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Expedición Vilcabamba – Romanticismo, ciencia y aventura (página 5)



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SELVA Y ALTERIDAD

La Selva ha sido, y es, desde hace siglos, un
extraordinario caldo de cultivo a experiencias maravillosas,
místicas u horrorosas. "Laboratorio
propicio para el imaginario", la selva supo enmarcar, en su
ambiente
extraño y poco accesible muchos de los miedos y
sueños de Occidente, gestando la producción de cientos de testimonios
escritos o plásticos
que, por lo menos desde la Edad Media,
han dejado ver las ambivalentes actitudes del
ser humano frente a la densa espesura de la floresta.

Como espacio económico, de refugio o de prueba,
la selva aparece también como el lugar ideal para la
alteridad y lo fantástico; escenario de cuentos
populares, rumores y leyendas. A
ella se han trasladado miedos y anhelos, monstruos, pesadillas y
aspiraciones de riqueza fácil o vuelta a la Naturaleza.
Por momentos cobró vida propia, premiando o castigando a
sus invasores por intermedio de seres y/o personajes que la
secularización racionalista del siglo XVIII
convirtió en supersticiones sin fundamento, pero que no
desechó del todo. Sus límites
señalan el fin de un mundo y el inicio de otro, en el que
la vacilación intelectual y los sentidos le
confieren al hombre un
lugar subalterno; un rol en el que la vieja premisa
bíblica de ser "rey de la Creación" se desvanece,
retrotrayéndolo a una situación holística en
la que se advierte como una parte más del entorno y
descubre su situación de inferioridad ante una
"Creación" que lo domina y convierte en el más
débil de sus vasallos.

La selva y lo desconocido entablaron por siglos una
relación muy estrecha que perdura y se agiganta cuando cae
la noche, la otra incondicional aliada de la floresta imaginaria.
La selva, la noche y lo ignoto construyeron una barrera
difícil de franquear que, como señaló Marc
Bloch (aunque refiriéndose específicamente al tema
del bosque), atrajo y repelió al mismo tiempo las
interferencias humanas en su entorno.

Selvas reales e imaginarias pueblan toneladas de
documentos y
obras literarias; producciones que supieron movilizar las
vertientes románticas desatadas en el siglo XIX, con sus
claroscuros y contornos misteriosos.

La selva, siempre la selva (y/o la montaña),
demarcando, sitiando los espacios civilizados y recreando, en ese
acto, conflictos que
en ocasiones no aisladas transmutaron los temores subjetivos en
acciones
concretas de crueldad ofensiva contra aquellos que vivían,
trabajaban o simplemente disfrutaban de la densa y solitaria
conglomeración arbórea.

La selva, como espacio referencial del imaginario
colectivo en perpetua elaboración, ha sabido conservar a
lo largo del tiempo una de las características esenciales,
de la que hemos hablado más arriba: la
plausibilidad. Dentro de sus límites todo puede ser
posible. Comarca ambigua por excelencia, sus escenarios encierran
supuestos hechos inusuales que, raras veces, quedan resueltos en
la mentalidad popular (o que no quieren ser
resueltos).

No podemos negar los peligros objetivos que
las selvas encierran. Aquellos que van desde la simple
desorientación hasta las amenazantes presencias de
animales
salvajes, muchos de los cuales han contribuido a la construcción de esas "otras bestias", las
imaginarias, que desde hace centurias apuntalan los temores del
inconsciente colectivo de variadísimas sociedades a
ambos lados de los océanos.

Pero, a pesar de la desacralización que las
selvas han sufrido dentro de la cultura
occidental, siguen empleándose, para describirlas,
adjetivos que mantienen aquella cosmovisión animista de
antaño y que aún perdura en las actuales
comunidades que viven en la espesura. La selva continúa
siendo "inmensa", "vacía", "difícil de penetrar",
"inhóspita" y "secreta", "misteriosa" y "mágica";
aquel lugar "en el que el hombre
abandona todas sus empresas
profanas".

Los seres y comarcas maravillosas que han poblado (y
pueblan) las selvas extrajeron sus fuerzas de la
imaginación; participando en nuestra historia de forma extendida
y duradera. El catálogo es inmenso, tanto en número
como en variedad. Desde el "Hombre Salvaje" del medioevo
(representado una y otra vez en las catedrales y manuscritos
europeos) hasta el "Bigfoot" o "Pie Grande" (de la moderna
leyenda urbana canadiense y norteamericana), la alteridad se
instaló siempre más allá de las fronteras
conocidas. Hadas y enanos; duendes o númenes protectores
de la naturaleza; tribus perdidas o ciudades inalcanzables de
oro y plata,
encontraron en lo opaco de la foresta un refugio seguro;
sólo perturbado en las extravagantes aventuras relatadas
por novelas,
tradiciones orales o diarios de viajes de
románticos exploradores.

Entre sus árboles
también era posible retrotraerse a los "Tiempos
Primordiales", a lo primitivo; a un mundo sin restricciones ni
tabúes, revelando así ocultas, inconfesables y
reprimidas pulsiones. La selva participó en la
creación de un mundo paralelo y original, en donde la
salvación (material y espiritual) se mezclaba con la
perdición del alma y del
cuerpo, gestando un sin fin de personajes y actitudes que iban de
lo sublime a lo profano.

Hoy nos paramos ante la selva con cierta nostalgia. Nos
sabemos responsables de su diaria destrucción y,
quizás, sea ese el motivo por el cual solemos tomar este
sentimiento de culpa como ejemplo de crítica
a la moderna y contaminada sociedad
industrial. El antiguo rechazo a la naturaleza "bruta" y a lo "no
urbano" (tan propio del siglo pasado) ha mutado en
seducción y atracción. Y la selva, divinizada,
explotada, arrasada, contaminada o idealizada, continúa
siendo el reservorio ideal para ese imaginario de
estructuras duras del que antes hablábamos; capaz
de crear efervescencias en el más desencantado de los
hombres.

Por lo tanto, la noción de selva, como
parte constitutiva del paisaje, designa, ambiguamente, dos cosas
distintas a la vez: por un lado, un lugar material determinado y,
por el otro, una representación figurativa, una
construcción imaginaria, en la que participan los valores
morales y estéticos de una época. Así
pues, la relación entre los exploradores y la "foresta" se
inscribiría dentro de una historia de larga
duración
, una historia de las miradas, en la
que espectador y escenario se relacionan combatiendo la conciencia de
ruptura que separa al hombre de la naturaleza; y en la que el
sujeto construye, según su propia mirada, el
paisaje que tiene delante.

Analizados de esta forma, no sólo la selva, sino
también la montaña, el desierto o el bosque, quedan
impregnados de un significado muy profundo y paradójico.
Profundo, porque las descripciones que se hacen del paisaje nos
hablan más de la sociedad que los describe, que del
paisaje mismo. Paradójico, porque sus caracteres
básicos fueron construidos desde la ciudad. Como bien
señala Fernando Aliata, "el paisaje es un producto del
saber urbano que esconde la nostálgica antinomia entre la
ciudad y el campo".

En este contexto, real e imaginario a la vez, se
desarrollaron las grandes expediciones del siglo XIX. Allí
se formó la figura arquetípica del Explorer
y de su particular mirada de la naturaleza que, desde entonces,
ha venido resistiéndose a cambiar en muchos de sus aspectos esenciales.

EL UNIVERSO ONIRICO
DE LOS EXPLORADORES

Una de las tantas hebras que tejen el telón de
fondo de las grandes expediciones del siglo pasado, y que definen
en parte el espíritu de sus exploradores, es, sin duda, el
fenómeno cultural del romanticismo.

Tempestuoso y turbulento, el movimiento
romántico, tal como lo define Francisco Villacorta
Baños, "es antes una sensibilidad que un sistema fijo de
ideas". Esto permitiría explicar su voluntaria
pulsión hacia lo desconocido, lo maravilloso y lo ideal;
su prédica contra el utilitarismo y el racionalismo,
deificando la poesía
y la imaginación, aún dentro del lenguaje de la
observación científica.
Problemático e insatisfecho, el hombre romántico,
aspiró a reconstruir los lazos perdidos con la Naturaleza;
acercándose a ella con los instrumentos de la ciencia,
pero no desechando el camino de la intuición.
Reforzó los factores subjetivos y aspiró a resolver
la tensión, siempre latente, entre lo finito y lo
infinito. El entorno natural comenzó a ser visto como un
organismo vivo y el hombre se paró frente a la Naturaleza
atraído por las vetas exóticas que ésta
mostraba.

Quizás sea Alexander von
Humboldt (1769-1859) uno de los exploradores y viajeros que
mejor sintetice esta combinación de empirismo e
idealismo.
Él mismo aconsejaba estudiar la realidad "conservando
siempre
una visión rigurosa y a la vez exaltada del
mundo"
; y no dudaba en establecer conexiones entre lo natural
y las necesidades más profundas del ser humano cuando
sostenía: " El contorno de las montañas […],
la oscuridad del bosque de pinos, el torrente que se escapa del
centro de las selvas[…], cada una de estas cosas ha existido
[…] en misteriosa relación con la vida interior del
hombre".

Por otra parte, el mismo Humboldt es quien resalta los
contrastes y las distancias existentes entre la vida cotidiana de
las ciudades y el contacto con una Naturaleza exuberante y cuasi
sagrada, cuando escribe que: " El recuerdo de un
país lejano y abundante en los dones todos de la
Naturaleza, el aspecto de una vegetación libre y vigorosa, reaniman y
fortifican
el espíritu; oprimidos en el presente
nos deleitamos en apartarnos de él para gozar de esa
sencilla grandeza que caracteriza a la infancia del
género
humano".

