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Aproximación al devenir histórico de los fantasmas en el imaginario de la Cultura Occidental



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    Ensayo

     

    1. De lo Maravilloso a lo
      Sobrenatural.
    2. El Individuo, la Muerte y los
      Fantasmas
    3. Fantasmas Antiguos y
      Modernos
    4. Los Fantasmas del
      Purgatorio
    5. El Miedo a los
      Fantasmas
    6. Libros y
      fantasmas
    7. La
      satanización de los fantasmas
    8. Ruidos,
      brujería y fantasmas
    9. Los
      fantasmas del racionalismo
    10. El fantasma
      victoriano
    11. Denunciantes
      nocturnos
    12. El particular
      gusto inglés por los fantasmas
    13. Lugares
      encantados
    14. Volver con el
      rostro marchito
    15. Hacia una nueva
      interpretación
    16. Algunas
      conclusiones finales

    Introducción

    Siempre me ha sorprendido la fluctuante capacidad para
    creer en historias fantásticas que muchas personas poseen
    en la actualidad. Basta con organizar una reunión frente a
    un fogón —en cualquier noche de invierno o de
    verano— para advertir cómo, inexorablemente, la
    conversación deriva hacia temas que meten
    miedo
    y que, generalmente, tienen como protagonistas a
    fantasmas de distintas especies.

    En circunstancias como ésas, el viento deja de
    ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras
    nocturnas se vuelven misteriosamente significativas, denotando
    presencias no expuestas que alimentan la sugestión y
    agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se
    ve alterado, y acontecimientos del pasado personal
    —mal definidos por la
    memoria— encuentran en aquel contexto nocturno un
    catalizador que los reinterpreta, entablando
    ocultas relaciones, antes no tenidas
    en cuenta.

    La noche y los fantasmas se llevan bien. Es un binomio
    que ha logrado mantenerse en buenos términos durante
    siglos en el imaginario de la cultura occidental, sustentando
    así una abundante literatura que, aún
    hoy, sigue publicándose con gran éxito
    editorial.

    Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan.
    No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando
    alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les
    puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un
    lado sin algún comentario irónico, escéptico
    o crédulo.

    La creencia en la existencia de fantasmas
    es un hecho generalizado que se fija prácticamente en
    todas las sociedades de
    la Tierra.
    Leyendas,
    cuentos
    populares, rumores y folklore
    referidos a ellos, testimonian —directa o
    indirectamente— el interés
    que los hombres tienen respecto de lo que sucede más
    allá de la muerte; al
    tiempo que
    explicitan la propensión de una época determinada a
    seleccionar respuestas, entre un repertorio cultural particular,
    en consonancia con las demandas de una situación
    concreta.

    Occidente ha tenido con las muy variadas entidades
    intangibles de su imaginario
    una relación que se
    advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de
    su historia; y
    múltiples han sido los factores que se conjugaron para que
    los fantasmas sean hoy lo que la literatura muestra y mucha
    gente sostiene que son. Por todo ello, podemos decir sin temor a
    equivocarnos, que la experiencia temerosa ante los
    fantasmas
    —así cómo la
    conceptualización, atributos y cualidades que de ellos se
    ha tenido— estuvo, y está, social, cultural e
    históricamente determinada
    .

    Este breve ensayo se
    propone una primera y provisional zambullida al universo de
    fantasías, temores y esperanzas que condicionaron el
    contacto del hombre
    occidental con sus miedos y dudas internas. A través del
    devenir histórico de los fantasmas en el imaginario de la
    cultura occidental, intentaremos describir cómo la
    estructura
    construida de la realidad
    se vio alterada en determinados
    momentos, viendo de qué manera los paradigmas y
    hábitos psíquicos de cada época
    condicionaron las explicaciones que se daban de las
    apariciones espectrales de leyendas y
    rumores.

    Cada cultura ha inventado sus propios fantasmas, y
    occidente no ha sido la excepción a la regla. Pero la
    historia del fantasma occidental es singular es singular en un
    aspecto: el haber estado ligada
    al proceso de individuación, tan propio de
    nuestras sociedades.

    Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos. Sus
    apariciones son nuestros propios reflejos. Nos muestran, desde un
    ángulo original, cómo hemos elaborado en los
    últimos quinientos años nuestra identidad,
    nuestro exacerbado individualismo; y de qué manera se
    entretejieron variables
    culturales, psicológicas y sociales en la construcción de la cosmovisión
    antropocéntrica
    que ha hecho de Occidente lo que
    hoy es.

    Definir qué es un fantasma depende del espacio y
    del tiempo. Depende del lugar que cada persona se
    adjudica a sí misma dentro del universo. Por ello, una
    Historia de los Fantasmas nos obliga a recorrer los
    senderos —ya exitosamente transitados— de otras
    historias, como la del cuerpo, la de la muerte o la de
    la lectura.
    Significa, también, dejar abierta una puerta al estudio de
    los sistemas de
    valores y sus
    cambios (que desde el siglo XVIII indican una progresiva
    secularización y un olvido de los deberes y normas
    trascendentes, para centrarse únicamente en la
    condición inmanente del ser humano).

    En muchos casos, el fantasma nos recuerda el sentido y
    el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los
    problemas
    existenciales propios de una sociedad
    impregnada del más hondo materialismo.
    El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo
    tiempo
    .

    El discurso
    histórico sobre las apariciones —en ocasiones
    controlado, tergiversado o utilizado en beneficio de sectores
    particulares— revela una suerte de actitud
    imperialista que tornó a la imagen
    tradicional del fantasma en un producto de
    exportación a distintas partes del mundo;
    modificando imaginarios no europeos y creando una falsa
    idea de homogeneidad
    planetaria en la creencia.

    La actitud aculturadora de Europa, tan
    pujante —desde el siglo XVI— sobre islas y
    continentes lejanos, alteró muchas estructuras
    fabricadas de la realidad; y así, los fantasmas locales o
    regionales, no pudieron resistirse a cambiar sus
    comportamientos, caracteres y
    status.

    Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables
    interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones
    en las sensibilidades colectivas, relacionadas con instituciones
    sociales muy caras del universo burgués (en especial del
    siglo XIX), tales como: la familia,
    el amor, la
    muerte romántica, el secreto y el
    individualismo.

    Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas
    —apareciendo y desapareciendo— denuncian
    insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas
    esperanzas, no del todo creídas.

    De lo Maravilloso a lo
    Sobrenatural.

    Los Fantasmas y el Racionalismo
    en Occidente.

    Cuando el historiador Jacques Le Goff explicó el
    carácter fronterizo de lo
    maravilloso
    durante la Edad Media,
    sostuvo claramente que dicha frontera
    poseía la cualidad de ser permeable, es decir, que sus
    manifestaciones se daban en el seno de la realidad cotidiana, no
    percibiéndose dichos fenómenos como algo
    particularmente extraordinario. Los acontecimientos maravillosos
    eran aceptados y reconocidos como parte natural de un Universo
    aún no regulado por la leyes de la
    física y
    los prodigios se añadían al mundo
    real sin atentar contra él, ni destruir su
    coherencia.

    Hadas, dragones, monstruos y duendes penetraban el mundo
    natural sin conflictos,
    sorpresa o misterio. El concepto de
    "lo imposible" carecía de sentido y "lo
    maravilloso" no espantaba ni sorprendía, ya que no
    se violaba ninguna regla sólidamente establecida.
    "Lo maravilloso —dice Le Goff—
    era una categoría del universo".

