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Aproximación al devenir histórico de los fantasmas en el imaginario de la Cultura Occidental (página 2)



Partes: 1, 2

LA
SATANIZACIÓN DE LOS FANTASMAS

Inscriptos en la antigua tradición de los
sueños proféticos, los más viejos relatos de
fantasmas
—que hemos podido detectar durante la Edad
Media— nos los muestran predominantemente
noctámbulos, ruidosos, inquietantes, pero absolutamente
inofensivos.

Recién a partir del siglo XV este panorama
ontológico de ultratumba empezaría a cambiar, y los
espectros serían absorbidos por los maleficios de las
brujas, convirtiéndose en otros de los tantos agentes del
Demonio.

En 1486, dos inquisidores sumamente celosos de su
trabajo
—Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger— publicaron una
de las obras más influyentes y controvertidas de la
literatura de
demonología, el Malleus Maleficarum o
Martillo de las Brujas, que de inmediato
pasó a ser un texto de
consulta obligada en todos los inquisidores dedicados a la caza y
erradicación de la tan temible
herejía
.

Ese libro,
reeditado sucesivamente durante casi trescientos años,
reinterpretó la función
—hasta entonces inocua— de los fantasmas,
catalogándolos como demonios menores, capaces de
poner en peligro el alma y el
cuerpo de los buenos cristianos.

Al respecto, Kramer y Sprenger, escribieron:

"La nigromancia es la convocatoria de los muertos y
la conversación con ellos, como lo demuestra su
etimología; porque deriva de la palabra griega NEKROS, que
significa cadáver y MANTEIA, que quiere decir hechizo
sobre la sangre de un
hombre o de un
animal, sabiendo que el demonio se deleita en tal pecado y adora
la sangre y su derramamiento. Por lo cual, cuando creen que
llaman a los muertos del infierno para responder sus preguntas,
quienes se presentan y ofrecen esas respuestas son los demonios
con el aspecto de muertos"
.

Como puede observarse con esta cita, lejos estamos de
las vagas apariciones de la antigüedad, o de los espectros
moralizadores de la literatura europea del siglo XIX. Desde la
época del Malleus —o los textos de
eruditos demonólogos, como Alfonso Spina (1460) o
Nider (1470)— el fantasma se volvió agresivo
y quedó asociado con la culpa, el pecado y el castigo
eterno.

Visiones espantosas empezaron a desfilar en los libros del
siglo XVI, en donde los muertos —envueltos en mortajas y
sudarios— asesinaban e incluso devoraban a los audaces
pecadores que los convocaban. Lucien Febvre habla de
pánicos absurdos y de una sucesión de
miedos que influenciaron incluso la literatura
autobiográfica de la época. Además, el miedo
a los espíritus —que las comadres no cesaban de
referir cada vez que podían—, se trasladó a
la noche (ahora poblada de hechizos y fantasmas).

"La misma lectura del
almanaque era un manantial de temores, dándose cuenta de
ello en la propaganda
política y
religiosa del siglo XVI"
.

Famosos o anónimos, los hombres y mujeres de las
postrimerías de la Edad Media tenían sus ojos
abiertos a lo invisible; y por ello desplegaron un arsenal
exorcizante de palabras, invocaciones y rezos, a fin de manipular
o expulsar del mundo de los vivos las nutridas manifestaciones de
la sociedad de los muertos.

El historiador Philippe Contamine recoge un relato de la
autobiografía de un burgués de la ciudad de
Augsburgo, llamado Burkard Zinck, en el que describe el
insólito encuentro con un fantasma, mantenido en un bosque
de Hungría (a fines del siglo XIV o principios del
XV).

Según Zinck, en cierta oportunidad se
internó en la espesura siguiendo a dos caballeros que no
conocía, y que le precedían en el camino. A poco de
andar, el burgués sostuvo haberles visto
desvanecerse, encontrándose de súbito, al
anochecer, rodeado por dos jabalís amenazantes ante un
lúgubre castillo. Invocando a Dios en su ayuda, el
castillo desapareció instantáneamente en el
aire,
dibujándose a su lado un sendero que le permitió
salir de aquel mal trance.

"Comprendí entonces
–escribió— que había sido
engañado y que había seguido a dos fantasmas al
cabalgar tras los dos personajes por el bosque. Al implorarle a
Dios y hacer la señal de la cruz, todo aquel simulacro
desapareció ante mis ojos"
.

Los fantasmas engañan, crean ilusiones, manipulan
los sentidos. Desorientan y confunden, poniendo en
práctica las mil artimañas del demonio para tentar
y condenar a los hombres.

El fantasma moderno es también una
figura muy interesante desde el punto vista simbólico, ya
que sus repetidas apariciones en los textos de la época
testimonian la permanente presencia de terrores subjetivos,
relacionados con la imaginación y la angustia, que casi
siempre quedan asociadas a la idea de Caos y
muerte. Este es quizás el motivo por el cual
las supuesta apariciones espectrales eran —y
son— mayores durante las horas nocturna, momento en el que
el sentido de la vista queda atenuado y, por consiguiente, la
capacidad de compresión se aletarga; las barreras
protectoras a la tentación se debilitan y las pulsiones
inconscientes del individuo
pujan por manifestarse en actos y pensamientos
"prohibidos". Paralelamente, se experimenta un aumento del
temor al castigo (muy propio cuando entre el deseo y las
prohibiciones se produce un desequilibrio).

El fantasma simboliza una ruptura en el plano
ético / religioso, ya que rompe con la supuesta paz
eterna en el Más allá
, fracturando el ascetismo
postmortem , tan difundido por el cristianismo.
El espectro, asociado así al mundo terrenal, queda
conectado con lo material, con el mundo de las cosas,
testimoniando —indirectamente— cierta
insatisfacción por la vida eterna en el Reino de los
Cielos
.

Conocer las causas de esa insatisfacción se
convirtió en la meta de muchos
estudiosos, que pretendieron enfrentar exitosamente el regreso de
los muertos.

Un manual de
exorcismo escrito por el Dean de Tornai, hacia 1450, titulado
Livre D’Egidius, contiene una serie de
preguntas para hacer a los "condenados". Preguntas que denotan
una confusa relación entre curiosidad y temor.

Algunas de las consultas son las siguientes:

"A un alma del
Purgatorio:

1] ¿De quién eras, o has
sido, el espíritu?

2] ¿Hace mucho que estás
en el Purgatorio? (…)

13] ¿Por qué has venido
aquí y por qué te apareces aquí y no en otra
parte?

A un condenado:

1] ¿Por qué has sido
condenado a suplicios eternos? (…)

5] ¿Tratas de aterrorizar a los
vivos?

6] ¿Deseas la
condenación de los vivos? (…)

9] En el infierno, entre los
sufrimientos, ¿cuál es el más pesado?
(…)"
.

Esta cita señala un hecho a tener muy en cuenta:
en el imaginario de la época —siglo XV— no
sólo era posible evadir los muros permeables del
Purgatorio, sino que el infierno mismo parecía haber
perdido su carácter de lugar herméticamente
cerrado
. Aparentemente, con el permiso de Satanás, los
espectros más nefastos podían manifestarse ante los
vivos, causando angustias y terrores sin par.

Durante el siglo XVI —y dentro de la inmensa
bibliografía referida
al tema de la brujería y la
demonología— es factible encontrar un
número bastante significativo de libros (o
capítulos de libros) que tratan específicamente el
tema de los fantasmas. No todos sus autores son fervientes
creyentes; algunos critican la credulidad exagerada; otros, con
tono irónico, se burlan explícitamente de dichos
relatos, intentando las primeras explicaciones racionales al
tema. Por último, un grupo
mayoritario fluctúa entre la credulidad y el escepticismo,
evidenciando una vacilación intelectual muy propia de un
período en que la razón empezaba a resolver
problemas que
antes no se planteaban como tales. La posibilidad de negar la
influencia real de lo invisible en la vida cotidiana se hallaba
obstaculizada por la inexistencia de herramientas
conceptuales adecuadas, y aceptadas por todos.

Pierre de Loyer, Consejero de la Sede Presidencial de
Amberes
, escribió en 1586 un tratado sobre espectros,
apariciones, ángeles y demonios, de gran impacto en su
época. La obra, Livre des Spectres ou Apparitions et
Visions d’esprits, Anges et Démons se monstrant
sensiblement aux Homex
(Amberes, 1586), plantea una
interesante diferenciación entre dos términos que,
generalmente, se toman por sinónimos: "fantasmas" y
"espectros".

De Loyer sostiene que

"El fantasma es el producto de la
imaginación de insensatos o melancólicos que se
persuaden de lo que no es; en tanto que un espectro es una
verdadera imaginación de una sustancia sin cuerpo
que se presenta sensiblemente a los hombres en contra del orden
de la naturaleza y
produce espanto"
.

Con este párrafo, el autor acerca sus opiniones a
escritos que —como los del español
Torquemada, en Jardín de las Flores Curiosas
(1570)— pretendían probar la influencia del Demonio
en los casos de fantasmas. Para ello acudían a los muchos
ejemplos que empezaban a circular por distintas partes de
Europa.

Cuenta Torquemada que en la ciudad de salamanca
existía una casa, en la que vivían dos
jóvenes de "singular belleza", donde empezaron a
escucharse extraños ruidos. Inquietos por ello, llamaron
al alcalde y otros veinte hombres para registrar la propiedad.