Huir del presente. Esta es, con seguridad, otra
de las tantas notas esenciales del ser romántico.
Movimiento y huida. Escape de la simétrica y del
frío racionalismo. Regreso a la libertad y al
vigor natural de lo salvaje. Tendencia que se advierte
también en la pintura de la
época, al abandonar los interiores finitos del clasicismo
del siglo XVIII y salir al encuentro de lo infinito; la
montaña, la selva, la Naturaleza toda.

En muchos de estos sentidos seguimos siendo hijos del
movimiento romántico.

Mucha de toda la fantasía e irracionalidad de la
que hablamos encontró en la literatura un soporte
insustituible. La gran difusión del periodismo y
el enorme éxito
que desde el siglo pasado tuvieron los diarios de viajes y
la novela, no
hicieron más que aumentar la curiosidad y el interés
del público por aquellas regiones extrañas, en
cuyos límites se terminaba la "civilización" y en
donde "cosas raras" eran posibles.

El sensacionalismo de la prensa popular,
que a partir de mediados de siglo empezó a ganar mayores
clientes y
tiradas describiendo sucesos morbosos, exaltando lo pintoresco o
lo exótico, supo explotar, muy inteligentemente, la
fértil veta que los viajeros dejaban como estela.
Periódicos como Le Petit Journal, en Francia desde
1863; el Evening News y el Star, en Londres desde
1881 y 1888 respectivamente, constituyen ejemplos bien claros de
ese nuevo negocio de lucrar con la mentira y la
imaginación del público. Se convirtieron en otro de
los tantos caminos de huida.

Por otra parte, la aparición de las agencias de
prensa internacionales (Associated Press, 1848; Reuter, 1851;
United Press, 1884), como la rapidez y economía en la
edición
de diarios y revistas, gracias a la prensa mecanizada y el
abaratamiento de los procesos
técnicos de la publicación, permitieron que
más gente tuviera la oportunidad de seguir, maravilladas,
las cautivantes historias relatadas por las novelas
folletines o las extravagantes noticias
inventadas respecto de países y sociedades lejanas. De
esta manera, tal como había ocurrido durante el siglo XVI
con la novela de
caballería (que incentivara a más de un
conquistador español a
arriesgar su dinero y su
vida en suelo americano
persiguiendo quimeras), las noticias fantásticas y los
escritos de aventura empujaron a más de un
romántico explorador hacia lugares que todavía no
estaban en los mapas.

Pero, es justo aclarar, que no todo se movilizaba por la
fantasía. También la curiosidad científica y
los inevitables intereses económicos de una era
imperialista impulsaron a la
organización de muchas expediciones en busca de
civilizaciones remotas y prácticamente desconocidas. El
avance científico, que desde el siglo XVIII venía
produciendo asombro y orgullo dentro de los propios europeos,
intensificó el interés del público por
el
conocimiento de disciplinas tales como la historia, la
geografía
y la antropología. Las expediciones
científicas aportaron nuevos datos, nuevas
cuestiones y problemas. El
panorama se hizo mucho más amplio y con él viejos
mitos se
vinieron abajo. Viaje tras viaje los espacios en blanco de los
mapas se acotaban, pero la fuerza del
imaginario se resistía a ceder ante ese desencantamiento
del planeta; y la extraña necesidad de seguir suponiendo
que, efectivamente, más allá de las montañas
y de las selvas lo maravilloso perduraba, hizo que el universo
onírico del explorador no se viera consumido por el
academicismo racionalista imperante. Sólo se limitó
a correr las fronteras. La plausibilidad aún no estaba
agotada. Unicamente empezaba a quedar relegada en el campo de la
ficción literaria; en esos libros y
artículos de los que hablábamos antes.

La posibilidad de mantener abierta una ruta hacia la
alteridad (hacia lo otro, lo distinto)
permanecía sin grandes cambios. Y a pesar de que las
sociedades extrañas, humanas o semihumanas, de los
viejos mitos de frontera se replegaban, desde una supuesta
realidad objetiva a las páginas de utopistas y novelistas,
era advertible un claro rechazo a dejar a un lado el principal
argumento de los exploradores y aventureros romantizados: ese que
concebía al mundo como algo inacabado.

No toleraban quedar despojados de sus misteriosos
bastiones de inexpugnabilidad; razón por la cual, y ante
el achicamiento del escenario imaginario y la agonía de
las zonas inexploradas, se impusieron con fuerza inaudita ciertos
"bolsones vírgenes". En ellos todavía era
posible una realidad alternativa, por más que estuvieran
siempre traspasando los límites de lo conocido. El viejo
axioma occidental, que dice "Cuanto más lejos
más raro"
, se sostuvo, incluso, hasta hoy en
día. Y si bien ya no era posible aplicarlo en las regiones
del planeta que habían sido relevadas, cartografiadas y
controladas, ya desde fines del siglo XIX y principios del
siglo XX, la sutil frontera de lo
fantástico empezó a desplazarse más
allá de la superficie de la Tierra. Los
monstruos y extrañezas, antes ubicables en parajes
cargados de misterio (la India,
África, las islas del Pacífico o el interior del
Amazonas) se transplantaron a los planetas del
sistema solar.
Incluso la Luna, con sus bondadosos selenitas, o los marcianos y
venusinos, con sus canales y prodigiosa inteligencia,
reemplazaron a los cinocéfalos (hombres con cabeza de
perro), las sirenas, los enanos y monstruos de la Antigüedad
o la Edad Media.

Los viejos hábitos no se perdieron, sólo
se reformularon con un lenguaje nuevo; Legitimados por nuevas
teorías
científicas como la de la evolución, planteada por Charles Darwin, desde
1859.

En el siglo XIX, salir del ámbito europeizado de
las ciudades e internarse en escenarios que raras veces
habían tenido por visitantes al modelo humano
propuesto desde los países industrializados (varón,
blanco, europeo, nórdico, urbano, burgués y
educado), significaba cargar en las mochilas algo más que
ropa y alimentos. Toda
una pesada carga de preconceptos y prejuicios, tanto raciales
como culturales, acompañaban al explorador.

En una época en donde la ciudad ganaba en
prestigio y el campo, la montaña, la selva o el desierto
se convertían en sinónimos de atraso y barbarie
(contrariamente a la mirada ecologista actual), fue
difícil no dejarse arrastrar por las teorías,
profundamente ideologizadas, que circulaban por los circuitos
culturales de las grandes capitales imperialistas del
mundo.

El darwinismo social, el eugenismo (una
especie de purificación racial propuesta por destacados
intelectuales
que se decían humanistas), el racismo biologizante
y la idea de Progreso, asociada únicamente al hombre
blanco, permitió que se construyera una imagen de lo
más estereotipada de lo salvaje, que contrastaba
profundamente con la misión civilizadora que se
había autoimpuesto Occidente.

Según uno de esos discursos, la
división de la especie humana en "caníbales"
y "no caníbales" era un hecho más que
evidente. Bastaba salir de los límites de Europa para
poder ver, con
propios ojos, el atraso, la barbarie y salvajismo de todos
aquellos grupos que no
compartían las mismas ideas, conceptos o visión del
mundo que se sostenía en Inglaterra o
Francia, por citar sólo dos de los países
más imperialistas. La gran mayoría de los pueblos
africanos y los aborígenes de Oceanía o
América, fueron etiquetados como
consuetudinarios comedores de carne humana y violadores
bestializados de los tabúes más arraigados de la
cultura occidental: la desnudez y el incesto (que, supuestamente,
todos también practicaban).

No hubo, pues, peor pesadilla en una expedición,
real o imaginaria, que caer en manos de tan asalvajados
individuos. El primitivismo se midió por el paladar, como
en muchas otras ocasiones. Pura ideología que se ha conservado en una
estampa humorística de larga data: aquella que muestra a un
grupo de
exploradores europeos, portando sus sombreros stetson, en
una gran olla negra a fuego lento, frente a una choza de
hambrientos caníbales de color tan negro
como sus intenciones.

Con imágenes
como estas se consiguió subestimar las conductas y
comportamientos de muy variadas sociedades y justificar la
misión de civilizar el mundo que Occidente se
arrogaba; además de legitimar la ocupación y el
control. Se
exaltó el eurocentrismo
y los "incivilizados" se convirtieron en objeto de estudio y
curiosidad. Tanto así que, en más de una de las
Exposiciones Universales que se organizaban en los países
industrializados, se llegó a mostrar, encerrados en
corrales, a comunidades enteras de hotentotes, esquimales,
bosquimanos o indios amazónicos. Pero cuando lo
exótico se trasladaba "a casa", mucha de la magia
morbosa de las historias de viajes, se diluía en las
oficinas de aduanas, por
donde hacían ingresar a los mencionados
"salvajes".

Estos pueblos llamaron la atención por sus "extrañas"
costumbres y por estar fuera de la historia, detenidos y
estancados en el tiempo. Todos estos juicios de valor
hacían gala de un arraigado sentimiento racista que negaba
cultura, religión,
inteligencia y gobierno a una
porción enorme de la humanidad. Incluso Camile Flammarion,
el gran divulgador francés de fines de siglo, llegó
a sostener que los animales domésticos, "en especial el
galgo inglés"
, eran moralmente superiores a
los pueblos primitivos, por el solo hecho de ser "animales
muchísimo más leales
.

