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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 6)



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XXXI

Partida durante la noche. – Los tres. – Los
instintos de

Kennedy. – Precauciones. – El curso
del Chari. – El

lago Chad. – El agua del
lago. – El hipopótamo. – Una

bala perdida

Hacia las tres de la mañana, Joe, que estaba de
guardia, vio que el globo se alejaba de la ciudad. El
Victoria volvía a emprender su marcha. Kennedy y el
doctor se despertaron.

Este último consultó la brújula y
reconoció con satisfacción que el viento los
llevaba hacia el norte-nordeste.

-Estamos de suerte -dijo-, todo nos sale a pedir de
boca; hoy mismo descubriremos el lago Chad.

-¿Es una gran extensión de agua?
-preguntó con interés el
señor Kennedy.

-Considerable, amigo Dick; en algunos puntos puede
llegar a medir ciento veinte millas tanto de largo como de
ancho.

-Pasear sobre una alfombra líquida dará un
poco de variedad a nuestro viaje.

-Me parece que no tenemos motivo de queja. Nuestro viaje
es muy variado y, sobre todo, lo hacemos en las mejores
condiciones posibles.

-Sin duda, Samuel; si exceptuamos las privaciones del
desierto, no hemos corrido ningún peligro
grave.

-Cierto es que nuestro valiente Victoria se ha
portado siempre a las mil maravillas. Partimos el dieciocho de
abril y hoy estamos a doce de mayo. Son veinticinco días
de marcha. Diez días más y habremos
llegado.

-¿Adónde?

-No lo sé; pero ¿qué nos
importa?

-Tienes razón, Samuel. Confiemos a la Providencia
la tarea de dirigirnos y de mantenernos sanos y salvos. Nadie
diría que hemos atravesado los países más
pestilentes del mundo.

-Porque nos hemos podido elevar y nos hemos
elevado.

-¡Vivan los viajes
aéreos! -exclamó Joe-. Después de
veinticinco días, nos hallamos rebosantes de salud, bien alimentados y
bien descansados; demasiado tal vez, porque mis piernas empiezan
a entumecerse y no me vendría mal hacer a pie unas treinta
millas para estirarlas un poco.

-Te darás ese gustazo en las calles de Londres,
Joe. Ahora diré, para concluir, que al partir
éramos tres, como Denham, Clapperton y Overweg, y como
Barth, Richardson y Vogel, y que, más dichosos que
nuestros predecesores, seguimos siendo tres, Sin embargo, es
importantísimo que no nos separemos. Si, hallándose
en tierra uno de
nosotros, el Victoria tuviese que elevarse de pronto para
evitar un peligro súbito e imprevisto,
¿quién sabe si le volveríamos a ver? A
Kennedy se lo digo, pues no me gusta que se aleje con el pretexto
de cazar.

-Me permitirás, sin embargo, amigo Samuel, que
siga con mi capricho; no hay ningún mal en renovar
nuestras provisiones. Además, antes de partir me hiciste
entrever una serie de soberbias cacerías, y hasta ahora he
avanzado muy poco por la senda de los Anderson y de los
Cumming.

-O tienes muy poca memoria, amigo
Dick, o la modestia te obliga a olvidar tus proezas. Me parece
que, sin contar la caza menor, pesan ya sobre tu conciencia un
antílope, un elefante y dos
leones.

-¿Y qué es eso para un cazador africano
que ve pasar por delante de su fusil todos los animales de la
creación? ¡Mira, mira qué manada de
jirafas!

-¡Jirafas! -exclamó Joe-. ¡Si son del
tamaño del puño!

-Porque estamos a mil pies de altura. De cerca
verías que son tres veces más altas que
tú.

-¿Y qué dices de esa manada de gacelas?
-repuso Kennedy-. ¿Y de esos avestruces que huyen con la
rapidez del viento?

-¡Avestruces! -exclamó Joe-. Son gallinas,
y aún me parece exagerar bastante.

-Veamos, Samuel, ¿no podríamos
acercarnos?

-Sí podemos, Dick, pero no tomar tierra.
¿Y qué sentido tiene herir a unos animales que no
hemos de poder coger?
Si se tratara de matar a un león, un tigre o una hiena, lo
comprendería; siempre sería una bestia peligrosa
menos. Pero matar a un antílope o una gacela, sin
más provecho que la vana satisfacción de tus
instintos de cazador, no merece la pena. Así pues, amigo
mío, nos mantendremos a cien pies del suelo, y si
distingues alguna fiera obtendrás nuestros aplausos
hiriéndola de un balazo en el corazón.

El Victoria bajó poco a poco, pero se
mantuvo a una altura tranquilizadora. En aquella comarca salvaje
y muy poblada era menester estar siempre en guardia contra
peligros inesperados.

Los viajeros seguían directamente el curso del
Chari, cuyas encantadoras márgenes desaparecían
bajo las sombrías arboledas de variados matices. Lianas y
plantas
trepadoras serpenteaban en todas direcciones y formaban curiosos
entrelazamientos. Los cocodrilos retozaban al sol o se
zambullían en el agua ligeros como lagartos, y se
acercaban, como jugando, a las numerosas islas verdes que
rompían la corriente del río.

Así pasaron sobre el distrito de Maffatay, con el
cual tan pródiga y espléndida ha sido la naturaleza.
Hacia las nueve de la mañana, el doctor Fergusson y sus
amigos alcanzaron la orilla meridional del lago Chad.

Allí estaba aquel mar Caspio de África,
cuya existencia se relegó por espacio de mucho tiempo a la
categoría de las fábulas,
aquel mar interior al que no habían llegado más
expediciones que la de Denham y la de Barth.

El doctor intentó fijar la configuración
actual, muy diferente de la que presentaba en 1847. En efecto, no
es posible trazar de una manera definitiva el mapa de ese lago
rodeado de pantanos fangosos y casi infranqueables donde Barth
creyó perecer. De un año a otro, aquellas
ciénagas, cubiertas de espadafías y de papiros de
quince pies de altura, desaparecen bajo las aguas del lago. Con
frecuencia, las poblaciones ribereñas también
quedan semisumergidas, como le sucedió a Ngornu en 1856;
en la actualidad, los hipopótamos y los caimanes se
zambullen donde antes se alzaban las casas.

El sol derramaba sus deslumbradores rayos sobre aquellas
aguas tranquilas, y al norte los dos elementos se
confundían en un mismo horizonte.

El doctor quiso comprobar la naturaleza del agua, que
por espacio de mucho tiempo se creyó salada. No
había ningún peligro en acercarse a la superficie
del lago, y la barquilla descendió hasta rozar el agua
como una golondrina.

Joe metió una botella y la sacó medio
llena. El agua tenía cierto gusto de natrón que la
hacía poco potable.

En tanto que el doctor anotaba el resultado de su
observación, a su lado sonó un
disparo. Kennedy no había podido resistir el deseo de
enviarle una bala a un gigantesco hipopótamo. Éste,
que respiraba tranquilamente, desapareció al oírse
el estampido, sin que la bala cónica hiciese en él
ninguna mella.

-Mejor hubiera sido clavarle un arpón -dijo
Joe.

-¿Y dónde está el
arpón?

-¿Qué mejor arpón que cualquiera de
nuestras anclas? Para un animal semejante, un ancla es el anzuelo
apropiado.

-¡Caramba! Joe ha tenido una idea… -dijo
Kennedy.

-A la cual os suplico que renunciéis
-replicó el doctor-. El animal nos arrastraría muy
pronto a donde nada tenemos que hacer.

-Sobre todo, ahora que conocemos la calidad del agua
del Chad. ¿Y es comestible ese pez, señor
Fergusson?

-Tu pez, Joe, es un mamífero del género de
los paquidermos, y su carne, según dicen excelente, es
objeto de un activo comercio entre
las tribus ribereñas del lago.

-Siento, pues, que el disparo del señor Dick no
haya tenido mejor éxito.

-El hipopótamo sólo es vulnerable en el
vientre y entre los muslos. La bala de Dick no le ha causado la
menor impresión. Si el terreno me parece propicio, nos
detendremos en el extremo septentrional del lago; allí,
Kennedy podrá hacer de las suyas y desquitarse.

-¡De acuerdo! -dijo Joe-. Que cace el señor
Dick algún hipopótamo; me gustana probar la carne
de ese anfibio. No me parece natural penetrar hasta el centro de
África para vivir de chochas y perdices como en Inglaterra.

XXXII

La
capital de
Bornu. – Las islas de los biddiomahs. –

Los quebrantahuesos. – Las inquietudes
del doctor. –

Sus precauciones. – Un ataque en el
aire. –
La

envoltura destrozada. – La
caída. – Sacrificio sublime.

– La costa septentrional del
lago

Desde su llegada al lago Chad el Victoria
había encontrado una corriente, que se inclinaba
más al oeste. Algunas nubes moderaban el calor del
día; además, circulaba un poco de aire en aquella
inmensa extensión de agua. Sin embargo, hacia la una, el
globo, tras cruzar en diagonal aquella parte del lago, se
internó en las tierras por espacio de siete u ocho
millas.

El doctor, al principio algo contrariado por esta
dirección, ya no pensó en quejarse
de ella cuando distinguió la ciudad de Kuka, la
célebre capital de Bornu, rodeada de murallas de arcilla
blanca; unas mezquitas bastante toscas se alzaban pesadamente por
encima de esa especie de tablero de damas que forman las casas
árabes. En los patios de las casas y en las plazas
públicas crecían palmeras y árboles
de caucho,
coronados por una cúpula de follaje de más de cien
pies de ancho. Joe comentó que el tamaño de
aquellos parasoles guardaba proporción con la intensidad
de los rayos de sol, lo que le permitió sacar conclusiones
muy halagüefías para la Providencia.

