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Ciudades y Tesoros Perdidos



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    La ciudad ha sido considerada, desde los tiempos
    clásicos, foco de civilización,
    humanidad e ímpetu antropocéntrico.
    Ideal mismo de elevación intelectual y moral, la
    ciudad occidental fue la protagonista de un proceso
    secular ?iniciado aproximadamente en el siglo XIII d.C.? que dio
    por resultado ?durante los siglos XV y XVI? una nueva mentalidad
    que generalizamos con el nombre de burguesa.

    Esta mentalidad, más fáctica, materialista
    y profana que la medieval, toma cuerpo y preponderancia en una
    Europa que se
    abría al mundo después de centurias de encierro y
    repliegue en sí misma. Así todo, los
    descubrimientos geográficos inaugurados por
    Cristóbal Colón en 1492, revivieron antiguas
    fantasías, profecías, leyendas y
    mitos,
    mostrando que las viejas estructuras
    clásicas y medievales aún permanecían
    ocultas, pero vigentes, detrás de los novedosos
    comportamientos modernos. Y esto es comprensible; ya que,
    como escribió Johan Huizinga, los cambios en historia nunca son
    verticales (abruptos), sino que se dan transversalmente,
    permitiendo que lo viejo conviva con lo nuevo
    ; especialmente
    en el campo del imaginario colectivo.

    La inmensidad del continente americano, sus espacios
    incultos (según la óptica
    eurocéntrica), sus selvas, montañas e inimaginables
    sociedades
    aborígenes, conformaron el escenario de maravillas en
    donde todos los sueños mediterráneos eran posibles.
    Antiguos mitos y leyendas resurgieron; ésos que el
    historiador Juan Gil llama "mitos áureos de la frontera".
    Y fueron en esas fronteras (entre lo urbano y lo rural; entre la
    civilización y la barbarie) desde donde se proyectaron a
    zonas desconocidas todo aquello que Europa no había
    logrado dar.

    Un sentimiento milenarista los embarcó a todos, y
    el delirio aumentó ante lo ignoto, imposibilitando el
    dejar de soñar. La riqueza fácil, el honor, el
    prestigio, como también el hecho concreto de
    poder
    encontrar las míticas localidades, aludidas en la bibliografía
    teológica y profana de la Edad Media, se
    exacerbó en suelo americano.
    Posteriormente, y pasados unos siglos, cuando nuevas porciones de
    tierra se
    abrieron a los intereses de Occidente, esos mismos mitos, aunque
    acondicionados a los nuevos tiempos, volvieron a aparecer. Y
    tanto el oro, como las
    ciudades
    perdidas fueron (y siguen siendo) una constante interesante
    de analizar.

    Desde el mítico El Dorado (nombrado y
    perseguido por los conquistadores españoles del siglo XVI)
    a la legendaria ciudad perdida de Zinj, que la
    tradición ubica en las selvas tropicales de África
    Central (y que el novelista Michael Crichton rescatara del olvido
    para colocarla como centro de su novela
    Congo), las ciudades perdidas han venido
    enriqueciendo la literatura y la
    exploración.

    Su atractivo se mantiene vigente y, temporada tras
    temporada, los románticos que quedan en el mundo alistan
    sus mochilas y siguen partiendo en su búsqueda. Las hay de
    todos los metales y tipos.
    Están las habitadas y las deshabitadas; las ubicadas en lo
    alto de las montañas, en las impenetrables marañas
    selváticas o, incluso, las construidas bajo tierra. Pueden
    ser de oro, plata o marfil.

    Puede que estén encantadas, o simplemente
    protegidas por mil peligros, para impedir el acceso de
    extraños. Pero el encanto que todas las ciudades perdidas
    encierran es que, precisamente, están perdidas.

    No nos vamos a detener aquí a analizar las
    infinitas expediciones españolas de la época de la
    conquista, que salieron tras las huellas de El Dorado; para ello
    remitimos al lector a "La Noticia Rica del Paititi"
    (www.la-lectura.com) en el que intentamos una
    aproximación al mito
    más duradero y fascinante de los Andes peruanos. En este
    artículo, que por supuesto se complementa con el texto
    mencionado, trataremos de mostrar aquellas ideas fuerza que se
    siguen asociando con la temática de las ciudades
    perdidas
    , refiriéndonos específicamente a
    las búsquedas practicadas durante los siglos XIX y XX, en
    territorio americano.

    Como hemos sostenido en otra oportunidad, las
    exploraciones estuvieron siempre incentivadas por el
    misterio de ciertas regiones y sociedades. Lo legendario y
    lo prohibido, lo mítico o lo perdido, aparecen con
    frecuencia como los más profundos movilizadores de
    hombres, y estructuran un componente indispensable del ser
    romántico. De todas las cosas que pueden haberse
    extraviado a lo largo de la historia no existe nada más
    atractivo que una ciudad.

