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Julio Verne – De la Tierra a la Luna (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Partes: 1, , 3, 4, 5

1. Es decir, que pesa
veinticuatro libras.

2. Así es que cuando se
ha oído el
estampido de la boca de fuego, el que to ha oído no puede
ser ya herido por la bala.

Entusiastas hurras acogieron esta retumbante
peroración, y J. T. Maston, muy conmovido, se sentó
entre las felicitaciones de sus colegas.

-Y ahora -dijo Barbicane- que hemos pagado un tributo a
la poesía,
vámonos directamente al grano.

-Vamos al grano -respondieron los miembros del
comité, echándose cada uno al coleto media docena
de bocadillos.

-Ya sabéis cuál es el problema que hay que
resolver -repuso el presidente-. Se trata de dar a un proyectil
una velocidad de
12.000 yardas por segundo. Tengo motivos para creer que to
conseguiremos. Pero ahora examinemos las velocidades obtenidas
hasta la fecha. Acerca del particular, el general Morgan
podrá instruirnos.

-Tanto más -respondió el general- cuanto
que, durante la guerra, era
miembro de la comisión de experimentos. Os
diré, pues, que los cañones de a 100 de Dahlgreen,
que alcanzaban 2.500 toesas, daban a su proyectil una velocidad
inicial de 500 yardas por segundo.

-Bien. ¿Y el columbiad (1) Rodynan?
-preguntó el presidente.

1. Los americanos dan el nombre
de columbiad a estas enormes máquinas
de destrucción.

-El columbiad Rodman, ensayado en el fuerte
Hamilton, lanzaba una bala de media tonelada de peso a una
distancia de 6 millas, a una velocidad de 800 yardas por segundo,
resultado que no han obtenido nunca en Inglaterra,
Armstrong y Pallisier.

-¡Oh! ¡Los ingleses! -murmuró J. T.
Maston, volviendo hacia el horizonte del Este su formidable mano
postiza.

-¿Así pues -repuso Barbicane-, 800 yardas
son el máximo de la velocidad alcanzada hasta ahora en
balística?

-Sí -respondió Morgan.

-Diré, sin embargo -replicó J. T. Maston-,
que si mi mortero no hubiese reventado…

-Sí, pero reventó -respondió
Barbicane con un ademán benévolo-. Tomemos, pues,
por punto de partida la velocidad de 800 yardas. La necesitamos
veinte veces mayor. Dejando para otra sesión la
discusión de los medios
destinados a producir esta velocidad, Ilamo vuestra atención, mis queridos colegas, sobre las
dimensiones que conviene dar a la bala. Bien comprendéis
que no se trata ahora de proyectiles que pesen media
tonelada.

-¿Por qué no? -preguntó el
mayor.

-Porque -respondió al momento J. T. Maston- se
necesita una bala que sea bastante grande para llamar la
atención de los habitantes de la Luna, en el supuesto de
que la Luna tenga habitantes.

-Sí -respondió Barbicane-, y
también por otra razón aún más
importante.

-¿Qué queréis decir, Barbicane?
-preguntó el mayor.

-Quiero decir que no basta enviar un proyectil para no
volverse a ocupar de él; es menester que le sigamos
durante su viaje hasta el momento de llegar a su
destino.

-¡Cómo! -dijeron el general y el mayor,
algo sorprendidos de la proposición.

-Es natural -repuso Barbicane con la seguridad de un
hombre que
sabe to que se dice-, de otra suerte nuestro experimento no
produciría el menor resultado.

-Pero entonces -replicó el mayor- ¿vais a
dar al proyectil dimensiones enormes?

 

-No, escuchadme. Ya sabéis que los instrumentos
de óptica
han adquirido una perfección suma. Con ciertos telescopios
se han llegado a obtener aumentos de seis mil veces el
tamaño natural, y a acercar la Luna a unas
dieciséis leguas. A esta distancia, los objetos cuyo
volumen es de
60 pies, son perfectamente visibles. Si no se ha llevado
más lejos el poder de
penetración de los telescopios, ha sido porque este poder
no se ejerce sino en menoscabo de la claridad; la Luna, que no es
más que un espejo reflector, no envía una luz bastante
intensa para que se pueda llevar el aumento más
allá de ese límite.

-¿Qué pensáis, pues, hacer?
-preguntó el general-. ¿Daréis a vuestro
proyectil un diámetro de sesenta pies?

-¡No!

-¿Os comprometéis, pues, a volver la Luna
más luminosa?

-Precisamente.

-¡Me gusta la ocurrencia! -exclamó J. T.
Maston.

-Es una cosa muy sencilla-respondió Barbicane-.
Si se llega a disminuir la densidad de la
atmósfera
que atraviesa la luz de la Luna, ¿no es evidente que se
habrá vuelto esta luz más intensa?

-Evidentemente.

-Pues bien, para obtener este resultado, me
bastará colocar mi telescopio en alguna montaña
elevada, y es lo que haremos.

-Convenido, convenido -respondió el mayor-.
¡Tenéis una manera de simplificar las cosas…!
¿Y qué aumento esperáis obtener
así?

