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Hacia un Multiculturalismo de la Complejidad



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    Monografía destacada

     

    Agradecimientos

    Quisiera dar las gracias en este trabajo a las reflexiones
    valiosas de mis compañeros del Departamento de Sociología de la Universidad de La Laguna. A los
    amigos de la Coordinadora de Profesores Contratados entre los que
    uno aprende la diferencia cualitativa entre el ser y el estar. A
    Juan García Luján por la mejor de las citas iniciales
    del presente documento. A los amigos mexicanos que me han acogido
    tan maravillosamente en mis múltiples visitas (en particular
    a Gabriela y su familia y, por supuesto, a toda
    la familia Nuñez). A
    Jorge Rodríguez por su mirada desde la sociología del
    trabajo. A María José Guerra por su interesada
    lectura desde la
    filosofía y el feminismo (dos de sus grandes
    amores)… A José Saturnino por su inacabable y apasionada
    búsqueda de la verdad (también él ejerció la
    crítica…). A Beatriz
    Preciado por su interesada y cómplice escucha. A los amigos
    que con energía y empeño ilusionado intentan crear el
    Centro de Estudios Transculturales-Queer (en especial a Naser y
    Gustavo, dos almas de la cosa). A Miguel Hernández por
    nutrirme de desidentidades teniendo él una tan potente. A mi
    familia en extenso (incluido por supuesto los maravillosos
    esperanceros), a mis padres Ramón y María del
    Carmen y a mis hermanas Eva y Mari por el apoyo incondicional, a
    Silvia por su paciente amistad y a Claudia por mis
    insospechadas ausencias, con la esperanza de que algún
    día pueda leerlo, si quiere…, pueda enseñar a hacerlo
    a los demás…

     

    Prólogo

    María José Guerra Palmero

    ¿Puede la sociología afrontar con
    garantías el reto lanzado por el llamado "giro cultural"?
    La lectura del libro del joven profesor José Luis
    Castilla enfrenta con radicalidad y entusiasmo este difícil
    desafío. Su punto de partida es ambicioso porque nos exige
    repensar el legado crítico del pensamiento de izquierdas en
    el contexto del debate sobre el
    multiculturalismo. Frente al acontecimiento de la caída del
    muro de Berlín y
    levantada definitivamente el acta de defunción del llamado
    socialismo real –que
    para algunos de nosotros era simplemente capitalismo de Estado–, Castilla se
    alinea con aquellos que pretenden, sin renunciar al horizonte de
    la justicia social, tan castigado
    por el pensamiento neoliberal y la globalización,
    incorporar las demandas de reconocimiento de las llamadas
    políticas de la identidad pasándolas, eso
    sí, por una criba crítica que limite sus excesos. En
    este sentido, va a ser especialmente duro en su juicio evaluador
    respecto del llamado liberalismo cultural. No
    obstante, habría que reconocer que encontrar el término
    medio entre defensa de los derechos individuales, reconocimiento de la
    opresión grupal y respeto a las diferencias no es
    tarea fácil. Huir de la neutralidad liberal ligada siempre a
    una cultura política determinada para dar de bruces
    con el nacionalismo etnicista no es
    ningún camino de rosas. A este respecto, la
    radicalización democrática al hilo del imperativo de la
    no exclusión parece ser, si no la única, la
    garantía más sólida con la que contamos. La igual
    participación de todos en la esfera pública es el
    único soporte creíble del reconocimiento de las
    diferencias. La intensificación democrática, la
    atención a la desigualdad
    y el respeto a las diferencias es la inestable ecuación
    resultante.

    La década de los noventa del siglo pasado ha estado
    marcada por la denuncia de la "injusticia cultural", del
    "sadismo", como diría Rorty, mostrado por la sociedad frente a los grupos marcados por la diferencia
    con el saldo de la desigualdad y la discriminación: mujeres,
    minorías culturales, étnicas, sexuales, etc. El
    reacomodo del respeto a las diferencias en el ámbito
    cultural no se salda satisfactoriamente por un liberalismo que no
    acomete la tarea de integrar la dinámica cultural en la
    modernización triunfante y sus efectos colaterales de
    incremento de la marginación y la pobreza.

    En este breve texto, voy a ir destacando
    algunas de las alertas que José Luis Castilla activa a lo
    largo de su trabajo y que son sumamente pertinentes para no caer
    en las sucesivas trampas que el debate sobre el multiculturalismo
    ha ido sembrando en su reciente decurso.

    La primera de las alarmas reside en la denuncia de la
    autonomización y segregación de la cultura como objeto
    de estudio, la objeción al culturalismo acrítico viene
    de la mano de la consideración de atender a su entretejido
    constitutivo con la estructura
    socioeconómica. El dato de que la globalización
    económica se expande también en una lógica cultural
    homogeneizadora y etnocéntrica no es ajeno a la pertinente
    llamada de atención. La emergencia de las políticas de
    la identidad puede verse, en gran parte, como un fenómeno
    reactivo frente al proceso del imperialismo cultural impuesto por la lógica del
    mercado mundial. La quiebra de la identificación
    entre modernidad y su carácter normativo,
    deudor de los ideales ilustrados, y modernización en su
    carácter fáctico es insoslayable. El reconstituir una
    crítica a este estado de cosas es una de las tareas que
    marca José Luís al
    pensamiento de izquierdas. En mi opinión, desde la urgencia
    de la práctica política y de manera enormemente
    fragmentaria este proceso está en marcha en la multiplicidad
    de movimientos sociales y organizaciones que se coaligan en
    la oleada antiglobalización-altermundialización.
    Quizás lo que tendríamos que ver es que la función del intelectual
    crítico ha quedado desbordada por la confrontación
    política local-global en el que el viejo modelo gramsciano de
    intelectualidad debería ser seriamente revisado.

    La segunda tiene que ver con el sofisticado instrumental
    de análisis que la
    deconstrucción ha puesto al servicio de la crítica
    cultural alejando a esta de su carácter social y
    económico precisamente por olvidar el hecho de la
    desigualdad y su incisiva insistencia en enredarse con las
    diferencias. La crítica a la autonomización absoluta de
    la cultura viene ejemplificada por el análisis que José
    Luís Castilla hace del caso de El Ejido en Almería y de
    sus sesgadas interpretaciones que obviaron el entramado de
    explotación laboral y de marginación
    económica sin el cuál no es pensable la tensión
    social expresada en la forma de xenofobia y racismo. El reto de reintegrar
    estudios culturales, sociales y económicos ahondando la
    complejidad de sus interacciones se plantea sin ambages por parte
    del autor como el programa de una teoría social
    crítica que no se deje embelesar por cantos de
    sirena.

    La tercera señal de alerta suena estrepitosamente
    ante la hegemonía del pensamiento liberal en la teoría
    política. No podemos dejar de reconocer que si bien
    liberalismo se dice, se adjetiva, de muchas maneras –
    social, conservador, cultural, etc.-, el complejo predominante
    hoy es la declinación liberal neocon, en la que el reclamo
    de la libertad económica
    irrestricta, el unilateralismo militar, y la defensa de los
    llamados valores "familiares" –de
    corte sexista y homófobo– se une sin excesivas
    tensiones con el marketing propagandístico
    de las bondades de la globalización. La izquierda
    cultural demuestra ante esta coyuntura opresiva una inanidad
    desalentadora. Para Pierre Bourdieu, el multiculturalismo como
    ideología de esta
    izquierda culturalista muestra una complicidad indudable
    con la maquinaria avasalladora del capitalismo global. El credo
    monetarista basado en el consenso de Bretton Wood –la
    santísima Trinidad BM, FMI y OMC– y la reducción
    del Estado a aparato de defensa y seguridad, después del 11 S
    y de la imperialista guerra contra el terrorismo, hace peligrar los
    logros del Estado de Bienestar europeo cada día cuestionado
    y desbancado como modelo de desarrollo más aceptable
    que el retroceso de los derechos laborales y sociales que la
    globalización trae al Norte, y sobre todo, al Sur. El caso
    es que la extremada dureza de la situación de desigualdad
    propiciada por la mencionada globalización hace que tengamos
    que defender los limitados logros del Estado del Bienestar y
    apreciar la modesta tarea del olvidado Keynes.