Kuka está formada por dos ciudades distintas,
separadas por el dendal, un paseo de trescientas toesas de
ancho, a la sazón atestado de transeúntes a pie y a
caballo. A un lado se encuentra la ciudad rica, con sus casas
altas y aireadas, y al otro la ciudad pobre, triste
aglomeración de chozas bajas y cónicas, donde
pulula una población indigente, porque Kuka no es ni
comercial ni industrial.

Kennedy encontró en aquellas dos ciudades,
perfectamente diferenciadas, cierta semejanza con un Edimburgo
que se extendiera en un llano.

Pero los viajeros no pudieron dedicar a Kuka más
que una mirada muy rápida, porque con la inestabilidad
característica de las corrientes de aquella comarca, un
viento contrario sobrevino de pronto y los arrastró por
espacio de unas cuarenta millas sobre el Chad.

Entonces se les presentó un nuevo panorama.
Podían contar las numerosas islas del lago, habitadas por
los biddiomahs, sanguinarios piratas no menos temidos que los
tuaregs del Sahara. Aquellos salvajes se disponían a
recibir valerosamente al Victoria con flechas y piedras,
pero el globo pronto dejó atrás las islas, sobre
las que parecía aletear como un escarabajo
gigantesco.

En aquel momento, Joe miraba el horizonte, y
volviéndose hacia Kennedy le dijo:

-Señor Dick, usted que siempre está
pensando en cazar, aquí tiene una buena
oportunidad.

-¿Por qué, Joe?

-Y ahora mi señor no se opondrá a sus
disparos.

-Explícate.

-¿No ve qué bandada de pajarracos se
dirige hacia nosotros?

-¡Pajarracos! -exclamó el doctor, cogiendo
el anteojo.

-Sí, los veo -replicó Kennedy-. Por lo
menos hay una docena.

-Si no le importa, catorce -respondió
Joe.

-¡Quiera el cielo que sean de una especie bastante
dañina para que el tierno Samuel no tenga nada que
objetarme!

-Lo que yo digo es -respondió Fergusson- que
preferiría que esos pajarracos estuvieran muy lejos de
nosotros.

-¿Les tiene miedo? -dijo Joe.

-Son quebrantahuesos de gran tamaño, Joe, y si
nos atacan…

-¿Y qué? Si nos atacan, nos defenderemos,
Samuel Tenemos todo un arsenal. No me parece que esos animales
sean muy temibles.

-¿Quién sabe? -respondió el
doctor.

Diez minutos después, la bandada se había
puesto a tiro. Los catorce individuos de que se componía
lanzaban roncos graznidos y avanzaban hacia el Victoria
más irritados que asustados por su presencia.

-¡Cómo gritan! -dijo Joe-.
¡Qué escándalo! Al parecer no les hace gracia
que alguien invada sus dominios y se ponga a volar como
ellos.

-La verdad es -dijo el cazador- que su aspecto es
imponente, y me parecerian bastante temibles si fuesen armados
con una carabina Purdey Moore.

-No la necesitan -respondió Fergusson, cuyo
semblante empezaba a nublarse.

Los quebrantahuesos volaban trazando inmensos
círculos, que iban estrechándose alrededor del
Victoria. Cruzaban el cielo con una rapidez
fantástica, precipitándose algunas veces con la
velocidad de
un proyectil y rompiendo su línea de proyección
mediante un brusco y audaz giro.

El doctor, inquieto, resolvió elevarse en la
atmósfera
para escapar de aquel peligroso vecindario y dilató el
hidrógeno del globo, el cual subió
al momento.

Pero los quebrantahuesos subieron con él, poco
dispuestos a abandonarlo.

-Tienen trazas de querer armar camorra -dijo el cazador,
amartillando su carabina.

En efecto, los pájaros se acercaban, y algunos de
ellos parecían desafiar las armas de
Kennedy.

-¡Qué ganas tengo de hacer fuego! -dijo
éste.

-¡No, Dick, no! ¡No los provoquemos!
¡Nos atacarían!

-¡Buena cuenta daría yo de
ellos!

-Te equivocas, Dick.

-Tenemos una bala para cada uno.

-Y si se colocan encima del globo, ¿cómo
les dispararás? Imagínate que te encuentras en
tierra frente a una manada de leones, o rodeado de tiburones en
pleno océano. Pues bien, para un aeronauta, la
situación no es menos peligrosa.

-¿Hablas en serio, Samuel?

-Muy en serio, Dick.

-Entonces, esperemos.

-Aguarda… Estáte preparado por si nos atacan,
pero no hagas fuego hasta que yo te lo diga.

Los pájaros se agruparon a poca distancia, de
suerte que se distinguían perfectamente su cuello pelado,
que estiraban para gritar, y su cresta cartilaginosa, salpicada
de papilas violáceas, que se erguía con furor. Su
cuerpo tenía más de tres pies de longitud, y la
parte inferior de sus blancas alas resplandecía al sol.
Hubiérase dicho que eran tiburones alados, con los cuales
presentaban un fantástico parecido.

-¡Nos siguen! -dijo el doctor, viéndolos
elevarse con él-. ¡Y por más que subamos,
subirán tanto como nosotros!

-¿Qué hacer, pues? -preguntó
Kennedy. El doctor no respondió-. Atiende, Samuel
-prosiguió el cazador-; haciendo fuego con todas nuestras
armas, tenemos a nuestra disposición diecisiete tiros
contra catorce enemigos. ¿Crees que no podremos matarlos o
dispersarlos? Yo me encargo de unos cuantos.

-No pongo en duda tu destreza, Dick, y doy por muertos a
los que pasen por delante de tu carabina; pero, te lo repito, si
atacan el hemisferio superior del globo, se pondrán a
cubierto de tus disparos y romperán el envoltorio que nos
sostiene. ¡Nos hallamos a tres mil pies de
altura!

En aquel mismo momento, uno de los pájaros
más feroces se dirigió al globo con el pico y las
garras abiertos, en actitud de
morder y desgarrar a un tiempo.

-¡Fuego, fuego! -gritó el
doctor.

Y el pájaro, mortalmente herido, cayó
dando vueltas en el espacio.

Kennedy cogió una escopeta de dos cañones
y Joe amartilló otra.

Asustados por el estampido, los quebrantahuesos se
alejaron momentáneamente, pero volvieron casi enseguida a
la carga con furor centuplicado. Kennedy decapitó de un
balazo al que tenía más cerca. Joe le rompió
un ala a otro.

-Ya no quedan más que once -dijo.

Pero entonces los pájaros adoptaron otra
táctica y, como si se hubiesen puesto de acuerdo, se
dirigieron al Victoria; Kennedy miró a
Fergusson.

Éste, a pesar de su impasibilidad y
energía, se puso pálido. Hubo un momento de
espantoso silencio. Después se oyó un ruido
estridente, como el de un tejido de seda que se rasga, y la
barquilla empezó a precipitarse
rápidamente.

-¡Estamos perdidos! -gritó Fergusson,
fijando la vista en el barómetro, que subía muy
deprisa.

-¡Afuera el lastre! -añadió-.
¡Nada de lastre!

Y en pocos segundos desapareció todo el
cuarzo.

-¡Seguimos cayendo!… ¡Vaciad las cajas de
agua! ¿Me oyes, Joe? ¡Nos precipitamos en el
lago!

Joe obedeció. El doctor se inclinó,
mirando el lago que parecía subir hacia él como una
marea ascendente. El volumen de los
objetos aumentaba rápidamente; la barquilla se encontraba
a menos de doscientos pies de la superficie del Chad.

-¡Las provisiones! ¡Las provisiones!
-exclamó el doctor.

Y la caja que las contenía fue lanzada al
espacio.

La velocidad de la caída disminuyó, pero
los desdichados seguían cayendo.

-¡Echad más! ¡Echad más!
-repitió el doctor.

-No queda ya nada -dijo Kennedy.

-¡Sí! -respondió
lacónicamente Joe, persignándose
rápidamente.

Y desapareció por encima de la borda.

-¡Joe! ¡Joe! -gritó el doctor,
aterrorizado.

Pero Joe ya no podía oírle. El
Victoria, sin lastre, recobró su marcha ascensional
y se elevó hasta una altura de mil pies. El viento,
introduciéndose en la envoltura deshinchada, lo arrastraba
hacia las costas septentrionales.

-¡Perdido! -dijo el cazador con un gesto de
desesperación.

-¡Perdido por salvarnos! -respondió
Fergusson.

Y dos gruesas lágrimas brotaron de los ojos de
aquellos dos hombres tan intrépidos. Ambos se asomaron,
intentando distinguir algún rastro del desgraciado Joe,
pero ya estaban lejos.

-¿Qué haremos? -preguntó
Kennedy.

-Bajar a tierra en cuanto sea posible, Dick, y
aguarlar.

Después de haber recorrido sesenta millas, el
Victoria descendió a una costa desierta, al norte
del lago. Engancharon las anclas en un árbol poco elevado,
y el cazador las sujetó sólidamente.

Llegó la noche, pero ni Fergusson ni Kennedy
pudieron conciliar el sueño un solo instante.

XXXIII

Conjeturas. – Restablecimiento del equilibrio
del

Victoria. – Nuevos cálculos del
doctor Fergusson. –

Caza de Kennedy. – Exploración
completa del lago

Chad. – Tangalia. – Regreso. –
Lari

Al día siguiente, 13 de mayo, los viajeros
reconocieron la parte de la costa que ocupaban, la cual era una
especie de islote en medio de un inmenso pantano. Alrededor de
aquel trozo de terreno firme se levantaban cañas tan
grandes como árboles de Europa y que se
extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Aquellas ciénagas inaccesibles hacían
segura la posición del Victoria. Bastaba vigilar la
parte del lago. La superficie del agua parecía ilimitada,
sobre todo por el este, sin que en ningún punto del
horizonte se distinguiesen ni islas ni continente.

No se habían atrevido aún los dos amigos a
hablar de su desgraciado compañero. Kennedy
participó, al cabo, sus conjeturas al doctor.

