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Julio Verne – De la Tierra a la Luna



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

    1. El Gun-Club
    2. Comunicación del
      presidente Barbicane
    3. Efectos de la
      comunicación de Barbicane
    4. Respuesta del observatorio de
      Cambridge
    5. La novela de la
      Luna
    6. Lo que no es posible dudar y lo
      que no es permitido creer en los Estados
      Unidos
    7. El himno al
      proyectil
    8. La
      cuestión de las pólvoras
    9. Un
      enemigo para veinticinco millones de amigos
    10. Florida y
      Tejas
    11. Urbi et
      orbi
    12. Stone's
      Hill
    13. Pala y
      zapapico
    14. La
      fiesta de la fundición
    15. El
      Columbiad
    16. Un parte
      telegráfico
    17. El
      pasajero del Atlanta
    18. Un
      mitin
    19. Ataque
      y respuesta
    20. Cómo
      arregla un francés un desafío
    21. El nuevo
      ciudadano de los Estados Unidos
    22. El
      vagón proyectil
    23. El
      telescopio de las montañas Rocosas
    24. Últimos
      pormenores
    25. ¡Fuego!
    26. Tiempo
      nublado
    27. Un astro
      nuevo

    I

    El
    Gun-Club

    Durante la guerra de
    Secesión de los Estados Unidos,
    se estableció en Baltimore, ciudad del Estado de
    Maryland, una nueva sociedad de
    mucha influencia. Conocida es la energía con que el
    instinto militar se desenvolvió en aquel pueblo de
    armadores, mercaderes y fabricantes Simples comerciantes y
    tenderos abandonaron su despacho y su mostrador para improvisarse
    capitanes, coroneles y hasta generales sin haber visto las aulas
    de West Point,(1) y no tardaron en rivalizar dignamente en
    el arte de la
    guerra con sus colegas del antiguo continente, alcanzando
    victorias, lo mismo que éstos, a fuerza de
    prodigar balas, millones y hombres.

    1. Academia militar de los
    Estados Unidos.

    Pero en lo que principalmente los americanos aventajaron
    a los europeos, fue en la ciencia de
    la balística, y no porque sus armas hubiesen
    llegado a un grado más alto de perfección, sino
    porque se les dieron dimensiones desusadas y con ellas un alcance
    desconocido hasta entonces. Respecto a tiros rasantes, directos,
    parabólicos, oblicuos y de rebote, nada tenían que
    envidiarles los ingleses, franceses y prusianos, pero los
    cañones de éstos, los obuses y los morteros, no son
    más que simples pistolas de bolsillo comparados con las
    formidables máquinas
    de artillería norteamericana.

    No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en
    el mundo como mecánicos, y nacen ingenieros como los
    italianos nacen músicos y los alemanes metafísicos.
    Era, además, natural que aplicasen a la ciencia de la
    balística su natural ingenio y su característica
    audacia. Así se explican aquellos cañones
    gigantescos, mucho menos útiles que las máquinas de
    coser, pero no menos admirables y mucho más admirados.
    Conocidas son en este género las
    maravillas de Parrot, de Dahlgreen y de Rodman. Los Armstrong,
    los Pallisier y los Treuille de Beaulieu tuvieron que reconocer
    su inferioridad delante de sus rivales ultramarinos.

    Así pues, durante la terrible lucha entre
    nordistas y sudistas, los artilleros figuraron en primera
    línea. Los periódicos de la Unión celebraron
    con entusiasmo sus inventos, y no
    hubo ningún hortera, por insignificante que fuese, ni
    ningún cándido bobalicón que no se devanase
    día y noche los sesos calculando trayectorias
    desatinadas.

    Y cuando a un americano se le mete una idea en la
    cabeza, nunca falta otro americano que le ayude a realizarla. Con
    sólo que sean tres, eligen un presidente y dos
    secretarios. Si llegan a cuatro, nombran un archivero, y la
    sociedad funciona. Siendo cinco se convocan en asamblea general,
    y la sociedad queda definitivamente constituida. Así
    sucedió en Baltimore. El primero que inventó un
    nuevo cañón se asoció con el primero que lo
    fundió y el primero que lo taladró. Tal fue el
    núcleo del Gun-Club.(1)

    1. Cañón
    Club.

    Un mes después de su formación, se
    componía de 1.833 miembros efectivos y 30.575 socios
    correspondientes.

    A todo el que quería entrar en la sociedad se le
    imponía la condición, sine qua non, de haber
    ideado o por to menos perfeccionado un nuevo cañón,
    o, a falta de cañón, un arma de fuego cualquiera.
    Pero fuerza es decir que los inventores de revólveres de
    quince tiros, de carabinas de repetición o de
    sables-pistolas no eran muy considerados. En todas las
    circunstancias los artilleros privaban y merecían la
    preferencia.

    -La predilección que se les concede -dijo un
    día uno de los oradores más distinguidos del
    Gun-Club- guarda proporción con las dimensiones de su
    cañón, y está en razón directa del
    cuadrado de las distancias alcanzadas por sus
    proyectiles.

    Fundado el Gun-Club, fácil es figurarse lo que
    produjo en este género el talento inventivo de los
    americanos. Las máquinas de guerra tomaron proporciones
    colosales, y los proyectiles, traspasando los límites
    permitidos, fueron a mutilar horriblemente a más de cuatro
    inofensivos transeúntes. Todas aquellas invenciones
    hacían parecer poca cosa a los tímidos instrumentos
    de la artillería europea.

    Júzguese por las siguientes cifras:

    En otro tiempo, una
    bala del treinta y seis, a la distancia de 300 pies, atravesaba
    treinta y seis caballos cogidos de flanco y setenta y ocho
    hombres. La balística se hallaba en mantillas. Desde
    entonces los proyectiles han ganado mucho terreno. El
    cañón Rodman, que arrojaba a siete millas(1) de
    distancia una bala que pesaba media tonelada, habría
    fácilmente derribado 150 caballos y 300 hombres. En el
    Gun-Club se trató de hacer la prueba, pero aunque los
    caballos se sometían a ella, los hombres fueron por
    desgracia menos complacientes.

    1. La milla anglosajona
    equivale a 1.609,31 metros.

    Pero sin necesidad de pruebas se
    puede asegurar que aquellos cañones eran muy
    mortíferos, y en cada disparo caían combatientes
    como espigas en un campo que se está segando. Junto a
    semejantes proyectiles, ¿qué significaba aquella
    famosa bala que en Coutras, en 1587, dejó fuera de combate
    a veinticinco hombres?

    ¿Qué significaba aquella otra bala que en
    Zeradoff, en 1758, mató cuarenta soldados?
    ¿Qué era en sustancia aquel cañón
    austriaco de Kesselsdorf, que en 1742 derribaba en cada disparo a
    setenta enemigos? ¿Quién hace caso de aquellos
    tiros sorprendentes de Jena y de Austerlitz que decidían
    la suerte de la batalla? Cosas mayores se vieron durante la
    guerra federal. En la batalla de Gettysburg un proyectil
    cónico disparado por un cañón mató a
    173 confederados, y en el paso del Potomac una bala Rodman
    envió a 115 sudistas a un mundo evidentemente mejor.
    Debemos también hacer mención de un mortero
    formidable inventado por J. T. Maston, miembro distinguido y
    secretario perpetuo del Gun-Club, cuyo resultado fue mucho
    más mortífero, pues en el ensayo
    mató a 137 personas. Verdad es que
    reventó.

    ¿Qué hemos de decir que no lo digan, mejor
    que nosotros, guarismos tan elocuentes? Preciso es admitir sin
    repugnancia el cálculo
    siguiente obtenido por el estadista Pitcairn: dividiendo el
    número de víctimas que hicieron las balas de
    cañón por el de los miembros del Gun-Club, resulta
    que cada uno de éstos había por término
    medio costado la vida a 2.375 hombres y una
    fracción.

    Fijándose en semejantes guarismos, es evidente
    que la única preocupación de aquella sociedad
    científica fue la destrucción de la humanidad con
    un fin filantrópico, y el perfeccionamiento de las armas
    de guerra consideradas como instrumentos de
    civilización.

    Aquella sociedad era una reunión de
    ángeles exterminadores, hombres de bien a carta
    cabal.

    Añádase que aquellos yanquis, valientes
    todos a cuál más, no se contentaban con
    fórmulas, sino que descendían ellos mismos al
    terreno de la práctica. Había entre ellos oficiales
    de todas las graduaciones, subtenientes y generales, y militares
    de todas las edades, algunos recién entrados en la carrera
    de las armas y otros que habían encanecido en los
    campamentos. Muchos, cuyos nombres figuraban en el libro de honor
    del Gun-Club, habían quedado en el campo de batalla, y los
    demás llevaban en su mayor parte señales
    evidentes de su indiscutible denuedo. Muletas, piernas de palo,
    brazos artificiales, manos postizas, mandíbulas de goma
    elástica, cráneos de plata o narices de platino, de
    todo había en la colección, y el referido Pitcairn
    calculó igualmente que en el Gun-Club no había, a
    to sumo, más que un brazo por cada cuatro personas y dos
    piernas por cada seis.

    Pero aquellos intrépidos artilleros no reparaban
    en semejantes bagatelas, y se llenaban justamente de orgullo
    cuando el parte de una batalla dejaba consignado un número
    de víctimas diez veces mayor que el de proyectiles
    gastados.

    Un día, sin embargo, triste y lamentable
    día, los que sobrevivieron a la guerra firmaron la paz;
    cesaron poco a poco los cañonazos; enmudecieron los
    morteros; los obuses y los cañones volvieron a los
    arsenales; las balas se hacinaron en los parques, se borraron los
    recuerdos sangrientos. Los algodoneros brotaron esplendorosos en
    los campos pródigamente abonados, los vestidos de luto se
    fueron haciendo viejos a la par del dolor, y el Gun-Club
    quedó sumido en una ociosidad profunda.

    Algunos apasionados, trabajadores incansables, se
    entregaban aún a cálculos de balística y no
    pensaban más que en bombas
    gigantescas y obuses incomparables. Pero, sin la práctica,
    ¿de qué sirven las teorías? Los salones estaban desiertos, los
    criados dormían en las antesalas, los periódicos
    permanecían encima de las mesas, tristes ronquidos
    partían de los rincones oscuros, y los miembros del
    Gun-Club. tan bulliciosos en otro tiempo, se amodorraban mecidos
    por la idea de una artillería platónica.

