- 1. Cultura, modernidad
y modernización - 2. El liberalismo como
campo de comprensión - 3.
El liberalismo y el multiculturalismo - 4.
Un caso práctico: El Ejido - 5.
Conclusiones
- 1.
El liberalismo cultural - 2.
Los liberalismos frente al liberalismo
cultural - 3.
El liberalismo cultural frente al "multiculturalismo
complejo" - 4.
Conclusiones
- 1.
Política, izquierda y giro cultural - 2.
La identidad como problema y como
solución - 3.
De los conflictos postsocialistas a las políticas de
estatus - 4.
Conclusiones
- 1.
Un patrimonio complejo. Entre el materialismo histórico,
la genealogía y la
deconstrucción - 2.
Presupuestos del multiculturalismo de la
complejidad - 3.
Conclusiones
- Capítulo
V.
Conversación con Beatriz Preciado: "Dialogando en torno a
la Teoría Queer" - Bibliografía
- Notas
Quisiera dar las gracias en este trabajo a las reflexiones
valiosas de mis compañeros del Departamento de Sociología de la Universidad de La Laguna. A los
amigos de la Coordinadora de Profesores Contratados entre los que
uno aprende la diferencia cualitativa entre el ser y el estar. A
Juan García Luján por la mejor de las citas iniciales
del presente documento. A los amigos mexicanos que me han acogido
tan maravillosamente en mis múltiples visitas (en particular
a Gabriela y su familia y, por supuesto, a toda
la familia Nuñez). A
Jorge Rodríguez por su mirada desde la sociología del
trabajo. A María José Guerra por su interesada
lectura desde la
filosofía y el feminismo (dos de sus grandes
amores)… A José Saturnino por su inacabable y apasionada
búsqueda de la verdad (también él ejerció la
crítica…). A Beatriz
Preciado por su interesada y cómplice escucha. A los amigos
que con energía y empeño ilusionado intentan crear el
Centro de Estudios Transculturales-Queer (en especial a Naser y
Gustavo, dos almas de la cosa). A Miguel Hernández por
nutrirme de desidentidades teniendo él una tan potente. A mi
familia en extenso (incluido por supuesto los maravillosos
esperanceros), a mis padres Ramón y María del
Carmen y a mis hermanas Eva y Mari por el apoyo incondicional, a
Silvia por su paciente amistad y a Claudia por mis
insospechadas ausencias, con la esperanza de que algún
día pueda leerlo, si quiere…, pueda enseñar a hacerlo
a los demás…
María José Guerra Palmero
¿Puede la sociología afrontar con
garantías el reto lanzado por el llamado "giro cultural"?
La lectura del libro del joven profesor José Luis
Castilla enfrenta con radicalidad y entusiasmo este difícil
desafío. Su punto de partida es ambicioso porque nos exige
repensar el legado crítico del pensamiento de izquierdas en
el contexto del debate sobre el
multiculturalismo. Frente al acontecimiento de la caída del
muro de Berlín y
levantada definitivamente el acta de defunción del llamado
socialismo real –que
para algunos de nosotros era simplemente capitalismo de Estado–, Castilla se
alinea con aquellos que pretenden, sin renunciar al horizonte de
la justicia social, tan castigado
por el pensamiento neoliberal y la globalización,
incorporar las demandas de reconocimiento de las llamadas
políticas de la identidad pasándolas, eso
sí, por una criba crítica que limite sus excesos. En
este sentido, va a ser especialmente duro en su juicio evaluador
respecto del llamado liberalismo cultural. No
obstante, habría que reconocer que encontrar el término
medio entre defensa de los derechos individuales, reconocimiento de la
opresión grupal y respeto a las diferencias no es
tarea fácil. Huir de la neutralidad liberal ligada siempre a
una cultura política determinada para dar de bruces
con el nacionalismo etnicista no es
ningún camino de rosas. A este respecto, la
radicalización democrática al hilo del imperativo de la
no exclusión parece ser, si no la única, la
garantía más sólida con la que contamos. La igual
participación de todos en la esfera pública es el
único soporte creíble del reconocimiento de las
diferencias. La intensificación democrática, la
atención a la desigualdad
y el respeto a las diferencias es la inestable ecuación
resultante.
La década de los noventa del siglo pasado ha estado
marcada por la denuncia de la "injusticia cultural", del
"sadismo", como diría Rorty, mostrado por la sociedad frente a los grupos marcados por la diferencia
con el saldo de la desigualdad y la discriminación: mujeres,
minorías culturales, étnicas, sexuales, etc. El
reacomodo del respeto a las diferencias en el ámbito
cultural no se salda satisfactoriamente por un liberalismo que no
acomete la tarea de integrar la dinámica cultural en la
modernización triunfante y sus efectos colaterales de
incremento de la marginación y la pobreza.
En este breve texto, voy a ir destacando
algunas de las alertas que José Luis Castilla activa a lo
largo de su trabajo y que son sumamente pertinentes para no caer
en las sucesivas trampas que el debate sobre el multiculturalismo
ha ido sembrando en su reciente decurso.
La primera de las alarmas reside en la denuncia de la
autonomización y segregación de la cultura como objeto
de estudio, la objeción al culturalismo acrítico viene
de la mano de la consideración de atender a su entretejido
constitutivo con la estructura
socioeconómica. El dato de que la globalización
económica se expande también en una lógica cultural
homogeneizadora y etnocéntrica no es ajeno a la pertinente
llamada de atención. La emergencia de las políticas de
la identidad puede verse, en gran parte, como un fenómeno
reactivo frente al proceso del imperialismo cultural impuesto por la lógica del
mercado mundial. La quiebra de la identificación
entre modernidad y su carácter normativo,
deudor de los ideales ilustrados, y modernización en su
carácter fáctico es insoslayable. El reconstituir una
crítica a este estado de cosas es una de las tareas que
marca José Luís al
pensamiento de izquierdas. En mi opinión, desde la urgencia
de la práctica política y de manera enormemente
fragmentaria este proceso está en marcha en la multiplicidad
de movimientos sociales y organizaciones que se coaligan en
la oleada antiglobalización-altermundialización.
Quizás lo que tendríamos que ver es que la función del intelectual
crítico ha quedado desbordada por la confrontación
política local-global en el que el viejo modelo gramsciano de
intelectualidad debería ser seriamente revisado.
La segunda tiene que ver con el sofisticado instrumental
de análisis que la
deconstrucción ha puesto al servicio de la crítica
cultural alejando a esta de su carácter social y
económico precisamente por olvidar el hecho de la
desigualdad y su incisiva insistencia en enredarse con las
diferencias. La crítica a la autonomización absoluta de
la cultura viene ejemplificada por el análisis que José
Luís Castilla hace del caso de El Ejido en Almería y de
sus sesgadas interpretaciones que obviaron el entramado de
explotación laboral y de marginación
económica sin el cuál no es pensable la tensión
social expresada en la forma de xenofobia y racismo. El reto de reintegrar
estudios culturales, sociales y económicos ahondando la
complejidad de sus interacciones se plantea sin ambages por parte
del autor como el programa de una teoría social
crítica que no se deje embelesar por cantos de
sirena.
La tercera señal de alerta suena estrepitosamente
ante la hegemonía del pensamiento liberal en la teoría
política. No podemos dejar de reconocer que si bien
liberalismo se dice, se adjetiva, de muchas maneras –
social, conservador, cultural, etc.-, el complejo predominante
hoy es la declinación liberal neocon, en la que el reclamo
de la libertad económica
irrestricta, el unilateralismo militar, y la defensa de los
llamados valores "familiares" –de
corte sexista y homófobo– se une sin excesivas
tensiones con el marketing propagandístico
de las bondades de la globalización. La izquierda
cultural demuestra ante esta coyuntura opresiva una inanidad
desalentadora. Para Pierre Bourdieu, el multiculturalismo como
ideología de esta
izquierda culturalista muestra una complicidad indudable
con la maquinaria avasalladora del capitalismo global. El credo
monetarista basado en el consenso de Bretton Wood –la
santísima Trinidad BM, FMI y OMC– y la reducción
del Estado a aparato de defensa y seguridad, después del 11 S
y de la imperialista guerra contra el terrorismo, hace peligrar los
logros del Estado de Bienestar europeo cada día cuestionado
y desbancado como modelo de desarrollo más aceptable
que el retroceso de los derechos laborales y sociales que la
globalización trae al Norte, y sobre todo, al Sur. El caso
es que la extremada dureza de la situación de desigualdad
propiciada por la mencionada globalización hace que tengamos
que defender los limitados logros del Estado del Bienestar y
apreciar la modesta tarea del olvidado Keynes.