-Quizá Joe no esté perdido -dijo-. Es un
muchacho listo como pocos y un excelente nadador. En Edimburgo
atravesaba sin dificultad el Firth of Forth. Lo volveremos a ver,
aunque no sé ni cómo ni cuándo; por nuestra
parte, debemos hacer todo lo posible para facilitarle la
ocasión de encontrarnos.

-Dios te oiga, Dick -respondió el doctor,
conmovido-. Haremos cuanto esté a nuestro alcance para
encontrar a nuestro amigo. Ante todo, orientémonos,
después de haber liberado al Victoria de su
envoltura exterior, que de nada sirve, con lo que nos libraremos
de un peso de seiscientas cincuenta libras. –

El doctor Fergusson y Kennedy pusieron manos a la obra.
Tropezaron con grandes dificultades, pues fue preciso arrancar
trozo a trozo el tafetán, que ofrecía mucha
resistencia, y
cortarlo en estrechas tiras para desprenderlo de las mallas de la
red. El
desgarrón ocasionado por el pico de los quebrantahuesos
tenía algunos pies de longitud.

Invirtieron más de cuatro horas en la
operación; pero al fin vieron que el globo interior,
enteramente aislado, no había sufrido ninguna
avería. El Victoria ofrecía un volumen una
quinta parte menor que el de antes. La diferencia fue bastante
sensible para llamar la atención de Kennedy.

-¿Será suficiente? -preguntó al
doctor.

-Acerca del particular, Dick, puedes estar tranquilo. Yo
restableceré el equilibrio, y, si vuelve nuestro pobre
Joe, volveremos a emprender con él el camino por el
espacio.

-Si no me falla la memoria,
Samuel, en el momento de nuestra caída no debíamos
de estar muy lejos de una isla.

-Lo recuerdo, en efecto; pero aquella isla, como todas
las del Chad, estará sin duda habitada por una chusma de
piratas y asesinos que seguramente habrán sido testigos de
nuestra catástrofe, y si Joe cae en sus manos, ¿que
será de él, a no ser que la superstición le
proteja?

-Él es perfectamente capaz de
ingeniárselas para salir de apuros, te lo repito;
confío en su destreza y en su inteligencia.

-También yo. Ahora, Dick, vete a cazar por las
inmediaciones, pero no te alejes. Urge renovar nuestros
víveres, de los cuales hemos sacrificado la mayor
parte.

-Bien, Samuel; volveré pronto.

Kennedy cogió una escopeta de dos cañones
y, por entre las crecidas hierbas, se dirigió a un bosque
bastante cercano. Repetidos disparos dieron a entender al doctor
que la caza sería abundante.

Entretanto, él se ocupó de hacer el
inventarlo de los objetos conservados en la barquilla y de
establecer el equilibrio del segundo aeróstato. Quedaban
unas treinta libras de pemmican, algunas provisiones de
té y café,
una caja de un galón y medio de aguardiente y otra de agua
totalmente vacía; toda la carne seca había
desaparecido.

El doctor sabía que, a causa de la pérdida
del hidrógeno del primer globo, su fuerza
ascensional había sufrido una reducción de unas
novecientas libras. Así pues, tuvo que basarse en esta
diferencia para reconstruir su equilibrio. El nuevo
Victoria tenía una capacidad de sesenta y siete mil
pies y contenía treinta y tres mil cuatrocientos ochenta
pies cúbicos de gas. El aparato
de dilatación parecía hallarse en buen estado, y la
espita y el serpentín no habían experimentado
deterioro alguno.

La fuerza ascensional del nuevo globo era, pues, de unas
tres mil libras. Sumando el peso del aparato, de los viajeros, de
la provisión de agua, de la barquilla y sus accesorios, y
embarcando cincuenta galones de agua y cien libras de carne
fresca, el doctor llegaba a un total de dos mil ochocientas
treinta libras.

Podía, por tanto, llevar para los casos
imprevistos ciento setenta libras de lastre, en cuyo caso el
aeróstato se hallaría equilibrado con el
aire.

Tomó sus disposiciones en consecuencia y
reemplazó el peso de Joe por un suplemento de lastre.
Invirtió todo el día en estos preparativos, los
cuales llegaron a su término al regresar Kennedy. El
cazador había aprovechado las municiones. Volvió
con todo un cargamento de gansos, ánades, chochas,
cercetas y chorlitos, que él mismo se encargó de
preparar y ahumar. Ensartó cada pieza en una fina
caña y la colgó sobre una hoguera de leña
verde. Cuando las aves
estuvieron en su punto fueron almacenadas en la
barquilla.

Al día siguiente, el cazador debía
completar las provisiones.

La noche sorprendió a los viajeros en medio de
sus ocupaciones. Su cena se compuso de pemmican, galletas
y té. El cansancio, después de haberles abierto el
apetito, les dio sueño. Durante su guardia, ambos
interrogaron más de una vez las tinieblas creyendo
oír la voz de Joe, pero, ¡ay!, estaba muy lejos de
ellos aquella voz que hubieran querido oír.

Al rayar el alba, el
doctor despertó a Kennedy.

-He meditado mucho -le dijo- acerca de lo que conviene
hacer para encontrar a nuestro companero.

-Cualquiera que sea tu proyecto, Samuel,
lo apruebo. Habla.

-Lo más importante es que Joe tenga noticias
nuestras.

-¡Exacto! Si llegase a figurarse que lo
abandonamos…

-¿Él? ¡Nos conoce demasiado! Nunca
se le ocurriría semejante idea; pero es preciso que sepa
dónde estamos.

-Pero ¿cómo?

-Montaremos en la barquilla y nos elevaremos.

-¿Y si el viento nos arrastra?

-No nos arrastrará, afortunadamente. El viento
nos conduce al lago, y esta circunstancia, que hubiera sido
contraria ayer, hoy es propicia. Nuestros esfuerzos se
limitarán, pues, a mantenernos durante todo el día
sobre esta vasta extensión de agua. Joe no podrá
dejar de vernos allí donde sus miradas se dirigirán
incesantemente. Acaso llegue hasta a informarnos de su
paradero.

-Lo hará, sin duda, si está solo y
libre.

-Y si está preso -repuso el doctor-, no teniendo
los indígenas la costumbre de encerrar a sus cautivos, nos
vera y comprenderá el objeto de nuestras
pesquisas.

-Pero -repuso Kennedy-, si no hallamos ningun indicio,
pues debemos preverlo todo, si no ha dejado una huella de su
paso, ¿qué haremos?

-Procuraremos regresar a la parte septentrional del
lago, manteniéndonos a la vista todo lo posible;
allí, aguardaremos, exploraremos las orillas,
registraremos las márgenes, a las cuales Joe
intentará sin duda llegar, y no nos iremos sin haber hecho
todo lo posible por encontrarlo.

-Partamos, pues -respondió el cazador.

El doctor tomó el plano exacto de aquel pedazo de
tierra firme que iba a dejar y estimó, según su
mapa, que se hallaba al norte del Chad, entre la ciudad de Lari y
la aldea de Ingemini, visitadas ambas por el mayor Denham.
Mientras tanto, Kennedy completó sus provisiones de carne
fresca; sin embargo, pese a que en los pantanos circundantes se
distinguían huellas de rinocerontes, manatíes e
hipopótamos, no tuvo ocasión de encontrar uno solo
de semejantes animales.

A las siete de la mañana, no sin grandes
dificultades de esas que el pobre Joe sabía solucionar a
las mil maravillas, desengancharon el ancla del árbol. El
gas se dilató y el nuevo Victoria se elevó a
doscientos pies del suelo. Primero vaciló, girando sobre
sí mismo; pero atrapado luego por una corriente bastante
activa, avanzó sobre el lago y fue empujado muy pronto a
una velocidad de veinte millas por hora.

El doctor se mantuvo constantemente a una altura que
variaba entre doscientos y quinientos pies. Kennedy descargaba
con frecuencia su carabina. Cuando sobrevolaban las islas, los
viajeros se acercaban a tierra imprudentemente, registrando con
la mirada los cotos, los matorrales, los jarales, los puntos
sombríos, todas las desigualdades de las rocas capaces de
dar asilo a su compañero. Bajaban hasta situarse muy cerca
de las largas piraguas que surcaban el lago. Los pescadores, al
verles, se precipitaban al agua y regresaban a su isla, sin
disimular en absoluto el miedo que sentían.

-No se ve nada -dijo Kennedy, después de dos
horas de búsqueda.

-Aguardaremos, Dick, sin desanimarnos; no debemos de
estar lejos del lugar del accidente.

A las once, el Victoria había avanzado
noventa millas. Encontró entonces una nueva corriente que,
en ángulo casi recto, lo impelió unas sesenta
millas hacia el este. Planeaba sobre una isla muy extensa y
poblada que, en opinión del doctor, debía de ser
Farram, donde se encuentra la capital de los biddiomahs. Al
doctor Fergusson le parecía que de todos los matorrales
veía salir a Joe escapándose y llamándole.
Libre, lo hubieran cogido sin dificultad; preso, se hubieran
apoderado de él repitiendo la maniobra empleada con el
misionero; pero nada apareció, nada se movió.
Motivos había para desesperarse.

A las dos y media, el Victoria avistó
Tangalia, aldea situada en la margen oriental del Chad y que
marcó el punto extremo alcanzado por Denham en la
época de su exploración.

Inquietaba al doctor la dirección persistente del
viento. Se sentía empujado hacia el este, arrojado de
nuevo al centro de África, a los interminables
desiertos.

-Es absolutamente indispensable que nos detengamos
–dijo-, e incluso que tomemos tierra. Debemos regresar al lago,
sobre todo por Joe; pero tratemos antes de encontrar una
corriente opuesta.

Por espacio de más de una hora, buscó en
diferentes zonas. El Victoria siguió derivando
tierra adentro; pero, afortunadamente, a la altura de mil pies un
viento muy fuerte lo condujo hacia el noroeste.