Pero no sólo Flammarion emitía
pensamientos como el precedente. También grandes
pensadores y filósofos de su tiempo ayudaron a crear el
camino que conduciría al genocidio nazi. José
Arturo de Gobineau fue uno de los más devotos creyentes
del dogma racista. De hecho es considerado el creador del
racismo
moderno. En su obra, Ensayo sobre
la Desigualdad de las Razas Humanas
(1853-55), Gobineau
no trepidaba en sostener que "toda la civilización
provenía de la raza blanca", que "los negros son animales
y los amarillos inferiores a los blancos". Hablaba de la
desvergüenza sexual de los "salvajes" y de las desviaciones
que éstos representaban en la Naturaleza.

Estos pensamientos se vieron reafirmados en una obra
"científica" publicada, en 1876, por Cesare Lombroso. En
El Hombre Criminal, Lombroso decía que los
locos, los criminales y los degenerados biológicos
podían ser identificados por su constitución física; es decir que,
las "anomalías morales" de los individuos podían
detectarse midiendo cráneos, orejas, narices y mentones.
Nació así la antropometría, disciplina que
llevó al prejuicio a su
máxima potencia; y que
fuera utilizada durante mucho tiempo por policías,
antropólogos y exploradores.

Una distinta conformación física era
suficiente para etiquetar a un individuo, o a
toda una comunidad, como
superfluo, voluble, pueril e inmoral. La antropofagia y
las desviaciones sexuales eran consecuencias ineludibles de los
aspectos anteriores.

Muchas de estas ideas quedaron también plasmadas
en folletines, diarios de viajes y novelas; esas que impulsaron a
buscar las diferencias fuera de "casa", entre otras cosas, para
reafirmar el convencimiento de una supuesta e innata
superioridad. La búsqueda y exploración en dichas
regiones, brindaron a las historias dramatismo y verosimilitud,
generando una especie de "efecto dominó": el que
leía partía, y el que regresaba escribía,
motivando a otros a reiniciar el círculo de la
aventura.

Fue así como literatura, ficción y
realidad se mezclaron. Surgieron y renacieron "Terras
Incógnitas", poseedoras de ciudades
perdidas, monstruos y raras sociedades que, resaltando su
maravilloso exotismo, invitaban a la comparación,
estimulando la adhesión a lo propio, ampliando el sentido
occidental de pertenencia y menoscabando la naturaleza de aquello
que, aunque extraño, atraía.

Así, frente a la vulgaridad de lo cotidiano, lo
exótico se convirtió en el escenario perfecto para
mezclar prejuicios, sentimientos estéticos,
poéticos y científicos. El explorador, convertido
en demiurgo, se encargó de transmitir al imaginario
colectivo una "Segunda Creación": la suya
propia.

Gracias a la extraordinaria cantidad de
litografías, dibujos y
grabados, publicados en los diarios de viajes y periódicos
de la gran era de las exploraciones interiores, podemos darnos
una idea de la forma en que se conceptualizaban los desconocidos
espacios que se recorrían.

Inmerso en mundos extraños, el explorador
occidental afirmaba su identidad y
analizaba el entorno que lo absorbía a partir de sus
propios valores
antropocéntricos. Demarcó los contrastes entre
"lo civilizado" y "lo primitivo", resaltando su
propia superioridad al mantener siempre una singular
separación respecto del mundo que exploraba. Él
mismo constituía una frontera cultural andante ya que, su
tecnología, manera de decodificar el
entorno y vestimenta, constituían una porción del
"progreso", en un universo visto, descripto y dibujado como
salvaje y atrasado.

En 1842, Herbet Ingram, un fabricante británico
de píldoras laxantes, tuvo la feliz idea de publicar un
semanario que contribuiría a la difusión de esa tan
simbólica representación del mundo. El nombre de la
publicación era The Ilustrated London News,
y muy pronto debió competir con otras tan prestigiosas y
conocidas como The Grafic y The Pictorial
World
. En ellas, las noticias eran dibujadas; y para
poder hacer eso posible, los directivos de periódicos
enviaron a sus reporteros a cubrir notas en diversas partes del
mundo. Se los vino a llamar Artistas especiales (Special
Artist), y uno de los más famosos personajes de esta nueva
raza de viajeros fue el célebre y discutido explorador de
África Henry Morton Stanley.

El método
utilizado para reproducir los bocetos, desde un frente de
guerra o la
línea de vanguardia de
una expedición, no era sencillo. "Al llegar los dibujos a
destino, se los reproducía en imagen invertida sobre
madera de boj,
la más apropiada por su grano y dureza. Esta tarea estaba
reservada a los llamados Artistas de la Madera (Wood
Artists)
, quienes debían completar o definir las
líneas de los bocetos, dado que, como tales, eran dibujos
realizados deprisa, con excesiva espontaneidad. Sin duda la
intervención de esas otras manos quitaba sabor e impronta
al boceto original, pero […]atraían más la
atención del público".

Así, pues, varias manos, pero guiadas por una
misma mentalidad romántica y prejuiciosa, se sumaron a los
artistas independientes que recorrían el mundo, para dar
de él una inconfundible descripción gráfica que
mezcló exotismo, sentimentalismo, una cierta dosis de
estilo naif, crueldad y heroicidad.

Mary Louise Pratt distingue tres tipos de exploradores a
lo largo de los siglos XVIII y XIX: los linneanos,
seguidores del célebre naturalista sueco Carl Linneo
(creador de taxonomías de fama internacional, a partir de
parámetros visuales), que impondrían sus sistemas de
clasificaciones a lo largo y lo ancho del planeta, destacando
principalmente los aspectos meramente naturales del paisaje;
los humboldtianos, discípulos de Alexander
von Humboldt, que sumergidos en un vocabulario lleno de adjetivos
lograban otorgarle al paisaje una profunda densidad de
significado, resaltando la veta poética de la ciencia; y
los victorianos, poseedores de una retórica
imperialista siempre lista a remarcar los momentos triunfantes
del "descubrimiento". Cada uno de ellos, ya sea con la
estilográfica o el pincel, plasmaron sus propias opiniones
y visiones de los territorios que recorrían,
inscribiéndoles cualidades que sólo estaban en las
pupilas occidentales con las que los observaban.

Analizaremos a continuación algunos de los
grabados que aparecen reproducidos en los relatos de viajes de
algunos reconocidos exploradores del siglo pasado, intentando
destacar aquellos elementos importantes que nos permitan realizar
una aproximación a esas miradas sorprendidas y cargadas de
ideología.

En 1866, el francés Marie Joseph Garnier
(1839-1873) fue destacado por su gobierno para explorar el cauce
del río Mekong y abrirlo al tráfico entre Indochina
(Vietnam) y China. La
expedición duró más de un año,
recorriendo las fronteras entre Laos y Birmania, primero en vapor
y luego a pie, conduciéndolo a través de más
1.600 Km de terreno hasta ese momento inexplorado. En esa
oportunidad, Garnier, tuvo el privilegio de descubrir, en plena
jungla tropical, las majestuosas ruinas de la perdida ciudad de
Angkor, cuyos dibujos, a cargo de M. L. Delaporte, inspiraron la
fantasía y el deseo de explorar de muchos otros ansiosos
viajeros.

Publicados en Le Tour du Monde, 1872, los
dibujos de Delaporte reproducen la típica imagen de unas
esculturas aborígenes asomando sus extraños rasgos
por entre las retorcidas ramas de la selva. El tema de la
civilización perdida es así rescatado por el
arte, la
técnica y curiosidad occidental, para beneficio de
editores y libreros, que supieron vender muy exitosamente esas
concluyentes pruebas del
arrojo e iniciativa colectiva (en este caso, francesa). Estos
dibujos, especialmente el de las ruinas de Xieng-Sen, emplazadas
a orillas del río Mekong, son un excelente ejemplo del
exotismo oriental, que tanto fascinaba a Europa. Templos
semiderruídos; estatuas colosales de deidades
desconocidas; extraños animales (como el rinoceronte) y
una exuberante vegetación que devora al explorador
(representado, de tamaño muy pequeño, en el
ángulo inferior derecho; y que participa de manera casi
accidental en el conjunto de la obra).

También el trajinar por la espesura de la jungla
fue registrado por Delaporte en un dibujo cuyos
elementos esenciales pueden ser encontrados en casi todos los
grabados hechos sobre el tema, en cualquier parte del mundo que
se explorara El artista supo reflejar la marcha (interesante y
penosa) por plena selva; la fuerza de la naturaleza salvaje,
aún no controlada por el ser humano; el espíritu
inquisitivo del hombre blanco (que observa, analiza, cataloga,
toma apuntes) en contraste con la "naturaleza semisalvaje" de los
porteadores autóctonos, que sólo aparecen
representados cargando equipo y provisiones. Finalmente, podemos
ver en la obra de Delaporte el soñado reencuentro
simbólico con el Edén perdido.

Otro grabado que muestra, quizás como
ningún otro, la grandeza de la naturaleza virgen, es el
realizado por Jules Crevaux, otro gran explorador de ríos,
en este caso del Amazonas y del Orinoco. En su libro,
Viaje a América del Sur (1880), Crevaux reproduce
la imagen de los grandes bosques ecuatoriales de la Guayana, con
singular maestría. En el grabado se observa un bosque
ominoso, imponente, casi sobrenatural. Los exploradores, que
aparecen recorriéndolo, semejan liliputienses buscando una
salida de ese majestuosos laberinto forestal; que repele y al
mismo tiempo atrae al hombre arrojado. Tanto por la perspectiva,
que invita a sumergirse en la oscuridad producida por las ramas y
los troncos, como por los gigantescos árboles, de gruesas
y retorcidas raíces, todo el cuadro plasma la
pequeñez del hombre frente a las fuerzas incontroladas de
la Naturaleza, transportando al observador a un universo
fascinante, desconocido y pletórico de sorpresas. Con esta
obra queda perfectamente plasmada esa idea de alteridad,
que referíamos en páginas anteriores. Si
algún dibujo refleja al bosque como un espacio propicio
para el imaginario, ese es el de J. Crevaux.

