ingobernabilidad y el desorden social. Así lo
    declararon y demostraron ante los medios los
    tres presidentes interinos de origen peronista anteriores a
    Eduardo Duhalde: Ramón
    Puerta, Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo
    Camaño.

    Las elecciones de 2003 presentaron ante el electorado
    siete candidatos provenientes de los dos partidos mayoritarios,
    ahora fragmentados. Desde el radicalismo compitieron Leopoldo
    Moreau (lista oficial de la UCR), Ricardo López Murphy,
    Elisa Carrió y Melchor Posse (como candidato a
    vicepresidente de Adolfo Rodríguez Saá). Desde el
    justicialismo, a partir de una frustrada interna política
    que permitió la competición directa por un pseudo
    sistema de lemas,
    se presentaron Adolfo Rodríguez Saá (Movimiento
    Nacional y Popular), Carlos Saúl Menem (Frente por la
    Lealtad) y Néstor Kirchner (Frente para la
    Victoria).

    Aquí estudiamos cómo los últimos
    dos candidatos, Menem y Kirchner, más las intervenciones
    del presidente Eduardo Duhalde, debieron dirimir
    públicamente sus diferencias en el marco de elementos
    políticos compartidos: un historial partidario con un
    líder
    en común, una mitología y recursos
    simbólicos propios del partido y hasta prácticas
    políticas similares (operadores políticos
    territoriales, aparatos clientelares). El desafío
    comunicacional que se presentó ante ambos políticos
    fue el de construir el antagonismo (la diferencia) en el plano
    discursivo a pesar de las similitudes arriba
    expuestas.

    Sobre la base de este desafío, nos propusimos una
    serie de objetivos de investigación. En las
    campañas de Néstor Kirchner y Carlos Menem,
    intentamos determinar cuáles fueron las estrategias,
    características y constantes de sus respectivos discursos
    políticos (enunciación, acción
    y composición de imagen) para la
    representación simbólica de la figura del
    adversario electoral. En este sentido, reparamos en el rol que la
    representación del contendiente desempeñó en
    la construcción y sostén de espacios
    simbólicos de poder político. Asimismo, buscamos
    establecer, en el período enunciado, quiénes fueron
    los actores protagonistas y de qué modo condujeron el
    proceso de
    comunicación política en el contexto electoral que
    culminó con la renuncia de uno de los candidatos a la
    Presidencia (Carlos Menem). Entre los actores, prestamos
    particular atención a las apariciones del presidente
    Eduardo Duhalde por su importancia cualicuantitativa.

    Para constatar la participación de los actores en
    el escenario político hemos procedido, según la
    perspectiva metodológica de Irene Vasilachis de Gialdino,
    a realizar un monitoreo cualitativo de la publicación de
    los diarios La Nación y Clarín,
    más Radio Nacional
    (el programa semanal
    Conversando con el Presidente, de Duhalde) y señales
    televisivas como TN (Todo Noticias) y
    América. Este trabajo, que utilizó
    un nuevo modelo de
    ficha basado en el diseño
    de Gustavo Orza (2002), incluyó 930 artículos
    periodísticos más 5 horas con 26 minutos de
    archivos de
    audio en total. El monitoreo de medios abarcó el
    período que se extiende desde el 25 de enero (día
    posterior al desarrollo del Congreso Nacional Justicialista
    realizado en la ciudad bonaerense de Lanús,
    que proclamó las tres fórmulas peronistas) al 15 de
    mayo de 2003, día posterior a la renuncia de Carlos Menem
    a la segunda vuelta electoral.

    Una vez identificados los actores políticos
    relevantes del proceso monitoreado, procedimos a analizar los
    roles simbólicos de dichos protagonistas en la
    comunicación electoral y el guión o argumento
    que sostuvo sus respectivas construcciones discursivas en el
    espacio público mediático. A partir de ello,
    observamos el tipo de relación simbólica con los
    demás actores participantes.

    Por último, aunque primero en el orden de la
    intención, evaluamos la utilización
    simbólica de la identidad
    peronista y del Partido Justicialista como actor institucional en
    el marco de la búsqueda de legitimidad para la
    construcción de los discursos particulares de los
    candidatos.

    Matías Marini

    José Ignacio Otegui

    Buenos Aires, diciembre de
    2004


    1.
    Lineamientos para una investigación

    1.1. Marco conceptual

    Tal como se indicó, nuestro objeto de estudio ha
    sido el discurso político del peronismo y la
    utilización de los medios de comunicación como
    parte de la estrategia comunicativa de dos candidatos en un
    contexto histórico determinado. Para dicho estudio, hemos
    utilizado un instrumental conceptual o sistema cognitivo de
    referencia (Vasilachis, 1993: 21) que nos permitió
    interpretar el fenómeno estudiado. Por lo general, los
    conceptos abajo abordados pertenecen a teorías
    ya consolidadas en el campo de estudios de la
    comunicación.

    Con el basamento teórico del presente trabajo se
    propuso evaluar las relaciones de interdependencia entre la
    comunicación y la política, con las
    correspondientes consecuencias y efectos que de esta
    interacción se derivan en un contexto institucional
    democrático. El propósito es ubicar las coordenadas
    teóricas e históricas del tema que serán de
    utilidad para
    comprender esta experiencia electoral argentina y discernir entre
    ciertos aspectos socio-políticos desde categorías
    teóricas que permiten subdividir en zonas de
    análisis realidades que de por sí son complejas e
    inescindibles en la práctica.

    A continuación de las siguientes observaciones
    conceptuales introduciremos algunos parámetros
    históricos de la comunicación en el
    peronismo.

    1.1.1. Lenguaje y
    política

    Para explicar la interdependencia compleja entre las
    instituciones,
    los individuos y los grupos, es
    menester determinar el ámbito de construcción
    social en el cual tiene lugar la interacción
    simbólica cuyos constantes intercambios imprimen
    mutaciones cualitativas sobre la realidad en la que
    actúan. Se trata de un espacio común en el cual las
    relaciones adquieren un sentido y un significado que bien pueden
    tener su origen en una convención simbólica, un
    consenso político tácito o explícito. El
    signo, el símbolo, el lenguaje
    (como sistema de signos), las
    instituciones políticas y sociales, las organizaciones
    económicas, son construcciones comunes que surgen como
    emergentes de un orden de interdependencia y mutuas necesidades
    reguladas en un sistema de convivencia esencialmente
    político.

    Y si la convivencia en un espacio común es
    política, es necesario comprender la unión entre
    ser social y política, cohesión que podría
    derivar en el significado del hombre como
    ciudadano, como miembro de una comunidad
    política que le provee de una identidad compartida con su
    entorno. Una identidad que no surge de su propio ser, sino que
    emerge en su calidad de
    miembro de una comunión de identidades que lo supera y
    que, incluso, le es preexistente. Es de esta manera que la
    identidad individual es también una manifestación
    de una identidad social que al mismo tiempo la
    comprende y la modifica.

    Ferdinand de Saussure define al lenguaje como un sistema
    convencional de signos ordenados en una estructura que sirven a
    la comunicación (Baylon y Mignot, 1996: 79). El lenguaje
    se presenta entonces como la herramienta básica que
    viabiliza la natural sociabilidad del individuo al
    permitirle la construcción simbólica de realidades
    que trascienden lo concreto y que
    le posibilitan escapar al "aquí y ahora" para referirse a
    tiempos pretéritos en que el sujeto hallará parte
    constitutiva de su identidad. En su carácter de existencia objetiva, el
    lenguaje se presenta como un sistema externo a su usuario (los
    individuos) y como herramienta que es, a la vez, posibilidad y
    límite a la expresión y a la
    acción.

    El lenguaje tiene sobre quien lo emplea un efecto
    coercitivo que, al imitar o retratar la realidad, la simplifica y
    parcializa por definición. El lenguaje es acervo de la
    experiencia y conocimiento
    del usuario. Bien sabido es esto por los políticos y
    publicistas quienes se ocupan del dominio de la
    retórica y las formas del lenguaje, lo que se traduce en
    cierto poder sobre el pensamiento
    del perceptor a partir de lo cual es posible deducir que el poder
    de la comunicación puede ser causa de poder
    político, como que el orden de los discursos devela la
    voluntad de verdad de quien enuncia.

    Como señala Aristóteles en La Política,
    la razón de la sociabilidad del hombre encuentra sus
    fundamentos en la palabra, en el logos. Así como el
    resto de los animales dispone
    de la voz (foné) para manifestar sensaciones de
    dolor o de regocijo y placer; el ser humano excede esta facultad
    y, al estar dotado de la palabra, puede incluso determinar el
    sentido moral de sus
    acciones
    estableciendo los conceptos de bueno y malo, justo e injusto,
    conveniente o incorrecto.