No era posible que Joe estuviese retenido en una de las
islas del lago, pues hubiera hallado algún medio de
manifestar su presencia. Tal vez le habían llevado a
tierra. Así discurría el doctor cuando
volvió a ver la orilla septentrional del Chad.

La idea de que Joe se hubiese ahogado era inadmisible.
Un pensamiento
horrible cruzó la mente de Fergusson y de Kennedy: los
caimanes eran numerosos en aquellos parajes. Pero ni uno ni otro
tuvieron valor para
formular semejante preocupación. Sin embargo, resultaba
tan insistente que el doctor dijo sin más
preámbulos:

-Los cocodrilos no se encuentran más que en las
orillas de las islas o del lago, y Joe habrá sido bastante
diestro para no caer en sus garras. Además, no son muy
peligrosos, pues los africanos se bañan impunemente sin
temer sus ataques.

Kennedy no respondió; prefería callar a
discutir tan terrible posibilidad.

El doctor distinguió la ciudad de Larl hacia las
cinco de la tarde. Los habitantes estaban ocupados en la
recolección del algodón
delante de chozas formadas con cañas entretejidas, en
medio de cercados muy limpios y cuidadosamente conservados.
Aquella aglomeración de unas cincuenta cabañas
ocupaba una ligera depresión
de terreno en un valle que se extendía entre suaves
colinas. La violencia del
viento les hacía avanzar más de lo que les
convenía; pero su dirección varió por
segunda vez y condujo al Victoria precisamente a su punto
de partida en el lago, en la especie de isla firme donde
habían pasado la noche precedente. El ancla, en lugar de
encontrar las ramas del árbol, hizo presa en las
raíces de un haz de cañas a las que daba una gran
resistencia el fango del pantano.

A duras penas pudo el doctor contener el
aeróstato; pero, al fin, el viento amainó al llegar
la noche, que los dos amigos pasaron en vela, casi
desesperados.

XXXIV

El
huracán. – Salida forzada. – Pérdida de un ancla.

Tristes reflexiones. –
Resolución tomada. – La tromba.

– La caravana engullida. – Viento
contrario y

favorable. – Regreso al sur. – Kennedy
en su puesto

A las tres de la mañana, el viento soplaba tan
furiosamente que el Victoria no podía permanecer
sin peligro cerca del suelo, ya que las cañas rozaban su
tafetán y lo exponían a romperse.

-Tenemos que irnos, Dick -dijo el doctor-. No podemos
seguir en esta situación.

-Pero ¿y Joe?

-¡No lo abandono! ¡Volveré a por
él aunque el huracán me lleve a cien millas al
norte! Pero aquí comprometemos la seguridad de
todos.

-¡Partir sin él! -exclamó el
escocés con gran dolor.

-¿Crees acaso -repuso Fergusson- que no tengo el
corazón tan lacerado como tú? ¡Obedezco a una
necesidad imperiosa!

-Estoy a tus órdenes -respondió el
cazador-. Partamos.

Pero la partida ofrecía grandes dificultades. El
ancla, profundamente hincada, resistía a todos los
esfuerzos, y el globo, tirando en sentido inverso, aumentaba su
resistencia. Kennedy no logró arrancarla; además,
en la posición en que se hallaba su maniobra era muy
peligrosa, porque se exponía a que el Victoria
ascendiese antes de poder él montar en la
barquilla.

No queriendo exponerse a una eventualidad de tanta
trascendencia, el doctor hizo regresar a la barquilla al
escocés, resignándose a cortar el cable del ancla.
El Victoria dio en el aire un salto de trescientos pies y
puso directamente rumbo al norte.

Fergusson no podía dejar de someterse a esa
tormenta, de manera que se cruzó de brazos absorto en sus
tristes reflexiones.

Después de algunos instantes de profundo
silencio, se volvió hacia Kennedy, no menos
taciturno.

-Tal vez hayamos tentado a Dios -dijo-. ¡No
corresponde a los hombres emprender un viaje
semejante!

Y se escapó de su pecho un doloroso
suspiro.

-Hace apenas unos días -respondió el
cazador- nos felicitábamos por haber escapado a tantos
peligros. ¡Nos dimos los tres un apretón de
manos!

-¡Pobre Joe! ¡Tan bondadoso! ¡Con un
corazón tan valiente y franco! Deslumbrado
momentáneamente por sus riquezas, a continuación
sacrificaba gustoso sus tesoros. ¡Y ahora tan lejos de
nosotros! ¡Y el viento nos arrastra a una velocidad
irresistible!

-Dime, Samuel, admitiendo que haya hallado asilo entre
las tribus del lago, ¿no podría hacer como los
viajeros que las han visitado antes que nosotros, como Denham y
Barth? Éstos regresaron a su país.

-¡No te hagas ilusiones, Dick! ¡Joe no sabe
una palabra de la lengua del
país! ¡Está solo y sin recursos! Los
viajeros de que tú hablas no daban un paso sin enviar a
los jefes numerosos presentes, sin llevar una gran escolta, sin
estar armados y preparados para una expedición. ¡Y
aun así, no podían evitar padecimientos y
tribulaciones de la peor especie! ¿Qué quieres que
haga nuestro desgraciado compañero? ¿Qué
será de él? ¡Es horrible pensarlo!
Jamás había experimentado pesar tan
grande.

-Pero volveremos, Samuel.

-Volveremos, Dick, aunque tengamos que abandonar el
Victoria, volver a pie al lago Chad y ponernos en comunicación con el sultán de Bornu.
Los árabes no pueden haber conservado un mal recuerdo de
los europeos.

-¡Te seguiré, Samuel! -respondió el
cazador con energía-. ¡Puedes contar conmigo!
¡Antes renunciaremos a terminar este viaje! Joe se ha
sacrificado por nosotros, ¡nosotros nos sacrificaremos por
él!

Esta resolución devolvió algún
valor al corazón de aquellos dos hombres. La idea en
sí los fortaleció. Fergusson hizo todo lo
imaginable para encontrar una corriente contraria que le acercase
al Chad; pero en aquellos momentos era imposible, e incluso el
descenso resultaba impracticable en un terreno pelado y reinando
un huracán de tan espantosa violencia.

El Victoria atravesó también el
país de los tibúes, salvó el
Belad-el-Dierid, desierto espinoso que forma la frontera de
Sudán, y penetró en el desierto de arena, surcado
por largos rastros de caravanas. Muy pronto, la última
línea de vegetación se confundió con el cielo
en el horizonte meridional, no lejos del principal oasis de
aquella parte de África, dotado de cincuenta pozos
sombreados por árboles magníficos. Pero el globo no
pudo detenerse. Un campamento árabe, tiendas de telas
listadas, algunos camellos que estiraban sobre la arena su cabeza
de víbora animaban aquella soledad; mas el Victoria
pasó como una exhalacion, y recorrió en tres horas
una distancia de sesenta millas, sin que Fergusson pudiese
dominar su rumbo.

-¡No podemos hacer alto! -dijo-. ¡No podemos
tampoco bajar! ¡Ni un árbol! ¡Ni una
prominencia en el terreno! ¿Vamos, pues, a pasar el
Sahara? ¡Decididamente, el cielo está contra
nosotros!

Así hablaba, con una rabia de desesperado, cuando
vio, al norte, las arenas del desierto agitarse entre nubes de
denso polvo y arremolinarse a impulsos de corrientes
opuestas.

En medio del torbellino, quebrantada, rota, derribada,
una caravana entera desaparecía bajo el alud de arena; los
camellos lanzaban gemidos sordos y lastimosos; gritos y aullidos
surgían de aquella niebla sofocante. A veces un traje
multicolor destacaba entre aquel caos, y el mugido de la
tempestad dominaba la escena de destrucción.

Luego la arena se acumuló formando nubes
compactas, y donde momentos antes se extendía la lisa
llanura, ahora se levantaba una colina aún agitada,
inmensa tumba de una caravana engullida.

El doctor y Kennedy, pálidos, asistían a
aquel terrible espectáculo. No podían manejar el
globo, que se arremolinaba en medio de corrientes contrarias, y
ya no obedecía a las diferentes dilataciones del gas.
Envuelto en los torbellinos de la atmósfera, giraba con
una rapidez vertiginosa, y la barquilla describía amplias
oscilaciones; los instrumentos colgados bajo la tienda chocaban
unos con otros hasta hacerse pedazos; los tubos del
serpentín se enroscaban amenazando romperse y las cajas de
agua se agitaban con estrépito. Los viajeros no
podían oírse y se agarraban con crispación a
las cuerdas, intentando luchar contra el furor del
huracán.

Kennedy, con los cabellos revueltos, miraba sin hablar;
pero el doctor había recobrado la audacia en medio del
peligro y ninguna de sus violentas emociones se
tradujo en su semblante, ni aun cuando, después de un
último remolino, el Victoria se halló
súbitamente detenido en medio de una calma inesperada. El
viento del norte había ganado la partida y lo
impelía en sentido inverso por el camino de la
mafíana, con no menos rapidez.

-¿Adónde vamos? -exclamó
Kennedy.

-Dejemos actuar a la Providencia, amigo Dick; he hecho
mal en dudar de ella; sabe mejor que nosotros lo que nos
conviene, y ahí nos tienes regresando a los lugares que
esperábamos no volver a ver.

Aquel terreno tan llano, tan igual durante la ida, se
hallaba ahora revuelto, como el mar después de la
tempestad. Una serie de pequeños montículos, apenas
asentados, jalonaban el desierto; el viento soplaba con violencia
y el Victoria volaba en el espacio.

La dirección seguida por los viajeros
difería ligeramente de la que habían tomado por la
mañana; así pues, hacia las nueve, en lugar de
encontrar las orillas del Chad, todavía vieron el desierto
que se extendía ante ellos.

Kennedy comentó el hecho.

-Da igual -respondió el doctor-. Lo importante es
volver al sur; encontraremos de nuevo las ciudades de Bornu,
Wuddle y Kuka, y no vacilaré en detenerme en
ellas.