    Del enorme catálogo de ciudades perdidas que
    existen, sólo un pequeño porcentaje de ellas ha
    sido efectivamente encontrado. Sucede que, en su gran
    mayoría, aquellas que se han buscado por décadas,
    jamás tuvieron una realidad concreta. Como en el caso de
    los monstruos de las leyendas, estas elusivas urbes se niegan a
    revelar fácilmente sus secretos; razón por la cual
    son difíciles de olvidar y fáciles de convertirse
    en obsesión. Paradójicamente, los lugares que
    nunca existieron
    han sido los depositarios de una inversión de capital y de
    sacrificio humano enorme.

    Pero el mito rara vez desaparece y los descubrimientos
    que se realizan no hacen otra cosa que transformarlos y
    aumentarlos. "Si tal ciudad que se creía perdida para
    siempre ha sido hallada, ¿por qué no puede suceder
    lo mismo con tal otra?".
    Este sencillo argumento ha sido
    encontrado en boca de grandes exploradores que, con mayor o menor
    fortuna, se lanzaron en la búsqueda.

    En 1839, un joven abogado norteamericano, llamado John
    L. Stephens, ingresó en Honduras con los manuscritos de un
    cierto coronel Garlindo en la mano. El militar hacía
    mención de extraños monumentos perdidos en la selva
    de Yucatán y América
    Central; y refería que, en un documento del año
    1700, se hablaba de antiguas edificaciones a orillas del
    río Copán, en Honduras. Stephens se
    entusiasmó con la idea y, junto al magnífico
    dibujante Frederic Catherwood, decidió partir para
    descubrir el misterio.

    Tras innumerables contratiempos (entre los que
    encontraron la cárcel misma), el abogado contrató
    algunos guías nativos y se internó en la selva
    tropical. Luego de largos días de caminatas, martirizados
    por los insectos, la humedad y las lianas, los exploradores
    alcanzaron una pequeña aldea india a
    orillas del tan buscado río. Nadie conocía nada
    sobre las ruinas que referían los documentos que
    habían leído los gringos.

    Desalentados, decidieron hacer una visita final por los
    alrededores y, como en las novelas, a
    último momento, después de despejar una cortina de
    ramas, Catherwood se topó con una estela de tres metros de
    alto, cuadrangular y completamente esculpida en sus cuatro caras.
    Era una muestra de
    arte
    completamente desconocida en las Américas. Entusiasmados
    con el hallazgo siguieron explorando y sacaron a la luz otras trece
    estelas; más tarde escaleras, pirámides y palacios.
    Una nueva civilización acababa de salir del olvido: la
    Maya.

    Stephens y Catherwood registraron y dibujaron todo lo
    que pudieron, y cuando la oportunidad se presentó (bajo la
    figura de un indio llamado José María, que
    poseía un arrugado título de propiedad
    sobre los terrenos), compraron las tierras, con ruinas incluidas,
    al "exorbitante" precio de
    cincuenta dólares. Ya de regreso a los Estados Unidos,
    Stephens escribió y publicó el relato de su viaje,
    enriquecido con los dibujos de su
    compañero, logrando un éxito
    enorme.

    Otro afortunado explorador de fines del siglo pasado fue
    el arqueólogo americano Edward Herbert Thompson, quien, en
    las soledades de la retorcida selva al norte de Yucatán,
    descubrió, junto con su guía indio, las
    monumentales ruinas de la ciudad más famosa del nuevo
    imperio maya: Chichén Itzá. Al igual que Stephens,
    Thompson había sido conducido por una crónica; la
    del primer obispo de Yucatán, Diego de Landa, quien en
    1566 escribiera su Relación de las cosas de
    Yucatán.

    Bastante más al sur, en territorio peruano, el
    historiador norteamericano Hiram Bingham, experimentaba, en 1911,
    la inmensa sorpresa de encontrar, tapada por el follaje, la
    majestuosa ciudadela de Machu Picchu, centro ceremonial inca que
    permanecía "perdido" desde hacía más de
    cuatrocientos años. También Bingham, respetando la
    tradición de todo explorador, había sido conducido
    por los manuscritos de un cronista español
    del siglo XVII, Fernando de Montesinos.

    En éstos, y en muchos otros casos, ciertas
    variables se
    repiten. Variables que la literatura de ficción hizo
    propias y que consiguen todavía captar el interés de
    miles de lectores contemporáneos. Cuando uno se mete en la
    piel de
    cualquier explorador reconocido, y accede a sus propios relatos
    de viaje, se detectan una serie de pasos que parecieran ser
    obligatorios.

