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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 4)



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Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7

-Completamente. Las fuentes del
Nilo Blanco, del Bahr-el-Abiad, están sumergidas en un
lago que parece un mar; allí es donde el río nace.
Sin lugar a dudas, la poesía
saldrá perdiendo, pues gustaba atribuirle a este rey de
los ríos un origen celestial. Los antiguos lo llamaron
oceano, y algunos creyeron que procedía directamente del
sol. Pero es preciso ceder y aceptar de vez en cuando lo que
la ciencia nos
enseña. Quizá no haya sabios siempre; pero siempre
habrá poetas.

-Aún se distinguen cataratas -dijo
Joe.

-Son las cataratas de Makedo, a tres grados de latitud.
¡No hay nada más exacto! ¡Qué
lástima que no hayamos podido seguir por espacio de
algunas horas el curso del Nilo!

-Y allá abajo, delante de nosotros -dijo el
cazador-, distingo la cima de una montaña.

-Es el monte Logwek, la montaña temblorosa de los
árabes. Toda esta comarca ha sido explorada por Debono,
que la recorría bajo el nombre de Letif Effendi. Las
tribus próximas al Nilo son enemigas unas de otras y
tienden a exterminarse mutuamente. Imaginaos cuántos
peligros habrá tenido que afrontar Debono.

El viento conducía al Victoria hacia el
noroeste. Para evitar el monte Logwek, fue preciso buscar una
corriente más inclinada.

-Amigos –dijo el doctor a sus dos
compañeros-, ahora empezaremos verdaderamente nuestra
travesía africana. Hasta hoy apenas hemos hecho mas que
seguir las huellas de nuestros predecesores. En lo sucesivo nos
lanzaremos a lo desconocido. ¿Nos faltará valor?

-No -respondieron a un mismo tiempo Dick y
Joe.

-¡Adelante, pues, y que el cielo nos
proteja!

A las diez de la noche, sobrevolando hondonadas, bosques
y aldeas dispersas, los viajeros llegaban a la vertiente de la
montaña temblorosa, pasando por entre sus inhabitadas
colinas.

Aquel memorable día 23 de abril, en quince horas
de marcha habían recorrido, a impulsos de un viento
fuerte, una distancia de más de trescientas quince
millas.

Pero esta última parte del viaje les había
dejado una impresión triste. Reinaba en la barquilla un
silencio completo. ¿Estaba el doctor Fergusson
reflexionando en sus descubrimientos? ¿Pensaban sus dos
compañeros en aquella travesía por regiones
desconocidas? Algo de eso había, sin duda, mezclado con
los más vivos recuerdos de Inglaterra y de
los amigos lejanos. Joe era el único que daba muestras de
una despreocupada filosofía, pareciéndole muy
natural que la patria no estuviese allí estando en otra
parte; pero respetó el silencio de Samuel Fergusson y de
Dick Kennedy.

A las diez de la noche el Victoria
«fondeó» en un punto de la montaña
temblorosa; los expedicionarios cenaron debidamente y se
durmieron, quedando, como siempre, uno de ellos de
guardia.

Al día siguiente se despertaron más
serenos. Hacía un tiempo delicioso y el viento era
favorable; un almuerzo condimentado con los chistes de Joe
acabó de devolver el buen humor a todos.

La comarca que entonces recorrían confina con las
montañas de la Luna y las del Darfur, y es casi tan
extensa como toda Europa.

-Atravesamos, sin duda -dijo el doctor-, la tierra que
se ha dado en llamar reino de Usoga. Algunos geografos afirman
que en el centro de África hay una vasta depresión,
un inmenso lago central. Veremos si tal teoría
tiene algún viso de verdad.

-Pero ¿cómo se ha podido hacer una
suposicion semejante? -preguntó Kennedy.

-Por las narraciones de los árabes. Los
árabes son muy aficionados a los cuentos, tal
vez demasiado. Algunos viajeros, al llegar a Kazeh o a los
Grandes Lagos, vieron esclavos procedentes de las comarcas
centrales y les pidieron noticias de su
país. De este modo reunieron un legajo de documentos que
les sirvieron de base para elaborar teorías. En el fondo de todo eso siempre
hay algo cierto, pues ya hemos visto que no se equivocaban
respecto al nacimiento del Nilo.

-En efecto, no se equivocaban -respondió
Kennedy.

-Basándose en esos documentos se han trazado
mapas, entre
ellos el que tengo a la vista para que me sirva de guía y
que me propongo rectificar en caso necesario.

-¿Toda esta región está habitada?
-preguntó Joe.

-Sin duda, y mal habitada, por cierto -respondió
el doctor.

-Me lo figuraba.

-Estas tribus dispersas se hallan agrupadas bajo la
denominación genérica de nyam-nyam, y este nombre
no es más que una onomatopeya tomada del ruido que
produce la masticación.

-¡Perfectamente expresado! -dijo Joe-.
¡Nyam! ¡Nyam!

-Si tú, Joe, fueses la causa inmediata de esta
onomatopeya, no te parecería tan perfecta.

-¿Qué quiere decir,
señor?

-Que estos pueblos tienen fama de
antropófagos.

-¿De veras?

-¡Y tan de veras! Se dijo también que estos
indígenas estaban provistos de rabo, como la mayor parte
de los cuadrúpedos; pero luego se reconoció que tal
apéndice pertenecía a la piel de animal
con que se vestían.

-¡Lástima! Un buen rabo va muy bien para
espantar a los mosquitos.

-Es posible, Joe; pero debemos relegar eso del rabo a la
categoría de las fábulas,
como las cabezas de perro que el viajero Brun-Rollet
atribuía a ciertos pueblos.

-¿Cabezas de perro? Para aullar y hasta para ser
antropófago no me parece del todo mal.

-Lo que desgraciadamente no admite duda es la ferocidad
de estos pueblos, muy ávidos de carne humana.

-Sentiría que probaran la mía -dijo
Joe.

-¿De veras? -dijo el cazador.

-Como lo oye, señor Dick. Si estoy predestinado a
ser comido en un momento de hambre, que sea en su provecho y en
el de mi señor. Pero ¡servir de pasto a esos
salvajes! ¡Me moriría de vergüenza!

-De acuerdo, Joe -dijo Kennedy-, contamos contigo si se
da el caso.

-A su disposicion, senores.

-Adivino la treta -replicó el doctor-; lo que Joe
quiere es que le tratemos a cuerpo de rey y lo
engordemos

-¡Tal vez! -respondió Joe-. ¡Los
hombres somos tan egoístas!

Por la tarde, una niebla caliente que rezumaba del sol
cubrió el cielo; apenas permitía distinguir los
objetos, por lo que, temiendo chocar contra algún pico
imprevisto, el doctor, a eso de las cinco, dispuso que se echase
el ancla. No sobrevino ningún accidente durante la noche,
pero la profunda oscuridad reclamó una vigilancia
extrema.

Al amanecer del día siguiente el monzón
sopló con gran violencia; el
viento penetraba con ímpetu en las cavidades del globo y
agitaba violentamente el apéndice por el que entraban los
tubos de dilatación. Fue necesario sujetar los tubos con
cuerdas, operación que Joe practicó muy
hábilmente.

Al mismo tiempo, se aseguró de que el orificio
del globo permanecía herméticamente
cerrado.

-La importancia que eso tiene para nosotros -dijo el
doctor Fergusson- es doble. En primer lugar, evitamos la
pérdida de un gas precioso y,
en segundo lugar, no dejamos a nuestro alrededor un reguero
inflamable, al cual tarde o temprano prenderíamos
fuego.

-Lo cual sería un incidente fastidioso -dijo
Joe.

-Si tal sucediese, ¿caeriamos despeñados?
-preguntó Dick.

-¡No! El gas ardería gradualmente y
nosotros bajariamos poco a poco. De este accidente fue
víctima Madame Blanchard, aeronauta francesa que
prendió fuego a su globo disparando cohetes desde la
barquilla. No cayó precipitada, y seguramente no
habría muerto si no hubiese tenido la desgracia de que su
barquilla chocase contra una chimenea, desde la cual cayó
al suelo.

-Esperemos que no -dijo el cazador-. Hasta ahora nuestra
travesla no me parece peligrosa, y no veo razon que nos impida
llegar a nuestra meta.

-Ni yo tampoco, amigo Dick. Los accidentes han
sido casi siempre causados por la imprudencia de los aeronautas o
por la mala construcción de sus aparatos, y aun
así, contándose por millares las ascensiones
aerostáticas, no se consignan más que veinte
accidentes que hayan ocasionado la muerte. En
general, el momento de tomar tierra y el de
empezar la ascensión son los más peligrosos, y
durante ellos no debemos omitir precaución
alguna.

-Ha llegado la hora de almorzar -dijo Joe-. Tendremos
que contentamos con carne en conserva y café,
hasta que al señor Kennedy se le presente la
ocasión de regalarnos con una buena ración de
venado..

 

XX

La
botella celeste. – La higuera-palmera. – Los

mammouth trees. – El árbol de
la guerra. – El
tiro

alado. – Combate entre dos tribus. –
Carniceria. –

Intervención
divina

El viento arreció horriblemente y perdió
su regularidad. El Victoria bordeaba incesantemente,
mirando tan pronto al norte como al sur, sin poder tomar
ningún rumbo determinado.

-Nos movemos mucho y avanzamos poco -dijo Kennedy,
observando las frecuentes oscilaciones de la aguja
imantada.

-El Victoria se mueve a una velocidad que
no baja de treinta leguas por hora -dijo Samuel Fergusson-.
Asomaos y veréis cuán rápidamente desaparece
el campo bajo nuestros pies. ¡Mirad! Aquel bosque parece
que se precipita contra nosotros.