    Estas cualidades otorgadas a la realidad hacían,
    del ignoto mundo invisible que rodeaba a los hombres, un
    hecho cotidiano; siempre tenido en cuenta a la hora de explicar
    catástrofes, pestes o hambrunas. La buena o mala suerte
    —individual y colectiva— se hallaba regulada, de una
    forma imposible de conocer, por fuerzas y energías que
    trascendían el mero plano material en el que hombres y
    mujeres desarrollaban sus prácticas diarias. Incluso, la
    franqueable frontera entre la vida y la muerte no estaba
    —como hoy— absolutamente definida:

    "El pasado no estaba muerto, en cualquier momento
    podía hacer irrupción, amenazador, en el interior
    del presente. En la mentalidad colectiva, con frecuencia, la vida
    y la muerte no aparecían separadas por un corte
    nítido"
    .

    "La vida se prolongaba después de la muerte, y
    los muertos estaban siempre presentes, sobre todo durante las
    ceremonias en que se asociaban con los vivos"
    .

    Desde el Renacimiento
    (siglos XV-XVI), y de manera paralela a la creencia en la
    realidad de un mundo maravilloso y mal comprendido, se
    empezó a perfilar, gradualmente, un cambio
    actitudinal y mental que derivaría, después de
    doscientos años, en el movimiento
    iluminista (siglo XIII). A lo largo de aquel período, el
    devenir de Occidente fue adoptando un sentido de "lo
    natural
    " distinto al que había tenido vigencia durante
    la etapa medieval y el primer Renacimiento. La
    voluntad de poder y la
    dimensión utilitaria —que por aquel entonces la
    burguesía empezaba a imponer con fuerza
    configuraron un contexto mental en el que la acción
    sobre el mundo (con el claro intento de dominarlo) procuraron la
    gradual y lenta tendencia a nuevos valores y emociones. La
    experiencia, la comprobación empírica, el
    ver y racionalizar el mundo, empezaron a levantar una
    barrera entre lo visible y lo invisible, inexistente hasta
    entonces.

    Lo animado se diferenció de lo inanimado, y los
    prodigios —entre ellos los fantasmas— empezaron a
    quebrantar la estabilidad de un universo que procuraba ser
    controlado por leyes tenidas desde entonces por inmutables. El
    sentido de "lo imposible" tomó su forma original y
    con él, el status de las maravillas se vio transformado.
    La antigua convivencia con los espectros (que nunca dejaron de
    inquietar un poco) se alteró y "lo
    sobrenatural
    " apareció como una fractura a la
    coherencia, sorprendiendo y aterrorizando. Desde entonces, los
    fantasmas se transformaron en entidades perturbadoras. Al
    descomponerse la fluidez antes existente entre este mundo y el
    Más Allá, el terror hizo acto de presencia,
    ya que el contacto entre ambas realidades podía poner en
    riesgo la
    salud
    física, psíquica y moral de los
    hombres.

    Pero esta nueva cosmovisión no se aceptó
    sin más. La reacción al cambio fue inmediata, y
    aquella frontera existente entre lo posible y lo
    imposible
    , siguió conservando cierta movilidad. Lejos
    de estar firmemente establecida, su indefinición no
    sólo trajo aparejada la inquietud, sino una nueva
    sensación: la vacilación.

    Con las historias de fantasmas, aquello considerado
    ficcional ocupaba un lugar concreto en lo
    cotidiano, y esa usurpación del espacio por lo inmaterial
    empezó a ser uno de los terrores más profundos que
    surgían de ese tipo de relatos. Como señaló
    Gillian Beer:

    "Las historias de fantasmas tuvieron desde entonces
    que ver con la insurrección, y no con la
    resurrección de los muertos"
    .

    En esta lucha entre cosmovisiones rivales que
    coexistían, donde la superstición
    —entendida como "exceso de credulidad"
    empezaba a soportar el embate del racionalismo, este
    último llevó al principio todas las de perder. De
    hecho, al ser los hundimientos cosmovisionales siempre parciales,
    fue factible que subsistieran vestigios irreductibles del pasado,
    oponiendo resistencia a la
    irrupción de elementos de interpretación no tradicionales.
    Recién en el siglo XVIII la duda metódica y el
    racionalismo cartesiano derogaron aquella visión del mundo
    en donde todo era posible, transplantándola al espacio de
    la literatura fantástica e impidiendo que entrara en
    contacto con una realidad que se pretendía más
    objetiva y materialista .

    Pero aún en plena Ilustración, muchos intelectuales
    de relieve, y
    peso en la construcción del imaginario colectivo,
    seguían dispuestos a creer en episodios imposibles. Como
    ha escrito Christian Delacampagne, "los sabios de la
    época (siglo XVIII) no eran racionalistas, intentaban
    serlo"
    .

    Así, pues, la Historia Natural de los siglos XVII
    y XVIII —sólo por dar un ejemplo— era sensible
    a toda clase de
    influencias extracientíficas, ya sean morales, religiosas
    o sobrenaturales. Por supuesto que no faltaron las
    desmitificaciones y los debates respecto de las apariciones.
    Además, mucha de la crítica
    se apuntó contra los charlatanes y sus ingenuas
    víctimas, deseosas por creer.

    Se discutió sobre la existencia misma de los
    fantasmas, y no su naturaleza o
    capacidad de acción sobre el mundo material, tal como se
    había debatido durante la Edad Moderna.
    La erradicación del fantasma de la realidad, inició
    así su progresivo camino. De todos modos, tenemos que
    tener presente una verdad que dijeran el historiador
    francés Georges Duby, poco antes de morir:

    "El miedo a lo invisible continúa
    profundamente arraigado en nuestras entrañas. A medida que
    se difunde el
    conocimiento científico vamos adquiriendo más y
    más conciencia de que
    hay cosas que no podemos conocer. Hay muchas enfermedades del alma que
    provienen precisamente de esta sensación de impotencia de
    los hombres ante su destino"
    .

    Impotencia, dudas, incertidumbre, incluso pesimismo.
    Sensaciones propias de un período de crisis e
    inestabilidad. Pero esto quizás no coincida con los
    aires ilustrados que inundaban los espíritus
    europeos durante el siglo XVIII, cuando la idea de
    Progreso
    , el triunfal optimismo en la
    técnica y en las capacidades intelectuales y
    morales del hombre, hicieron, de amplios sectores de la sociedad,
    fervientes creyentes en el poder omnímodo de la
    Razón.

    Aún así, los fantasmas nunca dejaron de
    estar.

    Sin embargo, la conceptualización que las capas
    letradas tenían de lo sobrenatural era
    distinta a la que existía dentro del mundo rural,
    generalmente iletrado; y que mantenía una relación
    mucho más fluida, poco traumática y natural con las
    entidades invisibles del imaginario (muchas de ellas, de origen
    pagano).

    Entre los campesinos la vacilación era menor y,
    lejos de sostener una posición maniquea entre el bien y el
    mal, armonizaban ambas tendencias, concibiendo a los infinitos
    seres imaginarios que invadían su cotidianeidad como entes
    ambivalentes, partícipes de una relación de
    reciprocidad, compleja y ritualizada, que reglaba el contacto
    entre los vivos y los muertos. Sublimaban así la inquietud
    que les producía la muerte, exorcizando el miedo que les
    causaba el posible regreso de los muertos, con cientos de
    rituales diferentes.

    Los estudios llevados a cabo por folkloristas y
    antropólogos desde el siglo pasado, revelan algo que
    Adolfo Colombres ha sabido sintetizar en la siguiente
    frase:

    "Seres imaginarios (…) han poblado siempre las
    noches (…) sin que la era del átomo y la
    cibernética hayan podido acabar con ellos,
    acaso porque el conocimiento
    científico y las utopías sociales están
    aún lejos de calmar todos los miedos ancestrales del
    hombre y de colmar sus esperanzas"
    .

