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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 7)



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XXXVIII

Travesía rápida. – Resoluciones
prudentes. –

Caravanas. – Chubascos continuos. –
Gao. – El Níger.

– Golberry, Geoffroy y Gray. –
Mungo-Park. – Laing

y René Caillié. –
Clapperton. -John y Richard Lander

El día 17 de mayo fue tranquilo, y sin
ningún incidente. El desierto empezaba de nuevo. Un viento
no muy fuerte volvía a empujar al Victoria hacia el
sudoeste; el globo no oscilaba ni a derecha ni a izquierda,
trazando su sombra en la arena una línea absolutamente
recta.

El doctor, antes de partir, había renovado
prudentemente su provisión de agua, temiendo
no poder tomar
tierra en
aquellas comarcas plagadas de tuaregs.

La meseta, cuya elevación era de mil ochocientos
pies sobre el nivel del mar, descendía hacia el sur.
Cortando el camino de Agadés a Murzuk, en el que se
distinguían muchas pisadas de camellos, los viajeros
llegaron por la noche a 160 de latitud y 40
55' de longitud, después de haber recorrido ciento ochenta
millas de prolongada monotonía.

Durante aquel día, Joe condimentó las
últimas aves, que no
habían recibido más que una preparación
preliminar; para cenar sirvio unos pinchitos de chocha sumamente
apetitosos. Como el viento era favorable, el doctor
resolvió proseguir su camino durante la noche, muy clara
por alumbrarla una luna casi llena.

El Victoria ascendió a una altura de
quinientos pies, y en toda aquella travesía nocturna, de
unas sesenta millas, no se habría visto turbado ni el
ligero sueño de un niño.

El domingo por la mañana varió de nuevo el
viento hacia el noroeste. Algunos cuervos cruzaban los aires, y
en el horizonte se distinguían numerosos buitres, que
afortunadamente no se acercaron.

La aparición de aquellas aves indujo a Joe a
cumplimentar a su señor por su feliz idea de embutir un
globo dentro de otro.

~¿Qué sería de nosotros a estas
horas -dijo- con un solo envoltorio? Este segundo globo es como
la lancha del buque que reemplaza a éste en caso de
naufragio.

-Tienes razón, Joe; pero mi lancha me causa
alguna zozobra, pues no vale tanto como el buque.

-¿Qué quieres decir? -preguntó
Kennedy.

-Quiero decir que el nuevo Victoria es inferior
al otro; bien porque la tela se haya desgastado a causa del roce,
o bien porque la gutapercha se haya derretido al calor del
serpentín, lo cierto es que noto cierta pérdida de
gas. Hasta
ahora no es gran cosa, pero no deja de ser apreciable. Tenemos
tendencia a bajar, y para impedirlo me veo obligado a dar mayor
dilatación al hidrogeno.

-¡Demonios! -exclamó Kennedy-. No se me
ocurre ninguna solución.

-No la tiene, amigo Dick, por lo que creo que
deberíamos darnos prisa, e incluso evitar detenernos de
noche.

-¿Estamos aún lejos de la costa?
-preguntó Joe.

-¿Qué costa, muchacho? ¿Sabemos
acaso adónde nos conducirá el azar? Todo lo que
puedo decirte es que Tombuctú todavía se encuentra
cuatrocientas millas a oeste.

-¿Y cuánto tiempo
tardaremos en llegar?

-Si el viento no nos desvía demasiado, cuento con
encontrar dicha ciudad el martes al anochecer.

-Entonces -dijo Joe, señalando una larga comitiva
de bestias y de hombres que avanzaba por el desierto llegaremos
antes que aquella caravana.

Fergusson y Kennedy se asomaron y vieron una gran
aglomeración de seres de toda especie. Había
allí más de ciento cincuenta camellos, de esos que
por doce mutkabas de oro van de
Tombuctú a Tafilete con una carga de quinientas libras.
Todos llevaban bajo la cola un talego destinado a recoger sus
excrementos, que es el único combustible con que se puede
contar en el desierto.

Aquellos camellos de los tuaregs son de una especie
superior a todas las demás, pues pueden pasar de tres a
siete días sin beber y dos sin comer; además,
superan en ligereza a los caballos y obedecen con inteligencia
al khabir o conductor de la caravana. Son conocidos en el
país con el nombre de meharis.

Tales fueron los pormenores dados por el doctor,
mientras sus compañeros contemplaban aquella
multi-

tud de hombres, mujeres y niños
que caminaban penosamente por una arena movediza, contenida
únicamente por algunos cardos, hierbas agostadas y
zarzales muy ruines. El viento borraba casi
instantáneamente la huella de sus pasos.

Joe preguntó cómo lograban los
árabes orientarse en el desierto y encontrar los pozos
esparcidos en aquella soledad inmensa.

-Los árabes -respondió Fergusson- han
recibido de la naturaleza un
maravilloso instinto para reconocer su rumbo. Donde un europeo se
desorientaría, ellos no vacilan nunca. Una piedra
insignificante, un guijarro, una hierbecita, el indiferente matiz
de las arenas les bastan para avanzar con seguridad
completa. Durante la noche se guían por la estrella Polar;
no andan más que dos millas por hora y descansan a
mediodía, que es cuando hace más calor. No hace
falta decir más para comprender cuánto tiempo
invertirán en atravesar el Sahara, que es un desierto de
más de novecientas millas.

Pero el Victoria ya se encontraba lejos de las
miradas atónitas de los árabes, que debieron de
envidiar su rapidez. Por la tarde pasaba por los 20
26' de longitud, y durante la noche avanzó más de
un grado.

El lunes cambió el tiempo completamente.
Empezó a diluviar, y fue preciso resistir el exceso de
peso con que la lluvia cargaba el globo y la barquilla. Aquel
aguacero continuado explicaba que toda la superficie del
país fuese una inmensa ciénaga; reaparecía
la vegetación, con mimosas, baobabs y
tamarindos.

Era el Sonray, con sus aldeas pobladas de chozas, cuyos
techos presentan cierta semejanza con gorros armenios.
Había pocas montañas, reduciéndose
éstas a colinas muy bajas que forman barrancos y
despeñaderos incesantemente cruzados por chochas y
pintadas. Un impetuoso torrente cortaba en diversos puntos las
sendas, que los indígenas atravesaban agarrándose a
un bejuco tendido entre dos árboles. Los bosques iban poco a poco
siendo reemplazados por junglas donde se agitaban caimanes,
hipopótamos y rinocerontes.

-No tardaremos en ver el Níger -anunció el
doctor-; el terreno se metamorfosea en la proximidad de los
grandes ríos. Esos caminos andantes, según una
feliz expresion, han traído con ellos primero la
vegetación y más adelante traerán la
civilización. Así es como el Níger, en su
trayecto de doscientas cincuenta millas, ha sembrado en sus
márgenes las más importantes ciudades de
África.

-Eso -dijo Joe- me recuerda la historia de aquel gran
admirador de la Providencia, de la cual decía que era
acreedora a sus aplausos por haber hecho pasar los ríos
por las grandes ciudades.

Hacia mediodía, el Victoria pasó
sobre una población llamada Gao, que fue en otro
tiempo una gran capital y a la
sazón se hallaba reducida a una aglomeración de
chozas bastante miserables.

-He aquí el sitio -dijo el doctor- por el cual
Barth atravesó el Níger a su regreso de
Tombuctú, el Níger, ese río famoso de la
antigüedad, el rival del Nilo, al cual la
superstición pagana atribuyó un origen celestial.
El Níger, como el Nilo, ha atraído la atención de los geógrafos de
todos los tiempos, y su exploración, más aún
que la del Nilo, ha costado numerosas víctimas.

El Níger corría entre dos orillas muy
separadas una de otra, y sus aguas fluían hacia el sur con
cierta violencia;
pero los viajeros apenas tuvieron tiempo de observar sus curiosos
contornos.

-Me dispongo a hablaros de ese río -dijo
Fergusson-, ¡y está ya lejos de nosotros! El
Níger, que casi puede competir con el Nilo en longitud,
recorre una extensión inmensa del país, y
según la comarca que atraviesa toma los nombres de
Dhiuleba, Mayo, Egghirreou, Quorra y otros, todos los cuales
significan «el río».

-¿Siguió el doctor Barth este camino?
-preguntó Kennedy.

-No, Dick. Al dejar el lago Chad atravesó las
principales ciudades de Bornu, y cruzó el Níger por
Sau, cuatro grados más abajo de Gao. Luego penetró
en el seno de las inexploradas comarcas que el Níger
encierra en su recodo y, después de ocho meses de nuevas
fatigas, llegó a Tombuctú, lo que nosotros, con un
viento tan rápido, haremos en tres días
escasos.

-¿Se ha descubierto el nacimiento del
Níger? -preguntó Joe.

-Hace ya mucho tiempo -respondió el doctor-. El
reconocimiento del Níger y de sus afluentes atrajo
numerosas exploraciones, de las cuales os indicaré las
principales. De 1749 a 1758, Adamson reconoce el río y
visita Gorea. De 1785 a 1788, Golberry y Geoffroy recorren los
desiertos de la Senegambia y suben hasta el país de los
moros, que asesinaron a Saugnier, Brisson, Adam, Riley, Cochelet
y otros muchos infortunados. Viene entonces el ilustre
Mungo-Park, amigo de Walter Scott y escocés como
él.