-El bosque se ha convertido ya en un raso
-respondió el cazador.

-Y el raso en una aldea -añadió Joe unos
instantes después-. ¡Qué caras de negros se
ven tan embobadas!

-Es muy natural -respondió el doctor-. En
Francia, los
campesinos, al aparecer los primeros globos, hicieron a
éstos fuego tomándolos por monstruos aereos; por
consiguiente, bien se puede permitir a un negro de Sudán
manifestar su asombro.

-Señor, con su permiso voy a echarles una botella
vacía -dijo Joe, mientras el Victoria pasaba a unos
cien pies de una aldea-. Si la botella llega entera, la
adorarán; si se hace pedazos, cada uno de ellos se
convertirá en un talismán prodigioso.

Y sin más, tiró una botella, que al llegar
al suelo se hizo añicos, como era natural, y los
indígenas se metieron precipitadamente en sus chozas
lanzando horribles gritos.

Un poco más adelante Kennedy
exclamó:

-¡Mirad qué árbol más
extraño! Por arriba es de una especie y por abajo de
otra.

-¡Ésta sí que es buena! -dijo Joe-.
En este país nacen los árboles
unos sobre otros.

-Es pura y simplemente un tronco de higuera
-explicó el doctor-, sobre el cual ha caído un poco
de tierra vegetal. El viento ha llevado hasta allí una
semilla de palmera, y ésta ha crecido igual que en pleno
campo.

-Es un buen procedimiento
-dijo Joe-, que pienso introducir en Inglaterra. Con él
mejorarán mucho los parques de Londres y se
multiplicarán considerablemente los árboles
frutales. Los huertos se extenderán a lo alto, lo que
será una gran ventaja para los propietarios de
pequeños terrenos.

En aquel momento fue preciso elevar el Victoria
para salvar un bosque de seculares banianos de más de
trescientos pies de altura.

-¡Magníficos árboles!
-exclamó Kennedy-. No he visto nada tan hermoso como el
aspecto de esos venerables bosques. Míralos,
Samuel.

-La altura de esos banianos es verdaderamente
maravillosa, amigo Dick; y sin embargo, no tendría nada de
excepcional en los bosques del Nuevo Mundo.

-¡Cómo! ¿Hay árboles
aún más altos?

-Sin duda los hay entre los conocidos como mammouth
trees.
En California se encontró un cedro de
cuatrocientos pies de altura, es decir, más alto que la
torre del Parlamento y que la gran pirámide de Egipto. La
base tenía ciento veinte pies de circunferencia, y por las
capas concéntricas de su madera pudo
calcularse que tenía más de cuatro mil
años.

-No era, pues, extraño que estuviese tan
crecidito. En cuatro mil años da tiempo a dar un buen
estirón.

Pero, durante la anécdota del doctor y la
respuesta de Joe, el bosque había dado paso a un grupo de
chozas dispuestas circularmente alrededor de un plaza. En su
centro se levantaba un único árbol que hizo
exclamar a Joe:

-Pues si éste lleva cuatro mil años dando
semejantes flores, no me parece algo digno de elogio.

Y señalaba un sicomoro gigantesco, cuyo tronco
desaparecía enteramente bajo un montón de huesos humanos.
Las flores a que se refería Joe eran cabezas recién
cortadas, clavadas en la corteza con puñales.

-¡El árbol de guerra de los canibales!
-dijo el doctor-. Los indios arrancan el cuero
cabelludo, y los africanos toda la cabeza.

-Claro, eso depende de la moda de cada
país -dijo Joe.

La aldea de las cabezas sangrientas desapareció
en el horizonte, y se presentó entonces otro
espectáculo no menos repugnante: cadáveres medio
devorados, esqueletos carcomidos y miembros humanos
desparramados, dejados para pasto de hienas y
chacales.

-Son, sin duda, cuerpos de criminales. Al igual que en
Abisinia, los dejan a merced de los animales
carniceros, que los devoran después de haberlos
despedazado.

-No es mucho más cruel que la horca -dijo el
escocés-. Tan sólo más asqueroso.

-En las regiones del sur de África -repuso el
doctorse encierra a los criminales en su propia choza, con su
ganado y algunas veces con toda su familia, y les
prenden fuego.

-Eso es, sin duda, una crueldad, pero convengo con
Kennedy en que la horca no es menos bárbara.

Joe, con la excelente vista de que tan buen uso
sabía hacer, distinguió en el horizonte algunas
bandadas de aves de
rapiña.

-Son águilas -exclamó Kennedy, tras
haberlas reconocido con su anteojo-. Unos magníficos
pájaros, cuyo vuelo es tan rápido como el
nuestro.

-¡Llbrenos el cielo de sus ataques! –dijo el
doctor-. Para los que viajamos por el aire, son
más terribles que las fieras y las tribus
salvajes.

-¡Bah! -respondió el cazador-. Con unos
cuantos tiros las ahuyentaríamos.

-Prefiero, amigo Dick, no tener que recurrir a tu
habilidad; el tafetán del globo no resistiría sus
picotazos. Afortunadamente, me parece que nuestra máquina,
lejos de atraerlas, las asusta.

-Se me ocurre una idea -intervino Joe-. Hoy estoy en
vena, y a cada instante brota de mi cerebro una
nueva. Si pudiésemos formar un tiro de águilas
vivas y engancharlas al globo, nos arrastrarían por los
aires.

-El método ha
sido propuesto en serio -respondió el doctor-, pero me
parece poco practicable con animales tan ariscos por naturaleza.

-Las adiestraríamos -repuso Joe-. En lugar de
ponerles bocado, las guiariamos por medio de unas anteojeras que
les tapasen los ojos. Tapando uno de los dos, según
cuál fuese éste, irían a derecha o a
izquierda, y tapando los dos se detendrían.

-Permíteme, Joe, preferir un viento favorable a
tus águilas de tiro; su manutención resulta
más barata, y es mas seguro.

-Se lo permito, señor;, pero no echo la idea en
saco roto.

Era mediodía. Desde hacía un rato, el
Victoria avanzaba a una velocidad más moderada; la
tierra ya no huía a sus pies, simplemente
pasaba.

De pronto llegaron a oídos de los viajeros gritos
y silbidos que les hicieron asomarse para ofrecerles un
espectáculo emocionantísimo.

Dos tribus se batían encarnizadamente,
envolviéndose en nubes de flechas. Cegados por el furor de
la pelea, los combatientes no se percataron de la llegada del
Victoria. Eran unos trescientos, habiendo entre ellos
algunos que, revolcándose en la sangre de los
heridos, ofrecían un cuadro de lo más
nauseabundo.

Al ver el globo, hicieron cesar un momento las
hostilidades. Luego multiplicaron sus aullidos y dispararon
algunas flechas contra la barquilla. Una de ellas pasó tan
cerca que Joe la cogió al vuelo con la mano.

-¡Pongámonos fuera de tiro! -exclamó
el doctor Fergusson-. No podemos permitirnos ninguna
imprudencia.

Después de la tregua, empezó de nuevo la
matanza con azagayas y hachas; en cuanto un enemigo caía,
era instantáneamente decapitado por su adversario. Las
mujeres tomaban parte en la refriega, recogiendo las
ensangrentadas cabezas y apilándolas a ambos extremos del
campo de batalla. A veces se peleaban para quedarse con los
asquerosos trofeos.

-¡Repugnante escena! -exclamó Kennedy con
profundo asco.

-¡Menuda pandilla! -dijo Joe-. Y sin embargo, si
llevaran uniforme serían como todos los guerreros del
mundo.

-¡Qué ganas tengo de intervenir en el
combate! -repuso el cazador, apuntando con su
carabina.

-¡No! -respondió al momento el doctor-.
¡No nos metamos en camisa de once varas! ¿Sabes
acaso cuál de los dos bandos tiene razón para
asumir el papel de la Providencia? Huyamos pronto de tan
repugnante espectáculo. Si los grandes capitales pudieran
dominar así el escenario de sus hazañas,
acabarían tal vez por perder la afición a la sangre
y las conquistas.

El jefe de una de las tribus se distinguía por
una constitución atlética, unida a una
fuerza
hercúlea. Con una mano clavaba la lanza en las compactas
filas de sus enemigos, y con la otra descargaba el hacha. En un
momento dado, tiro su ensangrentada azagaya, se precipitó
sobre un herido a quien cortó un brazo de un tajo,
cogió el miembro aún palpitante y empezó a
devorarlo.

-¡Qué horrible bestia! -dijo Kennedy-.
¡No puedo seguir conteniéndome!

Y el guerrero, herido de un balazo en la frente,
cayó de espaldas.

Al verlo caer, se apoderó de sus guerreros un
profundo estupor. Aquella muerte
sobrenatural los dejó helados y reanimó el ardor de
sus adversarios, que les obligaron a abandonar el campo de
batalla.

-Busquemos más arriba una corriente que nos aleje
de aquí -dijo el doctor-. Este espectáculo me
resulta vomitivo.

Pero, por mucha que fuese la prisa que se dio en partir,
tuvo que ver cómo la tribu victoriosa se precipitaba sobre
los muertos y heridos y se disputaba aquella carne aún
caliente, que devoraba con la mayor ansia.

-¡Qué asco! -dijo Joe-. ¡Es
nauseabundo!

El Victoria se elevaba a medida que se iba
dilatando. Los aullidos de la horda ebria de sangre lo siguieron
algún tiempo; finalmente, fue impelido hacia el sur y se
apartó de aquella escena de carniceria y
antropofagia.