Una imagen prototípica en las novelas y
crónicas de viajes es aquella que representa a los
europeos tranquilamente explorando territorios desconocidos
mientras, desde la espesura o la montaña, son vigilados
por miembros de tribus locales que, por su aspecto, revelan casi
siempre actitudes amenazantes. Ya sea en América,
África o Australia, esta escena constituye, de por
sí, un lugar común. En tanto que el hombre blanco
aparece claramente definido; de los aborígenes sólo
se perfilan sus siluetas negras, sus extraños peinados y
primitivas armas (lanzas,
arcos y flechas). Sus intenciones son tan oscuras como sus
rostros y, por lo general, protagonizan los instantes más
angustiantes, y con mayor carga emocional, de los relatos de
viaje: el encuentro con el otro. Mediante este artilugio
artístico quedan confundidos los roles de invasores e
invadidos;
y los nuevos conquistadores de la época
industrial pasan a convertirse de victimarios en
víctimas.

Cuando se observan los objetivos que se proponían
alcanzar la mayor parte de las exploraciones del siglo pasado,
casi siempre nos topamos con la figura del río. Sea
éste el Nilo, el Congo, el Amazonas o cualquier tributario
menor de estas, u otras, corrientes hídricas, el gran
río inexplorado
constituye un icono insustituible en
los dibujos y literatura de viajes.

Es probable que no exista una mejor imagen que la de una
pequeña embarcación remontando las corrientes
(calmas o turbulentas) de un río bordeado de
espesícima vegetación, para reflejar el ambiguo
sentimiento de una seguridad insegura; es decir, el
sentimiento de una protección limitada sólo por la
débil cubierta de una barcaza, que parece no encajar en el
paisaje.

Desde la famosa Lady Alice (construida por H. M.
Stanley para remontar el río Congo, en 1874), pasando por
los pintorescos barcos de vapor que surcaban los ríos
Missouri o Mississippi, en Norteamérica, el barco ha
simbolizado (de la misma manera que el ferrocarril) la punta de
lanza del empuje progresista de Occidente, sobre un universo
potencialmente controlable.

En un grabado realizado por el explorador italiano
Louis. M. D’Albertis, que remontara el río Fly en
Nueva Guinea, entre 1875 y 1877, quedan claramente reflejadas
algunas de las características detalladas arriba. La
ilustración en cuestión (publicada en el libro
Relación del Viaje de L. M. D’Albertis)
muestra al curso del Fly calmo, pero traicionero. Los troncos
retorcidos que sobresalen por la superficie crean una
sensación de riesgo,
anticipándole al explorador (resguardado en su barca) los
futuros peligros, que necesariamente requiere todo relato de
aventura. A ambos lados del río, las márgenes
cubiertas de vegetación, semejan las fauces de dos
monstruos mantenidos a raya por la corriente líquida.
Monstruos que acechan aún más cuando el cauce se
angosta, permitiendo que ramas y lianas rasguñen a la
temerosa e intrépida barca del europeo. Así, la
tecnología (tan importante para las mentalidades del siglo
XIX) se convierte en el diminuto refugio del viajero; y la
embarcación marca los
límites controlables del hombre blanco.

Cuando nos trasladamos a los áridos desiertos del
planeta y tratamos de mirarlos con los ojos de sus primeros
exploradores occidentales encontramos, una vez más, la
superposición de los valores
europeos sobre el paisaje de dunas y arena.

En Le Tour du Monde (1892), se reproduce un
típico paisaje iranio en un dibujo de D. Lancelot,
realizado hacia el año 1800. En él se destaca un
terreno desolado, desértico, con escabrosas
montañas rocosas. En el centro, una construcción
que semeja un monasterio y que hace las veces de simbólica
frontera entre lo civilizado y lo incivilizado; indicando la
presencia implícita del hombre y acentuando el
enfrentamiento de éste con un entorno agreste y solitario.
Unicamente un débil sendero invita al observador a
orientarse hacia el edificio que domina el desierto, imponiendo
así un claro sentimiento de antropocentrismo.

También los objetos exóticos de status
social llamaron la atención de los artistas. Los lujos y
las "impúdicas" costumbres de amerindios u orientales
incitaron a la fantasía de muchos, por lo tanto no dejaron
de estar representadas en casi todas las publicaciones que
referían travesías por esos lejanos
países.

Cuando Richard Burton, el famosísimo explorador y
espía inglés, publicó en 1855
Peregrinación de Medina a La Meca, no omitió
ilustrar su libro con uno de los símbolos más reconocidos del
exotismo oriental: la litera. Bajo el diestro lápiz de C.
F. Kell, la litografía muestra un "tajt rawan" (litera de
los poderosos) ricamente tallado en madera y transportado por dos
camellos; animales que por si solos encarnan el ansiado,
misterioso y, al mismo tiempo, rechazado Cercano Oriente. La
presencia de árabes, vistiendo sus característicos
turbantes; el oasis en el que se enmarca toda la escena y la
límpida ciudad blanca que aparece en el fondo del cuadro,
permiten reeditar plásticamente los antiguos relatos de
las Mil y Una Noches y resumir gran parte de los elementos
del imaginario occidental, respecto del mundo
musulmán.

Tanto con un palacio árabe como con una choza
amazónica, los exploradores podían resaltar
claramente las diferencias que los separaban de aquellos que
visitaban. Para un viajero europeo, aburguesado e instruido, nada
podía llamar más la atención que la forma en
que vivían los aborígenes. Y cuanto más
"primitivos" eran, mayor interés despertaban.

Las cabañas, tiendas y "casas" que se observaban
en comarcas alejadas, y de las que existen páginas y
páginas de descripciones y dibujos, nos dicen mucho sobre
el objeto de curiosidad del occidental, que hacía de su
hogar, la privacidad y la familia su
centro universal.

En un dibujo, publicado por Alexander von Humboldt en su
libro Del Orinoco al Amazonas, puede observarse el
interior de una choza india que contrasta profundamente con los
interiores burgueses de la época (siglo XIX). Aquí,
el brocado, los manteles, los cuadros, mesas y sillones de las
recargadas mansiones burguesas, son sustituidos por tucanes,
loros, flamencos, papagayos, pieles y exóticas plantas,
desordenadamente dispuestas sobre el piso. Las figuras
elegantemente vestidas de Humboldt y su amigo, Aimé
Bonpland, rodeados de instrumentos de
medición y muestras enfrascadas, son también
simbólicas, puesto que, detrás de ellos, pueden
verse (a través de la puerta abierta) a dos indios
desnudos, tranquilamente tirados debajo de un árbol e
ignorantes de la infinita riqueza natural que los
rodea.

Este breve recorrido, por algunas muestras del arte
asociado a las exploraciones, deja de manifiesto que
detrás de cada dibujo, acuarela, opinión o
comentario, lo menos que existía era inocencia. El ser
romántico no implicaba despojarse de los prejuicios
culturales de la época. Era prácticamente
imposible. La tolerancia
respecto del otro no terminaba por definirse, y
tendríamos que esperar a ser testigos de las atrocidades
de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial y
del fin del imperialismo
(décadas de 1950-1960) para poder concebir que el hombre
es hombre bajo cualquier contexto cultural o en cualquier parte
del planeta. Recién cuando el eurocentrismo fue puesto en
duda, la soberbia de Occidente se moderó y pareció
diluirse; aunque lamentablemente no de manera
completa.

La visión que se tiene del otro siempre ha
estado
prisionera e impregnada por lo imaginario. Sobre "ellos"
transferimos nuestras propias miserias y temores; razón
por la cual las perturbaciones y problemas sociales de cada
coyuntura histórica han hecho que variemos nuestra mirada
sobre el "hombre diferente". Inclusive las opiniones
científicas no han podido atrincherarse en su supuesta y
falsa objetividad; ellas también se vieron infectadas por
teorías y concepciones imaginarias (prejuiciosas) que
pasaron al acervo cultural como "verdades
inobjetables".

Si lo extraño se agiganta con la distancia, era
lógico pensar que las rarezas, observables en
diversas partes del mundo, aumentaran en aquellas zonas que aun
faltaban explorar. Costumbres, comportamientos, organización social, aspectos
físicos, e inclusive flora y fauna
radicalmente diferentes, eran factible que se mantuvieran ocultas
en los bolsones de virginidad ya mencionados. Y las
novedosas sociedades, animales y plantas, que entraban a formar
parte de las modernas taxonomías científicas, eran
sólo la punta de un iceberg que anunciaba la existencia de
una pluralidad de mundos y humanidades diversas.

Y en busca de ellas partieron muchos.

SALIRSE DEL MAPA

La atracción que han despertado los lugares no
cartografiados es ancestral. En ellos, imaginación y
realidad se confunden, y sus misteriosas comarcas "en blanco" se
hacen depositarias de las más ambivalentes
fantasías. Allí es posible encontrar aspectos que
van de lo sublime y lo paradisíaco, a lo más
abyecto y horroroso; de sociedades perfectas y cuasi celestiales,
a infiernos de atraso y primitivismo. Basta con observar
cualquier mapa, medieval o moderno, para advertir que, a esas
inquietantes Terras Incógnitas, el hombre siempre
trasladó sus más ansiados sueños y
pesadillas. Reinos de oro,
plata y piedras preciosas se mezclan con caminos repletos de
monstruos y dragones. Iluminación y perdición se
intercalan a lo largo de los senderos que conducen a lo
desconocido. Y fueron esos senderos los que fijaban los
límites entre lo real y lo inventado.