A la luz de las tres alertas
anteriores, sin embargo, no debemos sacar la errónea
conclusión de que lo acertado es desechar el trabajo del giro cultural.
Castilla es enormemente sensible al potencial crítico de las
herramientas analíticas
destiladas por la herencia de Foucault y Derrida, y
apreciará especialmente los puntos de vista de la
teoría queer y su denuncia de la violencia impositiva de la
normatividad social del género. La izquierda
cultural, si abandona su divismo, proporciona ángulos y
perspectivas de análisis imposibles de lograr con el
instrumental derivado de la mera inspiración marxiana. La
plataforma giratoria que denunciaba Habermas en El discurso filosófico de la
modernidad y que comprendía a partir de Nietzsche y Heidegger, a
Adorno, Foucault y Derrida no
es demonizada, sino que es sometida a una crítica ponderada
de la que se valoran sus aspectos desmitificadores y
transgresores. La normatividad cultural opresiva ligada al
género, a la orientación sexual, a los estilos de vida
anti-statu-quo queda manifiesta y la lucha cultural,
más allá del tópico de lo políticamente
correcto, se ha relanzado denunciando los déficits de
reconocimiento que la estigmatización y la devaluación social de los
grupos oprimidos plantean.
La cuarta alerta, dirigida contra el dogmatismo de la
izquierda social, es que no desprecien el potencial crítico
de la deconstrucción y del análisis del poder cultural. No
podíamos esperar menos de un autor como José Luis
Castilla, que ha destacado en el área de los estudios
foucaultianos, y que, contrariamente a lo que es la norma en la
academia española, lee las aportaciones de la teoría
feminista que hoy por hoy es puntera en el análisis de la
dualidad desigualdades-diferencias.
Las señales de alerta, pues,
nos encaminan en la dirección de redefinir el
rumbo del pensamiento de izquierda de tal manera que la veta de
la justicia social y la relativa al reconocimiento de las
diferencias se nutran mutuamente y no se fagociten en
términos fraticidas. El aprecio que muestra José Luis
Castila por una de las iniciadoras de esta vía, la pensadora
norteamericana Nancy Fraser, es elogiable. Fraser con su
propuesta de integrar como rostros de la justicia a la
redistribución y al reconocimiento ha propuesto una mesa de
diálogo común para
remediar el agrio divorcio entre una izquierda
social y una izquierda cultural. Ambas son imprescindibles porque
la explotación económica convive con el desprecio de
las formas de vida de los otros y otras diferentes. Si llegan a
algún tipo de acuerdo y reconciliación y despejan el
histórico desencuentro en que han vivido en las últimas
décadas, un desencuentro con el que el pensamiento neocon se
frota las manos, estaremos en condiciones, sin obviar las
paradojas y las tensiones, de rehabilitar el maltrecho rumbo del
pensamiento de izquierdas para que abandone los callejones sin
salidas. En este sentido, debemos escuchar la pluralidad de voces
que reaccionan contra el statu quo desde el activismo social y
cultural en sus niveles locales y globales, aceptar la
multidimensionalidad de los conflictos sociales y
abordarlos desde el criterio normativo de visibilizar y atender a
las desigualdades y las injusticias. El marco de la democracia comunicativa, como
le gusta llamarla a I. M. Young, es el único posible para
hacer realidad el imperativo inclusivo que elimina desigualdades
y respeta diferencias. Los y las intelectuales deben reacomodar
su posición en este nuevo marco en el que las articulaciones de movimientos,
causas y agendas reivindicativas de medidas concretas se han
ganado un merecido protagonismo. Todo mesianismo debe ser
olvidado para poder escrutar con tino la agitada realidad
social.
Finalmente, debo referirme a la propuesta teórica
que bosqueja José Luis Castilla y en la que se afrontan las
tensiones del enmarañado debate sobre el multiculturalismo.
Si antes decíamos que el liberalismo se adjetiva de muchas
maneras, ahora debemos repetir lo mismo para el
multiculturalismo. Las versiones conservadoras, liberales o
esencialistas quedan descartadas por el autor del libro que
presentamos. En su ánimo está el atreverse a presenta
una propuesta autoconsciente de las ambivalencias que alberga la
defensa de la diferencia cultural. No podemos negar la tragedia
que supone el genocidio de tantas y tantas culturas en la
actualidad. El preservar la riqueza cultural de la humanidad se
nos hace necesario, pero, al mismo tiempo, la dinámica de la
modernización, y, por otro, la necesidad de someter a las
distintas culturas, incluida la agresiva cultura occidental, al
tamiz crítico de los derechos humanos hacen que tal
preservación sea difícil tanto en términos
fácticos como, muchas veces, normativos. Nos enfrentamos, en
un nuevo contexto globalizador, con la dialéctica entre
tradición y modernidad y no podemos dejarnos apresar por las
visiones idealizadas ni de la una ni de la otra. Un punto
especialmente espinoso sobre el que numerosos autores no dejan de
reflexionar es sobre la tensión entre individuos y grupos
culturales, sobre todo cuando éstos últimos reclaman
derechos diferenciados. Garantizar la autonomía y los
derechos individuales puede chocar en ocasiones con la defensa
cultural. Los casos más relevantes a este respecto tienen
que ver con las mujeres, que en las sociedades tradicionales, son
las garantes de la reproducción cultural. La
equiparación de derechos para las mujeres suele suscitar en
muchas culturas una reacción intensísima de crudo
carácter patriarcal. En otras ocasiones, como en la defensa
de los derechos lingüísticos, se utilizan medidas
coercitivas y sancionadoras en política educativa y
cultural. El caso es que la diferencia cultural, como nos
señala Castilla, promete y amenaza, es fuente de riqueza y
esperanza, pero, también, implica el tomar el riesgo, si los contrapesos no
están bien situados, de desbaratar el logro moderno de la
autonomía de los individuos. El gran mérito de la
propuesta de José Luis Castilla es obligarnos a pensar y
repensar las dificultades que ofrecen las políticas
culturales, de la identidad y de la diferencia, en sus diversos
contextos sin nunca obviar su interrelación con los
fenómenos de opresión socio-económica con los que
suelen estar interrelacionados. En el futuro será pues
necesario discutir en profundidad las tesis del "multiculturalismo
de la complejidad" desgranando ambivalencias, tensiones,
paradojas y bajando desde la atalaya teórica al campo de
pruebas de los distintos
contextos socioculturales. Efectivamente, nadie nos libra de la
complejidad, no nos vale una sola consigna simple del manido tipo
de las mediáticas y erradas conflicto/alianza de
civilizaciones que son, más allá de las malas o buenas
intenciones, un insulto a la inteligencia.
En suma, la reflexión metasociológica que
refiere, en el contexto del debate sobre el multiculturalismo,
José Luis Castilla nos empuja a seguir pensando con responsabilidad, como
herederos suspicaces que somos de Marx y de Nietzsche, los retos de
nuestro convulso y agitado presente multicultural. Es de
agradecer que trabajos como el que sigue a estas líneas
enfrenten con decisión la posibilidad de reflexionar, al
margen de cualquier tentación reduccionista, sobre el rumbo
del pensamiento social crítico.