El terreno presentaba accidentes variados, y lo surcaban
numerosos cursos de agua que
fluían hacia el este; sin duda eran tributarlos de esos
afluentes del lago Nu o del río de las Gacelas, del cual
Lejean ha hecho detalles realmente curiosos.

Llegada la noche, el Victoria echó el
ancla a 270 de longitud y 40 20’ de
latitud septentrional, después de una travesía de
ciento cincuenta millas.

XXI

Rumores
extraños. – Un ataque nocturno. – Kennedy y

Joe en el árbol – Dos disparos.
– ¡A mí! ¡A mí! –

Respuesta en francés. – La
mañana. – El misionero. –

El plan de
salvación

Oscurecía con gran rapidez. El doctor, sin poder
reconocer el terreno, había enganchado el globo a un
árbol muy alto, del cual distinguía a duras penas
confusas formas.

Empezó su guardia a las nueve, como tenía
por costumbre, y Dick le relevó a las doce.

-¡Vigilancia, Dick, mucha vigilancia!
-recomendó el doctor.

-¿Hay alguna novedad?

-No, pero no puedo asegurar de una manera positiva
dónde nos ha traído el viento, y creo haber
oído
debajo de nosotros vagos rumores. Un exceso de prudencia no
resultará perjudicial.

-Habrás oído los gritos de algunas
fieras.

-No, me ha parecido otra cosa… En fin, veremos; a la
menor alarma no dejes de despertarnos.

-Duerme tranquilo.

El doctor, después de haber escuchado de nuevo
con la mayor atención, sin oír nada de
particular, se echó sobre su manta y no tardó en
dormirse.

El cielo estaba cubierto de densas nubes, pero ni un
soplo de aire turbaba la tranquilidad de la atmósfera. El
Victoria, sujeto con una sola ancla, no experimentaba
oscilación alguna.

Kennedy, acodado en la barquilla de manera que le
permitiese vigilar el soplete, consideraba aquella oscura calma.
Interrogaba el horizonte, y, como suele sucederles a quienes
poseen un espíritu inquieto o previsor, de vez en cuando
su mirada creía distinguir vagos resplandores.

Hasta hubo un momento en que creyó percibir uno
muy claramente a doscientos pasos de distancia; pero no fue
más que un destello, tras el cual no volvió a ver
nada.

Era, sin duda, una de esas sensaciones luminosas que el
aparato de la visión se forja en las oscuridades
profundas.

Kennedy se tranquilizó y volvió a
abismarse en su contemplación indecisa, cuando
hendió los aires un agudo silbido.

¿Era el grito de un animal, de algún
pájaro nocturno? ¿Salía de labios
humanos?

Kennedy, comprendiendo la gravedad de la situacion,
estuvo a punto de despertar a sus compañeros, pero como,
fueren hombres o animales, no estaban a su alcance, se
limitó a comprobar que sus armas estaban
cargadas y, con un anteojo de noche, abismó su mirada en
el espacio.

Creyó vislumbrar debajo de la barquilla ciertas
formas vagas que se deslizaban cuidadosamente hacia el
árbol y, al pálido resplandor de un rayo de luna
que se filtró como un relámpago entre dos nubes,
reconoció claramente a un grupo de individuos que se
agitaban en la sombra.

Recordó entonces la aventura de los
cinocéfalos y tocó con la mano al doctor en el
hombro.

El doctor se despertó inmediatamente.

-Silencio -dijo Kennedy-, hablemos en voz
baja.

-¿Ocurre algo?

-Sí; despertemos a Joe.

En cuanto Joe se levantó, el cazador
refirió lo que había visto.

-¿Otra vez los malditos monos ? -dijo
Joe.

-Es posible; pero debemos tomar precauciones.

-Joe y yo -dijo Kennedy- bajaremos al árbol por
la escala.

-Y entretanto -respondió el doctor- yo
tomaré mis medidas para poder ascender
rápidamente.

-De acuerdo.

-Bajemos -dijo Joe.

-No hagáis uso de las armas mas que en
último extremo; es inútil revelar nuestra presencia
en estos parajes.

Dick y Joe contestaron con un ademán. Se
deslizaron sin ruido hacia el árbol y se colocaron en la
horquilla formada por las dos gruesas ramas donde el ancla
había clavado sus uñas.

Llevaban unos minutos escuchando, sin moverse y casi sin
respirar, entre el follaje, cuando se produjo como un roce en la
corteza y Joe asió la mano del escocés.

-¿ Oye?

-Sí; se acerca.

-¿Será una serpiente? El silbido que ha
oído…

-¡No! Tenía algo de humano.

-Prefiero que sean salvajes. Los reptiles me
repugnan.

-El ruido aumenta -repuso Kennedy poco
después.

-¡Sí! Algo sube, alguno trepa.

-Vigila este lado; yo me encargó del
otro.

-Bien.

Se hallaban aislados en la cima de una robusta rama que
arrancaba verticalmente del centro del baobab, que parecía
él solo todo un bosque. La oscuridad, aumentada por el
espeso follaje, era profunda; sin embargo, Joe, indicando a
Kennedy la parte inferior del árbol, le dijo al
oído:

-Negros.

Algunas palabras pronunciadas en voz baja llegaron a los
dos viajeros.

Joe se preparó para disparar.

-Aguarda -dijo Kennedy.

Unos salvajes, en efecto se habían encaramado por
el baobab; brotaban de todas partes, subiendo por las ramas como
reptiles, con lentitud, pero con aplomo; les denunciaban las
emanaciones de sus cuerpos, frotados con una grasa
infecta.

No tardaron en aparecer dos cabezas ante Kennedy y Joe,
justo a la altura de la rama que ocupaban.

-¡Atención! -dijo Kennedy-.
¡Fuego!

La doble detonación retumbó como un trueno
y se extinguió entre gritos de dolor. En un momento, toda
la horda había desaparecido.

Pero en medio de los aullidos había sonado un
grito extraño, inesperado, imposible. De una boca humana
salieron estas palabras pronunciadas en francés: «
¡A mí! ¡A mí! »

Kennedy y Joe, atónitos, volvieron a la barquilla
a toda prisa.

-¿Habéis oído? -les preguntó
el doctor.

-¡Perfectamente!

-¡Un francés en manos de esos
bárbaros!

-¿Un viajero?

-¡Un misionero tal vez!

-¡Pobrecillo! -exclamó el cazador-.
¡Lo están martirizando!

El doctor procuraba en vano ocultar su
emoción.

-No hay duda -dijo-. Un desdichado francés ha
caí do en manos de esos salvajes. Pero nosotros no
partiremos sin haber hecho todo lo posible por salvarle. Al
oí nuestros disparos, habrá pensado en un auxilio
inesperado, en una intervención providencial. No
defraudaremos su última esperanza. ¿No es
éste vuestro parecer?

-No puede ser otro, Samuel, y dispuestos estamos a
obedecerte.

-En tal caso, idearemos un plan y apenas amanezca
intentaremos liberarlo.

-Pero ¿cómo lo separaremos de esos
miserables negros? -preguntó Kennedy.

-Es evidente -dijo el doctor-, por la manera que han
tenido de huir, que no conocen las armas de fuego. Debemos, pues,
aprovecharnos de su terror; pero es preciso aguardar la madrugada
para obrar, y urdir nuestro plan de salvamento según la
disposición de los lugares.

-El desdichado no debe de estar lejos -dijo Joe-,
porque…

~¡A mí! ¡A mí! -repitió
la voz, más debilitada.

-¡Los muy bárbaros! -exclamó Joe,
conmovido-. ¿Y si lo matan esta noche?

-¿Oyes, Samuel? -repuso Kennedy, cogiendo la mano
del doctor-. ¿Y si lo matan esta noche?

-No es probable, amigos; los pueblos salvajes dan muerte
a sus prisioneros durante el día; necesitan la luz del
sol.

-¿Y si aprovechara las tinieblas de la noche
-dijo el escocés-, para llegar hasta ese
desdichado?

-¡Le acompaño, señor
Dick!

-¡Deteneos, amigos, deteneos! Vuestra
resolución honra vuestro corazón y
vuestro valor; pero nos pondría en peligro a todos y
acabaría de agravar la situación del que queremos
salvar.

-¿Por qué? -replicó Kennedy-. Los
salvajes están amedrentados y dispersos. No
volverán.

-Dick, te lo suplico, obedéceme; mi objetivo es la
salvación de todos. Si por casualidad te dejases
sorprender, estaría todo perdido.

-Pero, ese infortunado, ¿qué aguarda,
qué espera?

¡Ninguna voz responde a su voz!… ¡Nadie le
socorre!… ¡Debe de creer que le han engañado sus
sentidos, que no ha oído nada!…

-Se le puede tranquilizar -dijo el doctor
Fergusson.

Y en pie, en medio de la oscuridad, formando con las
manos una bocina, gritó con fuerza en la lengua del
extranjero.

-¡Quienquiera que sea, tenga confianza!
¡Tres amigos velan por usted!

Le respondió un aullido terrible, que sin duda
ahogó la respuesta del prisionero.

-¡Le degüellan…, le van a degollar!
-exclamó Kennedy-. ¡Nuestra intervención no
habrá servido más que para acelerar la hora del
suplicio! ¡Es preciso actuar!

-Pero ¿cómo, Dick? ¿Qué
pretendes hacer en medio de esta oscuridad?

-¡Oh…, si fuese de día! -exclamó
Joe.

-¿Y qué harías si fuese de
día? -preguntó el doctor, en un tono
singular.

-Nada más sencillo, Samuel -respondió el
cazador-. Bajaría a tierra y dispersaría a tiros a
esa chusma.

-¿Y tú, Joe? -preguntó
Fergusson.