Enviado en 1795 por la Sociedad
africana de Londres, alcanza Bambarra, ve el Níger,
recorre quinientas millas con un traficante de esclavos, explora
la costa de Gambia y regresa a Inglaterra en
1797; vuelve a partir el 30 de enero de 1805 con su cuñado
Anderson, el dibujante Scott y un grupo de
operarios; llega a Gorea, se une a un destacamento de treinta y
cinco soldados y vuelve a ver el Níger el 19 de agosto;
pero entonces, a consecuencia de las fatigas, de las privaciones,
de los malos tratos, de las inclemencias del cielo y de la
insalubridad del país, no quedaban ya vivos más que
once de los cuarenta europeos; el 16 de noviembre llegaron a
manos de su esposa las últimas cartas de
Mungo-Park, y un año después se supo por un
comerciante del país que, al llegar a Busse, a orillas del
Níger, el 23 de diciembre, el desventurado viajero vio
cómo arrojaban su barca por las cataratas del río
antes de ser degollado por los indígenas.

-¿Y un fin tan terrible no contuvo a los
exploradores?

-Al contrario, Dick, porque entonces no sólo hubo
que reconocer el río, sino también buscar los
papeles del viajero. En 1816 se organizó en Londres una
expedición, en la cual toma parte el mayor Gray; llega a
Senegal, penetra en el Futa-Djallon, visita las poblaciones
fuhlahs y mandingas, y regresa a Inglaterra sin otro resultado.
En 1822, el mayor Laing explora toda la parte de África
occidental próxima a las posesiones inglesas, siendo el
primero en llegar a las fuentes del
Níger; según sus documentos, el
nacimiento de este río inmenso no tiene dos pies de
ancho.

-Es fácil de saltar -dilo Joe.

-¡Fácil! -replicó el doctor-.
Según la tradición, cualquiera que intenta cruzar
de un salto aquel manantial es inmediatamente engullido, y quien
quiere sacar agua de él se siente rechazado por una mano
invisible.

-¿Y me está permitido -preguntó
Joe- no creer una palabra de la tradición?

-Nadie te lo impide. Cinco años después,
el mayor Laing atravesaría el Sahara, penetraría en
Tombuctú y moriría estrangulado unas millas
más arriba por los ulad-shiman, que querian obligarle a
hacerse musulmán.

-¡Otra víctima! -exclamó el
cazador.

-Entonces, un joven valeroso y con muy escasos recursos,
emprendió y llevó a cabo el viaje moderno
más asombroso. Me refiero al francés René
Caillié. Después de varias tentativas en 1819 y en
1824, partió de nuevo el 19 de abril de 1827 de Río
Núñez; el 3 de agosto llegó tan extenuado y
enfermo a Timé, que no pudo proseguir su viaje hasta seis
meses después, en enero de 1828; se incorporó
entonces a una caravana, protegido por su traje oriental,
llegó al Níger el 10 de marzo, penetró en la
ciudad de Yenné, se embarcó y descendió por
el río hasta Tombuctú, adonde llegó el 30 de
abril.

En 1670 otro francés, Imbert, y en 1810 un
inglés,
Robert Adams, tal vez habían visto aquella curiosa ciudad.
Pero René Caillié sería el primer europeo
que suministrara datos exactos; el
4 de mayo se separó de aquella reina del desierto; el 9
reconoció el lugar exacto donde fue asesinado el mayor
Laing; el 19 llegó a ElArauan y dejó aquella ciudad
comercial para cruzar, corriendo mil peligros, las vastas
soledades comprendidas entre Sudán y las regiones
septentrionales de Africa; por
último, entró en Tánger, y el 28 de
septiembre embarcó para Toulon, de suerte que en
diecinueve meses, pese a una enfermedad de ciento ochenta
días, había atravesado África de oeste a
norte. ¡Ah! ¡Si Caillié hubiera nacido en
Inglaterra, se le habría honrado como al más
intrépido viajero de los tiempos modernos, como al mismo
Mungo-Park! Pero en Francia no se
le apreció en todo su valor.

-Era un valiente explorador -dijo el cazador-. ¿Y
qué fue de él?

-Murió a los treinta y nueve años, de
resultas de sus fatigas. En Inglaterra se le habrían
tributado los mayores honores; pero en Francia se creyó
haber hecho bastante adjudicándole en 1828 el premio de la
Sociedad Geográfica. Y mientras él realizaba tan
maravilloso viaje, un inglés concebía la misma
empresa y la
intentaba con igual valor, aunque con menos fortuna. Se trata del
capitán Clapperton, el compañero de Denham. En 1829
entró en África por la costa oeste en el golfo de
Benin, siguió las huellas de Mungo-Park y de Laing,
encontró en Bussa los documentos relativos a la muerte del
primero y llegó el 20 de agosto a Sakatu, donde, tras
haber sido apresado, exhaló el último suspiro entre
los brazos de su fiel criado Richard Lander.

-¿Y qué fue de ese tal Lander?
-preguntó Joe con mucho interés.

-Consiguió llegar a la costa y regresar a Londres
con los papeles del capitán y una relación exacta
de su proplo viaje. Entonces ofreció sus servicios al
Gobierno para
completar el reconocimiento del Níger; incorporo a su
empresa a su hermano John, segundo hijo de una humilde familia de
Cornualles, y de 1829 a 1831 ambos bajaron por el río
desde Bussa hasta su desembocadura, describiendo el camino milla
a milla y aldea por aldea.

-Entonces, ¿esos dos hermanos se libraron de la
suerte común? -preguntó Kennedy.

-Sí, al menos en aquella exploración; pero
en 1833 Richard emprendió un tercer viaje al Níger
y murió de un balazo junto a la desembocadura del
río. Ya veis, pues, amigos mios, que el país que
atravesamos ha sido testigo de nobles sacrificios que con harta
frecuencia no han tenido más recompensa que la muerte.

XXXIX

El
país en el recodo del Níger. – Vista
fantástica de los

montes Hombori». – Kabar. –
Tombuctú. – Plano del

doctor Barth. – Decadencia. – A donde
el Cielo le

plazca

El doctor Fergusson quiso matar el tiempo en aquel
pesado día dando a sus compañeros mil detalles
acerca de la comarca que atravesaban. El terreno, bastante llano,
no presentaba ningún obstáculo para su marcha. La
única preocupación del doctor era el maldito viento
del noroeste, que soplaba furiosamente y le alejaba de la latitud
de Tombuctú.

El Níger, después de haber subido hasta
esta ciudad por la parte norte, crece hasta convertirse en un
inmenso chorro de agua y desemboca en el océano
Atlántico formando un ancho delta. En aquel recodo el
país es muy variado, distinguiéndose tan pronto por
una exuberante fertilidad como por una aridez extrema. Llanuras
incultas suceden a campos de maíz, que
son luego reemplazados por dilatados terrenos cubiertos de
retama. Todas las especies de aves acuáticas, el
pelícano, la cerceta, el martín pescador, habitan
las orillas de los torrentes y los márgenes de los
pantanos, formando numerosas bandadas.

De vez en cuando aparecía un campamento de
tuaregs, refugiados bajo sus tiendas de cuero, en
tanto que las mujeres se dedicaban a las faenas exteriores,
ordeñando los camellos, con sus pipas encendidas en la
boca.

Hacia las ocho de la tarde, el Victoria
había avanzado más de doscientas millas en dirección oeste, y los viajeros fueron
entonces testigos de un magnífico
espectáculo.

Algunos rayos de luna, abriéndose paso por una
hendidura de las nubes y deslizándose entre las gotas de
lluvia, bañaban las cordilleras del Hombori. Nada
más extraño que aquellas crestas de apariencia
basáltica. que se perfilaban formando fantásticas
siluetas en el sombrío cielo. Parecían las ruinas
legendarias de una inmensa ciudad de la Edad Media y
recordaban los bancos de hielo
de los mares glaciales, tal como en las noches oscuras se
presentan a la mirada atónita.

-He aquí una ciudad de Los Misterios de
Udolfo
-dijo el doctor-; Ann Radcllff no hubiera acertado a
describir estas montañas con un aspecto más
imponente.

-No me gustaría -respondió Joe- pasear
solo durante la noche por este país de fantasmas. Si
no pesase tanto, me llevaría todo este paisaje a Escocia.
Quedaría muy bien en las márgenes del lago Lomond y
atraería a muchos turistas.

-Nuestro globo no es lo bastante grande para satisfacer
tu capricho. Pero, me parece que nuestra dirección
varía. ¡Bueno! Los duendes de estos lugares son muy
amables; nos envían un vientecillo del sureste que nos
pondrá de nuevo en el buen camino.

En efecto, el Victoria se dirigía
más al norte, y el día 20 por la mañana
pasaba por encima de una inextricable red de canales, torrentes y
ríos, que constituían la encrucijada completa de
los afluentes del Níger. Algunos de aquellos canales,
cubiertos de una hierba espesa, parecían feraces praderas.
Allí encontró el doctor la ruta de Barth, cuando
éste embarcó para bajar por el río hasta
Tombuctú. El Níger, de unas ochocientas toesas de
ancho, corría allí entre dos orillas cubiertas de
crucíferas y tamarindos. Grupos de gacelas
triscadoras confundían sus retorcidos cuernos con las
altas hierbas, desde las cuales el caimán las acechaba
silencioso.

Largas recuas de asnos y camellos, cargados de
mercancías de Yenné, se adentraban en las frondosas
arboledas; al poco, en una revuelta del río
apareció un anfiteatro de casas bajas, en cuyas azoteas y
techos estaba acumulado todo el heno recogido en las comarcas
circundantes.

-He aquí Kabar -exclamó el doctor con
alegría-. Es el puerto de Tombuctú; la ciudad se
encuentra apenas a cinco millas de aquí.