-Si a ti te parece bien, a mí también
-respondió el cazador-. ¡Pero quiera el Cielo que no
nos veamos reducidos a atravesar el desierto como aquellos
desgraciados árabes! Lo que hemos visto es
horrible.

-Y se repite con frecuencia, Dick. Las travesías
por el desierto son mucho más peligrosas que por el
océano. El desierto presenta todos los peligros del mar,
además de fatigas y privaciones insostenibles.

-Me parece -dijo Kennedy- que el viento tiende a calmar.
El polvo de los arenales es menos compacto, sus ondulaciones
disminuyen y el horizonte se aclara.

-Mejor; es preciso examinar atentamente con el anteojo y
que ningún objeto se nos escape.

-Me encargo de ello, Samuel. En cuanto aparezca un
árbol, aviso.

Y Kennedy, con el anteojo en la mano, se colocó
en la proa de la barquilla.

XXXV

La historia de Joe. – La isla
de los biddiomahs. – La

adoración. – La isla sumergida.
– Las orillas del lago. –

El árbol de las serpientes. –
Viaje a pie. –

Padecimientos. – Mosquitos y hormigas.
– El hambre. –

Paso del Victoria.
Desaparición del
Victoria. –

Desesperación. – El
pantano. – Un último grito

¿Qué era de Joe durante la vana
búsqueda de su señor?

Tras arrojarse al lago, su primer movimiento al
volver a la superficie fue levantar la vista. Vio entonces al
Victoria, muy elevado ya, que subía más y
más a gran velocidad, la cual poco a poco fue
disminuyendo, y que luego, atrapado por una corriente violenta,
desaparecía hacia el norte. Su señor, sus amigos,
estaban salvados.

«Ha sido una suerte -se dijo- que se me haya
ocurrido la idea de arrojarme al Chad. Si no, se le habría
ocurrido al señor Kennedy, el cual tampoco habría
vacilado en hacer lo que acabo de hacer yo, porque es muy natural
que un hombre se
sacrifique para salvar a dos. Eso es
matemático.»

Tranquilizado sobre este punto, Joe empezó a
pensar en si mismo. Se hallaba en medio de un lago inmenso
rodeado de tribus desconocidas y, probablemente, feroces.
Razón de más para procurar salir de apuros contando
sólo con sus propias fuerzas. No podía hacer otra
cosa.

Antes del ataque de las aves de presa, que, en su
opinión, se habían comportado como
auténticos quebrantahuesos, había distinguido una
isla en el horizonte; resolvió, pues, dirigirse a ella, y
empezó a desplegar todos sus conocimientos en el arte de la
natación,
después de desprenderse de sus más pesadas prendas
de vestir. No le arredraba en absoluto un paseo de cinco o seis
millas; por eso mientras estuvo en el lago no se preocupó
más que de nadar con vigor y en línea
recta.

Al cabo de hora y media, la distancia que le separaba de
la isla había disminuido considerablemente.

Pero, a medida que se acercaba a la orilla, cruzo por su
mente una idea que, siendo en un principio pasajera, se
apoderó luego tenazmente de su cerebro.
Sabía que poblaban las orillas del lago enormes caimanes
cuya voracidad conocía.

Por más que tuviese la manía de que todo
es natural en este mundo, el buen muchacho estaba preocupado sin
poderlo remediar; antojósele que la carne blanca
debía de halagar muy particularmente el paladar de los
cocodrilos, y, por consiguiente, se iba acercando a la playa con
las mayores precauciones. En esta disposicion de ánimo,
hallándose a unas cien brazas de una margen coronada de
verdes árboles, llegó a su olfato una bocanada de
aire cargado de un fuerte olor a almizcle.

«¡Ya apareció lo que yo temía!
-se dijo-. ¡El caimán no anda lejos!
»

Y se zambulló rápidamente, aunque no lo
bastante para evitar el contacto de un cuerpo enorme, cuya
escamosa epidermis le arañó al pasar; se
creyó perdido y empezó a nadar con una
precipitación desesperada; subió a la superficie,
respiró y desapareció de nuevo. Pasó un
cuarto de hora en una angustia indecible que toda su
filosofía no pudo dominar, creyendo oír
detrás el ruido de las monstruosas mandíbulas que
ya casi le tenían atrapado. Nadaba entre dos aguas, con la
mayor suavidad posible, cuando se sintió cogido por un
brazo y luego por la mitad del cuerpo.

¡Pobre Joe! Tuvo para su señor un
último pensamiento y empezó a luchar con
desesperación, sintiéndose atraído, no hacia
el fondo del lago, que es a donde los cocodrilos suelen arrastrar
la presa para devorarla, sino hacia la superficie.

No bien pudo respirar y abrir los ojos, se vio entre dos
negros que parecían de ébano, los cuales le
sujetaban vigorosamente y lanzaban gritos
extraños.

-¡Toma! -exclamó Joe-. ¡Negros en
lugar de caimanes! Mal por mal, los prefiero. Pero
¿cómo se atreven esos monotes a bañarse en
estos parajes?

Joe ignoraba que los habitantes de las islas del Chad
como otros muchos negros, se zambullen impunemente en las islas
infestadas de caimanes, sin hacerles el menor caso. Los anfibios
de aquel lago gozan sobre todo de una reputación bastante
merecida de animales inofensivos.

Pero ¿no había evitado Joe un peligro para
caer en otro? Dio a los acontecimientos el encargo de resolver
este problema y, no pudiendo hacer otra cosa, se dejó
conducir a la playa sin manifestar el menor miedo.

«Evidentemente -se decía-, estos salvajes
han visto el Victoria rozando las aguas del lago como un
monstruo aéreo; han sido testigos lejanos de mi
caída y no pueden dejar de guardar consideraciones a un
hombre caído del cielo. Dejémosles obrar a su
gusto.»

Estaba Joe sumido en estas reflexiones cuando
aterrizó en medio de una muchedumbre aulladora, compuesta
de individuos de ambos sexos y de todas las edades, aunque no de
todos los colores. Se
encontraba entre una tribu de biddiomahs de un negro
magnífico. No tuvo motivos para avergonzarse de la
ligereza de su traje, ya que se hallaba «desnudo» a
la última moda del
pais.

Pero antes de tener tiempo de darse cuenta de su
situación, no pudo equivocarse respecto a la
adoración de que era objeto, lo que no dejó de
tranquilizarle, si bien la historia de Kazeh asaltó su
memoria.

« ¡Presiento que voy a convertirme de nuevo
en un dios, en un hijo cualquiera de la Luna! En fin, lo mismo da
ese oficio que otro cualquiera cuando no se tiene
elección. Lo que importa es ganar tiempo. Si veo pasar el
Victoria, aprovecharé mi nueva posición para
ofrecer a mis adoradores el espectáculo de una
ascensión milagrosa.»

Mientras se hacía Joe estas reflexiones, la turba
se agolpaba a su alrededor, se prosternaba ante él,
aullaba, lo palpaba, se hacía familiar, y tuvo la buena
idea de ofrecerle un magnífico festín, compuesto de
leche agria y
miel con arroz machacado. El digno muchacho, que de todo
sabía sacar partido, hizo una de las mejores comidas de su
vida y dio a su pueblo una ajustada idea de cómo devoran
los dioses en las grandes ocasiones.

Llegada la tarde, los magos de la isla lo cogieron
respetuosamente de la mano y lo condujeron a una especie de choza
rodeada de talismanes. Antes de penetrar en ella, Joe echó
una mirada bastante inquieta a algunos montones de huesos que
había alrededor del santuario, y estaba pensando en su
posición cuando lo encerraron en la choza.

Al anochecer, y aun después de muy entrada la
noche, oyó cánticos de fiesta, el retumbar de una
especie de tambor y un estrépito de chatarra, todo ello
muy agradable para oídos africanos. Coros de aullidos
acompañaban interminables danzas condimentadas con
contorsiones y gestos, que se bailaban alrededor de la
cabaña sagrada.

Por entre los cañizos rebozados de lodo que
formaban las paredes de la choza, Joe distinguía aquel
conjunto ensordecedor, y tal vez en otras circunstancias le
hubiera divertido tan extraña ceremonia; pero una idea muy
desagradable atormentaba su mente. Aun mirando las cosas bajo el
mejor aspecto posible, le parecía estúpido e
incluso triste hallarse perdido en aquella comarca salvaje entre
semejantes tribus. De los viajeros que habían llegado a
aquellas comarcas, pocos habían vuelto a su patria.
¿Podía fiarse de la adoración de que era
objeto? ¡Tenía muy buenas razones para creer en la
vanidad de las grandezas humanas! Se preguntó si, en aquel
país, la adoración llevaría hasta el extremo
de comerse al adorado.

Pese a tan lamentable perspectiva, después de
algunas horas de reflexión el cansancio pudo más
que las ideas negras y Joe se entregó a un sueño
bastante profundo, que sin duda habría durado hasta el
amanecer si no le hubiese despertado una humedad
inesperada.

Aquella humedad no tardó en convertirse en agua,
que subió hasta cubrirle a Joe la mitad del
cuerpo.

«¿Qué es esto? -se dijo-. ¡Una
inundación! ¡Una tromba! ¡Un nuevo suplicio
que han inventado esos negros! Pues no pienso esperar a que el
agua me llegue al cuello.»

Apuntaló sus atléticos hombros contra la
frágil pared y consiguió derribarla. Entonces se
encontró en medio del lago. No había isla; se
había sumergido durante la noche. Sólo se
veía en su lugar la inmensidad del Chad.

«¡Triste país para sus
propietarlos», pensó Joe, y volvió a
ejercitar vigorosamente sus facultades natatorias.