-Yo, señor, obraría más
prudentemente, haciendo llegar un aviso al prisionero para que
huyera en una dirección convenida.

-¿Y cómo harías llegar el
aviso?

-Por medio de esta flecha que he cogido al vuelo, a la
cual ataría una nota o simplemente hablándole en
voz alta, puesto que los negros no comprenden nuestro
idioma.

-Vuestros planes, amigos míos, son
impracticables. La mayor dificultad para ese infortunado seria
escaparse, admitiendo que llegase a burlar la vigilancia de sus
verdugos. En cuanto a ti, Dick, con mucha audacia y
valiéndote del terror ocasionado por nuestras armas de
fuego, tal vez tuvieras éxito;
pero si tu proyecto
fracasase estarías perdido y tendríamos que salvar
a dos personas en lugar de a una. ¡No! Es preciso que todas
las bazas estén a nuestro favor y actuar de otra
manera.

-Pero inmediatamente -replicó el
cazador.

-¡Tal vez! -respondió Samuel, insistiendo
en esa palabra.

-Señor, ¿sería capaz de disipar
estas tinieblas?

-¿Quién sabe, Joe?

-¡Ah! Si hiciera una cosa semejante, le
proclamaría el primer sabio del mundo.

El doctor permaneció algunos instantes silencioso
y reflexivo. Sus dos compañeros le miraban con ansiedad,
sobreexcitados por aquella situación extraordinaria.
Fergusson no tardó en volver a tomar la
palabra.

-He aquí mi plan -dijo-. Nos quedan doscientas
libras de lastre, puesto que están aún intactos los
sacos que hemos traído. Supongamos que el prisionero,
extenuado evidentemente por los padecimientos, pesa tanto como
cualquiera de nosotros; todavía nos quedarán unas
sesenta libras para arrojar con objeto de subir más
rápidamente.

-¿Cómo piensas, pues, maniobrar?
-preguntó Kennedy.

-Voy a decírtelo, Dick. Sin duda admitiras que si
recojo al prisionero y me desprendo de una cantidad de lastre
igual a su peso, no habré turbado en lo más
mínimo el equilibrio del
globo; pero entonces, si quiero realizar una ascensión
rápida para ponerme fuera del alcance de esa tribu de
negros, tendré que recurrir a medios
más enérgicos que el soplete. Pues bien,
precipitando el lastre excedente en el momento requerido, estoy
seguro de subir con mucha rapidez.

-Es evidente.

-Sí, pero hay un pequeño inconveniente.
Después, para bajar, tendré que perder una cantidad
de gas -proporcional al exceso de lastre de que me haya
desprendido. Ese gas no tiene precio, pero
no se puede lamentar su pérdida cuando se trata de la
salvación de un ser humano.

-Tienes razón, Samuel, debemos sacrificarlo todo
por salvarle.

-Actuemos, pues, y tengamos los sacos preparados en la
barquilla de modo que podamos arrojarlos todos a un mismo
tiempo.

-Pero, esta oscuridad…

-Oculta nuestros preparativos y no se disipará
hasta que estén terminados. Procurad tener todas las armas
al alcance de la mano. Tal vez sea preciso hacer fuego, para lo
cual disponemos de una bala en la carabina, cuatro en las dos
escopetas y doce en los dos revólveres; en total,
diecisiete, que pueden dispararse en un cuarto de minuto. Aunque
quizá no tengamos que armar tanto escándalo.
¿Preparados?

-Preparados -respondió Joe.

En efecto, los sacos estaban a punto, y las armas
cargadas.

-Bien -dijo el doctor-. Estad muy alerta. Joe queda
encargado de arrojar el lastre, y Dick de apoderarse de
prisionero; pero que no se haga nada hasta que yo dé la
orden. Joe, ve ahora a desenganchar el ancla y vuelve enseguida a
la barquilla.

Joe se deslizó por el cable y reapareció a
los pocos instantes. El Victoria, en libertad,
flotaba en el aire, casi inmóvil.

Durante este tiempo el doctor se aseguró de que
había una cantidad suficiente de gas en la caja de mezcla
para alimentar, en caso necesario, el soplete sin necesidad de
recurrir durante algún tiempo a la acción
de la pila de Bunsen. Quitó los dos hilos conductores
perfectamente aislados que servían para descomponer
el agua;
luego, tras registrar su bolsa de viaje, sacó de ella dos
pedazos de carbón terminados en punta y los fijó en
el extremo de cada hilo.

Sus dos amigos le miraban sin comprender lo que
hacía, pero callaban. Cuando el doctor hubo terminado su
trabajo, se
colocó en pie en medio de la barquilla, cogió un
carbón en cada mano y acercó una punta a la
otra.

De repente, un resplandor intenso y deslumbrador, que no
podían resistir los ojos, se produjo entre las dos puntas
de carbón, y un haz inmenso de luz eléctrica
disipó la oscuridad de la noche.

-¡Oh, señor! -exclamó
Joe.

-¡Silencio! -ordenó el doctor.

XXII

El haz de
luz. – El misionero. – Rapto en un rayo de

luz. – El sacerdote lazarista. – Poca
esperanza. –

Cuidados del doctor. – Una vida de
abnegación. – Paso

de un volcán

Fergusson dirigió a varios puntos del espacio su
poderoso rayo de luz y lo detuvo en un lugar de donde
partían gritos de asombro; sus compañeros lanzaron
hacia allí una ansiosa mirada.

El baobab sobre el cual el Victoria se
mantenía casi inmóvil, se hallaba en el centro de
un raso. Entre campos de sésamo y de caña de
azúcar,
unas cincuenta chozas, bajas y cónicas, alrededor de las
cuales hormigueaba una numerosa tribu.

A cien pies debajo del globo descollaba un poste, junto
al cual yacía una criatura humana, un joven de apenas
treinta años, con largos cabellos negros, medio desnudo,
flaco, ensangrentado, cubierto de heridas y con la cabeza
inclinada sobre el pecho, como Cristo crucificado. Algunos
cabellos más cortos en la coroniua indicaban aún la
existencia de una tonsura casi desaparecida.

-¡Un misionero! ¡Un sacerdote!
-exclamó Joe.

-¡Pobre desdichado! -respondió el
cazador.

-¡Lo salvaremos, Dick! -dijo el doctor-. ¡Lo
salvaremos!

Aquella caterva de negros, al ver el globo, semejante a
una enorme cometa con una cola de deslumbradora luz,
experimentó, como era natural, un sobresalto
indescriptible. Al oír sus gritos, el prisionero
levantó la cabeza. Brilló rápidamente en sus
ojos la luz de la esperanza, y, sin comprender lo que pasaba,
tendió los brazos hacia sus inesperados
libertadores.

-¡Vive, vive! -exclamó Fergusson-.
¡Loado sea Dios! ¡Esos salvajes se hallan abismados
en un magnífico espanto! ¡Lo salvaremos!
¿Estáis preparados, amigos?

-Sí, Samuel.

-Joe, apaga el soplete.

La orden del doctor fue ejecutada. Un vientecillo casi
imperceptible empujaba suavemente al Victoria encima del
prisionero, al mismo tiempo que, con la contracción del
gas, descendía insensiblemente. Quedó flotando en
medio de las luminosas ondas por espacio
de diez minutos. Fergusson envolvió a la muchedumbre en el
haz centelleante que proyectaba a trechos manchas de luz, muy
rápidas y vivas. La tribu, bajo el dominio de un
indescriptible terror, desaparecio poco a poco en el fondo de las
chozas, sin quedar ningún negro alrededor del poste. El
doctor había acertado al contar con la aparición
fantástica del Victoria, que proyectaba rayos de
sol en aquella intensa oscuridad.

La barquilla se acercó a tierra. Algunos negros,
sin embargo, más audaces que los otros y comprendiendo que
se les escapaba su víctima, aparecieron de nuevo lanzando
espantosos gritos. Kennedy cogió su escopeta, pero el
doctor no quiso que la disparase.

El sacerdote, de rodillas, sin fuerzas ya para tenerse
en pie, ni siquiera estaba atado al poste, pues su debilidad
hacía innecesarias las cuerdas. En el momento en que la
barquilla llegó cerca del suelo, el cazador, soltando su
arma, tomó al sacerdote en brazos y lo subió al
globo; al mismo tiempo Joe arrojaba, todas a la vez, las
doscientas libras de lastre.

El doctor contaba con subir rápidamente, pero,
contra todas sus previsiones, el globo, después de haberse
elevado unos cuatro pies, permanecio inmóvil.

-¿Quién nos sujeta? -exclamó con
acento de terror.

Algunos salvajes acudían lanzando feroces
aullidos.

-¡Oh! -exclamó Joe, asomándose-.
¡Uno de esos malditos negros se ha colgado a la
barquilla!

-¡Dick! ¡Dick! -exclamó el doctor-.
¡La caja del agua!

Dick comprendió la intención de su amigo
y, levantando una de las cajas de agua, que pesaba más de
cien libras, la arrojó por la borda.

El Victoria, descargado de aquel lastre,
subió bruscamente trescientos pies en medio de los rugidos
de la tribu, cuyo prisionero se evadía envuelto en una luz
resplandeciente.

-¡Hurra! -gritaron los dos compañeros del
doctor.

El globo dio de repente un nuevo salto, que le hizo
alcanzar una altura de más de mil pies.

-¿Qué sucede? -preguntó Kennedy, a
punto de perder el equilibrio.

-¡Nada! Es ese pícaro, que se ha desasido
de la barquilla -respondió tranquilamente Samuel
Fergusson.

Y Joe, asomándose rápidamente, pudo
aún distinguir al salvaje girar en el espacio con los
brazos extendidos, y estrellarse al llegar a tierra. El doctor
separó entonces los dos hilos eléctricos, y todo
quedó abismado en una oscuridad profunda. Era la una de la
noche.