-¿Está, pues, satisfecho, señor?
-preguntó Joe.

-Encantado, muchacho.

-Bueno, la cosa marcha.

En efecto, dos horas después la reina del
desierto, la misteriosa Tombuctú, que tuvo, como Atenas y
Roma, sus
escuelas de sabios y sus cátedras de filosofía, se
desplegó bajo las miradas de los viajeros.

Fergusson seguía los menores detalles en el plano
trazado por el propio Barth, y reconoció su gran
exactitud. La ciudad forma un enorme triángulo en una
inmensa llanura de arena blanca. La punta se dirige hacia el
norte y penetra en un extremo del desierto. ¡En los
alrededores, nada! Algunas gramíneas, algunas mimosas
enanas, algunos arbustos casi secos.

El aspecto de Tombuctú, a vista de pájaro,
es el de un amontonamiento de bolos y de dados. Las calles,
bastante estrechas, están bordeadas de casas de una sola
planta, edificadas con ladrillos cocidos al sol, y de chozas de
paja y cañas, cónicas o cuadradas. En las azoteas
se ven indolentemente tendidos a algunos habitantes, vestidos con
sus ropajes de colores chillones
y con la lanza o el mosquete en la mano. A aquellas horas no
aparece ni una mujer.

-Pero se dice que las mujeres son bellas
-añadió el doctor-. Mirad los tres minaretes de las
tres mezquitas, únicas que quedan de las muchas que
había. La ciudad ha perdido su antiguo esplendor. En el
vértice del triángulo se alza la mezquita de
Sankoro, con sus hileras de galerías sostenidas por arcos
de un diseño
bastante puro. Más lejos, junto al cuartel de Sane-Gungu,
se ve la mezquita de Sid-Yahia y algunas casas de dos pisos. No
busquéis ni palacios ni monumentos. El jeque es un simple
traficante, y su morada real, un lugar de comercio.

-Me parece ver murallas medio derribadas -dijo
Kennedy.

-Fueron destruidas por los fuhlahs en 1826, entonces la
ciudad era una tercera parte mayor, pues Tombuctú, objeto
de codicia general desde el siglo XI ha pertenecido sucesivamente
a los tuaregs, los kaurayanos, los marroquíes y los
fellatahs. Pero este gran centro de civilización, en que
un sabio como Ahmed-Baba poseía en el siglo XVI una
biblioteca de mil
seiscientos manuscritos, no es hoy más que un almacén de
comercio de África central.

La ciudad, en efecto, parecía sumida en una gran
incuria. Acusaba la desidia epidénúca de las
ciudades condenadas a desaparecer. Enormes cantidades de
escombros se amontonaban en los arrabales y formaban, con la
colina del mercado, los
únicos accidentes del
terreno.

Al pasar el Victoria se produjo cierto revuelo e
incluso se oyó toque de tambores, pero el último
sabio de la localidad apenas tuvo tiempo de observar aquel nuevo
fenómeno. Los viajeros, empujados por el viento del
desierto, volvieron a seguir el curso sinuoso del río, y
muy pronto Tombuctú no fue más que uno de los
fugaces recuerdos del viaje.

-Y ahora -dijo el doctor-, que el Cielo nos conduzca a
donde le plazca.

-¡Con tal de que sea al oeste! -replicó
Kennedy.

-¡Bah! -exclamó Joe-. No me
asustaría aunque se tratase de volver a Zanzibar por el
mismo camino o de atravesar el océano hasta América.

-No podríamos, Joe.

-¿Qué nos falta para ello?

-Gas, Joe. La fuerza
ascensional del globo disminuye sensiblemente, y tendremos que
llevar mucho cuidado para conseguir que nos lleve hasta la costa.
Voy a verme obligado a echar lastre. Pesamos
demasiado.

-He aquí las consecuencias de no hacer nada,
señor. Tendidos todo el día como unos haraganes,
engordamos excesivamente y así no hay globo que pueda
sostenernos. A la vuelta de nuestro viaje, que es un viaje de
perezosos, nos encontrarán horriblemente
obesos.

-Tus reflexiones, Joe, son dignas de ti
-respondió el cazador-. Pero espera hasta el final.
¿Sabes acaso lo que el Cielo nos reserva? Estamos
aún lejos del término de nuestro viaje. ¿A
qué parte de la costa de África crees que
llegaremos, Samuel?

-No puedo decírtelo, Dick; estamos a merced de
vientos muy variables.
Pero, en fin, me daré por muy dichoso si llego entre
Sierra Leona y Portendick, donde hay cierta extensión de
tierra donde encontraremos amigos.

-Y tendremos mucho gusto en estrecharles la mano. Pero
¿seguimos al menos el rumbo apetecido?

-No enteramente, Dick; mira la brújula y
verás que nos dirigimos al sur y remontamos el
Níger hacia sus fuentes.

-¡Buena ocasión para descubrirlas
-respondió Joe-, si no estuviesen ya descubiertas! Pero
¿no podríamos encontrar otras?

-No, Joe. Pero, tranquilízate; espero no llegar
hasta allí.

A la caída de la tarde, el doctor echó los
últimos sacos de lastre. El Victoria se
elevó, pero el soplete, aunque funcionaba con toda la
llama, apenas podía mantenerlo. Se hallaba entonces
sesenta millas al sur de Tombuctú, y al día
siguiente los viajeros amanecieron sobre las orillas del
Níger, no lejos del lago Debo.

XL

Zozobra del doctor Fergusson. – Dirección
persistente

hacia el sur. – Una nube de langostas.
– Vista de

Yenné. – Vista de Sego. –
Variación del viento. –

Sentimientos de Joe

En aquel sitio el lecho del río estaba dividido
por grandes islotes en estrechos brazos de una corriente muy
rápida. En uno de aquéllos se alzaban algunas
chozas de pastores, pero la velocidad del
Victoria, que iba en progresivo aumento, no
permitió realizar un examen exhaustivo. Desgraciadamente
el globo se inclinaba todavía más hacia el sur, y
en unos instantes cruzó el lago Debo.

]Fergusson buscó a diferentes alturas, forzando
extraordinariamente su dilatación, otras corrientes
atmosféricas, pero infructuosamente, por lo que pronto
abandonó una maniobra que aumentaba la pérdida de
gas, comprimiendolo contra las fatigadas paredes del
aeróstato.

Estaba muy inquieto, pero no manifestó su zozobra
a sus compañeros. La obstinacion con que el viento lo
empujaba hacia la parte meridional de África desbarataba
sus cálculos. No sabía a que recurrir para salir de
apuros. Si no llegaba a territorio inglés o
francés, ¿qué sería de él y de
sus compañeros entre los bárbaros que infestaban
las costas de Guinea? ¿Cómo aguardarían en
ellas un buque para regresar a Inglaterra? Y la dirección
actual del viento los lanzaba al reino de Dahomey, una de las
tribus más salvajes, a merced de un rey que en las fiestas
públicas sacrificaba millares de víctimas humanas.
Allí su perdición era irremisible.

Por otra parte, el globo perdía gas visiblemente,
y el doctor veía acercarse el momento en que sería
de todo punto inservible. Sin embargo, viendo que el tiempo se
despejaba un poco, abrigaba la esperanza de que después de
la lluvia sobrevendría alguna variación en las
corrientes atmosféricas.

Pero volvió a tomar conciencia de su
crítica
situación al oír la siguiente exclamación de
Joe:

-¡Frescos estamos! Va a arreciar la lluvia, y
ahora diluviará, a juzgar por el nubarrón que se
acerca a pasos agigantados.

-¡Otro nubarrón! -dijo
Fergusson.

-¡Y no pequeño! -repuso Kennedy.

-Como no he visto otro -comentó Joe.

-¡Qué alivio! -dijo el doctor, dejando el
anteojo-. No es un nubarrón.

-¿Cómo que no? -exclamó
Joe.

-¡No! ¡Es una nube!

-Pues eso es lo que decimos.

-Pero una nube de langostas.

~¡De langostas!

-Como lo oyes. Millones de langostas pasarán
sobre estas tierras como una tromba, y desgraciada será la
comarca que sirva de teatro a sus
devastaciones.

-Quisiera ver eso.

-Lo vas a ver, Joe -dijo el doctor-. Dentro de diez
minutos, esa nube nos alcanzará y juzgarás por ti
mismo.

Fergusson no mentía. Aquella nube espesa, opaca,
de varias millas de extensión, llegaba con un ruido
atronador, proyectando en la tierra su
inmensa sombra. Era una innumerable legión de esas
langostas a las que se da el nombre de caballejos. A cien pasos
del Victoria, se precipitaron sobre un territorio
alfombrado de verdor; un cuarto de hora después, la masa
reemprendía el vuelo y los viajeros aún
podían distinguir de lejos los árboles desprovistos
de hojas y las praderas convertidas en rastrojos.
Hubiérase dicho que un repentino invierno había
sumido la campiña en la esterilidad más
completa.

-¿Qué te ha parecido, Joe?

-Una cosa muy curiosa, señor, pero muy natural.
Lo que haría en pequeño una langosta, lo hacen en
grande millones de ellas.

-¡Espantosa lluvia! -exclamó el cazador-.
¡Y más devastadora que el granizo!

-Y de la cual no es posible preservarse
-respondió Fergusson-. Alguna vez, los campesinos han
tenido la idea de incendiar los bosques y hasta las mieses para
detener el vuelo de tan voraces insectos; pero las primeras
filas, precipitándose sobre las llamas, las apagaban bajo
su enorme mole, y el resto de la columna pasaba inexorablemente.
Por suerte, en estas comarcas se encuentra cierta
compensación de sus estragos, pues los indígenas
recogen un número inmenso de langostas, que son para ellos
un bocado delicado y exquisito.