Vencer la ansiedad y el temor para ingresar en ellos
implicaba desenmascarar viejos mitos y leyendas; pero, al mismo
tiempo, se ponía en movimiento un mecanismo que
corregía antiguos prejuicios con otros que eran nuevos.
Desde el siglo pasado el imaginario ha luchado por
mantener (readaptada) la existencia de supuestas especies y
sociedades humanas, distintas a la especie humana normal.
Es algo bastante común encontrar, en relaciones e informes de
viajes, referencias (directas e indirectas) que aluden a
comunidades perdidas o a mundos olvidados.
Así pues, reaparecieron los enanos, ahora designados como
pigmeos y toda una galería de seres imaginarios,
producto de una interpretación deformante de ciertas
realidades culturales, históricas o biológicas; o,
directamente, como resultado de una construcción por
entero derivada de la fantasía. Algunos seres
híbridos, como las sirenas, los cíclopes, los
sátiros o los cinocéfalos, corrientes en las
crónicas de los siglos XVI y XVII, quedaron relegados al
ámbito de la literatura; pero otros, como los
Ñam Ñam (hombres con cola), lograron llegar
hasta mediados del siglo XIX vivitos y "coleando". A tal punto
que, en 1850, ciertos rumores que circulaban por el Sudán
(África), motivaron la organización de una
expedición, a cargo del Coronel Louis Du Gournet, quien
afirmó, a posteriori, haber visto un Ñam
Ñam
en 1853. Más tarde, el conocido explorador
norteamericano Henry M. Stanley, tampoco dejó de mencionar
a los hombres coludos del Sudán, aunque
derribaría el mito
estableciendo que las colas eran meros adornos. Pero lo
interesante es que, a pesar de la desmitificación, los
Ñam Ñam siguieron conservando su lado
monstruoso: eran consumados caníbales.

Como puede advertirse, el control directo de la ciencia
y la razón cesa, muchas veces, cuando alguien se interna
en una selva inexplorada, en un ámbito cultural distinto o
se aleja del mundo cotidiano. En esos parajes, fuera de todo mapa
conocido, el hombre se confía a los dioses y demonios
locales, y el racionalismo se limita a ejercer una influencia
ocasional.

Fuera del mapa el explorador suele tomar sus
deseos por realidades, y la convicción emerge con
anterioridad a la experiencia.

No figurar en los mapas es sinónimo de
Caos y desorden. Salirse del mapa implica ingresar
en lugares en los que todos los paradigmas u
ortodoxias posibles corren el riesgo de ser violentados,
debilitados o superados.

Alejamiento e inaccesibilidad; alteridad y distancia.
Todo se une. Todo se combina para generar esa curiosidad motora,
que lleva siempre a buscar aquello que se recorta difuso
detrás de las fronteras. Y alimenta el impulso por el
descubrimiento, que no es otra cosa que un acto creador, un poner
Orden (occidental, se entiende) sobre un Caos naturalizado y no
europeo. Surge así, con fuerza inaudita, la necesidad de
resemantizar el mundo, de volver a bautizarlo; mostrando
el inmenso poder de la palabra sobre las cosas.

Montañas, ríos, lagos, llanuras, mesetas y
regiones enteras sufrieron esa furia nominativa, de la que
habla Todorov, cuando vieron cambiados sus nombres
aborígenes y pasaron a ser parte del corpus
cartográfico de Occidente.

Instrumento privilegiado de la geografía, "el
mapa es el simulacro de lo lejano y mantiene con el exotismo una
relación paradigmática. Es a la vez el modelo y la
aproximación intocable. Permite ver pero no permite
apropiarse. Para apropiarse hay que partir. Sin mapa no hay
descubrimiento, pero sin descubrimiento no hay mapas. El mapa
tiene una doble función:
es imagen y representación del mundo, es instrumento de
descubrimiento y conquista".

MUNDOS PERDIDOS

El impulso por catalogar el mundo, inaugurado por Carl
Linneo en el siglo XVIII, que llevara a la creación de un
exitoso método de clasificación de la Naturaleza
(Homo Sapiens incluido), derivó en el deseo por encontrar,
fichar, recolectar y coleccionar, con serias intenciones
científicas, las especies vegetales y animales (conocidas
y desconocidas) que poblaban la Tierra.
Surgió así la figura del trotamundos por
excelencia, el naturalista; representante del más
acabado academicismo que, contrariamente al conquistador,
pretendía ejercer sobre el entorno estudiado una acción
aséptica y neutra. Su misión
consistía sólo en observar, describir, traducir en
palabras las características del universo material que lo
rodeaba. Pretendía ser imparcial, sin ser consciente de
que su mirada era parte de la voluntad occidental por retraducir
y controlar el mundo. Era inevitable, que en esa
recolección, los cánones y paradigmas de la vieja
Europa se impusieran.

Junto con el explorador naturalista se
originó toda una literatura de viajes que lo mostraba como
la imagen viva del antihéroe, un individuo culto y
pacífico que debía soportar mil y un inconvenientes
entre sociedades y parajes extraños, mientras transitaba
en pos del conocimiento.
Y fue el afán de originalidad y prestigio, asociado a todo
descubrimiento, el que empujó a encontrar, en las regiones
aisladas del planeta, esa especie perdida, ese
espécimen extraño y no catalogado, que le
permitiera a su potencial descubridor quedar en los anales de la
Historia Natural.

Escépticos y creyentes, racionalistas y
románticos, se enroscaron en discusiones interminables
respecto de la posibilidad o imposibilidad de hallar indemnes
mundos perdidos, aislados y no tocados por el Progreso.
Fue en ese contexto en que el imaginario se disparó,
alimentado por las leyendas y rumores de las regiones de
frontera.

Si existiera un modelo estereotipado del
Explorer, éste debería ir acompañado,
indefectiblemente, con el acto de escribir. Mediante la escritura se
aprehendía al paisaje, a los ejemplares biológicos
y a las exóticas (y "caóticas") sociedades que se
encontraban. Constituía un acto de conquista
simbólico, y fueron el cuaderno de notas y la
estilográfica ( la que se solían llevar colgada del
cuello, a modo de instrumento ofensivo) las renovadas armas de
control semántico, que referíamos en un apartado
anterior.

Como escribió explícitamente Alexander von
Humboldt: "[…]Ya no con la espada, sino con la pluma y el
cuaderno de notas .Ya no en pos de la riqueza material, sino
buscando la comprensión y el análisis […]"se lanzaron sobre el mundo;
por más que detrás del explorador científico
vinieran los comerciantes, los ejércitos y los
cañones.

Cada expedición se convertía en un
potencial trampolín a la fama. Cada entrada, en
algún territorio inexplorado, alimentaba el latente deseo
por trascender, por quedar inmortalizado en el registro
científico a través de algún nombre latino
que denotara el apellido o el nombre del explorador/descubridor.
Cada iniciativa exploratoria, en síntesis,
se convertía en el momento ideal para el ensalzamiento de
los más relevantes valores burgueses de Occidente: el
individualismo, el propio esfuerzo, la contención y el
sacrificio; síntomas todos del hombre que se hace a
sí mismo.

Pero, simultáneamente, se ponía en
juego un
prestigio que excedía al individuo arrojado. Cada proyecto
expedicionario traía sobre la palestra una competencia que
podía ser empresarial e incluso nacional. Empresas
patrocinantes y países enteros depositaban en sus
exploradores sus sueños de riqueza y expansión,
pasando a ser parte de una carrera por conquistar el mundo, en la
que un ramillete de naciones europeas compitieron denodadamente.
Así, expedición y competencia aparecen unidas en
una simbiosis que también la literatura de ficción
supo explotar excelentemente [Véase la obra de Julio
Verne, como ejemplo más acabado de lo
antedicho].

¿Y qué hace uno cuando compite?,
¿Qué hacen los Estados que persiguen objetivos
semejantes y luchan por la primacía? : guardan el secreto;
convierten toda la información recabada en
"confidencial". De idéntica forma que los
españoles durante la conquista de América (que se
cuidaban muchísimo de no revelar sus mapas y
descubrimientos a las potencias enemigas), los exploradores del
siglo XIX, y del nuestro, se vieron obligados a ocultar la
información, o a caer en una publicación ambigua
cuyo propósito último era desorientar al
competidor, manteniendo en reserva los datos, las rutas y los
detalles conseguidos. De esta forma, regiones retiradas y poco
conocidas, cuyos nombres y ubicación quedaban supeditados
a un secreto que casi siempre se violaba, exaltaron no
sólo el interés, sino la fantasía de muchos.
Y como era costumbre desde hacía siglos, la
búsqueda real se confundió con la búsqueda
imaginaria (muy a pesar del racionalismo vigente, aunque posible
gracias a la permanencia del espíritu romántico que
empapaba a muchos hombres sensibles de la
época).