El francés, que se había desmayado,
abrió por fin los ojos.

-Está usted a salvo -le dijo el
doctor.

-¡A salvo! -repitió él en inglés,
con una melancólica sonrisa-. ¡A salvo de una muerte
cruel! Les doy las gracias, hermanos, pero tengo los días
contados, contadas las horas. Me queda muy poco tiempo de
vida.

Y el misionero, exhausto, cayó en una especie de
sopor.

-Se muere -exclamó Dick.

-No, no -respondió Fergusson, inclinándose
sobre él-, pero está muy débil.
Acostémosle bajo la tienda.

Y, con gran suavidad, tendieron sobre las mantas aquel
pobre cuerpo demacrado, cubierto de cicatrices y heridas de las
que aún brotaba sangre, aquel cuerpo en que el hierro y el
fuego habían dejado muchas y muy dolorosas huellas. El
doctor convirtió un pañuelo en hilas, que
aplicó sobre las llagas después de haberlas lavado
con la delicadeza de un diestro médico; luego tomó
de su botiquin un estimulante y vertió algunas gotas en
los labios del sacerdote.

Éste abrió con dificultad la boca y apenas
tuvo fuerzas para decir:

-¡Gracias! ¡Gracias!

El doctor comprendió que el enfermo necesitaba
descansar, por lo que corrió las cortinas de la tienda y
volvió a tomar la dirección del globo.

Teniendo en cuenta el peso del nuevo huésped, el
globo había sido liberado de casi ciento ochenta libras de
lastre, y por consiguiente, se mantenía sin ayuda del
soplete. Al rayar el día, una corriente lo impelió
con suavidad hacia el oeste-noroeste. Fergusson fue a examinar al
sacerdote aletargado.

-¡Ojalá podamos conservar la vida de este
companero que el Cielo nos ha enviado! -exclamó el
cazador-. ¿Tienes alguna esperanza?

-Sí, Dick. A base de cuidados y con este aire tan
puro…

-¡Cuánto ha sufrido el infeliz! -dijo Joe,
muy conmovido-. ¿Saben que ha acometido empresas
más atrevidas que las nuestras, viniendo solo a visitar
estos pueblos?

-¿Quién lo duda? -repuso el
cazador.

Durante todo el día, no quiso el doctor que se
interrumplese el sueño del enfermo, a pesar de que aquel
sueño era un largo sopor, entrecortado por quejidos que no
dejaban de inspirar a Fergusson serias inquietudes.

Al llegar la noche, el Victoria permanecía
estacionario en medio de la oscuridad, y en tanto que Joe y
Kennedy se relevaban junto al enfermo, Fergusson velaba por la
seguridad de
todos.

Al día siguiente por la mañana, el
Victoria había derivado algo hacia el oeste. El
día se anunciaba puro y magnífico. El enfermo pudo
llamar a sus nuevos amigos con una voz más clara.
Éstos levantaron las cortinas de la tienda, y el sacerdote
aspiró con placer el aire fresco de la
mañana.

-¿Cómo se encuentra? -le preguntó
Fergusson.

-Mejor, creo -respondió él-. ¡Pero,
mis buenos amigos, no les he visto más que como las
imágenes que aparecen en un sueño!
¡Apenas soy consciente de lo que ha pasado! Díganme
sus nombres para que no los olvide en mis últimas
oraciones.

-Somos viajeros ingleses -respondió Samuel-.
Intentamos atravesar África en globo, y durante nuestra
travesía hemos tenido la suerte de salvarle.

-La ciencia tiene
sus héroes -dijo el misionero.

-Pero la religión tiene sus
mártires -respondió el escocés.

-¿Es usted misionero? -preguntó el
doctor.

-Soy un sacerdote de la misión de
los lazaristas. El Cielo les ha enviado, ¡loado sea Dios!
¡El sacrificio de mi vida estaba hecho! Pero, ustedes
vienen de Europa. ¡Háblenme de Europa,
háblenme de Francia! No he recibido en cinco años
ni una sola noticia.

-¡Cinco años solo entre esos salvajes!
-exclamó Kennedy.

-Son almas que hay que rescatar -dijo el joven
sacerdote-. Hermanos ignorantes y bárbaros a quienes
sólo la religión puede civilizar e
instruir.

Samuel Fergusson, para complacer al misionero, le
habló mucho de Francia.

Éste le escuchaba con atención, y las
lágrimas humedecían sus ojos. El desdichado joven
estrechaba sucesivamente las manos de Kennedy y las de Joe entre
las suyas, ardientes a causa de la fiebre. El doctor
le preparó algunas tazas de té, que bebió
con fruicion; entonces se sintió con fuerzas para
incorporarse un poco y sonreír, viéndose mecido en
un cielo tan puro.

-Son audaces viajeros -dijo-, y el éxito
coronará su atrevida empresa;
volverán a ver a sus parientes y amigos, regresarán
a su patria…

Pero la debilidad del joven sacerdote aumentó
tanto que fue preciso acostarlo de nuevo. Una postración
que duró algunas horas le tuvo como muerto entre las manos
de Fergusson, el cual se sentía profundamente conmovido.
Veía que aquella existencia se extinguía.
¿Tan pronto iba a perder a la víctima que
habían arrancado del suplicio? Curó de nuevo las
horribles úlceras del mártir y sacrificó la
mayor parte de su provisión de agua para refrescar sus
ardientes miembros. Le dedicó la atención
más tierna e inteligente. El enfermo renacía poco a
poco entre sus brazos, y recobraba el sentimiento, ya que no la
vida.

El doctor sorprendió su historia entre sus palabras
entrecortadas.

-Hable su lengua materna
-le había dicho-. Le fatigara menos y yo la comprendo
perfectamente.

El misionero era un humilde joven bretón, nacido
en la aldea de Aradón, en pleno Morbihan. Emprendió
por vocación la carrera eclesiástica, pero a esa
vida de abnegacion quiso anadir una vida de peligro, para lo cual
ingresó en la orden de misioneros fundada por el glorioso
san Vicente de Paúl. A los veinte años pasó
de su país a las playas inhospitalarias de África.
Y desde allí, poco a poco, superando obstáculos,
desafiando privaciones, andando y orando, avanzó hasta el
seno de las tribus que pueblan los afluentes del Nilo superior.
Por espacio de dos años fue rechazada su religión,
desconocido su celo, despreciada su caridad. Cayó
prisionero de una de las más crueles tribus de Nyambara,
que le trató de una manera horrible. Él, sin
embargo, seguía enseñando, instruyendo, orando.
Derrotada aquella tribu en uno de sus frecuentes combates con
otras igualmente crueles, el misionero fue dado por muerto y
abandonado. Entonces, en lugar de volver sobres sus pasos,
continuó su peregrinación evangélica.
Durante una temporada le tuvieron por loco, y aquélla fue
la más tranquila de su vida. Se familiarizó con los
idiomas de aquellas comarcas y siguió catequizando.
Recorrió aquellas bárbaras regiones durante dos
años más, empujado por esa fuerza sobrehumana que
viene de Dios. Un año hacía que su celo
evangélico le había llevado a una tribu de
nyam-nyam llamada Barafri, que es una de las más salvajes.
La inesperada muerte de su jefe, acaecida hacía unos
días, le había sido achacada a él, por lo
que se decidió inmolarlo. Cuarenta horas hacía que
duraba su suplicio, que, como el doctor había supuesto,
debía terminar con la muerte al día siguiente a las
doce. Cuando oyó las detonaciones de las armas de fuego,
sintió reaccionar en él el instinto de
conservación y gritó: « ¡A mí!
¡A mí! » Y creyó soñar cuando
una voz venida de lo alto le dirigió palabras de
consuelo.

-¡No siento morir! -añadió-. Mi vida
es de Dios, y Dios dispone de ella.

-Espere -le respondió el doctor-, estamos a su
lado y le salvaremos de la muerte igual que le hemos liberado del
suplicio.

-No Pido tanto al Cielo -respondió el sacerdote,
resignado-. ¡Bendito sea Dios por haberme concedido, antes
de morir, la dicha de apretar manos amigas y oír la lengua
de mi país!

El misionero se sintió desfallecer nuevamente, y
el día transcurrió entre la esperanza y la zozobra.
Kennedy estaba muy conmovido, y Joe volvía la cabeza para
ocultar sus lágrimas.

El Victoria avanzaba poco, y el viento
parecía acunar su preciosa carga.

A la caída de la tarde, Joe distinguió
hacia el oeste un resplandor inmenso. Bajo latitudes más
elevadas se hubiera tomado aquel resplandor por una aurora
boreal. El cielo parecía una hoguera. El doctor
examinó con atención el fenómeno.

-No puede ser más que un volcán en
actividad -dijo.

-Pues el viento nos lleva hacia él
-replicó Kennedy.

-Tranquilízate. Pasaremos a una altura
considerable.

Tres horas después, el Victoria se hallaba
rodeado de montañas. Su posición exacta era
250 15’ de longitud y 40 42’ de
latitud. Tenía delante un cráter que vomitaba
torrentes de lava derretida y arrojaba a gran altura enormes
peñascos. Había arroyos de fuego líquido que
se despeiíaban formando cascadas deslumbradoras. El
espectáculo era magnífico, pero peligroso, porque
el viento, con una fijeza constante, impelía el globo
hacia aquella atmósfera incendiada.

Preciso era salvar aquel obstáculo, ante la
imposibilidad de dejarlo a un lado. La espita del soplete fue
abierta por completo, y el Victoria subió a una
altura de seis mil pies, dejando entre el volcán y
él un espacio de más de trescientas
toesas.