-Son los cangrejos del aire -dijo Joe-,
y siento no haberlos podido probar, pues me gusta
instruirme.

Al anochecer, los viajeros llegaron a comarcas
más pantanosas. Sucedieron a los bosques grupos de
árboles aislados, y en las márgenes del río
se distinguían algunas plantaciones de tabaco y terrenos
anegados cubiertos de forraje. En una extensa isla
apareció entonces la ciudad de Yenné, con las dos
torres de su mezquita de tierra y el olor infecto que emana de
millones de nidos de golondrinas acumulados en sus paredes.
Algunas copas de baobabs, mimosas y palmeras descollaban entre
las casas; incluso durante la noche, la actividad de la
población parecía muy grande. Yenné es, en
efecto, una ciudad muy comercial, y abastece casi exclusivamente
a Tombuctú, a donde llegan, con los diversos productos de
su industria, sus
barcas por el río y sus caravanas por caminos
sombreados.

-Si no temiera prolongar nuestro viaje -dijo el doctor-,
habríamos descendido a la ciudad, donde sin duda
hubiéramos encontrado a más de un árabe que
ha viajado por Francia o Inglaterra, y que conoce nuestro tipo de
locomoción. Pero no sería prudente en las
circunstancias en que nos hallamos.

-Aplacemos la visita para nuestra próxima
excursión -dijo Joe, riendo.

-Ademas, amigos mios, si no me equivoco, el viento
presenta una ligera tendencia a soplar hacia el este, y no
debemos desperdiciar una ocasión semejante.

El doctor arrojó algunos objetos que ya no les
eran utiles; botellas vacías y una caja que había
contenido carne; asi consiguió mantener el Victoria
en una zona más favorable a sus proyectos. A las
cuatro de la mañana, los primeros rayos de sol
bañaron Sego, la capital de Bambara, fácil de
reconocer por las cuatro ciudades que la componen, por sus
mezquitas moriscas y por el incesante ir y venir de barcas que
trasladan a los habitantes de un barrio a otro. Pero los viajeros
ni vieron ni fueron vistos, pues volaban con rapidez y
directamente hacia el noroeste, y las inquietudes del doctor se
calmaban poco a poco.

-Dos días más en esta dirección y a
esta velocidad, y alcanzaremos el río Senegal.

-¿Y nos hallaremos en país amigo?
-preguntó el cazador.

-Todavía no; pero, si el Victoria nos
fallase, desde allí podríamos llegar a territorio
francés. Sin embargo, lo que debemos desear es que el
globo tire algunos centenares más de millas, y sin fatiga,
zozobras ni peligros llegaremos a la costa occidental.

-¡Y todo habrá acabado! -dijo Joe-.
¡Qué pena! Si no fuese por las ganas que tengo de
contarlo, no quisiera bajar nunca de la barquilla. Señor,
¿cree que se dará crédito
a nuestros relatos?

-¡Quién sabe, Joe! Pero, en fin, siempre
habrá un hecho incontestable: Miles de testigos nos
habrán visto salir de una costa de África, y miles
de testigos nos veran llegar a la otra costa.

-En este caso -intervino Kennedy-, no se podrá
negar que la hemos atravesado.

-¡Ah, señor Samuel! -añadió
Joe, suspirando-. Más de una vez echaré de menos
mis pedruscos de oro macizo. Habrían dado consistencia a
nuestras historias y verosimilitud a nuestros relatos. A grano de
oro por oyente, habría reunido a un escogido
público para oírme y hasta para admirar.

XLI

Las
proximidades del Senegal. – El
Victoria
continúa

bajando. – Se sigue echando lastre sin
parar. – El

morabito Al-Hadjí. – Los
señores Pascal, Vincent
y

Lambert. – Un rival de Mahoma. – Las
montañas

difíciles. – Las armas de Kennedy.
– Una maniobra de

Joe. – Alto sobre un
bosque

El 27 de mayo, hacia las nueve de la mañana, el
terreno se presentó bajo un nuevo aspecto. Las extensas
pendientes se transformaban en colinas que hacían
presagiar montanas proximas. Había que traspasar la
cordillera que separa la cuenca del Níger de la del
Senegal y determina la dirección de las aguas, o bien al
golfo de Guinea, o bien a la bahía de Cabo
Verde.

Aquella parte de África, hasta el Senegal, es
peligrosa. El doctor Fergusson lo sabía por las
narraciones de sus predecesores, que habían sufrido mil
privaciones y arrostrado mil peligros entre aquellos negros
bárbaros. Aquel clima funesto
acabó con la mayor parte de los companeros de Mungo-Park.
Fergusson estaba, pues, más decidido que nunca a no poner
los pies en aquella comarca inhospitalaria.

Pero no tuvo un momento de sosiego. El Victoria
bajaba sensiblemente, y fue preciso arrojar multitud de objetos
más o menos útiles, sobre todo en el momento de
salvar el pico o cresta de un cerro. Y así anduvieron por
espacio de más de ciento veinte millas, sin parar de subir
y bajar; el globo, nuevo peñasco de Sísifo,
descendía incesantemente; las formas del aeróstato,
poco hinchado, se alargaban, y el viento formaba bolsas en sus
paredes.

Kennedy no pudo evitar comentario.

-¿Tiene el globo alguna fisura?
-preguntó.

-No -respondió el doctor-; pero sin duda, con el
calor, la gutapercha se ha reblandecido o derretido, y el
hidrógeno se escapa por el tejido del
tafetán.

-¿Y cómo impedir que se escape?

-De ninguna manera. No podemos hacer más que
aligerar peso; arrojemos fuera de la barquilla cuanto podamos
arrojar.

-Pero ¿qué hemos de arrojar?
-preguntó el cazador, recorriendo con su mirada la
barquilla, ya muy desprovista.

-Desprendámonos de la tienda que pesa
bastante.

Joe, que era a quien incumbía esta orden,
subió encima del círculo que reunía las
cuerdas de la red y desde allí pudo fácilmente
desatar las gruesas cortinas de las tiendas y echarlas
abajo.

-Esto hará feliz a una tribu entera de negros
-dijo-. Hay aquí tela para vestir a mil indígenas,
pues ya se sabe cuán ahorrativos son en materia de
trajes.

El globo se había elevado algo, pero enseguida
resultó evidente que no perdía su tendencia a
descender.

-Bajemos -dijo Kennedy- y veamos qué se puede
hacer con la envoltura.

-Te lo repito, Dick, aquí no hay medio de
repararla.

-¿Cómo nos las arreglaremos,
pues?

-Sacrificaremos todo lo que no sea absolutamente
indispensable. Quiero evitar a toda costa un alto en estos
sitios. Los bosques sobre los cuales pasamos en este momento,
tocando casi la copa de los árboles, no tienen nada de
seguros.

-¿Hay leones? ¿Hay hienas?
-preguntó Joe con desprecio.

-Hay algo peor, Joe: hombres, y de los más
crueles que viven en África.

-¿Cómo se sabe?

-Por los viajeros que nos han precedido. Además,
los franceses, que ocupan la colonia de Senegal, han tenido
necesariamente que ponerse en relación con las tribus
circundantes; bajo el mando del coronel Faldherbe, se han
practicado reconocimientos tierra adentro, y los señores
Pascal, Vincent y Lambert han traído de sus expediciones
documentos preciosos. Han explorado estas comarcas formadas por
el recodo del Senegal, en las cuales la guerra y el
saqueo no han dejado más que ruinas.

-Pero algún origen tendrá esta guerra
devastadora -dijo el cazador.

-Sí, lo tiene. En 1854 un morabito del Futa
senegalés, Al-Hadjí, declarándose inspirado
como Mahoma, incitó a todas las tribus a la guerra contra
los infieles, es decir, contra los europeos. Llevó la
destrucción y la ruina entre el río Senegal y su
afluente el Falemé. Tres hordas de fanáticos
capitaneados por él recorrieron el país matando y
saqueando, sin que se librase de su furor ni una sola aldea, ni
una sola cabaña. Invadieron luego el valle del
Níger, hasta la ciudad de Sego, que estuvo mucho tiempo
amenazada. En 1857 se dirigieron mas al norte y atacaron el
fuerte de Medina, construido por los franceses en las
márgenes del río. Aquel establecimiento fue
heroicamente defendido por Paul Holl, el cual resistió
varios meses sin viveres y casi sin municiones, hasta que
llegó en su auxilio el coronel Faidherbe. Al-Hadji y sus
hordas volvieron entonces a pasar el Senegal y regresaron al
territorio de Kaarta, donde continuaron sus rapiñas y
asesinatos. Pues bien, estas comarcas en las que nos hallamos son
precisamente la guarida donde se han refugiado los bandidos, y os
aseguro que no sería nada conveniente caer en sus
manos.

-No caeremos -dijo Joe-, aunque para elevar el
Victoría tengamos que sacrificar hasta nuestros
zapatos.

-No estamos lejos del río -dijo el doctor-; pero
me temo que nuestro globo no podrá llevarnos más
allá.

-Lleguemos a la orilla -replicó el cazador- y eso
habremos ganado.

-Es precisamente lo que intentamos hacer -dijo el
doctor-. Pero me inquieta una cosa.

-¿ Cuál?

~Tendremos que salvar montañas, y
resultará muy difícil, ya que no puedo aumentar la
fuerza ascensional del aeróstato ni siquiera, produciendo
el mayor calor posible.

-Aguardemos a ver qué ocurre -dijo
Kennedy.