"[…] Y hetelos aquí que apenas habían
llegado […] se oyó un gran ruido y
empezaron a lanzarles piedras, obligándoles a dar saltos,
más sin hacerles ningún daño.
Volvieron a comprobar cuál era la causa de tal lluvia de
piedras; más aunque no encontraron a nadie, siguieron
cayendo […]. Uno de ellos sintiéndose más osado,
lanzó una piedra hacia la casa diciendo: si esto es
obra tuya, oh Diablo, arrójame esta piedra
. Y cuando
esto ocurrió ya no quedó ninguna duda de que la
casa estaba invadida por demonios […]"
.

Espectros y endemoniadas entidades invisibles eran
hechos de la realidad en el universo
mental de los dos autores citados. Si bien de Loyer
pretendía hacer una clara diferenciación entre
ilusiones insustanciales y seres sin cuerpo,
tiende a inclinar la balanza hacia los últimos,
reconociendo así la posibilidad de tener potenciales y
espantosos encuentros con espectros. Tanto es así que en
otro de sus párrafos indica:

"Sí hay miedo justo y legítimo a los
espíritus que se aparecen en una casa, perturban el reposo
e inquietan en la noche, por tanto, si el miedo no hubiese sido
vano y el inquilino tuviera alguna ocasión de temer, en
tal caso, el inquilino quedará libre de los alquileres
pedido […]
.

Como jurista, de Loyer se vio forzado a discurrir sobre
las responsabilidades que tenían los inquilinos que
—ya sea por causa de ilusiones o fantasmas
molestos
— abandonaban las casas arrendadas antes del
plazo estipulado por el contrato. Estas
disposiciones judiciales crearon, a comienzos de la modernidad, una
bien documentada jurisprudencia
que inclinó a los abogados y jueces a favor de aquellos
que denunciaban "molestias sobrenaturales" en sus
hogares.

Así, los fantasmas —o mejor dicho, los
espectros, respetando la clasificación dada por el
Consejero de Amberes— pasaron a ser parte de los
expedientes judiciales de la época.

Pero también es cierto que existieron detractores
a tales creencias, que intentaron explicarlas de otra
manera.

En un libro escrito por Loys Lavater, un ministro
protestante de la iglesia de
Zürich, pueden encontrarse argumentos de orden
teológicos (no jurídicos) que echan por tierra la
tradicional certeza de las apariciones.

Lavater, al negar —como protestante que era—
la existencia del Purgatorio, elimina de plano la posibilidad del
regreso. Así mismo negaba rotundamente el
hecho sugerido en el manual de exorcismos antes citado, respecto
de poder salir
del Infierno; ya que —según él— nadie
recibía ayuda en los dominios de
Satán
.

Para combatir los argumentos de sus enemigos
confesionales, Loys Lavater publicó —en la segunda
parte del siglo XVI— una serie de libros, de gran tirada en
su época. El primero es de 1570 y llevaba por
título: De Spectris, Lemuribus et Magnis Insolitis
Fragonibus
[Ginebra]. Un año más tarde, en
1571, la imprenta de
Fr. Perrin le publicó una colección de tres tomos,
titulada Trois Livres des Apparitions des Esprits,
fantosmes, Prodigues et Accidens Merveilleux qui précedent
souventes fois la mort de qualques personaje renommé aun
grand changement es coses de ce monde
. Finalmente, en
1659, volvió a publicarse su primer tratado, aunque con el
título cambiado: Theologi eximii de Spextris,
Lemuribus, Variisque Praesationibus tractatus vere
Aureaus
.

Contemporáneos de Lavater, otros autores, como
Cardan (1550) o Pomponazzi (1556), avalaron su postura, pero
desde ángulos distintos.

El primero, intentando explicaciones seudo-naturalistas
(para Cardan los fantasmas serían producto de la
exhalación de los vapores de lo cadáveres
); el
segundo, afirmando que eran ilusiones visuales o errores de
apreciaciones auditivas.

Estas hipótesis —que de alguna
manera racionalizaban el misterio— perdieron influencia
cuando desde fines del siglo XVI —y hasta bien entrado el
siglo XVII— la Gran caza de Brujas se
expandió por Europa. A partir de entonces las obras
publicadas alinearon sus argumentos detrás de textos que,
como el Malleus Maleficarum, hicieron de los
fantasmas manifestaciones ciertas y verídicas del
Maligno.

Sólo a partir de los siglos XVIII y XIX, cuando
la creencia en las brujas y en el demonio cayó en el
descrédito, empezaron a reaparecer testimonios escritos de
duendes, como fenómenos ajenos a la
brujería
.

RUIDOS,
BRUJERÍA Y FANTASMAS

Con títulos sugestivos, pomposos, irónicos
o crédulos, un significativo número de historias de
fantasmas han quedado testimoniadas en la literatura
jurídica, autobiográfica y clerical del siglo
XVII.

Aunque no demasiado extenso, este corpus
bibliográfico
conserva opiniones, anécdotas y
relatos de testigos que facilitan el reconocimiento de
gestos, prácticas, creencias y temores, que sorprenden por
su larga permanencia. Y son justamente esas permanencias
las que, resignificadas por el paso del tiempo,
parecen haber mantenido en el imaginario colectivo temores
ancestrales con muy pocos cambios.

Existe un término que desde hace más de
cuatrocientos años ha venido repitiéndose una y
otra vez. Seguramente, Martín Lutero —que lo
utilizó a principios del siglo XVI— no
imaginó jamás el éxito
que alcanzaría en las centurias posteriores, ni la
controversias que todavía hot suscita en algunos
círculos.

La palabra poltergeist, de origen
alemán, hace referencia —etimológicamente
hablando— a un "espíritu [geist] que
produce ruido [polter]"; a una entidad
traviesa que , progresivamente, fue perdiendo con las
décadas su carácter demoníaco para ser
actualmente interpretada como el producto de un "poder mental
muy desarrollado
", capaz de mover objetos a distancia y que
recibe el nombre técnico de telekinesis.

Si bien no todos los testimonios escritos en el siglo
XVII hacen referencia directa al término
poltergeist —en especial los ingleses, ya que
recién fue incorporado a ese idioma en la primera mitad
del siglo XIX—, un porcentaje muy alto de casos
testimonian sólo ruidos,
olores y movimientos de objetos sin
causa natural aparente alguna, relegando a un lejano segundo
puesto el sentido de la vista.

Así, pues, el poltergeist "se huele",
"se escucha", "se siente", pero rara vez "se
observa"
. La modernidad —arrastrando aún una
vieja costumbre medieval— se resistía a materializar
sus fantasmas.

Hacia fines del siglo XVI, el abogado alemán
Peter Binsfeld —en el Tractatus de
Confessionibus Maleficarum et Sagarum
[Tratado de
las Confesiones de lalhechoret y Brujas
] de 1589—
repetía las justificaciones dadas años antes por
Pierre de Loyer, respecto de la anulación de los contratos de
alquiler, cuando "espíritus ruidosos" alteraban la
tranquilidad de los inquilinos.

Por su parte, el demonólogo francés
Nicholas Remy, impulsado por denunciar y publicar los
males de la brujería —asociada por entonces a los
fantasmas—, escribió en Demonolatreiae
[1595] varios apartados sobre "Duendes",
acompañándolos incluso con ilustraciones que
mostraban a los "traviesos espíritus" desordenando un
salón claramente burgués.

Era esa "inconstancia de los ángeles malvados"
—como los denominaba Pierre de Lancre en
Tableu de L’Inconstance de auvais Anges
[1612]— la que producía incertidumbre; no
sabiéndose nunca qué actos perniciosos
podían esperarse de ellos.

Basada en la obra de Nicholas Remy, el Compendium
Maleficarum
[Manual de las Brujas] de Francesco
María Guazzo —publicado en Milán por
petición del Obispo de la ciudad en 1626— describe
un caso de poltergeist, fechado en el año 1608.

Según F. Guazzo, después de la muerte de
una joven en el pueblo de Callas:

"Una piedra golpeó a una criada en el hombro
[…], una vasija que estaba en la mesa salió volando
hacia ella. Y en toda la ciudad se vieron tejas y trozos de
pizarra arrojados con gran estruendo hasta una distancia de tres
kilómetros (no es que haya muchas tejas y pizarras en las
afueras de callas, pues casi todas las casas de la ciudad tienen
el tejado hecho de hojas de palmera) […]. En el jardín,
un ladrillo salió volando y volcó una mesa
preparada para la cena"
.

Así mismo, Increase Mather, pastor
puritano de la North Church en Boston, y rector de Harvard
entre 1685 y 1701, trabajó copiosamente en la
recolección de casos extraños de aparecidos y
brujas, en épocas de las colonias inglesas de
Norteamérica.

Preocupado por el constante aumento del ateísmo
racionalista. I. Mather publicó en 1684 la
colección titulada An Essay for the recording of
Illustrious Providences
[Ensayo para la
relación de providencias famosas], en la que
pretendió —a través de casos ejemplificadores
(moralizantes)— mostrar la existencia real de
espíritus y brujas. Su lucha intelectual contra los
incrédulos lo llevó a documentar historias de
fantasmas que, según sus propias palabras, estaban en la
época perfectamente probadas. Gracias al celo que
I. Mather le imprimió a su trabajo, es posible disponer
hoy de dos historias ya clásicas de poltergeist. La
primera, conocida como "El Demonio que tiraba
piedras
"; la segunda, hace referencia al caso titulado
"El Tamborilero de Tedworth".