"Mientras los liberales trabajan a conciencia
por la separación de las esferas económica y
política,
los socialistas llegaron a entender esa
separación
misma como una discrepancia debilitadora"
Geoff Eley (1*)
La segregación de esferas es perjudicial para la
izquierda, esta es una lección que en el ámbito
intelectual, al menos, no hemos aprendido lo suficiente. Escindir
esferas es perder de vista marcos importantes de interpretación de la
realidad e impide captar el espíritu del momento
histórico que se vive. Este libro trata de saltar por encima
de tanta separación y aspira a integrar esferas. Integración que no sólo
compromete razones económicas, políticas, culturales y
sociales, intenta por todos los medios demostrar que el
discurso y su tiempo también tienen un lugar, que la
izquierda debe hacer un esfuerzo por integrar un patrimonio crítico
esencial para el análisis de los mecanismos de opresión
que día tras día hacen su presencia en lo
cotidiano.
La importancia del giro cultural y el giro
lingüístico en ciencias sociales no se ha
calibrado y valorado suficientemente. Son los movimientos
sociales desidentitarios y la izquierda cultural en general los
que parecen estar al tanto de la riqueza de esta aportación
y de lo que entraña para la construcción de un
multiculturalismo realmente desafiante. Para buena parte de la
izquierda social convencional, estas aportaciones son una rareza
intelectual más enfrascada en debates netamente abstractos,
además de empujar a una fragmentación, cuando no,
extinción de los sujetos sociales de cambio. El miedo a la
fragmentación y a la división, funciona como cortafuego
intelectual dentro de la izquierda convencional que sostiene su
sordera a fuerza de no considerar (o,
mejor, mal reconocer) estas contribuciones como localismos
temáticos de poco relieve. (1)
Nada más lejos de la realidad. Ni el feminismo, ni
el pensamiento étnico, ni los estudios de las minorías,
ni los queer studies, ni los cultural studies,
etc., son producción cuantitativa y
cualitativamente marginal en ciencias sociales. Sus
contribuciones resultan decisivas no sólo para un conocimiento de lo que somos,
lo son también como factor incitador de cambio sociales e
inspirador de movimientos civiles y no pocas políticas
públicas. Esto es así hasta el punto de que, tal y como
nosotros lo vemos, cualquier análisis del Estado de
Bienestar debe contar con un estudio sistemático del derecho
diferenciado que no tenga por guión fundamental y exclusivo
la relación entre trabajo y capital. Se hace necesario por
tanto una teoría de izquierdas del Estado de Bienestar
más compleja que, sin abandonar el guión clásico
de la confrontación entre clases, ubique el concepto de diferencia a partir
del análisis pormenorizado de las políticas
públicas que se desarrollen en virtud de la consecución
de una democracia más robusta.
La desigualdad ya no puede ser pensada sólo en
términos de desequilibrios económicos fundamentalmente.
La clase no puede seguir
perviviendo en la trinchera de una ciencia social que necesita
obviamente más efectivos para explicar lo que sucede. El
reconocimiento abre así el cascarón hegemónico del
socialismo dentro de la izquierda y ubica a su ala más
radical ante el desafío que supone integrar esferas hasta el
momento desconsideradas. La riqueza de la vida social, la
modernización complejizadora, la diversificación de las
formas de vida, el desarrollo de la cultura de masas, los niveles
de consumo alcanzados, las nuevas
escisiones de colectividades humanas, etc. forjan las condiciones
que empujan realizar una mirada más compleja del concepto de
desigualdad, opresión y diferencia. Pero ese no es el
único problema.
Una buena parte de esta izquierda cultural avanzada
replica ante tanta indiferencia de "congéneres" de ideario
con un tono fuertemente increpante. Notan que su tiempo reclama
lugar, que tienen cosas importantes que decir y enseñarnos
pero, en no pocos casos, a fuerza de echar por la borda un gran
patrimonio intelectual. Se toman así, de forma
paradójicamente militante, posiciones demasiado apegadas a
las radicalidades antiesencialistas (y anti-clases) de los
postestructurales y se hace de ello una causa tan redentora que
acaba siendo inquisitorial. Afortunadamente, hay intelectuales
que intentan recoger los restos de tanto naufragio y entablan con
esfuerzo la batalla de la recuperación patrimonial que sirva
de fermento para la producción de la ciencia social del siglo
XXI. Es en ese camino en el que situamos este libro. La idea
integradora es, en este caso, el multiculturalismo de la
complejidad.
Éste es un multiculturalismo que se compromete con
dos frentes fundamentales: recuperar patrimonialmente estos
restos del naufragio de la izquierda y hacerlo a fuerza de
llevarlos a una playa distinta a la que nos ofrece el momento
histórico más actual: el liberalismo. En ese sentido el
multiculturalismo de la complejidad no es sólo un esfuerzo
de rescate, es también un esfuerzo de combate, pues trata de
erosionar el equilibrio interno de las
teorías liberales
más inteligentes en el terreno de la cultura: el liberalismo
cultural. Este liberalismo, productivo, ingenioso y, todo hay que
decirlo, también honesto, trata de introducirnos en unas
propuestas de interpretación de la cultura y la diversidad,
a nuestro juicio, de consecuencias perversas. En el fondo esconde
más de lo que ofrece y pese a que integra perfectamente el
derecho en el marco de la diferencia reconocida hace caso omiso
de un análisis sistemático de la vida social tal y como
se manifiesta en la actualidad. En ese sentido se apartan en gran
medida de la senda de la dialéctica de la ilustración y de su
potencial autocrítica. Como se toma por base al liberalismo
contractualista de J. Rawls, se hace de la vida social una
abstracción multiforme cuyos problemas se resuelven con una
distribución razonable que
distingue entre bienes primarios y bienes
secundarios, intentando demostrarnos que se puede a la vez ser
egoísta y solidario, y confundiendo diferencia con
desigualdad.
El multiculturalismo de la complejidad no prescinde del
derecho. El derecho se ha convertido en algo realmente importante
para la izquierda, véanse si no los reclamos de una
regulación internacional de los flujos financieros, el
desarrollo de una ciudadanía más
participativa o la necesidad de empujar una justicia
internacional. Pero este derecho que defiende el
multiculturalismo no se detiene sin más en asumir que el
derecho protege al débil, pues comprende perfectamente que
diversas racionalidades políticas y científicas
están al acecho y que tras los discursos se esconden
innumerables trampas al servicio de la normalización, la
estratificación y la estigmatización. Este
multiculturalismo apuesta por ver en la vinculación entre
cultura étnica y movimientos políticos no solamente una
amenaza a las libertades, como hacen algunos liberales, sino una
riqueza para la organización social y una
oportunidad para encontrar más democracia. En ese sentido el
multiculturalismo hace una defensa de la identidad indiscutible
que no cierra los ojos a los problemas producidos por los excesos
de las mismas. Y lo hace desde un debate no abstracto sobre la
identidad sino más bien desde una valoración
situacional y bajo el compromiso de un análisis compensado
sociohistóricamente. Pero no revelemos más aspectos de
este concepto, dejemos que se revisen los materiales aquí reunidos
que pasamos a explicar.
El libro consta de cinco desafíos nacidos de una
biografía diferenciada. El
primer trabajo fue producto de una estancia en
2001 en Guadalajara (México) en el ITESO
(Instituto Teconológico y de Estudios Superiores de
Occidente). El calor humano de muchos amigos
entrañables ayudó a producir un pequeño estudio de
casos de cómo la cultura es utilizada en las narrativas de
la esfera pública como una coartada que esconde las
contradicciones de una modernización paradójica. Se
pone así en tela de juicio tanto la teoría del
desencuentro como su vertiente más difundida y absurda del
choque civilizatorio. Es difícil saber si esta posición
es netamente liberal o liberal-conservadora, probablemente de
ambas respectivamente, en cualquier caso parecía necesario
abordarla en tono crítico porque revelaba dos cuestiones
esenciales: el carácter con frecuencia monocultural de la
esfera pública nacional con relación a ciertos temas
como los de la inmigración "ilegal"; y
revelaba la fluctuación semántica de las
categorías de "cultura" y "conflicto cultural" como
justificación de una opresión compuesta de mal
reconocimiento y mala redistribución.