Desde su lecho de dolor, el sacerdote moribundo pudo
contemplar aquel cráter del que se escapaban con
estrépito mil haces resplandecientes.

-¡Qué hermoso espectáculo! -dijo-.
¡Cuán infinito es el poder de Dios hasta en sus
más terribles manifestaciones!

Aquella inmensa explosión de lava en ignicion
cubría las laderas de la montaña con un verdadero
tapiz de llamas. El hemisferio inferior del globo
resplandecía en la noche, y un calor
tórrido subía hasta la barquilla. El doctor
Fergusson decidió que era preciso huir pronto de aquella
atmósfera peligrosa.

Hacia las diez de la noche, la montaña no era
más que un punto rojo en el horizonte y el Victoria
proseguía tranquilamente su viaje por una zona menos
elevada.

XXIII

Cólera de Joe. – La muerte de un justo. –
Velatorio del

cadáver. – Arzidez. – El
entierro. – Los trozos de

cuarzo. – Fascinación de Joe. –
Un lastre precioso. –

Localización de las
montañas auríferas. – Principio de

desesperación de
Joe

La noche tendió sobre la tierra el más
magnífico de sus mantos. El sacerdote se durmió,
sumido en una postración pacífica.

-¡No volverá en sí! -dijo Joe-.
¡Pobre joven! ¡Treinta años apenas!

-¡Morirá en nuestros brazos! -dijo el
doctor con desesperación -. Su respiración se debilita mas y mas, y nada
puedo hacer yo para salvarle.

-¡Malvados! -exclamó Joe, que sentía
de vez en cuando arrebatos de cólera-. ¡Cuando pienso que el
infeliz aún ha tenido palabras para compadecerles, para
excusarles y para perdonarles … !

-El Cielo le concede una hermosa noche, Joe, tal vez su
última noche. Ya no sufrirá mucho; su muerte no
será más que un pacífico
sueño.

El moribundo pronunció algunas palabras
entrecortadas y el doctor se acercó a él. La
respiración del enfermo se hacía difícil; el
joven pedía aire. Levantaron enteramente las cortinas, y
él aspiró con deleite la ligera brisa de aquella
noche clara; las estrellas le dirigían su temblorosa luz,
y la luna le envolvía en el blanco sudario de sus
rayos.

-¡Amigos míos -dijo con voz débil-
me muero! ¡Que el Dios que recompensa les conduzca a
puerto! ¡Que les pague por mí mi deuda de
reconocimiento!

-No pierda la esperanza -le respondió Kennedy-.
Lo que siente no es más que un abatimiento pasajero.
¡No va a morir! ¿Se puede morir en una noche de
verano tan hermosa?

-¡La muerte está aquí!
-respondió el misionero-. ¡Lo sé!
¡Déjenme mirarla a la cara! La muerte, principio de
la eternidad, no es mas que el fin de las tribulaciones de la
tierra. ¡Pónganme de rodillas, hermanos, se lo
suplico!

Kennedy lo levantó. Lástima daba ver
aquellos miembros sin fuerza que se doblaban bajo su propio
peso.

~¡Dios mío! ¡Dios mío!
-exclamó el apóstol moribundo-. ¡Ten piedad
de mí!

Su semblante resplandeció. Lejos de la tierra
cuyas alegrías no había conocido jamás, en
medio de una noche que le enviaba sus más suaves
claridades, en el camino del cielo hacia el cual se elevaba en
una ascensión milagrosa, parecía ya revivir una
nueva existencia.

Su último movimiento fue
una bendicion suprema a sus amigos de un día.
Después cayó en brazos de Kennedy, cuyo semblante
estaba inundado de lágrimas.

-¡Muerto! -exclamó el doctor,
inclinándose sobre él-. ¡Muerto! -Y los tres
amigos se arrodillaron a la vez para orar en voz baja-.
Mañana por la mañana -dijo después
Fergusson- le daremos sepultura en esta tierra de África
regada con su sangre.

Durante el resto de la noche, el doctor, Kennedy y Joe
velaron sucesivamente el cadáver, y ni una sola palabra
turbó su religioso silencio. Los tres derramaban
abundantes lágrimas.

Al día siguiente el viento venía del sur,
y el Victoria avanzaba lentamente sobre una vasta meseta
montañosa, sembrada de cráteres apagados y yermas
hondonadas, sin una gota de agua en sus áridas crestas.
Montones de rocas, cantos
rodados y margueras blanquecinas denotaban una esterilidad
profunda.

Hacia mediodía, el doctor, para sepultar el
cadáver, resolvió bajar a una hondonada, en medio
de rocas plutónicas de formación primitiva.
Tenía que buscar un refugio en las montañas
circundantes para llegar a tierra, pues no había ni un
solo árbol donde poder enganchar el ancla.

Sin embargo, tal como le había explicado a
Kennedy, el lastre de que se desprendiera para salvar al
sacerdote no le permitía ahora descender sin desprenderse
de una cantidad proporcional de gas, por lo que tuvo que abrir la
válvula del globo exterior. El hidrógeno salió, y el
Victoria bajó tranquilamente hacia la
hondonada.

Apenas la barquilla llegó al suelo, el doctor
cerró la válvula; Joe saltó a tierra y,
agarrándose con una mano a la barquilla, con la otra
recogió los pedruscos necesarios para reemplazar su peso;
entonces, quedándose ya libre de las dos manos, pudo en
muy poco tiempo meter en la barquilla más de quinientas
libras de piedras, que permitieron al doctor y a Kennedy
desembarcar a su vez, sin que la fuerza ascensional del globo
fuese suficiente para levantarlo.

No se necesitaron para mantener el equilibrio del
Victoria tantas piedras como pudiera presumirse, ya que
las recogidas por Joe pesaban extraordinariamente, lo cual
llamó la atención del doctor. El suelo estaba
completamente sembrado de cuarzo y de rocas
porfídicas.

«He aquí un singular descubrimiento»,
se dijo mentalmente, mientras a pocos pasos de distancia Kennedy
y Joe escogían un sitio a propósito para abrir la
fosa.

Aquel barranco encajonado era como una especie de horno
donde hacía un calor insoportable. Los abrasadores rayos
del sol de mediodía caían a plomo.

Fue preciso limpiar el terreno de los fragmentos de roca
que lo cubrían; luego cavaron un hoyo bastante profundo
para poner el cadáver fuera del alcance de las
fieras.

Allí depositaron con respeto los
restos mortales del mártir. Luego le echaron tierra encima
y formaron con rocas una especie de tumba. El doctor, sin
embargo, permanecía inmóvil y abismado en sus
reflexiones. No oía la llamada de sus compañeros ni
buscaba una sombra para guarecerse del calor del
día.

-¿En qué piensas, Samuel? -le
preguntó Kennedy.

-En un extraño contraste de la naturaleza, en un
singular efecto del azar. ¿Sabéis en qué
tierra ha encontrado su sepultura ese hombre
abnegado y pobre por vocación?

-¿Qué quieres decir, Samuel?
-preguntó el escocés.

-¡Ese sacerdote, que había hecho voto de
pobreza,
reposa ahora en una mina de oro!

-¡Una mina de oro! -exclamaron Kennedy y
Joe.

-Una mina de oro -respondió tranquilamente el
doctor-. Las piedras que pisáis como si careciesen de
valor son mineral de una gran pureza.

-¡Imposible! ílmposible!
–repitió Joe.

-Si escarbarais en estas hendiduras de esquisto
arcilloso, no tardaríais mucho en encontrar pepitas
importantes.

Joe se precipitó como un loco sobre aquellos
fragmentos dispersos, y Kennedy no estuvo lejos de
imitarle.

-Cálmate, mi buen Joe -le dijo su
señor.

-Señor, eso es muy fácil de
decir.

-¡Cómo! Un filósofo de tu
temple…

-No, señor; no hay filosofía que
valga.

-¡Veamos! Reflexiona un poco. ¿De
qué nos serviría toda esta riqueza? No podemos
llevárnosla.

-¿No podemos llevárnosla? ¿Por
qué no?

-Pesa demasiado para nuestra barquilla. No quería
participarte este descubrimiento por miedo a excitar tu
codicia.

-¡Cómo! -dijo Joe-. ¡Abandonar estos
tesoros! ¡Una fortuna que es nuestra, muy nuestra, y
desperdiciarla!

-¡Cuidado, amigo! ¿Se habrá
apoderado de ti la fiebre del oro? ¿Acaso ese muerto que
acabamos de enterrar no te ha enseñado el valor de las
cosas humanas?

-Es cierto -respondió Joe-. ¡Pero el oro es
oro! ¿No me ayudará señor Kennedy, a recoger
unos cuantos millones?

-¿Qué haríamos con ellos, mi pobre
Joe? -dijo el cazador, sin poder dejar de sonreír-. No
hemos venido aquí a hacer fortuna y debemos volver sin
ella.

-Los millones pesan mucho -repuso el doctor-, y no se
meten en el bolsillo tan fácilmente.

-De todas formas -respondió Joe, acorralado en
sus últimas trincheras-, ¿no podemos, en lugar de
arena, cargar este mineral como lastre?

-Consiento en ello -dijo Fergusson-. Pero
avinagrarás mucho el gesto cuando tengamos que
desprendernos de algunos miles de libras.

-¡Miles de libras! –repuso Joe-. ¿Es
posible que esto sea oro?

-Sí, amigo mío, es un depósito
donde la naturaleza ha acumulado sus tesoros por espacio de
siglos, y hay suficiente para enriquecer países enteros.
Una Australia y una California reunidas en el fondo de un
desierto.