    A la luz de las tres alertas
    anteriores, sin embargo, no debemos sacar la errónea
    conclusión de que lo acertado es desechar el trabajo del giro cultural.
    Castilla es enormemente sensible al potencial crítico de las
    herramientas analíticas
    destiladas por la herencia de Foucault y Derrida, y
    apreciará especialmente los puntos de vista de la
    teoría queer y su denuncia de la violencia impositiva de la
    normatividad social del género. La izquierda
    cultural, si abandona su divismo, proporciona ángulos y
    perspectivas de análisis imposibles de lograr con el
    instrumental derivado de la mera inspiración marxiana. La
    plataforma giratoria que denunciaba Habermas en El discurso filosófico de la
    modernidad y que comprendía a partir de Nietzsche y Heidegger, a
    Adorno, Foucault y Derrida no
    es demonizada, sino que es sometida a una crítica ponderada
    de la que se valoran sus aspectos desmitificadores y
    transgresores. La normatividad cultural opresiva ligada al
    género, a la orientación sexual, a los estilos de vida
    anti-statu-quo queda manifiesta y la lucha cultural,
    más allá del tópico de lo políticamente
    correcto, se ha relanzado denunciando los déficits de
    reconocimiento que la estigmatización y la devaluación social de los
    grupos oprimidos plantean.

    La cuarta alerta, dirigida contra el dogmatismo de la
    izquierda social, es que no desprecien el potencial crítico
    de la deconstrucción y del análisis del poder cultural. No
    podíamos esperar menos de un autor como José Luis
    Castilla, que ha destacado en el área de los estudios
    foucaultianos, y que, contrariamente a lo que es la norma en la
    academia española, lee las aportaciones de la teoría
    feminista que hoy por hoy es puntera en el análisis de la
    dualidad desigualdades-diferencias.

    Las señales de alerta, pues,
    nos encaminan en la dirección de redefinir el
    rumbo del pensamiento de izquierda de tal manera que la veta de
    la justicia social y la relativa al reconocimiento de las
    diferencias se nutran mutuamente y no se fagociten en
    términos fraticidas. El aprecio que muestra José Luis
    Castila por una de las iniciadoras de esta vía, la pensadora
    norteamericana Nancy Fraser, es elogiable. Fraser con su
    propuesta de integrar como rostros de la justicia a la
    redistribución y al reconocimiento ha propuesto una mesa de
    diálogo común para
    remediar el agrio divorcio entre una izquierda
    social y una izquierda cultural. Ambas son imprescindibles porque
    la explotación económica convive con el desprecio de
    las formas de vida de los otros y otras diferentes. Si llegan a
    algún tipo de acuerdo y reconciliación y despejan el
    histórico desencuentro en que han vivido en las últimas
    décadas, un desencuentro con el que el pensamiento neocon se
    frota las manos, estaremos en condiciones, sin obviar las
    paradojas y las tensiones, de rehabilitar el maltrecho rumbo del
    pensamiento de izquierdas para que abandone los callejones sin
    salidas. En este sentido, debemos escuchar la pluralidad de voces
    que reaccionan contra el statu quo desde el activismo social y
    cultural en sus niveles locales y globales, aceptar la
    multidimensionalidad de los conflictos sociales y
    abordarlos desde el criterio normativo de visibilizar y atender a
    las desigualdades y las injusticias. El marco de la democracia comunicativa, como
    le gusta llamarla a I. M. Young, es el único posible para
    hacer realidad el imperativo inclusivo que elimina desigualdades
    y respeta diferencias. Los y las intelectuales deben reacomodar
    su posición en este nuevo marco en el que las articulaciones de movimientos,
    causas y agendas reivindicativas de medidas concretas se han
    ganado un merecido protagonismo. Todo mesianismo debe ser
    olvidado para poder escrutar con tino la agitada realidad
    social.

    Finalmente, debo referirme a la propuesta teórica
    que bosqueja José Luis Castilla y en la que se afrontan las
    tensiones del enmarañado debate sobre el multiculturalismo.
    Si antes decíamos que el liberalismo se adjetiva de muchas
    maneras, ahora debemos repetir lo mismo para el
    multiculturalismo. Las versiones conservadoras, liberales o
    esencialistas quedan descartadas por el autor del libro que
    presentamos. En su ánimo está el atreverse a presenta
    una propuesta autoconsciente de las ambivalencias que alberga la
    defensa de la diferencia cultural. No podemos negar la tragedia
    que supone el genocidio de tantas y tantas culturas en la
    actualidad. El preservar la riqueza cultural de la humanidad se
    nos hace necesario, pero, al mismo tiempo, la dinámica de la
    modernización, y, por otro, la necesidad de someter a las
    distintas culturas, incluida la agresiva cultura occidental, al
    tamiz crítico de los derechos humanos hacen que tal
    preservación sea difícil tanto en términos
    fácticos como, muchas veces, normativos. Nos enfrentamos, en
    un nuevo contexto globalizador, con la dialéctica entre
    tradición y modernidad y no podemos dejarnos apresar por las
    visiones idealizadas ni de la una ni de la otra. Un punto
    especialmente espinoso sobre el que numerosos autores no dejan de
    reflexionar es sobre la tensión entre individuos y grupos
    culturales, sobre todo cuando éstos últimos reclaman
    derechos diferenciados. Garantizar la autonomía y los
    derechos individuales puede chocar en ocasiones con la defensa
    cultural. Los casos más relevantes a este respecto tienen
    que ver con las mujeres, que en las sociedades tradicionales, son
    las garantes de la reproducción cultural. La
    equiparación de derechos para las mujeres suele suscitar en
    muchas culturas una reacción intensísima de crudo
    carácter patriarcal. En otras ocasiones, como en la defensa
    de los derechos lingüísticos, se utilizan medidas
    coercitivas y sancionadoras en política educativa y
    cultural. El caso es que la diferencia cultural, como nos
    señala Castilla, promete y amenaza, es fuente de riqueza y
    esperanza, pero, también, implica el tomar el riesgo, si los contrapesos no
    están bien situados, de desbaratar el logro moderno de la
    autonomía de los individuos. El gran mérito de la
    propuesta de José Luis Castilla es obligarnos a pensar y
    repensar las dificultades que ofrecen las políticas
    culturales, de la identidad y de la diferencia, en sus diversos
    contextos sin nunca obviar su interrelación con los
    fenómenos de opresión socio-económica con los que
    suelen estar interrelacionados. En el futuro será pues
    necesario discutir en profundidad las tesis del "multiculturalismo
    de la complejidad" desgranando ambivalencias, tensiones,
    paradojas y bajando desde la atalaya teórica al campo de
    pruebas de los distintos
    contextos socioculturales. Efectivamente, nadie nos libra de la
    complejidad, no nos vale una sola consigna simple del manido tipo
    de las mediáticas y erradas conflicto/alianza de
    civilizaciones que son, más allá de las malas o buenas
    intenciones, un insulto a la inteligencia.

    En suma, la reflexión metasociológica que
    refiere, en el contexto del debate sobre el multiculturalismo,
    José Luis Castilla nos empuja a seguir pensando con responsabilidad, como
    herederos suspicaces que somos de Marx y de Nietzsche, los retos de
    nuestro convulso y agitado presente multicultural. Es de
    agradecer que trabajos como el que sigue a estas líneas
    enfrenten con decisión la posibilidad de reflexionar, al
    margen de cualquier tentación reduccionista, sobre el rumbo
    del pensamiento social crítico.

     

    Introducción

    "Mientras los liberales trabajan a conciencia

    por la separación de las esferas económica y
    política,

    los socialistas llegaron a entender esa
    separación

    misma como una discrepancia debilitadora"

    Geoff Eley (1*)

    La segregación de esferas es perjudicial para la
    izquierda, esta es una lección que en el ámbito
    intelectual, al menos, no hemos aprendido lo suficiente. Escindir
    esferas es perder de vista marcos importantes de interpretación de la
    realidad e impide captar el espíritu del momento
    histórico que se vive. Este libro trata de saltar por encima
    de tanta separación y aspira a integrar esferas. Integración que no sólo
    compromete razones económicas, políticas, culturales y
    sociales, intenta por todos los medios demostrar que el
    discurso y su tiempo también tienen un lugar, que la
    izquierda debe hacer un esfuerzo por integrar un patrimonio crítico
    esencial para el análisis de los mecanismos de opresión
    que día tras día hacen su presencia en lo
    cotidiano.