Todos los tópicos señalados fueron
ricamente explotados por la literatura de aventura. Cientos de
títulos anunciaban las peripecias que debían correr
los protagonistas de esas novelas, cuando perseguían
alcanzar los últimos bastiones vírgenes del planeta
y, con ellos, encumbrarse en la riqueza, el prestigio y la fama.
El salvamento de los archipiélagos de alteridad se apoyaba
en la fantasía pero, como bien señala J. Boia,
"[…]de la literatura a la exploración no había
más que un paso".
Por otra parte, "en un mundo con
vocación tecnológica las ISLAS marchan en sentido
opuesto, su papel es el de aislar y proteger a la naturaleza
intocada de la civilización"
37. En esos
sitios se abrigarían seres salvajes y animales
desconocidos, especies diferentes proyectadas por la
ficción y la angustia tecnológica sobre el mundo
real. Con los grandes exploradores del siglo pasado "[…] la
naturaleza había disminuido tan rápida y
radicalmente que era una novedad: es por esta razón que la
exploración […] cautivó la imaginación del
hombre siglo XIX. Entrar en un mundo verdaderamente natural era
exótico, estaba más allá de las experiencias
de la mayoría de la humanidad, que vivía del
nacimiento a la muerte en
circunstancias enteramente fabricadas por el hombre"
. Aunque,
la mayoría de los "Mundos Perdidos" ubicados en las selvas
americanas, montañas de África, rincones de
Asia o
desolados territorios polares, eran también fabricados por
el urbano, rutinario y acongojado Homo Sapiens.

Se construía una nueva realidad que, al tiempo,
terminaba absorbiendo a su creador y quedaba constituida como
única y posible, olvidando la activa participación
del primero. Y es que el rumor y la fantasía, la leyenda y
el miedo, entretejían las barreras más
difíciles de atravesar: aquellas intencionalmente creadas
para nunca ser traspuestas.

Desde la Edad media, "el viajero se ha sentido
atraído por los misterios presentidos y las maravillas
posibles, encarnando a toda una época con sus
sueños, temores y necesidades". Y, en ese aspecto, los
siglos precedentes no podían ser diferentes. Incluso hoy
en día, cuando la creencia general sostiene que todo el
planeta está perfectamente conocido y que los satélites
impiden que sobrevivan rincones inexplorados, ni el misterio, ni
las maravillas se diluyen cuando uno encamina sus botas a
montañas, selvas o cuencas fluviales de regiones
exóticas. Y el moderno turismo de aventura ha
contribuido a mantener el halo fascinante de lo extraño.
En esta práctica, algo se arrastra de las viejas
expediciones, y por eso interesa tanto. El viajero se ve llevado
por fotos
deslumbrantes a parajes verdes, ricamente decorados con cascadas
o picos nevados que atraen, como atraían los dragones y
países de abundancia en los viejos mapas de los archivos
coloniales. Los contrastes siguen siendo
movilizadores.

Pero si al paisaje le agregamos una pizca de historia
(humana o natural), se configura un escenario abierto a
posibilidades maravillosas. En esos espacios puede que el pasado
no esté enterrado, puede que mantenga vigente aquellas
cualidades que todo Mundo Perdido reclama para ser
tal: el aislamiento, la lejanía, la alteridad, la
plausibilidad pura. Y, en este sentido, el auge de la
arqueología y la antropología, desde el siglo
pasado, contribuyeron a exaltar la potencial existencia de
sociedades perdidas, gracias al descubrimiento de grandes
civilizaciones y pueblos que el hombre ni siquiera había
imaginado.

En las líneas que siguen intentaré hacer
un relevamiento de aquellos temas que se asocian y repiten
constantemente cuando uno se sumerge en esta poco convencional
variable que hemos dado en llamar Mundo Perdido. Para
ello, he consultado los datos e informes de excéntricas
expediciones reales del siglo XIX y principios del XX; y asimismo
releído (con nuevos ojos) las tradicionales novelas de
aventura y exploración, que tan atractivos hicieron los
días de mi infancia.

MUNDOS
ENCONTRADOS

En cualquier ejemplo de literatura de viajes, por poco
delirante que esta sea, es imposible no encontrar desarrolladas,
o a pie de página, referencias a fenómenos y
sucesos extraordinarios. Esto es una prueba más de que las
leyendas y los rumores raras veces son omitidos por el
explorador; ya sea para denostar los resabios de
superstición que quedan en el mundo y combatir la
credulidad, o reafirmar y difundir la certeza de que esas
maravillas realmente existen.

Hemos detectado las siguientes temáticas: [1]
Monstruos y/o animales desconocidos;

[2] Ciudades y tesoros
perdidos,

[3] Tribus y exploradores perdidos.

MONSTRUOS Y ANIMALES
DESCONOCIDOS

Los monstruos y las expediciones han venido recorriendo
los mapas imaginarios de Occidente desde hace centurias. Los
griegos crearon sus monstruos, los romanos los conservaron y las
sociedades medievales poblaron el planeta desconocido con bestias
salidas de sus propios temores y angustias. Durante las
exploraciones de los océanos, a lo largo de los siglos XV
y XVI, esta extraña fauna, que emanaba de la
fantasía de los hombres, creció en América y
en todo los rincones que pasaban a ser parte del universo
conocido. Allí donde el hombre posaba sus botas
surgían los seres monstruosos, enfrentando los
dictámenes de la razón y el sentido común.
Y, como era de esperar, ni el siglo XIX, ni el nuestro,
carecieron de ellos. Éstos ya no eran productos de
castigos divinos o milagros; la Providencia le dejaba paso a un
evolucionismo mal interpretado que trató, por todos los
medios, de
explicar con argumentos científicos hechos que
excedían la comprobación empírica y que, por
lo tanto, eran imposibles de certificar.

Creaturas del imaginario, en todas las culturas,
los monstruos han acompañado al hombre desde los
orígenes mismos de la historia. Sus angustiantes y
atractivas presencias se detectan tanto en momentos de
aislamiento como de expansión territorial; y por ello las
relaciones que guardan con la exploración y los
exploradores es más que evidente.

Cada entrada en un nuevo territorio ha estado
precedida por una imaginaria colonización anterior, no de
hombres o sociedades "normales", sino de seres y animales que
atentan contra las teorías y concepciones tradicionalmente
aceptadas. El monstruo es la más clara
personificación de lo caótico, de las
fuerzas descontroladas de la naturaleza; seres que cuestionan, o
impiden el avance del universo ordenado, que el hombre encarna
con su razón y tecnología. Constituyen una
extraña galería que es lógico ubicar
fuera de los mapas, puesto que los escenarios
caóticos requieren de seres que representen lo
mismo.

Una de sus cualidades es que son, por esencia,
asociales; desoyen el llamado de las aglomeraciones y
prefieren el aislamiento y la soledad. Los sitios
inhóspitos son sus guaridas y la elusividad, su
permanente conducta.
Difíciles de encontrar, su potencial existencia queda
condicionada por las coordenadas del lugar y del tiempo,
aún analizadas sincrónicamente. Con esto quiero
decir que todo contexto crea significado, y que ciertos
ambientes son más apropiados que otros para que la
creencia se asiente y solidifique. Es fácil combatir a los
monstruos por medio de la risa cuando uno está resguardado
por los cuatro muros de una casa, en pleno corazón de
la ciudad. En esas circunstancias lo primero que aflora es lo
grotesco. Pero la cuestión se vuelve un tanto diferente
cuando, sumergidos en regiones extrañas y rodeados de
selva o montaña, nos convertimos en atentos oyentes de
leyendas y rumores locales. Es entonces cuando la arrogancia
racionalista, hija de las luces urbanas, se debilita.

Y justamente, de esta debilidad se aferraron muchos
exploradores para absorber y difundir cientos de historias sobre
seres monstruosos y extraños animales que aún
faltaban catalogar (o que estaban "fuera de catálogo"
-extintos- desde hacía millones de
años).

Percy Harrison Fawcett (1867 – 1925),
inglés, miembro de la Real Sociedad Geográfica,
topólogo y militar del ejército británico,
personifica, como ningún otro, al prototipo del explorador
romántico de fines del siglo XIX y principios del XX.
Entre 1906 y 1925 (año en que desapareció)
organizó variadas expediciones al "Infierno Verde"
amazónico para actuar como árbitro en los
conflictos limítrofes suscitados entre Bolivia,
Perú y Brasil. Agudo en
sus observaciones, Fawcett estableció con pericia los
límites político de dichos Estados,
internándose y explorando regiones por las cuales pocos
occidentales habían dejado sus huellas. Si bien
cronológicamente sus viajes se practicaron a inicios del
siglo XX, debemos dejar por sentado que su espíritu,
motivaciones y valores fueron claramente decimonónicos.
Fawcett fue un hombre del siglo XIX, hijo del imperialismo
inglés y del expansionismo europeo sobre suelo americano.
Su función, como árbitro entre Estado soberanos de
Iberoamérica, perseguía un objetivo que
él mismo dejara por escrito en su obra A
Través de la Selva Amazónica
: "aumentar
el prestigio inglés en la zona".
Y es que Inglaterra se
veía sumamente interesada en mantener su presencia en la
región a causa de un producto que por sí solo
encierra una larga y trágica historia: el caucho, el
"árbol que llora", fuente de inmensa riqueza, y de la que
los británicos no querían quedarse al
margen.

Así pues, con la intención de prestigiar a
su país y mantener activa la presencia británica en
la región Fawcett entró en relación con una
selva misteriosa, que terminaría amando y en la
cual dejaría sus propios huesos.

Las crónicas de sus viajes (que escribiera en
1924, un año antes de morir) se encuadran dentro de la
denominada literatura de supervivencia, inaugurada con las
grandes exploraciones del siglo XVI y que perdurara hasta bien
entrado el siglo XX. En este género, el
explorador/escritor se convierte en el héroe de su propio
relato, describiendo las penurias, peligros y sucesos
extraños de los que fuera testigo. A lo largo de las
páginas de su libro, Fawcett hace desfilar los más
variados productos del imaginario, esos que van desde las
ciudades perdidas, las minas ocultas y las tribus "blancas" a los
monstruos. Así, el excéntrico explorador
inglés, hace de la selva un escenario en donde toda
proporción, toda norma, queda desequilibrada. El
"infierno emponzoñado", como él la denomina,
es el símbolo mismo de la anarquía. Allí, la
ley de los
hombres y de la Naturaleza, no tienen cabida. Todo es caos,
desorden, nada es claro ni "ajustado a derecho". Tanto la
esclavitud por
deudas (sufrida por los indios, en pleno siglo XX) como los actos
de espantosa barbarie (cometidos impunemente por los empresarios
del caucho o fugitivos alejados de la civilización)
denotan que esas selvas son "otro mundo", uno muy distinto de
aquel del que Fawcett salía.