El segundo trabajo trata de ajustar cuentas con el liberalismo. Como
ya defendemos el liberalismo es un universo tan divergente que se
hace difícil entablar una discusión en clave
crítica porque lo que unos defienden acaloradamente otros lo
desconsideran y viceversa. En ese sentido hemos hecho un esfuerzo
por entablar una discusión con la que nos parece la
corriente más productiva del liberalismo contractual, el
liberalismo cuturalista y en especial los trabajos de W.
Kymlicka. Aunque este intelectual expresa en algunos de sus
trabajos la sensación de que el liberalismo es
hegemónico y esta sólo para pensar de verdad el
multiculturalismo, nos parece que es una afirmación repleta
de excesiva autosatisfacción. Las teorías de una
ciudadanía radical constituyen un polo de discusión
relevante para el multiculturalismo, un polo que se tiende a
desconsiderar porque erosiona fuertemente principios fundacionales
rawlsianos. Cuando W. Kymlicka critica a estas posiciones lo hace
modulando a su enemigo y eludiendo producciones intelectuales del
multiculturalismo que se hacen desde una crítica
sistemática del capitalismo contemporáneo. Este
artículo nos parece central en este trabajo porque intenta
guardar un equilibrio honesto entre crítica erosiva de los
presupuestos liberales y
contribuciones relevantes de estos en las discusiones sobre la
cultura.
El tercer trabajo es un esfuerzo clarificador triple.
Sitúa en primer lugar y suscintamente la importancia del
giro cultural y lingüístico para el conjunto de las
ciencias sociales. Discute, en segundo lugar, sobre el concepto
de identidad y la ambivalencia intrínseca de este concepto
de máxima actualidad política desde que se relanzó
a mediados de los años 60. Y por último, trata de hacer
balance de una de las contribuciones más relevantes al
análisis de las políticas de redistribución y
reconocimiento como son los materiales de Nancy Fraser. Esta
evaluación es decisiva
porque reconsidera en términos evaluadores las sospechas que
Fraser lanza sobre las políticas de identidad y sopesa el
giro liberal que esta intelectual da al apostar por las
políticas de estatus. Este aspecto es relevante porque
posiciona el multiculturalismo de la complejidad de manera firme
en torno a la crítica
esencialista de la identidad.
En cuarto lugar, el concepto mismo de multiculturalismo
de la complejidad. Se hace un esfuerzo por clarificar posiciones
en clave de vincular dos contribuciones importantes de las
ciencias sociales, la del heterogéneo movimiento socialista y la de
los postestructurales de izquierdas. Sostener dos ideas
aparentemente opuestas para hacerlas funcionar en un ejercicio
compensado de la crítica contra la opresión es el
sentido que adquiere este buscar entre los restos del naufragio.
Resituar la división del trabajo en el problema del
reconocimiento y la redistribución ha sido su primera tarea,
abrir un hueco a las políticas postestructurales de
desidentidad la segunda. Creemos haber alcanzado niveles de
clarificación importantes en ambos sentido aunque valoremos
que en el fondo queda mucho por hacer al respecto. En cualquier
caso su resultado suministra óptimos argumentos para la
transformación social y la esperanza.
En quinto lugar, editamos una entrevista con una de las
teóricas queer más connotadas de principios de siglo
XXI: Beatriz Preciado. Su paso por Canarias (España) con motivo de un
curso de verano en el Sur de Tenerife (Islas Canarias) ha
permitido registrar este diálogo sosegado con una de las
formas más prometedoras del desarrollo heterogéneo de
dicha teoría. Aunque algunas de sus posiciones encajan mal
con aspectos defendidos del multiculturalismo de la complejidad,
nos parece imprescindible su incorporación por dos razones:
establece, sin quererlo ni pretenderlo, un diálogo
implícito con los límites y perfiles de dicho
multiculturalismo, sometiéndolo a nuevos interrogantes; y
contribuye de forma interesante a abrir diálogos a partir de
demandas e inquietudes dispares entre una persona que viene de las
humanidades y alguien procedente de las ciencias sociales. Las
reflexiones en voz alta compartidas ayudan a que el documento
aquí presentado adquiera un tono final de polémica
inacabada y provisional al que nos debemos en el debate
intelectual.
Por último, hacemos un esfuerzo sintético por
depurar unas tesis planteadas bajo el prisma del antiresumen.
Ante la obsesión contemporánea por el tiempo y la
expansión desmedida de las fórmulas "Sartre en 90 minutos", estas
tesis pretenden menos ahorrar el recorrido por otra parte
imprescindible de la discusión intelectual y más
proponer un paseo a modo de trayecto que permita degustar sus
vinculaciones desde un presente no contemplativo, no se trata
sólo de ver el paisaje, se trata de ser y estar en él.
En este sentido se ha escogido un contrincante sobre el que recae
una mirada crítica y sintética (en ocasiones, y si la
ciencia me permite la licencia, poético-literarias): el
liberalismo igualitarista, tan extendido como fascinantemente
militante entre muchos racionalistas de nueva
generación.
En el fondo este pretende ser un libro de esperanzas y
de confianzas. De confianza en la teoría social comprometida
con causas más nobles que la conciliación y la
confusión de la diferencia y la desigualdad. De esperanzas
porque estimula la comprensión crítica. En el fondo el
multiculturalismo complejo no es otra cosa que eso,
comprensión crítica de la cultura y la sociedad. Como
la política no es sólo reflexión sino acción, incorporamos al
final un texto "fundacional" que ha constituido la referencia
primaria de la pretendida fundación de un Centro de Estudios
Transculturales-Queer en la Universidad de La Laguna (Islas
Canarias). Estamos convencidos de que iniciativas como estas son
cruciales si queremos establecer ligazones fuertes entre el
debate y la producción intelectual, por un lado, y la
acción social organizada, por otro. La razón
crítica no puede ser una razón escindida entre letra
impresa y vida social.
Entre máscaras: del telégrafo a la
orquesta.
Con esta expresión, un pequeño trabajo de
Ricardo López Pérez (2) en torno al constructivismo radical
proporciona la metáfora perfecta a partir de la cual
repensar la relación sujeto-objeto en el ámbito de las
ciencias sociales. En el fondo, hemos pasado de establecer una
vinculación simplificada de esta relación en la que,
como dice Heinz Von Foerster, "las propiedades del observador no
entran en la descripción de sus
observaciones" (3) , a una relación en la que la ciencia es
el arte de hacer distinciones y la
verdad el invento de algún desaprensivo (4) . Existen
fundadas razones para desconfiar del relativismo en el
ámbito de la izquierda, al fin y al cabo toda teoría
que conduzca al "stand by" no posee más que el efecto
siniestro de la espera indefinida y la insensibilidad al dolor.
Pero pensar la realidad nos obliga a reflexionar que la pensamos
ineludiblemente con el lenguaje, que de una u otra
manera no podemos deshacernos de él sino eludiendo el
carácter autorreferencial y paradójico que lo contiene,
es por eso que el multiculturalismo de la complejidad debe dar
salida a la fisura entre el constructivismo radical y el
objetivismo científico.
Tampoco nos parece acertado refugiarnos en un
constructivismo extremo porque nos encoge en una verdad tan
sustancial que pareciera objetivista. Del telégrafo a la
orquesta es el reconocimiento de que pensamos con el
constructivismo en la aprehensión de una realidad más
compleja pero, a la vez, lo hacemos contra él, desde el
necesario entendimiento de que sin afirmación e identidad no
hay ni camino, ni caminante, ni destino. Por eso empleamos a
menudo la noción de narrativa para hacer referencia a la
teoría social socialista, porque aunque su sentido potencial
es alcanzar una verdad meridiana e histórica, lo hace desde
una construcción mediada por la narración y la memoria contenida en los
sujetos sociales y en el lenguaje mismo.