-¿Y no se aprovechará nada?

-¡Tal vez! En cualquier caso, haré algo
para consolarte.

-Difícil será -replicó Joe,
contrito y mustio.

-Tomaré la situación exacta de este sitio
y te la daré. Al regresar a Inglaterra, tú la
darás a conocer a tus conciudadanos, si crees que tanto
oro puede hacerlos felices.

-Veo, señor, que tiene razón. Me resigno,
ya que no puedo hacer otra cosa. Llenemos la barquilla de este
precioso mineral, y lo que quede a la conclusión de
nuestro viaje, eso ganaremos.

Y Joe puso manos a la obra con tanto afán que no
tardó en reunir casi mil libras en fragmentos de cuarzo,
dentro del cual se halla encerrado el oro como en una ganga de
gran dureza.

El doctor sonreía y le dejaba hacer mientras
él realizaba su estima, de la cual resultó que la
mina que servía de tumba al misionero se hallaba a
220 23’ de longitud y 40 55" de
latitud septentrional.

Después, dirigiendo una última mirada al
montículo de tierra bajo el cual descansaba el cuerpo del
pobre francés, volvió a la barquilla.

Hubiera querido poner una tosca y modesta cruz sobre a
aquella tumba abandonada en medio de los desiertos de
África, pero no había en las cercanías ni un
miserable arbusto.

-Dios la reconocerá -dijo.

Una preocupación bastante seria ocupaba
también la mente de Fergusson. El doctor habría
dado todo aquel oro por hallar un poco de agua con que reemplazar
la que había echado con la caja cuando el negro se
colgó de la barquilla. Pero eso era imposible en aquellos
terrenos áridos, lo que le tenía muy inquieto.
Obligado a alimentar incesantemente el soplete, empezaba a
escasear la destinada a beber, y se propuso no desperdiciar
ninguna ocasión de renovar su reserva.

Al volver a la barquilla, la encontró casi
enteramente ocupada por las piedras del ávido Joe. No
dijo, sin embargo, una palabra. Kennedy ocupó
también su sitio habitual, y Joe los siguió a
ambos, no sin dirigir una mirada codiciosa a los tesoros que
quedaban en el barranco.

El doctor encendió el soplete; el
serpentín se calentó, la corriente de
hidrógeno se estableció a los pocos minutos y el
gas se dilató; sin embargo, el globo permaneció
inmóvil.

Joe le veía actuar con inquietud y no
decía esta boca es mía.

-Joe -dijo el doctor.

Joe no respondió.

-¿Me oyes, Joe?

Joe dio a entender que oía, pero que no
quería comprender.

-¿Quieres hacerme el favor -repuso Fergusson- de
arrojar algunas piedras?

-Pero, señor, usted me ha permitido…

-Te he permitido reemplazar el lastre, eso es
todo.

-Sin embargo…

-¿Acaso pretendes que nos quedemos eternamente en
este desierto?

Joe dirigió una mirada de desesperación a
Kennedy, pero éste se encogió de hombros
dándole a entender que era preciso resignarse.

-¿Y bien, Joe?

-¿Es que no funciona el soplete? -insistió
el muchacho con obstinación.

-Está encendido, ¿no lo ves? Pero el globo
no se elevará mientras no lo aligeres un poco.

Joe se rascó una oreja, cogió un pedazo de
cuarzo, el menor de cuantos había, lo sopesó una y
otra vez y, por fin, lo arrojó con la mayor repugnancia.
Pesaría una tres o cuatro libras.

El Victoria permaneció
inmóvil.

-¿Todavía no subimos?

-Todavía no -respondió el doctor-. Sigue
echando lastre.

Kennedy se reía. El joven tiró unas diez
libras más pero el globo seguía sin moverse. Joe se
puso pálido.

-Mi querido muchacho -dijo Fergusson-, Dick, tú y
yo pesamos, si no me equivoco unas cuatrocientas libras; es
preciso, por consiguiente, que nos desprendamos de un peso igual
al nuestro.

-¡Echar cuatrocientas libras! -exclamó Joe,
aterrorizado.

-Y algo más, si hemos de subir.
¡Ánimo!

El digno muchacho, exhalando profundos suspiros,
empezó a echar lastre. De vez en cuando se
detenía.

-¡Subimos! -exclamaba.

-No subimos -le respondía invariablemente el
doctor.

-Ya se mueve -decía unos instantes
después.

-Sigue echando -repetía Fergusson.

-¡Sube! Estoy seguro de ello.

-Sigue echando -replicaba Kennedy.

Entonces, Joe, cogiendo con desesperacion un
último pedrusco, lo arrojó fuera de la barquilla.
El Victoria se elevó unos cien pies y, con ayuda
del soplete, no tardó en alejarse de las cumbres de las
montañas circundantes.

-Ahora, Joe -dijo el doctor-, si conseguimos conservar
esta provisión de lastre hasta la conclusión del
viaje, te quedará una buena fortuna y serás rico el
resto de tu vida.

Joe no respondió una palabra y se tumbó
sobre su lecho mineral.

-Ya ves, mi querido Dick -prosiguió el doctor
Fergusson-, el poder que ejerce ese metal en un buen sujeto como
Joe. ¡Cuántas pasiones, cuán sórdidas
avaricias, qué crímenes tan atroces
engendraría el
conocimiento de una mina semejante! Resulta realmente
triste.

Por la noche, el Victoria había avanzado
noventa millas al oeste y se encontraba a mil cuatrocientas
millas de Zanzíbar en línea recta.

XXIV

El
viento cesa. – Las inmediaciones del desierto. –
El

inventario de la provisión de
agua. – Las noches del

ecuador. – Inquietudes de Samuel
Fergusson. – La

verdadera situación. –
Enérgicas respuestas de Kennedy

y Joe. – Otra noche

El Victoria, sujeto a un árbol solitario y
casi seco, pasó una noche absolutamente tranquila. Los
viajeros, abrumados por los tristes recuerdos de los
últimos días, pudieron conciliar el sueño
que tanto necesitaban.

Al amanecer, el cielo recobró su brillante
limpidez y su calor. El globo se elevó por los aires, y
tras varias tentativas infructuosas, encontró una
corriente que, aunque poco rápida, le impelió hacia
el noroeste.

-No adelantamos nada -dijo el doctor-. Si no me equivoco
en cosa de diez días hemos realizado la mitad de nuestro
viaje; pero, al paso que vamos, necesitaremos meses para llegar a
su término. Y, teniendo en cuenta que empieza a escasear
el agua, la cuestión resulta bastante
fastidiosa.

-Encontraremos agua -respondió Dick-; es
imposible que en un-país tan extenso no haya algún
río, algún arroyo o algún
estanque.

-Así lo deseo.

-¿No será el cargamento de Joe el que
retarda nuestra marcha?

Kennedy, al hablar así, quería ver la cara
que ponía el muchacho y divertirse a su costa, como si a
él no se le hubiesen ido también los ojos tras el
oro, aunque supo ocultar a tiempo su codicia.

Joe le dirigió una mirada suplicante. El doctor
no estaba de humor para chanzas, pensando únicamente con
secreto terror en las inmensas soledades del Sáhara, en el
que las caravanas pasan semanas enteras sin encontrar un pozo
donde apagar la sed devoradora. Examinaba con la mayor
atención todas las depresiones de la tierra.

Estas precauciones y los últimos incidentes
habían modificado de una manera sensible la
disposición de ánimo de los tres viajeros. Hablaban
menos y se quedaban más absortos en sus propios
pensamientos.

El digno Joe no era el mismo hombre desde que su mirada
se había sumergido en un océano de oro. Guardaba
silencio y miraba con avidez las piedras amontonadas en la
barquilla, que, aunque en aquel momento carecían de valor,
lo adquirirían más adelante.

Además, el aspecto de aquella parte de
África era inquietante. Empezaba el desierto. No se
veía ni una aldea, ni un grupo insignificante de chozas.
La vegetación languidecía.
Distinguíanse apenas unas cuantas plantas sin
fuerza para desarrollarse, como en los terrenos brezosos de
Escocia, algunas arenas blanquecinas y piedras calcinadas,
algunos lentiscos y matorrales espinosos. En medio de aquella
esterilidad, el rudimentario armazón del planeta
aparecía en forma de agudas y afiladas aristas de roca.
Aquellos síntomas de aridez daban mucho que pensar al
doctor Fergusson.

No parecía que caravana alguna hubiese cruzado
jamás aquella comarca desierta. No se vislumbraba
ningún vestigio de campamento, ni blancas osamentas de
hombres o animales. ¡Nada! Y todo indicaba que un arenal
inmenso sucedería a aquella región
desolada.

Sin embargo, no se podía retroceder. Había
que seguir adelante, y el doctor no aspiraba a otra cosa. Hubiera
deseado una tempestad que lo alejase de aquella región.
¡Y ni una nube en el cielo! Al final de la jornada el
Victoria apenas había avanzado treinta
millas.

¡Si no hubiese escaseado el agua! ¡Pero no
quedaban más que tres galones en total! Fergusson
separó uno destinado a apagar la ardiente sed que un calor
de 900 hacía insoportable. Quedaban, pues, dos
galones para alimentar el soplete, los cuales no podían
producir más que cuatrocientos ochenta pies cúbicos
de gas, y como el soplete consumía unos nueve pies
cúbicos por hora, sólo había gas suficiente
para cincuenta y cuatro horas. El cálculo
era rigurosamente matemático.