    El ser social (la sociabilidad de la naturaleza
    humana) se revela no sólo por la acción sino
    también por la palabra. Por medio de las palabras y la
    acción, el hombre se
    inserta en el mundo para hacer de él un mundo humano
    sustentado en la significatividad, la pluralidad; un meta-mundo,
    discursivo, que se gesta a la par del tangible.

    En la palabra, en la capacidad de hablar con sus pares
    (con sus alter), el sujeto accede a la posibilidad de
    comprender el mundo. Las múltiples perspectivas
    discursivas que interaccionan en la pluralidad de personas
    aparecen como necesarias para hacer posible la realidad
    simbólica y garantizar su persistencia. Los hombres suelen
    forjarse imágenes
    distintas de la realidad. Para el mismo Aristóteles, "es
    de la confrontación de las opiniones de donde surge la
    verdad" (Moreau, 1993: 243). El contacto con sus iguales ayuda al
    individuo a comprender su posición en el mundo y el hecho
    de que éstos hablen entre sí sobre él
    coopera con la comprensión de sí mismo, con el
    reconocimiento de sus interlocutores. En la libertad de
    conversar surge la aproximación más ajustada al
    mundo del que se habla.

    Desde su actividad locutiva, pero no sólo desde
    ella, el ser humano construye su capacidad discursiva como
    elaboración ulterior de la palabra y su relación
    con el entorno, desde un punto de vista que incorpora la
    pragmática del lenguaje (o pragmática lingüística). La aclaración
    "pero no sólo desde ella" es válida a los
    efectos de determinar un concepto amplio
    de discurso que ubica incluso a la acción como uno de sus
    elementos constitutivos esenciales. En este sentido, por discurso
    no se entenderá sólo el lenguaje (escrito o
    hablado) sino toda acción portadora de sentido. Este
    enfoque incluye las palabras y su articulación con las
    acciones (Laclau, en Olivera, 2002: 359).

    Ya la literatura
    griega de Homero (La
    Ilíada
    ) y Sófocles (Antígona)
    parangonaba las grandes hazañas épicas con el poder
    de la oratoria como
    su complemento ideal; en una estructura narrativa que articulaba
    relato y acción, los grandes hacedores eran a la vez
    grandes oradores. En este contexto, el habla era también
    un tipo de acción, lo que sirvió de sustento para
    otorgar al logo, descubrimiento de la filosofía
    griega, un poder en sí mismo (Arendt, 1997: 76). Incluso
    más atrás en el tiempo, en su indagación
    sobre las culturas orales primarias, Walter Ong subraya
    que para los pueblos "primitivos" (orales) la lengua es un
    modo de acción, de suceso, y no sólo una
    contraseña del pensamiento (1997: 39).

    La amplitud que aquí se adopta del concepto de
    discurso coincide y se apoya en la visión de Leonor Arfuch
    (1987) para quien el discurso es un fenómeno
    multifacético cuya actividad se trata de un proceso de
    interacción (enunciativo/interpretativo) que remite a los
    participantes del circuito comunicativo y a los múltiples
    lazos que se establecen entre ellos. Es en la interacción
    discursiva o contrato cognitivo (Fabbri, 1985: 22) donde
    se construyen las posiciones respectivas del enunciador y del
    destinatario, que adquieren el estatus de "entidades discursivas"
    y no sólo de sujetos empíricos. Quien produce el
    discurso elabora en su decir una imagen de sí mismo
    determinando simultáneamente una imagen de su
    interlocutor; "el enunciador no se define sólo por la
    autorreferencia incluida en su discurso, sino sobre todo por ese
    `otro´ que instaura ante sí" (Arfuch, op.
    cit.
    : pp. 30-31). La perspectiva de Arfuch queda enmarcada en
    la definición de Michel Foucault en
    cuanto a que el lenguaje construye a las personas que lo usan,
    observación que resulta complementaria del
    supuesto según el cual la gente construye el lenguaje que
    utiliza (Foucault, The Order of Things, en Edelman, 1991:
    129). Sin embargo, cabe contemplar que en el caso de los
    discursos de campaña política el lenguaje
    proselitista empleado suele ser adaptable a contextos y
    audiencias. Más que la construcción de una personalidad,
    el lenguaje puede dar indicios de la construcción de la
    imagen del enunciador.

    Cuando Aristóteles se refiere a la poesía
    como una forma de la actividad de producción, aclara que las obras que ella
    produce no son objetos reales, como las obras de la naturaleza,
    sino más bien análogas a las del pintor o del
    escultor, es decir, imitaciones (para este trabajo
    académico, representaciones) de la realidad
    (Aristóteles, Poética, en Moreau, op.
    cit.
    : 245). Como expresión estilizada de la realidad,
    el lenguaje no es una copia de ella. En su estudio sobre los
    juegos del
    lenguaje, Javier del Rey Morató va más allá
    y arriesga que "lo que llamamos realidad es el resultado
    de la comunicación" (1997: 36). La comunicación,
    basada en la abstracción de los símbolos y los significados de las
    acciones, también modifica la realidad.

    Al decir de Berger y Luckmann, aquí queda
    planteada una relación de tipo dialéctica en la
    cual el hombre (como ser inevitablemente social) es a la vez
    productor y producto de la
    realidad en la que se halla inserto. En un primer nivel de la
    interacción dialéctica, el hombre subjetiva el
    mundo externo que lo rodea, es decir que interioriza elementos de
    su entorno y toma como propias reglas, condiciones y signos
    culturales producidos precedentemente por otros seres
    sociales.

    En una segunda instancia, el mismo hombre posee la
    facultad de objetivar su pensamiento o acción
    insertándose en el mundo y modificándolo. La
    producción humana de signos o proceso de
    significación es uno de los más importantes
    procesos de objetivación (Berger y Luckmann, 1984: 54).
    Esta dialéctica social coloca al lenguaje como el elemento
    que marca las
    coordenadas de la vida en sociedad
    cubriéndola de objetos significativos. Es el lenguaje,
    como sistema de signos, el que permite al hombre abstraerse de lo
    concreto y empírico para construir una red de relaciones
    sociales que no sólo es dadora de significados fruto de la
    convención sino, además, creadora de
    identidades.

    Si la definición social del individuo no puede
    sustraerse de la realidad común compartida con sus pares y
    si una considerable parte de su identidad es un fenómeno
    de construcción colectiva que no se aísla de la
    interacción simbólica en la que se encuentra, es
    posible resaltar el rasgo eminentemente dialógico de la
    vida humana. La construcción del yo y la concepción
    de la alteridad se gestan en un marco de referencia que tiene por
    seno las relaciones
    interpersonales que el individuo establece al vincularse
    dialógicamente con sus interlocutores.

    De acuerdo con Charles Taylor en sus
    estudios sobre el origen conceptual del yo, "Éste es el
    sentido en el que no es posible ser un yo solitario. Soy un yo
    sólo en relación con ciertos interlocutores: en
    cierta manera, en relación a esos compañeros de
    conversación que fueron esenciales para que lograra mi
    propia autodefinición" (Taylor, Las fuentes del
    yo
    , en Álvarez Teijeiro, 2000: 189).

    Siguiendo la concepción de Taylor, en este
    trabajo se considerará como basal la idea de la "urdimbre
    de la interlocución" (ibídem) como fuente
    interdependiente para la construcción social de
    identidades personales, grupales e institucionales, siempre a
    partir de la manifestación dialógica de la
    naturaleza humana.

    Este carácter relacional del hombre postula que
    el individuo no adquiere directa conciencia de su
    identidad por un proceso autónomo y aislado, sino en
    concreta relación con los denominados "otros
    significantes". La identidad personal y
    colectiva siempre viene definida "en diálogo
    con las cosas que nuestros otros significantes desean ver en
    nosotros, y a veces en lucha con ellas" (el destacado
    es de los autores de este trabajo y obedece a que más
    abajo se abordará el concepto de la construcción de
    la realidad simbólica y la creación de
    legitimidades como una pugna entre subsistemas sociales
    ),
    (Taylor en Álvarez Teijeiro, op. cit.: 190). La
    creación de identidades posee un eminente carácter
    narrativo.

    Pero el empleo del
    lenguaje no puede darse sino en un contexto común que lo
    ponga en práctica y oficie de soporte para la
    construcción simbólica de realidades abstractas
    entendidas como comunes y comprendidas a escala social.
    Aquí se debe retomar la búsqueda de un fundamento
    teórico para la existencia de ese lugar común en
    donde la lengua sea una herramienta de cohesión social
    para la producción de esquemas tipificados que posibilitan
    aprehender la realidad.