Paul Watzlawick, también citado por López
Pérez (5) , hace una aproximación interesante a la
escisión entre objetivismo y constructivismo que puede
orientarnos convenientemente y puede servir de base al
multiculturalismo de la complejidad. Para él existen los
objetos con propiedades físicas anteriores a las
experiencias de los sujetos y por otra el sentido, valor y significado que les
damos, a la primera realidad la denomina realidad de primer orden
y a la segunda, resultado de procesos de comunicación muy complejos
que tienen necesariamente que ver sólo con cosas sino con
relaciones los denomina realidades de segundo orden. La realidad
es convención, pero la realidad desborda tanto la
convención como el lenguaje desborda al sujeto. Es en este
cruce que la izquierda debe tornarse autorreflexiva y ser
consciente de que estar en posesión de la verdad (el
derecho, la historia y la razón), contiene tanta
potencia que puede acabar con
nuestras iniciales intenciones. Este constructivismo no pretende
por tanto ser sinónimo de escepticismo y desesperanza, trata
de ubicar en el centro de su mirada la diversidad y la tolerancia dentro de una
racionalidad epistemológica reflexiva, y todo ello desde el
convencimiento de que, como decía Protágoras: "En todas
las cosas hay razones contrarias entre sí".
El mundo es siempre más rico que su
comprensión. No necesitamos una epistemología de
telégrafo (lineal y uniforme), necesitamos una
epistemología de la orquesta (compleja y asimétrica)
porque es ésta la que necesitamos describir, comprender,
disfrutar y, si nuestras habilidades nos lo permiten, participar
de ella…
Ya sabemos que el lenguaje no es pura y exclusivamente
representación, que el lenguaje genera mundo, pero hay
muchos mundos en este mundo, como decía J.-L. Austin, no
sólo las personas se disfrazan, también las expresiones
lingüísticas lo hacen (6) . Claro que Austin
identifica, al menos primariamente, el disfraz con el
engaño, con una verdad ulterior detrás de la propia
expresión lingüística. ¿Y
si no fuera así? ¿Y si la máscara fuera la esencia
del lenguaje? ¿Y si tal y como suele suceder con las
personas algunas de sus verdades más profundas resultan
más diáfana a través del escandaloso y fugaz
disfraz que a través de la máscara más cotidiana?.
La máscara es nuestra condición y es quizá
impensable, algunos dirían indeseable, buscar una verdad
primaria porque en el fondo la única verosimilitud reside en
aceptarlas e inventarlas. Por eso, para explicar nuestro
horizonte no podemos quedarnos con la idea de C. Taylor (7) del paso de sociedades
de "honor" a sociedades de "autenticidad", porque en el mundo que
vivimos, hasta la idea misma de autenticidad se ha
desnaturalizado y cualquier intento de atar tantos cabos al
muelle de la identidad no hace sino impulsar la astuta sonrisa
del descreído y escéptico ciudadano
globalizado.
Pero ese lenguaje es un fenómeno muy peculiar
porque hacemos cosas con él, nos antecede en existencia, lo
aprendemos y lo recreamos hasta inventar nuevos mundos y nuevas
cosas con él. "Decir es hacer" (8) comentaba el viejo
filósofo, las palabras son acciones que desbordan el
decir, es como dice Didier Eribón (9) , un "poder
constituyente", tanto si se habla como si se establecen silencios
o se insulta. Hablar, decir, autorizar y desautorizar, o
callar… ahí reside una de las complejidades más
fascinantes del lenguaje, sus silencios son simbólicamente
ricos e intrigantes. No es cosa de pura representación
aunque también representa (10) . Es hora ya de que se
reconozca que el lenguaje que establece jerarquías, que
impone órdenes, que delimita fronteras y enmascara
realidades no es otra cosa que el otro rostro de la estructura social. Una
estructura social que se realiza y se desborda a partir de ese
lenguaje. Una estructura social repleta de escisiones,
jerarquías, opresiones y desigualdades, sancionada,
realizada y superada a través del lenguaje. Es por eso que
resulta de importancia decisiva no sólo un nuevo lenguaje
sino también nuevas acciones que desbordan hasta las
utopías constituyentes.
Capítulo I.
El multiculturalismo y las trampas de la cultura.
(2*)
"Invariablemente, la cultura es una unidad
artificial
segregada por razones de conveniencia."
Lowie (3*)
Los estudios culturales están de moda. Todo el mundo habla de la
cultura como fenómeno local y global, nacional o
internacional, vinculando cultura a la idea de desarrollo o a la
imposibilidad del mismo, repensando la ciudadanía o cerrando
nuevos cauces para la participación. Nunca como hasta ahora
se ha puesto de manifiesto de manera tan expresiva y masiva este
complejo y ambiguo concepto del que hay tantas definiciones como
cabezas para pensarlo (11) . Realmente estamos más que en
ningún otro momento ante un concepto comodín. Sirve
para explicar cualquier cosa sin molestarse mucho en precisar, y
en este sentido, cumple a la perfección con las
posibilidades de ser instrumentalizado en exceso. Así,
sometido a la intemperie de los debates partidarios, no deja de
reavivar el proceso que lo fetichiza, que lo convierte en
inservible para avanzar en los debates con cierto tono
clarificador. Como ya comenta E. San Juan, estamos ante una
categoría que tiende a convertir el debate sobre la
diferencia en el fetichismo de la pluralidad normativa (12)
.
Hace algún tiempo que este problema de la cultura y
de la identidad andan circulando por las autopistas del
conocimiento. Ya hace al menos tres décadas desde que estas
vías se ven saturadas por la política intelectual
encargada de criticar la racionalidad y salvarle la cara a una
economía política
hegemónica perversa para nuestro mundo y delicada en
particular para nuestras universidades. Bien pensado, uno no se
da cuenta de lo problemática que es la división del
conocimiento y cómo atraviesa nuestro mundo académico,
hasta que cae en la cuenta de cómo los debates corren
paralelos, cómo los análisis sobre la cultura con
dificultad rozan los debates más actuales de la economía política, y viceversa.
Este fenómeno, que caracteriza buena parte de los trabajos
sobre multiculturalismo, produce el efecto perverso de pensar la
cultura como si fuera comprensible por sí misma, como si
pudiera entenderse y observarse como fenómeno autónomo.
Esto es lo que venimos llamando desde hace algún tiempo las
trampas de la cultura pensada en solitario (13) .
Esto no significa que no existan discusiones en que las
desigualdades económicas no estén presentes. Todo el
debate en torno a las políticas de reconocimiento y las
políticas de redistribución, de alguna manera han
puesto en la agenda del multiculturalismo también la
cuestión de las desigualdades sociales ligadas a las clases.
Pero hablo de la cultura pensada en solitario porque en muchos
razonamientos, se obvian aspectos generales de la evolución económica,
social y política internacional que no tienen en cuenta el
proceso de mercantilización global de la existencia humana
en su conjunto, y las irremisibles fuerzas que, aunque con
contradicciones, no cejan en una constante e imperturbable
dinámica de globalización y homogeinización
cultural. Por más que la introducción del informe de la UNESCO sobre la
cultura, adelante la necesidad de la diversidad como
fenómeno imprescindible para la superviviencia humana ("los
sistemas complejos extraen su
fuerza de la diversidad" (14) ); lo cierto es que el conjunto de
datos que se ofrecen al
respecto, no dan lugar a salvaguardar tales
esperanzas.
Las trampas de la cultura pensada en solitario no es un
fenómeno casual. Tiene profundas raíces en cómo se
ha conformado el escenario intelectual que lo ha acogido, y lo
que es peor, es incapaz de salir de tal representación sin
reacomodar nuevamente el debate sobre la racionalidad, en un
panorama que escape de la hegemonía de la semiótica y profundice
nuevamente en el terreno de la crítica de la economía
política (de la lucha de frases a la lucha de clases (15) ).