    -¡Qué desconsuelo! -dijo un día el
    bravo Tom Hunter, mientras sus piernas de palo se carbonizaban en
    la chimenea-. ¡Nada hacemos! ¡Nada esperamos!
    ¡Qué existencia tan fastidiosa! ¿Qué
    se hicieron de aquellos tiempos en que nos despertaba todas las
    mañanas el alegre estampido de los
    cañones?

    -Aquellos tiempos pasaron para no volver
    -respondió Bilsby, procurando estirar los brazos que le
    faltaban-. ¡Entonces daba gusto! Se inventaba un
    obús, y, apenas estaba fundido, iba el mismo inventor a
    ensayarlo delante del enemigo, y se obtenía en el
    campamento un aplauso de Sherman o un apretón de manos de
    MacClellan. Pero actualmente los generales han vuelto a su
    escritorio, y en lugar de mortíferas balas de hierro
    despachan inofensivas balas de algodón. ¡Santa Bárbara
    bendita! ¡El porvenir de la artillería se ha perdido
    en América!

    -Sí, Bilsby -exclamó el coronel
    Blomsberry-, hemos sufrido crueles decepciones. Un día
    abandonamos nuestros hábitos tranquilos, nos ejercitamos
    en el manejo de las armas, nos trasladamos de Baltimore a los
    campos de batalla, nos portamos como héroes, y dos o tres
    años después perdemos el fruto de tantas fatigas
    para condenarnos a una deplorable inercia con las manos metidas
    en los bolsillos.

    Trabajo le hubiera costado al valiente coronel dar una
    prueba semejante de su ociosidad, y no por falta de
    bolsillos.

    -¡Y ninguna guerra en perspectiva! -dijo entonces
    el famoso J. T. Maston, rascándose su cráneo de
    goma elástica-. ¡Ni una nube en el horizonte, cuando
    tanto hay aún que hacer en la ciencia de la
    artillería! Yo, que os hablo en este momento, he terminado
    esta misma mañana un modelo de
    mortero, con su plano, su corte y su elevación, destinado
    a modificar profundamente las leyes de la
    guerra.

    -¿De veras? -replicó Tom Hunter, pensando
    involuntariamente en el último ensayo del
    respetable J. T. Maston.

    -De veras -respondió éste-. Pero
    ¿de qué sirven tantos estudios concluidos y tantas
    dificultades vencidas? Nuestros trabajos son inútiles. Los
    pueblos del nuevo mundo se han empeñado en vivir en paz, y
    nuestra belicosa Tribuna(1) pronostica catástrofes
    debidas al aumento incesante de las poblaciones.

    -Sin embargo, Maston-respondió el coronel
    Blomsberry-, en Europa siguen
    batiéndose para sostener el principio de las
    nacionalidades.

    -¿Y qué?

    -¡Y qué! Podríamos intentar algo
    a11í, y si se aceptasen nuestros servicios

    -¿Qué osáis proponer?
    -exclamó Bilsby-. ¡Cultivar la balística en
    provecho de los extranjeros!

    -Es preferible a no hacer nada -respondió el
    coroner.

    -Sin duda -dijo J. T. Maston- es preferible, pero ni
    siquiera nos queda tan pobre recurso.

    -¿Y por qué? -preguntó el
    coroner.

    -Porque en el viejo mundo se profesan sobre los ascensos
    ideas que contrarían todas nuestras costumbres americanas.
    Los europeos no comprenden que pueda llegar a ser general en jefe
    quien no ha sido antes subteniente, to que equivale a decir que
    no puede ser buen artillero el que por sí mismo-no ha
    fundido el cañón, to que me parece…

    -¡Absurdo! -replicó Tom Hunter destrozando
    con su bowieknife(2) los brazos de la butaca en que estaba
    sentado-. Y en el extremo a que han llegado las cosas no nos
    queda ya más recurso que plantar tabaco y destilar
    aceite de
    ballena.

    1. El más fogoso
    periódico abolicionista de la
    Unión.

    2. Cuchillo de bolsillo, de
    ancha hoja.

    -¡Cómo! -exclamó J. T. Maston con
    voz atronadora-. ¿No dedicaremos los últimos
    años de nuestra existencia al perfeccionamiento de las
    armas de fuego? ¿No ha de presentarse una nueva
    ocasión de ensayar el alcance de nuestros proyectiles?
    ¿Nunca más el fogonazo de nuestros cañones
    iluminará la atmósfera? ¿No
    sobrevendrá una complicación internacional que nos
    permita declarar la guerra a alguna potencia
    transatlántica? ¿No echarán los franceses a
    pique ni uno solo de nuestros vapores, ni ahorcarán los
    ingleses, con menosprecio del derecho de gentes, tres o cuatro de
    nuestros compatriotas?

    -¡No, Maston -respondió el coronel
    Blomsberry-, no tendremos tanta dicha! ¡No se
    producirá ni uno solo de los incidentes que tanta falta
    nos hacen; y aunque se produjesen, no sacaríamos de ellos
    ningún partido! ¡La susceptibilidad americana va
    desapareciendo, y vegetamos en la molicie!

    -¡Sí, nos humillamos! -replicó
    Bilsby.

    -¡Se nos humilla! -respondió Tom
    Hunter.

    -¡Y tanto! -replicó J. T. Maston con mayor
    vehemencia-. ¡Sobran razones para batirnos, y no nos
    batimos! Se economizan piernas y brazos en provecho de gentes que
    no saben qué hacer de ellos. Sin it muy lejos, se
    encuentra un motivo de gúérra. Decid, ¿la
    América del Norte no perteneció en otro tiempo a
    los ingleses?

    -Sin duda-respondió Tom Hunter, dejando con rabia
    quemarse en la chimenea el extremo de su muleta.

    -¡Pues bien! -repuso J. T. Maston-. ¿Por
    qué Inglaterra, a su
    vez, no ha de pertenecer a los americanos?

    -Sería muy justo -respondió el coronel
    Blomsberry.

    -Id con vuestra proposición al presidente de los
    Estados Unidos -exclamó J. T. Maston- y veréis
    cómo la acoge.

    -La acogerá mal -murmuró Bilsby entre los
    cuatro dientes que había salvado de la batalla.

    -No seré yo -exclamó J. T. Maston- quien
    le dé el voto en las próximas
    elecciones.

    -Ni yo -exclamaron de acuerdo todos aquellos belicosos
    inválidos.

    -Entretanto, y para concluir -repuso J. T. Maston-, si
    no se me proporciona ocasión de ensayar mi nuevo mortero
    sobre un verdadero campo de batalla, presentaré mi
    dimisión de miembro del Gun-Club, y me sepultaré en
    las soledades de Arkansas.

    -Donde os seguiremos todos -respondieron los
    interlocutores del audaz J. T. Maston.

    Tal era el estado de
    la situación. La exasperación de los ánimos
    iba en progresivo aumento, y el club se hallaba amenazado de una
    próxima disolución, cuando sobrevino un
    acontecimiento inesperado que impidió tan sensible
    catástrofe.

    Al día siguiente de la acalorada
    conversación de que acabamos de dar cuenta, todos los
    miembros de la sociedad recibieron una circular concebida en los
    siguientes términos:

    «Baltimore, 3 de octubre.

    »El presidente del Gun-Club tiene la honra de
    prevenir a sus colegas que en la sesión del 5 dei
    corriente les dirigirá una comunicación de la mayor importancia, por
    lo que les suplica que, cualesquiera que sean sus ocupaciones,
    acudan a la cita que les da por la presente. »

    Su afectísimo colega,

    IMPEY BARBICANE, P. G. C.»

    II

    Comunicación del presidente
    Barbicane

    El 5 de octubre, a las ocho de la noche, una multitud
    compacta se apiñaba en los salones del Gun-Club, 21, Union
    Square. Todos los miembros de la sociedad residentes en Baltimore
    habían acudido a la cita de su presidente.

    En cuanto a los socios correspondientes, los trenes los
    depositaban a centenares en las estaciones de la ciudad, sin que
    por mucha que fuese la capacidad del salón de sesiones,
    cupiesen todos en ella. Así es que aquel concurso de
    sabios refluía en las salas próximas, en los
    corredores y hasta en los vestiíbulos exteriores, donde se
    condensaba un gentío inmenso que deseaba con ansia conocer
    la importante comunicación del presidente Barbicane. Los
    unos empujaban a los otros, y mutuamente se atropellaban y
    aplastaban con esa libertad de
    acción
    característica de los pueblos educados en las ideas
    democráticas.

    Un extranjero que se hubiese hallado aquella noche en
    Baltimore no hubiera conseguido a fuerza de oro penetrar
    en el gran salón, exclusivamente reservado a los miembros
    residentes o correspondientes, sin que nadie más pudiera
    ocupar en él puesto alguno; así es que los notables
    de la ciudad, los magistrados del consejo y la gente selecta
    habían tenido que mezclarse con la turba de sus
    admiradores para coger al vuelo las noticias del
    interior.

    La inmensa sala ofrecía a las miradas un curioso
    espectáculo. Aquel vasto local estaba maravillosamente
    adecuado a su destino. Altas columnas, formadas de cañones
    sobrepuestos que tenían por pedestal grandes morteros,
    sostenían la esbelta armazón de la bóveda,
    verdadero encaje de hierro fundido admirablemente recortado.
    Panoplias de trabucos, retacos, arcabuces, carabinas y de todas
    las armas de fuego antiguas y modernas cubrían las paredes
    entrelazándose de una manera pintoresca. La llama del
    gas brotaba
    profusamente de un millar de revólveres dispuestos en
    forma de lámparas, completando tan espléndido
    alumbrado arañas de pistolas y candelabros formados de
    fusiles artísticamente reunidos. Los modelos de
    cañones, las muestras de bronce, los blancos acribillados
    a balazos, las planchas destruidas por el choque de las balas del
    Gun-Club, el surtido de baquetones y escobillones, los rosarios
    de bombas, los collares de proyectiles, las guirnaldas de
    granadas, en una palabra, todos los útiles del artillero
    fascinaban por su asombrosa disposición y hacían
    presumir que su verdadero destino era más decorativo que
    mortífero.

    En el puesto de preferencia, detrás de una
    espléndida vidriera, se veía un pedazo de
    recámara rota y torcida por el efecto de la
    pólvora, preciosa reliquia del cañón de J.
    T. Maston.