-¡Cincuenta y cuatro horas! -dijo a sus
compañeros-. Y como estoy totalmente resuelto a no viajar
durante la noche para no exponerme a pasar por alto un arroyo, un
manantial o un pantano, nos quedan tres días y medio de
viaje, durante los cuales es preciso encontrar agua a toda costa.
He creído, anugos mios, que es mi deber poner en vuestro
conocimiento
esta grave situación, pues no reservo más que un
solo galón para apagar nuestra sed y forzoso será
que nos sometamos a una ración severa.

-Como quieras -respondió el cazador-, pero
aún no ha llegado el momento de entregarnos a la
desesperación. ¿No has dicho que todavía nos
queda agua para tres días?

-Sí, amigo Dick.

-Pues bien, como nuestros lamentos serían
inútiles, dentro de tres días tomaremos una
decision; entretanto, redoblemos la vigilancia.

En la cena de aquel mismo día se midió
estrictamente el agua. Verdad es que se aumentó la
cantidad de aguardiente en los grogs, pero había que
desconfiar de aquel licor, mas propio para aumentar la sed que
para apagarla.

La barquilla descansó durante la noche sobre una
inmensa meseta que presentaba una depresión considerable.
Su altura era apenas de ochocientos pies sobre el nivel del mar.
Esta circunstancia hizo concebir alguna esperanza al doctor,
recordándole la presunción de los
geógrafos acerca
de la existencia de una vasta extensión de agua en el
centro de África. Pero aun en el supuesto de que el lago
existiese, había que llegar a él, y no se
producía modificación alguna en aquel cielo
inmóvil.

A la noche, apacible y magníficamente estrellada,
le sucedieron los ardientes rayos de sol de un día
inmutable. La temperatura
fue abrasadora desde que rayó el alba. A las
cinco de la mañana, el doctor dio la señal de
marcha, y durante bastante tiempo el Victoria
permaneció estancado en una atmósfera de
plomo.

El doctor habría podido librarse de aquel calor
intenso elevándose a zonas superiores, pero hubiera tenido
que consumir una cantidad mayor de agua, lo que entonces era
imposible. Se contentó, pues, con mantener el globo a cien
pies del suelo; allí, una corriente harto débil lo
empujaba lentamente hacia el horizonte occidental.

El almuerzo se compuso de un poco de cecina y de
pemmican. Hacia mediodía, el Victoria apenas
había recorrido unas cuantas millas.

-No podemos ir más deprisa -dijo el doctor-.
Nosotros no mandamos, obedecemos.

-Amigo Samuel -repuso el cazador-, he aquí una
ocasion en que un propulsor vendría a pedir de
boca.

-Sin duda, Dick; admitiendo, sin embargo, que no
requiriese agua para ponerse en movimiento, pues de lo contrario
la situación sería exactamente la misma.
Además, hasta ahora no se ha inventado nada que sea
practicable. Los globos se hallan aún en el punto en que
se hallaban los buques antes de la invención del vapor.
Seis mil años se tardó en idear las ruedas y las
hélices; tenemos, pues, para rato.

-¡Maldito calor! -exclamó Joe, que sudaba a
mares.

-Si tuviésemos agua, este calor nos
serviría de algo, porque dilata el hidrógeno del
aeróstato y se necesita una llama menos viva en el
serpentín. Verdad es que, si tuviésemos agua, no
tendríamos necesidad de economizarla. ¡Maldito sea
el salvaje que nos ha costado la preciosa caja!

-¿Te arrepientes de lo que has hecho,
Samuel?

-No, Dick, puesto que hemos podido sustraer a un
desgraciado de una muerte horrible. Pero las cien libras de agua
que arrojamos nos serían muy útiles, pues
tendríamos doce o trece días de marcha asegurada,
suficiente sin duda para atravesar el desierto.

-¿No estamos, por lo menos, a la mitad del viaje?
-preguntó Joe.

-En distancia, sí; pero no en duración, si
el viento nos abandona. Y el viento tiende a cesar
completamente.

-Señor -repuso Joe-, no nos quejemos; hasta ahora
nos las hemos arreglado perfectamente, y a mi, por mas que me
empeñe, me es imposible desesperarme. Hallaremos agua, se
lo digo yo.

De milla en milla se deprimía el terreno, y las
ondulaciones de las montañas auríferas
morían en la llanura, siendo las últimas
prominencias de una naturaleza extenuada. Hierbas dispersas
reemplazaban los hermosos árboles del este; algunas fajas
de un verdor alterado luchaban contra la invasión de las
arenas; y enormes rocas caídas de las lejanas cumbres,
haciéndose pedazos al caer, se desparramaban en agudos
guijarros, que pronto se convertirían en tosca arena y mas
adelante en impalpable polvo.

-He aquí África tal como tú te la
imaginabas, Joe; tenia yo razon cuando te decía:
¡Aguarda!

-¿Y qué, señor? -replicó
Joe-. Esto, al menos, es lo natural. ¡Calor y arena!
Absurdo sería buscar otra cosa en un pais semejante. Yo
-añadió, riendo- no confiaba en sus bosques y
praderas, que me parecieron siempre un contrasentido. No
valía la pena venir de tan lejos para encontrar la
campiña de Inglaterra. Ahora es la primera vez que creo
estar en África, y no siento conocerla de
cerca.

Al anochecer el doctor comprobó que el
Victoria, durante aquel día bochornoso, no
había recorrido ni veinte millas. Una oscuridad caliente
lo envolvió una vez que el sol hubo
desaparecido detrás de un horizonte trazado con la
limpieza de una línea recta.

El día siguiente, 1 de mayo, era jueves; pero los
días se sucedían con una monotonía
desesperante. Cada mañana era idéntica a la que
había precedido; el mediodía lanzaba siempre con
igual profusión los mismos rayos inagotables, y la noche
condensaba en su sombra el calor disperso que el día
siguiente debía legar a la siguiente noche. El viento,
apenas perceptible, parecía más una aspiracion que
un soplo, y se podía presentir el instante en que hasta
aquel aliento cesaría.

El doctor lograba reaccionar contra la tristeza de
aquella situación; conservaba la calma y la sangre
fría de un corazon aguerrido. Con un anteojo en la mano,
interrogaba todos los puntos del horizonte; veía decrecer
imperceptiblemente las últimas colinas y borrarse la
última vegetación, mientras que ante él se
extendía toda la inmensidad del desierto.

La responsabilidad que pesaba sobre él le
afectaba mucho, aunque sabía disimularlo. Aquellos dos
hombres, Dick y Joe, ambos amigos, habían sido arrastrados
por él, casi por la fuerza de la amistad o del
deber. ¿ Había obrado bien? ¿No había
entrado en vías prohibidas? ¿No intentaba en aquel
viaje traspasar los límites de
lo imposible? ¿No habría Dios reservado a siglos
muy posteriores el conocimiento de aquel continente
ingrato?

Todos estos pensamientos, como sucede en las horas de
desaliento, se multiplicaban en su cabeza, y, por una
irresistible asociación de ideas, le llevaban más
allá de la lógica
y el raciocinio. Después de constatar lo que no
debió hacer, se preguntaba lo que debía hacer en
aquel momento. ¿Sería imposible volver sobre sus
pasos? ¿No había corrientes superiores que le
llevaran hacia comarcas menos áridas? Conocía la
zona que habían atravesado, pero no aquella hacia la que
se dirigían, por lo que su conciencia le
hizo tomar la resolución de abrirse a sus
compañeros, exponiéndoles la situación sin
tapujos. Les mostró el camino recorrido y el que quedaba
aún por recorrer; en rigor, se podía retroceder, o
al menos intentarlo, y deseaba conocer su opinion.

-Yo no tengo otra opinión que la de mi
señor -respondió Joe-. Lo que él sufra, yo
puedo sufrirlo mejor que él. A donde él vaya, yo
iré.

-¿Y tú, Kennedy?

-Yo, mi querido Samuel, no soy hombre que se desespere;
nadie era más consciente que yo de los peligros de
la empresa,
pero decidí ignorarlos cuando vi que tú los
afrontabas. Así pues, estoy contigo en cuerpo y alma. En la
actual situación soy del parecer de que debemos
perseverar, ir hasta el fin. Además, no me parece que
retrocediendo fuesen menores los peligros. Adelante, pues, y
cuenta con nosotros.

-¡Gracias, mis dignos amigos! -respondió el
doctor, verdaderamente conmovido-. Conocía vuestra
adhesión, pero tenía necesidad de que vuestras
palabras me alentasen. ¡Gracias, gracias!

Y los tres se estrecharon la mano con
efusión.

-Oídme -prosiguió Fergusson-. Según
mis cálculos, no nos hallamos a más de trescientas
millas del golfo de Guinea. El desierto no puede, pues,
extenderse indefinidamente, puesto que la costa está
habitada y reconocida hasta cierta profundidad tierra adentro. Si
es necesario, nos dirigiremos hacia dicha costa, y es imposible
que no encontremos algún oasis, algún pozo donde
renovar nuestra provisión de agua. Pero lo que nos falta
es viento; sin él nos hallamos retenidos en el aire por
una calma chicha.

-Aguardemos con resignación -dijo el
cazador.

Pero todos interrogaron en vano al espacio durante aquel
interminable día. Nada apareció que pudiese hacer
concebir una esperanza. Los últimos movimientos de la
tierra desaparecieron al ponerse el sol, cuyos rayos horizontales
se prolongaron en largas líneas de fuego sobre aquella
inmensa llanura. Era el desierto.

Los viajeros, pese a haber recorrido una distancia no
superior a quince millas, habían consumido, lo mismo que
el día anterior, ciento treinta y cinco pies
cúbicos de gas para alimentar el soplete, y de ocho pintas
de agua tuvieron que sacrificar dos para apagar una sed
devoradora.

La noche transcurrió tranquila, demasiado
tranquila. El doctor no durmió.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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