Tampoco la naturaleza se manifiesta de manera "normal".
Las descripciones que hace de animales y plantas están
empapadas de exotismo y misterio. Serpientes, pirañas y
cocodrilos (sic) coprotagonizan más de una de sus
desventuras a lo largo de la obra, y en todos los casos llaman la
atención por lo desproporcionado de sus
dimensiones.

De todas las bestias que habitan el Amazonas, la
anaconda gigante es, con seguridad, la que mayor
cantidad de historias ha desatado y Fawcett fue uno de los tantos
que se encargaron de divulgarlas.

Según el propio explorador, él mismo fue
testigo presencial de la aparición de una anaconda que
medía un total de 18 metros de largo. Un verdadero
monstruo que, al decir de los lugareños, no era el de
mayor tamaño, ya que afirmaban haber encontrado ejemplares
de 23 metros, y aún de 40 metros de longitud (por
más que los zoólogos sostengan que dimensiones como
esas sean muy poco probables y que la exageración haya
dotado a esos reptiles de una monstruosidad dimensional que
excede con creces los 9 metros científicamente comprobados
a la fecha).

Pero Fawcett no se limita a la anaconda, va mucho
más allá.

Su galería de monstruos incluye también
a un "[…] Tiburón de agua dulce,
enorme, pero sin dientes, de los que se dice que ataca a los
hombres y los traga, si tiene una oportunidad"; habla del Mipla,
("un gato negro de aspecto perruno y del tamaño de un
sabueso"), de "culebras e insectos aún ignorados por los
hombres de ciencia y, en las selvas del Madidi (Bolivia), de
bestias misteriosas y enormes que han sido perturbadas
frecuentemente en los pantanos, posiblemente monstruos primitivos
como aquellos que se han informado en otras partes del
continente".

"Monstruos primitivos". Aquí Fawcett pega
un salto hacia la credulidad absoluta y se zambulle de lleno en
el imaginario aborigen del Amazonas (repleto de seres
extraños y demonios descriptos como antediluvianos).
Él no los desecha, los incorpora a una realidad plausible
cuando escribe la siguiente pregunta retórica:
"[…]¿Por qué dudar, si quedan aún
tantas cosas extrañas por descubrir en este continente
misterioso? ¿Por qué, si viven insectos, reptiles y
pequeños mamíferos todavía no clasificados,
no podría existir
una raza de monstruos gigantes,
remanentes de especies extinguidas, que viviesen en la seguridad
de las vastas áreas pantanosas aún no exploradas?
En el Madidi, Bolivia, se han descubierto grandes huellas, y los
indios nos hablan de una criatura enorme, descubierta a veces
semisumergida en los pantanos"
.

El párrafo
anterior sintetiza, como pocos, el típico Mundo
Perdido
del que hablábamos. Un espacio inaccesible en
el que el tiempo parece haberse detenido y los vestigios del
pasado se mantienen con vida, atentando todo razonamiento
lógico y evolucionista. Al respecto, quisiera desarrollar
una relación que encuentro sumamente interesante y que
probaría las íntimas conexiones existentes entre la
novela de aventuras y el espíritu de exploración.
Para ello tendremos de dejar a Fawcett y dirigir por un momento
nuestra atención al reconocido escritor británico
Arthur Conan Doyle, célebre por su detective de
ficción, Sherlock Holmes.

Conan Doyle (1859 – 1930), de igual manera que P.
H. Fawcett, fue un caballero británico del Imperio,
conservador, defensor del sistema colonial y un claro producto de
la sociedad inglesa de fines del siglo XIX. Prolífico
escritor, publicó un elevado número de cuentos,
ensayos y
novelas que lo llevaron a la fama y a abandonar su actividad como
médico, en la que se iniciara profesionalmente. De todos
aquellos escritos el que a nosotros nos interesa es uno titulado,
justamente, El Mundo Perdido, publicado en 1912
como folletín en el Strand Magazine de Londres, y
que se convirtiera en un clásico dentro del género
de la novela de aventuras.

En él, Conan Doyle relata la peripecias sufridas
por un grupo de científicos en una expedición
realizada a una misteriosa y aislada meseta del Matto Grosso, en
la que sobrevivían especies prehistóricas,
extinguidas desde hacía millones de años. A lo
largo de sus páginas se pueden detectar claramente los
prejuicios de la época, el imaginario imperante y el
atractivo despertado por lo exótico en las mentalidades
victorianas. Es, en sí mismo, un compendio inmejorable de
todas las expediciones de ficción que se
escribirían más tarde y una fuente de
inspiración para muchos exploradores de la vida real que,
imitando al personaje de la novela (el profesor
George E. Challenger), se lanzaron en la búsqueda de
cápsulas territoriales, detenidas en el
tiempo.

Fawcett fue uno de ellos.

Escribe el malogrado explorador inglés: "Ante
nosotros se levantaban las colinas Ricardo Franco, de cumbres
lisas y misteriosas, y con sus flancos cortados por profundas
quebradas. Ni el tiempo ni el pie del hombre habían
desgastado esas cumbres. Estaban allí como un mundo
perdido, pobladas de selvas hasta sus cimas, y la
imaginación podía concebir allí los
últimos vestigios de una Era desaparecida hacía ya
mucho tiempo. Aislados de la lucha y de las cambiantes
condiciones, los monstruos de la aurora de la existencia humana
aún podían habitar esas alturas invariables,
aprisionados y protegidos por precipicios
inaccesibles".

Creo que no hay mejor ejemplo para reflejar el
sentimiento de insularidad que el párrafo anterior; pero
por más que Fawcett se esfuerce en decirnos que fueron sus
experiencias exploratorias, y sus fotografías, las que
inspiraran a Arthur Conan Doyle a escribir su encantadora novela,
hay ciertas discordancias cronológicas, y paralelismos en
las tramas de ambos textos, que nos permiten sospechar que el
sentido de la influencia fue exactamente al revés: Conan
Doyle fue el que incitó la imaginación de
Fawcett

Conan Doyle publicó El Mundo
Perdido
en 1912 y Fawcett escribió sus aventuras
recién en 1924 (casi veinte años después de
haber vivido las experiencias de las que habla). Si se comparan
ambos textos, se vuelve evidente que el explorador inglés
organizó todo su relato a partir del folletín del
Strand Magazine, emulando en muchos aspectos al profesor
Challenger. Fawcett es Challenger y las estribaciones de la
meseta de Ricardo Franco (Bolivia) no son otras que las de la
fascinante Tierra de Maple White (nombre con el que Conan
Doyle bautizó su mundo perdido).

Basta con comparar el párrafo citado
anteriormente (1924) con el siguiente, extraído de la
novela de 1912: "[…] Desde aquella altura me encontraba en
situación ventajosa para formarme una idea más
exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los montes
rocosos. Saqué la impresión de que era
extensísima; no pude distinguir ni por el Este ni por el
Oeste el final del panorama rocoso cubierto de verde.[…] Una
zona, quizás de la extensión del condado de Sussex,
fue alzada en bloque con todo su contenido viviente y cortada del
resto del continente por precipicios perpendiculares de una
dureza que los hace resistentes a la erosión
que tiene lugar en todo el resto del continente.
¿Qué resultado se derivó de ahí? El
de que las leyes naturales
quedaran en suspenso. Allí quedaron neutralizados o
alterados los distintos impedimentos y trabas que influyeron por
la lucha de la existencia en el ancho mundo. Sobreviven seres que
de otro modo habrían desaparecido ya[…]. Han sido
conservados artificialmente gracias a esas condiciones
accidentales y extrañas".

¿Quién es quién?
¿Quién fue primero, Fawcett o
Doyle/Challenger?

El coronel Fawcett arribó a Bolivia en 1906, y
fue recién en su segunda expedición de 1908 en la
que pudo observar las colinas de Ricardo Franco. Sus comentarios
a Conan Doyle debieron de haberse realizado entre ese año
(ya en el mes de noviembre estaba en Buenos Aires de
regreso de la selva) y 1912, año de la publicación
de la célebre novela. No negamos (puesto que es un hecho
comprobado) que Conan Doyle se haya sentido atraído y
motivado por los relatos del explorador, especialmente por sus
sugestivas fotos de la meseta, pero no es desatinado suponer que
Fawcett reacondicionara, varios años más tarde, sus
recuerdos y apuntes, al argumento central de la taquillera novela
de aventuras y que, en las expediciones posteriores a 1912,
buscara y encontrara los lugares y situaciones que describiera
Conan Doyle.

Así, la ficción y la realidad se mezclan,
se entrecruzan y confunden. La realidad alimentando la
imaginación de un escritor, y ésta movilizando a un
explorador a seguir buscando imaginarios parajes, civilizaciones
y razas. Esta interrelación señala un aspecto de
interés, al que muchos historiadores de
mentalidades le han dedicado largas y debatibles
páginas. Me refiero a los mecanismos por los cuales
situaciones, generadas en un marco estrictamente literario, se
transportan a la realidad histórica y pasan a ser objetos
de búsqueda, ya no por personajes de ficción, sino
por hombres de carne y hueso que, como P. H. Fawcett, arriesgaron
sus vidas en pos de maravillosas quimeras.