    No obstante el manifiesto contraste entre el mundo
    letrado y el iletrado, las nociones eruditas —condensadas a
    partir del siglo XVI en miles de libros,
    panfletos y almanaques, de amplia circulación por
    Europa— iniciaron un convincente proceso de
    divulgación de nuevos miedos, amenazas y peligros. Se
    catalogaron a miles de fantasmas, espectros, íncubos y
    súcubos, demonios menores y monstruos emisarios del
    Diablo. Se fantaseó con los conventículos de brujas
    (los tristemente famosos aquelarres) y se acentuó, en el
    imaginario colectivo, una geografía de la
    perdición en la que bosques, lagunas, valles, senderos o
    cerros, empezaron a individualizarse como lugares prohibidos, en
    donde lo peor podía ser posible.

    La noche modificó —con sus personajes
    reales o inventados— su valor
    simbólico; y con esta asociación entre lo
    sobrenatural y lo maligno
    , las capas populares vieron
    cómo se rompía en mil pedazos su cordial
    relación con los aspectos maravillosos de la
    naturaleza.

    Toda la estructura simbólica de la realidad se
    alteró, y el pánico
    nació ante la revelación de hechos, considerados
    desde entonces, imposibles.

    En síntesis:
    el período comprendido entre los siglos XVI y XVIII
    presenció cómo se libraba el último gran
    esfuerzo del imaginario medieval por vencer y desterrar al mundo
    ideológico de la razón crítica, que pugnaba
    por imponerse desde los sectores intelectuales más
    influyentes. Aunque, como ya hemos dicho anteriormente, en esta
    lucha cosmovisional la fuerza de la tradición
    perdió menos adeptos de lo que podríamos
    suponer.

    Por otro lado, la difusión de la palabra escrita
    contribuyó a que lo sobrenatural, y el mundo fantasmal a
    él asociado, se impusiera en amplios sectores sociales,
    encontrando en movimientos como la Reforma, la Contrarreforma, la
    neoescolástica y la Inquisición, de los siglos XVI
    y XVII, poderosos agentes de divulgación.

    Según el historiador Brian Levack, la
    difusión de los textos de Demonología
    —entre 1570 y 1630 aproximadamente— coincidió
    con un exacerbado temor a las brujas y al Diablo. Todo aquello
    catalogado como increíble —pero que muchos
    rumores daban por cierto— fue adjudicado a Satanás y
    sus acólitos. A partir de entonces, el fantasma
    quedó asociado al Mal, a la culpa, la perdición y
    el pecado. La creencia en fantasmas careció de la
    autonomía que más tarde tendría, quedando
    ligada, directa e indirectamente, con el campo de estudio de la
    Demonología teórica y práctica.

    Cuando la ciencia
    desplazó a la Teología y todas sus
    verdades reveladas, y el empirismo
    dieciochesco impuso a la experiencia como único
    criterio de verdad, la creencia en fantasmas pasó a ser
    objeto de estudio de disciplinas médicas, que
    describían y trataban de curar enfermedades mentales. De
    seres reales, los fantasmas pasaron a gozar de una
    existencia subjetiva propia de los enfermos alucinados, de los
    esquizofrénicos, histéricos y
    paranoicos.

    Así, especialmente desde el siglo XIX, las
    interpretaciones dadas a la apariciones dejaron el ámbito
    de la demonología para ser transferidas al de la
    psiquiatría; y el temor a la locura substituyó al
    que se le tenía al Diablo.

    El Positivismo,
    que destruía el misterio y desarticulaba al asombro,
    empezó a recibir una crítica muy profunda desde
    sectores que —si bien no aspiraban a regresar al
    oscurantismo de antaño— pretendían
    hacer uso de una ciencia con
    perspectivas más amplias, menos intolerante y soberbia; en
    otras palabras, deseaban tener un método
    híbrido que conjugara el conocimiento y
    el arte, el saber y
    la emoción. Como consecuencia, se impuso un viejo concepto
    para identificar a las disciplinas que e encargaban de estudiar a
    los fantasmas y sus manifestaciones: las Ciencias
    Ocultas.

    Lo Oculto devino en moda y los nuevos
    chamanes del mundo industrial —los
    médium— inauguraron sus siempre
    discutibles —y lucrativos— intentos por resolver los
    misteriosos derroteros del alma después de la muerte. Pero
    los seguidores de Voltaire (los racionalistas a ultranza)
    no archivaron sus argumentos. Prosiguieron sus ataques contra lo
    que denominaban una "ignorancia manifiesta", manteniendo
    tensa la cuerda del debate, hasta
    aproximadamente la década de 1930, que fue cuando el
    interés por los fantasmas se desinfló y las
    corrientes en pugna siguieron caminos paralelos,
    desoyéndose mutuamente e ignorando las respectivas
    evidencias que cada una daba.

    La Ciencia Oficial —mecanicista,
    positivista, materialista— etiquetó el tema de los
    fantasmas como una "soberana tontería" y lo
    archivó.

    Un diccionario
    enciclopédico, publicado en parís en 1891 —y
    de amplia difusión en las escuelas primarias a principios del
    siglo XX— define de la siguiente manera a los
    desprestigiados visitantes nocturnos de las
    tradiciones populares:

    "Fantasma: m. Representación de una
    figura en ensueño o por debilidad de la
    imaginación. Espantajo para asustar a la gente
    sencilla"
    .

    Por su parte, el Diccionario Crítico
    Etimológico de la Lengua
    Castellana
    nos dice:

    "Fantasmas [berceo; J. Ruiz, Nebr.], tomado de
    phantasma, y este del griego que significa
    aparición, espectro; otro derivado del mismo
    verbo: una variante vulgar de fantasma ha estado en uso desde el
    siglo XVI por lo menos, y hoy es usual entre toda la gente
    rústica de España y
    muchos puntos de América
    […]".

    (Tomo II, Ed. Gredos, Madrid,
    1954)

    Debilidad, imaginación, gente sencilla y
    rústica o vulgo campesino
    , serán ideas que
    quedarán asociadas, indefectiblemente, a las apariciones
    espectrales. Desde entonces nadie admitió la creencia que
    pudiera tener de ellas, a menos que deseara ver desprestigiada su
    imagen y capacidad intelectual.

    Como lo ejemplifica una antigua máxima
    victoriana:

    "Yo no creo en fantasmas, pero les
    tengo miedo".

    Una vez más, los temores ancestrales del hombre
    demostraban permanecer solapados bajo un manto racionalista que
    se esforzaba por retenerlos en la oscuridad; aunque no siempre
    con éxito.

    Desde mediados del siglo XX, las revolucionaria
    modificación de los paradigmas científicos
    —especialmente a partir de la teoría
    cuántica y de la teoría de la relatividad—
    introdujeron nuevas perspectivas en el escenario intelectual de
    Occidente. Se plantearon dudas y serios cuestionamientos al
    mecanicismo y al materialismo vigentes. Como era de esperarse,
    esas condiciones supieron ser capitalizadas para reeditar el
    antiquísimo problema de las apariciones espectrales,
    aunque de forma renovada.

    Los impresionantes avances
    tecnológicos permitieron que se descubrieran mundos
    invisibles al ojo humano, revelando la existencia de distintos
    universos en un mismo espacio físico. Esto terminó
    por destronar al sentido de la vista, hasta
    entonces considerado la única herramienta de criterio
    válido de comprobación de la verdad.

    Hoy sabemos que hay cosas reales que no pueden medirse o
    pesarse; y aún así están ahí.
    El universo,
    antes determinado, se ha vuelto indeterminado y el caos suple al
    cosmos. En consonancia con ello, los Grandes
    Relatos
    físicos y metafísicos, de los
    siglos XVIII y XIX, parecen no explicar nada; creándose un
    terreno propicio para el sentimiento de impotencia, el
    descontento y el escepticismo.