    En primera instancia, es precisamente la alteridad,
    definida como la presencia del otro, del interlocutor necesario,
    la que se presenta como el puntapié inicial para la
    aparición y sostén del espacio público. Esta
    esfera de existencia mutua, la pública, es el espacio que
    "queda constituido por el hecho de que el sujeto humano necesita
    aparecer ante la alteridad para saber de sí"
    (Álvarez Teijeiro, op. cit.: 237). En este sentido,
    la calidad de la vida pública queda sujeta al tipo de
    interlocución que los individuos establezcan entre
    sí.

    Pero la emergencia social de este espacio público
    surge no sólo de la naturaleza dialógica del
    individuo sino además de la predisposición del
    hombre a la gestación de relaciones políticas en la
    esfera de acción común. Según la
    visión de la alemana Hannah Arendt, la política
    nace en el entre-los hombres, gracias a su
    característica sociable (Arendt, op. cit.: 31). En
    este sentido, la esencia del fenómeno de la
    política es el espacio que surge en la relación con
    los demás. La política se basa en el hecho de la
    pluralidad de los hombres. Arendt estima que "la política
    surge en el entre y se establece como relación" (Arendt,
    op. cit.: 46). Sí la "relación" es el lugar
    de emergencia de la política, ergo la
    política es consecuencia del carácter
    dialógico del hombre. La política es
    dialógica por definición.

    El concepto inmediatamente anterior constituye, al
    parecer de David Mathews, el basamento de una auténtica
    democracia ya
    que "la forma más básica de la política es
    el diálogo acerca de [las opciones] que redunda[n]
    realmente en el interés
    público. […] La calidad de la democracia depende de
    la calidad de este tipo de diálogo público. Cambiar
    la calidad del diálogo público empieza a cambiar la
    política" (Mathews, Política para el pueblo,
    en Álvarez Teijeiro, op. cit.: 225). Este
    pensamiento guarda congruencia con lo expresado más arriba
    acerca de la relación de causalidad entre la calidad del
    diálogo público y su correspondencia con la
    vigencia y fortaleza de las instituciones
    políticas.

    En este marco que entiende a la política como el
    arte del
    entendimiento y el disenso constructivo entre las partes,
    será analizado el particular discurso peronista que en
    parte de sus orígenes doctrinarios ha tipificado a la
    guerra como la
    continuación de la política por otros medios
    ,
    según la célebre definición del prusiano
    Clausewitz (citada por Perón en Apuntes de Historia
    Militar
    , publicado en 1932), y que incluye una
    definición del adversario político como enemigo
    susceptible de ser aniquilado. El traslado de conceptos militares
    y de guerra a la acción política, incluso en el
    marco de la democracia, ha sido transversal a las distintas
    manifestaciones históricas del justicialismo, los llamados
    "tres peronismos" (1946-1955, 1973-1976, 1989-1999).
    También se ha podido verificar este fenómeno en
    otras agrupaciones, como organizaciones gremiales, la Juventud
    Peronista y el movimiento Montoneros.

    Pero la apelación a la violencia
    desde el discurso político no ha sido patrimonio
    histórico del peronismo. El radicalismo, el llamado
    "partido militar", el conservadurismo y organizaciones de
    izquierda han compartido una visión del otro
    político como un enemigo cuya presencia debía ser
    suprimida. La democracia, "en tanto sistema de reconocimiento e
    institucionalización de la legitimidad del conflicto, que
    ha conseguido expulsar la violencia mortífera del campo
    político" (Sigal y Verón, 2003: 14), presenta
    entonces un desafío para el discurso belicoso.

    1.1.2. El espacio público

    La comprensión antigua del hombre como
    consustanciado con la realidad política de la comunidad
    guarda diferencias respecto del ideal moderno del ciudadano cuya
    libertad e identidad pueden desarrollarse al margen de la vida
    pública y política, es decir en el ámbito
    privado, el foro
    íntimo que el constitucionalismo liberal moderno se ha
    preocupado por proteger de la injerencia del Estado.

    En el marco de la democracia directa y asamblearia de
    los antiguos (contexto diferente de la democracia liberal
    moderna), la participación política era directa,
    circunscrita a la ciudad y el individuo no ocupaba un rol central
    (no era liberal); mientras que la democracia de los modernos es
    representativa (detalle que los antiguos consideraban como la
    negación misma de la democracia), posee dimensión
    nacional y tiene en consideración al individuo (es
    liberal) (Sartori, op. cit.: 206).

    Estas diferencias conceptuales pueden compendiarse en
    dos categorías para entender a las sociedades
    humanas: la organicista, en donde el todo es superior y anterior
    a las partes componentes (el individuo queda sumido al todo) y la
    contractual, donde el todo es producto del acuerdo entre las
    partes, visión según la cual el individuo es
    anterior al Estado. Si el hombre es anterior al Estado, su
    esencia es social antes que política; la constitución del espacio político
    surge del acuerdo entre los hombres. La diferencia entre las
    concepciones antigua y moderna sobre el ciudadano se encuentra en
    que los modernos creen que el hombre es más que un
    ciudadano del Estado. Según esta visión, el ser
    humano y su libertad no pueden ser reducidos sólo a su
    ciudadanía (Sartori, op. cit.:
    356).

    Como observó el italiano Norberto Bobbio,
    "el Estado
    liberal y después su ampliación, el Estado
    democrático, han contribuido a emancipar la sociedad civil
    del sistema
    político" (Bobbio, 1984: 28). El individuo como
    ciudadano ya no se define solamente por y desde la
    política, sino que su entidad se extiende más
    allá de ella, su ser no se agota en la política. Si
    bien el ciudadano moderno no está preso de la
    política, no es menos cierto que sólo por medio de
    la política y no fuera de ella, el individuo puede
    garantizar su libertad; no ya la libertad de los antiguos
    concebida solamente como un conjunto de derechos políticos a
    participar en foros, sino como ámbito para preservar sus
    derechos personales y su esfera privada no alienada con el
    espacio público.

    Ni siquiera para el individualismo liberal el hombre es
    autárquico sino más bien dependiente en su
    existencia de otros (como se definió más arriba).
    La construcción dialógica de la política es
    una empresa
    que concierne a todos los individuos en aras de garantizar la
    convivencia organizada que de otro modo sería
    caótica. Así, una de las misiones de la
    política es asegurar la vida en su sentido más
    amplio, proveer de orden a las relaciones
    humanas (tal como sucede con la comunicación) al hacer
    que los lazos sociales dependan fundamentalmente del tipo de
    intercambio simbólico que protagonizan los actores
    sociales. "[R]oles y mensajes suponen un marco de referencia que
    da sentido y previsibilidad a los comportamientos [ya que] los
    roles y las formas de comunicación preexisten a los
    actores" (Del Rey Morató, op. cit.: pp. 66-67). La
    política, con el auxilio de la comunicación,
    organiza el caos en la pluralidad de los hombres.

    Si no existe sociedad civil fuera de la relación
    con el otro, lo cual constituye una relación de naturaleza
    fundamentalmente semiótica (Lamizet, 2002: 98), es dable
    afirmar que la comunicación es la raigambre de las
    sociedades humanas y, sobre todo, de las sociedades
    políticas.

    La política es producto de esa capacidad
    comunicativa del hombre; es en gran parte comunicación o,
    desde una mirada estrictamente comunicacional, la política
    es una guerra de percepciones. La mencionada "urdimbre de la
    interlocución" de Taylor es el prerrequisito para el
    surgimiento de la sociedad política.

    Para el semiólogo Emilie Benveniste, "lo que
    funda la ciudadanía es la existencia de una
    relación especular. En efecto, el civis latino es a
    la vez ciudadano y conciudadano: el significado de la
    ciudadanía no puede separarse del reconocimiento, por
    parte del otro, de un vínculo social basado en la
    identificación simbólica" (Benveniste, Le
    vocabulaire des institutions indo-européennes
    , en
    Lamizet, op. cit.: 106). La comunicación como
    vehículo del intercambio semiótico se presenta como
    imprescindible para el estatus, en este caso, de la
    institución del ciudadano. En un período electoral
    (como el que aquí se estudia) la codificación del discurso político
    de los candidatos tiene en el adversario un punto de referencia
    ineludible desde el cual definir sus propios postulados. El lugar
    que ocupe el contendiente político en la sociedad de que
    se trate (su personalidad, ideología, pasado político,
    conexiones con corporaciones), determinará a su vez el
    posicionamiento que deba adoptar quien se presenta
    como una alternativa.