Confirmado por un opúsculo publicado en Londres
en 1698, "El demonio que tiraba piedras" es quizás
el ejemplo más típico de lo que por aquel entonces
se consideraba el accionar característico de un
duende. Las víctimas de los extraños sucesos
fueron los miembros de la familia de
George Walton, quienes durante el verano de 1682 y la primavera
de 1683, se vieron sometidos a una inexplicable lluvia de
piedras, en su mansión Great Island, Newcastle,
Nueva Inglaterra.

Escribe Increase Mather:

"El 11 de junio de 1682, domingo por la noche,
cayó una lluvia de piedras sobre el tejado de la casa de
George Walton. Salieron varias personas, quienes vieron que las
verjas estaban arrancadas de sus goznes, y de repente se vieron
rodeados de piedras. Algunas caían a su lado, otras les
rozaban, pero ninguna llegó a hacerles daño. Aunque
caían con gran fuerza,
sólo le rozaban. Las piedras volaban por la
habitación, a pesar de que las puertas estaban cerradas;
los cristales de las ventanas quedaron hechos añicos por
las piedras, que parecían que procedían de adentro
y no de afuera, y las emplomaduras y barras de las ventanas se
doblaron hacia fuera"
.

Indefectiblemente, estos hechos fueron asociados con el
accionar de las brujas y los actos de malvados
espíritus / demonios. Años más tarde,
la interpretación cambió de sentido;
atribuyéndole causas naturales, no sobrenaturales, como
pretendieron varios escritores de la época, encabezados
por Mather. Se dijo entonces que las piedras habían sido
lanzadas por un pueblo disconforme, que buscaba la
expulsión de Great Island del representante de la corona
británica. Por lo tanto, aquel bombardeo lítico no
estaba dirigido hacia el pobre de G. Walton, sino a su
huésped, Richard Chamberlain, víctima propiciatoria
de las agresiones que setenta años después
desembocarían en la independencia
de las colonias inglesas.

Testimoniado por I. Mather, pero largamente desarrollado
e interpretado por Joseph Glanvill en su libro De
Saducismus Triumphatus
[1683], el caso del
"Tamborilero de Tedworth" refleja claramente la
asociación existente entre fantasmas y
demonios.

Abogado y capellán del rey Carlos II de
Inglaterra, Joseph Glanvill ha sido el autor que más
influencia tuvo en la difusión de la creencia en
aparecidos, demonios y fantasmas, dentro del ámbito
británico. Interesado profundamente en lo oculto,
buscó dar explicaciones a los fenómenos
sobrenaturales, que abundan en su obra; aunque siempre relegando
la vía racionalista y cargando las tintas contra todos
aquellos que se atrevían a descreer en el mundo de
ultratumba, que él daba como "peligrosamente
verdadero
".

Cierta vez Glanvill escribió:

"Cuando más absurdas e
increíbles son estas acciones,
más me convenzo en la veracidad de estas historias y de la
realidad de lo que los incrédulos quisieran
destruir".

Glanvill sitúa el acontecimiento del tamborilero
en la ciudad de Tedworth, Inglaterra, entre los meses de marzo de
1662 y abril de 1663. Las víctimas del extraño
duende fueron los residentes de la mansión perteneciente a
John Mompesson, magistrado de la localidad. Todos testimoniaron
fenómenos inexplicables, los que nuestro autor ligó
—sin dudar— con brujas y vengativos
diablillos.

En la edición
de 1683, un dibujo en
blanco y negro muestra
cómo dos sorprendidos testigos observan sobre la propiedad
a un demonio alado —rodeado de culebras voladoras—
tocando el tan afamado tambor y alterando la paz de la
residencia.

Todo parece que se inició en marzo de 1662 con la
detención de un tamborilero vagabundo a quien Mompesson le
confiscó su instrumento, al encontrarlo culpable de
falsificación de documentos. A
partir de ese momento, la casa del magistrado se convirtió
en un caos: el tambor tocaba solo, los zapatos de los niños
volaban por el aire, los orinales se vaciaban sobre las camas y
persistentes ruidos impedían el descanso nocturno. Los
siguientes párrafos —extraídos del
Saducismus Triumphatus— ejemplificarán
los extraños sucesos que la familia Mompesson
debió —supuestamente— soportar:

"El ruido retumbante de un tambor se repetía
con frecuencia por lo general cinco noches seguidas, y se paraba
otras tres. Se oía a las puertas de la casa, que es de
madera en su
mayor parte. Siempre empezaba cuando iban a acostarse, ya fuera
tarde o temprano. […] El 5 de noviembre de 1662 […] un
criado, observando que en el cuarto de los niños
había dos tablas que parecían moverse, dijo que
quería una, tras lo cual la tabla llegó a un metro
de donde él se hallaba (sin que viera a nadie que la
moviera). El hombre
añadió: No, la quiero en la mano; y la tabla
salió disparada y llegó hasta él. La
arrojó hacia atrás y volvió a sus manos; y
así una y otra vez, lo menos veinte veces, hasta que el
señor Mompesson le prohibió a su criado tales
familiaridades […]. Después empezó a sufrir
molestias otro criado. Estando ese hombre acostado durante las
horas de mayor ruido, alguien intentó arrancar las ropas
de su cama, varias veces en las noches seguidas, de modo que el
criado no paraba de tirar para mantenerlas en su sitio, y varias
ocasiones consiguieron quitarles las ropas y arrojarle los
zapatos a la cabeza. De vez en cuando alguien lo agarraba con
fuerza, como si lo ataran de pies y manos, pero descubrió
que cuando lograba desenvainar la espada y dar una estocada, el
espíritu lo soltaba"
.

Sucesos como los descriptos por Glanville se
repetirán cientos de historias de fantasmas de siglos
posteriores; que no eliminaron el carácter vacilante e
incierto que —hasta hoy— las caracterizan.

Los hechos de Tedworth tendrían también
—durante el siglo XVIII— su propia explicación
racional, y las mujeres de la mansión Mompesson
pasarían a ser la únicas histéricas
responsables de los perturbadores fenómenos. A partir de
entonces, el fraude, la
ilusión o el desequilibrio mental ocuparían
gradualmente el espacio interpretativo de las elites cultas
(americanas y europeas), que se inclinaron hacia soluciones
racionales, desestimando cualquier tipo de injerencia
satánica o trascendente. Aunque, por supuesto, las
denuncias sobre duendes siguieron
registrándose.

La convivencia entre el escepticismo y la credulidad se
volvió cada vez más tensa; y la nueva ortodoxia
científica —que empezaba a imponerse con
fuerza— calificó de supersticiosas a todas las
creencias que contrariaban las doctrinas y prácticas que
esta nueva elite de intelectuales
pronunciaban como únicas valederas.

La ortodoxia religiosa se veía suplantada por
otra nueva: la ortodoxia científica, y con ello los
fantasmas volvieron a modificar su status.

LOS FANTASMAS DEL
RACIONALISMO

Aunque relegados al campo de la ignorancia y la mentira
enfermiza, los fantasmas, durante el siglo de las
luces
(XVIII), no desaparecieron por completo. La
literatura de ficción les brindó un espacio en sus
novelas y
cuentos,
siendo no pocos intelectuales racionalistas los que siguieron
popularizando las leyendas del
folklore local
a través de sesudos estudios, que no parecían
encontrar contradicciones entre la ciencia y
los duendes de la tradición.

Historias y tratados sobre
aparecidos se publicaron hasta la primera mitad del siglo XVIII,
testimoniando que en el imaginario colectivo —urbano y
rural— los relatos de fantasmas —tergiversados,
readaptados, exagerados o criticados— conservaban sus
fuerzas, gracias al rumor y al chisme. Ejemplo de estas obras son
los siguientes títulos:

  • Historical, physiological and theological
    treatise of spirits, apparitions, witchcrafts and other
    magical practices
    [1705], de John
    Beaumont;
  • Historie des imagionations extravagantes de
    Monsier Oufle [1710], del Abad Bordelon;
  • Cruel effects de la vengeance du Cardinal
    Richelieu ou Historie des Diables de Loudum
    [1716],
    de Aubin;
  • Traite sur les apparitions des esprits et sur
    les vampires ou les revenants de Hongrie, de Moravie,
    etc
    [1751], de Dom Calmet.

En su Tratado sobre las Apariciones de los
Espíritus
, el Padre Calmet
escribió:

"Las vidas de los santos están llenas de
personas muertas y si se las quisiera reunir se llenarían
grandes volúmenes […]. Podría amontonar una
multitud de pasajes de antiguos poetas, incluso Padres de la
Iglesia, que han creído que las almas se aparecían
con frecuencia a los vivos […]. Estos Padres creían,
pues, en el retorno de las almas, en sus reapariciones, en su
vinculación con el cuerpo; pero nosotros no adoptamos
su opinión sobre la corporeidad de las almas

[…]"
.