    Una vez más la crisis ha obligado que se rescate
    el fetiche mágico que habíamos arrumbado en el
    sótano, convocando a los antiguos y desprestigiados
    fantasmas (que, en realidad, nunca habían estado del todo
    olvidados o ausentes).

    El fin del segundo milenio sorprende a Occidente en un
    clima de
    rejuvenecido espiritualismo. Una New Age (Nueva
    Era
    ) de irracionalismo sin freno, que no teme en mezclar
    marcos teóricos y rituales de muy variado origen
    orientalismo, espiritismo, chamanismo,
    parapsicología. psicología
    transpersonal, etc, etc
    — promueve concepciones
    mágicas y animística, que unas cuantas
    décadas atrás pocas posibilidades de
    resurrección tenían.

    Un nuevo círculo de la espiral pareciera
    inaugurar, otra vez, la convivencia con los
    espíritus

    Evitados, ahuyentados, ridiculizados o buscados, los
    fantasmas —vistos desde una perspectiva
    histórica— pueden decirnos mucho acerca de la
    evolución (no necesariamente
    progresista
    ) de nuestros miedos, esperanzas, aspiraciones y
    miserias.

    El
    Individuo,

    la Muerte y los
    Fantasmas

    Contamos con relatos sobre aparecidos
    desde los más remotos tiempos históricos. De hecho,
    etnólogos actuales y viajeros de los siglos XVI, XVII y
    XVIII, han podido recopilar cientos de cuentos, leyendas y
    rumores populares que tienen por protagonistas a sujetos que,
    después de muertos, siguen manteniendo usuales relaciones
    con el mundo de los vivos.

    Sociedades de África, Oceanía o
    la América aborigen, conservan todavía hoy
    contactos regulares con los espíritus de sus
    antepasados o entidades que son bien propias de una
    cosmovisión que habilita su existencia en bosques, cuevas
    o lagos, interactuando cotidianamente con la comunidad, ya sea
    de manera cordial o agresiva (según sean los lazos de
    reciprocidad entablados ritualmente con ellas).

    La salud, las buenas cosechas, el éxito en la
    caza, e inclusive el buen orden institucional y social de esos
    grupos etnográficos, están —de alguna
    manera— regladas por el contacto que ciertos miembros
    especializados de la tribu guardan con los invisibles
    espíritus locales.

    El chamán —o
    Shamán—, que inaugura después de su
    iniciación una estrecha familiaridad con los
    desencarnados, se convierte en el canal —el
    medio— que permite la
    comunicación con los muertos. Es él, quien
    después de probar su vocación
    chamánica
    soportando una muerte ritual muy cargada
    de simbolismos, convoca o viaja al mundo de
    ultratumba para dar solución a las dificultades
    (individuales o comunitarias) del grupo en el
    que practica sus dones especiales.

    Según Mircea Eliade,

    "(…) entrar en relación con los seres
    divinos o semidivinos —espíritus— hacen capaz
    al chamán de apoderarse de las realidades sagradas, que
    sólo son accesibles para los difuntos"
    .

    Esta capacidad otorgada a los muertos encontrará
    una dilatada vigencia, incluso en sociedades industrializadas,
    muy alejadas de las concepciones
    teocéntricas y
    holísticas existentes en la
    antigüedad.

    El espíritu de los muertos posee una
    sabiduría que va más allá de la
    comprensión de los vivos. Para aquellos, todo es claro,
    diáfano; las fronteras entre el pasado, el presente y el
    futuro se diluyen, haciendo de esa supuesta eternidad la
    condición básica para tener una visión
    amplísima de los hechos pasados y por venir. Son ellos
    quienes nos alertan sobre tragedias, o futuras felicidades, a
    través de oráculos, pitonisas y chamanes
    detectables en todas las sociedades y en todos los tiempos,
    aunque con distintos apelativos.

    "Ver un espíritu —dice M.
    Eliade—, en sueños o en vela, es señal
    segura de que se ha obtenido, en un cierto modo, una
    condición espiritual, esto es, que se ha rebasado la
    condición humana profana"
    , pudiéndose
    adquirir una capacidad, o poder mágico, que eleva
    al vidente por encima del resto de la
    comunidad.

    Es así cómo —desde los chamanes
    siberianos o precolombinos a los oráculos clásicos,
    o los espiritistas de la época victoriana— nos
    encontramos con ciertos elementos comunes que parecen repetirse
    (o conservarse) a pesar de los profundos cambios culturales
    experimentados por las sociedades a través del tiempo.
    Ciertas capacidades reconocidas como relevantes y
    distintivas en determinados sujetos permiten hablar de una
    corriente de ideas y conceptos acerca de la vida de ultratumba
    —y de las relaciones entabladas con ella— que hacen
    del contacto con los muertos un hecho significativo, sujeto a un
    mayor o menor horror, según la sociedad que se
    analice o la época tomada en
    consideración.

    Cuando culturalmente la relación con los muertos
    —con sus espíritus— es aceptada como
    normal y natural, la posibilidad de experimentar miedo ante ellos
    se diluye y normatiza. El respeto a ciertos
    procedimientos
    rituales —cánticos, invocaciones u oraciones—
    y el carácter flotante concedido al universo mental
    de antaño, permitirían una muy particular interacción entre la vida y la muerte,
    entre el Más Allá y el
    Más Acá.

    Por lo tanto, la experiencia subjetiva del hombre frente
    a los fantasmas adopta una historicidad que los ha desplazado a
    un lado y otro del límite concedido a lo
    real
    .

    Muchos son los rituales funerarios que han estado
    —y están— condicionados por el respeto y el
    temor a los muertos. El evitar que el alma del
    difunto se extravíe durante su viaje hacia el Otro Mundo
    puede ser detectado no sólo en las llamadas sociedades
    arcaicas
    de nuestros días (africanas, australianas,
    americanas), sino también en testimonios escritos de la
    Edad Media y Moderna de Occidente.

    El miedo a los moribundos y al muerto reciente
    llevó a comportamientos complejos, que rodean y
    acompañan el proceso de la agonía y el deceso. Un
    miedo mágico, según Jean Delumeau,
    reguló las prácticas que intentaban disuadir al
    espíritu a quedarse entre los vivos, por voluntad
    propia.

    El folklore popular ha conservado —tanto en Europa
    como en América—, pero muy especialmente en el mundo
    rural, una serie de procedimientos que se asocian con verdaderos
    exorcismos. Espantar a quien espanta es la meta, y por
    ello los rituales de tránsito se convierten
    en instrumentos indispensables a la hora de conservar la paz a
    ambos lados de la frontera que separa a muertos y
    vivos.

    El recitado o narración de las peripecias, que
    trae aparejado el viaje hacia el Más Allá, implica
    uno de los métodos
    más convincentes para guiar con éxito al
    espíritu del muerto hacia su nueva morada. En muchos
    casos, estas ceremonias tienden a durar muchas horas, e incluso
    días—como en el caso de los Dacayos, estudiados por
    M. Eliade— o consisten en colocar junto con el
    cadáver un texto que, a
    modo de mapa mágico, llevará al difunto a
    sortear los obstáculos, tentaciones y monstruos que surjan
    a lo largo del misterioso camino posmortem (tal como
    hacían los egipcios en la antigüedad).

    Otro simbolismo encontrado entre la gente del Nilo, los
    griegos y las culturas del medioevo europeo, es el de las
    escaleras del alma, cuya función ha
    sido la de permitir que los difuntos puedan abandonar su sepulcro
    y subir al cielo. Ya sean estructuras escalonadas, cruces o
    simples palos, estos ascensores místicos
    —instalados sobre la tumbas— mitigan las
    posibilidades de toparse, involuntariamente, con un
    aparecido.