Por otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al
descubierto aquella excelente máxima escrita por Jean Paul
Sartre, en su
libro La Náusea, en la que dice que
"todas las aventuras se viven en el pasado"; revelando
(como lo hace Fawcett) que en todo relato de viaje la
invención no queda nunca ausente.

Desde los días de Francisco Pizarro (siglo XVI),
las inmensidades sudamericanas han venido generando un imaginario
movilizador. Una simple palabra o una frase bien armada, que
combinen los ingredientes indispensables para la aventura, fueron
suficientes para catapultar a una expedición en
búsqueda de Dorados fantasmas
(sean éstos culturales o biológicos). Ciertos
escritores han sabido explotar muy bien la veta y, sin
proponérselo, contribuyeron al impulso romántico
por explorar lo inexplorado.

"¿Por qué esa región no
habría de ocultar alguna cosa nueva y maravillosa? – se
pregunta Lord John Roxton, emblemático personaje de
ficción salido de las páginas de Conan Doyle -."La
gente no la conoce todavía, y no se da cuenta de lo que un
día puede llegar a ser. Yo la he recorrido de arriba
abajo, de un extremo a otro […]. Pues bien: estando
allí, llegaron a mis oídos algunos relatos […],
leyendas de los indios y cosas por el estilo, pero que
encerraban, sin duda, algo auténtico. Cuanto más
conozca usted ese país, más comprenderá que
todo es posible, absolutamente todo. Existen algunas estrechas
vías acuáticas de comunicación por las que viaja la gente;
pero a un lado y otro de ellas todo es misterio" .

Pero no sólo el continente Americano ha dado
refugio a bestias extrañas. De igual modo que todos los
lagos importantes del planeta se dignan en poseer un dinosaurio
acuático (por ejemplo el "plesiosaurio" del Loch Ness, en
Escocia; el monstruo lacustre del lago Storsjön, en Suecia;
el nadador antediluviano del lago Champ, en Estados Unidos; o
el Nahuelito, del lago Nahuel Huapi, en Argentina), casi todos
los continentes poseen sus "reservas ecológicas" de
criaturas prehistóricas y gigantescas. El tamaño
sigue constituyendo el principal signo de alteridad, desde la
época en que los gigantes y los enanos poblaban la
Tierra.

A fines del siglo pasado, y sin que la industria
cinematográfica desplegara sus millones de dólares
y tecnología de animación por computadora
para revivir a las bestias de la época Jurásica,
mucha gente consideraba posible la existencia de animales
prehistóricos en remotos lugares del mapa; sean
éstos mamuts lanudos, pájaros gigantes o
brontosaurios africanos escondidos en pantanos del Congo. En cada
uno de estos casos se organizaron expediciones para certificar la
existencia de los mismos; y en todos los casos, también,
se terminó por no encontrar nada.

De todos los animales desaparecidos, el mamut
lanudo
(extinguido hace aproximadamente unos 10.000
años) es el que mayor falsa certeza ha despertado.
Quizás se deba a que hace relativamente poco tiempo que
desapareció, si lo comparamos con los grandes saurios del
Mesozoico, borrados de la faz de la Tierra hace más de 60
millones de años.

De todas formas, sea el margen cronológico que
sea, lo cierto es que hacia 1899 mucha gente creía posible
encontrar en las frías estepas asiática, o en las
heladas planicies de Alaska, a estos enormes elefantes con pelo
pastando tranquilamente. Se organizaron expediciones para
cazarlos. Se siguieron historias ficticias publicadas por diarios
sensacionalistas; e incluso, en 1918, un cazador ruso
informó al cónsul francés de Vladivostok
sobre cierto mamut, que dijo haber perseguido por el
cinturón boscoso del Asia Rusa. El descubrimiento de
restos congelados de mamut, en excelente estado de
conservación, reavivaron la fantasía y aún
hoy en día se sigue especulando sobre la existencia de los
mismos en la Taiga.

Hubo una época en que hasta las aves eran
gigantescas. El Didornis o Moa, por ejemplo,
llegó a medir unos 3,7 metros de alto, y solía
pasear su esbelta figura por la espesura de Nueva Zelanda. No se
sabe con exactitud cuando se extinguió; pero todo hace
suponer que los aborígenes de las islas cazaron a este
enorme pájaro (semejante al avestruz actual),
indiscriminadamente, hasta el año 1300 d. C.; momento en
que el último Moa cayó muerto. Pero, en la
década de 1830, un traficante llamado J. S. Polack,
brindó algunos informes sobre el animal. Dijo haber visto
sus huevos y escuchado que aún vivían "en lo
alto de las montañas"
.

Otro ejemplar de un Mundo Perdido
resucitaba; y los testimonios sobre su existencia, y las
búsquedas que se desencadenaron, se sostuvieron hasta
1878.

Las islas del Pacífico sur, con su poco
convencional fauna, ayudaron al respecto.

Como hemos dicho anteriormente, África fue el
Continente Misterioso preferido del siglo XIX.
Aventureros, funcionarios, cazadores de fortuna y exploradores se
fascinaron con las extensiones africanas, con sus gentes tan
distintas, con sus selvas y lugares olvidados de la mano de Dios
(del Dios cristiano, se entiende). Allí también los
grandes reptiles resurgieron de sus fósiles y volvieron a
caminar sobre el planeta.

Durante más de dos centurias se ha venido
difundiendo la noticia de que en África Central existe un
animal enorme, con fuertes garras, extensa cola, largo pescuezo y
nariz prominente, habitando los inexplorados pantanos del Congo.
Se cuentan de él historias increíbles, esas que
congregan a la gente y excitan la imaginación. Los
viajeros europeos del siglo pasado conocían de estas
preferencias y le dieron al público lo que el
público pedía: un reptil gigantesco, conocido por
los congoleños como el Mokele-Mbembe.

Un relato temprano y popular de fines de la época
victoriana fue divulgado por el viajero y narrador de
exageraciones Alfred Aloysius Horn, quien siguiendo el estilo
tradicional escribió que "Más allá de
Camerún viven cosas sobre las que no sabemos nada […].
Dicen que
Jago-Nini todavía se encuentra en los
pantanos y los ríos. Significa ‘zambullidor
gigante’. Sale del agua para devorar a la gente. Los
ancianos te dirán que lo vieron sus abuelos, pero
aún creen que está allí"
.

Este relato congolés fue y es creído
todavía por toda una legión de exploradores,
autodefinidos con el pomposo título (no oficial) de
criptozoólogos (buscadores de
animales extintos o desconocidos) que, desde hace décadas,
se siguen lanzando tras la elusiva bestia de los
pantanos.

A principios de siglos, y partiendo del supuesto de que
el animal era un dinosaurio, se financiaron expediciones que
fracasaron a causa de las fiebres, los ríos y lo
inaccesible de los lugares en los que el rumor ubicaba al
monstruo. Pero ese mismo fracaso era el que mantenía viva
la llama de la esperanza, de la posibilidad futura de encontrarlo
y seguir conservando el convencimiento de su
existencia.

Según relata Daniel Cohen en Enciclopedia
de los Monstruos
, el criptozoólogo inglés
Ivan Sanderson, en 1932, aseguró haber visto huellas
grandes y oído
ruidos aterradores salir de las cuevas localizadas a orillas de
un río en el Congo. Esta experiencia se enlaza con la
historia relatada por los miembros de la expedición
alemana del capitán Freiherr von Stein Lausnitz, quienes,
antes de 1914, también juraron escuchar hablar del
dinosaurio conocido como Mokele-Mbembe, en la
región central de África.

En cada una de estas expediciones el rumor
cumplió un rol protagónico destacado. Suscitando
atracción y repulsión, rechazó
constantemente la verificación de los hechos. Se
alimentó de todo y no dudó en pasar del estatuto
del "se dice" al de la certeza. Si el monstruo
existía desde el comienzo no había más que
buscar sus rastros. Y se siguieron encontrando hasta entrada la
década de 1980. En esa oportunidad, el bioquímico
norteamericano Roy P. Mackal, recorrió con sus colegas,
James Powell y Richard Greenwell (todos reconocidos "cazadores de
monstruos"), las traicioneras extensiones de los pantanos de
Likouala, en la República Popular del Congo, recogiendo
informes sobre el enigma biológico en cuestión.
Ninguno pudo ver al Mokele-Mbembe. Nadie jamás
fotografió a uno o descubrió los restos de un
ejemplar muerto, pero todos saben que llega a medir
más de nueve metros de largo y que su comida favorita es
el fruto de la landolfia, de sabor agridulce y semejante a una
bergamota.

La lista de monstruos es infinita. Los podemos catalogar
por tamaño, por comportamiento
o por lugar (terrestres, lacustres, fluviales y marinos). Podemos
dar descripciones ambiguas o pormenorizadas de cada uno de ellos.
Podemos reírnos, asustarnos o descreer, pero nunca
obviarlos. Han estado y seguirán estando con nosotros,
sobreviviéndonos. Son parte de la "arquitectura
fantástica del universo"
y caracterizan "el viejo
culto al misterio, que llegó a ser en muchos casi una
embriaguez
".

Los monstruos son imprevisibles, anómalos, y por
lo tanto símbolos perfectos del peligro y el terror. Abren
un agujero de sentido; rompen las leyes; representan la
materialidad pura y lo orgánico. Carecen de moral y
encarnan el más arcaico de los temores humanos: la
fantasía de devoración.

Han desaparecido de muchos continentes explorados, pero
se niegan a abandonar la imaginación del hombre. Siguen
exigiendo su derecho a estar.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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