    Es imprescindible definir desde el campo teórico
    en qué consta ese "espacio entre" (Zwisechen-Raum
    de Arendt) que es posible gracias al intercambio simbólico
    de los individuos y en donde surge la política. Desde una
    concepción holística, es en este "espacio entre"
    donde tienen lugar gran parte de los asuntos humanos.

    Este espacio es necesariamente público en dos
    sentidos: primero, porque esta esfera es asistida por una
    pluralidad de hombres que se necesitan mutuamente para definir
    identidades y coadyuvar en la constitución de la sociedad;
    segundo, porque en este trabajo también se
    entenderá por público lo que
    etimológicamente designa el vocablo en su origen
    latín, es decir, lo referido a los temas de la res
    publica
    , las cuestiones que revisten interés
    público y son atinentes a la gestión de gobierno (en
    todos sus niveles; local, regional y nacional) con implicancias
    sobre la calidad de
    vida de los ciudadanos. Siguiendo el silogismo, entonces la
    democracia sólo es posible en el marco de lo
    público y de la publicidad de las
    cuestiones de gobierno ante los ciudadanos. La vida
    pública será el mecanismo que ponga en
    práctica a la democracia.

    La aparición o delimitación teórica
    del público como actor social que modifica constantemente
    las relaciones de intercambio entre los protagonistas de la
    comunicación pública supone la publicidad. No es
    posible la existencia del público sin publicidad (al menos
    desde el pensamiento republicano), de modo que, todo cuanto
    obstruya o inhiba el desarrollo de la publicidad disminuye el rol
    de la opinión pública en su continua
    búsqueda de injerencia en las cuestiones de interés
    general. Y, si es dable acordar que tanto el sistema de medios
    como el político pueden deliberadamente deformar o falsear
    la realidad en sus lecturas cotidianas de los acontecimientos
    (Marini y Zotta, 2003: 313-318), se produce aquí el
    acoplamiento con lo arriba señalado acerca de la
    correlación entre la calidad de la vida pública y
    el tipo de interlocución predominante en la sociedad de
    que se trate. No en vano Robert Dahl (1998) ubica a las "fuentes
    alternativas de información" entre las instituciones de la
    democracia que permiten el
    conocimiento del ciudadano sobre su gobierno y
    sociedad.

    La tradición occidental ha consagrado varios
    modelos de
    espacio público dentro de los cuales se desarrolla la vida
    política. Entre ellos los modelos griego, romano,
    cristiano, socialista, burgués y posmoderno. En este
    trabajo tomamos como referencia los modelos griego y
    burgués. Estas dos concepciones, si bien no agotan
    descriptivamente las características del actual espacio
    público altamente mediatizado (que incluye las denominadas
    "nuevas
    tecnologías de la comunicación" que han
    alterado el tradicional modelo lineal, difusionista y masivo de
    la gran comunicación del siglo XX), ejercen una
    considerable influencia teórica sobre la que abrevan las
    concepciones contemporáneas que proponen nuevas
    definiciones del espacio público.

    A partir del contexto griego clásico, la idea de
    espacio público hace referencia a la plaza pública,
    ágora o asamblea en donde los ciudadanos, en su
    condición de tales, se reunían para debatir sobre
    los asuntos concernientes al gobierno de la comunidad. Para este
    modelo lo público era sinónimo de lo
    político y se distinguía de la esfera privada
    resumida en el concepto de domesticidad, en donde este esquema
    admitía incluso la dominación y la ausencia de
    libertad individual (Ferry, 1998: 13). El acceso al mundo
    público común a todos los miembros de la
    polis se daba únicamente al alejarse de la
    existencia privada y de la pertenencia al ámbito de
    la
    familia.

    Sin embargo, lo público ya no es la plaza ni la
    asamblea ni tampoco resulta topográficamente delimitable.
    En gran medida, la delimitación del actual espacio
    público se encuentra hoy determinada por los confines de
    la cobertura que los medios realizan de la realidad social.
    Además, el llamado "orden de la domesticidad" o de lo
    privado no está hoy como otrora desterrado de los
    tópicos de interés del espacio público sino,
    por el contrario, características de la vida privada son
    hoy presentadas (publicadas) para completar, mejorar o entorpecer
    la comprensión de la
    personalidad de sujetos públicos, tal el caso de
    políticos y artistas.

    En cuanto al modelo de espacio público
    entronizado por la Modernidad con el
    impulso de la
    Ilustración del siglo XVIII, esta esfera era producto
    y tenía por núcleo la autonomía privada de
    la conciencia individual de los particulares que manifestaban sus
    críticas sobre las cuestiones públicas. Instruida
    por la creencia en una opinión pública con
    autonomía moral como emancipada y la soberanía de la razón (conceptos
    pilares de la Ilustración, con referencia incluso a las
    doctrinas calvinistas y luteranas como inculcadoras del principio
    según el cual los individuos son dueños de sus
    propios destinos), este modelo de espacio público
    tenía pretensiones de alzarse contra el poder que emanaba
    desde "arriba", del Estado.

    El esquema de la modernidad identificaba directamente el
    concepto de espacio público con el de sociedad civil como
    revelada y ascendida desde el estado de minoría al de
    mayoría protagonista. Su principio fundador descansaba
    sobre la facultad de la argumentación pública y "la
    discusión racional dirigidas sobre la base de la libertad
    formal y la igualdad de
    derechos" (Ferry, op. cit.: pp. 15-16) (Price, 1992:
    24).

    Por su parte, el espacio público y
    político contemporáneo incorpora un nuevo actor que
    imprime una diferenciación cualitativa que lo distancia de
    sus dos modelos precedentes: la aparición de los medios
    como intermediarios y hasta hacedores de la nueva esfera
    pública. Según sean sus intereses económicos
    y políticos, los medios como empresas privadas
    ingresan a los acontecimientos de la vida pública ya no
    para relatarlos sino para "escribirlos". Esta concepción
    postula a los medios como el dispositivo institucional del que se
    vale la sociedad para presentarse a sí misma, en su
    carácter de público, con los múltiples
    aspectos de la vida social, incluidas las cuestiones de la vida
    privada como protagonista de la nueva esfera de los medios
    (Ferry, op. cit.: 19). La presencia de lo privado en el
    terreno de la discusión pública no necesariamente
    significa, tal cual postula Álvarez Teijeiro, la
    "abolición de la esfera pública" (op. cit.:
    31) sino, por el contrario, la atención a lo
    doméstico bien puede servir de punto inicial para debates
    de cuestiones que trascienden hacia el ámbito de lo
    público como el caso de las conductas privadas de un juez
    federal o del mismo Presidente de la Nación.

    En este tercer modelo de espacio público, lo
    "mediático" es entendido como lo que mediatiza la
    comunicación de las sociedades consigo mismas y entre
    sí, es decir que cuando se habla de los medios como
    co-constructores de la esfera pública contemporánea
    no se los señala como elementos autónomos respecto
    de la sociedad -y por esto con facultades coercitivas o de
    dominación sobre el conjunto social- sino más bien
    cono una de las tantas manifestaciones de la sociedad, en este
    caso, una de las más importantes tratándose de la
    génesis y reproducción de la esfera
    pública.

    Una de las principales diferencias de este nuevo espacio
    respecto de su antecesor modelo ilustrado e históricamente
    burgués radica en que ahora la esfera pública
    mediatizada ya no obedece a las fronteras nacionales de la
    sociedad civil ni su impulso es el imperio de la razón.
    Las reglas del espectáculo y la emoción, propias de
    las características de algunos medios, predominan ahora
    sobre la otrora reivindicada racionalidad y lógica
    argumentativa.

    En este nuevo espacio se dan cita una multiplicidad de
    actores, entre ellos los ya mencionados medios de
    comunicación, que conforman la dinámica que hace posible la constante
    renovación de la esfera pública, la apertura y
    cerrazón de procesos políticos y sociales de
    discusión. En este marco, se entenderá aquí
    por espacio público y político lo que Heriberto
    Muraro (1997: 63) reconoce como "el `lugar´ de competencia entre
    diferentes tipos de actores que toman la palabra para debatir
    cómo debe organizarse la sociedad". Como se observa en la
    cita precedente, Muraro acompaña el vocablo lugar
    con un par de comillas para denotar el sentido figurado del
    término ya que, según se expuso más arriba,
    no es posible delimitar topográficamente la
    localización del espacio público y político
    aunque sí es dable hallar en los medios uno de sus
    escenarios predilectos de desenvolvimiento. El designado
    "espacio" responde más a una metáfora social que a
    una realidad empíricamente verificable. Como sostiene el
    mismo autor, "el resultado de estas interacciones a través
    de los medios es que las páginas de los diarios, los
    noticieros y los programas de
    opinión de radio y TV dejan de ser los instrumentos de
    difusión del contenido de debates ocurridos en otros
    ámbitos, para pasar a ser el lugar mismo donde ocurren"
    (op. cit.: 78).