    El presidente, con dos secretarios a cada lado, ocupaba
    en uno de los extremos del salón un ancho espacio
    entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña
    laboriosamente tallada, afectaba en su conjunto las robustas
    formas de un mortero de treinta y dos pulgadas, apuntando en
    ángulo de 90°, y estaba suspendido de dos quicios que
    permitían al presidente columpiarse como en una mecedora,
    que tan cómoda es en verano
    para dormir la siesta. Sobre la mesa, que era una gran plancha de
    hierro sostenida por seis obuses, se veía un tintero de
    exquisito gusto, hecho de una bala de cañón
    admirablemente cincelada, y un timbre que se disparaba
    estrepitosamente como un revólver. Durante las discusiones
    acaloradas, esta campanilla de nuevo género bastaba apenas
    para dominar la voz de aquella legión de artilleros
    sobreexcitados.

    Delante de la mesa presidencial, los bancos, colocados
    de modo que formaban eses como las circunvalaciones de una
    trinchera, constituían una serie de parapetos del
    Gun-Club, y bien puede decirse que aquella noche había
    gente hasta en las trincheras. El presidente era bastante
    conocido para que nadie pudiese ignorar que no hubiera molestado
    a sus colegas sin un motivo sumamente grave.

    Impey Barbicane era un hombre de unos
    cuarenta años, sereno, frío, austero, de un
    carácter esencialmente formal y
    reconcentrado; exacto como un cronómetro, de un
    temperamento a toda prueba, de una resolución
    inquebrantable. Poco caballeresco, aunque aventurero, siempre
    resuelto a trasladar del campo de la especulación al de la
    práctica las más temerarias empresas, era
    el hombre por
    excelencia de la Nueva Inglaterra, el nordista colonizador, el
    descendiente de aquellas Cabezas Redondas tan funestas a los
    Estuardos, y el implacable enemigo de los aristócratas del
    Sur, de los antiguos caballeros de la madre patria. Barbicane, en
    una palabra, era to que podría calificarse un yanqui
    completo.

    Había hecho, comerciando con maderas, una fortuna
    considerable. Nombrado director de Artillería durante la
    guerra, se manifestó fecundo en invenciones, audaz en
    ideas, y contribuyó poderosamente a los progresos del
    arma, dando a las investigaciones
    experimentales un incomparable desarrollo.

    Era un personaje de mediana estatura, que por una rara
    excepción en el Gun-Club, tenía ilesos todos los
    miembros. Sus facciones, acentuadas, parecían trazadas con
    carbón y tiralíneas, y si es cierto que para
    adivinar los instintos de un hombre se le debe mirar de perfil,
    Barbicane, mirado así, ofrecía los más
    seguros
    indicios de energía, audacia y sangre
    fría.

    En aquel momento permanecía inmóvil en su
    sillón, mudo, meditabundo, con una mirada honda, medio
    tapada la cara por un enorme sombrero, cilindro de seda negra que
    parece hecho a propósito para los cráneos
    americanos.

    A su alrededor, sus colegas conversaban estrepitosamente
    sin distraerle. Se interrogaban, recorrían el campo de las
    suposiciones, examinaban a su presidente, y procuraban, aunque en
    vano, despejar la incógnita de su imperturbable
    fisonomía.

    Al dar las ocho en el reloj fulminante del gran
    salón, Barbicane, como impelido por un resorte, se
    levantó de pronto. Reinó un silencio general, y el
    orador, con bastante énfasis, tomó la palabra en
    los siguientes términos:

    -Denodados colegas: mucho tiempo ha transcurrido ya
    desde que una paz infecunda condenó a los miembros del
    Gun-Club a una ociosidad lamentable. Después de un
    período de algunos años, tan lleno de incidentes,
    tuvimos que abandonar nuestros trabajos y detenernos en la senda
    del progreso. Lo proclamo sin miedo y en voz alta: toda guerra
    que nos obligase a empuñar de nuevo las armas sería
    acogida con un entusiasmo frenético.

    -¡Sí, la guerra! -exclamó el
    impetuoso J. T. Maston.

    Atención! -gritaron por todos
    lados.

    -Pero la guerra -dijo Barbicane- es imposible en las
    actuales circunstancias, y aunque otra cosa desee mi distinguido
    colega, muchos años pasarán aún antes de que
    nuestros cañones vuelvan al campo de batalla. Es, pues,
    preciso tomar una resolución y buscar en otro orden de
    ideas una salida al afán de actividad que nos
    devora.

    La asamblea redobló su atención,
    comprendiendo que su presidente iba a abordar el punto
    delicado.

    -Hace algunos meses, ilustres colegas -prosiguió
    Barbicane-, que me pregunté si, sin separarnos de nuestra
    especialidad, podríamos acometer alguna gran empresa digna del
    siglo XIX, y si los progresos de la balística nos
    permitirán salir airosos de nuestro empeño. He,
    pues, buscado, trabajado, calculado, y ha resultado de mis
    estudios la convicción de que el éxito
    coronará nuestros esfuerzos, encaminados a la
    realización de un plan que en
    cualquier otro país sería imposible. Este proyecto,
    prolijamente elaborado, va a ser el objeto de mi
    comunicación. Es un proyecto, digno de vosotros, digno del
    pasado del Gun-Club, y que producirá necesariamente mucho
    ruido en el
    mundo.

    -¿Mucho ruido? -preguntó un artillero
    apasionado.

    -Mucho ruido en la verdadera acepción de la
    palabra -respondió Barbicane.

    -¡No interrumpáis! -repitieron al
    unísono muchas voces.

    -Os suplico, pues, dignos colegas -repuso el
    presidente-, que me otorguéis toda vuestra
    atención.

    Un estremecimiento circuló por la asamblea.
    Barbicane, sujetando con un movimiento
    rápido su sombrero en su cabeza, continuó su
    discurso con
    voz tranquila.

    -No hay ninguno entre vosotros, beneméritos
    colegas, que no haya visto la Luna, o que, por to menos, no haya
    oído
    hablar de ella. No os asombréis si vengo aquí a
    hablaros del astro de la noche. Acaso nos esté reservada
    la gloria de ser los colonos de este mundo desconocido.
    Comprendedme, apoyadme con todo vuestro poder, y os
    conduciré a su conquista, y su nombre se unirá a
    los de los treinta y seis Estados que forman este gran
    país de la Unión.(1)

    1. Número de los que
    entonces formaban los Estados Unidos de América del
    Norte.

    -¡Viva la Luna! -exclamó el Gun-Club
    confundiendo en una sola todas sus voces.

    -Mucho se ha estudiado la Luna -repuso Barbicane-; su
    masa, su densidad, su
    peso, su volumen, su
    constitución, sus movimientos, su
    distancia, el papel que en el mundo solar representa están
    perfectamente determinados; se han formado mapas
    selenográficos con una perfección igual y tal vez
    superior a la de las cartas
    terrestres, habiendo la fotografía
    sacado de nuestro satélite pruebas de una belleza
    incomparable. En una palabra, se sabe de la Luna todo to que las
    ciencias
    matemáticas, la astronomía, la geología y
    la óptica
    pueden saber; pero hasta ahora no se ha establecido
    comunicación directa con ella.

    Un vivo movimiento de interés y
    de sorpresa acogió esta frase del orador.

    -Permitidme -prosiguió- recordaros, en pocas
    palabras, de qué manera ciertas cabezas calientes,
    embarcándose para viajes
    imaginarios, pretendieron haber penetrado los secretos de nuestro
    satélite. En el siglo xvli, un tal David Fabricius se
    vanaglorió de haber visto con sus propios ojos habitantes
    en la Luna. En 1649, un francés llamado Jean Baudoin,
    publicó el Viaje hecho al mundo de la Luna por Domingo
    González, aventurero español.
    En la misma época,
    Cyrano de Bergerac publicó la célebre
    expedición que tanto éxito obtuvo en Francia.
    Más adelante, otro francés (los franceses se ocupan
    mucho de la Luna), llamado Fontenelle, escribió la
    Pluralidad de los mundos, obra maestra en su tiempo, pero la
    ciencia, avanzando, destruye hasta las obras maestras. Hacia
    1835, un opúsculo traducido del New York American nos dijo
    que sir John Herschell, enviado al cabo de Buena Esperanza para
    ciertos estudios astronómicos, consiguió, empleando
    al efecto un telescopio perfeccionado por una iluminación interior, acercar la Luna a una
    distancia de ochenta yardas.(1) Entonces percibió
    distintamente cavernas en que vivían hipopótamos,
    verdes montañas veteadas de oro, carneros con cuernos de
    marfil, corzos blancos y habitantes con alas membranosas como las
    del murciélago. Aquel folleto, obra de un americano
    llamado Locke, alcanzó un éxito prodigioso. Pero
    luego se reconoció que todo era una superchería de
    la que fueron los franceses los primeros en
    reírse.

    1. La yarda equivale a 0,91
    metros.

    -¡Reírse de un americano! -exclamó
    J. T. Maston-. ¡He aquí un casus
    belli
    !

    -Tranquilizaos, mi digno amigo; los franceses, antes de
    reírse de nuestro compatriota, cayeron en el lazo que
    él les tendió haciéndoles comulgar con
    ruedas de molino. Para terminar esta rápida historia,
    añadiré que un tal Hans Pfaal, de Rotterdam,
    ascendiendo en un globo lleno de un gas extraído del
    ázoe, treinta y siete veces más ligero que el
    hidrógeno, alcanzó la Luna
    después de un viaje aéreo de diecinueve
    días. Aquel viaje, to mismo que las precedentes
    tentativas, era simplemente imaginario, y fue obra de un escritor
    popular de América, de un ingenio extraño y
    contemplativo, de Edgard Poe.

    -¡Viva Edgard Poe! -exclamó la asamblea,
    electrizada por las palabras de su presidente.

    -Nada más digno -repuso Barbicane- de esas
    tentativas que llamaré puramente literarias, de todo punto
    insuficientes para establecer relaciones formales con el astro de
    la noche. Debo, sin embargo, añadir que algunos caracteres
    prácticos trataron de ponerse en comunicación con
    él, y así es que, años atrás, un
    geómetra alemán propuso enviar una comisión
    de sabios a los páramos de Siberia. A11í, en
    aquellas vastas llanuras, se debían trazar inmensas
    figuras geométricas, dibujadas por medio de reflectores
    luminosos, entre otras el cuadrado de la hipotenusa, llamado
    vulgarmente en Francia el puente de los asnos. KTodo ser
    inteligente -decía el geómetra- debe comprender el
    destino científico de esta figura. Los selenitas, si
    existen, responderán con una figura semejante, y una vez
    establecida la
    comunicación, fácil será crear un
    alfabeto que permita conversar con los habitantes de la
    Luna.» Así hablaba el geómetra alemán,
    pero no se ejecutó su proyecto, y hasta ahora no existe
    ningún lazo directo entre la Tierra y su
    satélite. Pero está reservado al genio
    práctico de los americanos ponerse en relación con
    el mundo sideral. El medio de llegar a tan importante resultado
    es sencillo, fácil, seguro,
    infalible, y él va a ser el objeto de mi
    proposición.