En este párrafo, Calmet se muestra como un digno
representante del racionalismo
de su época, pero acto seguido agrega:

"Aunque con frecuencia haya mucha ilusión,
prevención e imaginación en lo que cuentan de las
apariciones […], no obstante hay realidad en muchas de esas
cosas, y razonablemente no se las puede poner en duda
"

.

Podríamos objetarle a la cita transcripta,
argumentando que quién la escribió era un
sacerdote; y que como tal, su susceptibilidad a los fantasmas era
mayor que en racionalistas laicos. Pero esto es cierto
sólo en parte. Muchos magistrados, médicos y
juristas del siglo XVIII, seguían disertando sobre la
posibilidad de que los cadáveres sangraran en presencia de
sus asesinos, o acerca de la posibilidad de mantener relaciones
sexuales con demonios (íncubos y
súcubos).

Que las lecturas de la Ilustración dejaran
entreabiertas tantas hendijas a fenómenos extraordinarios
puede que nos ayude a comprender mejor a los autores de la
modernidad (siglos XVI y XVII), para quines los fantasmas
resultaban un tanto más aceptables y
cotidianos.

Así todo, el siglo XVIII, el Siglo de la
Razón
, seguía reflejando en muchos de sus
hijos más pródigos un sentido de lo
posible
muy distinto al actual.

EL FANTASMA VICTORIANO

Punto de arribo de tradiciones, representaciones y
formas de ver y organizar el mundo, el siglo XIX
reinterpretó todo, reelaboró una nueva
cosmovisión, y desde ese mismo instante nada fue
idéntico a lo que antes era. Hito singular en la historia de la cultura
occidental, la centuria pasada (XIX) creó las bases de una
sociedad nueva
(que fue nuestra hasta hace relativamente poco tiempo).
Instauró una muy particular manera de conceptuar a la
familia, el cuerpo y la muerte.
Desarrolló un mundo industrializado, en
donde la tecnología empezó a cumplir
un rol protagónico que no había tenido, y
combatió las enfermedades como nunca.
Creó una sociedad urbana inimaginable cien
años atrás, e inculcó una ética
renovada
, menos dependiente de Dios. Propuso paradigmas
—políticos y científicos— que
consiguieron prolongar sus influencias hasta fines del siglo XX,
e impuso un ideal —el del Progreso— que
sirvió de telón de fondo y soporte de toda una
época. Inauguró conflictos
sociales, políticos y económicos, muchos de los
cuales derivaron en revoluciones y guerras ;
desarrolló los ideales del nacionalismo e
impuso —paralelamente a ello— una presión
imperialista que recién se diluiría
—en sus aspectos formales— a mediados de la
década de 1960. Pero, sobre todo, colocó a una
clase social
como modelo: la
burguesía.

Como dice Eric Hobsbawm, el siglo XIX fue
predominantemente burgués en sus hábitos, ilusiones
y sueños
. El emprendimiento y la concreción
de objetivos
personales se convirtieron en exultantes manifestaciones del
propio valer, y el individualismo no se dejó rogar.
Así mismo, un férreo orden social —sumamente
jerarquizado— reglamentó los comportamientos, los
gestos y el imaginario social; haciendo de las apariencias el
resorte necesario para elevar el status dentro de una realidad en
la que la competencia se
convertía en un valor digno de
ser puesto en práctica-

Esta sociedad burguesa, logró impregnar
—con su cultura y forma de ver el mundo— a aquellos
sectores sociales que la combatieron duramente, imponiendo lo que
se ha dado en llamar un aburguesamiento tanto de
los grupos
aristocráticos como de los sectores obreros.

Fue este mundo burgués el que inventó la
intimidad —que era su esencia—;
reorganizó los rituales domésticos —que
calaron tan hondo que se los creyó existentes desde
siempre—; propuso una renovada dualidad entre la
solidez de lo material y la belleza del
espíritu. Elevó la castidad y la represión
del instinto a un punto tal que la hipocresía no pudo
dejar de surgir. El secreto, el pudor, los prejuicios y la
llamada moral victoriana, evidenciaron —con
su difusión— el éxito de esta clase
hegemónica en muchos rincones del planeta. Y, por
supuesto, los fantasmas también se
aburguesaron
.

Después de la sacudida racionalista del siglo
XVIII, y agitada profundamente por el reeditado ideal
clásico, la cultura europea del XIX buscó renovarse
escudriñando, una vez más, en la
imaginación y el sentimiento. Así
surgió el movimiento
romántico
, que se tradujo en un esfuerzo por
rescatar del pasado la perdida nostalgia de la Edad Media;
abriéndose a experiencias estéticas e intelectuales
que solieron inspirarse en lo desconocido, en lo
oculto
, en la noche con sus sombras y misterios. La muerte y
los fantasmas, la soledad y las tinieblas, impregnaron todo por
doquier. El romanticismo
sería —como escribió René
Huyghe— "una fuga de lo real a lo
imaginario"
.

Desde ese momento quedó enunciada la doctrina del
movimiento; y ya no fue el hombre externo
—completo y reflexivo— lo que se puso en juego, sino
que, en lo sucesivo, se distinguiría al hombre
interior
, ése que en su intento por comunicar su alma
con la naturaleza exaltaría las dimensiones de lo
infinito. El genio romántico —a fuerza de querer
franquear los límites de
la razón común, y permitir la intrusión de
lo fastasmático— planteó la
vacilación del cerebro, y
entrevió la locura (en la que muchas veces llegó a
caer).

Imbuido de una gran dosis de irracionalidad, y dotado de
una capacidad excepcional para exaltar el sentimiento, el
romanticismo reinventó el concepto de
fantasma
, otorgándole una serie de cualidades que
—popularizadas desde entonces— impactaron en el
imaginario colectivo, dándonos una imagen hoy
tradicional del mismo.

De esta manera, nació un género
literario que alcanzó un sorprendente desarrollo
entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX: la "Ghost
Story" que, junto a la novela
gótica (de anterior data), sustituyeron a "[…] las
groseras supersticiones por delicadas emociones
artísticas"
.

Asimismo, la
organización de nuevas disciplinas científicas
orientadas al estudio del hombre —tales como la antropología y el folklore—
dirigieron sus arsenales metodológicos hacia las sociedades
"primitivas" de distintas partes del mundo, rescatando del olvido
mitos y
leyendas populares que revelaban una relación con la
muerte (y con los muertos) que se creía perdida en el
entorno occidental. Este mundo de los espíritus
encontró, pues, en la leudante burguesía
decimonónica un medio propicio donde arraigar, intentando
conciliar las contradictorias dosis de espiritualismo y materialismo que
esta clase social encarnaba.

El fenómeno espiritista —conocido desde
tiempos antiguos, e interpretado de diferentes maneras
según el entorno cultural— reapareció en el
seno de la sociedad europea que, imbuida de positivismo,
persiguió a los fantasmas armada con las leyes conocidas
de la física. La
preocupante obsesión por la supervivencia del alma
—que había desvelado el sueño de más
de un pensador clásico, como Pitágoras,
Empédocles o Platón— dejó de ser, para
muchos, un problema meramente filosófico,
transformándose en uno propicio a ser demostrado
científicamente por el materialismo. Los experimentos
espiritistas —origen de la actual pseudo-ciencia
llamada parapsicología— alinearon sus
energías en la búsqueda de pruebas
positivas, que creyeron encontrar en las melodramáticas
sesiones espíritas celebradas en salones y cortes de todo
Europa. En ellas, las almas desencarnadas de los muertos se
comunicaban con los vivos por medio de golpes, martilleos sobre
una mesa y materializaciones ectoplasmáticas;
queriendo con todo ello demostrar la supervivencia del Yo
individual
más allá de la muerte.

Esta moda
—convertida en hobby para unos, y en
profesión para otros— modificó la
manera en que los fantasmas eran conceptualizados; aunque,
básicamente, lo que cambió fue la forma en que los
espectros se evidenciaban. Desde entonces —y hasta las
décadas de 1930-1950— las Almas en Pena
empezaron a ser visualizadas (sin que por ello las
clásicas manifestaciones auditivas desaparecieran por
completo). Castillos, abadías y hospitales, teatros y
mansiones, empezaron a albergar figuras etéreas que
vagaban cual sonámbulos por los corredores,
dejándose ver, e incluso
tocar. El materialismo se imponía más
allá de la frontera de la
muerte, y la doctrina espírita no tardó en
teorizar al respecto.

Allan Kardec (padre del espiritismo) y sus seguidores,
sostuvieron que el ser humano estaba conformado por tres
elementos: el alma, el cuerpo y el periespíritu,
que unía a los dos primeros a manera de "mediador plástico"
y que participaba de la naturaleza de ambos. Por lo tanto, merced
a este periespíritu, las almas de los desaparecidos
podían corporizarse y trasladarse de un plano a otro de la
existencia, conservando una "semi-materialidad" fluida, de
color, visible y
palpable. Como puede observarse, el paradigma
mecanicista —tan en boga por aquellos días— se
aplicaba incluso en el Más Allá.

Los avances de la tecnología se
pusieron a disposición de esta rejuvenecida "caza de
espectros
" y fue la fotografía
—desarrollada a mediados del siglo pasado (XIX)— la
que facilitó los medios para
poder retratar a los fantasmas.