    La definición de Muraro abre la
    consideración de varios ítems. El aludido concepto
    de competencia no debe ser tomado en un sentido
    estrictamente literal. Si bien entre los actores que conviven en
    este espacio existe una clara confrontación por la
    definición simbólica de la realidad social y por
    atributos de legitimidad y estatus que permitan dichas
    definiciones, también la competencia ha de ser considerada
    como un tipo de cooperación, colusión y hasta
    complicidad entre los actores. Los términos de la
    relación no siempre se plantean como antagónicos
    sino a veces como complementarios.

    Los actores protagonistas del espacio público y
    político son multi-sectoriales, es decir que surgen de
    diversas parcelas de la sociedad. Entre ellos se localizan los
    ciudadanos en su doble carácter de perceptores y a la vez
    constructores del espacio en que cohabitan con el resto de los
    actores. Aquí se disiente de manera parcial con Heriberto
    Muraro acerca del rol de los ciudadanos en este contexto. Para el
    autor, "cada uno de estos actores [los del espacio
    público y político
    ] se esfuerza por persuadir a
    los demás protagonistas […] buscan volcar en su favor a
    los ciudadanos que, a manera de espectadores, se asoman
    periódicamente al espacio público" (op.
    cit.
    : 63). Si los ciudadanos no son más que
    espectadores, contempladores de un espacio público al que
    se acercan con cierta periodicidad, pues entonces es dable
    deducir que este espacio se ubica fuera de ellos y que no los
    contiene completamente o, en el peor de los casos, que este
    espacio es sólo una entelequia urdida por un selecto
    grupo de
    actores que pone a consideración del ciudadano-espectador
    un producto ya manufacturado. Según consideramos
    aquí, el ciudadano no se encuentra al final de la cadena
    comunicativa y, en su rol de perceptor, es a la vez
    co-constructor activo del mencionado espacio.

    El espacio público es esencialmente un complejo
    sistema de intercambio de reconocimientos entre actores de
    diversas o iguales competencias. Un
    proceso altamente dinámico de constante convergencia y
    divergencia, consenso y disenso entre políticos,
    periodistas y ciudadanos que se funden y separan entre sí
    en torno a temas no
    sólo de interés colectivo. Es a la vez aquel
    espacio que hace posible la relación especular referida
    más arriba por Benveniste, relación en la cual los
    actores que se ven reflejados edifican sus identidades
    individuales a partir del intercambio simbólico
    colectivo.

    Pero no sólo la palabra o la capacidad discursiva
    de los actores permiten la creación de identidades en este
    contexto compartido.

    Una de las funciones del
    ámbito público, a partir de la competencia de
    actores, es la de destacar los sucesos humanos al proporcionar un
    espacio de visibilidad en el cual los actores pueden ser vistos y
    oídos y revelar mediante la palabra y la acción
    quiénes son. De modo que el espacio público y
    político se presenta como el "lugar" de reconocimiento,
    incluso, de identidades comunes que abarcan y trascienden las
    individuales. En 1953, con su estudio de los vínculos
    entre comunicación y nacionalismo,
    Karl Deutsch
    sostuvo que "la estructura relativamente coherente y estable de
    recuerdos, hábitos y valores" que
    definen identidades locales, regionales o nacionales, "depende de
    las facilidades existentes para la comunicación
    social, tanto del pasado como entre contemporáneos"
    (Deutsch, Nationalism and Social Communication, en
    Schlesinger, 2002: 35).

    Este concepto une la estructura de comunicación
    social que regula el intercambio simbólico con la identidad
    nacional de las sociedades. Aquí se retoma
    directamente la idea antes expresada sobre la relación de
    causalidad entre el tipo de interlocución o diálogo
    público y la calidad de las instituciones que median la
    convivencia ciudadana, entre ellas las instituciones de la
    democracia. "Las naciones y los estados-naciones están
    fuertemente unidos por sus estructuras
    sociales de interacción comunicativas. Las sociedades se
    mantienen unidas desde adentro por la eficacia
    comunicativa, la complementariedad de las facilidades
    comunicativas adquiridas por sus miembros. Incluso la idea de
    nacionalidad
    es vista como resultado de la cohesión estructural que se
    obtiene a través de la comunicación social
    (Schlesinger, op. cit.: 36), aquélla que tiene
    lugar en el espacio público, y varias veces instrumentada
    por el poder político para la constitución de los
    Estados nacionales y construcciones de identidades ciudadanas,
    como el caso de la Argentina del siglo XIX según los
    estudios de Oscar Oszlak y Tulio Halperín Donghi. El
    discurso y las relaciones interpersonales por él
    establecidas han de ser el terreno mismo de constitución
    de lo social.

    La ya referida naturaleza relacional del hombre deriva
    en una instancia de encuentros y reconocimientos donde los
    actores desempeñan actividades de operación
    semántica a partir de relaciones de
    competencia, sea por legitimidad, estatus, poder o facultades
    para obtener el monopolio de
    credibilidad en la definición pública de la
    realidad social. No en vano anteriormente se subrayó el
    carácter de lucha que comporta el diálogo en
    aras de la definición de la identidad de los
    interlocutores. En este mismo sentido, el espacio público
    y político es entonces a la vez dialógico y
    agonístico
    . Como se verá en el apartado
    1.1.3, en la comunicación política se
    produce la lucha por el poder entre los distintos grupos
    sociales.

    La naturaleza del espacio público como red de intercambios
    simbólicos será estudiada sobre la base del planteo
    formulado por Mijaíl Bajtin, quien define el dialogismo
    desde considerar que

    "La expresividad de un enunciado nunca puede ser
    comprendida y explicada hasta el fin si se toma en cuenta nada
    más que su objeto y su sentido. La expresividad de un
    enunciado siempre, en mayor o menor medida contesta, es decir,
    expresa la actitud del
    hablante hacia los enunciados ajenos, y no únicamente su
    actitud hacia el objeto de su propio enunciado […] Un
    enunciado está lleno de matices dialógicos"
    (Bajtin, Estética de la creación verbal,
    en Landi, 1987: 185).

    Aquí no se hace referencia al dialogismo
    sólo como un modelo de doble sentido de intercambio de
    palabras y de racionalidades tal como se lo presentaba durante el
    Siglo de las Luces, que entronizaba el carácter divino de
    la Razón como guía rectora de un espacio
    público responsable y maduro. Incluso más
    allá de su origen etimológico, no tiene solamente
    un doble sentido de intercambio, sino múltiples; la
    comunicación en esta arena se presenta como
    multidireccional y lo intercambiable no son ya sólo
    "palabras y racionalidades", sino también emociones,
    imágenes, figuras, acciones. Ya no es la razón la
    condición sine qua non para concebir el
    diálogo pretendido por entonces. Para la tradición
    racionalista, como observa Gilles Achache (1998: 116), una imagen
    no es dialógica, por lo que siempre resulta sospechosa al
    tener menos sentido que vigor y requerir más ser sentida
    antes que comprendida; por dirigirse a nuestra sensibilidad, es
    decir, a esa dimensión psicológica que,
    según el racionalismo,
    no depende precisamente del espacio público.

    La progresiva desintegración del paradigma
    racional como ideal del optimismo liberal moderno acelera la
    lógica del conflicto, el enfrentamiento y la
    polémica como combustible que mantiene en permanente
    mutación al espacio público. Jürgen Habermas,
    uno de los filósofos alemanes para quien el proyecto de la
    Modernidad tiene futuro aún, ha escrito que "las leyes,
    promulgadas bajo la `presión de
    la calle´, difícilmente puedan ahora entenderse como
    normas
    emanadas del razonable consenso entre personas privadas que
    polemizan en público" (Habermas, 1971: pp. 136-137). El
    espacio público es un terreno de disputas; no se trata ya
    sólo del ámbito de hegemonía de la
    razón sino más bien del conflicto entre grupos y
    subsistemas sociales, entre ellos el político,
    mediático, judicial, ONG, partidos, etc.