    La colocación de pesadas piedras encima de los
    cuerpos recién enterrados —hecho que se advierte
    sobre todo en los países de Europa Oriental— nos
    acerca a esta concepción de la muerte ligada
    específicamente a lo corporal; en donde la amenaza ya no
    reside en el alma etérea del fallecido, sino en su
    cadáver reanimado por fuerzas misteriosas y ocultas. Esta
    última creencia está conectada con las leyendas
    sobre vampiros o muertos-vivos, que
    todavía hoy siguen reclutando temerosos creyentes,
    especialmente por la difusión de una exitosa
    novelística de terror y del cine, desde
    fines del siglo XIX y principios del XX .

    Una creencia clásica durante toda la edad
    moderna, recogida en los siglos XVII y XVIII por numerosos libros
    de demonología y exorcismos, establecía la voluntad
    de los muertos a regresar a sus lugares de existencia
    previa.

    En Grecia,
    Hungría, Polonia, Rumania, Silecia y Bohemia, esta
    creencia estaba muy difundida, promoviendo así soluciones
    mágicas, orientadas a expulsar o exterminar a los
    aparecidos, particularmente aquellos catalogados como
    "chupadores de sangre". Desenterrar y quemar al
    cadáver, clavarlo al suelo con una
    estaca en el corazón
    (para evitar que se reincorpore), decapitarlo o recubrirlo con
    cal viva, han sido algunos de los métodos practicados (y
    que se siguen practicando en los ámbitos montañeses
    y rurales de la actualidad).

    Según el historiador Rossell Hope Robbins, el
    término vampiro —que se traduce al
    latín con el nombre de strix
    (lechuza)— se empleó por primera vez en Inglaterra,
    alrededor del año 1734; describiéndose a esas
    perturbadoras entidades de la siguiente manera:

    "(…) son los cuerpos de los difuntos, animados por
    espíritus malignos, que salen de sus tumbas por las
    noches, chupan la sangre de muchos
    vivos y los destruyen"
    .

    Esas paralizantes historias de muertos revividos,
    propias del folklore, nos trasladan a un imaginario diferente de
    aquel que podemos hallar en sociedades etnográficas
    ("primitivas") actuales. La definición de vampiro
    arriba citada, pertenece a un texto de principios del siglo
    XVIII; es decir, que es propia de una época
    posrenacentista, en donde la razón ha
    desplazado —o intenta desplazar— creencias que desde
    entonces serían caratuladas como supersticiosas, haciendo
    imposible el reencuentro —antes cordial— entre los
    muertos y los vivos (de allí el dramatismo y morbosidad
    del texto).

    Las fronteras entre fallecidos y
    supervivientes se solidificaban, y el significado de una fractura
    en dichos límites
    sólo podía deberse a la ingerencia de una fuerza,
    necesariamente, demoníaca; capaz de destruir y poner en
    peligro a los desafortunados que quedaban en contacto con
    ella.

    Es sintomático que Agustín Calmet, en su
    Tratado sobre las Apariciones de 1751, haya
    declarado que la creencia en vampiros sólo se
    conocía desde hacía escasos sesenta. A partir de
    entonces, las epidemias y hambrunas que asolaron
    periódicamente el sudeste de Europa, a fines del siglo
    XVII y principios del XVIII, estuvieron irremediablemente
    acompañadas por el supuesto accionar de los terribles
    moroi o "muertos-vivos".

    Si bien la historia de los vampiros es paralela a la de
    los fantasmas —concretándose lazos evidentes entre
    ambas—, no todos los aparecidos son ansiosos chupadores de
    sangre, ni necesariamente estaban imbuidos de una innata
    vocación por destruir. Lo que no significa que dejaran de
    producir verdadero terror en las poblaciones que hacían
    circular esas historias, propias de la tradición oral. De
    hecho, Jean Delumeau habla de "epidemias de miedo",
    desatadas en el oriente europeo, a inicios del siglo
    XVIII.

    Mantener lejos al aparecido del espacio de los
    vivos ha sido también el objetivo de
    una serie de gestos, puestos en práctica en la vida
    cotidiana de Europa occidental:

    • Tapar los espejos, para no demorar la partida del
      difunto.
    • Abrir todas las persianas y correr las cortinas de
      la casa, para no obstaculizar la salida del alma.
    • Colocar la cama del agonizante paralela a las vigas
      del techo, para facilitar el acceso al cielo.
    • Depositar una moneda en la boca o en el
      ataúd, para comprarle, simbólicamente, al
      muerto los bienes que
      deja, evitando futuros reclamos de ultratumba.

    La tradición oral igualmente ha hecho de los
    fantasmas eficaces "Correos de Muerte".

    El historiador francés Philippe Ariés
    mantiene que

    "(…) algunos presentimientos de
    muerte tenían carácter maravilloso: uno en
    particular no engañaba, la aparición de un
    espectro, aunque sólo fuera en sueños"

    .

    A partir de lo escrito podríamos suponer que toda
    aparición fantasmal implicaba, irremediablemente, un
    profundo sentimiento de terror, pero parece que no ha sido
    así en todas la épocas.

    Es muy común advertir entre la gente una
    férrea seguridad cuando
    afirman que tal o cual comportamiento
    nos viene dado desde los orígenes del tiempo, asegurando
    que los gestos, actitudes,
    temores y creencias —colectivamente compartidos en la
    actualidad— son eternos, ahistóricos, inamovibles y,
    por lo tanto, naturales. Pero, a menos que queramos caer
    en anacronismos, debemos admitir que todo eso es
    falso.

    Conceptos como los de fantasmas,
    Más Allá,
    espectros, e incluso muerte, fueron
    pensados y sentidos de muy diferente manera según las
    épocas; y los comportamientos derivados de esas
    conceptualizaciones son muy distintos a los que nosotros (hombres
    y mujeres de principios del siglo XXI) podemos considerar
    naturales, racionales o moralmente
    aceptables
    .

    A partir de estas premisas, historiadores como Philippe
    Ariés y Michel Vovelle, han intentado interpretar y
    explicar las diferentes actitudes que el hombre ha
    adoptado ante el fenómeno irreversible y universal de la
    muerte. Tal como lo señalara el rey Alfonso X
    (1254-1284),

    "El relámpago de la muerte no
    miente y sus rayos no yerra".

    Inevitablemente, cada uno de nosotros tendremos que
    bailar esa tan famosa Danza Macabra que, desde el siglo
    XIV, ha sido ilustrada en el occidente cristiano cientos de
    veces. Sin embargo, lo interesante es que no siempre la hemos
    danzado al ritmo de la misma melodía. Las actitudes ante
    la muerte —y ante los muertos— han sufrido cambios
    con el correr de los siglos, y la tan temida Parca no
    siempre fue recelada y resistida, como lo es
    actualmente.

    Ya lo señaló P. Ariés cuando
    definiendo las reacciones antiguas y medievales ante el
    óbito (él las describe como atenuadas,
    indiferentes, familiares), las comparó con
    la visión y el imaginario que, desde el siglo XIX, nos ha
    venido acompañando y que se caracteriza por el predominio
    del miedo, e incluso del asco. Es esto lo que motiva a muchos
    sociólogos a hablar de una "muerte
    pornográfica", a la que nadie que se precie
    de tener "buen gusto" puede referirse directamente (se
    acude a eufemismos).

    La muerte se ha convertido en un tema tabú; de la
    misma manera que antes lo era el sexo. Ha sido
    relegada del ámbito de lo público. Ya no se muestra
    tanto, como antaño; e incluso las manifestaciones de
    dolor, duelo, luto y pésame, parecerían lentamente
    ir desapareciendo. Los muertos se han divorciado de los vivos. Se
    los camufla, maquilla y oculta, al mismo tiempo que se revela una
    acentuada individualización del cadáver, muy
    distinta a la que se experimentó a lo largo de la Edad
    Media.