-¡Pobre Victon'a! -exclamó Joe-. Le he
tomado el mismo cariño que un marino a su buque, y me
separaré de él con pesar. Ya sé que no es lo
que era cuando emprendimos el viaje, pero, aun así, no
debemos criticarlo. Nos ha prestado grandes servicios, y me
romperá el corazón
abandonarlo.

-Tranquilízate, Joe; si lo abandonamos, sera a
pesar nuestro. Nos servirá hasta que se halle extenuado.
Sólo le pido que se mantenga otras veinticuatro
horas.

-Se agota -dijo Joe, contemplándolo-, flaquea, se
le va la vida. ¡Pobre globo!

-Si no me equivoco -intervino Kennedy-, tenemos en el
horizonte las montañas de que hablabas, Samuel.

-En efecto -dijo el doctor, después de
examinarlas con su anteojo-. Muy altas me parecen; mucho nos ha
de costar atravesarlas.

-¿No las podríamos evitar?

-Me parece que no, Dick -dijo Fergusson-. ¿No ves
el inmenso espacio que ocupan? ¡Casi la mitad del
horizonte!

-Y diríase que nos cercan -añadió
Joe-; avanzan por los dos extremos.

-Es absolutamente indispensable pasar por
encima.

Aquellos obstáculos tan peligrosos
parecían acercarse con extrema rapidez, o, mejor dicho, el
viento que era muy fuerte, precipitaba al Victoria hacia
los agudos picos. Era preciso elevarse a toda costa; de lo
contrario, se estrellarían.

-Vaciemos la caja de agua -dijo Fergusson-. Conservemos
tan sólo el líquido estrictarriente necesario para
un día.

-¡Ya está! -dijo Joe.

-¿Sube ahora el globo? -preguntó
Kennedy.

-Algo, unos cincuenta pies -respondió el doctor,
que no apartaba la vista del barómetro-. Pero no es
suficiente.

Parecía, en efecto, que las altas cumbres
salían al encuentro de los viajeros para precipitarse
contra ellos. Éstos se hallaban muy lejos de dominarlas;
todavía les faltaban más de quinientos pies.
También arrojaron la provisión de agua del soplete,
de la cual no se conservaron más que algunas pintas; pero
todavía no fue suficiente.

-Y sin embargo, hemos de pasar -dijo el
doctor.

-Echemos las cajas, ya que las hemos vaciado -dijo
Kennedy.

-Echémoslas.

-¡Ya está! -gritó Joe-.
¡Qué triste es desaparecer trozo a trozo!

-¡Oye, Joe! ¡Guárdate de repetir el
sacrificio del otro día! Suceda lo que suceda,
júrame no separarte de nosotros.

-Tranquilícese, señor, no nos
separaremos.

El Victoria había subido unas veinte
toesas más, pero la cresta de la montaña
seguía dominándolo. Era una cresta recta que
terminaba en una verdadera muralla escarpada, y se hallaba
aún más de doscientos pies encima de los
viajeros.

«Dentro de diez minutos -se dijo el doctor-,
nuestra barquilla se habrá estrellado contra las rocas si no
logramos elevarnos lo suficiente.»

-¿Qué hacemos, señor?
-preguntó Joe.

-Guarda sólo la provisión de
pemmican y arroja toda la carne, que es lo que más
pesa.

El globo se desprendió de otras cincuenta libras
de peso y se elevó muy sensiblemente, lo que de nada le
servía si no conseguía situarse sobre la
línea de montañas. La situación era
espantosa. El Victoria corría con una rapidez suma
e iba a hacerse trizas. El choque no podía dejar de ser
terrible.

El doctor registró la barquilla con la
mirada.

Estaba prácticamente vacía.

-¡Por si acaso, Dick, disponte a sacrificar tus
armas!

-¡Sacrificar mis armas! -respondió el
cazador, conmovido.

-Amigo Dick, no te lo pediría si no fuese
necesario.

-¡Samuel! ¡Samuel!

-¡Tus armas y tus municiones pueden costarnos la
vida!

-¡Nos acercamos! -exclamó Joe-. ¡Nos
acercamos!

¡Diez toesas! La montaña todavía
superaba al Victoria en diez toesas.

Joe cogió las mantas y las tiró; y, sin
decir una palabra a Kennedy, tiró también algunos
paquetes de balas y perdigones.

El globo subió, traspasó la peligrosa
cumbre, y los rayos del sol bañaron su polo superior. Pero
la barquilla se hallaba aún a una altura algo inferior a
la de los peñascos, contra los cuales iba inevitablemente
a estrellarse.

-¡Kennedy! ¡Kennedy! -exclamó el
doctor~. ¡Arroja tus armas o estamos perdidos!

-¡Aguarde, señor Dick! -dijo Joe-.
¡Aguarde un momento!

Y Kennedy, al volverse, le vio desaparecer fuera de la
barquilla.

-¡Joe! ¡Joe! -gritó.

-¡Desgraciado! -exclamó el
doctor.

En aquel punto la cresta de la montaña
tenía unos trescientos pies de ancho, y por el otro lado
la pendiente presentaba menos declive. La barquilla llegó
justo al nivel de aquella meseta bastante lisa y se
deslizó por un terreno compuesto de puntiagudos guijarros
que rechinaban'con el roce.

-¡Pasamos! ¡Pasamos! ¡Hemos pasado!
-gritó una voz que hizo palpitar el corazón de
Fergusson.

El intrépido muchacho se agarraba con las manos
al borde inferior de la barquilla y corría por la cresta
para aligerar al globo de la totalidad de su peso,
viéndose obligado a sujetarlo con fuerza porque
tendía a escapársele.

Cuando hubo llegado a la ladera opuesta y ante sus ojos
se presentó el abismo, Joe, mediante un enérgico
juego de
muñecas, se levantó y, agarrándose de las
cuerdas, subió al lado de sus companeros.

-Nada más difícil que lo que acabo de
hacer -dijo.

-¡Valiente Joe! ¡Amigo mío! -dijo el
doctor con efusión.

-¡Oh! Lo que he hecho -respondió Joe- no ha
sido por ustedes, sino por la carabina del señor Dick. Se
lo debía desde el asunto del árabe y me gusta pagar
mis deudas. Ahora estamos en paz -añadió,
presentando al cazador su arma predilecta-. Me hubiera conmovido
demasiado verle separarse de ella.

Kennedy le dio un vigoroso apretón de manos sin
pronunciar una palabra.

El Victoria ya no tenía más que bajar, lo
que le era fácil; muy pronto se encontró a
doscientos pies del suelo y entonces
recuperó el equilibrio. El
terreno presentaba numerosos accidentes muy difíciles de
evitar durante la noche con un globo que ya no obedecía.
Estaba oscureciendo con gran rapidez y, pese a sus reticencias,
el doctor tuvo que resignarse a hacer un alto hasta el día
siguiente.

-Vamos a buscar un lugar favorable para detenernos
-dijo.

-¡Ah! ¿Te decides al fin? -respondió
Kennedy.

-Sí, he meditado detenidamente un proyecto que
vamos a poner en práctica. No son más que las seis
de la tarde; tendremos tiempo. Echa las anclas, Joe.

Joe obedeció, y las dos anclas quedaron colgando
debajo de la barquilla.

-Distingo inmensos bosques -dijo el doctor-. Iremos por
encima de las copas de sus árboles y nos agarraremos de
alguna. Por nada de este mundo consentiría en pasar la
noche en tierra.

-¿Podremos bajar? -preguntó
Kennedy.

-¿Para qué? Os repito que sería
peligroso separarnos. Además, reclamo vuestra ayuda para
un trabajo
difícil.

El Victoria, que rozaba la verde bóveda de
inmensos bosques, no tardó en detenerse bruscamente; sus
anclas habían quedado enganchadas. El viento cesó
entrada ya la noche, y el globo permaneció casi
inmóvil encima de un interminable campo de verdor formado
por las copas de un bosque de sicomoros.

XLII

Combate de generosidad. – último sacrificio.
– El

aparato de dilatación. –
Destreza de Joe. –

Medianoche. – La guardia del doctor. –
La guardia de

Kennedy. – Dick se duerme. – El
incendio. – Los gritos.

– Fuera de alcance

El doctor Fergusson determinó su posición
por la altura de las estrellas; se encontraban a veinticinco
millas escasas del Senegal.

-Todo lo que podemos hacer, amigos míos
-declaró, después de examinar el mapa-, es pasar el
río; pero como en él no hay ni puentes ni barcas,
lo hemos de cruzar en globo a toda costa, y al efecto debemos
aligerarlo aún más.

-Pues no sé cómo lo haremos
-replicó el cazador, que temía por sus armas-, a no
ser que uno de nosotros se decida a sacrificarse, a quedarse
atrás… Y, en esta ocasión, yo reclamo esa
gloria.

-¡De ninguna manera! -protestó Joe-.
¿No tengo yo acaso la costumbre … ?

-No se trata de echarse, amigo mio -aclaró el
cazador-, sino de alcanzar a pie la costa de África, y yo
soy buen andarín.

-¡No lo consentiré jamás!
-replicó Joe.

-Vuestro combate de generosidad es inútil, mis
buenos amigos -intervino Fergusson-; espero que no lleguemos a
tal extremo, y en el caso de llegar a él, lejos de
separarnos, permaneceríamos juntos para atravesar el
pais.

-Eso es lo mejor -dijo Joe-. Un paseíto no nos
vendría mal.

-Pero, antes -repuso el doctor-, echaremos mano de un
último medio para aligerar nuestro
Victoria.