    La importancia del giro cultural y el giro
    lingüístico en ciencias sociales no se ha
    calibrado y valorado suficientemente. Son los movimientos
    sociales desidentitarios y la izquierda cultural en general los
    que parecen estar al tanto de la riqueza de esta aportación
    y de lo que entraña para la construcción de un
    multiculturalismo realmente desafiante. Para buena parte de la
    izquierda social convencional, estas aportaciones son una rareza
    intelectual más enfrascada en debates netamente abstractos,
    además de empujar a una fragmentación, cuando no,
    extinción de los sujetos sociales de cambio. El miedo a la
    fragmentación y a la división, funciona como cortafuego
    intelectual dentro de la izquierda convencional que sostiene su
    sordera a fuerza de no considerar (o,
    mejor, mal reconocer) estas contribuciones como localismos
    temáticos de poco relieve. (1)

    Nada más lejos de la realidad. Ni el feminismo, ni
    el pensamiento étnico, ni los estudios de las minorías,
    ni los queer studies, ni los cultural studies,
    etc., son producción cuantitativa y
    cualitativamente marginal en ciencias sociales. Sus
    contribuciones resultan decisivas no sólo para un conocimiento de lo que somos,
    lo son también como factor incitador de cambio sociales e
    inspirador de movimientos civiles y no pocas políticas
    públicas. Esto es así hasta el punto de que, tal y como
    nosotros lo vemos, cualquier análisis del Estado de
    Bienestar debe contar con un estudio sistemático del derecho
    diferenciado que no tenga por guión fundamental y exclusivo
    la relación entre trabajo y capital. Se hace necesario por
    tanto una teoría de izquierdas del Estado de Bienestar
    más compleja que, sin abandonar el guión clásico
    de la confrontación entre clases, ubique el concepto de diferencia a partir
    del análisis pormenorizado de las políticas
    públicas que se desarrollen en virtud de la consecución
    de una democracia más robusta.

    La desigualdad ya no puede ser pensada sólo en
    términos de desequilibrios económicos fundamentalmente.
    La clase no puede seguir
    perviviendo en la trinchera de una ciencia social que necesita
    obviamente más efectivos para explicar lo que sucede. El
    reconocimiento abre así el cascarón hegemónico del
    socialismo dentro de la izquierda y ubica a su ala más
    radical ante el desafío que supone integrar esferas hasta el
    momento desconsideradas. La riqueza de la vida social, la
    modernización complejizadora, la diversificación de las
    formas de vida, el desarrollo de la cultura de masas, los niveles
    de consumo alcanzados, las nuevas
    escisiones de colectividades humanas, etc. forjan las condiciones
    que empujan realizar una mirada más compleja del concepto de
    desigualdad, opresión y diferencia. Pero ese no es el
    único problema.

    Una buena parte de esta izquierda cultural avanzada
    replica ante tanta indiferencia de "congéneres" de ideario
    con un tono fuertemente increpante. Notan que su tiempo reclama
    lugar, que tienen cosas importantes que decir y enseñarnos
    pero, en no pocos casos, a fuerza de echar por la borda un gran
    patrimonio intelectual. Se toman así, de forma
    paradójicamente militante, posiciones demasiado apegadas a
    las radicalidades antiesencialistas (y anti-clases) de los
    postestructurales y se hace de ello una causa tan redentora que
    acaba siendo inquisitorial. Afortunadamente, hay intelectuales
    que intentan recoger los restos de tanto naufragio y entablan con
    esfuerzo la batalla de la recuperación patrimonial que sirva
    de fermento para la producción de la ciencia social del siglo
    XXI. Es en ese camino en el que situamos este libro. La idea
    integradora es, en este caso, el multiculturalismo de la
    complejidad.

    Éste es un multiculturalismo que se compromete con
    dos frentes fundamentales: recuperar patrimonialmente estos
    restos del naufragio de la izquierda y hacerlo a fuerza de
    llevarlos a una playa distinta a la que nos ofrece el momento
    histórico más actual: el liberalismo. En ese sentido el
    multiculturalismo de la complejidad no es sólo un esfuerzo
    de rescate, es también un esfuerzo de combate, pues trata de
    erosionar el equilibrio interno de las
    teorías liberales
    más inteligentes en el terreno de la cultura: el liberalismo
    cultural. Este liberalismo, productivo, ingenioso y, todo hay que
    decirlo, también honesto, trata de introducirnos en unas
    propuestas de interpretación de la cultura y la diversidad,
    a nuestro juicio, de consecuencias perversas. En el fondo esconde
    más de lo que ofrece y pese a que integra perfectamente el
    derecho en el marco de la diferencia reconocida hace caso omiso
    de un análisis sistemático de la vida social tal y como
    se manifiesta en la actualidad. En ese sentido se apartan en gran
    medida de la senda de la dialéctica de la ilustración y de su
    potencial autocrítica. Como se toma por base al liberalismo
    contractualista de J. Rawls, se hace de la vida social una
    abstracción multiforme cuyos problemas se resuelven con una
    distribución razonable que
    distingue entre bienes primarios y bienes
    secundarios, intentando demostrarnos que se puede a la vez ser
    egoísta y solidario, y confundiendo diferencia con
    desigualdad.

    El multiculturalismo de la complejidad no prescinde del
    derecho. El derecho se ha convertido en algo realmente importante
    para la izquierda, véanse si no los reclamos de una
    regulación internacional de los flujos financieros, el
    desarrollo de una ciudadanía más
    participativa o la necesidad de empujar una justicia
    internacional. Pero este derecho que defiende el
    multiculturalismo no se detiene sin más en asumir que el
    derecho protege al débil, pues comprende perfectamente que
    diversas racionalidades políticas y científicas
    están al acecho y que tras los discursos se esconden
    innumerables trampas al servicio de la normalización, la
    estratificación y la estigmatización. Este
    multiculturalismo apuesta por ver en la vinculación entre
    cultura étnica y movimientos políticos no solamente una
    amenaza a las libertades, como hacen algunos liberales, sino una
    riqueza para la organización social y una
    oportunidad para encontrar más democracia. En ese sentido el
    multiculturalismo hace una defensa de la identidad indiscutible
    que no cierra los ojos a los problemas producidos por los excesos
    de las mismas. Y lo hace desde un debate no abstracto sobre la
    identidad sino más bien desde una valoración
    situacional y bajo el compromiso de un análisis compensado
    sociohistóricamente. Pero no revelemos más aspectos de
    este concepto, dejemos que se revisen los materiales aquí reunidos
    que pasamos a explicar.

    El libro consta de cinco desafíos nacidos de una
    biografía diferenciada. El
    primer trabajo fue producto de una estancia en
    2001 en Guadalajara (México) en el ITESO
    (Instituto Teconológico y de Estudios Superiores de
    Occidente). El calor humano de muchos amigos
    entrañables ayudó a producir un pequeño estudio de
    casos de cómo la cultura es utilizada en las narrativas de
    la esfera pública como una coartada que esconde las
    contradicciones de una modernización paradójica. Se
    pone así en tela de juicio tanto la teoría del
    desencuentro como su vertiente más difundida y absurda del
    choque civilizatorio. Es difícil saber si esta posición
    es netamente liberal o liberal-conservadora, probablemente de
    ambas respectivamente, en cualquier caso parecía necesario
    abordarla en tono crítico porque revelaba dos cuestiones
    esenciales: el carácter con frecuencia monocultural de la
    esfera pública nacional con relación a ciertos temas
    como los de la inmigración "ilegal"; y
    revelaba la fluctuación semántica de las
    categorías de "cultura" y "conflicto cultural" como
    justificación de una opresión compuesta de mal
    reconocimiento y mala redistribución.