El daguerrotipo [1839] y posteriormente la
máquina fotográfica [1851], produjeron un fuerte
impacto en las sensibilidades colectivas de occidente. Con ambos
inventos,
la memoria y
el recuerdo de los seres queridos pudieron trascender la muerte
de una manera hasta entonces inédita; y la posibilidad de
reconocer —mediante las fotografías— el
aspecto físico de parientes y amigos muertos se
alteró cualitativamente.

El tiempo quedaba atrapado en esas placas de acetato, y
con ellas se robusteció aún más el
individualismo. Ahora el pasado tenía un rostro
identificable. Un rostro que denunciaba —en los
vivos— el paso inexorable de los años, y guardaba
—de los muertos— un retrato fiel, al que sólo
los muy ricos habían accedido en el pasado (mediante la
pintura /
retrato y la escultura).

Las lápidas de los cementerios se adornaron con
fotos (las
típicas de forma oval); los álbumes familiares se
transformaron en espacios de la nostalgia, y el individuo
triunfante
conservó de sí mismo —y de los
otros— una imagen clara, diáfana y palpable. Lo
mismo sucedió con los fantasmas, que llevaron la
relación con la muerte a un plano más concreto,
donde se descubrían las muertes propias (el cambio de
aspecto a través de los años) y las ajenas.
Así se difundió un renovado culto a los muertos y a
los cementerios.

Las fotografías de supuestas apariciones
espectrales empezaron a acumularse, y a pesar de los fraudes
evidentes, un gran número de investigadores —y, por
supuesto, la gente común— mantuvieron y
defendieron férreamente la validez de la prueba.
Incluso escritores que habían trasladado el tema al campo
exclusivo de la literatura, prologaban sus novelas y cuentos
argumentando que los fenómenos descriptos
existían sin lugar a dudas; reconociendo que la
ciencia y la filosofía aún no los había
esclarecido. Ejemplo de tal credulidad tardía fue Sir
Buldwer Lytton
(1803-1873), quien con su obra, La Casa
de los Espíritus
(1859), pretendió cerrar
filas junto a los grupos espiritistas.

Provistos de fotografías, de testimonios
denominados directos, y enmarcados por un ámbito
cultural que daba espacio a la creencia en fantasmas, hombres y
mujeres enrolados en diferentes grupos espiritualistas pusieron
sus esfuerzos en tratar de llevar el tema hacia el campo de la
ciencia, alejándolo del ámbito de la leyenda
folklórica y la superstición. Médicos,
matemáticos, físicos, escritores de renombre y
políticos de la era victoriana, propagaron
decenas de teorías
a fin de explicar los casos denunciados de fantasmas.
Muchos de ellos lucharon, también, por desacreditar la
temática, denunciando y revelando notorios fraudes. Otros,
mantuvieron una duda cautelosa, dejando sus mentes
abiertas
a fenómenos que empezaban a ser denominados
como paranormales (más allá de la
normalidad). Finalmente, un grupo no reducido se
transformó en fervientes defensores de la realidad
objetiva
de los espíritus.

DENUNCIANTES
NOCTURNOS

El "fantasma victoriano", exportado a distintas
partes del mundo por los largos tentáculos de la sociedad
burguesa del siglo XIX, refleja —como tantos otros productos de
esa época— el entorno cultural que le dio
origen.

Nacido del materialismo y la industrialización,
el fantasma decimonónico encarnó
—paradójicamente— el descontento de un gran
número de personas, respecto del rumbo que tomaba la
sociedad por aquellos cambiantes días.

Adoptados por la poesía,
la novelística y aún por la heterodoxa "ciencia
informal
", los relatos de aparecidos canalizaron la creciente
necesidad de evasión a los problemas cotidianos (la
explotación del hombre, el hambre, el desamparo, la
soledad, el desempleo, et),
que el romanticismo supo con habilidad dejar plasmados en la
literatura y otras manifestaciones del arte. Los
fantasmas disfrazaron tabúes burgueses, y reflejaron al
mismo tiempo una intención moralizante, que
devino en una muy particular pedagogía del miedo.

A quedar desligados del Diablo, los fantasmas empezaron
a teatralizar una escena dulce, nostálgica —aunque
no exenta de problemas— que encuentra sus raíces en
una manera nueva de conceptuar el sentido de
familia y de muerte.

Si tenemos que hacer referencia a una institución
exitosa, con una fuerte dosis de autoritarismo y epicentro de
valores
morales tenidos por trascendentes, debemos hablar de la
familia (núcleo esencial del amor
responsable en el universo del
burgués). Bastión y refugio de la intimidad, el
"hogar dulce hogar" se convertiría no
sólo en una potente catapulta para el individualismo, sino
en el celoso guardián de los secretos
familiares
, siempre peligrosos de
ventilar.

Organizada alrededor de un padre todopoderoso,
los miembros de la familia —en especial las mujeres—
tenían sus vidas afectivas hipotecadas por "el bien
general del apellido
". Todo estaba reglado, controlado,
medido. Pocas cosas podían dejarse al azar. Los potentados
debían casarse con potentados, caso contrario el patrimonio y
el prestigio de la estirpe quedaban mancillados social y
económicamente. Por lo tanto, ante el nunca deseado
desliz amoroso de alguien del grupo, las apariencias
debían resguardarse, levantando un grueso muro de silencio
y secretos.

También la presencia de un suicida, de un asesino
o de un idiota en el árbol genealógico del
apellido, era más que suficiente para que se tendiera
sobre ellos un impermeable manto de olvido, resistente al
chismorreo y el rumor.

Como alguien escribió:

"Si bien no toda familia es un asunto
trágico, no cabe duda de que toda tragedia es un asunto
familiar" .

Y gran parte de ello queda ejemplificado en las
numerosas historias de fantasmas que tienen una base argumental
enraizada en dramas privados de ese tipo. Pasiones encontradas,
actos lujuriosos (escondidos o sublimados), ambiciones desmedidas
(reales e imaginarias), son lo que los fantasmas denuncian en sus
rondas nocturnas.

El "fantasma victoriano" se convierte así
en una doble amenaza.

Por un lado, rompe con los límites racionales
rígidos impuestos por las
leyes positivas de la naturaleza; consiguiendo crear un estado
emocional que es capaz de alcanzar el más sentido terror,
por medio de extravagantes efectos de luz y escenas
extrañas.

Por otro lado, tanto en la literatura como en la
tradición oral, el fantasma decimonónico irrumpe
fracturando el secreto burgués, violando lo íntimo
—lo no dicho—, al hacer público los secretos
inconfesables de una familia.

Las apariciones piden, denuncian, exigen. Desenmascaran
una intimidad hipócrita, egoísta y morbosa, que el
grupo se ha cuidado muy bien de resguardar. Este es quizás
el motivo por el cual el concepto "fantasma" fue
incorporado en algunas escuelas de psicología nacidas a
fines de principios del XX.

Un aliado fiel a todas las historias de fantasmas ha
sido —y es— el rumor.

Masivo, difuso, susceptible de ser realimentado
—dada la transmisión en cadena que lo
caracteriza—, el rumor crea siempre una disposición
muy especial para que surja la credulidad; ya que "conmueve
y golpea en algún punto vulnerable al receptor,
disminuyendo la capacidad de discriminación"
y haciendo de lo
imposible algo probable y verdadero.

Presente en situaciones de crisis
—ya sean, sociales o familiares—, la tradición
oral encuentra en el rumor un instrumento indispensable para la
difusión y tergiversación de historias en la que
descargar incertidumbres, envidias, celos e impotencia, producto
de la angustia.

La mayoría de las leyendas de fantasmas reflejan
esta situación. Con ellas, los sentimientos indefinidos
recién nombrados se concretizan en temores que pueden ser
manipulados y, por lo tanto, capaces de ser exorcizados,
enfrentados o publicados.

El fantasma que vaga eternamente en el universo material
de sus antiguas posesiones, el que exige plegarias o atenciones
espirituales a sus deudos, el que denuncia sus propios
crímenes con lamentos y visiones espantosas, o el que
manifiesta un dolor infinito por un amor prohibido o no
correspondido, recrea las ambigüedades y dramas privados que
la sociedad burguesa no pudo evitar que cayeran en el dominio del
rumor. Por esta causa, los mencionados relatos de fantasmas
fueron siempre bien aceptados por un público expectante de
chismes e historias fantásticas.

El egoísmo materialista del espectro que se niega
a abandonar el plano mundano y carnal de la existencia —y
que queda ligado a los objetos personales que lo individualizaron
de los demás (casas, pianos, fincas, sillones, etc)—
es un claro síntoma de mentalidad burguesa. Una mentalidad
que hizo de las cosas materiales un
símbolo de status e identidad
personal, que
ya la muerte no podía disolver. El hecho de que se
conserven relatos que hablan de espíritus vistiendo sus
indumentarias de costumbre —corbatas, broches, sombreros,
uniformes o tapados— es muy sintomático al
respecto.

También un sobrenatural lazo afectivo une al
fantasma con sus seres queridos cuando éste les advierte
sobre peligros inminentes o demanda de
ellos un recuerdo más sincero y fuerte. Este temor al
olvido —combatido en los cementerios por medio de la
arquitectura y
escultura funerarias— quedó plasmado en suntuosos
panteones familiares, en los que –tras la muerte—
todos volvían a reunirse.