    En primer lugar, la fuente documental encontrada al azar
    en alguna polvorienta biblioteca y a la
    que nunca nadie antes le prestara atención. La interpretación original del futuro
    descubridor es ahí la protagonista principal, y luchando
    contra viento y marea trata de imponer su alocada hipótesis (a un ambiente
    académico que se presenta escéptico) de que la ruta
    señalada por el olvidado documento puede llevar a los
    muros de una ciudad, aún más perdida que el
    manuscrito que la nombra. Es el momento de la soledad; de la
    exploración intelectual sobre mapas inseguros;
    de la incomprensión de los colegas; de la burla. Ya
    vendrá la época de la revancha; pero, antes de
    ello, tendrá que soportar largas horas de conflicto
    entre la razón, la duda y la fe.

    En segundo término ubicamos a la
    expedición propiamente dicha, con sus sacrificios,
    sinsabores y peligros. El explorador queda en un segundo plano y
    el paisaje, los insectos y el clima pasan a
    ocupar la escena. Tomemos como ejemplo las descripciones hechas
    por el escritor francés André Malraux, en su novela
    La Vía Real, en la que puntillosamente hace
    referencia e este paso del que hablamos:

    "Desde hacía cuatro días, la selva.
    Desde hacía cuatro días, campamentos cerca de los
    poblados nacidos de ella […], del suelo blando, semejantes a
    monstruosos insectos; descomposición del espíritu
    en esa luz de acuario, de un espesor de agua.
    Habían encontrado ya pequeños monumentos
    derruidos, con las piedras apretadas por las raíces que
    las fijaban al suelo como patas que ya no parecían haber
    sido erigidos por los hombres, sino por seres desaparecidos,
    habituados a esa vida sin horizontes, a esas tinieblas marinas.
    Descompuesta por los siglos, la Vía solo mostraba su
    presencia por esas masas minerales
    podridas, con los dos ojos de algún sapo inmóvil
    en un ángulo de las piedras. ¿Eran promesas o
    rechazos aquellos monumentos abandonados por la selva como
    esqueletos? ¿La caravana alcanzaría por fin el
    templo esculpido hacia el que los guiaba el adolescente que
    fumaba sin cesar[…]? Deberían de haber llegado
    hacía ya tres horas… Sin embargo, la selva y el
    calor eran
    más fuertes que la inquietud […]. Las sombras se
    hinchaban, se alargaban, se pudrían fuera del mundo en
    que el hombre
    cuenta, que le separaba de sí mismo con la fuerza de la
    oscuridad. Y por todas partes, los insectos" .

    El investigador, pues, se agazapa; toma impulso, para
    poder hacer su entrada triunfal a último momento. Se llega
    así al instante crucial del relato: el del descubrimiento
    mismo, en el que pasado y presente se funden en frases de
    admiración y sorpresa. La ciudad ha sido encontrada. La
    leyenda se ha vuelto realidad. El ciclo tradicional ha sido
    cubierto y la iniciación concluida.

    Pero no todos los buscadores de
    ciudades perdidas han tenido la suerte de Stephens, Thompson o
    Bingham. Ellos son algunos de los pocos afortunados que
    alcanzaron el éxito. Constituyen una pequeña
    legión de tenaces soñadores que, comparados con los
    infinitos fracasos que se registran, son una minoría casi
    insignificante. Y se los recuerda sólo por haber tenido
    suerte. Detrás de ellos se aglomeran anónimos
    exploradores que, sin tanta fortuna, invirtieron tiempo y
    dinero
    buscando irreales reinos,
    pletóricos de riquezas. Un precio que la mayoría
    jamás lamentó de haber pagado; puesto que fue lo
    que les dio sentido a sus vidas.

    En casi todos los continentes existieron esos imanes
    poderosos. Muchas selvas y montañas del mundo conservan
    leyendas sobre ciudades extraviadas, pero el continente americano
    es el más privilegiado al respecto. En él muchos
    productos de
    la fantasía literaria cobraron una existencia
    supuestamente real. "De los libros, y
    más de la poesía,
    salieron una muchedumbre de fantasmas,
    encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie
    había visitado
    " ; y a pesar de los cinco siglos
    transcurridos, muchos de ellos continúan tan vigentes como
    al principio. La lista de estos lugares es larguísima y
    han arrastrado a más gente, por más tiempo, que
    ningún otro mito.