    En cuanto a la variable agonística del espacio
    público, ésta comprende la arriba enunciada
    competencia entre actores por lugares de poder y legitimidad
    dentro del espacio en el que interactúan. En el plano de
    la teoría,
    tres son los modelos posibles de espacio público que
    grosso modo se pueden delinear, a saber: el
    legalista, que tiene por centro el sistema legislativo
    como coordinador y regulador de la cohabitación ciudadana;
    el discursivo de Habermas, que eleva a la razón
    como árbitro del intercambio de sentido en la
    discusión pública; y el modelo
    agonístico de Arendt que define el espacio
    público como "competitivo en el cual el sujeto disputa en
    busca de reconocimiento, de precedencia y de aclamación"
    (Teijeiro, op. cit.: 29). De ellos, el agonístico
    es el modelo que más se aproxima al propósito de
    este estudio.

    De aquí en adelante, la concepción
    teórica del espacio público como agonístico
    permitirá delimitarlo como un genuino lugar de
    encuentro que, como consecuencia de la competencia entre los
    actores que intervienen, se sucede la existencia de una zona
    entre la comunicación orientada al dominio y la conquista
    de espacio reales y simbólicos (en donde se
    incluirán los posicionamientos de imagen en la mente de
    los perceptores a partir de técnicas
    de marketing
    político), y la tendencia hacia la publicidad (el develar,
    manifestar o revelar) como impulso que se desplaza en sentido
    contrario al anterior, el del dominio.

    1.1.3. La comunicación
    política

    Es en el marco de este espacio público en
    constante mutación donde los actores establecen canales de
    comunicación que hacen posible un cierto orden y grado de
    previsibilidad en medio del caos semiótico que se produce
    en la generación, difusión, recepción,
    percepción y reacción frente a los
    mensajes públicos. Entre estos canales comunicativos
    interesa estudiar los regulados por la comunicación
    política
    , concepto analizado en el presente
    trabajo.

    Al contrario de la habitual opinión despectiva
    que de la comunicación política se arguye (como
    considerarla causa de la banalidad de la actividad
    política), vindicamos aquí este tipo de
    comunicación como una de las condiciones necesarias para
    el funcionamiento de nuestro espacio público, desde hace
    décadas ampliado por la acción y presencia de los
    modernos medios de comunicación.

    La actitud de establecer una relación de
    correlatividad entre comunicación política y
    degradación de la acción política, encuentra
    parte de sus orígenes en la Grecia
    clásica en donde la actividad del sofista, señalada
    como nociva desde la filosofía por Sócrates y
    su discípulo Platón,
    convertía a la política prácticamente en una
    cuestión de retórica enunciativa, un sortilegio de
    las palabras. Si bien ya en los tiempos pre-modernos, incluidos
    Julio César y el acta diurna, la expresión
    "comunicación política" designaba, en una
    visión limitada, el intercambio de discursos
    políticos; los fenómenos totalitarios surgidos con
    el comunismo ruso y
    el nazismo
    alemán del siglo XX terminaron por identificar
    estrictamente la comunicación política con el
    concepto de propaganda.

    Aunque la propaganda es una de las herramientas
    de la comunicación política, de ningún modo
    ésta se reduce a aquélla. Esta distorsión
    deliberada e interesada de partidocracias que constituyeron la
    negación misma de la política contribuyó a
    separar conceptualmente acción y discurso en
    política, como dos instancias diversas y hasta
    antitéticas. Así, la acción fue considerada
    como la noble y deseable tarea de la política, mientras
    que el discurso no gozaba de semejante legitimidad por lo que era
    sindicado como una forma degradada de la política. Este
    trabajo rechaza tal división como insalvable,
    cuestión que ya se anticipó.

    Según la definición que de
    comunicación política brinda Dominique Wolton
    (1998: 31), se trata del "espacio en que se intercambian los
    discursos contradictorios de los tres actores que tienen
    legitimidad para expresarse públicamente sobre
    política, y que son los políticos, los periodistas
    [como representantes de la institución de los
    medios
    ] y la opinión pública a través de
    los sondeos"; la que hace posible la "confrontación
    de los discursos políticos característicos de la
    política" (ibídem: 36). Incluso ampliando
    las variables
    aplicadas por Aristóteles a su estudio de la poesía
    (al inicio comentado), la comunicación política
    puede ser una forma determinada de nominar la realidad
    política, de construirla y de ordenarla de un
    determinado modo (Haime, 1988: 25).

    Si bien es posible ampliar el espectro de actores
    sociales legitimados para expresarse públicamente sobre
    política; la definición de Wolton no deja de
    ofrecer un válido abordaje inicial al fenómeno de
    la comunicación política como canal para encauzar
    el intercambio discursivo público que tiene por objeto un
    corpus temático vinculado a cuestiones
    políticas.

    Esta observación aportada por Wolton inaugura
    también la discusión sobre quiénes han de
    ser los hacedores de la comunicación política
    dentro del espacio público. Se debe entonces tener en
    cuenta que la producción de mensajes políticos es
    una empresa conjunta,
    idea que retoma el carácter multidireccional del espacio
    público, ya señalado al momento de referirse al
    dialogismo. Entre los actores productores, reproductores y
    perceptores de la comunicación política es posible
    incluir a los partidos
    políticos, los ciudadanos, el Estado, los sindicatos,
    los medios de
    comunicación, los periodistas, la Iglesia, los
    asesores de imagen y las consultoras de opinión. Del
    conjunto de actores mencionados, se estudiará en
    particular la producción de comunicación
    política por parte de la díada sistema de
    medios-sistema político.

    Al ser lo público un terreno de disputas entre
    los sistemas
    político y de medios, la opinión pública
    será entonces uno de los actores primordiales sobre el que
    se apoyarán ambos en su intento por obtener legitimidad y
    representatividad social necesarias para perdurar en el
    protagonismo. Se considera a la opinión pública
    como inseparable de un proceso comunicacional, tanto en su
    constitución como en su expresión final por los
    sondeos, ya que al no existir por sí misma, este
    fenómeno resulta de una actividad social permanente de
    construcción y destrucción (Wolton, op.
    cit.
    : 32).

    Pero Dominique Wolton se refiere a los tres actores
    principales de la comunicación política
    (periodistas –medios-, políticos y opinión
    pública) como portadores de legitimación para expresarse
    públicamente en temas políticos. Cada una de estas
    legitimidades proviene de un tipo de discurso que es propio y
    singular de cada uno de los actores según sus funciones,
    roles y posiciones en el espacio público y según el
    tiempo histórico de que se trate:

    • para los políticos, la ideología, la
      acción y la elección de los comicios;
    • para los periodistas, la información
      (información como categoría que permite el relato
      organizado de los acontecimientos y la configuración del
      fenómeno discursivo de la "actualidad");
    • para la opinión pública, los sondeos y
      las encuestas,
      una legitimidad de tipo
      científico-técnico.

    El dispar origen de legitimidades de cada actor en la
    esfera pública deriva en una serie de prioridades para
    cada uno de ellos que puede conducir a diferencias en las agendas
    de unos y otros, cuando no a coincidencias: los medios
    serán sensibles a los acontecimientos; los
    políticos a las acciones (aunque no exclusivamente); la
    opinión pública a la jerarquía de temas
    públicos, sujeta en gran parte a los procesos de
    tematización impulsados por el sistema de medios, no pocas
    veces en cooperación con el sistema político, en
    comunión de intereses.

    En este esquema de legitimidades y prioridades, la
    comunicación política se extiende más
    allá de un espacio de intercambio discursivo para
    constituir, como ya se dijo, un espacio de confrontación
    de diferentes lógicas y preocupaciones (Wolton, op.
    cit.
    : 37).

    Este reparto de legitimidades en donde los medios
    acaparan la representación pública de los
    acontecimientos al re-presentarlos bajo el formato de noticia y
    re-interpretarlos a partir de otros géneros discursivos
    como el editorial y el comentario (que analizan los
    acontecimientos en el contexto de un proceso temporal), comporta
    por definición el arrebato de privilegios que otrora eran
    prerrogativas del sistema político y atributos de su
    legitimidad. Conocer el acontecer de una sociedad, poder
    anticiparse a él, es una virtud propia de los estadistas
    y, por cierto, indispensable para la conducción
    política de grandes grupos humanos.

    El poder político se siente satisfecho cuando
    intuye que puede controlar los acontecimientos que le rodean y
    que podrían desestabilizarlo o importar una merma
    considerable en su radio de acción. El discurso
    político, al establecer sus mecanismos de exclusión
    e inclusión temática, construye su propio orden
    semántico en pos de controlar el acontecimiento aleatorio,
    matizar su impronta de imprevisión; la política
    suele trasladar su voluntad de verdad al terreno discursivo
    localizándola en el estadio de la
    enunciación.