Comúnmente, los rumores que circularon —y
circulan— en torno de las
apariciones poseen un denominador común ya tradicional: el
dolor, la violencia y
los actos vergonzantes —reprimidos y castigados por la
sociedad— son los que sujetan, a modo de invisibles
amarras, al espíritu a este mundo. No es de
extrañar, pues, que las abadías, conventos e
iglesias sean las que conserven historias de este tipo de
historias tan cargadas de pecados y actos perversos.

La figura fantasmal de la monja que camina sollozando
solitaria, expiando la culpa de un amor carnal prohibido por
Dios, es ya clásico en las tradiciones de occidente; o la
del sacerdote que, tentando por las voluptuosidades de la
señora local, debe pagar su pecado vagando por la nave
principal de su capilla, "en las neblinosas noches de
invierno".

Damas de todos los colores —la
"Dama de Azul", la "Dama de Gris", la "Dama de
Blanco
", etc— ilustran el folklore de distintos
rincones de Europa y América; y en casi todos los casos refieren
historias de supuestos escándalos amorosos, seguidos de
muerte. Tal es el caso del fantasma femenino que recorre los
pasillos del castillo Muncaster, en el centro occidental
de Inglaterra.

Al respecto, cuentan los lugareños que hacia 1822
una criada tuvo la osadía de enamorarse —¡y
ser correspondida
!— del propietario de la finca. El
asesinato de la pobre niña en manos de matones nunca fue
resuelto, ni los culpables identificados (lo que expresa el
riesgo de
alterar las rigurosos normas de
endogamia clasista de la época). Según el
folklore local, el espectro de la pobre infeliz continua
reclamando justicia.

Interesar observar cómo historias de este tipo
—gestadas la mayoría durante el siglo XIX—
fueron transferidas a tiempos medievales, modernos, e incluso
antiguos, otorgándoles a viejas tradiciones y rumores
sobre fantasmas un romanticismo que, con toda seguridad, no
tenían en sus orígenes. Así, pues,
argumentos esencialmente victorianos fueron endosados
—anacrónicamente— a historias, mansiones,
castillos y parajes, supuestamente encantados. Conflictos,
crímenes y dramas personales del pasado remoto fueron
absorbidos, reinterpretados y tergiversados por el
espíritu burgués de la Ghost Story y desde
entonces, monjes medievales, aristócratas poderosos del
renacimiento o
burgueses del siglo XVII (y sus respectivas amantes), poblaron
con sus fantasmas cientos de cuentos.

EL PARTICULAR
GUSTO INGLÉS POR LOS FANTASMAS

Es probable que no exista ningún rincón
del planeta —controlado y aculturado por occidente—
que no contenga en su acerbo folklórico historias de
fantasmas que reflejen los conflictos y valores arriba
nombrados. Tradicionalmente ha sido Inglaterra la gestora
más prolífica en leyendas de este tipo, y por ello
se han intentando interpretaciones de distinto calibre a fin de
explicar este gusto tan particular que los británicos han
tenido y tienen por los relatos fantasmales.

Se ha dicho que las apariciones del mundo
anglosajón serían el necesario complemento de
maravillas de una sociedad regida por lo material y lo concreto;
que Inglaterra, al no conocer importantes procesos de
brujería, buscó satisfacer en el mundo
fantástico del arte una carencia de hechos sorprendentes
que la vida real no ofrecía. Desde esta perspectiva, los
fantasmas cumplirían una función evasiva de un
mundo que progresivamente se desencantaba tras el alud de
pragmatismo
del siglo XVIII.

También se ha insistido en atribuirle al paisaje
inglés
—con sus brumas y escenarios grisáceos— el
origen de estas historias de ultratumba. Tal como escribió
H. P. Lovecraft :

"La atmósfera [en todo
relato] es siempre el elemento más importante, por cuanto
que el criterio final de autenticidad no reside en urdir la
trama, sino en la creación de una impresión
determinada"
.

Asimismo se ha venido hablando del
sentimentalismo inglés, que les llevaba a cultivar
tanto el temor como la tristeza, motivo por el cual pudieron
—y supieron— importar y reacondicionar relatos de
fantasmas de otras latitudes, movidos por el entusiasmo hacia lo
exótico.

Tampoco se ha descartado la ironía, la
valentía o el carácter lúdico que todas
estas historias encierran, y que permitirían ampliar la
explicación del por qué de esa tan particular
fantasmogénesis británica; sin por ello
despreciar la no poca producción alemana, francesa y
norteamericana.

LUGARES
ENCANTADOS

Todos los lugares poseen una doble dimensión. Una
real, que es en la que se vive y se trabaja. La otra imaginaria,
en la que se advierten las huellas de potencias infernales o
celestes que testimonian la presencia de los antepasados, de sus
espíritus y recuerdos; definiendo así un espacio
propio, cargado de historia, afectos y emociones. Visto de esta
forma, un lugar es —en un cierto modo—
una invención.

Esto es lo que llevado a que cosas que no han sido
concebidas como fantásticas así lo parezcan; por
ejemplo faros, castillos, monasterios, abadías y
mansiones.

"Los arquitectos, constructores de
fortalezas, se han propuesto hacerlas formidables y no
encantadas"
.

La tradición oral y escrita informa acerca de
miles de sitios con estas características; sitios que van
desde los ya mencionados —y construidos por el
hombre— hasta bosques, cruces de caminos, cuevas, lagunas,
montañas e incluso árboles
embrujados. De todos ellos, quizás sea el bosque el
que mantenga —desde hace más tiempo— el
aspecto numinoso que referimos. Reductos del miedo y del peligro,
los lugares boscosos suponían la presencia de hadas,
genios, brujas y espectros aterradores que amenazaban la
integridad física y moral de los
hombres. Muchos cuentos infantiles de origen medieval testimonian
lo dicho.

El romanticismo decimonónico retomó la
posta y supo explotar su gusto por la soledad, por lo vetusto y
lo misterioso, poblando con fantasmas aquellos lugares que
dieran con el tipo
. Así, jardines abandonados o
moradas desiertas se hallaron a disposición de los
espíritus.

Enfrentándose a una arqueología
materialista por definición, el imaginario
romántico hizo de las ruinas sitios ideales donde poder
elevarse y captar en concreto el evanescente paso del
tiempo y la brevedad de la vida humana. Se resistió a ver
sólo piedras —susceptibles de ser fechadas, medidas,
catalogadas— y transformó mentalmente a esos
históricos monumentos en potenciales escenarios para
tramas misteriosas, protagonizadas por legiones
fantasmales
.

La Torre de Londres vio aparecer entonces
el alma en pena de Ana Bolena, decapitada por su esposo en el
siglo XVI; o el espectro de Sir Walter Raleigh, injustamente
condenado a prisión en el mismo siglo.

La Abadía Newstead congregó
entre sus muros una media docena de fantasmas. Por ejemplo, el
Temible Demonio Byron (supuesto tío del famoso
escritor); una anónima Dama Blanca, que camina
pensativa por la casa y un Fraile Negro, anunciador
macabro de muertes cercanas. No podía faltar
también el espectro de un perro que corre por los
jardines, ladrándole a la luna.

Del mismo modo, Watton Priory, un convento
fundado en siglo VIII, pasó al acervo folklórico
inglés como un lugar poblado de lamentos y jardineros
fantasmas. En competencia con él, la Abadía
Whitby
sigue manteniendo una pequeña
congregación de monjas que, desde el Más
Allá, continúan respetando los votos de castidad
que juraron en vida.

En la zona sur de Inglaterra se levanta el
Castillo Suadewy, hogar de una espectral Dama de
Verde, asociada al fantasma de Catherine Parr, ex-esposa
del rey Enrique VIII. Mucho más al norte —en
Escocia—, el Castillo Hermitage testimonia su
pasado de sadismo y horror a través de la historia del
fantasma de un noble local, recordado por los asesinatos que
supuestamente cometió durante el siglo XV. También
en las Tierras Altas Escocesas, el Castillo Glamis
posee un puñado de fantasmas: la Dama de Gris, el fantasma
de Janet —esposa del VI Lord de Glamis— y la
extraña figura que corre a través del parque,
conocida familiarmente como "Jack the runner" (Juan el
Corredor
).

Historias prototípicas como estas abundan no
sólo en Inglaterra, sino también en Francia,
Alemania,
España
o Estados Unidos. De hecho no existe país que no posea sus
lugares encantados.

Puede que cambie el escenario inmobiliario del drama,
pero en esencia todas las historias parecen ser variaciones de un
mismo tema. Variaciones que, readaptadas al espacio urbano e
industrial, testimonian una necesidad muy enraizada en el
espíritu de los seres humanos.

Consecuentemente, ni las chimeneas humeantes del
progreso, ni los abarrotados barrios obreros de las surgentes
ciudades industriales, desplazaron del todo a los espectros de
los muertos. Tampoco los espacios de sociabilización
burguesa —levantados en pleno corazón de
la city— exorcizaron a sus legendarias almas en pena.
Así, el Teatro Royal —en Drury Lane,
Londres— comenzó a encerrar en sus palcos y plateas
al espectro de un hombre desconocido, vestido a la usanza del
siglo XVIII, cuyas materializaciones siempre anunciaban un
éxito de taquilla.