Un fenómeno bastante frecuente en aquel lago
había salvado al valiente mozo. Del mismo modo que la isla
en que él se hallaba, han desaparecido de la noche a la
mañana otras que presentaban la solidez de una roca, y con
frecuencia las poblaciones ribereñas han tenido que
recoger a los infelices que han escapado con vida de tan
terribles catástrofes.

Joe ignoraba esta particularidad, mas no por eso
dejó de aprovecharse de ella. Descubrió una
barquichuela abandonada y no tardó en alcanzarla. No era
más que un tronco de árbol toscamente ahuecado.
Tenía dentro, afortunadamente, un par de remos, y Joe se
dejó llevar a la deriva por una corriente bastante
rápida.

«Orientémonos -se dijo-. La estrella Polar,
que desempeña honradamente su oficio de indicar a todo el
mundo el camino del norte, vendrá gustosa en mi
ayuda.»

Se dejó llevar por la corriente, pues vio con
satisfacción que le llevaba a la orilla septentrional del
lago. Hacia las dos de la mañana puso el pie en un
promontorio cubierto de cañas espinosas que parecian muy
molestas hasta para un filósofo; pero con mucha
oportunidad se hallaba allí un árbol que le
ofrecía asilo entre sus ramas. Joe trepó a
él para mayor seguridad, y aguardó dormitando, la
luz del
alba.

Llegó la mañana con esa rapidez propia de
las regiones ecuatoriales. Joe echó una mirada al
árbol que le había servido de refugio durante la
noche, y le heló de terror un espectáculo
inesperado. Las ramas del árbol estaban literalmente
cubiertas de serpientes y camaleones, bajo cuyos apretados
anillos desaparecía el follaje. Hubiérase dicho que
era un árbol de una especie nueva que producía
reptiles, los cuales, a los primeros rayos del sol, empezaron a
agitarse y retorcerse. Joe experimentó un sentimiento de
terror mezclado con asco y se tiró del árbol entre
desapacibles silbidos.

-He aquí una aventura a la que nadie dará
crédito
-dijo.

No sabía que las últimas cartas del doctor
Vogel mencionaban esa singularidad de las orillas del Chad, donde
los reptiles son más numerosos que en ningún otro
país del mundo. Después de lo que acababa de ver,
Joe resolvió ser más circunspecto en lo sucesivo y,
orientándose por el sol,
emprendió de nuevo su peregrinación hacia el
noroeste. Evitó con el mayor cuidado cabañas,
chozas, barracas, cuevas, en una palabra, todo lo que pudiera
servir de receptáculo a la raza humana.

¡Cuántas veces levantó la vista al
cielo! Esperaba ver al Victoria, y, aunque lo buscó
en vano durante todo aquel día de marcha, no por ello
disminuyó en lo más mínimo la confianza que
tenía en su señor. Mucha firmeza de carácter necesitaba para aceptar tan
filosóficamente su situación. Unióse el
hambre a la fatiga, porque un hombre no repara sus fuerzas con
raíces, médula de arbustos y frutas poco
nutritivas; y sin embargo, según sus cálculos
había avanzado unas veinte millas hacia el oeste. Las
cañas del lago, las acacias y las mimosas habían
lacerado con sus espinas su cuerpo, y sus pies ensangrentados
sufrían al andar crueles dolores. Pero logró
sobreponerse a sus padecimientos y resolvió pasar la noche
junto al Chad.

Allí tuvo que soportar las atroces picaduras de
millares de insectos. La tierra
estaba literalmente cubierta de moscas, mosquitos y hormigas de
media pulgada de largo. A las dos horas de estar en aquel sitio
no le quedaba ya a Joe ni una hilacha de la poca ropa que
llevaba. Las hormigas la habían devorado toda sin dejarle
ni un harapo. Aquélla fue una noche horrible, en la que el
viajero fatigado no encontró ni un instante de reposo. Los
jabalíes, los búfalos y los ajubs,
manatíes bastante agresivos, se agitaban entre la maleza y
en las aguas del lago, y un concierto de fieras retumbaba en la
noche. Joe no se atrevía a moverse. Su resignacion y su
paciencia eran ya casi insuficientes para sobrellevar una
situación semejante.

Llegó por fin el día. Joe se
levantó precipitadamente, y júzguese cuál
sería su asco al ver con que inmundo animal había
compartido su cama: ¡un sapo! Un sapo que medía
cinco pulgadas de largo, un animal monstruoso, repugnante, que le
miraba con sus grandes ojos redondos. Joe sintió que se le
contraía el estómago y, sacando alguna fuerza de su
propia repugnancia, corrió al lago y se zambulló en
sus aguas. Aquel baño mitigó un poco la
comezón que le atormentaba y, después de mascar
unas cuantas hojas, volvió a emprender su camino con una
obstinacion y un empeño de los que él mismo no
sabía lo que hacía, aunque sentía en su
interior un poder superior a la desesperación.

Sin embargo, le torturaba un hambre terrible,
viéndose obligado a ceñirse fuertemente una liana
en torno al cuerpo.
Su estómago, menos resignado que él, se quejaba;
con todo, sentía un bienestar relativo al comparar sus
padecimientos con los sufridos en el desierto, cuando le acosaba
la sed, pues ahora podía saciarla a cada paso.

«¿Dónde estará el
Victoria? -se preguntaba-. El viento viene del norte,
¿cómo es que el globo no vuelve hacia el lago? Sin
duda mi señor se habrá detenido en algún
sitio para restablecer el equilibrio; para el efecto debió
de bastarle el día de ayer, y, por consiguiente, es muy
posible que hoy… Pero, procedamos como si le hubiese perdido
para siempre. Después de todo, si tuviera la suerte de
llegar a una de las poblaciones del lago, me hallaría en
la misma posición que los viajeros de que me ha hablado mi
señor. ¿Por qué no había de salir yo
de apuros como ellos? Algunos han regresado a su país,
¡qué diablos!… ¡Valor, y veremos!
»

Y mientras hablaba, andaba, y andando llegó a un
bosque donde encontró a un grupo de
negros salvajes ocupados en emponzoñar sus flechas con
zumo de euforbio. Tal actividad constituye una de las principales
ocupaciones de las tribus de aquellas comarcas y se
efectúa con una especie de ceremonia solemne. El
intrépido Joe se detuvo antes de que lo vieran.

Inmóvil y sin respirar, se hallaba oculto en la
maleza cuando, al alzar la vista, vio entre el follaje al
Victoria, que se dirigía hacia el lago apenas a
cien pies de su cabeza. ¡Y no podía dar ninguna voz
para que le oyeran, ni tampoco salir de su escondrijo para
dejarse ver!

Una lágrima asomó a sus ojos, y no de
desesperación, sino de reconocimiento. ¡Su
señor le estaba buscando! ¡Su señor no le
abandonaba! Tuvo que esperar a que se marchasen los negros y
entonces pudo salir de la maleza y dirigirse a la orilla del
Chad.

Pero entonces el Victoria se perdía a lo
lejos en el cielo. Joe, que abrigaba la convicción de que
volvería a pasar, resolvió esperarlo; y
volvió a pasar, efectivamente, pero más al este.
Joe corrió, hizo mil señas, dio mil gritos…
¡En vano! Un viento violento arrastraba al globo a una
velocidad irresistible.

La energía y la esperanza abandonaron por primera
vez el corazón del desgraciado. Se vio perdido,
creyó que su señor había partido para no
volver y le faltó hasta la fuerza para seguir
reflexionando con serenidad.

Como un loco, con los pies ensangrentados y el cuerpo
magullado, estuvo andando, andando sin parar durante todo el
día y parte de la noche. Se arrastraba, ya de rodillas, ya
a gatas; veía acercarse el momento en que,
faltándole las fuerzas, tenía que morir.

Así llegó a un pantano, o más bien
a lo que pronto supo que era un pantano, pues estaba ya muy
entrada la noche, y cayó inesperadamente en él. A
pesar de sus esfuerzos, a pesar de su desesperada resistencia, se
fue hundiendo poco a poco en aquel terreno cenagoso, que a los
pocos minutos ya le cubría la mitad del cuerpo.

« ¡Aquí está la muerte! -se
dijo-. ¡Y qué muerte!
»

Luchó, forcejeó con denuedo, hasta con
rabia, pero sus esfuerzos sólo servían para
sepultarle más y más en aquella tumba que se cavaba
él mismo. ¡Ni el tronco de un árbol, ni una
miserable caña donde agarrarse! Comprendió que todo
para él había concluido y cerró los
ojos.

-¡Señor! ¡Señor!
¡Socorro … ! -gritó.

Y su voz desesperada, aislada, ahogada ya, se
perdió en el silencio de la noche.

XXXVI

Un
grupo a lo lejos. – Un tropel de árabes. –
La

persecución. – ¡Es
él! – Caída del caballo. – El
árabe

estrangulado. – Una bala de Kennedy. –
Maniobra. –

Rescate al vuelo. -Joe a
salvo

Desde que Kennedy había vuelto a tomar su puesto
de observación en la proa de la barquilla, no cesó
un momento de escudriñar con la mayor atención el
horizonte.

Pasado algún tiempo, se volvió al doctor y
le dijo:

-Si no me equivoco, allá a lo lejos hay un grupo
en movimiento, no siéndome aún posible distinguir
si es de hombres o de animales. Lo cierto es que se agitan
violentamente, pues levantan una nube de polvo.

-¿No será un viento contrario
-preguntó Samuel-, tromba que nos arrastraría de
nuevo hacia el norte?

Y se levantó para examinar el
horizonte.

-No lo creo, Samuel -respondió Kennedy-. Es una
manada de gacelas o de toros salvajes.

-Tal vez, Dick; pero, sea lo que sea, se halla al menos
a nueve o diez millas de distancia, y yo no alcanzo a ver nada,
ni aun con el anteojo.

-De todos modos, no lo perderé de vista. Hay, en
lo que vislumbro, algo extraordinario que excita mi curiosidad
sin saber por qué; diríase que es una maniobra de
caballería. ¡Y loes! ¡Son jinetes!
¡Mira!