    Como escribió Arturo Uslar
    Pietri:

    "El mito de El Dorado ha sido la concreción
    más tenaz de la noción mágica de la riqueza
    que caracterizó a los pueblos de Occidente. La riqueza era
    algo que se encontraba por azar y fortuna. Fortuna y azar eran la
    misma cosa, aquella deidad que rodaba insegura sobre una alada
    rueda. La riqueza era el tesoro oculto que se topaba por suerte o
    por revelación sobrenatural. Desde el tesoro del Rey
    Salomón y la cueva de Alí Babá hasta las
    hadas amigas que regalaban palacios, ciudades y reinos […], el
    descubrimiento de
    América (o el de cualquier zona inexplorada, FJSR) le
    dio, a esas viejas creencias en la riqueza prodigiosa, un asiento
    y una posibilidad ciertos" .

    Sorprende, pues, observar cómo detrás de
    toda ciudad perdida brilla siempre el oro. Son pocas las
    referencias que aluden a ellas que no consignen de alguna forma
    la existencia de grandes tesoros; y ya sea que se los busque por
    un interés puramente artístico o
    arqueológico (estatuillas, platería, adornos de
    orfebrería, ajuares funerarios etc.) o por una fiebre de
    prestigio y riqueza puramente material, el oro ha sido, es y
    será, el más extraordinario símbolo de la
    ambición occidental. Tras él se disfrazaron
    proyectos,
    intentando legitimar su búsqueda anteponiendo argumentos
    científicos o políticos que, a la postre,
    resultaron ser sólo excusas. La fiebre del oro (a la que
    todavía no se le ha encontrado una vacuna) reavivó
    la hipocresía, la traición y la muerte.
    Conjugó los sueños de poder y de riqueza en una
    danza que
    resultó siendo macabra por sus resultados en sacrificios y
    pérdidas humanas. El imaginario de muchas regiones
    de América conserva historias prototípicas de esas
    traiciones y nos hablan de hombres (amigos y hermanos) que se han
    dado muerte al
    encontrar esos recursos de
    poder. Historias moralizantes, casi infantiles, que revelan los
    siniestros resultados que producen los reflejos metálicos
    y confirman que, siendo "[…] por esencia el mito
    áureo propio de la frontera, la frontera es de suyo
    violenta"
    .

    Buscado en oscuros laboratorios, que la
    imaginación oscurece aún más, el oro fue
    perseguido ?sin viajar? por los primeros alquimistas del siglo
    III d.C.. En América, varias centurias más tarde,
    los alquimistas vistieron como soldados, almirantes y
    adelantados, siempre en pos del codiciado metal; que las
    rebuscadas fórmulas de los gabinetes de
    experimentación no habían logrado
    conseguir.

    Se había desechado la idea de producirlo, por lo
    que se intentó hallarlo en su estado natural
    y en un Nuevo Mundo que prometía darlo a mansalva. Primero
    se filtraron los ríos, más tarde se saquearon los
    templos aborígenes y, sólo después, se
    explotaron los socavones de las minas. Pero siempre quedaba la
    esperanza de que, sin gran esfuerzo ni inversiones,
    era posible toparse con un nuevo templo escondido en las
    inmensidades americanas. Este sueño se mantuvo,
    persistió largamente; y, aún hoy, en países
    como el Perú, es imposible no pasar un día sin
    escuchar hablar de tesoros o "tapados" perdidos.

    La riqueza fácil sigue siendo un sueño
    compartido por muchos, máxime si la época es de
    crisis.
    Loterías, bingos y demás juegos de azar
    encierran una raíz semejante a la búsqueda de
    ciudades perdidas y sus tesoros. Y aunque haya más
    posibilidades de ganar la lotería que de encontrar el
    mítico Dorado, todo explorador prefiere dar con la ciudad
    que tener el billete ganador en sus manos. Y en parte esto se
    debe a que todo el mundo sabe que nadie, que sea acreedor de un
    premio moderno, recibirá lingotes o estatuillas de oro.
    Los billetes no guardan el encanto que se mantiene en las
    llamadas "lágrimas del sol". Por otro lado, el prestigio
    del pasado se encarna de manera muy especial en todo objeto
    antiguo y su posible hallazgo no sólo da riqueza, sino
    también historia. Una historia que absorbe al descubridor
    y lo hace parte de ella. Nadie recuerda hoy al ganador de la
    lotería de 1911, pero sí el apellido
    Bingham.

    El oro ha estado siempre ligado a aspectos
    sobrenaturales. Acceder a un filón de semejante metal
    implica, en casi todas las leyendas y rumores, superar
    obstáculos terribles, probarse a sí mismo. Con
    frecuencia el tesoro se encuentra en un lugar difícil de
    alcanzar y las penalidades y trabajos sufridos para llegar a
    él pueden ser equiparados, según J. G. Cirlot, con
    un proceso de iniciación.Todo lo bueno o todo lo malo se
    condensa en el oro. Metal ambivalente que al tiempo de despertar
    codicias se transforma en emblema de superación y
    perfeccionamiento. Luz condensada que ilumina, pero que
    también encandila y pierde.