    Sobre la base de este control de la
    realidad y el pasado histórico, se han alzado los paradigmas de
    gobiernos en sociedades de masas que totalizaban la presencia del
    Estado o propugnaban una autoridad
    paternalista omnipresente. Como señala Pierre Nora (en
    Rodrigo Alsina, op. cit.: 85), "los poderes instituidos
    tienden a eliminar la novedad, a reducir su poder corrosivo, a
    digerirlo por el rito [;] buscan así perpetuarse por un
    sistema de noticias que tiene por finalidad última negar
    el acontecimiento, ya que el acontecimiento es precisamente la
    ruptura que pondría en cuestión el equilibrio
    sobre el cual [ellos] se fundamentan". Hoy el sistema de medios
    es para los ciudadanos una de las principales fuentes de
    transmisión de acontecimientos.

    La revalorización de la comunicación
    política como actividad y objeto de estudio, ya no
    relacionado directamente con la degradación de la
    actividad política, coincide temporalmente con:

    • el debilitamiento del paradigma de la sociedad de
      masas;
    • la democracia con una ciudadanía inclusiva a
      través de la ampliación del voto universal
      igualitario y el sufragio
      femenino;
    • el auge de los medios de comunicación
      masiva;
    • la omnipresencia progresiva de los sondeos como
      índice para mensurar los tiempos de la política
      en consonancia con las variaciones de la opinión
      pública.

    De modo que, incluso desde una visión
    histórica, comunicación y política
    contemporizan.

    Se ha afirmado aquí que la comunicación
    política es garante de la existencia de la esfera
    pública en donde se ubica a la democracia evitando (al
    contrario de lo estipulado por visiones reduccionistas) la
    destrucción y desaparición del espacio
    público y político. Y existen al menos dos razones
    que confirman este postulado:

    1. La existencia de intercambios discursivos gracias a
      la comunicación política prueba que no existe un
      antagonismo estructural o insalvable entre los grupos sociales
      que haga imposible o inviable su interacción
      comunicativa (Wolton, op. cit.: pp. 40-43). En este
      sentido, la comunicación política posibilita el
      intercambio regular incluso entre actores adversarios creando
      espacios para el reconocimiento del otro (aquí se
      analizará la construcción de la figura del
      político a partir de la concepción del
      adversario). Este punto destaca que los discursos contrarios no
      conducen a la nulidad de la comunicación. El hecho de
      entablar relaciones y consensos sociales a partir del disenso
      es congruente con el espíritu de un gobierno
      democrático, de modo que la comunicación
      política es también un elemento insustituible de
      las democracias modernas.
    2. Si bien la comunicación política
      desempeña un rol esencial para la existencia de la
      democracia al garantizar un espacio que torna productivo el
      antagonismo y la contradicción; la comunicación
      en ningún punto logra sustituir definitivamente a la
      acción política sino que le permite su
      visibilidad, su puesta en común. En este segundo punto
      se produce la compatibilidad teórica que inicialmente se
      hiciera notar al subrayar la predisposición de la
      naturaleza humana hacia la comunicación a partir de la
      cual tiene lugar el espacio común en donde se gestan las
      relaciones políticas.

    A los fines de este marco conceptual, la
    comunicación política resulta entonces:

    a) una realidad que se torna visible cotidianamente por
    medio de los discursos que intercambian los actores legitimados
    para expresarse en materia
    política;

    b) un sistema que implica una nueva instancia o nivel de
    funcionamiento de la política al permitir la
    extensión de la democracia (más allá de la
    existencia formal de la misma) mediante el incremento de los
    temas que, a partir de su visibilidad pública,
    deberán necesariamente, en el corto o mediano plazo, ser
    objeto de tratamiento político según los canales
    legalmente instituidos por la política;

    c) un elemento organizativo del caos político
    dentro de un marco comunicativo.

    Pero lo esencial en esta base teórica es la
    consubstanciación entre el modelo agonísitco, la
    comunicación política como reguladora del modelo y
    la democracia como sistema de gobierno compatible con este
    contexto. En estos términos, la comunicación
    política puede ser la agonística de la
    democracia
    , no de modo distorsivo sino más bien
    estratégico, connatural a la democracia, que impulsa los
    mecanismos de ésta entendida como sistema de gobierno que
    apunta hacia el consenso político a partir del disenso;
    que propone un gobierno de la mayoría limitado por las
    minorías, lo que se corresponde con toda la
    ciudadanía, con la suma total de la mayoría y la
    minoría –el principio de la mayoría relativa-
    (las instituciones y características de la democracia
    serán analizadas párrafos abajo).

    Esta concepción agonística de la
    comunicación política entiende al adversario
    no como un enemigo que deba ser suprimido del campo
    político, sino como un enunciador igualmente legitimado.
    Armonizadas la democracia y la comunicación
    política, las condiciones de ésta están al
    nivel de los problemas,
    conflictos y mecanismos de una democracia representativa a gran
    escala cuyos enfrentamientos políticos hoy se verifican
    preferentemente de modo comunicativo (Wolton, op. cit.:
    197).

    1.1.4. Democracia y comunicación
    política

    La concepción de la comunicación
    política que aquí se explora conlleva una
    visión de la democracia que ha de ser explicitada a los
    efectos de ampliar la base teórica del presente
    trabajo.

    El concepto de democracia no puede sustraerse de la
    mencionada capacidad dialógica del hombre que subyace a la
    construcción de las instituciones políticas y
    sociales. En este sentido, la democracia será entendida
    como el sistema político que idealmente ofrece las
    garantías, igualdad de oportunidades y equidad social
    necesarias para el desarrollo de las capacidades y
    potencialidades particulares de los individuos que componen la
    sociedad.

    Esta definición parte de un marco ético
    cuyos preceptos morales subrayan la preeminencia del hombre por
    encima de la
    organización estatal y que debieran ser válidos
    para todas las instituciones del sistema democrático,
    incluso para las prácticas y las consideraciones
    teóricas de la comunicación
    política.

    La ya aludida visión clásica (griega) de
    la democracia apuntaba a definir la sociedad como un cuerpo
    homogéneo de ciudadanos con creencias análogas
    acerca de lo que debería ser el bien común de la
    comunidad. Hasta el siglo XVII la diversidad fue parangonada con
    el desorden, la discordia y el mal de los Estados (incluso la
    visión de Hobbes se
    apoya en este temor de anarquía y disolución social
    a partir de la diferencia); y la unidad, en cambio, como
    fundamento de la comunidad política. Actualmente, y por
    impulso del liberalismo,
    la heterogeneidad ya no es tenida en cuenta como factor de
    riesgo para la
    integridad del sistema democrático sino, por el contrario,
    resulta un valor
    estratégico en pos de cuya preservación se levantan
    los edificios legales de la democracia moderna. Bien dice Sartori
    cuando afirma que:

    "Las democracias modernas están relacionadas
    con el descubrimiento de que el disenso, la diversidad y la
    `partes´ (que se convirtieron en partidos) no son
    incompatibles con el orden social y el bienestar del cuerpo
    político, y están condicionadas por dicho
    descubrimiento
    [el destacado es nuestro]. La
    génesis ideal de nuestras democracias se halla en el
    principio de que la diferencia, no la uniformidad, es el germen
    y el alimento de los Estados […] es la democracia
    liberal, no la democracia antigua, la que está
    basada en el disenso y en la diversidad. Somos nosotros, no los
    griegos, los que hemos descubierto cómo construir un
    sistema político sobre la base de una concordia
    discors
    , de un consenso del desacuerdo" (op. cit.:
    360, 362).

    La democracia, como garante e incluso consecuencia del
    encuentro de la diversidad, de lo heterogéneo, permite la
    multiplicación de las divisiones políticas haciendo
    del conflicto el rasgo que por antonomasia explica la vida en el
    contexto de este modelo de gobierno y sociedad. La posibilidad de
    suprimir el conflicto, como constitutivo de la sociedad
    democrática, no deja fuera la indeseable consecuencia que
    esto implicaría en desmedro de las libertades
    públicas (Dahl, 1992: 263).

    Democracia y comunicación política avanzan
    a partir de una lógica que legitima la conflictividad como
    variable del espacio público y político; en este
    punto, sus existencias ideales se suponen mutuamente. En el
    reconocimiento que la democracia liberal hace de la diversidad y
    del conflicto, activa las estrategias de la comunicación
    política para conducir los distintos grados de
    heterogeneidad. Esto evita que la diferencia de posiciones derive
    en un enfrentamiento sin punto de retorno cuya hipérbole
    conduzca a la paralización de la misma institucionalidad
    democrática. La comunicación política, al
    hacer visible el espacio democrático en donde convive la
    diferencia, hace del conflicto entre los actores una instancia
    superadora de las posiciones individuales, en lugar de un
    juego de suma
    cero que anule por completo lo distinto, lo heterogéneo e
    incluso, desde el punto de vista político, la
    minoría.