    El segundo trabajo trata de ajustar cuentas con el liberalismo. Como
    ya defendemos el liberalismo es un universo tan divergente que se
    hace difícil entablar una discusión en clave
    crítica porque lo que unos defienden acaloradamente otros lo
    desconsideran y viceversa. En ese sentido hemos hecho un esfuerzo
    por entablar una discusión con la que nos parece la
    corriente más productiva del liberalismo contractual, el
    liberalismo cuturalista y en especial los trabajos de W.
    Kymlicka. Aunque este intelectual expresa en algunos de sus
    trabajos la sensación de que el liberalismo es
    hegemónico y esta sólo para pensar de verdad el
    multiculturalismo, nos parece que es una afirmación repleta
    de excesiva autosatisfacción. Las teorías de una
    ciudadanía radical constituyen un polo de discusión
    relevante para el multiculturalismo, un polo que se tiende a
    desconsiderar porque erosiona fuertemente principios fundacionales
    rawlsianos. Cuando W. Kymlicka critica a estas posiciones lo hace
    modulando a su enemigo y eludiendo producciones intelectuales del
    multiculturalismo que se hacen desde una crítica
    sistemática del capitalismo contemporáneo. Este
    artículo nos parece central en este trabajo porque intenta
    guardar un equilibrio honesto entre crítica erosiva de los
    presupuestos liberales y
    contribuciones relevantes de estos en las discusiones sobre la
    cultura.

    El tercer trabajo es un esfuerzo clarificador triple.
    Sitúa en primer lugar y suscintamente la importancia del
    giro cultural y lingüístico para el conjunto de las
    ciencias sociales. Discute, en segundo lugar, sobre el concepto
    de identidad y la ambivalencia intrínseca de este concepto
    de máxima actualidad política desde que se relanzó
    a mediados de los años 60. Y por último, trata de hacer
    balance de una de las contribuciones más relevantes al
    análisis de las políticas de redistribución y
    reconocimiento como son los materiales de Nancy Fraser. Esta
    evaluación es decisiva
    porque reconsidera en términos evaluadores las sospechas que
    Fraser lanza sobre las políticas de identidad y sopesa el
    giro liberal que esta intelectual da al apostar por las
    políticas de estatus. Este aspecto es relevante porque
    posiciona el multiculturalismo de la complejidad de manera firme
    en torno a la crítica
    esencialista de la identidad.

    En cuarto lugar, el concepto mismo de multiculturalismo
    de la complejidad. Se hace un esfuerzo por clarificar posiciones
    en clave de vincular dos contribuciones importantes de las
    ciencias sociales, la del heterogéneo movimiento socialista y la de
    los postestructurales de izquierdas. Sostener dos ideas
    aparentemente opuestas para hacerlas funcionar en un ejercicio
    compensado de la crítica contra la opresión es el
    sentido que adquiere este buscar entre los restos del naufragio.
    Resituar la división del trabajo en el problema del
    reconocimiento y la redistribución ha sido su primera tarea,
    abrir un hueco a las políticas postestructurales de
    desidentidad la segunda. Creemos haber alcanzado niveles de
    clarificación importantes en ambos sentido aunque valoremos
    que en el fondo queda mucho por hacer al respecto. En cualquier
    caso su resultado suministra óptimos argumentos para la
    transformación social y la esperanza.

    En quinto lugar, editamos una entrevista con una de las
    teóricas queer más connotadas de principios de siglo
    XXI: Beatriz Preciado. Su paso por Canarias (España) con motivo de un
    curso de verano en el Sur de Tenerife (Islas Canarias) ha
    permitido registrar este diálogo sosegado con una de las
    formas más prometedoras del desarrollo heterogéneo de
    dicha teoría. Aunque algunas de sus posiciones encajan mal
    con aspectos defendidos del multiculturalismo de la complejidad,
    nos parece imprescindible su incorporación por dos razones:
    establece, sin quererlo ni pretenderlo, un diálogo
    implícito con los límites y perfiles de dicho
    multiculturalismo, sometiéndolo a nuevos interrogantes; y
    contribuye de forma interesante a abrir diálogos a partir de
    demandas e inquietudes dispares entre una persona que viene de las
    humanidades y alguien procedente de las ciencias sociales. Las
    reflexiones en voz alta compartidas ayudan a que el documento
    aquí presentado adquiera un tono final de polémica
    inacabada y provisional al que nos debemos en el debate
    intelectual.

    Por último, hacemos un esfuerzo sintético por
    depurar unas tesis planteadas bajo el prisma del antiresumen.
    Ante la obsesión contemporánea por el tiempo y la
    expansión desmedida de las fórmulas "Sartre en 90 minutos", estas
    tesis pretenden menos ahorrar el recorrido por otra parte
    imprescindible de la discusión intelectual y más
    proponer un paseo a modo de trayecto que permita degustar sus
    vinculaciones desde un presente no contemplativo, no se trata
    sólo de ver el paisaje, se trata de ser y estar en él.
    En este sentido se ha escogido un contrincante sobre el que recae
    una mirada crítica y sintética (en ocasiones, y si la
    ciencia me permite la licencia, poético-literarias): el
    liberalismo igualitarista, tan extendido como fascinantemente
    militante entre muchos racionalistas de nueva
    generación.

    En el fondo este pretende ser un libro de esperanzas y
    de confianzas. De confianza en la teoría social comprometida
    con causas más nobles que la conciliación y la
    confusión de la diferencia y la desigualdad. De esperanzas
    porque estimula la comprensión crítica. En el fondo el
    multiculturalismo complejo no es otra cosa que eso,
    comprensión crítica de la cultura y la sociedad. Como
    la política no es sólo reflexión sino acción, incorporamos al
    final un texto "fundacional" que ha constituido la referencia
    primaria de la pretendida fundación de un Centro de Estudios
    Transculturales-Queer en la Universidad de La Laguna (Islas
    Canarias). Estamos convencidos de que iniciativas como estas son
    cruciales si queremos establecer ligazones fuertes entre el
    debate y la producción intelectual, por un lado, y la
    acción social organizada, por otro. La razón
    crítica no puede ser una razón escindida entre letra
    impresa y vida social.

    Entre máscaras: del telégrafo a la
    orquesta.

    Con esta expresión, un pequeño trabajo de
    Ricardo López Pérez (2) en torno al constructivismo radical
    proporciona la metáfora perfecta a partir de la cual
    repensar la relación sujeto-objeto en el ámbito de las
    ciencias sociales. En el fondo, hemos pasado de establecer una
    vinculación simplificada de esta relación en la que,
    como dice Heinz Von Foerster, "las propiedades del observador no
    entran en la descripción de sus
    observaciones" (3) , a una relación en la que la ciencia es
    el arte de hacer distinciones y la
    verdad el invento de algún desaprensivo (4) . Existen
    fundadas razones para desconfiar del relativismo en el
    ámbito de la izquierda, al fin y al cabo toda teoría
    que conduzca al "stand by" no posee más que el efecto
    siniestro de la espera indefinida y la insensibilidad al dolor.
    Pero pensar la realidad nos obliga a reflexionar que la pensamos
    ineludiblemente con el lenguaje, que de una u otra
    manera no podemos deshacernos de él sino eludiendo el
    carácter autorreferencial y paradójico que lo contiene,
    es por eso que el multiculturalismo de la complejidad debe dar
    salida a la fisura entre el constructivismo radical y el
    objetivismo científico.

    Tampoco nos parece acertado refugiarnos en un
    constructivismo extremo porque nos encoge en una verdad tan
    sustancial que pareciera objetivista. Del telégrafo a la
    orquesta es el reconocimiento de que pensamos con el
    constructivismo en la aprehensión de una realidad más
    compleja pero, a la vez, lo hacemos contra él, desde el
    necesario entendimiento de que sin afirmación e identidad no
    hay ni camino, ni caminante, ni destino. Por eso empleamos a
    menudo la noción de narrativa para hacer referencia a la
    teoría social socialista, porque aunque su sentido potencial
    es alcanzar una verdad meridiana e histórica, lo hace desde
    una construcción mediada por la narración y la memoria contenida en los
    sujetos sociales y en el lenguaje mismo.