    Un gran murmullo, una tempestad de exclamaciones
    acogió estas palabras. No hubo entre los asistentes uno
    solo que no se sintiera dominado, arrastrado, arrebatado por las
    palabras del orador.

    -¡Atención! ¡Atención!
    ¡Silencio! -gritaron por todas partes.

    Calmada la agitación, Barbicane prosiguió
    con una voz más grave su interrumpido discurso.

    -Ya sabéis -dijo- cuántos progresos ha
    hecho la balística de algunos años a esta parte y a
    qué grado de perfección hubieran llegado las armas
    de fuego, si la guerra hubiese continuado. No ignoráis
    tampoco que, de una manera general, la fuerza de resistencia de
    los cañones y el poder expansivo de la pólvora son
    ilimitados. Pues bien, partiendo de este principio, me he
    preguntado a mí mismo si, por medio de un aparato
    suficiente, realizado con unas determinadas condiciones de
    resistencia, sería posible enviar una bala a la
    Luna.

    A estas palabras, un grito de asombro se escapó
    de mil pechos anhelantes, y hubo luego un momento de silencio,
    parecido a la profunda calma que precede a las grandes tormentas.
    Y en efecto, hubo tronada, pero una tronada de aplausos, de
    gritos, de clamores que hicieron retemblar el salón de
    sesiones. El presidente quería hablar y no podía.
    No consiguió hacerse oír hasta pasados diez
    minutos.

    -Dejadme concluir -repuso tranquilamente-. He examinado
    la cuestión bajo todos sus aspectos, la he abordado
    resueltamente, y de mis cálculos indiscutibles resulta que
    todo proyectil dotado de una velocidad
    inicial de doce mil yardas(1) por segundo, y dirigido hacia la
    Luna, llegará necesariamente a ella. Tengo, pues,
    distinguidos y bravos colegas, el honor de proponeros que
    intentemos este pequeño experimento.

    1. Unos once mil
      metros.

    III

    Efectos de la comunicación de
    Barbicane

    Es imposible describir el efecto producido por las
    últimas palabras del ilustre presidente. ¡Qué
    gritos! ¡Qué vociferaciones! ¡Qué
    sucesión de vítores, de hurras, de ¡hip, hip!
    y de todas las onomatopeyas con que el entusiasmo condimenta la
    lengua
    americana! Aquello era un desorden, una barahúnda
    indescriptible. Las bocas gritaban, las manos palmoteaban, los
    pies sacudían el entarimado de los salones. Todas las
    armas de aquel museo de artillería, disparadas a la vez,
    no hubieran agitado con más violencia las
    ondas sonoras. No
    es extraño. Hay artilleros casi tan retumbantes como sus
    cañones.

    Barbicane permanecía tranquilo en medio de
    aquellos clamores entusiastas. Sin duda quería dirigir
    aún algunas palabras a sus colegas, pues sus gestos
    reclamaron silencio y su timbre fulminante se extenuó a
    fuerza de detonaciones. Ni siquiera se oyó. Luego le
    arrancaron de su asiento, le llevaron en triunfo, y pasó
    de las manos de sus fieles camaradas a los brazos de una
    muchedumbre no menos enardecida.

    No hay nada que asombre a un americano. Se ha repetido
    con frecuencia que la palabra imposible no es francesa:
    los que tal han dicho han tomado un diccionario
    por otro. En América todo es fácil, todo es
    sencillo, y en cuanto a dificultades mecánicas, todas
    mueren antes de nacer. Entre el proyecto de Barbicane y su
    realización, no podía haber un verdadero yanqui que
    se permitiese entrever la apariencia de una dificultad. Cosa
    dicha, cosa hecha.

    El paseo triunfal del presidente se prolongó
    hasta muy entrada la noche. Fue una verdadera marcha a la
    luz de
    innumerables antorchas. Irlandeses, alemanes, franceses,
    escoceses, todos los individuos heterogéneos de que se
    compone la población de Maryland gritaban en su
    lengua
    materna, y los vítores, los hurras y los bravos se
    mezclaban en un confuso a inenarrable
    estrépito.

    Precisamente la Luna, como si hubiese comprendido que
    era de ella de quien se trataba, brillaba entonces con serena
    magnificencia, eclipsando con su intensa irradiación las
    luces circundantes. Todos los yanquis dirigían sus miradas
    a su centelleante disco. Algunos la saludaron con la mano, otros
    la llamaban con los dictados más halagüeños;
    éstos la medían con la mirada, aquéllos la
    amenazaban con el puño, y en las cuatro horas que median
    entre las ocho y las doce de la noche, un óptico de Jones
    Fall labró su fortuna vendiendo anteojos. El astro de la
    noche era mirado con tanta avidez como una hermosa dama de alto
    copete. Los americanos hablaban de él como si fuesen sus
    propietarios. Hubiérase dicho que la casta Diana
    pertenecía ya a aquellos audaces conquistadores y formaba
    parte del territorio de la Unión. Y sin embargo, no se
    trataba más que de enviarle un proyectil, manera bastante
    brutal de entrar en relaciones, aunque sea con un satélite
    pero muy en boga en las naciones civilizadas.

    Acababan de dar las doce, y el entusiasmo no se apagaba.
    Seguía siendo igual en todas las clases de la
    población; el magistrado, el sabio, el hombre de negocios, el
    mercader, el mozo de cuerda, las personas inteligentes y las
    gentes incultas se sentían heridas en la fibra más
    delicada. Tratábase de una empresa
    nacional. La ciudad alta, la ciudad baja, los muelles
    bañados por las aguas del Patapsco, los buques anclados no
    podían contener la multitud, ebria de alegría, y
    también de gin y de whisky. Todos hablaban, peroraban,
    discutían, aprobaban, aplaudían, to mismo los ricos
    arrellanados muellemente en el sofá de los
    bar-rooms(1) delante de su jarra de sherry
    cobbler
    ,(2) que el waterman(3) que se emborrachaba con
    el quebrantapechos(4) en las tenebrosas tabernas del
    Fells-Point.

    Sin embargo, a eso de las dos la conmoción se
    calmó. El presidente Barbicane pudo volver a su casa
    estropeado, quebrantado, molido. Un hércules no hubiera
    resistido un entusiasmo semejante. La multitud abandonó
    poco a poco plazas y calles. Los cuatro trenes de Ohio, de
    Susquehanna, de Filadelfia y de Washington, que convergen en
    Baltimore, arrojaron al público heterogéneo a los
    cuatro puntos cardinales de los Estados Unidos, y la ciudad
    adquirió una tranquilidad relativa.

    Se equivocaría el que creyese que durante aquella
    memorable noche quedó la agitación circunscrita
    dentro de Baltimore. Las grandes ciudades de la Union, Nueva
    York, Boston, Albany, Washington, Richmond, Crescent City,(5)
    Charleston, Mobile, desde Texas a Massachusetts, desde Michigan a
    Florida, participaron todas del delirio. Los treinta mil socios
    correspondientes del Gun-Club conocían la carta de su
    presidente y aguardaban con igual impaciencia la famosa
    comunicación del 5 de octubre. Aquella misma noche, las
    palabras del orador, a medida que salían de sus labios,
    corrían por los hilos telegráficos que atraviesan
    en todos sentidos los Estados de la Unión, a una velocidad
    de 248.447 millas por segundo. Podemos, pues, decir con una
    exactitud absoluta, que los Estados Unidos de América;
    diez veces mayores que Francia, lanzaron en el mismo instante un
    solo hurra, y que veinticinco millones de corazones, henchidos de
    orgullo, palpitaron con un solo latido.

    1. Locales semejantes a los
    cafés.

    2. Mezcla de ron, zumo de
    naranja, azúcar,
    canela y nuez moscada. Esta bebida, de color amarillo,
    se sorbe por medio de un tubito de vidrio.

    3. Marinero.

    4. Bebida muy fuerte, que suele
    tomar el vulgo.

    5. Sobrenombre de Nueva
    Orleans.

    Al día siguiente, mil quinientos
    periódicos diarios, semanales, bimensuales o mensuales, se
    apoderaron de la cuestión, y la examinaron bajo sus
    diferentes aspectos físicos, meteorológicos,
    económicos y morales, y hasta bajo el punto de vista de la
    preponderancia política y de su
    influencia civilizadora. Algunos se preguntaron si la Luna era un
    mundo extinguido, y si no experimentaría ya ninguna
    transformación. ¿Se parecía a la Tierra
    durante los tiempos en que no había aún
    atmósfera? ¿Qué espectáculo
    presentaría al hacerse visible la faz que desconoce el
    esferoide terrestre?

    Aunque no se tratara más que de enviar una bala
    al astro de la noche, todos veían en este hecho el punto
    de partida de una serie de experimentos;
    todos esperaban que América penetraría los
    últimos secretos de aquel disco misterioso, y algunos
    hablaban ya de las sensibles perturbaciones que acarrearía
    su conquista al equilibrio
    europeo.

    Discutido el proyecto, no hubo un solo periódico
    que pusiese su realización en duda. Las colecciones, los
    folletos, las gacetas, los boletines publicados por las sociedades
    científicas, literarias o religiosas hicieron resaltar sus
    ventajas, y la Sociedad de Historia Natural de Boston, la
    Sociedad Americana de Ciencias y Artes de Albany, la Sociedad de
    Geografía
    y Estadística de Nueva York, la Sociedad
    Filosófica Americana de Filadelfia, el Instituto
    Sunthosontana de Washington, enviaron mil cartas de
    felicitación al Gun-Club, con ofrecimientos de apoyo y
    dinero.

    Nunca proposición alguna había obtenido
    tan numerosas adhesiones. No hubo ninguna inquietud, ninguna
    vacilación, ninguna duda. En cuanto a las chanzonetas, a
    las caricaturas, a las canciones burlescas que hubieran acogido
    en Europa, y particularmente en Francia, la idea de enviar un
    proyectil a la Luna, hubieran desacreditado al que los hubiese
    permitido, y todos los life preservers(1) del mundo
    hubieran sido impotentes para librarse de la indignación
    general. Hay cosas de las que nadie suele reírse en el
    Nuevo Mundo.