El doctor observó con atención el grupo
indicado.

-Creo que tienes razón -dijo-; es un destacamento
de árabes o de tibúes, que lleva la misma direccion
que nosotros. Pero nosotros corremos mucho más y les
daremos alcance enseguida. Dentro de media hora estaremos en
condiciones de ver y juzgar lo que debemos hacer.

Kennedy seguía mirando atentamente con el
anteojo. La masa de jinetes se hacía cada vez más
visible; algunos de ellos se apartaban del grupo.

-Evidentemente -repuso Kennedy-, es una maniobra o una
cacería. Diríase que esas gentes persiguen algo. Y
me gustaría saber lo que es.

-Paciencia, Dick. Dentro de poco los alcanzaremos y
hasta les dejaremos atrás, si no toman otra direccion;
avanzamos a una velocidad de veinte millas por hora, y no hay
caballo que resista semejante carrera.

Kennedy siguió observando y unos minutos
después dijo:

-Son árabes corriendo a todo escape. Los distingo
perfectamente. Hay unos cincuenta. Veo sus ropajes ahuecados por
el viento. Es un ejercicio de caballería. Su jefe les
precede a una distancia de cien pasos, y todos le siguen
precipitadamente.

-Sean quienes sean, Dick, no deben inspirarnos ningun
miedo; pero si es necesario, nos elevaremos.

-¡Aguarda, aguarda, Samuel! -exclamó Dick-.
¡Es curioso! -añadió, después de un
nuevo examen-. Hay algo que no puedo explicarme. A juzgar por sus
esfuerzos y la irregularidad de su línea, esos
árabes no siguen, sino que persiguen.

-¿Estás seguro de ello,
Dick?

-Evidentemente. ¡No me equivoco ¡Es una
cacería, pero van a la caza de un hombre! El que les
precede no es su jefe, sino un fugitivo.

-¡Un fugitivo! -dijo Samuel, conmovido.

-¡Sí!

-No lo perdamos de vista y esperemos.

En poco tiempo disminuyó tres o cuatro millas de
distancia que separaba el globo de los jinetes, pese a la
prodigiosa ligereza con que éstos
corrían.

-¡Samuel! ¡Samuel! -exclamó Kennedy
con voz trémula.

-¿Qué ocurre, Dick?

-¿Es una alucinación? ¿Es
posible?

-¿Qué quieres decir?

-Espera.

El cazador limpió rápidamente los
cristales del anteojo y volvió a mirar.

-¿Qué? -le preguntó el
doctor.

-¡Es él, Samuel!

-¡Él! -exclamó
éste.

¡ Él! Aquella palabra lo decía todo.
No había necesidad de nombrarle.

-¡Es él a caballo! ¡A menos de cien
pasos de sus enemigos! ¡Huye!

-¡Es Joe! -dijo el doctor,
palideciendo.

-¡No puede vernos en su fuga!

-¡Nos verá! -respondió Fergusson,
disminuyendo la llama del soplete.

-Pero ¿cómo?

-Dentro de cinco minutos estaremos a cincuenta pies de
tierra; dentro de quince estaremos encima de
él.

-Debemos disparar un tiro para prevenirle.

-¡No! ¡No puede retroceder! ¡Le cortan
la retirada!

-¿Qué hacer, pues?

-Aguardar.

-¡Aguardar! ¿Y esos
árabes?

-¡Los alcanzaremos! ¡Los dejaremos
atrás! Nos encontramos a menos de dos millas de ellos; con
tal de que el caballo de Joe resista…

-¡Dios bendito! -exclamó
Kennedy.

-¿Qué pasa?

Kennedy había lanzado un grito de
desesperación al ver a Joe rodar por tierra. Su caballo,
rendido, extenuado, acababa de caer.

-¡Nos ha visto! -exclamó el doctor-.
¡Al levantarse nos ha hecho una seña!

-¡Pero los árabes van a alcanzarle!
¿A qué espera?

¡Ah! ¡Valiente! ¡Hurra! -gritó
el cazador, sin poder reprimir su entusiasmo.

Joe, tras levantarse en el preciso instante en que se
abalanzaba sobre él uno de los jinetes más
rápidos, dio un salto como una pantera, evitó el
golpe, se lanzó a la grupa, asió al árabe de
la garganta, lo estranguló, lo derribó y
prosiguió en el caballo de su enemigo su rápida
fuga.

Los árabes lanzaron un grito de furor; pero
centrados totalmente en la persecución del fugitivo, no
habían visto al Victoria, que estaba quinientos
pasos detrás de ellos y a menos de treinta pies del suelo.
Ellos distaban entonces del perseguido menos de veinte cuerpos de
caballo.

Uno de ellos estaba ya casi tocando a Joe, e iba a
traspasarle con su lanza cuando Kennedy, que seguía todos
sus movimientos, lo derribó de un balazo.

Joe ni siquiera se volvió al oír el
disparo. Una parte de los perseguidores se detuvo e hincó
la frente en el polvo al ver el Victoria; pero los
demás continuaron acosando de cerca al
fugitivo.

-Pero ¿qué hace Joe? -exclamó
Kennedy-. ¡No se detiene!

-¡Sabe lo que se hace, Dick! ¡Le he
comprendido! ¡Sigue la dirección del globo!
¡Cuenta con nuestra inteligencia! ¡Bien, valiente!
¡Se lo arrebataremos a los árabes en sus mismas
barbas! No estamos más que a doscientos pasos.

-¿Qué hay que hacer? -preguntó
Kennedy.

-Deja la carabina.

-Ya está-dijo el cazador, soltando el arma-.
¿Y ahora?

-¿Puedes sostener en tus brazos ciento cincuenta
libras de lastre?

-Aunque sean más.

-Bastan las que te digo.

Y el doctor fue amontonando sacos de arena sobre los
brazos de Kennedy.

-Colócate en la popa de la barquilla y
estáte preparado para echar todo el lastre de golpe.
¡Pero, por Dios! No lo arrojes antes de que te lo
diga.

-¡Descuida!

-De otro modo, erraríamos el golpe y
perderíamos a Joe irremisiblemente.

-Te comprendo perfectamente.

El Victoria caía entonces casi
verticalmente sobre el grupo de jinetes que perseguían a
Joe a galope tendido. El doctor, en la proa de la barquilla,
tenía en la mano la escala
desplegada, preparado para soltarla en el momento preciso. Joe se
había mantenido a una distancia de cincuenta pies de los
perseguidores, a quienes el Victoria dejó algo
rezagados.

-¡Atención, Kennedy!

-Cuando digas.

-¡Joe … ! ¡Alerta … ! -gritó el
doctor con voz sonora al tiempo que soltaba la escala, cuyos
últimos peldaños levantaron polvo del
suelo.

Al llamarle el doctor, Joe, sin detener el caballo,
había vuelto la cabeza; la escala se desplegó junto
a él y, en un momento, se agarró a ella.

-¡Abajo! -gritó el doctor a
Kennedy.

-¡Allá va!

Y el Victoria, descargado de un peso superior al
de Joe, se elevó ciento cincuenta pies de
golpe.

Joe se agarró con fuerza a la escala para no
ceder a sus violentas sacudidas; hizo a los árabes una
mueca indescriptible y, trepando con la agilidad de un mono,
llegó a los brazos de sus compañeros.

~¡Señor! ¡Señor Dick!
-exclamó.

Y, rendido por la emoción y la fatiga,
cayó desvanecido, mientras Kennedy, casi delirante,
exclamaba:

-¡Salvado! ¡Salvado!

-¡Pues no faltaba más! -dijo el doctor, que
había recobrado su impasibilidad habitual.

Joe estaba casi desnudo y llevaba impresos sus
padecimientos en los ensangrentados brazos en el cuerpo, cubierto
de cardenales y magulladuras. El doctor curó sus heridas y
lo acostó bajo la tienda.

Joe recobró luego el sentido y pidió un
vaso de aguardiente, que el doctor le dejó beber, porque a
Joe no había que tratarlo como a la generalidad de los
enfermos. Después de beber, el valiente criado
estrechó la mano de sus dos compañeros y se
manifestó dispuesto a contar su historia.

Pero, como el doctor no le permitió hablar,
concilió un profundo sueño, que bien lo
necesitaba.

En aquellos momentos el Victoria trazaba una
línea oblicua hacia el oeste. Empujado por un viento muy
fuerte, volvió a ver las orillas del desierto espinoso por
encima de las palmeras curvadas o arrancadas por el ímpetu
de la tormenta; y, tras haber recorrido casi doscientas millas
desde el rescate de Joe, el anochecer superó los
100 de longitud.

XXXVII

El
camino del oeste. – El despertar de Joe. – Su

terquedad. – Fin de la historia de
Joe. – Tegelel –

Zozobras de Kennedy. – Rumbo al norte.
– Una noche

cerca de Agadés

Durante la noche pareció que el viento
tambiér quería descansar de sus fatigas del
día, y el Victoria per maneció
pacíficamente sobre la copa de un corpulento sicomoro. El
doctor y Kennedy se repartieron la guardia, y Joe durmió
de un tirón por espacio de veinticuatro horas.

-Que duerma -dijo Fergusson-. El reposo es el
único remedio que necesita, y la naturaleza se
encargará de completar su curación.

Al amanecer volvió a soplar un viento fuerte,
pero variable, tan pronto se dirigía al norte como al sur,
aunque finalmente el Victoria fue empujado hacia el
oeste.

El doctor, mapa en mano, reconoció el reino de
Damergu, territorio de suaves ondulaciones y muy fértil,
con aldeas cuyas chozas están construidas con altas
cañas y ramas de asalpesia entrelazadas. En los campos
cultivados, las gavillas se alzaban sobre una especie de andamios
destinados a preservarlas de la acción
de ratones y termitas.