    Paul Watzlawick, también citado por López
    Pérez (5) , hace una aproximación interesante a la
    escisión entre objetivismo y constructivismo que puede
    orientarnos convenientemente y puede servir de base al
    multiculturalismo de la complejidad. Para él existen los
    objetos con propiedades físicas anteriores a las
    experiencias de los sujetos y por otra el sentido, valor y significado que les
    damos, a la primera realidad la denomina realidad de primer orden
    y a la segunda, resultado de procesos de comunicación muy complejos
    que tienen necesariamente que ver sólo con cosas sino con
    relaciones los denomina realidades de segundo orden. La realidad
    es convención, pero la realidad desborda tanto la
    convención como el lenguaje desborda al sujeto. Es en este
    cruce que la izquierda debe tornarse autorreflexiva y ser
    consciente de que estar en posesión de la verdad (el
    derecho, la historia y la razón), contiene tanta
    potencia que puede acabar con
    nuestras iniciales intenciones. Este constructivismo no pretende
    por tanto ser sinónimo de escepticismo y desesperanza, trata
    de ubicar en el centro de su mirada la diversidad y la tolerancia dentro de una
    racionalidad epistemológica reflexiva, y todo ello desde el
    convencimiento de que, como decía Protágoras: "En todas
    las cosas hay razones contrarias entre sí".

    El mundo es siempre más rico que su
    comprensión. No necesitamos una epistemología de
    telégrafo (lineal y uniforme), necesitamos una
    epistemología de la orquesta (compleja y asimétrica)
    porque es ésta la que necesitamos describir, comprender,
    disfrutar y, si nuestras habilidades nos lo permiten, participar
    de ella…

    Ya sabemos que el lenguaje no es pura y exclusivamente
    representación, que el lenguaje genera mundo, pero hay
    muchos mundos en este mundo, como decía J.-L. Austin, no
    sólo las personas se disfrazan, también las expresiones
    lingüísticas lo hacen (6) . Claro que Austin
    identifica, al menos primariamente, el disfraz con el
    engaño, con una verdad ulterior detrás de la propia
    expresión lingüística. ¿Y
    si no fuera así? ¿Y si la máscara fuera la esencia
    del lenguaje? ¿Y si tal y como suele suceder con las
    personas algunas de sus verdades más profundas resultan
    más diáfana a través del escandaloso y fugaz
    disfraz que a través de la máscara más cotidiana?.
    La máscara es nuestra condición y es quizá
    impensable, algunos dirían indeseable, buscar una verdad
    primaria porque en el fondo la única verosimilitud reside en
    aceptarlas e inventarlas. Por eso, para explicar nuestro
    horizonte no podemos quedarnos con la idea de C. Taylor (7) del paso de sociedades
    de "honor" a sociedades de "autenticidad", porque en el mundo que
    vivimos, hasta la idea misma de autenticidad se ha
    desnaturalizado y cualquier intento de atar tantos cabos al
    muelle de la identidad no hace sino impulsar la astuta sonrisa
    del descreído y escéptico ciudadano
    globalizado.

    Pero ese lenguaje es un fenómeno muy peculiar
    porque hacemos cosas con él, nos antecede en existencia, lo
    aprendemos y lo recreamos hasta inventar nuevos mundos y nuevas
    cosas con él. "Decir es hacer" (8) comentaba el viejo
    filósofo, las palabras son acciones que desbordan el
    decir, es como dice Didier Eribón (9) , un "poder
    constituyente", tanto si se habla como si se establecen silencios
    o se insulta. Hablar, decir, autorizar y desautorizar, o
    callar… ahí reside una de las complejidades más
    fascinantes del lenguaje, sus silencios son simbólicamente
    ricos e intrigantes. No es cosa de pura representación
    aunque también representa (10) . Es hora ya de que se
    reconozca que el lenguaje que establece jerarquías, que
    impone órdenes, que delimita fronteras y enmascara
    realidades no es otra cosa que el otro rostro de la estructura social. Una
    estructura social que se realiza y se desborda a partir de ese
    lenguaje. Una estructura social repleta de escisiones,
    jerarquías, opresiones y desigualdades, sancionada,
    realizada y superada a través del lenguaje. Es por eso que
    resulta de importancia decisiva no sólo un nuevo lenguaje
    sino también nuevas acciones que desbordan hasta las
    utopías constituyentes.

     

    Capítulo I.
    El multiculturalismo y las trampas de la cultura.
    (2*)

    "Invariablemente, la cultura es una unidad
    artificial

    segregada por razones de conveniencia."

    Lowie (3*)

     

    Los estudios culturales están de moda. Todo el mundo habla de la
    cultura como fenómeno local y global, nacional o
    internacional, vinculando cultura a la idea de desarrollo o a la
    imposibilidad del mismo, repensando la ciudadanía o cerrando
    nuevos cauces para la participación. Nunca como hasta ahora
    se ha puesto de manifiesto de manera tan expresiva y masiva este
    complejo y ambiguo concepto del que hay tantas definiciones como
    cabezas para pensarlo (11) . Realmente estamos más que en
    ningún otro momento ante un concepto comodín. Sirve
    para explicar cualquier cosa sin molestarse mucho en precisar, y
    en este sentido, cumple a la perfección con las
    posibilidades de ser instrumentalizado en exceso. Así,
    sometido a la intemperie de los debates partidarios, no deja de
    reavivar el proceso que lo fetichiza, que lo convierte en
    inservible para avanzar en los debates con cierto tono
    clarificador. Como ya comenta E. San Juan, estamos ante una
    categoría que tiende a convertir el debate sobre la
    diferencia en el fetichismo de la pluralidad normativa (12)
    .

    Hace algún tiempo que este problema de la cultura y
    de la identidad andan circulando por las autopistas del
    conocimiento. Ya hace al menos tres décadas desde que estas
    vías se ven saturadas por la política intelectual
    encargada de criticar la racionalidad y salvarle la cara a una
    economía política
    hegemónica perversa para nuestro mundo y delicada en
    particular para nuestras universidades. Bien pensado, uno no se
    da cuenta de lo problemática que es la división del
    conocimiento y cómo atraviesa nuestro mundo académico,
    hasta que cae en la cuenta de cómo los debates corren
    paralelos, cómo los análisis sobre la cultura con
    dificultad rozan los debates más actuales de la economía política, y viceversa.
    Este fenómeno, que caracteriza buena parte de los trabajos
    sobre multiculturalismo, produce el efecto perverso de pensar la
    cultura como si fuera comprensible por sí misma, como si
    pudiera entenderse y observarse como fenómeno autónomo.
    Esto es lo que venimos llamando desde hace algún tiempo las
    trampas de la cultura pensada en solitario (13) .

    Esto no significa que no existan discusiones en que las
    desigualdades económicas no estén presentes. Todo el
    debate en torno a las políticas de reconocimiento y las
    políticas de redistribución, de alguna manera han
    puesto en la agenda del multiculturalismo también la
    cuestión de las desigualdades sociales ligadas a las clases.
    Pero hablo de la cultura pensada en solitario porque en muchos
    razonamientos, se obvian aspectos generales de la evolución económica,
    social y política internacional que no tienen en cuenta el
    proceso de mercantilización global de la existencia humana
    en su conjunto, y las irremisibles fuerzas que, aunque con
    contradicciones, no cejan en una constante e imperturbable
    dinámica de globalización y homogeinización
    cultural. Por más que la introducción del informe de la UNESCO sobre la
    cultura, adelante la necesidad de la diversidad como
    fenómeno imprescindible para la superviviencia humana ("los
    sistemas complejos extraen su
    fuerza de la diversidad" (14) ); lo cierto es que el conjunto de
    datos que se ofrecen al
    respecto, no dan lugar a salvaguardar tales
    esperanzas.

    Las trampas de la cultura pensada en solitario no es un
    fenómeno casual. Tiene profundas raíces en cómo se
    ha conformado el escenario intelectual que lo ha acogido, y lo
    que es peor, es incapaz de salir de tal representación sin
    reacomodar nuevamente el debate sobre la racionalidad, en un
    panorama que escape de la hegemonía de la semiótica y profundice
    nuevamente en el terreno de la crítica de la economía
    política (de la lucha de frases a la lucha de clases (15) ).
    De hecho, nos atrevemos a defender en este trabajo que buena
    parte del debate sobre el multiculturalismo se desarrolla en el
    terreno de juego del liberalismo. El
    empeño por ver el mercado como un fenómeno
    benéfico e incuestionable (sin contradicciones y efectos
    graves); por arbitrar las categorías fundamentales del
    debate sobre la cultura (democracia, libertad, ciudadanía);
    por ligar el problema de la injusticia a la diversidad (modos
    autóctonos de existencia); por desarrollar una visión
    confrontativa entre autonomía individual y cultura nacional,
    etc. Este empeño, decimos, fuerza un diagnóstico sobre la
    complejidad cultural que elude el problema fundamental entre
    modernidad y modernización. Los liberales se resisten a
    comprender que buena parte de la problemática vinculada a la
    cultura a nivel internacional tiene que ver con la exportación de una
    modernidad sin suelo que la constituya, sin la
    modernización que le otorgue los beneficios de un desarrollo
    equilibrado en el que pueda pensarse la democracia junto al
    bienestar social a escala global. Esto, por
    supuesto, significaría revisar la agenda de los problemas, y
    situar en el corazón de los debates sobre
    la cultura la cuestión de la producción y
    reproducción de las condiciones de desarrollo en el
    capitalismo a escala internacional a finales de siglo XX. Esta
    agenda está por construir, y cuanto más tarde la
    izquierda en hacerle frente, más concesiones se le
    seguirá haciendo al pensamiento liberal.