    Impey Barbicane fue desde aquel día uno de los
    más grandes ciudadanos de los Estados Unidos, algo como si
    dijéramos el Washington de la ciencia, y un rasgo de los
    muchos que pudiéramos citar, bastará para demostrar
    a qué extremo llegó la idolatría que a todo
    un pueblo merecía un hombre.

    Algunos días después de la famosa
    sesión del GunClub, el director de una
    compañía inglesa de cómicos anunció
    en el teatro de
    Baltimore la representación de Much ado about
    nothing.
    (2) Pero la población de la ciudad, viendo en
    este título una alusión malévola a los
    proyectos del
    presidente Barbicane, invadió el teatro, hizo pedazos los
    asientos y obligó a variar su cartel al desgraciado
    director, el cual, hombre sagaz, inclinándose ante la
    voluntad pública, reemplazó la malhadada comedia
    por la titulada As you tithe it(3) que durante muchas
    semanas le valió un lleno completo.

    1. Arma de bolsillo que se
      compone de una ballena flexible y una bala de
      metal.
    2. Mucbo ruido y pocas nueces,
      comedia de Shakespeare
    3. Como gustéis, obra
      del mismo autor.

    IV

    Respuesta del observatorio de
    Cambridge

    Sin embargo, Barbicane no perdió un solo instante
    en medio de las ovaciones de que era objeto. Lo primero que hizo
    fue reunir a sùs colegas en el salón de
    conferencias del Gun-Club, donde después de una
    concienzuda discusión, se convino en consultar a los
    astrónomos sobre la parte astronómica de la empresa.
    Conocida la respuesta, se debían discutir los medios
    mecánicos, no descuidando ni to más insignificante
    para asegurar el buen éxito de tan gran
    experimento.

    Se redactó, pues, y se dirigió al
    observatorio de Cambridge, en Massachusetts, una nota muy precisa
    que contenía preguntas especiales. La ciudad de Cambridge,
    donde se fundó la primera Universidad de
    los Estados Unidos, es justamente célebre por su
    observatorio astronómico. Allí se encuentran
    reunidos sabios del mayor mérito, y a11í funciona
    el poderoso anteojo que permitió a Bond resolver las
    nebulosas de Andrómeda, y a Clarke descubrir el
    satélite de Sirio. Aquel célebre establecimiento
    tenía, por consiguiente, adquiridos muchos títulos
    honrosos que justificaban la consulta del Gun-Club.

    Dos días después, la respuesta, tan
    impacientemente esperada, llegó a manos del presidente
    Barbicane.

    Estaba concebida en los siguientes
    términos:

    El director del observatorio de Cambridge al
    presidente del Gun-Club en Baltimore

    «Cambridge, 7 de octubre

    »Al recibir vuesta carta del 6 del corriente,
    dirigida al observatorio de Cambridge en nombre de los miembros
    del Gun-Club de Baltimore, nuestra junta directiva se ha reunido
    en el acto y ha resuelto responder to que sigue:

    »Las preguntas que se le dirigen son:

    » 1ª ¿Es posible enviar un proyectil a
    la Luna?

    »2ª ¿Cuál es la distancia
    exacta que separa a la Tierra de su satélite?

    »3ª ¿Cuál será la
    duración del viaje del proyectil, dándole una
    velocidad inicial suficiente y, por consiguiente, en qué
    momento preciso deberá dispararse para que encuentre a la
    Luna en un punto determinado?

    »4ª ¿En qué momento preciso se
    presentará la Luna en la posición más
    favorable para que el proyectil la alcance?

    »5ª ¿A qué punto del cielo se
    deberá apuntar el cañón destinado a lanzar
    el proyectil?

    »6ª ¿Qué sitio ocupará
    la Luna en el cielo en el momento de disparar el
    proyectil?

    »Respuesta a la primera pregunta: ¿Es
    posible enviar un proyectil a la Luna?

    »Sí, es posible enviar un proyectil a la
    Luna, si se llega a dar a este proyectil una velocidad inicial de
    doce mil yardas por segundo. El cálculo demuestra que esta
    velocidad es suficiente. A medida que se aleja de la Tierra, la
    acción del peso disminuirá en razón inversa
    del cuadrado de las distancias, es decir, que para una distancia
    tres veces mayor esta acción será nueve veces
    menor. En consecuencia, el peso de la bala disminuirá
    rápidamente, y se anulará del todo en el momento de
    quedar equilibrada la atracción de la Luna con la de la
    Tierra, es decir, a los 47/58 del trayecto. En aquel momento el
    proyectil no tendrá peso alguno, y, si salva aquel punto,
    caerá sobre la Luna por el solo efecto de la
    atracción lunar. La posibilidad teórica del
    experimento queda, pues, absolutamente demostrada, dependiendo
    únicamente su éxito de la potencia de is
    máquinaempleada.

    »Respuesta a la segunda pregunta:
    ¿Cuál es la distancia exacta que separa a la Tierra
    de su satélite?

    »La Luna no describe alrededor de la Tierra una
    circunferencia, sino una elipse, de la cual nuestro globo ocupa
    uno de los focos, y por consiguiente la Luna se encuentra a veces
    más cerca y a veces más lejos de la Tierra, o,
    hablando en términos técnicos, a veces en su apogeo
    y a veces en su perigeo. La diferencia en el espacio entre su
    mayor y menor distancia es bastante considerable para que se la
    deba tener en cuenta. La Luna en su apogeo se halla a 247.552
    millas (99.640 leguas de 4 kilómetros), y en su perigeo, a
    218.895 millas (88.010 leguas), lo que da una diferencia de
    28.657 millas (11.630 leguas), que son más de una novena
    parte del trayecto que el proyectil ha de recorrer. La distancia
    perigea de la Luna es, pues, la que debe servir de base a los
    cálculos.

    »Respuesta a la tercera pregunta:
    ¿Cuál será la duración del viaje del
    proyectil, dándole una velocidad inicial suficiente y, por
    consiguiente, en qué momento preciso deberá
    dispararse para que encuentre a la Luna en un punto
    determinado?

    »Si la bala conservase indefinidamente la
    velocidad inicial de doce mil yardas por segundo que le hubiesen
    dado al partir, no tardaría más que unas nueve
    horas en llegar a su destino; pero como esta velocidad inicial va
    continuamente disminuyendo, resulta, por un cálculo
    riguroso, que el proyectil tardará trescientos mil
    segundos, o sea ochenta y tres horas y veinte minutos en alcanzar
    el punto en que se hallan equilibradas las atracciones terrestre
    y lunar, y desde dicho punto caerá sobre la Luna en
    cincuenta mil segundos, o sea trece horas, cincuenta y tres
    minutos y veinte segundos. Convendrá, pues, dispararlo
    noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos antes de
    la llegada de la Luna al punto a que se haya dirigido el
    disparo.

    »Respuesta a la cuarta pregunta: ¿En
    qué momento preciso se presentará la Luna en la
    posición más favorable para que el proyectil la
    alcance?

    »Después de lo que se ha dicho, es evidente
    que debe escogerse la época en que se halle la Luna en su
    perigeo, y al mismo tiempo el momento en que pase por el cenit,
    to que disminuirá el trayecto en una distancia igual al
    radio
    terrestre o sea 3.919 millas, de suerte que el trayecto
    definitivo será de 214.966 millas (86.410 leguas). Pero si
    bien la Luna pasa todos los meses por su perigeo, no siempre en
    aquel momento se encuentra en su cenit. No se presenta en estas
    dos condiciones sino a muy largos intervalos. Será, pues,
    preciso aguardar la coincidencia del paso al perigeo y al cenit.
    Por una feliz circunstancia, el 4 de diciembre del año
    próximo la Luna ofrecerá estas dos condiciones: a
    las doce de la noche se hallará en su perigeo, es decir, a
    la menor distancia de la Tierra, y, al mismo tiempo,
    pasará por el cenit.

    »Respuesta a la quinta pregunta: ¿A
    qué púnto del cielo se deberá apuntar el
    cañón destinado a lanzar el proyectil?

    »Admitidas las precedentes observaciones, el
    cañón deberá apuntarse al cenit(1) del lugar
    en que se haga el experimento, de suerte que el tiro sea
    perpendicular al plano del horizonte, y así el proyectil
    se librará más pronto de los efectos de la
    atracción terrestre. Pero para que la Luna suba al cenit
    de un sitio, preciso es que la latitud de este sitio no sea
    más alta que la declinación del astro, o, en otros
    términos, que el sitio no se halle comprendido entre
    0° y 28° de latitud Norte o Sur.(2) En cualquier otro
    punto, el tiro tendría que ser necesariamente oblicuo, lo
    que contraría el buen resultado del
    experimento.

    1. El cenit es el punto del
    cielo situado verticalmente sobre la cabeza del
    observador.

    2. No hay, en efecto,
    más que las regiones del globo comprendidas entre el
    ecuador y los
    paralelos 28 en que la elevación de la Luna llega al
    cenit. Más a11á de 28 grados, la Luna se acerca
    tanto menos al cenit cuanto más avanza hacia los
    polos.

    »Respuesta a la sexta pregunta: ¿Qué
    sitio ocupará la Luna en el cielo en el momento de
    disparar el proyectil? »En el acto de lanzar la bala al
    espacio, la Luna, que avanza diariamente 13° 10' y 35»,
    deberá encontrarse alejada del punto cenital cuatro veces
    esta distancia, o sea 52° 42' y 20", espacio que corresponde
    al camino que ella hará mientras dure el avance del
    proyectil. Pero como es preciso tener también en cuenta el
    desvío que hará sufrir a la bala el movimiento de
    rotación de la Tierra, y como la bala no llegará a
    la Luna sino después de haber sufrido una
    desviación igual a dieciséis radios terrestres, los
    cùales, contados con la órbita de la Luna, son unos
    11°, éstos se deben añadir a los que expresan
    el retraso de la Luna, ya mencionado, o sean 64°. Así
    pues, en el momento del tiro, el rayo visual dirigido a la Luna
    formará con la vertical del sitio del experimento un
    ángulo de 64°.

    »Tales son las respuestas que da el observatorio
    de Cambridge a las preguntas de los miembros del
    GunClub.

    »En resumen:

    »1.° El cañón deberá
    colocarse en un país situado entre 0° y 28° de
    latitud Norte o Sur.

    »2.° Deberá apuntarse al cenit del
    sitio del experimento.