    América, lejos de desechar los viejos mitos, los
    alimentó y ofreció nuevas fuerzas. Sus regiones,
    aún inexploradas a fines del siglo XIX, especialmente en
    la zona amazónica, continuaron conservando la posibilidad
    de encontrar en ellas los restos de civilizaciones perdidas. Una
    de ellas, citada por Platón
    en el siglo IV a. C., y revivida, con enorme éxito, por la
    Teosofía y la prédica de místicos y
    charlatanes, pareció ponerse de moda. Estamos
    haciendo referencia a la misteriosa Atlántida; esa que se
    hundiera en una sola noche, llevándose sus avances
    y conocimientos al fondo del mar, pero dándole tiempo a
    sus últimos y precavidos habitantes a viajar hacia
    América y dar origen a las sorprendentes culturas
    precolombinas.

    Esta "teoría", refutada por los miles de
    estudios arqueológicos que se han practicado desde hace
    casi doscientos años, tuvo un enorme éxito y una
    difundida prédica en distintos sectores de la
    intelectualidad europea, a fines del siglo pasado y principios del
    actual. Pero, aún así, casi todos los
    océanos del planeta siguieron teniendo sus respectivos
    continentes perdidos. El Pacífico, generó al
    Continente de Mu, inventado en 1931 por el coronel James
    Churchward; quien sostuvo haber recibido de un sacerdote de la
    India unas misteriosas tablillas en las que descubrió
    (tras una laboriosa traducción) la historia de los
    orígenes de la civilización y del continente en
    cuestión (el tema de las tablillas misteriosas se
    repetirá una y otra vez en excéntricos trabajos de
    exploración, pasando a formar parte del imaginario de
    muchos relatos de viajes). Por
    su parte, el océano Índico es depositario de la
    legendaria Lemuria, otra porción de tierra hundida que
    arrastró a más de uno en su búsqueda. Pero
    la Atlántida es la que mayor cantidad de tinta ha
    demandado por parte de escritores y viajeros.

    Según cuenta Platón en
    su diálogo
    entre Timeo y Critias, hace casi doce mil años
    existía en el corazón
    del océano Atlántico una gran isla y que

    "[…]en aquel tiempo podía atravesarse dicho
    mar. […]Esa isla era más grande que Asia y Libia
    reunidas. Y los viajeros de aquel tiempo podían pasar de
    dicha isla a otras islas y desde aquellas alcanzar todo el
    continente, en la ribera opuesta de ese mar que merecía
    verdaderamente su nombre"(Platón, Timeo, 24,
    25).

    Este relato, que el filósofo griego puso en boca
    de su personaje (y que por supuesto es mucho más extenso),
    es el único, primer y último documento de la
    antigüedad que hace referencia a la Atlántida. Todos
    los que hablaron del tema posteriormente no hicieron otra cosa
    que tomar como base ese texto. Como ha probado el
    arqueólogo francés Jean Pierre Adam, la leyenda de
    la Atlántida no es más que una parábola del
    pensador heleno para dar una enseñanza moral e histórica de su
    propio país. La Atlántida nunca existió,
    más que en su imaginación. Pero los incontenibles
    deseos por encontrarla realmente se fueron acumulando a lo largo
    de los siglos. Incluso en nuestros días una
    expedición británica intenta rescatar el pasado
    atlante en el Altiplano boliviano (!).

    Con fecha 23 de marzo de 1998, una agencia noticiosa
    lanzó al mundo la primicia de que el explorador John
    Blashford-Snell, junto con un equipo de arqueólogos
    bolivianos, había localizado a orillas del río
    Desaguadero (que desemboca en el lago Titicaca) un gran pedestal
    y dos estatuas correspondientes a la civilización
    preincaica de Tiahuanaco y que, según el explorador
    inglés,
    podrían indicar que están bien encaminados en la
    búsqueda de los restos de la mítica ciudad de
    Atlántida, que él ubica en el sitio del lago
    Poopó.

    Pero Blashford-Snell no es, ni ha sido el único,
    en buscar la imaginaria tierra de Platón en suelo
    americano. Tuvo un antecesor más audaz y soñador.
    Ya hemos hecho referencia a él en otros artículos,
    y volvemos a hacerla porque quizás sea el último
    gran romántico que invirtió toda su vida tras una
    quimera. Nos referimos, pues, al coronel Percy Harrison
    Fawcett
    .