    El estudio de los cementerios enseña que no
    siempre el occidente cristiano reverenció a sus muertos de
    la misma manera. Por ejemplo, durante la primera parte del
    medioevo (siglos V al XII, aproximadamente) el cadáver era
    abandonado en una iglesia, que
    se encargaba de inhumarlo en la nave del edifico, si era un
    personaje de relieve, o en el cementerio (conocido cambie como
    atrium) si era un vecino
    común.

    Las fosas de pobres eran enterramientos
    colectivos de varios metros de profundidad, en las que se
    depositaban los restos envueltos en sábanas (mortajas),
    sin féretros, hasta que quedaban repletas. Una vez
    saturadas de cuerpos, las fosas eran tapadas y se abrían
    otras, que anteriormente habían estado habilitadas. Se las
    vaciaba, y los huesos retirados
    pasaban a formar parte de los osarios, grandes
    galerías en las que, "con todo arte", se
    disponían las osamentas, a la vista de todos los
    transeúntes. Incluso era muy común que esos
    corredores fueran visitados por vendedores ambulantes y
    mercachifles, quienes solían organizar en ellos bailes y
    ruidosas fiestas, entre los restos de sus anónimos
    antepasados.

    Es significativo notar que en documentos
    oficiales se testimonian las reiteradas prohibiciones, que
    emanaban de las autoridades laicas y religiosas, respecto de esas
    concentraciones festivas en terrenos consagrados. Por ejemplo, en
    el año 1231, un Concilio reunido en la ciudad francesa de
    Rúan, protestó y canceló los permisos a las
    fiestas y juegos que se
    practicaban en los cementerios locales.

    Otro contraste muy característico —al
    comparar nuestros rituales funerarios con los que se practicaban
    durante la Edad Media— es que no existía la idea de
    que el cuerpo debiera ocupar una morada física perpetua.
    Para el hombre medieval, no importaba el lugar exacto en
    dónde estaban los huesos de sus abuelos; siempre y cuando
    descansaran en un terreno consagrado por la Iglesia
    Católica, o se ubicaran cerca de algún personaje
    santo. Lo espiritual primaba sobre lo corporal y el
    cementerio no parecía representar en el imaginario
    colectivo el sitio lúgubre, maloliente y
    potencialmente peligroso que más tarde llegó a
    ser.

    Si bien la indiferencia por anonimato medieval de la
    tumbas perduró casi hasta el siglo XV, de manera gradual
    —y sin ser percibido por nadie— a partir de la
    XIIº centuria se empieza a advertir el resurgimiento de las
    inscripciones funerarias; ésas que individualizaban a los
    restos de la persona fallecida. Esa práctica
    —desaparecida en Europa durante casi novecientos
    años— reinició un camino que nos trae a la
    actualidad.

    El renovado interés por el individuo
    —notado en la aparición de la efigie funeraria, a
    partir del siglo XIII — irá tomando fuerza durante
    los siglos XIV y XV, paralelamente a la afirmación de un
    nuevo estamento social: la burguesía comercial y
    financiera de la Baja Edad Media.

    La organización y administración de los cementerios, ligados
    a la Iglesia hasta el siglo XVIII, estarán durante la
    Modernidad
    asociados a un individuo que pretende —en caso de que su
    poder económico y social se lo permitiera—
    trascender la muerte, exaltando, dramatizando y transformando el
    recuerdo de su propia persona.

    Por lo pronto, cuando a los vivos no les interesó
    la ubicación exacta de sus tumbas, tampoco a los muertos
    les preocupó que sus restos tuvieran un espacio definido y
    privado, donde reposar eternamente; ni exigieron nada al
    respecto
    . Las espectrales solicitudes, que tantas leyendas
    populares ponen en boca de almas angustiadas, son el producto de
    períodos y épocas específicas, que se
    asocian con la exaltación del individualismo
    (tan propio de la antigüedad grecolatina y del renacimiento
    de los siglos XV y XVI).

    Fantasmas Antiguos y
    Modernos

    H. P. Lovecraft, en El Horror Sobrenatural en la
    Literatura
    , argumenta lo siguiente:

    "Todas las ficciones se encarnaron primeramente en la
    poesía,
    y es por eso mismo que sorprende encontrar la irrupción de
    los elementos sobrenaturales en la literatura clásica. Es
    bastante curioso, sin embargo, que la mayoría de los
    ejemplos estén en prosa, tales como el caso del hombre
    lobo de Petronio (460 a.C.), los pasajes aterradores de Apuleyo
    (114-186 d.C.), la breve pero famosa carta de Plinio
    el Joven a Lucas Sura (siglo I d.C.), y la rara
    compilación De los Hechos Maravillosos del liberto
    griego Flegón, al servicio del
    emperador Adriano"
    .

    También Homero, en la Odisea, nos
    relata el descenso de Ulises a los infiernos; y las apariciones
    de espectros tienen lugar en las narraciones de Esquilo
    (524-546 a.C.), de Sófocles (496-405 a.C.) y
    Eurípides (486-407 a.C.).

    Pero detengámonos un poco en la que quizás
    sea la historia de fantasmas más conocida de la literatura
    grecolatina, y que nos fuera transmitida por el orador y
    estadista romano Cayo Plinio Cecilio Segundo, más
    conocido como Plinio el Joven, que viviera entre los
    años 61 y 114 de nuestra era.

    En una de sus famosas cartas, Plinio
    cuenta:

    "[…] En Atenas había una casa muy grande, en
    la que durante la noche atemorizaba a sus habitadores (que
    acababan por abandonarla) con ruidos de hierro y de
    cadenas y con golpes, un viejo asqueroso de cabello y barba
    horribles.

    Arredóla Atenodoro, filósofo que
    sabiendo lo que pasaba, quiso habérselas con el fantasma.
    Apareció éste […] y, siguiéndolo
    Atenodoro, desapareció. Señaló Atenodoro el
    sitio donde desapareció el fantasma. Al día
    siguiente hizo cavar en el punto señalado y hallaron
    debajo de la tierra, entre
    grillos y cadenas, los restos de un cadáver. Recogidos y
    sepultados quedó libre la casa de espectros y ruidos"

    .

    Este relato en particular llama la atención por las increíbles
    similitudes que guarda con posteriores narraciones sobre
    fantasmas, especialmente con aquellas escritas en los siglos
    XVIII y XIX. La Novela Gótica y la
    Ghost Story —inauguradas por Horace Walpolle
    en 1764 y Joseph Sheridan Le Fanu— repitieron en numerosos
    cuentos la estructura argumental de Plinio, aunque trasladando
    deliberadamente el relato al espacio de la ficción
    literaria.

    La casa encantada, los ruidos de cadenas y
    la solicitante figura del espectro, pasaron a ser una
    parte básica de todas las historias sobrenaturales en las
    que intervenían las almas en pena de los
    muertos.

    Por lo pronto, la historia del filósofo Atenodoro
    ostenta tres características que, comparadas con los
    relatos posteriores, nos resulta interesante señalar y
    explicar.

    r
    En primer lugar
    , lo que nos llama la atención es
    la preeminencia que se le otorga al sentido de la vista.
    El protagonista / testigo ve al espectro,
    convirtiendo dicho acto en una prueba segura de veracidad. Es la
    visión —y no otro sentido– el que le permite
    al pensador griego entender las reales motivaciones del
    desgreñado anciano que se le aparece.