    »3 ° El proyectil deberá estar dotado
    de una velocidad inicial de 12.000 yardas por segundo.

    »4.° Deberá dispararse el primero de
    diciembre del año próximo a las once horas menos
    tres minutos y veinte segundos.

    »5 ° Encontrará a la Luna cuatro
    días después de su partida, el 4 de diciembre, a
    las doce de la noche en punto, en el momento de pasar por el
    cenit.

    »Los miembros del Gun-Club deben, por tanto,
    emprender sin pérdida de tiempo los trabajos que requiere
    su empresa y hallarse prontos a obrar en el momento determinado,
    pues, si dejan pasar el 4 de diciembre, no hallarán la
    Luna en las mismas condiciones de perigeo y de cenit hasta que
    hayan transcurrido dieciocho años y once
    días.

    »La junta directiva del observatorio de Cambridge
    se pone enteramente a disposición del Gun-Club para las
    cuestiones de astronomía teórica, y une por la
    presente sus felicitaciones a las de la América
    entera.

    »Por la junta:

    J. M. BELFAST

    »Director del observatorio de
    Cambridge.»

    V

    La
    novela de la
    Luna

    Un observador dotado de una vista infinitamente
    penetrante y colocado en este centro desconocido a cuyo alrededor
    gravita el mundo, habría visto en la época
    caótica del Universo
    miríadas de átomos que poblaban el espacio. Pero
    poco a poco, pasando siglos y siglos, se produjo una
    variación, manifestándose una ley de
    atracción, a la cual se subordinaron los átomos
    hasta entonces errantes. Aquellos átomos se combinaron
    químicamente según sus afinidades, se hicieron
    moléculas y formaron esas acumulaciones nebulosas de que
    están sembradas las profundidades del espacio.

    Animó luego aquellas acumulaciones un movimiento
    de rotación alrededor de su punto central. Aquel centro
    formado de moléculas vagas, empezó a girar
    alrededor de sí mismo, condensándose
    progresivamente. Además, siguiendo leyes de mecánica inmutables, a medida que por la
    condensación disminuía su volumen, su movimiento de
    rotación se aceleró, de to que resultó una
    estrella principal, centro de las acumulaciones
    nebulosas.

    Mirando atentamente, el observador hubiera visto
    entonces las demás moléculas de la
    acumulación conducirse como la estrella central,
    condensarse de la misma manera por un movimiento de
    rotación bajo forma de innumerables estrellas. La nebulosa
    estaba formada. Los astrónomos cuentan actualmente cerca
    de 5.000 nebulosas.

    Hay una entre ellas que los hombres han llamado la
    Vía Láctea, la cual contiene dieciocho millones de
    estrellas, siendo cada estrella el centro de un mundo
    solar.

    Si el observador hubiese entonces examinado
    especialmente entre aquellos dieciocho millones de astros, uno de
    los más modestos y menos brillantes,(1) una estrella de
    cuarto orden, la que llamamos orgullosamente el Sol, todos los
    fenómenos a que se debe la formación del Universo
    se hubieran realizado sucesivamente a su vista.

    1. El diámetro de Sirio,
    según Wollaston, es doce veces mayor que el del
    Sol.

    Hubiera visto al Sol, en estado gaseoso aún y
    compuesto de moléculas movibles, girando alrededor de su
    eje para consumar su trabajo de
    concentración. Este movimiento, sometido a las leyes de la
    mecánica, se hubiese acelerado con la
    disminución de volumen, Ilegando un momento en que la
    fuerza centrífuga prevaleciese sobre la centrípeta,
    que tiende a impeler las moléculas hacia el
    centro.

    Entonces, a la vista del observador se habría
    presentado otro fenómeno. Las moléculas situadas en
    el plano del ecuador, escapándose como la piedra de una
    honda que se rompe súbitamente, habrían ido a
    formar alrededor del Sol varios anillos concéntricos
    semejantes a los de Saturno. Aquellos anillos de materia
    cósmica, dotados a su vez de un movimiento de
    rotación alrededor de la masa central, se habrían
    roto y descompuesto en nebulosidades secundarias, es decir, en
    planetas.

    Si el observador hubiese entonces concentrado en estos
    planetas toda su atención, les habría visto
    conducirse exactamente como el Sol y dar nacimiento a uno o
    más anillos cósmicos, origen de esos astros de
    orden inferior que se llaman satélites.

    Así pues, subiendo del átomo a la
    molécula, de la molécula a la acumulación,
    de la acumulación a la nebulosa, de la nebulosa a la
    estrella principal, de la estrella principal al Sol, del Sol al
    planeta y del planeta al satélite, tenemos toda la serie
    de las transformaciones experimentadas por los cuerpos celestes
    desde los primeros días del mundo.

    El Sol parece perdido en las inmensidades del mundo
    estelar, y, sin embargo, según las teorías que
    actualmente privan en la ciencia, se había subordinado a
    la nebulosa de la Vía Láctea. Centro de un mundo,
    aunque tan pequeño parece en medio de las regiones
    etéreas, es, sin embargo, enorme, pues su volumen es un
    millón cuatrocientas mil veces mayor que el de la Tierra.
    A su alrededor gravitan ocho planetas, salidos de sus mismas
    entrañas en los primeros tiempos de la Creación.
    Estos planetas, enumerándolos por el orden de su
    proximidad, son: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter,
    Saturno, Urano y Neptuno. Además, entre Marte y
    Júpiter circulan regularmente otros cuerpos menos
    considerables, restos errantes tal vez de un astro hecho pedazos,
    de los cuales el telescopio ha reconocido ya ochenta y
    dos.(1)

    1. Algunos de estos asteroides
    son tan pequeños, que a paso gimnástico, se
    podría dar una vuelta a su alrededor en un solo
    día.

    De estos servidores que el
    Sol mantiene en su órbita elíptica por la gran ley
    de la gravitación, algunos poseen también sus
    satélites. Urano tiene ocho; Saturno otros tantos;
    Júpiter, cuatro; Neptuno, tres; la Tierra, uno. Este
    último, uno de los menos importantes del mundo solar, se
    llama Luna, y es el que el genio audaz de los americanos
    pretendía conquistar.

    El astro de la noche, por su proximidad relativa y el
    espectáculo rápidamente renovado de sus diversas
    fases, compartió con el Sol, desde los primeros
    días de la humanidad, la atención de los habitantes
    de la Tierra. Pero el Sol ofende los ojos al mirarlo, y los
    torrentes de luz que despide obligan a cerrarlos a los que los
    contemplan.

    La plácida Febe, más humana, se deja ver
    complaciente con su modesta gracia; agrada a la vista, es poco
    ambiciosa y, sin embargo, se permite alguna vez eclipsar a su
    hermano, el radiante Apolo, sin ser nunca eclipsada por
    él. Los mahometanos, comprendiendo el reconocimiento que
    debían a esta fiel amiga de la Tierra, han regulado sus
    meses en base a su revolución.(1)

    1. La revolución de la
    Luna dura unos veintisiete días y medio.

    Los primeros pueblos tributaron un culto muy preferente
    a esta casta deidad. Los egipcios la llamaban Isis; los fenicios,
    Astarté; los griegos la adoraron bajo el nombre de Febe,
    hija de Latona y de Júpiter, y explicaban sus eclipses por
    las visitas misteriosas de Diana al bello Endimión.
    Según la leyenda mitológica, el león de
    Nemea recorrió los campos de la Luna antes de su
    aparición en la Tierra, y el poeta Agesianax, citado por
    Plutarco, celebró en sus versos aquella amable boca,
    aquella nariz encantadora, aquellos dulces ojos, formados por las
    partes luminosas de la adorable Selene.

    Pero si bien los antiguos comprendieron a las mil
    maravillas el carácter, el temperamento, en una palabra,
    las cualidades morales de la Luna bajo el punto de vista
    mitológico, los más sabios que había entre
    ellos permanecieron muy ignorantes en
    selenografía.

    Sin embargo, algunos astrónomos de épocas
    remotas descubrieron ciertas particularidades confirmadas
    actualmente por la ciencia. Si bien los acadios pretendieron
    haber habitado la Tierra en una época en que la Luna no
    existía aún, si bien Simplicio la creyó
    inmóvil y colgada de la bóveda de cristal, si bien
    Tasio la consideró como un fragmento desprendido del disco
    solar; si bien Clearco, el discípulo de Aristóteles, hizo de ella un bruñido
    espejo en que se reflejaban las imágenes
    del océano; si bien otros, en fin, no vieron en ella
    más que una acumulación de vapores exhalados por la
    Tierra o un globo medio fuego, medio hielo, que giraba alrededor
    de sí mismo, algunos sabios, por medio de observaciones
    sagaces, a falta de instrumentos de óptica, sospecharon la
    mayor parte de las leyes que rigen al astro de la
    noche.

    Tales de Mileto, seiscientos años antes de
    jesucristo, emitió la opinión de que la Luna estaba
    iluminada por el Sol. Aristarco de Samos dio la verdadera
    explicación de sus fases. Cleómedes
    enseñó que brillaba con una luz refleja. El caldeo
    Beroso descubrió que la duración de su movimiento
    de rotación era igual a la de su movimiento de
    traslación, y así explicó cómo la
    Luna presenta siempre la misma faz. Por último, Hiparco,
    dos siglos antes de la era cristiana, reconoció algunas
    desigualdades en los movimientos aparentes del satélite de
    la Tierra.

    Estas distintas observaciones se confirmaron
    después, y de ellas sacaron partido nuevos
    astrónomos. Tolomeo, en el siglo ii, y el árabe
    Abul Wefa, en el siglo x, completaron las observaciones de
    Hiparco sobre las desigualdades que sufre la Luna siguiendo la
    línea tortuosa de su órbita, bajo la acción
    del Sol. Después, Copérnico, en el siglo XV, y
    Tycho Brahe, en el siglo XVI, expusieron completamente el
    sistema solar,
    y el papel que desempeña la Luna entre los cuerpos
    celestes.

    Ya en aquella época, sus movimientos estaban casi
    determinados; pero de su constitución física se
    sabía muy poca cosa. Entonces fue cuando Galileo
    explicó los fenómenos de luz producidos en ciertas
    fases por la existencia de montañas, a las que dio una
    altura media de 4.500 toesas.

    Después Hevelius, un astrónomo de Dantzig,
    rebajó a 2.600 toesas las mayores alturas, pero su
    compañero, Riccioli, las elevó a 7.000.