    Las ciudades perdidas fueron su gran debilidad y es, con
    seguridad, el
    explorador que mejor supo captar la emoción que despiertan
    los rumores y las leyendas de la selva, respecto de ellas. Todo
    su peregrinar por Bolivia,
    Perú y Brasil estuvo, de
    algún modo, motivado por esos cuentos, que
    lo guiaron e hicieron ver aquello que, efectivamente, deseaba
    ver.

    En Fawcett se condensan, como en pocos, los más
    exóticos delirios exploratorios; esos que van desde
    monstruos prehistóricos, hasta ruinosos restos cubiertos
    de moho, pertenecientes a la legendaria Atlántis. En
    él, el rumor fue una fuente fidedigna de información. Indios, caucheros, bribones y
    poco confiables funcionarios públicos, se transformaron en
    las catapultas que lo impulsaron a recorrer miles de
    kilómetros de insumisa selva, tras comentarios que raras
    veces trataba de confirmar. Pospuso durante años la "gran
    expedición de su vida", en la que encontraría la
    ciudad que él denominaba con la letra "Z"; y quiso el
    destino que en ese proyecto,
    concretado en 1925, perdiera su vida.

    En su crónica de exploraciones, Fawcett relata
    las circunstancias prototípicas de un encuentro casual con
    ruinas perdidas (circunstancias que todavía en la
    actualidad son posibles escuchar cuando uno se interna en la
    selva amazónica).

    En cierta oportunidad cuenta que

    "Se habían descubierto aquí (Matto
    Grosso) inscripciones en las rocas y […]
    cerca del pueblo de Conquista un anciano que regresaba de Ilheos
    una noche perdió un buey, y siguiendo sus huellas por el
    matto, se encontró en la plaza de una antigua ciudad.
    Pasó debajo de los arcos, encontró calles de piedra
    y vio, en el centro de la plaza, la estatua de un hombre.
    Aterrorizado, huyó de las ruinas.[…]Esto me hizo pensar
    que quizá este anciano había tropezado con la
    ciudad de 1753 (ciudad que Fawcett buscaba, y de la que
    había leído por primera vez en una antigua
    crónica portuguesa, con la fecha en
    cuestión).

    La obsesión del coronel inglés por
    encontrar la ciudad "Z" se sostuvo firme durante toda su vida. La
    desaparición que sufriera en la jungla brasileña
    (1925) y la publicación postmortem de su libro,
    desataron las ansias reprimidas de muchos por imitarlo y,
    detrás de sus esquivos pasos, siguieron desapareciendo
    exploradores. El misterio de la ciudad se agigantó con el
    misterio de su muerte y, aún después de haber
    transcurrido setenta y ocho años desde que se tuviera la
    última noticia de Fawcett, la leyenda sigue atrayendo al
    público, y el Times de Londres manteniendo vigente
    la recompensa por tener noticias
    fidedignas del explorador.

    El ejemplo de Percy H. Fawcett es paradigmático.
    Su relato condensa el espíritu de muchas de las
    crónicas, españolas y portuguesas, de la
    época de la conquista de América; sus comentarios y
    actitudes (que
    creemos recreadas y adornadas, varios años después
    de haber vivido sus experiencias en la selva) recibieron
    también el innegable aporte de la literatura de
    ficción y aventura de su época. Las referencias que
    el propio autor hace de Arthur Conan Doyle ya han sido
    analizadas; pero hay otro ejemplo que permite intuir que Fawcett
    escribió en realidad una novela de su propia
    vida.

    En el capítulo I de A Través de la
    Selva Amazónica
    , tras contarnos los esfuerzos de
    un anónimo cronista del siglo XVIII, que él bautiza
    antojadizamente con el nombre de Francisco Raposo, Fawcett hace
    pública una historia que define como "fascinante". Cuenta
    del hallazgo de un documento portugués, "que aún
    se conserva en Río de Janeiro"
    , en el que se
    especifican los pasos seguidos por un grupo de
    aventureros, encabezados por el tal Raposo, y las circunstancias
    fortuitas del encuentro con una ciudad perdida.

    Dejemos que Fawcett nos las relate:

    "Buscando leña para el fuego en el monte bajo,
    divisaron […] un ciervo […] al otro lado del riachuelo.
    Preparando sus arcabuces, […] lo siguieron tan
    rápidamente como pudieron ya que con él
    tendrían carne suficiente para varios días. El
    ciervo se había esfumado, pero más allá de
    picacho se encontraron con una profunda hendidura frente al
    precipicio y vieron que era posible llegar a la cumbre de la
    montaña escalándola.