-¿Cuál? -preguntó Kennedy-. Estoy
en ascuas deseando conocerlo.

-Debemos desprendernos de las cajas del soplete, de la
pila de Bunsen y del serpentín que nos obligan a arrastrar
por los aires novecientas libras.

-Pero, Samuel, ¿cómo obtendrás
luego la dilatación del gas?

-De ninguna manera; nos las arreglaremos sin
ella.

-Pero…

-Oídme, amigos: he calculado muy exactamente lo
que nos queda de fuerza ascensional, y es suficiente para
transportarnos a los tres con los pocos objetos que llevamos. No
pesaremos más de quinientas libras, incluidas las anclas,
que tengo interés en conservar.

-Amigo Samuel -respondió el cazador-, tú,
más competente que nosotros en la materia, eres el
único juez de la situación; dinos lo que hemos de
hacer y lo haremos.

-A sus órdenes, señor.

-Os repito, amigos míos, que aunque reconozco la
gravedad de la determinación, hemos de sacrificar nuestro
aparato.

-¡Sacrifiquémoslo! -replicó
Kennedy.

-¡Manos a la obra! -dijo Joe.

La operación presentó numerosas
dificultades. Fue preciso desmontar el aparato pieza por pieza.
Primero quitaron la caja de mezcla, después la del soplete
y por último la caja donde se operaba la
descomposición del agua. Se necesitó la fuerza
reunida de los tres viajeros para arrancar los recipientes del
fondo de la barquilla, donde se hallaban incrustados; pero
Kennedy era tan fuerte, Joe tan diestro y Samuel tan ingenioso
que vencieron todas las dificultades. Las diversas piezas fueron
sucesivamente arrojadas, y desaparecieron abriendo grandes
agujeros en el follaje de los sicomoros.

-Los negros se quedarán muy asombrados -dijo Joe-
al encontrar en los bosques semejantes objetos. Capaces
serán de convertirlos en ídolos.

A continuación tuvieron que ocuparse de los tubos
metidos en el globo y que pasaban por el serpentín. Joe
consiguió cortar, a unos pies por encima de la barquilla,
las articulaciones de
caucho; en
cuanto a los tubos, hubo mayor dificultad, porque se hallaban
retenidos por su extremo superior y sujetos con alambres al
círculo mismo de la válvula. Fue entonces cuando
Joe demostró una agilidad maravillosa. Descalzo, para no
romper la envoltura, con ayuda de la red y a pesar de las
oscilaciones, logró encaramarse hasta la cima exterior del
aeróstato, y allí, después de mil
dificultades, agarrándose con una mano a aquella
superficie resbaladiza, desatornilló las tuercas
exteriores que sujetaban los tubos. Éstos se desprendieron
entonces fácilmente y fueron retirados a través del
apéndice inferior, que fue herméticamente cerrado
por medio de una fuerte ligadura.

El Victoria, libre de aquel peso considerable, se
elevó y tensó enormemente la cuerda del
ancla.

A medianoche quedaron felizmente terminados aquellos
trabajos, que resultaron muy fatigosos. Los viajeros cenaron
rápidamente un poco de pemmican y de grog
frío, pues el doctor ya no tenía calor para ponerlo
a disposición de Joe.

Además, éste y Kennedy estaban
rendidos.

-Acostaos y dormid, amigos míos -dijo Fergusson-,
yo haré la primera guardia. A las dos despertaré a
Kennedy; a las cuatro, Kennedy despertará a Joe; a las
seis partiremos, ¡y que el Cielo siga velando por nosotros
durante esta última jornada!

Los dos compañeros del doctor, sin hacerse de
rogar, se tumbaron al fondo de la barquilla y se sumieron
enseguida en un profundo sueño.

La noche era apacible. Algunas nubes velaban de vez en
cuando el último cuarto de luna, cuyos rayos indecisos
disipaban muy ligeramente la oscuridad. Fergusson, acodado miraba
a su alrededor. Vigilaba con atención la sombría
cortina de follaje que se extendía bajo sus pies sin dejar
ver el suelo. El menor ruido le parecía sospechoso, y
procuraba explicarse hasta el más leve temblor de las
hojas.

Se hallaba en esa disposición de ánimo que
la soledad vuelve más sensible aún, y durante la
cual vagos terrores asaltan el cerebro. Al final
de un viaje semejante, después de haber vencido tantos
obstáculos, en el momento de conseguir el objetivo, los
temores son más vivos, las emociones
más fuertes, y el punto de llegada parece huir ante los
ojos.

Por otra parte, la situación no era para
tranquilizar a nadie, en un país bárbaro, y con un
medio de transporte
que, en definitiva, podía fallar de un momento a otro. El
doctor ya no contaba con el globo de una manera absoluta;
había pasado el tiempo en que maniobraba con audacia
porque estaba seguro de
él.

Bajo estas impresiones, el doctor creyó percibir
unos rumores indeterminados en aquellos inmensos bosques, incluso
creyó ver brillar una llama entre los árboles.
Miró con atención y enfocó su anteojo de
noche en esa dirección; pero fue incapaz de distinguir
nada, y hasta pareció que el silencio se había
hecho más profundo.

Sin duda Fergusson había experimentado una
alucinación. Escuchó sin sorprender el menor ruido
y, habiendo transcurrido el tiempo de su guardia, despertó
a Kennedy, le recomendó que vigilara con muchísima
atención y se acostó al lado de Joe, que
dormía a pierna suelta.

Kennedy encendió tranquilamente su pipa, se
restregó los ojos, que le costaba mucho mantener abiertos,
apoyó los codos en un rincón y empezó a
fumar vigorosamente para disipar el sueño.

El silencio más absoluto reinaba a su alrededor.
Un viento suave agitaba la cima de los árboles y
mecía suavemente la barquilla, invitando al cazador a un
sueño que le invadía a su pesar. Quiso resistirse a
él, abrió varias veces los párpados,
abismó en las tinieblas de la noche algunas de esas
miradas que no ven y, al final, sucumbiendo a la fatiga, se
quedó dormido.

¿Cuánto tiempo permaneció sumido en
aquel estado de
inercia? Lo único que pudo decir fue que le
despertó un chisporroteo inesperado.

Se restregó los ojos y se puso en pie. Un calor
insoportable llegaba a su rostro. El bosque estaba
ardiendo.

-¡Fuego! ¡Fuego! -exclamó, sin
comprender lo que pasaba.

Sus dos compañeros se levantaron.

-¿Qué es eso? -preguntó
Samuel.

-¡Un incendio! -exclamó Joe-. Pero
¿quién puede … ?

En aquel momento se oyeron gritos debajo del follaje,
violentamente iluminado.

-¡Los salvajes! -exclamó Joe-. ¡Han
prenddo fuego al bosque para estar seguros de
quemarnos!

-¡Los talibas! ¡Los morabitos de
Al-Hadjíl -dijo el doctor.

Un círculo de fuego rodeaba al Victoria.
Los chasquidos de los troncos secos se mezclaban con los gemidos
de las ramas verdes. Los bejucos, las hojas, todas las partes
vivas de aquella vegetación exuberante se retorcían
envueltas en el elemento destructor. La mirada se perdía
en un océano en llamas; los grandes árboles
destacaban en negro en la inmensa fragua, con las ramas cubiertas
de ascuas; el inflamado conjunto se reflejaba en las nubes, y los
viajeros creyeron hallarse encerrados en una esfera de
fuego.

-¡Huyamos! -exclamó Kennedy~. ¡A
tierra! ¡Es nuestra única posibilidad de
salvación!

Pero Fergusson lo detuvo con mano firme y,
precipitándose hacia la cuerda del ancla, la cortó
de un hachazo. Las llamas, prolongándose hacia el globo,
lamían ya sus iluminadas paredes; pero el Victona, libre
de sus ataduras, se elevó más de mil
pies.

Espantosos gritos resonaron en el bosque,
acompañados de violentas detonaciones de armas de fuego.
El globo, atrapado por una corriente que se levantaba con el
día, puso rumbo al oeste.

Eran las cuatro de la mañana.

XLIII

Los
talibas. – La persecución. – Un país devastado.

Viento moderado. – El Victoria
baja. – Las últimas provisiones. – Los saltos del
Victoria. – Defensa a tiros.

El viento refresca. – El río
Senegal. – Las cataratas de Gouina. – El aire caliente. –
Travesía del río

-Si ayer por la noche no hubiésemos tomado la
precaución de aligerar peso -dijo el doctor-, a estas
horas estaríamos irremisiblemente perdidos.

-Por eso es bueno hacer las cosas a tiempo -repuso Joe-.
Gracias a eso nos hemos salvado, y es muy natural.

-No estamos fuera de peligro -replicó
Fergusson.

-¿Qué temes? -preguntó Dick-. El
Victoria no puede descender sin tu permiso, y aun cuando
descendiera…

-¡Como descendiese … ! ¡Mira,
Dick!

Los viajeros acababan de trasponer el lindero del
bosque, y vieron a unos treinta jinetes vestidos con
pantalón ancho y albornoz ondeante. Unos armados con
lanzas y otros con espingardas, seguían al trote, a lomos
de sus caballos vivos y ardientes, la dirección del
Victoria, que avanzaba a una velocidad
moderada.

Al ver a los viajeros prorrumpieron en gritos salvajes,
blandiendo sus armas. La cólera
y la amenaza se leían en sus semblantes morenos, cuya
ferocidad acentuaba una barba escasa pero erizada. Atravesaban
con facilidad las mesetas bajas y las suaves colinas que
descienden al Senegal.