    A fines del siglo XVIII, Herschel, armado de un poderoso
    telescopio, redujo mucho las precedentes medidas. Dio 2.900
    toesas a las montañas más elevadas, y redujo por
    término medio las diferentes alturas a 400 toesas
    solamente. Pero Herschel se equivocaba también, y se
    necesitaron las observaciones de Schoeter, Louville, Halley,
    Nasmith, Bianchini, Pastor¡, Lohrman, Gruithuisen y, sobre
    todo, los minuciosos estudios de Beer y de Moedler, para resolver
    la cuestión de una manera definitiva. Gracias a los
    mencionados sabios, la elevación de las montañas de
    la Luna se conoce en la actualidad perfectamente. Beer y Moedler
    han medido 1.905 alturas, de las cuales seis pasan de 2.600
    toesas y veintidós pasan de 2.400.(1) La más alta
    cima sobresale de la superficie del disco lunar 3.801
    toesas.

    1. La altura del Mont Blanc es
    de 4.813 metros sobre el nivel del mar.

    A1 mismo tiempo, se completaba el reconocimiento del
    disco de la Luna, el cual aparecía acribillado de
    cráteres, confirmándose en todas las observaciones
    su naturaleza
    esencialmente volcánica. De la falta de refracción
    en los rayos de los planetas que ella oculta, se deduce que le
    falta casi absolutamente atmósfera. Esta carencia de
    aire supone falta
    de agua y, por
    consiguiente, los selenitas, para vivir en semejantes
    condiciones, deben tener una organización especial y diferenciarse
    singularmente de los habitantes de la Tierra.

    Por último, gracias a nuevos métodos,
    instrumentos más perfeccionados registraron
    ávidamente la Luna, no dejando inexplorado ningún
    punto en su hemisferio, no obstante medir su diámetro
    2.150 millas(1) y ser su superficie igual a una 13ª parte de
    la del globo,(2) y su Volumen una 49ª parte de la esfera
    terrestre; pero ninguno de estos secretos podía serlo
    eternamente para los sabios astrónomos, que llevaron
    más lejos aún sus prodigiosas
    observaciones.

    1. 3.475 kilómetros, es
    decir, algo más de una cuarta parte del diámetro
    terrestre.

    2. Treinta y ocho millones de
    kilómetros cuadrados.

    Ellos notaron que, durante el plenilunio, el disco
    aparecía en ciertas partes, marcado de líneas
    negras. Estudiando estas líneas con mayor
    precisión, llegaron a darse cuenta exacta de su
    naturaleza. Aquellas líneas eran surcos largos y
    estrechos, abiertos entre bordes paralelos que terminaban
    generalmente en las márgenes de los cráteres.
    Tenían una longitud comprendida entre diez y cien millas,
    y una anchura de 800 toesas. Los astrónomos las llamaron
    ranura, pero darles este nombre es todo to que supieron hacer. En
    cuanto a averiguar si eran lechos secos de antiguos ríos,
    no pudieron resolverlo de una manera concluyente.

    Los americanos esperaban poder, un día a otro,
    determinar este hecho geológico. Se reservaban igualmente
    la gloria de reconocer aquella serie de parapetos paralelos,
    descubiertos en la superficie de la Luna por Gruithuisen, sabio
    profesor de
    Munich, que las consideró como un sistema de
    fortificaciones levantadas por los ingenieros selenitas. Estos
    dos puntos, aún oscuros, y otros sin duda, no
    podían aclararse definitivamente, sino por medio de una
    comunicación directa con la Luna.

    En cuanto a la intensidad de su luz, nada había
    que aprender, pues ya se sabía que es 300.000 veces
    más débil que la del Sol, y que su calor no
    ejerce sobre los termó= metros ninguna acción
    apreciable. Respecto del fenómeno conocido con el nombre
    de luz cenicienta, se ex-

    plica naturalmente por el efecto de los rayos del Sol
    rechazados de la Tierra a la Luna, los cuales completan, al
    parecer, el disco lunar, cuando éste se presenta en cuarto
    creciente o menguante.

    Tal era el estado de los conocimientos adquiridos sobre
    el satélite de la Tierra, que el Gun-Club se propuso
    completar bajo todos los puntos de vista, tanto
    cosmográficos y geológicos como políticos y
    morales.

    VI

    Lo que
    no es posible dudar y lo que no es permitido creer en los Estados
    Unidos

    La proposición de Barbicane había tenido
    por resultado inmediato el poner sobre el tapete todos los hechos
    astronómicos relativos al astro de la noche. Todos los
    ciudadanos de la Unión se dieron a estudiarlo asiduamente.
    Hubiérase dicho que la Luna aparecía por primera
    vez en el horizonte y que nadie hasta entonces la había
    entrevisto en el cielo. Se puso de moda, era el alma de todas
    las conversaciones, sin menoscabo de su modestia, y tomó
    sin envanecerse un puesto de preferencia entre los astros. Los
    periódicos reprodujeron las anécdotas añejas
    en que el Sol de los lobos figuraba como protagonista; recordaron
    las influencias que le atribuía la ignorancia de las
    primeras edades; la cantaron en todos los tonos, y poco le
    faltó para que citasen de ella algunas frases ingeniosas.
    América entera se sintió acometida de
    selenomanía.

    Las revistas científicas trataron más
    especialmente las cuestiones que se referían a la empresa
    del GunClub, y publicaron, comentándola y
    aprobándola sin reserva, la carta del observatorio de
    Cambridge.

    A nadie, ni aun al más lego de los yanquis, le
    estaba permitido ignorar uno solo de los hechos relativos a su
    satélite, ni respecto del particular se hubiera tampoco
    tolerado que las personas de menos cacumen hubiesen admitido
    supersticiosos errores. La ciencia llegaba a todas partes bajo
    todas las formas imaginables; penetraba por los oídos, por
    los ojos, por todos los sentidos; en
    una palabra, era imposible ser un asno… en
    astronomía.

    Hasta entonces la generalidad ignoraba cómo se
    había podido calcular la distancia que separa la Luna de
    la Tierra. Los sabios se aprovecharon de las circunstacias para
    enseñar hasta a los más negados que la distancia se
    obtenía midiendo el paralaje de la Luna. Y si la palabra
    paralaje les dejaba a oscuras, decían que paralaje es el
    ángulo formado por dos líneas rectas que parten a
    la Luna desde cada una de las extremidades del radio terrestre. Y
    si alguien dudaba de la perfección de este método, se
    le probaba inmediatamente que esta distancia media no sólo
    era de 234.347 millas (94.330 leguas), sino que los
    astrónomos no se equivocaban ni en 70 millas (30
    leguas).

    A los que no estaban familiarizados con los movimientos
    de la Luna, los periódicos les demostraban diariamente que
    la Luna posee dos movimientos distintos, el primero llamado de
    rotación alrededor de su eje, y el segundo llamado de
    traslación alrededor de la Tierra, verificándose
    los dos en igual período de tiempo, o sea en veintisiete
    días y un tercio.(1)

    1. Es la duración de la
    revolución sideral, es decir, el tiempo que tarda la Luna
    en volver a una misma estrella.

    El movimiento de rotación es el que crea el
    día y la noche en la superficie de la Luna, pero no hay
    más que un día, más que una noche por cada
    mes lunar, durando cada uno trescientas cincuenta y cuatro horas
    y un tercio. Afortunadamente para ella, el hemisferio que
    mira

    al globo terrestre está alumbrado por éste
    con una intensidad igual a la luz de catorce Lunas. En cuanto al
    otro hemisferio, siempre invisible, tiene, como es natural,
    trescientas cincuenta y cuatro horas de una noche absoluta, algo
    atemperada por la pálida claridad que cae de las
    estrellas. Este fenómeno se debe únicamente a que
    los movimientos de rotación y traslación se
    verifican en un período de tiempo rigurosamente igual,
    fenómeno común, según Cassini y Hers, a los
    satélites de Júpiter y muy probablemente a todos
    los otros.

    Algún individuo muy
    aplicado, pero algo duro de mollera, no comprendía
    fácilmente que si la Luna presentaba invariablemente la
    misma faz a la Tierra durante su traslación, fuese esto
    debido a que en el mismo período de tiempo
    describía una vuelta alrededor de sí misma. A esto
    se le decía:

    -Vete a to comedor, da una vuelta alrededor de la mesa
    mirando siempre su centro, y cuando hayas concluido to paseo
    circular, habrás dado una vuelta alrededor de ti mismo,
    pues que to vista habrá recorrido sucesivamente todos los
    puntos del comedor. Pues bien, el comedor es el Cielo, la mesa es
    la Tierra y tú eres la Luna.

    Y los más reacios quedaban encantados de la
    comparación.

    Tenemos, pues, que la Luna presenta incesantemente el
    mismo hemisferio a la Tierra, si bien, para ser más
    exactos, debemos añadir que, a consecuencia de cierto
    balance y bamboleo del Norte al Sur y del Oeste al Este llamado
    libración, se deja ver un poco más de la mitad de
    su disco, o sea cincuenta y siete centésimas partes de
    él aproximadamente.

    Luego que los ignorantes -por to que atañe al
    movimiento de rotación de la Luna- supieron tanto como el
    director del observatorio de Cambridge, se ocuparon de su
    movimiento de traslación alrededor de la Tierra, y veinte
    revistas científicas les instruyeron inmediatamente.
    Entonces supieron que el firmamento, con su infinidad de
    estrellas, puede considerarse como un vasto cuadrante por el que
    la Luna se pasea indicando la hora verdadera a todos los
    habitantes de la Tierra. Supieron también que en este
    movimiento el astro de la noche presenta sus diferentes fases;
    que la Luna es llena cuando se halla en oposición con el
    Sol, es decir, cuando los tres astros se hallan sobre la misma
    línea, estando la Tierra en medio; que la Luna es nueva
    cuando se halla en conjunción con el Sol, es decir, cuando
    se halla entre la Tierra y él, y, por fin, que la Luna se
    halla en su primero o su último cuarto cuando forma con el
    Sol y la Tierra un ángulo recto del cual ocupa el
    vértice.

    Algunos yanquis perspicaces deducían entonces la
    consecuencia de que los eclipses no pueden reproducirse sino en
    las épocas de conjunción o de oposición, y
    raciocinaban perfectamente. En conjunción, la Luna puede
    eclipsar al Sol, al paso que en oposición es la Tierra
    quien puede eclipsar a la Luna, y si estos eclipses no
    sobrevienen dos veces al mes, se debe a que el plano en que se
    mueve la Luna está inclinado sobre la eclíptica, o
    en otros términos, sobre el plano en que se mueve la
    Tierra.