Cada uno de los muchos lugares encantados que acabamos
de mencionar brevemente, son sólo una escueta muestra
—arbitraria— de los miles que existen desperdigados
en las más diversas geografías de
Occidente.

La literatura nos ha acostumbrado a pensar en los
fantasmas como en entes individuales, solitarios, que aparecen
encantando mansiones y castillos; pero existen narraciones
que refieren apariciones en gran escala, es decir, un
"gran espectáculo grupal de espectros". Generalmente, esta
variedad folklórica está íntimamente
relacionada con acontecimientos históricos
—perfectamente fechados e identificados— de
importancia regional o nacional.

En un siglo como el XIX, en donde el simbolismo
nacionalista fue tan importante, no pudieron dejar de circular
leyendas respecto de batallas fantasmales, vueltas
a representar en fechas y momentos caros al incipiente
sentimiento —¿fanatismo?— nacional.
Así, las guerras civiles —como la inglesa o
norteamericana, de las décadas de 1640 y 1860
respectivamente— se convirtieron en un sugerente caldo de
cultivo de muchos relatos populares de fantasmas.

Testimonios de dolorosos enfrentamientos entre hermanos
y símbolos de las contradicciones de las
recién gestadas identidades colectivas, las batallas de
Naseby —celebrada el 14 de junio de 1645, en
Northamponshire—, la de Martoon Moor —del mismo
año— o el choque armado en Edgehill —de
1642—, son ejemplos ya tradicionales de batallas inglesas
en las que ejércitos espectrales escenifican el combate,
en los antiguos escenarios del drama. De igual forma, en la
localidad de Shiloh, Tennesse, Estados Unidos,
la tradición oral sostiene que el sonido de
armas de
fuego, choques de sables, gritos y lamentos, se podían
oír varios años después de celebrado el
cruel enfrentamiento de abril de 1862 (y en el que 24.000
personas perdieron la vida).

Daniel Granada ha denominado a estos lugares como
"sitios asombrados", puesto que "sorprenden a la
gente con los ruidos, voces y visiones con que las almas en pena
se manifiestan"
.

América del Sur —y el área
rioplatense en particular— no están exentas de
leyendas de este tipo, y un patrimonio intangible de ello son los
versos siguientes, en los que José Hernández pone
en boca del gaucho Martín
Fierro la creencia popular que hemos tratado:

"En distintas
direcciones

se oyen rumores
inciertos

son las almas de los
muertos

que nos piden oraciones"
.

VOLVER CON EL ROSTRO
MARCHITO

Un aspecto muy explotado por la literatura del siglo XIX
—y que reflejaba el sentimiento de terror que flotaba en el
ambiente— fue el del temor a ser
enterrado vivo
. Posiblemente nunca como en esa centuria,
la angustiante y morbosa fantasía de despertarse en un
féretro bajo tierra, impactó tanto el imaginario
funerario de una sociedad. Y aunque nunca se probó que
accidentes de
ese tipo hubieran sido generalizados, los artículos
periodísticos de la prensa amarilla
difundieron el rumor, otorgándole la asiduidad que
jamás tuvo.

Así, puestos en duda los diagnósticos
médicos de los certificados de defunción,
enfermedades como la catalepsia —productora de un estado de
aletargamiento e inmovilidad del organismo, que se decía
podía ser confundido con el óbito— agudizaron
los temores y, por qué no, el ingenio
decimonónico.

Fue un chambelán del zar de Rusia quien,
inspirado en la obsesión de moda, lanzó al mercado europeo
—hacia fines del siglo XIX— un aparato sencillo y
eficiente.

"Era una caja herméticamente sellada con un
tubo largo colocado en un agujero abierto en la tapa del
ataúd en el instante de bajar éste a la tumba.
Sobre el pecho del muerto se colocaba una bola de vidrio unida a un
resorte que a su vez estaba conectado a la caja sellada. Al menor
movimiento de la persona
encerrada, el resorte abriría la tapa de la caja, de modo
que la luz y el aire penetrarían en el ataúd
enterrado. Al mismo tiempo se iniciaría una
reacción en cadena digna de una novela de ciencia
ficción. Una bandera se alzaba a más de un metro
por encima de la caja; una campana sonaba durante treinta
minutos; se encendía una bombilla eléctrica. El
tubo, además de permitirle la entrada de oxígeno, servía de megáfono
para ampliar la voz presuntamente débil del moribundo"

.

El tema fue tratado por ciertas publicaciones
médicas y el parlamento inglés, por ejemplo,
estipuló como obligatoria una espera prudente entre la
defunción y el entierro. Incluso se aconsejó que a
aquellos que no podían comprarse un féretro con
"sistema de
alarma", se les alquilara uno por un tiempo.

Como es de imaginar, fantasías tan morbosas no
pudieron dejar de tener su correlato maravilloso, y numerosos
relatos montaron tramas en las que el desesperado fantasma del
enterrado-vivo, reclamaba venganza o ayuda.

Muertes prematuras o violentas suelen esconderse
detrás de los relatos victorianos de fantasmas, en
especial cuando esos decesos impiden —o dejan
inconclusos— rituales de especial significación
social, tales como el casamiento o el bautismo.

En muchas localidades de Europa y América
aún pueden escucharse historias de aparecidos en las que
sus protagonistas son cónyuges muertos en el día
del casamiento, o niños que atormentan a sus padres en
reclamo de un sacramento que no alcanzaron a recibir.
Idéntica suerte podían seguir los excomulgados, los
suicidas o los que ahogaban en el mar. Toda una legión de
infortunados a los que se les había negado un descanso
bienaventurado, pasaron a los folklores locales siendo así
aprovechados por el afán didáctico y moralizador de
las instituciones
religiosas.

HACIA UNA NUEVA
INTERPRETACIÓN

"¿Ha tenido usted alguna vez,
cuando creía estar completamente despierto, la
impresión intensa de ver a un ser viviente o un objeto
inanimado, de sentir su contacto o escuchar alguna voz, sin que
hasta donde pueda descubrir, esta impresión de debiera a
ninguna causa física exterior?".

Esta pregunta, hecha en 1882, marca un punto de
inflexión en el tratamiento que los fantasmas
habían tenido hasta entonces.

Excluidos del ámbito científico por
considerarlos productos de afiebradas fantasías
histéricas, los espectros habían buscado un
obligado exilio en la novelística, en la poesía y
en el rumor local. El racionalismo los desechaba y todo aquel que
los tomara en serio corría el riesgo de ser tachado de
ignorante, oscurantista, y por lo tanto perder el prestigio entre
sus colegas, vecinos y amigos.

El todopoderoso materialismo impregnaba las
teorías que explicaban el funcionamiento del universo y en
ellas las apariciones no tenían un espacio reconocido,
puesto que atentaban contra las posturas mecanicistas tan en
boga. Pero hacia la década de 1880 una poco convencional
organización irrumpió en la escena:
la Sociedad para la Investigación Psíquica de
Londres (SIP); germen de futuras asociaciones del
mismo tipo en Francia y EE.UU., y que derivarían en el
estudio de la hoy llamada Parapsicología.

Típico producto de su tiempo, la
SIP convocó en su seno a un
heterogéneo grupo de personalidades, derivadas de
distintos sectores de la intelectualidad británica
filósofos, físicos, médicos,
escritores, etc—; quienes mezclaron sus inquietudes y
opiniones con las de reconocidos espiritistas de la época.
De esta hibridación tan particular surgió un grupo
de individuos que libraron un tensa batalla por oficializar la
clase de fenómenos que empezaron a ser llamados
preternaturales. Pero, básicamente, lo que hicieron fue
replantear —con un nuevo lenguaje— el problema de la existencia de
los fantasmas, enfrentándose al bastión ortodoxo
del materialismo mecanicista.

Sus fundadores, William Barrett (1845-1926),
Frederic Myers (1843-1901) y Edmund Gurney
(1847-1888), buscaron desacreditar las historias fraudulentas,
combatieron a los embaucadores —los
médium— y trataron de darle a sus proyectos de
investigación una metodología guiada por la prudencia en las
apreciaciones, la honestidad
intelectual e incluso el escepticismo.

La primer publicación sobre "Apariciones" hecha
por la SIP fue editada en 1894 y conocida bajo el título
de Censo de Alucinaciones. Esta encuesta,
practicada en Inglaterra, recogió los testimonios de
17.000 personas a las que se interrogó respecto de sus
experiencias "alucinatorias". Con esta denominación
—alucinaciones— la Sociedad pretendió
crear un espacio intelectual neutro donde incorporar hipótesis de muy variado tipo —aunque
en el fondo, su móvil último fuera probar
objetivamente la posibilidad de supervivencia del alma
después d la muerte—.

Con la encuesta hecha —y tras eliminar
sueños y efectos inducidos por la ingestión de
drogas
la SIP conservó únicamente 1.700 casos (el 10%) que
respondían a los fenómenos que se sugieren en la
pregunta que encabeza este apartado. De ellos, sólo 32
casos (1,5%) quedaron sin interpretación racional, siendo
suficientes para dejar entreabierta la puerta que permitía
el acceso a un universo fantasmal real.

El campo de lo paranormal empezaba a construir un
espacio propio, controvertido y con el tiempo, bastante popular
en ciertos ambientes.