De hecho, nos atrevemos a defender en este trabajo que buena
parte del debate sobre el multiculturalismo se desarrolla en el
terreno de juego del liberalismo. El
empeño por ver el mercado como un fenómeno
benéfico e incuestionable (sin contradicciones y efectos
graves); por arbitrar las categorías fundamentales del
debate sobre la cultura (democracia, libertad, ciudadanía);
por ligar el problema de la injusticia a la diversidad (modos
autóctonos de existencia); por desarrollar una visión
confrontativa entre autonomía individual y cultura nacional,
etc. Este empeño, decimos, fuerza un diagnóstico sobre la
complejidad cultural que elude el problema fundamental entre
modernidad y modernización. Los liberales se resisten a
comprender que buena parte de la problemática vinculada a la
cultura a nivel internacional tiene que ver con la exportación de una
modernidad sin suelo que la constituya, sin la
modernización que le otorgue los beneficios de un desarrollo
equilibrado en el que pueda pensarse la democracia junto al
bienestar social a escala global. Esto, por
supuesto, significaría revisar la agenda de los problemas, y
situar en el corazón de los debates sobre
la cultura la cuestión de la producción y
reproducción de las condiciones de desarrollo en el
capitalismo a escala internacional a finales de siglo XX. Esta
agenda está por construir, y cuanto más tarde la
izquierda en hacerle frente, más concesiones se le
seguirá haciendo al pensamiento liberal.
Mientras tanto, la respuesta de la izquierda a semejante
envite, aunque es plural, tiende a seguir mirándose el
ombligo de una racionalidad que se autoflagela y convertir el
debate de la cultura en un debate sobre la razón fundante y
la imposibilidad de conciliar documento de cultura con documento
sin barbarie. Es en este sentido en el que la deconstrucción
esgrime su espectacular aportación pero su pírrica
victoria. Se mira la diferencia con lupa mientras el elefante de
la desigualdad internacional se nos escapa por la ventana.
Jamás han existido análisis más sofisticados sobre
la dominación y el reconomiento cultural, jamás hemos
estado tan lejos del concepto de explotación y de la idea de
redistribución con estos empeños
intelectuales.
Las trampas de la cultura pensadas en solitario no
sólo tienen consecuencias en el tablero del debate
intelectual de mayor rango. También tiene consecuencias
sobre fenómenos sociales y las múltiples
interpretaciones que parecen darse sobre los mismos. De hecho
pensamos en esta idea de la cultura como trampa revisando
analíticamente los sucesos de El Ejido (España). En
aquella ocasión las líneas de explicación
dominantes ensalzaban la diferencia cultural y la cuestión
racial (ambas piezas maestras del multiculturalismo) en la
cuestión fundamental que explicaba los sucesos acontecidos
en ese invierno. La respuesta vecinal fue catalogada de racista
sin que en ningún momento el fenómeno oliera ni de
lejos a conflicto social de redistribución. Las líneas
de visibilidad fueron trazadas con eficiencia, y nunca realmente se
pudo ver tanto, sin comprender tan poco. Fue así como los
responsables fundamentales salvaron la cara (burguesía
agrícola y Estado), no sin antes dejar bien claro de
qué parte estaban las fuerzas de seguridad del
Estado.
La cultura o la comprendemos en su sentido
dialéctico con la economía política o no la
entenderemos jamás, sobre todo si además intentamos
interpretar los hechos aisladamente y no los procesos. El debate
entre los clásicos de la sociología por la importancia
de la articulación entre la economía y la cultura, no
ceja en el empeño de indicarnos sólo la importancia de
pensarlas a la vez, cuanto la incomprensión que se genera al
pensarlas por separado. De alguna manera este trabajo se siente
cerca de aquellos incomprendidos que en un lado y otro del
conflicto de El Ejido, no cesaron de sentirse
instrumentalizados.
1. Cultura, modernidad y
modernización (16) .
La cultura es una idea desarrollada en los últimos
dos siglos, lo que quiere decir que lleva en términos
históricos no demasiado tiempo entre nosotros. De hecho
según algunos analistas su composición es indisociable
del surgimiento de los Estado-Nación en el
tránsito entre el siglo XVIII y XIX (17) . Es desde la
perspectiva de la cultura como oportunidad política, que se
va haciendo efectiva la idea de una cultura de la patria, de un
conjunto de referencias que empiezan a funcionar desde el plano
instrumental de la política partidaria. Así comienza a
dotarse de sentido la idea de un proyecto de cultura nacional,
ligado claro está, al concepto de identidad nacional.
El concepto de cultura es profundamente complicado en
sus propios términos, pues avanza la idea de afirmación
en el plano del reconocimiento a la vez que establece las bases
de la homogeneización por el proyecto que apuesta. Este
doble juego funciona pues como política de la
afirmación y del reconocimiento en una forma difícil de
disociar. La pregunta inmediata que procede de tal
aseveración es, qué intereses articularon esas apuestas
políticas y que fuerzas las llevaron a cabo. Sin lugar a
dudas, para el caso de la constitución de los
Estado-Nación occidentales, la
necesidad de vertebrar los mercados propios de un
territorio, así como la homogeneización de una
ciudadanía entendida como fuerza de trabajo imprescindible
para los procesos de acumulación (entre otras necesidades),
establecieron las bases de una transformación que el mismo
mercado iba a necesitar a través de la iniciativa del propio
Estado emergente (como bien demuestra Karl Polanyi, el mercado y
la regulación estatal han ido históricamente de la mano
(18) ). La cultura fue sin lugar a dudas el sustrato fundamental
que necesitó la burguesía nacional para avanzar en sus
proyectos de acumulación
y modernización (19) .
En tal sentido disociar cultura de modernidad y
modernización a la vez que constituir una contradicción
en sus propios términos, no ayuda en nada a la
comprensión de nuestras sociedades como demostraremos
más adelante. Junto al concepto de cultura y ya en el siglo
XX, se va conformando también otro concepto que posee
connotaciones antropológicas pero que prepara el terreno
para que la cultura se convierta en un arma política de
primera línea. Nos referimos al concepto de identidad. Como
dice Hobsbawm, "estamos tan acostumbrados a términos como
identidad colectiva, grupos de identidad, políticas de
identidad, o, inclusive, etnicidad, que cuesta recordar que
sólo en fecha reciente empezaron a formar parte del
vocabulario o jerga actual del discurso político" (20) . De
hecho el mismo intelectual sitúa a la década de los
sesenta como el momento en el que se incorpora esta idea a todos
los debates sobre la política cultural. No es casualidad que
este fenómeno se dé justo en un momento en el que
vivimos una auténtica revolución de las
identidades.
El concepto de identidad remite a una estructura de
lealtades afectivas y racionales (no exenta de violencias
materiales y simbólicas) que se ponen en funcionamiento con
unas reglas muy particulares. Podríamos circunscribirlas a
cuatro fundamentalmente (21) :
Las identidades colectivas se definen negativamente, es
decir, contra otros. La estructura es conformada como
enfrentamiento entre nosotros-ellos. Insisten en lo único
que los divide o se construyen las diferencias que conforman los
dos polos.
Nadie tiene una única identidad. La política
de la identidad asume que una entre las diversas identidades que
todos tenemos es la que determina, o por lo menos domina, nuestra
acción política.
Las identidades son móviles, se desplazan
constantemente y pueden cambiar su marco de referencia
político.
La identidad depende del contexto que está en
constante cambio.
Estas reglas no se ponen en movimiento en abstracto.
Tienen un marco histórico y social en el que funcionan
articulando movimientos sociales, desarrollando estrategias locales de
funcionamiento, generando opciones individuales de comportamiento, etc. Las
identidades van desde el puro plano de lo individual
(¿quién soy?) hasta dimensiones comunitaristas mejor o
peor organizadas (¿quiénes somos?). En tal sentido, el
problema de la cultura y la identidad se convierten en el
corazón mismo de los recientes análisis políticos,
no ya porque dichos análisis reclamen un sujeto de la
acción, sino porque construyen un motivo para la
acción, un sentido que parte de la memoria y se proyecta hacia una
utopía realizable a través del diagnóstico
político del presente (22) . Da igual si esa memoria se
constituye desde la melancolía, o tiene cimientos más
sólidos en la historia, lo cierto es que la identidad y la
cultura están tan ligadas al análisis de coyuntura que
se hace imposible desmarcarlas de las urgencias del
presente.