    El ordenamiento institucional de la democracia implica
    un conjunto de valores y normas que forman parte de su
    articulación no ya como ideal, sino como realidad. Para
    Robert Dahl, el concepto de democracia trasladado al orden
    descriptivo de lo empírico (más allá del
    prescriptivo u orden del deber ser, como bien diferencia
    Sartori en op. cit.: pp. 25-27) se constata sólo en
    lo que el estadounidense designa con el vocablo de
    poliarquía, al cual precisa "como un sistema
    político dotado de seis instituciones democráticas"
    (Dahl, 1998: 105).

    Sin embargo, la visión clásica de la
    democracia moderna, enfocada únicamente desde la
    perspectiva de la ciencia
    política, se ha visto alterada por las consideraciones
    aportadas desde las ciencias de la
    comunicación, antecedente que ratifica no sólo el
    carácter interdisciplinario de la comunicación
    política sino, lo que es más importante aún,
    cómo el protagonismo público del sistema de medios
    ha influido en la forma de entender la democracia en el siglo
    XXI.

    Cuando el francés Alexis de Tocqueville se
    refería a la "tiranía de la mayoría" como
    riesgo que se avizoraba en la temprana democracia estadounidense,
    marcó el rumbo de subsiguientes estudios que
    señalarían cuán responsables habrían
    de ser los modernos medios de comunicación en potenciar
    esa característica de las sociedades.

    A más de siglo y medio de La democracia en
    América
    (1835-40), Elizabeth Noelle-Neumann en 1974
    señaló en su teoría de "la espiral del
    silencio" que gran parte de los ciudadanos temen naturalmente al
    aislamiento motivo por el cual, al manifestar sus opiniones,
    trata de sumarse a la opinión mayoritaria.

    Por su parte, Alain Minc observó que
    "ningún freno puede actuar contra la democracia de la
    opinión pública y, por consiguiente, la
    primacía del sufragio universal cede de forma progresiva
    el paso ante ese ser social enigmático e inaprehensible,
    que es la opinión pública" (1995: pp.
    265-266).

    En este interrogante Minc plantea si la democracia se
    legitima teniendo principalmente como fundamento el sufragio
    universal o necesita postular una segunda condición, la
    existencia de una opinión pública tan poderosa que
    dé nacimiento a lo que el autor francés denomina
    "democracia demoscópica", embriagada en el imperio de los
    sondeos, en connivencia con los medios.

    Como actores de la comunicación política,
    la actividad simbólica de los medios participa en la
    construcción de la cultura
    democrática de las sociedades, ampliando el concepto de
    democracia para promover (o pauperizar) un sistema de
    hábitos y valores ciudadanos que sirve de base para las
    instituciones políticas cuya vigencia depende de la escala
    de valores predominante. La democracia se expresa incluso
    culturalmente como complemento y legitimación de lo
    instituido por las leyes. Si bien en el caso argentino puede
    afirmarse que la democracia retornó formalmente en 1983,
    esto no es óbice para que las prácticas
    comunicativas autoritarias y antidemocráticas de la
    última dictadura militar
    (que, por ejemplo, podrían tener lugar en el foro
    educativo) subsistieran mucho tiempo después de la
    festejada vuelta del Estado de
    Derecho.

    La tesis de Carlos Chamorro (2000) a este respecto
    establece que "bajo determinadas condiciones, los medios
    (tradicionales o no) pueden ser promotores de la participación ciudadana y la cultura
    democrática. [En tal sentido,] las funciones
    específicas que los medios desempeñan en la
    institucionalización democrática [se podrían
    resumir en la siguiente lista:] información; transparencia
    pública; fiscalización de los poderes privados;
    debate
    público; derecho de información" (en Vega, 2002:
    pp. 140-141).

    El presente estudio supone, además de una
    visión de los medios como instituciones que cohabitan con
    y en el sistema político, una filosofía
    política de la comunicación que concibe al
    intercambio simbólico entre los actores y la
    producción informativa como presupuestos
    capaces de, cuanto menos, facilitar la vitalidad y colaborar con
    el sustento de la democracia. La relación entre la
    producción de noticias (información) y el nivel
    educativo del ciudadano-perceptor le confiere a los medios, en su
    rol de productores legítimos del lenguaje noticioso, un
    papel político estratégico en un contexto
    democrático.

    1.1.5. El discurso político

    En el marco de la relación entre
    comunicación política y democracia, el discurso
    político es una de las herramientas que hacen posible y
    dinamizan los procesos de intercambio simbólico. Como ya
    se indicó anteriormente, aquí se estudiará
    el discurso político según la definición
    aportada por Leonor Arfuch, en su doble dimensión de
    palabra y acción, lenguaje y acontecimiento, lexis
    y praxis (nosotros preferimos agregar una tercera
    dimensión: la composición de la imagen). La
    producción discursiva de los líderes
    políticos no tiene lugar en un solo tiempo y espacio sino
    que se enmarca en un campo discursivo temporal que recupera
    mitos,
    leyendas y
    analogías en aras de justificar la valoración y
    legitimidad de cada enunciado.

    En función de
    las posiciones relativas del enunciador, del adversario y de los
    perceptores, el discurso político se enmarca en la lista
    de los discursos productores del efecto de sentido de "verdad",
    como definió Emilio de Ipola en su estudio sobre la
    comunicación política del peronismo. Para crear una
    base de legitimidad en su enunciación que le permita
    entenderse con los perceptores del mensaje y a la vez marcar
    terreno de autoridad ante el adversario, el discurso
    político comporta un contrato de veredicción
    (1986: 90) con sus destinatarios fundado en la referencia a la
    figura de un líder carismático, intelectual o
    sagrado, una ideología, una plataforma
    programática. Estos elementos del discurso político
    se orientan a crear un entendimiento o complicidad tácita
    entre los actores (emisores y perceptores) que forman parte del
    juego discursivo de la política.

    En cada composición del discurso político
    existen elementos ideológicos, pasionales y
    lingüísticos que adoptan la forma de colectivos de
    identificación, lugares comunes, reglas prescriptivas,
    proscripciones, interpelaciones, componentes programáticos
    y hasta didácticos. En este trabajo, el discurso
    político de los dos candidatos justicialistas será
    evaluado según la clasificación de Eliseo
    Verón, para quien la palabra política contiene en
    su definición pública un concepto propio del actor
    que enuncia, de su antítesis (el adversario) y de los
    destinatarios que perciben el mensaje. "El campo discursivo de lo
    político implica enfrentamiento, relación
    con un enemigo, lucha entre enunciadores. La
    enunciación política parece inseparable de la
    construcción de un adversario" (Verón, 1987:
    16).

    La cuestión referida a la posición y
    existencia del adversario estudiada por Verón implica que
    todo acto de enunciación política
    suponga:

    • que existen otros actos de enunciación reales
      o posibles, opuestos al propio;
    • que todo acto de enunciación es a la vez una
      réplica y supone (o anticipa) una
      réplica;
    • que, a partir de lo antedicho, todo discurso
      político está habitado por un otro
      negativo
      (el adversario) al tiempo que construye un otro
      positivo
      (el destinatario del mensaje). Al menos en primera
      instancia, el discurso político supone dos
      destinatarios, el positivo y el negativo, aunque en sus
      enunciaciones los políticos incluyan una pluralidad de
      destinatarios exentos de mención
      explícita.

    La comunicación política significa al
    discurso político; objetiva una realidad, una "verdad"
    política. Para Carlos Mangone y Jorge Warley, la
    construcción de esta verdad política "aparece
    allí en donde se produce la confrontación
    social
    de los discursos". El discurso político
    comprende la objetivación de esa lucha que abarca el
    espacio público agónico y cuyo "contenido
    más político […] es poner en juego el poder"
    (Mangone y Warley, 1994: pp. 27, 28).

    Según el ya citado Eliseo Verón, el
    discurso político exhibe una "pretensión
    veredictiva" (el mundo posible). "En la medida en que cada
    enunciado reclama para sí el lugar de la verdad,
    ése [el discurso político] se transforma en un
    lugar de combate [el destacado es nuestro] donde el
    ‘decir verdadero’ de uno no es sino la capacidad para
    descolocar al otro" (Verón, en Mangone y Warley, op.
    cit
    .: 17).

    En el caso del discurso político electoral de dos
    justicialistas, el común origen partidario bien puede
    representar un escollo a las posibilidades de construcción
    simbólica del adversario en tanto que en este particular
    contexto las flaquezas del "otro" pueden terminar por generar un
    efecto de identificación negativa con la figura de quien
    enuncia.

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