    Mientras tanto, la respuesta de la izquierda a semejante
    envite, aunque es plural, tiende a seguir mirándose el
    ombligo de una racionalidad que se autoflagela y convertir el
    debate de la cultura en un debate sobre la razón fundante y
    la imposibilidad de conciliar documento de cultura con documento
    sin barbarie. Es en este sentido en el que la deconstrucción
    esgrime su espectacular aportación pero su pírrica
    victoria. Se mira la diferencia con lupa mientras el elefante de
    la desigualdad internacional se nos escapa por la ventana.
    Jamás han existido análisis más sofisticados sobre
    la dominación y el reconomiento cultural, jamás hemos
    estado tan lejos del concepto de explotación y de la idea de
    redistribución con estos empeños
    intelectuales.

    Las trampas de la cultura pensadas en solitario no
    sólo tienen consecuencias en el tablero del debate
    intelectual de mayor rango. También tiene consecuencias
    sobre fenómenos sociales y las múltiples
    interpretaciones que parecen darse sobre los mismos. De hecho
    pensamos en esta idea de la cultura como trampa revisando
    analíticamente los sucesos de El Ejido (España). En
    aquella ocasión las líneas de explicación
    dominantes ensalzaban la diferencia cultural y la cuestión
    racial (ambas piezas maestras del multiculturalismo) en la
    cuestión fundamental que explicaba los sucesos acontecidos
    en ese invierno. La respuesta vecinal fue catalogada de racista
    sin que en ningún momento el fenómeno oliera ni de
    lejos a conflicto social de redistribución. Las líneas
    de visibilidad fueron trazadas con eficiencia, y nunca realmente se
    pudo ver tanto, sin comprender tan poco. Fue así como los
    responsables fundamentales salvaron la cara (burguesía
    agrícola y Estado), no sin antes dejar bien claro de
    qué parte estaban las fuerzas de seguridad del
    Estado.

    La cultura o la comprendemos en su sentido
    dialéctico con la economía política o no la
    entenderemos jamás, sobre todo si además intentamos
    interpretar los hechos aisladamente y no los procesos. El debate
    entre los clásicos de la sociología por la importancia
    de la articulación entre la economía y la cultura, no
    ceja en el empeño de indicarnos sólo la importancia de
    pensarlas a la vez, cuanto la incomprensión que se genera al
    pensarlas por separado. De alguna manera este trabajo se siente
    cerca de aquellos incomprendidos que en un lado y otro del
    conflicto de El Ejido, no cesaron de sentirse
    instrumentalizados.

     

    1. Cultura, modernidad y
    modernización (16) .

    La cultura es una idea desarrollada en los últimos
    dos siglos, lo que quiere decir que lleva en términos
    históricos no demasiado tiempo entre nosotros. De hecho
    según algunos analistas su composición es indisociable
    del surgimiento de los Estado-Nación en el
    tránsito entre el siglo XVIII y XIX (17) . Es desde la
    perspectiva de la cultura como oportunidad política, que se
    va haciendo efectiva la idea de una cultura de la patria, de un
    conjunto de referencias que empiezan a funcionar desde el plano
    instrumental de la política partidaria. Así comienza a
    dotarse de sentido la idea de un proyecto de cultura nacional,
    ligado claro está, al concepto de identidad nacional.

    El concepto de cultura es profundamente complicado en
    sus propios términos, pues avanza la idea de afirmación
    en el plano del reconocimiento a la vez que establece las bases
    de la homogeneización por el proyecto que apuesta. Este
    doble juego funciona pues como política de la
    afirmación y del reconocimiento en una forma difícil de
    disociar. La pregunta inmediata que procede de tal
    aseveración es, qué intereses articularon esas apuestas
    políticas y que fuerzas las llevaron a cabo. Sin lugar a
    dudas, para el caso de la constitución de los
    Estado-Nación occidentales, la
    necesidad de vertebrar los mercados propios de un
    territorio, así como la homogeneización de una
    ciudadanía entendida como fuerza de trabajo imprescindible
    para los procesos de acumulación (entre otras necesidades),
    establecieron las bases de una transformación que el mismo
    mercado iba a necesitar a través de la iniciativa del propio
    Estado emergente (como bien demuestra Karl Polanyi, el mercado y
    la regulación estatal han ido históricamente de la mano
    (18) ). La cultura fue sin lugar a dudas el sustrato fundamental
    que necesitó la burguesía nacional para avanzar en sus
    proyectos de acumulación
    y modernización (19) .

    En tal sentido disociar cultura de modernidad y
    modernización a la vez que constituir una contradicción
    en sus propios términos, no ayuda en nada a la
    comprensión de nuestras sociedades como demostraremos
    más adelante. Junto al concepto de cultura y ya en el siglo
    XX, se va conformando también otro concepto que posee
    connotaciones antropológicas pero que prepara el terreno
    para que la cultura se convierta en un arma política de
    primera línea. Nos referimos al concepto de identidad. Como
    dice Hobsbawm, "estamos tan acostumbrados a términos como
    identidad colectiva, grupos de identidad, políticas de
    identidad, o, inclusive, etnicidad, que cuesta recordar que
    sólo en fecha reciente empezaron a formar parte del
    vocabulario o jerga actual del discurso político" (20) . De
    hecho el mismo intelectual sitúa a la década de los
    sesenta como el momento en el que se incorpora esta idea a todos
    los debates sobre la política cultural. No es casualidad que
    este fenómeno se dé justo en un momento en el que
    vivimos una auténtica revolución de las
    identidades.

    El concepto de identidad remite a una estructura de
    lealtades afectivas y racionales (no exenta de violencias
    materiales y simbólicas) que se ponen en funcionamiento con
    unas reglas muy particulares. Podríamos circunscribirlas a
    cuatro fundamentalmente (21) :

    Las identidades colectivas se definen negativamente, es
    decir, contra otros. La estructura es conformada como
    enfrentamiento entre nosotros-ellos. Insisten en lo único
    que los divide o se construyen las diferencias que conforman los
    dos polos.

    Nadie tiene una única identidad. La política
    de la identidad asume que una entre las diversas identidades que
    todos tenemos es la que determina, o por lo menos domina, nuestra
    acción política.

    Las identidades son móviles, se desplazan
    constantemente y pueden cambiar su marco de referencia
    político.

    La identidad depende del contexto que está en
    constante cambio.

    Estas reglas no se ponen en movimiento en abstracto.
    Tienen un marco histórico y social en el que funcionan
    articulando movimientos sociales, desarrollando estrategias locales de
    funcionamiento, generando opciones individuales de comportamiento, etc. Las
    identidades van desde el puro plano de lo individual
    (¿quién soy?) hasta dimensiones comunitaristas mejor o
    peor organizadas (¿quiénes somos?). En tal sentido, el
    problema de la cultura y la identidad se convierten en el
    corazón mismo de los recientes análisis políticos,
    no ya porque dichos análisis reclamen un sujeto de la
    acción, sino porque construyen un motivo para la
    acción, un sentido que parte de la memoria y se proyecta hacia una
    utopía realizable a través del diagnóstico
    político del presente (22) . Da igual si esa memoria se
    constituye desde la melancolía, o tiene cimientos más
    sólidos en la historia, lo cierto es que la identidad y la
    cultura están tan ligadas al análisis de coyuntura que
    se hace imposible desmarcarlas de las urgencias del
    presente.