    Respecto a la altura que el astro de la noche puede
    alcanzar en el horizonte, la carta del observatorio de Cambridge
    ya había dicho cuanto podía desearse. Todos
    sabían que la altura varía según la latitud
    del lugar desde el cual se observa. Pero las únicas zonas
    del globo en que la Luna pasa por el cenit, es decir, en que se
    coloca diariamente encima de la cabeza de los que la contemplan,
    se hallan necesariamente comprendido entre el paralelo 28 y el
    ecuador. De aquí la importancia suma de la
    recomendación de hacer el experimento desde un punto
    cualquiera de esta parte del globo, a fin de que el proyectil
    pudiera avanzar perpendicularmente y sustraerse más pronto
    a la acción de la gravedad. Esta condición era
    esencial para el buen resultado de la empresa, y no dejaba de
    preocupar vivamente a la opinión
    pública.

    En cuanto a la línea que sigue la Luna en su
    traslación alrededor de la Tierra, el observatorio de
    Cambridge se había expresado tan claramente que los
    más ignorantes comprendieron que es una línea curva
    entrante, una elipse y no un círculo en que la Tierra
    ocupa uno de los focos. Estas órbitas elípticas son
    comunes a todos los planetas y a todos los satélites, y la
    mecánica racional prueba rigurosamente que no puede ser
    otra cosa. Para todos fue evidente que la Luna se halla to
    más lejos posible de la Tierra estando en su apogeo y to
    más cerca en su perigeo.

    He aquí, pues, to que todo americano sabía
    de grado o por fuerza, y to que nadie podía ignorar
    decentemente. Pero si muy fácil fue vulgarizar
    rápidamente estos principios, no to
    fue tanto desarraigar muchos errores y ciertos miedos
    ilusorios.

    Algunas almas pacatas sostenían que la Luna era
    un antiguo cometa que, recorriendo su órbita alrededor del
    Sol, pasó junto a la Tierra y se detuvo en su
    círculo de atraccióñ. Así
    pretendían explicar los astrónomos de salón
    el aspecto ceniciento de la Luna, desgracia irreparable de que
    acusaban al astro radiante. Verdad es que cuando se les
    hacía notar que los cometas tienen atmósfera y que
    la Luna carece de ella o poco menos, se encogían de
    hombros sin saber qué responder.

    Otros, pertenecientes al gremio de los temerosos,
    manifestaban respecto de la Luna cierto pánico.
    Habían oído decir que, según las
    observaciones hechas en tiempo de los califas, el movimiento de
    rotación de la Luna se aceleraba en cierta
    proporción, de to que dedujeron, lógicamente sin
    duda, que a una aceleración de movimiento debía
    corresponder una disminución de distancia entre los dos
    astros, y que prolongándose hasta lo infinito este doble
    efecto, la Luna, al fin y al cabo, había de chocar con la
    Tierra. Debieron, sin embargo, tranquilizarse y dejar de temer
    por la suerte de las generaciones futuras cuando se les
    demostró que, según los cálculos del ilustre
    matemático francés Laplace, esta
    aceleración de movimiento estaba contenida dentro de
    límites muy estrechos, y que no tardaría en suceder
    a ella una disminución proporcional. El equilibrio del
    mundo solar no podía, por consiguiente, alterarse en los
    siglos venideros.

    Quedaba en último término la clase
    supersticiosa de los ignorantes, que no se contentan con ignorar,
    sino que saben to que no es, y respecto de la Luna sabían
    demasiado; algunos de ellos consideraban su disco como un
    bruñido espejo por cuyo medio se podían ver desde
    distintos puntos de la Tierra y comunicarse sus pensamientos.
    Otros pretendían que de las mil Lunas nuevas observadas,
    novecientas cincuenta habían acarreado notables
    perturbaciones, tales como cataclismos, revoluciones, terremotos,
    diluvios, pestes, etc., es decir, que creían en la
    influencia misteriosa del astro de la noche sobre los destinos
    humanos. La miraban como el verdadero contrapeso de la
    existencia: creían que cada selenita correspondía a
    un habitante de la Tierra, al cual estaba unido por uri lazo
    simpático; decían, con el doctor Mead, que el
    sistema vital le está enteramente sometido, y
    sostenían con una convicción profunda que los
    varones nacen principalmente durante la Luna llena y las hembras
    en el cuarto menguante, etcétera. Pero tuvieron, al fin,
    que renunciar a tan groseros errores y reconocer la verdad, y si
    bien la Luna, despojada de su supuesta influencia, perdió
    en el concepto de
    ciertos cortesanos toda su categoría, si algunos le
    volvieron la espalda, se declaró partidario suyo la
    inmensa mayoría. En cuanto a los yanquis, no abrigaban
    más ambición que la de tomar posesión de
    aquel nuevo continente de los aires para enarbolar en la
    más erguida cresta de sus montañas el poderoso
    pabellón, salpicado de estrella: de los Estados Unidos de
    América.

    VII

    El
    himno al proyectil

    En su memorable carta del 7 de octubre, el observatorio
    de Cambridge había tratado la cuestión bajo el
    punto de vista astronómico, pero era preciso resolverla
    mecánicamente. En este concepto las dificultades
    prácticas hubieran parecido insuperables a cualquier otro
    país que no hubiese sido América. En los Estados
    Unidos pareció cosa de juego.

    El presidente Barbicane había nombrado, sin
    pérdida de tiempo, en el seno del Gun-Club, una
    comisión ejecutiva. Esta comisión debía en
    tres sesiones dilucidar las tres grandes cuestiones del
    cañón, del proyectil y de las pólvoras. Se
    componía de cuatio miembros muy conocedores de estas
    materias. Barbicane, con voto preponderante en caso de empate, el
    general Morgan, el mayor Elphiston y el inevitable J. T. Maston,
    a quien se confiaron las funciones de
    secretario.

    El 8 de octubre, la comisión se reunió en
    casa del presidente Barbicane: 3, Republican Street. Como
    importaba mucho que el estómago no turbase con sus gritos
    una discusión tan grave, los cuatro miembros del Gun-Club
    se sentaron a una mesa cubierta de bocadillos y de enormes
    teteras. Enseguida J. T. Maston fijó su pluma en su brazo
    postizo, y empezó la sesión.

    Barbicane tomó la palabra.

    -Mis queridos colegas -dijo-, estamos llamados a
    resolver uno de los más importantes problemas de
    la balística, la ciencia por excelencia, que trata del
    movimiento de los proyectiles, es decir, de los cuerpos lanzados
    al espacio por una fuerza de impulsión cualquiera y
    abandonados luego a sí mismos.

    -¡Oh! ¡La balística! ¡La
    balística! -exclamó J. T. Maston con voz
    conmovida.

    -Tal vez hubiera parecido más lógico
    -repuso Barbicane- dedicar esta primera sesión a la
    discusión del cañón…

    -En efecto -respondió el general
    Morgan.

    -Sin embargo -repuso Barbicane-, después de
    maduras reflexiones, me ha parecido que la cuestión del
    proyectil debía preceder a la del cañón, y
    que las dimensiones de éste debían subordinarse a
    las de aquél.

    -Pido la palabra -lijo J. T. Maston.

    Se le concedió la palabra con la prontitud y
    espontaneidad a que le hacía acreedor su magnífico
    pasado.

    -Mis dignos amigos -dijo con acento inspirado-, nuestro
    presidente tiene razón en dar a la cuestión del
    proyectil preferencia sobre todas las otras. La bala que vamos a
    enviar a la Luna es nuestro mensajero, nuestro embajador, y os
    suplico que me permitáis considerarlo bajo un punto de
    vista puramente moral.

    Esta manera nueva de examinar un proyectil excitó
    singularmente la curiosidad de los miembros de la
    comisión, por to que escucharon con la más viva
    atención las palabras de J. T. Maston.

    -Mis queridos colegas -repuso éste-, seré
    breve. Dejaré a un lado la bala física, la bala que
    mata, para no ocuparme más que de la bala matemática, la bala moral. La bala es para
    mí la más brillante manifestación del poder
    humano; éste se resume enteramente en ella:
    creándola es como el hombre se ha acercado más al
    Creador.

    -¡Muy bien! -dijo el mayor Elphiston.

    -En efecto -exclamó el orador-, si Dios ha hecho
    las estrellas y los planetas, el hombre ha hecho la bala, este
    criterio de las velocidades terrestres, esta reducción de
    los astros errantes en el espacio, que en definitiva tampoco son
    más que proyectiles. ¡A Dios corresponde la
    velocidad de la electricidad, la
    velocidad de la luz, la velocidad de las estrellas, la velocidad
    de los cometas, la velocidad de los planetas, la velocidad de los
    satélites, la velocidad del sonido, la
    velocidad del viento! ¡Pero a nosotros la velocidad de la
    bala, cien veces superior a la de los trenes y a la de los
    caballos más rápidos!

    J. T. Maston estaba en éxtasis: su voz tomaba
    acentos líricos cantando este himno sagrado a la
    bala.

    -¿Queréis cifras? -repuso-. ¡Os las
    presentaré elocuentes! Fijaos sencillamente en la modesta
    bala de veinticuatro(1): si bien corre con una velocidad
    ochocientas mil veces menor que la de la electricidad,
    seiscientas cuarenta mil veces menor que la de la luz, y setenta
    y seis veces menor que la de la Tierra en su movimiento de
    traslación alrededor del Sol, sin embargo, al salir del
    canon, excede en rapidez al sonido,(2) avanza 200 toesas por
    segundo, 2.000 toesas en diez segundos, 14 millas por minuto (6
    leguas), 840 millas por hora (360 leguas) y 20.100 millas por
    día (8.640 leguas), es decir, la velocidad de los puntos
    del ecuador en el movimiento de rotación del globo, que es
    de 7.336.500 millas por año (3.155.760 leguas).
    Tardaría, pues, once días en trasladarse a la Luna,
    doce años en llegar al Sol, trescientos sesenta
    años en alcanzar a Neptuno, en los límites del
    mundo solar. ¡He aquí to que haría esta
    modesta bala, obra de nuestras manos! ¿Qué
    será, pues, cuando haciendo esta velocidad veinte veces
    mayor la lancemos a una rapidez de 7 millas por segundo?
    ¡Bala soberbia! ¡Espléndido proyectil!
    ¡Me complazco en pensar que serás a11á arriba
    recibida con los honores debidos a un embajador
    terrestre!

     

    Partes: 1, 2, 3, 4, 5

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