El discurso
parapsicológico introdujo un nuevo concepto
—heredado del racionalismo del siglo XVIII— a
través del cual las categorías de análisis —vigentes hasta las
décadas de 1920 y 1930— se vieron profundamente
modificadas.

Ahora era la mente, con sus insospechados
poderes, la que pasaba a ocupar el lugar que antes había
tenido el alma, y los fantasmas se convirtieron en los productos
derivados de ciertas aptitudes naturales en el
hombre
—tales como la telepatía, la
precognición o la psicokinesia—.

El lenguaje tradicional —aquel derivado de lo
religioso— fue desplazado por nuevas hipótesis, nacidas
de un materialismo agnóstico que —si bien no negaba
la existencia de los fantasmas— les dio a los espectros
soluciones teóricas más acordes con el
cientificismo que pretendía alcanzar. Fue una renovada
moda especulativa que puso el acento ya no en entidades
independientes del testigo —el fantasma tradicional—
sino en el testigo mismo. Las materializaciones y visiones
pasaron a ser "proyecciones de la mente" de un ser
vivo sobre la conciencia de
otro ser vivo. Una especie de "fax
telepático" que descartaba la posibilidad de un regreso
desde el Más Allá y dejaba abierta la
problemática de la supervivencia a otra
disciplinas. Quizás el título de la encuesta
mencionada denote un aspecto más del proceso de
secularización, tan difundido durante el siglo
XIX.

Es imposible negar la importancia que tuvieron la
ciencia y la razón a lo largo de la centuria pasada (XIX),
y si bien la moda del ocultismo y lo desconocido adquirió
enorme popularidad, no es menos cierto que generalmente se
mantuvo anclada en las regiones cuantitativamente
minoritarias
de la cultura occidental. Pero desde allí
contrastaron de tal manera que sus heterogéneas
explicaciones sobre el funcionamiento de la naturaleza, no
pudieron dejar de advertirse —y por lo tanto, pasaron a ser
duramente cuestionadas y combatidas—.

Fueron en los sectores aristocráticos y de
burgueses acomodados de la "derecha política" en donde
estos gustos esotéricos se afianzaron con más
fuerza. Este hecho motivó que los fantasmas —y
demás manifestaciones paranormales— fueran
rechazados por los grupos obreros que, recientemente, se
habían incorporado al ámbito del conocimiento
(la llamada "aristocracia obrera" de la que
saldrían los primeros sindicalitas de fuste).

En primer lugar habría que referir el
extraordinario avance que la educación popular
experimentó desde mediados del siglo XIX y principios del
XX. Miles de miembros de la clase obrera tuvieron acceso a
verdades intelectuales que pusieron sobre el tapete certezas
racionalistas, técnicas y
teorías, que empezaban a ser puestas en dudas por ciertos
sectores disconformes de la burguesía
desencantada.

En segundo lugar, para el movimiento obrero
alfabetizado
la ciencia —enemiga de la
superstición— se convirtió en una bandera de
emancipación mental, y no titubearon en abrazar al
socialismo científico propuesto por Carlos Marx,
medularmente materialista. En contextos como este, los fantasmas
no tenían un espacio reconocido y fueron muchos los que
interpretaron la moda del espiritismo y sus derivados como un
intento solapado de la burguesía decadente por
reencausar a los trabajadores hacia la ignorancia y la
credulidad.

Desde aquélla lejana época en que la SIP
fue fundada, hasta la actualidad, ha corrido mucha agua bajo el
puente. El complicado devenir de la historia del siglo XX
llevó a la creencia en fantasmas por caminos que el
presente ensayo —por cuestiones de espacio— no puede
abarcar. Lo cierto es que el derrotero señalado por
aquellos primeros parapsicólogos marcó una huella
profunda, y el subterfugio de racionalizar con argumentos
irracionales
las aparentes manifestaciones espectrales,
se mantiene muy vigente.

La fantasmogénesis contemporánea
habla hoy de "disgregaciones moleculares", "ondas
energéticas", "materializaciones
psíquicas
" o "mundos paralelos". Es otro
lenguaje, pero que —como antaño— se ha
difundido gracias a la literatura de divulgación,
manteniendo al imaginario colectivo en los límites del
pensamiento
mágico.

Patrimonios intangibles de una cultura que oficialmente
los niega, los fantasmas continúan entre nosotros,
hermanados con la noche, los sitios abandonados y las reuniones
en torno a un fogón. Mantienen viva la predilección
por lo maravilloso y aprovechan los hendiduras que desatiende la
crítica
científica para transformar una leyenda en un hecho
aparentemente histórico supuestamente real, pero que de
cuya existencia objetiva nunca tendremos prueba porque a
ellos los llevamos dentro.

ALGUNAS CONCLUSIONES FINALES

¿Qué podemos rescatar de este recorrido
teórico que hemos hecho? ¿Qué resultados son
posibles exponer respecto de una "Historia de los fantasmas en el
imaginario de Occidente?

Ante todo nos proponemos despejar las ideas esenciales
que han guiado nuestro trabajo y aislar ciertas nociones
dominantes.

  • El primer aspecto a recalcar es que el discurso
    referido a los fantasmas representa uno de los indicadores del gradual proceso de
    individuación
    que se dio en la sociedad
    occidental. A medida que la imagen del Yo individual se
    estructuró socialmente, nuestros visitantes de
    la noche
    adoptaron formas y aspectos identificables y
    claros. Incorporaron un rostro, incluso un cuerpo que
    —aunque etéreo— ocupaba un espacio propio,
    separado del resto del mundo y de las redes comunitarias en
    las que antiguamente se encontraba inmerso. Adquirieron una
    personalidad, vestimentas y hasta un honor
    individual que defendieron más allá de la
    muerte.
  • Los fantasmas fueron también fichas
    móviles en la conflictiva relación que
    occidente entabló con el dualismo Cuerpo / Alma.
    Incorporados y desechados, nos indican uno de los problemas
    existenciales más profundos y complejos de nuestra
    cultura. Resaltan los momentos en los que se intentó
    resolver la dicotomía dualista,
    materializándose o desvaneciéndose según
    las victorias que el alma o el cuerpo lograban
    conseguir.
  • Asimismo, nuestro devenir epistemológico se
    ve reflejado en esta historia de la creencia en fantasmas. El
    carácter de lo posible y de lo imposible —de lo
    real o de lo irreal— variaron con el tiempo, y en esas
    fluctuaciones, las fronteras levantadas por el
    conocimiento humano dejaron una veces dentro, otras
    fuera, de la realidad a las misteriosas entidades que nos
    ocupan. La fuerza o debilidad de los esquemas teóricos
    y paradigmas de la ortodoxia religiosa primero, y de la
    científica después, señalan la suerte
    que corrieron los fantasmas en las representaciones
    colectivas de una sociedad determinada.
  • La difusión y los cambios que
    experimentó la creencia en fantasmas dentro de las
    llamadas capas populares, evidencian el proceso aculturador
    que las elites dirigentes —laicas y religiosas—
    pusieron en práctica a través de la
    divulgación de textos —especialmente libros de
    Demonología— cuya incidencia en el imaginario
    colectivo determinó que los espíritus se
    satanizaran durante los siglos XVI y XVII. La Edad
    Moderna —con su intención
    moralizadora— inventó el miedo a los
    fantasmas.
  • También la creencia en fantasmas encuentra
    una clara relación con la construcción imaginaria de las llamadas
    "Geografías de Ultratumba" (Paraíso, Infierno,
    Purgatorio), y con las representaciones que la gente
    construyó del Más Allá.
  • Igualmente, los fantasmas pueden ser vistos como
    los principales arquitectos de nuestros miedos y angustias
    (históricamente elaboradas), a partir de la influyente
    visión racionalista, mecanicista y materialista del
    siglo XVIII, que hizo de la vida "una chispa entre dos
    nadas".
  • Paralelamente, a partir del siglo XIX, los
    fantasmas testimonian —indirectamente— la
    necesidad de creer en algo. Muchas voces románticas y
    desesperadas levantaron sus tonos frente al escepticismo,
    convirtiéndose en los portaestandartes de la
    crítica al positivismo racionalista (que etiquetaba a
    todo argumento metafísico como superstición de
    ignorantes).
  • Ya en el mundo burgués de la época
    victoriana (siglo XIX), las historias de fantasmas encarnaron
    los prejuicios, temores y valores —públicos y
    privados— de la clase hegemónica. Y el
    aburguesamiento de los espectros —paralelo al de toda
    la sociedad— se propagó por todas las regiones
    del mundo en donde recalaron los buques del imperialismo europeo. Igual que la gripe, la
    viruela o la escarlatina, los fantasmas fueron siempre muy
    buenos marineros.
  • Finalmente, desde mediados del siglo XX, la
    creencia en fantasmas pareció combinar los elementos
    tradicionales de los relatos con novedosas especulaciones
    salidas de las tortuosas maquinaciones de disciplinas
    pseudocientíficas, de gran aceptación y
    lucrativos resultados en la actualidad. Pero esa es otra
    historia, cuyo análisis queda fuera del presente
    ensayo.

 

Por

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad
Nacional de Mar del Plata

Abril de 1997.

Partes: 1, 2
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