    El Informe de la UNESCO define la libertad cultural como
    aquella "capacidad colectiva para satisfacer una de nuestras
    necesidades más fundamentales, el derecho a definir
    cuáles son justamente esas necesidades" (23) . Y por otro
    lado defiende con fervor que la cultura "no es un medio para
    alcanzar el progreso material; es el fin y el objetivo del desarrollo
    considerado como el florecimiento de la existencia humana en
    todas sus formas y en su conjunto" (24) . O mucho nos equivocamos
    o juegan estas definiciones a invertir el marco general de
    constitución de la misma cultura que hemos descrito hasta el
    momento. La cultura es un concepto que ha sido utilizado como
    arma a través de los procesos de modernidad y
    modernización que lo reclamaban. Son estas mismas fuerzas
    las que avanzan a marcha martillo disolviendo identidades por la
    sencilla razón de que los agentes sociales prefieren
    sacrificar la identidad a las posibilidades de promoción social. Para
    muchas colectividades, en este capitalismo desarrollado, la
    cultura es un impedimento. Aquellos marcos de referencia en los
    que han nacido, les resultan una rémora para alcanzar el
    estatus de ciudadano que la modernidad les ofrece. Sólo en
    los países desarrollados, aquellos que han podido conjugar
    desarrollo económico con
    desarrollo social, han creado
    las condiciones para el respeto de las identidades minoritarias.
    A escala internacional, y en particular en los países
    subdesarrollados o desarrollados con fuertes desequilibrios
    sociales, el estatuto de ciudadanía en muchas ocasiones
    impone la aculturación y el desarraigo. Las explosiones
    identitarias, que se traducen en políticas de reconocimiento
    y redistribución, tienen visos de compensación real en
    los países occidentales, en el resto del mundo es una fuerza
    debilitada por la lógica de la modernidad sin
    modernización que se impone.

    Si el futuro se percibe bajo la lógica de la
    promoción y el bienestar, en el tercer mundo esto requiere
    de emigración, aculturación, aprendizaje de otro idioma,
    desarraigo, etc. Esta es la lógica cultural del capitalismo
    avanzado, por más que las expresiones de tolerancia y de
    cantos a la diversidad impulsen imágenes contradictorias en
    otros sentidos. Mientras que en España, para un catalán
    el reclamo de la cultura le otorga nuevas posibilidades de
    reconocimiento y redistribución; para un indio Huichol
    (Méjico), la conservación de su cosmovisión es una
    penalización. Es posible que vivamos como dice el Informe de
    la UNESCO en un mundo multipolar, desde el punto de vista de la
    conformación de los poderes geopolíticos a escala
    planetaria, pero la lógica de la globalización
    neoliberal es profundamente unipolar. Constituye la fuerza de
    gravedad sobre la cual la diversidad cultural se
    seleccionará a través de un descarte de validación
    homogeneizante. Es posible que las reacciones a esta
    globalización conduzcan a respuestas locales de resistencia o reacomodo cultural,
    pero la lógica general del contexto nos empujan
    irremisiblemente a la eliminación de la diversidad (incluida
    la biodiversidad) bajo la
    lógica de la acumulación y la concentración
    internacional de capitales.

    Pensar la cultura como empuje de la emancipación,
    es sinónimo de declarar la guerra contando con las armas del enemigo. No queremos
    decir que la cultura no sea importante en los procesos de
    emancipación social. La historia nos ha demostrado una y
    otra vez la importancia de la memoria colectiva para hacer
    efectiva la movilización social. Lo que queremos decir es
    que con frecuencia se ha convertido a la cultura en el marco
    incomparable en el que se pueden sumar las fuerzas necesarias
    para la réplica política y social al capitalismo
    avanzado. La cultura es el lugar desde el que la izquierda se ha
    forzado en este final de siglo a pensar las alternativas, la
    cultura como ya sugerimos parece el refugio de los nuevos
    movimientos sociales. No se trata aquí de pensar que
    ésta es una nueva forma de fetichización del debate
    político, pues han aportado mucha visibilidad en el
    análisis de la diferencia, pero si hay que empezar a pensar
    en los límites que este tipo de estrategia conlleva y en los
    bloqueos en que nos movemos cuando olvidamos el análisis
    global de la situación. El problema no es pensar sólo
    la globalización como globalización cultural, el
    problema es pensar la globalización cultural como
    globalización neoliberal.

    Robert Borofsky (25) dice que, la cultura es un
    concepto, más que una realidad, un arma ficticia más
    que un fenómeno social identificable. Un concepto que ha
    posibilitado ya varias realidades y del que ya nos resulta
    imposible prescindir, añadimos nosotros. Un concepto que
    junto con el de identidad recorren definiendo buena parte de los
    debates contemporáneos sobre la política, la
    economía y la sociedad. Hoy se hace impensable un debate sin
    contar con los conceptos mencionados. El reto consiste en hacerlo
    sin disociar esferas. El reto, aunque les pese a los
    hipercríticos de la cultura y la racionalidad es recuperar
    la idea de la dialéctica de la totalidad (aunque a ellos les
    suene a totalización, una vieja versión de la perversa
    racionalidad). (26)

     

    2. El liberalismo como campo
    de comprensión.

    El liberalismo es una corriente del pensamiento
    político contemporáneo muy compleja. Su
    constitución tiene raíces muy profundas en el
    pensamiento occidental y abarca a grandes rasgos, en los dos
    últimos siglos, el grueso de su plural definición. Por
    pensamiento liberal debe entenderse un conjunto de ideas que
    tienden a poner en el centro del debate las cuestiones
    fundamentales de la propiedad privada, la libertad
    y la igualdad (por ese orden).
    Esto, junto a una honda preocupación por la democracia
    formal auspicia un pensamiento político que se mueve
    ideológicamente entre un liberalismo social (capaz de poner
    ciertos límites a los derechos de propiedad; defensa fuerte
    de la igualdad de oportunidades; justicia social; cierto grado de
    intervencionismo estatal; y una concepción fuerte de la
    democracia participativa; etc.) y un liberalismo conservador que
    avanza sus propuestas entre ideas neoliberales, neoconservadoras
    y libertarianas (exacerbación de los derechos de propiedad;
    estricta igualdad ante la ley; igualdad de partida y no de
    resultado; ausencia total de intervencionismo estatal; y una
    concepción débil de una democracia concebida de forma
    más o menos elitista; etc.). De alguna manera (y junto a
    otros debates más amplios) este es el margen en que se
    reconocen y se enfrentan los distintos liberalismos.

    El liberalismo es sin lugar a dudas el pensamiento
    hegemónico contemporáneo. Avalado por el triunfo del
    capitalismo en su enfrentamiento histórico con el socialismo
    y por los márgenes de desarrollo y crecimiento
    económicos sostenidos que ha conseguido en las últimas
    décadas, el pensamiento liberal constituye la ratio en la
    que cualquier propuesta intelectual debe moverse si quiere
    manejarse dentro de lo políticamente viable. Este aire de eficaz contendiente en la
    teoría y en la práctica política y económica
    ha desgranado, desde la crisis del estado del
    bienestar y la ruptura del consenso socialdemócrata, un
    conjunto de ideas que han servido de suelo para pensar la
    sociedad en su conjunto y particularmente la cultura, pues el
    pensamiento liberal no deja zonas en blanco por afirmar. La
    economía, la política, la cultura, la sociedad en su
    conjunto es pensada en una articulación de razonamientos que
    se proyectan (con matices diferenciales) sobre un debate en el
    que no parece haber más contendiente que la
    hipercrítica deconstruccionista y su razón de lo
    políticamente correcto. Es esa dialéctica entre lo
    políticamente correcto y lo políticamente viable lo que
    define mejor que ninguna expresión los límites (y la
    contradicción) en que nos vemos envueltos muchos
    intelectuales. Y claro entre la ética de lo deseable y la
    ética de lo posible, ya se sabe quien sale victorioso a
    corto plazo.