-¡Son ellos! -dijo el doctor-. ¡Los crueles
talibas, los feroces morabitos de Al-Hadjí!
Preferiría hallarme en el bosque rodeado de fieras, que
caer en manos de tan inmundos bandidos.

-Su aspecto no es tranquilizador -dijo Kennedy~.
¡Y se les ve muy fornidos!

-Afortunadamente -dijo Joe-, son bestias de una especie
que no vuela; al menos es un consuelo.

-¡Mirad esas aldeas en ruinas y esas chozas
reducidas a cenizas! -dijo Fergusson-. Es obra de ellos; la
aridez y la devastación marcan las huellas de su
paso.

-Pero no pueden alcanzarnos -replicó Kennedy-. Si
logramos poner el río entre ellos y nosotros, estaremos
completamente seguros.

-Dices bien, Dick; pero para eso es preciso no caer
-respondió el doctor, mirando el
barómetro.

-Por si acaso, Joe -repuso Kennedy-, no estaría
de mas preparar las armas.

-Eso no puede perjudicarnos, señor Dick; ha sido
una suerte no haberlas sembrado por el camino.

-¡Mi carabina! –exclamó el cazador-.
Espero no separarme nunca de ella.

Y Kennedy la cargó con el mayor cuidado. Le
quedaba aún pólvora y balas suficientes.

-¿A qué altura nos mantenemos?
-preguntó el cazador.

-A unos setecientos cincuenta pies. Pero ya no tenemos
la posibilidad de buscar corrientes favorables subiendo o
bajando; nos hallamos a merced del globo.

-Lo cual es un grave inconveniente -repuso Kennedy-. El
viento es bastante flojo; si hubiéramos encontrado un
huracán como el de otros días, ya habriamos perdido
de vista a esos infames bandidos.

-Esos malditos -dijo Joe- nos siguen sin ninguna
dificultad, al trote. ¡Un auténtico
paseo!

-Si los tuviésemos a tiro -dijo el cazador-, me
divertiría derribándolos a todos uno tras
otro.

-¡Buena la haríamos! -respondió
Fergusson-. Si los tuviesemos a tiro, ellos también nos
tendrían a tiro a nosotros, y nuestro Victoria
ofrecería un blanco fácil a las balas de sus largas
espingardas. Hazte cargo de lo que sería de nosotros si
agujereasen el globo.

La persecución de los talibas continuó
toda la mañana. Hacia las once, los viajeros apenas
habían recorrido quince millas hacia el oeste.

El doctor examinaba en el horizonte hasta las más
pequeñas nubecillas. Temía una variación
atmosférica. Si el viento arrastraba el globo hacia el
Níger, ¿qué sería de ellos? Notaba,
además, que el globo tendía a bajar sensiblemente.
Desde su partida había perdido ya más de
trescientos pies, y el Senegal debía de estar aún a
unas doce millas; a la velocidad actual todavía les
faltaban tres horas de viaje.

En aquel momento, nuevos gritos llamaron su
atención. Los talibas se agitaban, precipitando el galope
de sus caballos.

El doctor consultó el barómetro y
comprendió la causa de aquella
algarabía.

-Bajamos -dijo Kennedy.

-Sí -respondió Fergusson.

« ¡Malo! », pensó
Joe.

Pasado un cuarto de hora, la barquilla se hallaba a
menos de ciento cincuenta pies del suelo, pero el viento era
más fuerte.

Los talibas, sin detenerse, hicieron una
descarga.

-¡Estáis demasiado lejos, imbéciles!
-exclamó Joe-. Bueno será tenerlos a
raya.

Y, apuntando a uno de los jinetes que iban delante, hizo
fuego. El taliba dio una voltereta; sus compañeros se
detuvieron y el Victoria les sacó
ventaja.

-Son prudentes -dijo Kennedy.

-Porque creen estar seguros de cogernos
-respondió el doctor-. Y nos cogerán si seguimos
bajando. Es absolutamente indispensable que nos
elevemos.

-¿Qué vamos a echar? -preguntó
Joe.

-Todo el pemmican que queda. Serán treinta
libras menos de peso.

-¡Pues allá va! -dijo Joe, obedeciendo las
órdenes de su señor.

La barquilla, que casi llegaba al suelo, subió
entre el griterío de los talibas; pero, media hora
después, el Victoria volvía a bajar
rápidamente.

El gas se escapaba por los poros de sus
paredes.

La barquilla rozó el suelo y los negros de
Al-Hadjí se precipitaron hacia ella; pero, como sucede en
semejantes circunstancias, apenas el globo tocó el suelo,
dio un salto y fue a caer una milla más
adelante.

-¡No escaparemos! -dijo Kennedy con
rabia.

-Joe, echa nuestra reserva de aguardiente -ordenó
el doctor-, nuestros instrumentos, todo lo que pese, por poco que
sea, y también el ancla.

Joe arrancó los barómetros y los
termómetros; pero todo eso suponia muy poco, y el globo,
que subió momentáneamente, no tardó en
volver a tocar el suelo Los talibas corrían tras ellos y
no estaban ya más que a doscientos pasos.

-¡Echa las dos escopetas! -exclamó el
doctor.

-No será sin haberlas descargado
-respondió el cazador.

Y cuatro disparos sucesivos hicieron morder el suelo a
cuatro talibas, que cayeron entre los frenéticos gritos de
la horda.

El Victoria se levantó de nuevo, dando
saltos enormes, como una inmensa pelota que bota en el
suelo.

¡Extraño espectáculo el que
ofrecían aquellos desdichados intentando huir a pasos de
gigante, y que, a semejanza de Anteo, parecia que recobraban
fuerzas al llegar a tierra! Pero aquella situación no
podía prolongarse incesantemente. Era casi
mediodía. El Victoria se agotaba, se vaciaba, se
alargaba; su envoltura se tornaba fofa y ondulante; los pliegues
del tafetán rechinaban al rozar unos con otros.

-¡El Cielo nos abandona! -dijo Kennedy-.
¡Vamos a caer!

Joe no respondió, no hacía más que
mirar a su señor.

-¡No! -dijo éste-. Aún podemos
desprendernos de más de ciento cincuenta
libras.

-¿Dónde están? -preguntó
Kennedy, pensando que el doctor se había vuelto
loco.

-¡La barquilla! -respondió éste-.
Colguémonos de la red. Las mallas nos sostendrán y
llegaremos al río. ¡Pronto!
¡Pronto!

Y aquellos hombres audaces no vacilaron en intentar
semejante medio de salvación. Se colgaron de las mallas de
la red, tal como había indicado el doctor, y Joe,
sosteniéndose con una mano, cortó con la otra las
cuerdas de la barquilla, la cual cayó en el momento
preciso en que el aeróstato iba a desplomarse
definitivamente.

-¡Hurra! ¡Hurra! -exclamó, mientras
el globo, sin lastre alguno, ascendía a trescientos pies
de altura.

Los talibas espoleaban a sus caballos, que
barrían el suelo con los cascos; pero el Victoria,
encontrando un viento más activo, les tomó la
delantera y avanzó rápidamente hacia una colina que
cerraba el horizonte al oeste. Fue una circunstancia favorable
para los viajeros, porque pudieron pasar al otro lado de la
colina, mientras que la horda de Al-Hadjí se vio obligada
a dar un rodeo por el norte para salvar el
obstáculo.

Los tres compañeros se sostenían agarrados
de la red, que habían podido atar por debajo, de suerte
que formaba una especie de bolsa flotante.

De repente, después de haber pasado la colina, el
doctor exclamó:

-¡El río! ¡El río! ¡El
Senegal!

En efecto, a una distancia de dos millas fluía
una extensa corriente de agua. La orilla opuesta, baja y
fértil, ofrecía una retirada segura y un lugar
favorable para el descenso.

-Un cuarto de hora más -dijo Fergusson-, y a
salvo.

Pero, desgraciadamente, el globo vacío
caía poco a poco sobre un terreno casi enteramente
desprovisto de vegetación, compuesto de largas pendientes
y llanuras pedregosas, donde no se velan mas que algunos
matorrales y una hierba espesa que el ardor del sol había
secado.

El Victoria tocó varias veces el suelo y
volvió a elevarse; pero sus saltos disminuían en
extensión y altura, y en el último se quedó
enganchado por la parte superior de la red a las altas ramas de
un baobab aislado, único árbol en medio de aquel
terreno desierto.

-¡Todo ha concluido! -exclamó el
cazador.

-Y a cien pasos del río -dijo Joe.

Los tres desdichados saltaron a tierra y el doctor
condujo a sus dos compañeros hacia el Senegal.

En aquel lugar, el río producía un
barboteo continuado; al llegar a la orilla Fergusson
reconoció las cataratas de Goulna. No había ni una
barca, ni un ser animado a la vista. El Senegal, que tenía
allí dos mil pies de ancho, se precipitaba con atronador
ruido desde una altura de ciento cincuenta de este a oeste, y la
línea de peñascos que se oponía a su curso
se extendía de norte a sur. En medio de la cascada
había rocas de extrañas formas, como inmensos
animales
antediluvianos petrificados entre las aguas.

La imposibilidad de atravesar aquel abismo era evidente.
Kennedy no pudo reprimir un gesto de
desesperación.

Pero el doctor Fergusson, en un tono de enérgica
audacia, exclamó:

-¡Todavía nos queda un medio!

-Ya lo sabía yo -dijo Joe, con esa confianza en
su señor que no le abandonaba jamás.

La hierba seca le había inspirado al doctor una
idea atrevida. Era el único recurso. Volvió
rápidamente con sus compañeros al punto donde se
había quedado la envoltura del
aeróstato.