    […]Penetraron en fila india por la hendidura para
    descubrir que se ensanchaba a medida que se adentraba en la
    montaña; se hacía difícil caminar, pero
    aquí y allá existían rastros de antiguo
    pavimento y en algunos lugares las escarpadas paredes de la
    hendidura mostraron borrosas marcas de
    herramientas.

    El ascenso era tan difícil que transcurrieron
    tres horas antes que surgieran […] en una ladera mucho
    más alta. Desde allí hasta la cumbre existía
    un terreno limpio, y pronto se encontraron en lo alto […]
    contemplando, alelados, el asombroso espectáculo que se
    extendía a sus pies.

    Allí abajo, a cuatro millas de distancia, se
    alzaba una gran ciudad.

    […] No divisaron signo alguno de vida, no se alzaba
    humo en el aire quieto, ni
    un rumor venía a quebrar el silencio total[…]. El lugar
    estaba desierto […]. descendieron hasta llegar a una entrada
    bajo tres arcos formados de enormes losas. Quedaron tan
    impresionados con esta estructura
    ciclópea – semejante a las que todavía pueden
    admirarse en Perú -, que ningún hombre se
    atrevió a pronunciar una sola palabra y se deslizaron
    […] por la senda de piedra ennegrecida.

    En lo alto del arco se veían caracteres
    grabados profundamente en la piedra gastada por el tiempo […].
    Los arcos estaban todavía en buen estado de
    conservación pero uno o dos de los colosales soportes se
    habían retorcido ligeramente en sus bases. Los hombres
    avanzaron […] en lo que un vez fuera amplia calle […]. A
    ambos lados había casas de dos pisos, construidas de
    grandes bloques unidos por junturas sin mezcla, de una
    perfección increíble; los pórticos […]
    estaban decorados con esculturas elaboradas que a ellos les
    parecieron figuras demoníacas.

    […] Por todas partes existían ruinas, pero
    muchos edificios estaban techados con grandes losas que
    aún se mantenían en su sitio. […] Los hombres
    continuaron calle abajo hasta llegar a una vasta plaza. En el
    centro se alzaba una columna colosal de piedra negra y sobre ella
    la efigie de un hombre en perfecto estado de conservación
    con la mano descansando en la cadera y la otra apuntando al
    norte. […] Obeliscos esculpidos de la misma piedra negra […]
    se levantaban en cada esquina de la plaza, mientras en uno de sus
    costados se alzaba un edificio tan magnífico por su
    diseño
    y decorado que probablemente era un palacio […]. Sus grandes
    columnas cuadradas aún se conservaban intactas. Una amplia
    escalera […] conducía a un gran vestíbulo que
    aún conservaba rastros de pintura en sus
    frescos y esculturas.

    […] La figura de un adolescente estaba esculpida
    sobre lo que parecía ser la entrada principal.
    Representaba a un hombre sin barba, desnudo de la cintura para
    arriba, con un escudo en la mano y una banda atravesada sobre un
    hombro. La cabeza adornada con […] una corona de laureles y
    […] al pie una inscripción escrita con caracteres
    parecidos a los de la antigua Grecia […].
    Más allá de la plaza y de la calle principal, la
    ciudad yacía completamente en ruinas. […]Casi no
    existía duda de la catástrofe que había
    desbastado el lugar.

    […] Joâo Antonio – el único miembro de
    la partida a quien se lo anuncia por su nombre en el documento –
    encontró una pequeña moneda de oro […]. En una de
    sus caras mostraba la efigie de un joven arrodillado y en la otra
    un arco, una corona y un instrumento musical no identificado.
    […] El documento sugiere el descubrimiento del tesoro, pero no
    da detalles.

    Francisco Raposo […] decidió seguir la
    corriente de un río, esperando que los indios
    recordarían las señales
    cuando regresasen con una expedición mejor equipada
    […].

    Los aventureros […]se pusieron de acuerdo en no
    revelar una palabra a nadie, con excepción del virrey
    […].Volverían tan pronto como les fuera posible a tomar
    posesión de todos los tesoros de la ciudad.

    Después de algunos meses de dura
    travesía […] alcanzaron Bahía. Desde allí
    envió el documento, cuya historia acabo de contar, al
    virrey, don Luiz Peregrino de Carvalho Menezes de
    Athayde.

    Nada hizo el virrey, y tampoco se puede decir si
    Raposo regresó o no al lugar donde hiciera su
    descubrimiento. En todo caso, no se volvió a saber nada de
    él" .