No tardaron en llegar a la ciudad de Zinder,
fácil de reconocer por su gran plaza de las ejecuciones,
en cuyo centro se levanta el árbol de la muerte; al pie de
éste vela el verdugo y cualquiera que pasa bajo su sombra
es inmediatamente ahorcado.

Consultando la brújula, Kennedy no pudo
abstenerse de decir:

-¡Otra vez rumbo al norte!

-¿Qué importa? Si el viento nos lleva a
Tombuctú, no tendremos motivos de queja. Nunca se
habrá verificado un viaje en mejores
condiciones.

-Ni con mejor salud -añadió Joe, asomando
su apacible semblante por entre las cortinas de la
tienda.

-¡Aquí tenemos a nuestro valiente amigo, a
nuestro salvador! ¿Qué tal va?

-De maravilla, señor Kennedy, de maravilla. Nunca
he estado mejor que ahora. No hay nada que entone tanto a un
hombre como un viaje de recreo precedido de un baño en el
Chad. ¿No es cierto, señor?

-¡Noble corazón! -respondió
Fergusson, estrechándole la mano-. ¡cuántas
angustias e inquietudes nos has ocasionado!

-Y ustedes a mí, ¿qué?
¿Creen que estaba muy tranquilo pensando en su suerte?
¡Bien pueden vanagloriarse de haberme hecho pasar un miedo
mortal!

-Nunca nos entenderemos, Joe, si te tomas las cosas de
ese modo.

-Ya veo que la caída no le ha cambiado
-añadió Kennedy.

-Tu desprendimiento ha sido sublime, muchacho, y nos ha
salvado, porque el Victoria caía en el lago y una
vez allí, nada podría sacarlo.

-Pero si mi desprendimiento, como les gusta llama a mi
zambullida, les ha salvado, ¿no me ha salvado tam
bién a mí, puesto que aquí estamos los tres
sanos y sal vos? No tenemos, por consiguiente, nada que
agradecernos.

-No hay manera de entenderse con este mozo -dijo el
cazador.

-La mejor manera de entendernos -replicó Joe- es
no hablar más del asunto. Lo pasado, pasado. Bueno o malo,
no hay que recordarlo.

-¡Qué terco eres! -dijo el doctor, riendo-.
Pero ¿nos contarás al menos tu historia?

-¡Si se empeñan! Pero antes voy a asar este
soberbio ganso, pues ya veo que el señor Dick ha hecho de
las suyas.

-¡Ya lo creo, Joe!

-Pues bien; vamos a ver cómo se porta un ganso de
África en un estómago europeo.

Una vez dorado el ganso al calor del soplete, fue
devorado al instante. Joe comió en abundancia, como era
natural que lo hiciese después de tan prolongado
ayuno.

Después del té y del grog, puso a sus
compañeros al corriente de sus aventuras; habló con
cierta emoción, pese a considerar los acontecimientos bajo
el punto de vista de su filosofía habitual. El doctor le
estrechó varias veces la mano, al ver en él un
criado más interesado en la salvación de su
señor que en la suya propia, y, respecto a la
sumersión de la isla de los biddiomahs, le explicó
la frecuencia en el lago Chad de tan notable
fenómeno.

Por fin, Joe, prosiguiendo su narración,
llegó al momento en que, hundido en el pantano,
lanzó un último grito de
desesperación.

-Yo me creía perdido, señor, y a usted se
dirigian mis pensamientos. Realicé terribles esfuerzos sin
que pueda decir cómo; estaba totalmente decidido a no
dejarme engullir sin oponer resistencia cuando, a dos pasos de
mí, ¿qué creen que vi? ¡Un pedazo de
cuerda recién cortada! Multipliqué mis esfuerzos y,
echando el resto, pude llegar a coger el cable, tiré de
él y, después de mucho tirar, puse el pie en tierra
firme. En el otro extremo de la cuerda encontré un
ancla… ¡Oh, señor! Y creo que tengo todo el
derecho a llamarla el ancla de la salvación, si usted no
ve ningún inconveniente en ello. ¡La
reconocí! ¡Era un ancla del Victoria! ¡Ustedes
habían tomado tierra en aquel mismo punto! Seguí la
dirección de la cuerda, que me indicaba la suya, y
después de nuevos esfuerzos salí del atolladero.
Con la libertad de
mis miembros había recobrado el ánimo, y
caminé durante parte de la noche alejándome del
lago.

Llegué al fin a la entrada de un inmenso bosque,
donde había un cercado en el que pastaban tranquilamente
unos cuantos caballos. ¿No les parece que hay ocasiones en
la vida en que no hay nadie que no sepa montar a caballo? Sin
perder un minuto en reflexionar, me monté de un salto en
uno de los cuadrúpedos y eché a correr a todo
escape en dirección al norte.

No les hablaré de las ciudades que no vi ni de
las aldeas que evité. Atravesé campos sembrados,
salté zanjas, corrí, volé y así
llegué a las lindes de las tierras cultivadas. Estaba en
el desierto. ¡Mejor! Tendría más horizonte
ante mí y observaría más objetos mi
mirada.

Esperaba ver al Victoria, que no debía de andar
muy lejos, pero no fue así. Seguí al galope y al
cabo de tres horas me metí como un imbécil en un
campamento de árabes. ¡Ah! ¡Qué
persecución! Señor Kennedy, le aseguro que un
cazador no sabe lo que es una cacería hasta que ha sido
cazado él mismo. Le aconsejo, sin embargo, que no desee
saberlo a tanta costa. Mi caballo no podía más, los
bárbaros me seguían de cerca, los tenía ya
encima… En ese momento me caí y, no quedándome
otro recurso, salté a la grupa de uno de mis
perseguidores.

Yo no le deseaba ningún mal, y no debe guardarme
ningún rencor por haberle estrangulado. Pero yo les
había visto…, y el resto ya lo saben. El Victoria
me siguió y ustedes me cogieron al vuelo, como se coge una
sortija en el juego de este
nombre. ¿No tenía razón en confiar? Ya ve,
señor Samuel, que todo lo que ha pasado es muy sencillo y
lo más natural del mundo. Dispuesto estoy a repetir lo
hecho, si la ocasión lo requiere. Es cosa de la que ni
siquiera vale la pena de hablar.

-¡Mi buen Joe! -respondió el doctor, muy
conmovido-. ¡No en vano confiábamos en tu
inteligencia y destreza!

-No hay más que seguir los acontecimientos para
salir de apuros. Lo mejor es aceptar las cosas como se
presentan.

Durante la narración de Joe, el globo
había salvado rápidamente una extensión de
país considerable; Kennedy señaló en el
horizonte una multitud de casas que ofrecían el aspecto de
una ciudad. El doctor consultó el mapa y reconoció
la ciudad de Tagelel, en el Damergu.

-Aquí -dijo- volveremos a encontrar el camino de
Barth. Tenemos a la vista el punto donde se separó de sus
dos compañeros, Richardson y Overweg. El primero
debía seguir la senda de Zinder, y el segundo la de
Moradi, y ya sabéis que, de los tres viajeros, Barth es el
único que volvió a Europa.

-Así pues -dijo el cazador-, siguiendo en el mapa
la dirección del Victoria, avanzamos directamente
hacia el norte.

-Directamente, amigo Dick.

-¿Y eso no te inquieta un poco?

-¿Por qué?

-Porque nos dirigimos a Trípoli cruzando el gran
desierto.

-Espero no ir tan lejos, amigo mío.

-¿Dónde, pues, piensas
detenerte?

-Dime, Dick, ¿no sientes curiosidad por ver
Tombuctú?

-¿Tombuctú?

-Sin duda -repuso Joe-. Nadie debe permitirse hacer un
viaje a África sin visitar Tombuctú.

-Serás el quinto o sexto europeo que haya visto
esa ciudad misteriosa.

-Pues vamos a Tombuctú.

-Entonces deja que lleguemos a 170 o
180 de latitud, y allí buscaremos un viento
favorable que nos empuje hacia el oeste.

-De acuerdo -respondió el cazador-. Pero
¿tenemos aún que avanzar mucho hacia el
norte?

-Ciento cincuenta millas, al menos.

-Entonces -replicó Kennedy-, voy a dormir un
poco.

-Duerma -respondió Joe-, y usted también,
señor. Sin duda tienen necesidad de descanso, porque les
he hecho velar de una manera indiscreta.

El cazador se tendió bajo la tienda; pero
Fergusson, que era infatigable, permaneció en su puesto de
observación.

Tres horas después, el Victoria salvaba
con suma rapidez un terreno pedregoso, con hileras de altas
montañas peladas de base granítica. Algunos picos
aislados llegaban a alcanzar una altura de cuatro mil pies. Las
jirafas, los antílopes y los avestruces saltaban con
maravillosa agilidad entre bosques de acacias, mimosas, guamos y
palmeras. Tras la aridez del desierto, la vegetación
recobraba su imperio. Aquél era el país de los
kailuas, que se tapan la cara con una banda de algodón,
igual que sus peligrosos vecinos los tuaregs.

A las diez de la noche, después de una soberbia
travesía de doscientas cincuenta millas, el
Victoria se detuvo sobre una ciudad importante, de la
cual, al suave resplandor de la luna, se veía una parte
medio en ruinas. Algunas cúpulas y minaretes de mezquitas
reflejaban en distintos puntos los blancos rayos de la luna, y el
doctor calculando la altura de las estrellas, reconoció
que se hallaban en las inmediaciones de Agadés.

Dicha ciudad, centro en otro tiempo de un inmenso
comercio, caminaba ya rápidamente hacia su ruina en la
época en que la visitó el doctor Barth.

El Victoria, aprovechando la oscuridad,
tomó tierra a dos millas de Agadés, en un gran
campo de mijo. La noche fue bastante tranquila; a las cinco de la
mañana el globo se vio solicitado hacia el oeste, incluso
un poco al sur, por un viento ligero.

Fergusson se apresuró a aprovechar tan excelente
ocasión. Se elevó rápidamente y
partió envuelto en los rayos del sol naciente.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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