-Les llevamos al menos una hora de delantera a los
bandidos -dijo-. No perdamos tiempo, compañeros; recoged
hierba seca, mucha hierba seca; necesito por lo menos cien
libras.

-¿Para qué? -preguntó
Kennedy.

-Como no tenemos gas, cruzaremos el río
utilizando aire caliente.

-¡Ah, mi querido Samuel! -exclamó Kennedy-.
¡Eres verdaderamente un gran hombre!

Joe y Kennedy pusieron manos a la obra y en un momento
reunieron una enorme pila de hierba junto al baobab.

Entretanto, el doctor había agrandado el orificio
del aeróstato cortando su parte inferior, tras haber hecho
salir por la válvula el poco hidrógeno que
aún pudiera contener; despues amontono cierta cantidad de
hierba seca bajo la envoltura y le prendió
fuego.

No hace falta mucho tiempo para hinchar un globo con
aire caliente. Una temperatura de
1800, es suficiente para disminuir a la mitad,
enrareciéndolo, el peso del aire que contiene, de manera
que el Victoria empezó a recobrar sensiblemente su
forma redondeada. La hierba abundaba; el doctor activaba el fuego
y el volumen del
aeróstato aumentaba visiblemente.

Era entonces la una menos cuarto.

En aquel momento unas dos millas al norte,
apareció la partida de talibas. Oíanse sus gritos y
el ruido de los cascos de los caballos corriendo a todo
galope.

-Dentro de veinte minutos estarán aquí
-dijo Kennedy.

-¡Hierba! ¡Hierba, Joe! ¡Dentro de
diez minutos estaremos en el aire!

~Aquí tiene, señor.

El Victoria estaba hinchado en sus dos terceras
partes.

-Amigos míos, agarrémonos a la red, como
hemos hecho antes.

-Ya está -respondió el cazador.

Diez minutos después, unas sacudidas indicaron la
tendencia del globo a elevarse. Los talibas se acercaban; estaban
apenas a quinientos pasos.

-Agarraos bien -exclamó Fergusson.

-¡No tema, señor, no!

Y el doctor, con el pie añadió más
hierba a la hoguera.

El globo, totalmente dilatado por el aumento de
temperatura, se elevó rozando las ramas del
baobab.

-¡En marcha! -exclamó Joe.

Una descarga de mosquetes le respondió, y una de
las balas le hizo un rasguño en un hombro; pero Kennedy,
inclinándose, descargó su carabina y derribó
a otro enemigo.

Gritos de rabia imposibles de reproducir
acompañaron la ascensión del globo, que
subió cerca de ochocientos pies. Se apoderó de
él un viento fuerte que le hizo oscilar de manera
alarmante, mientras el intrépido doctor y sus dignos
compañeros contemplaban bajo sus pies el abismo de las
cataratas.

Diez minutos después, sin haber hablado una
palabra, los intrépidos viajeros descendian poco a poco al
tiempo que se acercaban a la otra orilla.

Allí, sorprendido, maravillado, atónito,
había un grupo de unos diez hombres con uniforme
francés. júzguese cuál sería su
asombro al ver elevarse aquel globo en la margen derecha del
río. Casi creyeron en un fenómeno celeste. Pero sus
jefes, que eran un teniente de Marina y un alférez de
navío, conocían por los periódicos de
Europa la audaz
tentativa del doctor Fergusson y al momento comprendieron el
suceso.

El globo, deshinchándose poco a poco,
descendía con los atrevidos aeronautas colgados de su red;
pero era muy dudoso que pudiese llegar a tierra, por lo que los
franceses se echaron al río y recibieron en sus brazos a
los tres ingleses en el momento de bajar el Victoria a
algunas toesas de la orilla izquierda del Senegal.

-¡El doctor Fergusson! -dijo el
teniente.

-El mismo -respondió tranquilamente el doctor-, y
sus dos amigos.

Los franceses llevaron a los viajeros a la orilla del
río, mientras que el globo, medio deshinchado y arrastrado
por una corriente rápida, fue a sepultarse como una
inmensa burbuja, con las aguas del Senegal, en las cataratas de
Gouina.

-¡Pobre Victoria! -exclamó
Joe.

El doctor no pudo reprimir una lágrima;
abrió los brazos, y sus dos amigos se precipitaron hacia
él profundamente conmovidos.

XLIV

Conclusión. – El acta. – Los establecimientos
franceses.

– El puesto de Medina. – El
Basilic. – San Luis. – La

fragata inglesa. – Regreso a
Londres

La expedición que se encontraba a orillas del
río había sido enviada por el gobernador de Senegal
y se componía de dos oficiales, los señores
Dufraisse, teniente de Infantería de Marina, y Rodamel,
alférez de navío, un sargento y siete soldados.
Hacía dos días que estaban buscando la
situación más favorable para el establecimiento de
un puesto en Gouina, cuando fueron testigos de la llegada del
doctor Fergusson.

Huelga decir que los tres viajeros recibieron muchos
abrazos y muchas felicitaciones. Habiendo los franceses podido
comprobar por sí mismos la realización del audaz
proyecto de Samuel Fergusson, se convertían en los
testigos naturales de éste.

Así es que el doctor les pidió, en primer
lugar, que constataran de manera oficial su llegada a las
cataratas de Gouina.

-¿Tendrá la bondad de levantar acta y
firmarla? -le preguntó al teniente Dufraisse.

-Estoy a su disposicion -respondió
éste.

Los ingleses fueron conducidos a un puesto provisional
establecido a orillas del río, y allí se les
prodigaron las mayores atenciones y se les proveyó
abundantemente de cuanto pudiera hacerles falta. Allí se
redactó también, en los siguientes términos,
el acta que se encuentra actualmente en los archivos de la
Sociedad Geográfica de Londres.

«Los abajo firmantes declaramos que en el
día de la fecha hemos visto llegar, colgados de la red de
un globo, al doctor Fergusson y a sus dos compañeros,
Richard Kennedy y Joseph Wilson habiendo caído dicho globo
a unos pasos de nosotros en el lecho mismo del río, siendo
arrastrado por la corriente y abismándose en las cataratas
de Gouina. En testimonio de lo cual firmamos la presente en
unión de dichos viajeros para que conste donde sea
pertinente. Firmado en las cataratas de Gouina, el 24 de mayo de
1862.

»SAMUEL FERGUSSON, RICHARD KENNEDY, JOSEPH WILSON;
DUFRAISSE, teniente de Infantería de Marina; RODAMEL,
alférez de navío; DUFAYS, sargento; FLIPPEAU,
MAYOR, PÉLISSIER, LOROIS, RASCAGNET, GUILLON y LEBEL,
soldados.»

Aquí concluye la asombrosa travesía del
doctor Fergusson y de sus valerosos compañeros, constatada
por irrecusables testigos. Se hallaban ya entre amigos y rodeados
de tribus más hospitalarias que mantienen relaciones con
los establecimientos franceses.

Habían llegado al Senegal el sábado 24 de
mayo, y el 27 del mismo mes estaban en el puesto de Medina,
situado a orillas del río, un poco más al
norte.

Los oficiales franceses les recibieron con los brazos
abiertos y les agasajaron todo lo posible. El doctor y sus
compañeros tuvieron ocasión de embarcar casi
inmediatamente en el pequeño barco de vapor
Basilic, que descendía por el Senegal hasta su
desembocadura.

Catorce días después, el 10 de junio,
llegaron a Sant Luis, donde el gobernador les ofreció una
magnífica acogida. Ya estaban repuestos completamente de
sus tribulaciones y fatigas. Joe decía a todo aquel que
quisiera escucharle:

-Nuestro viaje, después de todo, ha sido muy
tonto, y no aconsejo que lo emprenda quien desee experimentar
emociones fuertes. Acaba por resultar tedioso; de no ser por las
aventuras del lago Chad y del Senegal, nos habríamos
muerto de aburrimiento.

Había una fragata inglesa próxima a
zarpar, y los tres viajeros embarcaron en ella; el día 25
de junio llegaron a Portsmouth, y el siguiente a
Londres.

No describiremos el entusiasmo con que les acogió
la Sociedad Geográfica ni los obsequios de que fueron
objeto. Kennedy partió inmediatamente para Edimburgo con
su famosa carabina, deseoso de tranquilizar cuanto antes a su
vieja ama de llaves.

El doctor Fergusson y su fiel Joe siguieron siendo los
mismos hombres que hemos conocido, sin que se hubiera verificado
en ellos más que una variación
importante.

Se habían convertido en íntimos
amigos.

Todos los periódicos de Europa colmaron de
elogios a los audaces exploradores, y el Daily Telegraph
lanzó una tirada de novecientos setenta y siete mil
ejemplares el día en que publicó un extracto del
viaje.

En sesión pública celebrada en la Real
Sociedad Geográfica, el doctor dio cuenta de su
expedición aeronáutica, y obtuvo para él y
sus compañeros la medalla de oro destinada a recompensar
la más notable exploración del año
1862.

El principal resultado del doctor Fergusson ha sido
constatar de la manera más precisa los hechos y los datos
geográficos reunidos por Barth, Burton, Speke y otros
viajeros. Gracias a las expediciones actuales de Speke y Grant,
De Heuglin y Munzinger, que se dirigen a las fuentes del Nilo o
al centro de Africa, podremos dentro de poco comprobar los
propios descubrimientos del doctor Fergusson en la inmensa
comarca comprendida entre los grados 14 y 33 de
longitud.

FIN

 

 

Autor:

Alfredo Ramirez Puentes

Estudiante de Ingenieria
aeronáutica.

Bogota Colombia.

 

Pytoche.com

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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