    Esta hegemonía del pensamiento liberal tiene como
    consecuencia imponer los estilos y las formas en las que
    cualquier debate debe ser presentado. Es algo así como unas
    reglas de constitución que todo campo intelectual debe
    asumir si quiere tener notoriedad y visos de ser considerado un
    debate serio. Este suelo, esta episteme (que nos diría
    intuitivamente Michel Foucault (27) ) al proyectarse como campo
    de inteligibilidad, fuerza un marco de relaciones que nos colocan
    ante una regulación de fuerzas que acaban limitando los
    debates o cuanto menos dándoles un sello muy particular. Eso
    es creo lo que ocurre con el debate sobre el multiculturalismo.
    Es en ese sentido que debemos describir, aunque someramente, la
    constitución de este campo intelectual para poder realizar
    una crítica eficaz de sus presupuestos de partida y poder
    desvelar las fuerzas con las que condiciona y determina ciertas
    visibilidades.

    A finales de siglo XX las concepciones liberales hace
    tiempo que han dejado de caminar solas. Sus reformulaciones
    constantes en los debates con su propia tradición y su
    necesaria puesta al día ante la crisis de legitimidad de las
    sociedades contemporáneas, han desarrollado las condiciones
    para la realización de un diagnóstico del capitalismo
    avanzado como sociedades en riesgo. Este riesgo viene propiciado
    por los propios éxitos de la sociedad liberal. Si cada
    sociedad establece las condiciones de nacimiento de su propio
    enterrador, el pensamiento liberal parece reconocerse en la
    evolución de esta propia crisis: sociedades satisfechas,
    mesocráticas, que suplen los valores tradicionales por
    valores postmateriales, con altos índices de crecimiento y
    redistribución de la riqueza, la exigencia de nuevos y
    más desarrollados derechos civiles, con crisis de autoridad, con el desarrollo
    de una sociedad informacional, y cambios tecnológicos que
    nos prometen unos tiempos más acelerados aún en una
    sociedad de cambio vertiginoso (sociedad nómada con respecto
    a su cultura), etc. Este diagnóstico crítico de la
    situación contemporánea desarrollada por los liberales
    constituye la base para unas líneas programáticas que,
    como describe Rodríguez, pasa por la idea de
    ingobernabilidad, sobrecarga del Estado y exceso de democracia de
    las sociedades occidentales (28) . Esto se traduce en una fuerte
    desconfianza hacia el liderazgo gubernamental que es
    caracterizado como la emergencia de una cultura adversaria (29) .
    Es en este sentido en el que la autoridad queda cuestionada y
    como dicen Crozier, Huntington y Watanuki:

    El sistema democrático comienza
    así a convertirse en una democracia anómica en la que
    la política democrática llega a ser más un campo
    para la lucha entre intereses en conflicto que para un proceso de
    construcción de intereses o propósitos comunes
    (30)

    Es curioso que, cuando el desarrollo social capitalista
    deviene fragmentación social a consecuencia de la
    mercantilización de las relaciones sociales y de la vida
    cotidiana en su conjunto, sean los liberales, los que redescubran
    la necesidad de vertebración social, y hablen del consenso y
    tradición como núcleo fundamental para la estabilidad
    social y para sentar las bases de una sociedad coherente y
    legítima. El peligro no es sólo un problema de
    gobernabilidad, sino de supervivencia del sistema político a
    través de la sobrecarga del Estado. En este sentido, los
    liberales saben a la perfección que cualquier debate sobre
    la cultura política de una sociedad pasa por garantizar las
    condiciones de producción y reproducción del mismo
    sistema económico que lo sostiene. Así, la crisis
    fiscal y la crisis de
    acumulación (31) ligados al desarrollo "excesivo" del
    Estado, marcan la pauta de la crítica de base sobre la que
    se sostiene la gobernabilidad de una ciudadanía, que expande
    precipitadamente sus derechos económicos y políticos
    cada vez más. En conclusión, demasiadas
    libertades.

    Hace ya bastante tiempo que esta fusión entre pensamiento
    liberal y pensamiento neoconservador se hizo presente. La crisis
    de los setenta engendró las condiciones de reconocimiento
    oportunas para que limaran sus diferencias (32) . Como la
    salvaguarda de la propiedad privada está en el primer punto
    de la agenda de ambos pensamientos, importa ya menos si el
    fundamento de la misma es la libertad individual (como afirman
    los liberales) o la defensa de la tradición propietista
    (como afirman los neoconservadores). Tampoco parece ofrecer
    resistencias la desigual
    defensa del Estado, siempre más reacios los liberales que
    los conservadores a su conservación. En cualquier caso como
    la reducción del Estado marca el principal objetivo para
    mejorar las condiciones de acumulación, en este caso
    también el problema de la vinculación entre Estado,
    orden y legitimidad siguen aproximadas pautas de
    razonamiento.

    En el terreno estrictamente de la política, la
    concepción liberal siempre fue más abierta. De forma
    abundante ligó la política a la conflictividad social,
    no tanto como el reconocimiento del conflicto entre clases,
    cuanto su imagen de una ciudadanía con
    intereses individuales y contradictorios. El poder se hace
    así un fenómeno fragmentario que deviene pluralidad
    social y libertad civil y mercantil. Por el contrario, muchos
    conservadores clásicos al priorizar la estabilidad en una
    coyuntura histórica que carecía de ella, pensaron lo
    social en clave de orden, y la estabilidad en clave de paz
    social. En una sociedad que arrastraba todavía el primado
    del honor (y por tanto la desigualdad) frente al concepto de
    dignidad (ligado a la
    universalidad del derecho) (33) resultaba comprensible que la
    idea de ciudadanía tuviera aún un campo de desarrollo
    limitado. Toda vez que la idea de ciudadanía ha afrontado su
    futuro de forma más expansiva [ciudadanía sustantiva
    (34) ], el pensamiento neoconservador ha tenido que albergar en
    su ideario la idea de universalización de la dignidad como
    puesta al día en su agenda política. A modo de síntesis y siguiendo a
    Rodríguez, el ideario liberal-conservador concreta la
    política como: "forma de actividad y relación social
    basada en la lucha entre individuos y grupos que, con intereses
    generalmente contrapuestos, compiten entre sí por el poder y
    la influencia". Como él mismo expresa, esto se concreta en:
    una imagen polémica de la política; una imagen
    reduccionista y tradicional de la política; instrumental,
    como simple medio para maximización de utilidades privadas;
    protectora, como salvaguarda del orden y la estabilidad
    sociopolítica; y elitista, pues es tarea de unos
    pocos.

    La idea más importante de este razonamiento es que
    los liberal-conservadores persiguen la aniquilación de la
    política. Que ésta desaparezca de la agenda de la
    ciudadanía. El fin de la política no es más que
    una metáfora amplificada del fin de un Estado que se concibe
    capidisminuido. Un Estado sin política cuya labor debe
    quedar circunscrita a la aplicación y la defensa del
    estado de derecho que es el
    que protege las libertades individuales, la propiedad privada y
    la igualdad ante la ley. Todo esto debe traducirse en "la
    despolitización de la cultura, la sociedad, la
    economía, los individuos e, incluso, a favor de la
    despolitización de la propia política" (35) . Así
    concibe M. Friedman la solución para su escenificación
    dramática de los estados de derecho a finales de siglo XX en
    su teoría del triángulo de hierro:

    La vuelta a la religión fiscal de los viejos tiempos
    es imprescindible en tanto que implica la destrucción del
    triángulo de hierro: la eliminación de la tiranía
    de los beneficios, que exige más prestaciones y ayudas, de las
    políticas, que compran votos y electores ofertando tales
    prestaciones y ayudas, y, por último, de la burocracia, que es numerosa,
    poderosa y gasta el dinero de los otros sin
    estar sometidos a controles de eficacia. (36)

    Esta desconfianza de la política se traslada con
    claridad al campo de la cultura. De hecho su concepción de
    la ciudadanía se ve proyectada como atravesada por una
    cultura de la demanda, una cultura de la
    subvención, como una cultura de la ayuda y la dependencia,
    propiciada por un Estado de Bienestar concebido como instancia
    que agobia las libertades de los ciudadanos. El Estado así se
    representa como leviatan que desarrolla una cultura de la
    irresponsabilidad en el que el hedonismo socava las bases de una
    sociedad que, es lo que es, gracias al liberalismo. Pero los
    juegos de los
    liberal-conservadores con la cultura son más complejos que
    la mera crítica de la cultura del bienestar y sientan las
    bases para representar la cultura y el multiculturalismo de una
    manera dialécticamente más compleja. Veamos en qué
    consiste esa complejidad.

    Partes: 1, 2, 3, 4, 5

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