    Esta relación visual con el espectro
    contrasta profundamente con el tipo de contactos que los hombres
    —supuestamente— mantuvieron con seres sobrenaturales,
    durante la Edad Media y principios de la modernidad. Lucien
    Febvre, en un apartado de su libro sobre la
    historia de la incredulidad —subtitulado "Olores,
    sabores, sonidos"
    —, refiriéndose al tema que
    nos ocupa establece que durante el siglo XVI

    "[…] no se hablará de una poesía
    dominada por el sentido de la vista. No, no aparecen esas
    evocaciones de fantasmas, de siluetas lívidas, perfiladas
    sobre fondo sombrío, a la manera de las litografías
    románticas; y sí, en cambio, rumores,
    ruidos y silbidos"
    .

    Y a continuación cita un poema del francés
    Pedro de Ronsard (1524-1585) que dice:

    "Por la noche los flamantes
    fantasmas

    que castañean sus
    furiosos picos

    empavorecen mi alma con sus
    silbidos […]".

    La comparación entre el texto de Plinio y el
    imaginario de fines del medioevo y principios de la Edad Moderna,
    anuncia —después de una lectura
    atenta— una relación con lo invisible que se
    sustenta en sistemas epistemológicos y metafísicos
    muy diferentes.

    Tanto Atenodoro (siglo I d.C.) como los estudiosos y
    juristas de la modernidad tardía (siglos XVII y XVIII),
    comparten un mismo problema, es decir, el de la
    visión. En ambos contextos culturales se
    iguala lo real con lo visible
    , otorgándole al
    ojo mayor preponderancia que a los otros órganos
    sensoriales del cuerpo. "El conocimiento, la
    comprensión, la razón
    (a diferencia de la Edad
    Media) se establecen mediante el poder de la mirada, mediante
    el ego y el yo del sujeto humano […]"
    .

    r
    En segundo lugar
    , están los requerimientos que
    hace la aparición.

    Plinio describe a un fantasma preocupado, en
    última instancia, por su anonimato. Las materializaciones
    del anciano persiguen algo que sólo Atenodoro logra
    dilucidar, y es encontrar sus huesos, desenterrarlos y —de
    alguna manera— identificarlos a través de una
    sepultura visible, conocida y pública. Sólo
    después de eso "(…) quedó libre la casa de
    espectros".
    Por lo tanto, lo que importa en este caso es
    el individuo; importan sus huesos y la posibilidad
    de trascender a la muerte de un modo singular. Son estas
    características las que permiten reconocer profundas
    diferencias con las prácticas funerarias medievales, que
    hacían de las fosas comunes, y los osarios, sitios
    colectivos y anónimos; espacios de
    indiferenciación, en donde cientos de cuerpos se mezclaban
    denotando un interés sólo dirigido a las almas de
    los difuntos.

    En este punto se hace necesario aclarar que, si bien es
    cierto que desde Pitágoras (582-504 a.C.),
    los órficos y las religiones
    mistéricas, pasando por Platón
    (429-347 a.C.) y su idealismo,
    existieron en el mundo griego y latino tendencias a enfatizar la
    importancia del alma en detrimento del cuerpo, la ortodoxia
    clásica continuó postulando la importancia del
    reposo corporal, indispensable para el descanso eterno y el
    recuerdo personal.

    r
    En tercer y último término
    , el discurso
    de Plinio no deja entrever ninguna referencia —directa o
    indirecta— a demonios, u otro tipo de seres en esencia
    malignos.

    En su carta a Lucas Sura, no se asocia al
    fantasma del anciano con entidades demoníacas, como tiempo
    después lo estarían (especialmente después
    del siglo XVI; y por influencia de los libros de
    demonología, que tanto iban a alterar el imaginario
    referido a los aparecidos).

    Por todo lo dicho, el testimonio de Plinio señala
    una etapa importante en el devenir de la creencia en fantasmas;
    encontrando en ella más puntos de contactos y similitudes
    con leyendas contemporáneas, que con las medievales y
    modernas

    Lejos de los vampiros del siglo XVII —e incluso de
    los íncubos y súcubos de los siglos XV y XVI—
    el fantasma de Atenodoro y sus desatanizadas apariciones
    no recrean la atmósfera de terror
    sobrenatural que más tarde producirían las
    fracturas practicadas en la línea de frontera existente
    entre los vivos y los muertos.

    Los Fantasmas del
    Purgatorio

    Las concepciones espirituales del cristianismo
    medieval, edificadas en parte sobre el neoplatonismo, exaltaron
    la importancia de las visiones del Más Allá,
    dándole a las apariciones una gradual autonomía
    respecto de los poderes de Dios para retenerlas en el
    Paraíso o en el Infierno. Este proceso —que
    exacerbó la presencia del mundo espectral en la cultura
    occidental— se encuentra íntimamente relacionado con
    la invención de un tercer espacio imaginario de la
    geografía de ultratumba: el
    Purgatorio.

    El historiador francés Jacques le Goff —que
    estudió el nacimiento del purgatorio— ubica
    cronológicamente la aparición del mismo en el
    ultimo tercio del siglo XII; y considera que fue el tratado de un
    monje cisterciense inglés
    —titulado El Purgatorio de San Patricio,
    escrito en 1190— el texto más importante a la hora
    de explicar la exitosa difusión del concepto.

    Escribe el medievalista francés:

    "El verdadero nacimiento del Purgatorio se produce
    durante una mutación de la mentalidad y de la sensibilidad
    en el paso del siglo XII al siglo XIII, especialmente durante una
    modificación profunda de la geografía del
    Más Allá y de las relaciones entre las sociedades
    de los vivos y la sociedad de los muertos"
    .

    En aquella época muchas cosas estaban mutando. La
    llamada revolución comercial (siglos XI-XIII)
    alteró profundamente no sólo las relaciones que
    refiere Le Goff, sino también la forma que los hombres
    tenían de relacionarse entre ellos y con el mundo. Se
    estructuró un nuevo individuo, una nueva clase de hombre,
    que no temió practicar un mercado con Dios,
    y exigirle al Creador la posibilidad de romper con el
    inalterable destino del alma en lugares que, como el
    Paraíso o el Infierno, no daban alternativa al
    arrepentimiento o a la negociación. Esos eran sitios a los que se
    iba sin pasajes de vuelta.

    Pero el Purgatorio, con su aparición,
    modificó el tablero por ser

    "[…] un lugar abierto cuyas
    fronteras no se ven […] y de la que se sale y escapa"

    .

    Surgía así (siglo XII), en el corpus
    dogmático del cristianismo, una instancia trascendente que
    hacía posible las esporádicas intercomunicaciones
    con los muertos. Doscientos años más
    tarde,

    "[…] con el renacimiento se contempló el
    retorno de los aparecidos porque el Purgatorio ya no
    parecía seguir funcionando como lugar de encierro de las
    almas en pena. Algunos historiadores del siglo XVI han puesto de
    relieve la reanudación de los vagabundeos y las danzas de
    los espectros en los cementerios, escapados del tercer espacio de
    la geografía de ultratumba"
    .

    El
    Miedo a los Fantasmas

    Hacia principios de la Edad Moderna, Europa y su
    heterogénea sociedad se vio inmersa en un complicado
    proceso cultural en el que la incertidumbre se convirtió
    en una de sus notas esenciales. La Reforma Protestante se
    proyectó como una sombra amenazante y alternativa,
    rompiendo el secular monopolio que
    el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se
    avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las
    fronteras mismas de la cristiandad. A los moros y paganos del
    mundo exterior se sumaban ahora los acólitos de
    Martín Lutero, armados con sus duras críticas a la
    Iglesia Católica y sus tradiciones en crisis. La economía se afianzaba
    en un capitalismo
    comercial que, desde los siglos XII y XIII, venía
    produciendo profundas transformaciones en el modo en que los
    hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna y
    el status que los propios pobres (indigentes)
    tenían en la sociedad ( gradualmente el pobre se
    convirtió en una amenaza y en el depositario de todas las
    sospechas). Por su parte, las ciudades adquirieron la relevancia
    que habían perdido desde los días del imperio romano y
    el rol del Estado se agigantó, abarcando ámbitos
    que, hasta hacía poco, estaban reservados exclusivamente a
    la institución religiosa.

    Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este
    contexto de ciudad sitiada (como dice Jean
    Delumeau), el catolicismo reaccionó desplegando un
    programa de
    rigurosa moralización y de una vida cristiana más
    ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia conservadora ante el
    cambio la que terminó demonizando a todos los
    contrincantes y ayudó a que se desatara una violenta
    persecución de herejes. Por otro lado, la intolerancia se
    dio también en los territorios reformados por el
    Luteranismo, en los que el acoso religioso y la
    satanización del enemigo confesional encontraron
    fértil terreno para el despliegue de juicios
    sumarísimos y hogueras.

    No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de
    los siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos
    teológicos, jurídicos y políticos contra los
    supuestos miembros de sectas satánicas. También la
    demonología alcanzó su más alto grado de
    sutileza y perfección intelectual durante la modernidad.
    Obras de influyentes demonólogos vieron multiplicar sus
    ediciones, testimoniando así el éxito que
    tenían entre la elites cultas —religiosas y
    laicas—, como así también entre los sectores
    populares, gracias a las ediciones baratas y demás
    mecanismos que permitían ampliar la circulación de
    dichos contenidos.

    El miedo al Diablo se incrementó, y junto con
    él una serie de fantasías morbosas influenciaron el
    imaginario de una sociedad que observaba cómo se alteraba
    su entorno moral, social, político y económico.
    Íncubos y súcubos —demonios asociados al
    sexo—, sacrificios humanos, pactos demoníacos,
    necrofilia ritual y espantosos espectros de ultratumba, afectaron
    progresivamente la sensibilidad y actitud del hombre ante las
    maravillas.

    En este punto quisiéramos detenernos para
    intentar explicar la forma en que la difusión de la
    lectura influyó en la construcción de la figura del
    fantasma como entidad maligna.

    LIBROS Y
    FANTASMAS

    Los libros han ejercido desde la Edad
    Moderna —y ejercen todavía— un poderos influjo
    en los hombres. No sólo con sus textos, sino
    también con sus formatos (soportes materiales de
    lo escrito), la palabra impresa supo condicionar actitudes y
    reacciones, consolar desilusiones y estimular la
    imaginación de una buena parte de los europeos, entre los
    siglos XV y XVIII. Cumplió un papel silencioso
    —aunque nunca pasivo— en los complejos procesos
    culturales que condujeron a la occidentalización del
    imaginario extraeuropeo, y a la cristianización de las
    comunidades rurales que, dentro de Europa, seguían
    conservando —en plena modernidad— creencias, rituales
    y festividades de raíces claramente paganas. El
    condicionamiento de la palabra escrita tuvo, así mismo, un
    rol significativo en la construcción de la frontera
    levantada entre lo real y lo irreal. Por lo tanto, una
    aproximación a estas influencias puede decirnos mucho
    acerca del lugar y función que los espectros tuvieron en
    dichas sociedades.

    Es sabido que el relato verbal
    excitó la imaginación de los oyentes
    durante siglos. Al respecto, Louis Vax
    escribió:

    "[…] Lo llamado fantástico no tiene el mismo
    significado cuando se refiere a una imagen que cuando se aplica a
    la narración […]. El hombre no reacciona de la misma
    manera ante una tela pintada y ante una historia […]. Mientras
    que los espectadores de la Edad Media no ignoraban el
    carácter imaginario de las obras de arte y la aceptaban
    como tal, las narraciones de hechos fantásticos eran
    tomados al pie de la letra"
    .

    Pero la imprenta —difusora
    fundamental del texto impreso— ofreció un soporte
    (el libro) que prestó mayor
    convicción a los contenidos extraordinarios de cientos de
    relatos que venían circulando en la tradición oral
    europea, desde hacía siglos. Creencia y rumores se
    plasmaron en tinta y papel, convirtiéndose en
    testimonios seguros de
    veracidad
    .

    El éxito editorial de muchísimos de esos
    textos —y las cuantiosas ganancias obtenidas por editores,
    libreros y buhoneros— permitieron y obligaron a que las
    obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor parte de
    la Edad Moderna.

    En formatos elegantes y ediciones costosas —como
    también a través de opúsculos, pliegos
    sueltos o almanaques—, cientos de obras se readaptaron para
    un público no experto en el arte de la lectura,
    facilitando la transmisión, conservación y supuesta
    confirmación de las múltiples amenazas que se
    encarnaban en demonios, brujas y fantasmas.

    Hoy sabemos que la gente tenía un acceso a lo
    escrito mucho más amplio de lo que se creía hasta
    hace poco. Por ello es posible arriesgar que, la difusión
    de los textos arriba indicados, sirvieron de plataforma a
    creencias, gestos y actos que en la actualidad se nos pueden
    antojar como inverosímil.

    El poder de los libros era
    múltiple
    . Por un lado, la palabra escrita se
    encontraba rodeada de una mística que hacía de la
    lectura un acto cuasi-religioso, en donde el temor y el respeto
    se confundían dando vía libre a la credulidad
    más absoluta, permitiendo la convivencia con los aspectos
    maravillosos o soportando los temores que generaba lo
    sobrenatural.

    La interacción entre lo imaginario y lo real
    —esa mezcla sin solución racional entre dos
    realidades distintas, la del lector y la del texto— no
    cesaba una vez cerrado el libro. El compromiso emocional que se
    le imprimía a la lectura (ya sea en voz alto o en voz
    baja), prolongaba y alimentaba la secular concepción
    mágico-religiosa del universo.

    Por otro lado, la conjunción de la
    palabra escrita y el dibujo
    (los grabados) se constituyó en un instrumento muy
    influyente de propaganda
    contra los conventículos satanistas, que invocaban
    (dentro del delirio tremendistas de muchos) a los muertos, en
    ceremonias necrofílicas. Las posibilidades técnicas
    de reproducir imágenes
    en el interior —o tapas— de los libros, permitieron
    que la credulidad supersticiosa exacerbara aún más
    el temor ya presente en la sociedad.

    Esos libros, que referían sucesos fuera de lo
    común, explotaron el poder que la imagen y el texto
    encerraban; materializando gráficamente, ante los ojos
    sorprendidos de lectores u oyentes, peligros físicos,
    riesgos
    morales, prejuicios y miedos.

    Como hemos visto, una lectura emocionalmente
    comprometida volvía muy poco factible la duda, y casi
    nadie criticaba a las sabias autoridades que publicaban
    esos trabajos. La necesidad de comprobar a través de la
    experiencia todo aquello que se sostenía por escrito no
    estaba considerado un paso obligatorio. No obstante, esta
    situación recién empezaría a cambiar hacia
    fines del siglo XVII, aunque conservando muchas conductas que
    impedirían el asentamiento de la duda y la
    incredulidad en el seno profundo de la
    sociedad.

    Es evidente que no leían de la misma forma que
    nosotros, ni la actitud ante lo escrito era idéntica. Sus
    ideales, supuestos y nociones básicas los conducían
    a interpretaciones que hoy rechazaríamos de plano. Como
    bien escribe Robert Darnton:

    "Los esquemas interpretativos dependen de las
    cambiantes configuraciones culturales, a lo largo del tiempo.
    Mundos diferentes, leen diferente"
    .

    Y fueron esas lecturas modernas, esa nueva manera de
    acceder a lo escrito, lo que terminó por rodear a los
    fantasmas de las características negativas que
    conservarían por siglos.

     

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