    Fue este relato sobre una ciudad incierta, basado en un
    cronista anónimo y plasmado en un documento
    sospechosamente real, lo que movió a Fawcett durante
    varias décadas. La historia mezcla los ingredientes
    tradicionales del azar, del valle perdido, de los tesoros
    irrecuperables y de los restos de una cultura que,
    por las descripciones, no corresponden a ninguna
    civilización americana conocida.

    No cabe duda que los métodos
    victorianos del coronel inglés fueron poco convencionales,
    máxime si, tras leer el capítulo II de su libro,
    advertimos que llegó a consultar a un espiritista (!) para
    certificar el origen de otro "misterio": el ídolo de
    piedra.

    Inscripciones esotéricas (adjudicadas,
    indistintamente, a fenicios,
    hebreos, romanos, egipcios o vikingos) han venido siendo
    encontradas en América por un sin fin de exploradores
    desde hace tiempo. Nunca ninguno pudo certificar la autenticidad
    de esas escrituras ni entregar, a un cuerpo de técnicos
    especialistas, un ejemplar material de ellas. Sólo
    comentarios, rumores, pruebas
    perdidas en accidentes,
    pero jamás un dato seguro, una
    datación comprobable o un sitio específico en donde
    encontrarlas. Siempre un imaginario desaforado que devora
    cualquier resto de sentido común y cientos de investigaciones,
    responsables y serias. Así todo, la perdurabilidad del
    culto al misterio (tan atrayente, por cierto) se mantiene; y se
    mantuvo en Fawcett cuando anunció al mundo haber tenido en
    su poder una imagen de basalto
    negro en la que se representaba una figura humana, sonriente, con
    una corta barba y sosteniendo sobre su pecho una plancha con un
    gran número de caracteres jeroglíficos no
    identificados.

    ¿De dónde sacó Fawcett esa
    estatuilla? Él mismo responde la pregunta:

    "Me la dio Sir H. Rider Haggard, quien la obtuvo en
    Brasil, y yo creo que procede de una de las ciudades
    perdidas".

    Cuestión de fe. Pero también influencia de
    la literatura. Rider Haggard no es otro que el escritor de una de
    las más famosas novelas de aventura de fines del siglo
    XIX, Las Minas del Rey Salomón (1885), en la
    que relata el hallazgo de un reino perdido en el centro de
    África, rebosante de riquezas y producto de
    una antigua civilización blanca olvidada.

    Otro mundo perdido vuelto a la realidad por la
    imaginación del excéntrico coronel
    británico.

    Otro ejemplo de la débil frontera existente entre
    la novela y la
    exploración.

    A partir del relato de Raposo, de la misteriosa
    estatuilla, y de un sin fin de leyendas recogidas en las selvas
    sudamericanas, Fawcett resucitó a la Atlántida en
    Brasil; sosteniendo su heterodoxa teoría
    en los dichos de psíquicos y novelistas. Platón
    tenía razón y el imaginario se organizó para
    avalar los dichos del filósofo griego.

    De todos los organizadores, P. H. Fawcett, fue el
    más consecuente.

    "Sobre esta parte del mundo cayó la
    maldición de un gran cataclismo, recordado en las
    tradiciones de todos los pueblos[…]. Puede haber sido una serie
    de catástrofes locales […], o también un desastre
    repentino y arrollador. Su resultado fue cambiar la faz del
    océano Pacífico y levantar Sudamérica en
    algo semejante a su forma actual.[…] No requiere mucho esfuerzo
    de imaginación comprender la desintegración y
    degeneración gradual de los sobrevivientes, después
    del cataclismo, con espantosas pérdidas de vida.[…]
    Sabemos que tanto los nahuas como los incas fundaron
    sus imperios sobre las ruinas de una civilización
    más antigua" .

    La ciudad que buscó pertenecía a esa
    gran civilización.

    Y la fuerza del imaginario lo
    arrastró.

    ¿A cuántos más nos seguirá
    arrastrando la fuerza de las leyendas?

    Prof. Fernando J. Soto Roland

    Marzo de 2003

    Palabras Finales

    Quiero dar públicamente mi más profundo
    agradecimiento a las siguientes personas, amigos todos, que
    supieron insuflarme, de una u otra forma, el entusiasmo
    romántico ? a la vez racional y medido? que me ha
    impulsado ?e impulsa? tras legendarias ruinas perdidas en las
    selvas del Perú.

    Dr. Manuel Chávez Ballón

    Dr. Carlos Neuenschwander Landa

    Greg Deyermenjian

    Enrique Palomino Díaz

    Eugenio César Rosalini

    Carlos Marcelo Ortiz

    Mis Hijos.

     

     

    Por:

    Fernando Jorge Soto Roland

    Profesor en Historia

    Director de la Expedición Vilcabamba
    ?98

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