El Informe de la UNESCO define la libertad cultural como
aquella "capacidad colectiva para satisfacer una de nuestras
necesidades más fundamentales, el derecho a definir
cuáles son justamente esas necesidades" (23) . Y por otro
lado defiende con fervor que la cultura "no es un medio para
alcanzar el progreso material; es el fin y el objetivo del desarrollo
considerado como el florecimiento de la existencia humana en
todas sus formas y en su conjunto" (24) . O mucho nos equivocamos
o juegan estas definiciones a invertir el marco general de
constitución de la misma cultura que hemos descrito hasta el
momento. La cultura es un concepto que ha sido utilizado como
arma a través de los procesos de modernidad y
modernización que lo reclamaban. Son estas mismas fuerzas
las que avanzan a marcha martillo disolviendo identidades por la
sencilla razón de que los agentes sociales prefieren
sacrificar la identidad a las posibilidades de promoción social. Para
muchas colectividades, en este capitalismo desarrollado, la
cultura es un impedimento. Aquellos marcos de referencia en los
que han nacido, les resultan una rémora para alcanzar el
estatus de ciudadano que la modernidad les ofrece. Sólo en
los países desarrollados, aquellos que han podido conjugar
desarrollo económico con
desarrollo social, han creado
las condiciones para el respeto de las identidades minoritarias.
A escala internacional, y en particular en los países
subdesarrollados o desarrollados con fuertes desequilibrios
sociales, el estatuto de ciudadanía en muchas ocasiones
impone la aculturación y el desarraigo. Las explosiones
identitarias, que se traducen en políticas de reconocimiento
y redistribución, tienen visos de compensación real en
los países occidentales, en el resto del mundo es una fuerza
debilitada por la lógica de la modernidad sin
modernización que se impone.
Si el futuro se percibe bajo la lógica de la
promoción y el bienestar, en el tercer mundo esto requiere
de emigración, aculturación, aprendizaje de otro idioma,
desarraigo, etc. Esta es la lógica cultural del capitalismo
avanzado, por más que las expresiones de tolerancia y de
cantos a la diversidad impulsen imágenes contradictorias en
otros sentidos. Mientras que en España, para un catalán
el reclamo de la cultura le otorga nuevas posibilidades de
reconocimiento y redistribución; para un indio Huichol
(Méjico), la conservación de su cosmovisión es una
penalización. Es posible que vivamos como dice el Informe de
la UNESCO en un mundo multipolar, desde el punto de vista de la
conformación de los poderes geopolíticos a escala
planetaria, pero la lógica de la globalización
neoliberal es profundamente unipolar. Constituye la fuerza de
gravedad sobre la cual la diversidad cultural se
seleccionará a través de un descarte de validación
homogeneizante. Es posible que las reacciones a esta
globalización conduzcan a respuestas locales de resistencia o reacomodo cultural,
pero la lógica general del contexto nos empujan
irremisiblemente a la eliminación de la diversidad (incluida
la biodiversidad) bajo la
lógica de la acumulación y la concentración
internacional de capitales.
Pensar la cultura como empuje de la emancipación,
es sinónimo de declarar la guerra contando con las armas del enemigo. No queremos
decir que la cultura no sea importante en los procesos de
emancipación social. La historia nos ha demostrado una y
otra vez la importancia de la memoria colectiva para hacer
efectiva la movilización social. Lo que queremos decir es
que con frecuencia se ha convertido a la cultura en el marco
incomparable en el que se pueden sumar las fuerzas necesarias
para la réplica política y social al capitalismo
avanzado. La cultura es el lugar desde el que la izquierda se ha
forzado en este final de siglo a pensar las alternativas, la
cultura como ya sugerimos parece el refugio de los nuevos
movimientos sociales. No se trata aquí de pensar que
ésta es una nueva forma de fetichización del debate
político, pues han aportado mucha visibilidad en el
análisis de la diferencia, pero si hay que empezar a pensar
en los límites que este tipo de estrategia conlleva y en los
bloqueos en que nos movemos cuando olvidamos el análisis
global de la situación. El problema no es pensar sólo
la globalización como globalización cultural, el
problema es pensar la globalización cultural como
globalización neoliberal.
Robert Borofsky (25) dice que, la cultura es un
concepto, más que una realidad, un arma ficticia más
que un fenómeno social identificable. Un concepto que ha
posibilitado ya varias realidades y del que ya nos resulta
imposible prescindir, añadimos nosotros. Un concepto que
junto con el de identidad recorren definiendo buena parte de los
debates contemporáneos sobre la política, la
economía y la sociedad. Hoy se hace impensable un debate sin
contar con los conceptos mencionados. El reto consiste en hacerlo
sin disociar esferas. El reto, aunque les pese a los
hipercríticos de la cultura y la racionalidad es recuperar
la idea de la dialéctica de la totalidad (aunque a ellos les
suene a totalización, una vieja versión de la perversa
racionalidad). (26)
2. El liberalismo como campo
de comprensión.
El liberalismo es una corriente del pensamiento
político contemporáneo muy compleja. Su
constitución tiene raíces muy profundas en el
pensamiento occidental y abarca a grandes rasgos, en los dos
últimos siglos, el grueso de su plural definición. Por
pensamiento liberal debe entenderse un conjunto de ideas que
tienden a poner en el centro del debate las cuestiones
fundamentales de la propiedad privada, la libertad
y la igualdad (por ese orden).
Esto, junto a una honda preocupación por la democracia
formal auspicia un pensamiento político que se mueve
ideológicamente entre un liberalismo social (capaz de poner
ciertos límites a los derechos de propiedad; defensa fuerte
de la igualdad de oportunidades; justicia social; cierto grado de
intervencionismo estatal; y una concepción fuerte de la
democracia participativa; etc.) y un liberalismo conservador que
avanza sus propuestas entre ideas neoliberales, neoconservadoras
y libertarianas (exacerbación de los derechos de propiedad;
estricta igualdad ante la ley; igualdad de partida y no de
resultado; ausencia total de intervencionismo estatal; y una
concepción débil de una democracia concebida de forma
más o menos elitista; etc.). De alguna manera (y junto a
otros debates más amplios) este es el margen en que se
reconocen y se enfrentan los distintos liberalismos.
El liberalismo es sin lugar a dudas el pensamiento
hegemónico contemporáneo. Avalado por el triunfo del
capitalismo en su enfrentamiento histórico con el socialismo
y por los márgenes de desarrollo y crecimiento
económicos sostenidos que ha conseguido en las últimas
décadas, el pensamiento liberal constituye la ratio en la
que cualquier propuesta intelectual debe moverse si quiere
manejarse dentro de lo políticamente viable. Este aire de eficaz contendiente en la
teoría y en la práctica política y económica
ha desgranado, desde la crisis del estado del
bienestar y la ruptura del consenso socialdemócrata, un
conjunto de ideas que han servido de suelo para pensar la
sociedad en su conjunto y particularmente la cultura, pues el
pensamiento liberal no deja zonas en blanco por afirmar. La
economía, la política, la cultura, la sociedad en su
conjunto es pensada en una articulación de razonamientos que
se proyectan (con matices diferenciales) sobre un debate en el
que no parece haber más contendiente que la
hipercrítica deconstruccionista y su razón de lo
políticamente correcto. Es esa dialéctica entre lo
políticamente correcto y lo políticamente viable lo que
define mejor que ninguna expresión los límites (y la
contradicción) en que nos vemos envueltos muchos
intelectuales. Y claro entre la ética de lo deseable y la
ética de lo posible, ya se sabe quien sale victorioso a
corto plazo.
Esta hegemonía del pensamiento liberal tiene como
consecuencia imponer los estilos y las formas en las que
cualquier debate debe ser presentado. Es algo así como unas
reglas de constitución que todo campo intelectual debe
asumir si quiere tener notoriedad y visos de ser considerado un
debate serio. Este suelo, esta episteme (que nos diría
intuitivamente Michel Foucault (27) ) al proyectarse como campo
de inteligibilidad, fuerza un marco de relaciones que nos colocan
ante una regulación de fuerzas que acaban limitando los
debates o cuanto menos dándoles un sello muy particular. Eso
es creo lo que ocurre con el debate sobre el multiculturalismo.
Es en ese sentido que debemos describir, aunque someramente, la
constitución de este campo intelectual para poder realizar
una crítica eficaz de sus presupuestos de partida y poder
desvelar las fuerzas con las que condiciona y determina ciertas
visibilidades.
A finales de siglo XX las concepciones liberales hace
tiempo que han dejado de caminar solas. Sus reformulaciones
constantes en los debates con su propia tradición y su
necesaria puesta al día ante la crisis de legitimidad de las
sociedades contemporáneas, han desarrollado las condiciones
para la realización de un diagnóstico del capitalismo
avanzado como sociedades en riesgo. Este riesgo viene propiciado
por los propios éxitos de la sociedad liberal. Si cada
sociedad establece las condiciones de nacimiento de su propio
enterrador, el pensamiento liberal parece reconocerse en la
evolución de esta propia crisis: sociedades satisfechas,
mesocráticas, que suplen los valores tradicionales por
valores postmateriales, con altos índices de crecimiento y
redistribución de la riqueza, la exigencia de nuevos y
más desarrollados derechos civiles, con crisis de autoridad, con el desarrollo
de una sociedad informacional, y cambios tecnológicos que
nos prometen unos tiempos más acelerados aún en una
sociedad de cambio vertiginoso (sociedad nómada con respecto
a su cultura), etc. Este diagnóstico crítico de la
situación contemporánea desarrollada por los liberales
constituye la base para unas líneas programáticas que,
como describe Rodríguez, pasa por la idea de
ingobernabilidad, sobrecarga del Estado y exceso de democracia de
las sociedades occidentales (28) . Esto se traduce en una fuerte
desconfianza hacia el liderazgo gubernamental que es
caracterizado como la emergencia de una cultura adversaria (29) .
Es en este sentido en el que la autoridad queda cuestionada y
como dicen Crozier, Huntington y Watanuki:
El sistema democrático comienza
así a convertirse en una democracia anómica en la que
la política democrática llega a ser más un campo
para la lucha entre intereses en conflicto que para un proceso de
construcción de intereses o propósitos comunes
(30)
Es curioso que, cuando el desarrollo social capitalista
deviene fragmentación social a consecuencia de la
mercantilización de las relaciones sociales y de la vida
cotidiana en su conjunto, sean los liberales, los que redescubran
la necesidad de vertebración social, y hablen del consenso y
tradición como núcleo fundamental para la estabilidad
social y para sentar las bases de una sociedad coherente y
legítima. El peligro no es sólo un problema de
gobernabilidad, sino de supervivencia del sistema político a
través de la sobrecarga del Estado. En este sentido, los
liberales saben a la perfección que cualquier debate sobre
la cultura política de una sociedad pasa por garantizar las
condiciones de producción y reproducción del mismo
sistema económico que lo sostiene. Así, la crisis
fiscal y la crisis de
acumulación (31) ligados al desarrollo "excesivo" del
Estado, marcan la pauta de la crítica de base sobre la que
se sostiene la gobernabilidad de una ciudadanía, que expande
precipitadamente sus derechos económicos y políticos
cada vez más. En conclusión, demasiadas
libertades.
Hace ya bastante tiempo que esta fusión entre pensamiento
liberal y pensamiento neoconservador se hizo presente. La crisis
de los setenta engendró las condiciones de reconocimiento
oportunas para que limaran sus diferencias (32) . Como la
salvaguarda de la propiedad privada está en el primer punto
de la agenda de ambos pensamientos, importa ya menos si el
fundamento de la misma es la libertad individual (como afirman
los liberales) o la defensa de la tradición propietista
(como afirman los neoconservadores). Tampoco parece ofrecer
resistencias la desigual
defensa del Estado, siempre más reacios los liberales que
los conservadores a su conservación. En cualquier caso como
la reducción del Estado marca el principal objetivo para
mejorar las condiciones de acumulación, en este caso
también el problema de la vinculación entre Estado,
orden y legitimidad siguen aproximadas pautas de
razonamiento.
En el terreno estrictamente de la política, la
concepción liberal siempre fue más abierta. De forma
abundante ligó la política a la conflictividad social,
no tanto como el reconocimiento del conflicto entre clases,
cuanto su imagen de una ciudadanía con
intereses individuales y contradictorios. El poder se hace
así un fenómeno fragmentario que deviene pluralidad
social y libertad civil y mercantil. Por el contrario, muchos
conservadores clásicos al priorizar la estabilidad en una
coyuntura histórica que carecía de ella, pensaron lo
social en clave de orden, y la estabilidad en clave de paz
social. En una sociedad que arrastraba todavía el primado
del honor (y por tanto la desigualdad) frente al concepto de
dignidad (ligado a la
universalidad del derecho) (33) resultaba comprensible que la
idea de ciudadanía tuviera aún un campo de desarrollo
limitado. Toda vez que la idea de ciudadanía ha afrontado su
futuro de forma más expansiva [ciudadanía sustantiva
(34) ], el pensamiento neoconservador ha tenido que albergar en
su ideario la idea de universalización de la dignidad como
puesta al día en su agenda política. A modo de síntesis y siguiendo a
Rodríguez, el ideario liberal-conservador concreta la
política como: "forma de actividad y relación social
basada en la lucha entre individuos y grupos que, con intereses
generalmente contrapuestos, compiten entre sí por el poder y
la influencia". Como él mismo expresa, esto se concreta en:
una imagen polémica de la política; una imagen
reduccionista y tradicional de la política; instrumental,
como simple medio para maximización de utilidades privadas;
protectora, como salvaguarda del orden y la estabilidad
sociopolítica; y elitista, pues es tarea de unos
pocos.
La idea más importante de este razonamiento es que
los liberal-conservadores persiguen la aniquilación de la
política. Que ésta desaparezca de la agenda de la
ciudadanía. El fin de la política no es más que
una metáfora amplificada del fin de un Estado que se concibe
capidisminuido. Un Estado sin política cuya labor debe
quedar circunscrita a la aplicación y la defensa del
estado de derecho que es el
que protege las libertades individuales, la propiedad privada y
la igualdad ante la ley. Todo esto debe traducirse en "la
despolitización de la cultura, la sociedad, la
economía, los individuos e, incluso, a favor de la
despolitización de la propia política" (35) . Así
concibe M. Friedman la solución para su escenificación
dramática de los estados de derecho a finales de siglo XX en
su teoría del triángulo de hierro:
La vuelta a la religión fiscal de los viejos tiempos
es imprescindible en tanto que implica la destrucción del
triángulo de hierro: la eliminación de la tiranía
de los beneficios, que exige más prestaciones y ayudas, de las
políticas, que compran votos y electores ofertando tales
prestaciones y ayudas, y, por último, de la burocracia, que es numerosa,
poderosa y gasta el dinero de los otros sin
estar sometidos a controles de eficacia. (36)
Esta desconfianza de la política se traslada con
claridad al campo de la cultura. De hecho su concepción de
la ciudadanía se ve proyectada como atravesada por una
cultura de la demanda, una cultura de la
subvención, como una cultura de la ayuda y la dependencia,
propiciada por un Estado de Bienestar concebido como instancia
que agobia las libertades de los ciudadanos. El Estado así se
representa como leviatan que desarrolla una cultura de la
irresponsabilidad en el que el hedonismo socava las bases de una
sociedad que, es lo que es, gracias al liberalismo. Pero los
juegos de los
liberal-conservadores con la cultura son más complejos que
la mera crítica de la cultura del bienestar y sientan las
bases para representar la cultura y el multiculturalismo de una
manera dialécticamente más compleja. Veamos en qué
consiste esa complejidad.
Página siguiente |