-Un aumento de cuarenta y ocho mil veces, que nos
pondrá la Luna a una distancia que será no
más que de cinco millas, y los objetos para ser visibles
no necesitarán tener más que un diámetro de
nueve pies.

-¡Perfectamente! -exclamó J. T. Maston-.
¿Nuestro proyectil va a tener nueve pies de
diámetro?

-Ni más ni menos.

-Permitidme deciros, sin embargo -repuso el mayor
Elphiston-, que, aun así, será un peso tal …
.

-¡Oh, mayor! -respondió Barbicane-. Antes
de discutir su peso, permitidme deciros que nuestros padres
hacían, en este género,
maravillas. Lejos de mí la idea de que la balística
no ha progresado, pero bueno es saber que ya en la Edad Media se
obtenían resultados sorprendentes, y aun me
atreveré a decir más sorprendentes que los
nuestros.

-Eso contádselo a mi abuela-replicó
Morgan.

Justificad vuestras palabras -exclamó al momento
J. T. Maston.

-Nada más fácil -replicó
Barbicane-, puedo citar ejemplos en apoyo de mi aserción.
En el sitio que puso a Constantinopla Mohamed II, en 1543, se
lanzaron balas de piedra que pesaban 1.900 libras, que
serían de un regular tamaño.

-¡Oh! ¡Oh! -exclamó el mayor-. Muchas
libras son 1.900.

-En Malta, en tiempos de los caballeros, cierto
cañón del fuerte de San Telmo arrojaba proyectiles
que pesaban 2.500 libras.

-¡Imposible!

-Por último, según un historiador
francés, bajo el reinado de Luis XI, había un
mortero que arrojaba una bomba de 500 libras de peso solamente;
pero esta bomba, partiendo de la Bastilla, que era un punto en
que los locos encerraban a los cuerdos, iba a caer en Charenton,
que es un punto donde los cuerdos encierran a los
locos.

-¡Imposible!

-¡Muy bien! -dijo J. T. Maston.

-¿Qué hemos visto nosotros después,
en resumidas cuentas?
¡Los cañones Armstrong, que disparan balas de 500
libras, y los columbiads Rodman, que disparan balas de media
tonelada! Parece, pues, que si los proyectiles han ganado en
alcance, en peso más han perdido que han ganado. Haciendo
los debidos esfuerzos, llegaremos con los progresos de la ciencia a
decuplicar el peso de las balas de Mohamed II y de los caballeros
de Malta.

-Es evidente -respondió el mayor-. Pero
¿de qué metal pensáis echar mano para el
proyectil?

-Del hierro
fundido, pura y simplemente -dijo el general Morgan.

-¡Hierro fundido! -exclamó J. T. Maston con
profundo desdén-. El hierro es un metal muy ordinario para
fabricar una bala destinada a hacer una visita a la
Luna.

-No exageremos, mi distinguido amigo -respondió
Morgan-. El hierro fundido bastará.

-Entonces -repuso el mayor Elphiston-, puesto que el
peso de la bala es proporcionado a su volumen, una bala de hierro
fundido, que mide nueve pies de diámetro, pesará
horriblemente.

-Horriblemente, si es – maciza; pero no si es hueca dijo
Barbicane.

-¡Hueca! ¿Será, pues, una
granada?

-¡En la que pondremos mensajes! -replicó J.
T. Maston-. ¡Y muestras de nuestras producciones
terrestres!

-¡Sí, una granada -respondió
Barbicane-; no puede ser otra cosa! Una bala maciza de 108
pulgadas, pesaría más de 200.000 libras, y este
peso es evidentemente excesivo. Sin embargo, como es menester que
el proyectil tenga cierta consistencia, propongo que se le
consienta un peso de 20.000 libras.

-¿Cuál será, pues, el grueso de sus
paredes? -preguntó el mayor.

-Si seguimos la proporción reglamentaria
-respondió Morgan-, un diámetro de 108 pulgadas
exigirá paredes que no bajen de 2 pies.

-Sería demasiado -contestó Barbicane-.
Notad bien que no se trata de una bala destinada a taladrar
planchas de hierro; basta, pues, que sus paredes sean bastante
fuertes para contrarrestar la presión de
los gases de la
pólvora. He aquí, pues, el problema:
¿qué grueso debe tener una granada de hierro
fundido para no pesar más que 20.000 libras? Nuestro
hábil calculador, el intrépido Maston, va a decirlo
ahora mismo.

-Nada más fácil -replicó el
distinguido secretario de la comisión.

Y sin decir más, trazó fórmulas
algebraicas en el papel, apareciendo bajo su pluma X y más
X elevadas hasta la segunda potencia. Hasta
pareció que extraía, sin tocarla, cierta
raíz cúbica y dijo:

-Las paredes no llegarán a tener el grueso de dos
pulgadas.

-¿Será suficiente? -preguntó el
mayor con un ademán dubitativo.

-No, evidentemente, no -respondió el presidente
Barbicane.

-¿Qué se hace, pues? -repuso Elphiston
bastante perplejo.

-Emplear otro metal.

-¿Cobre?–dijo
Morgan.

-No; es aún demasiado pesado, y os propongo otro
mejor.

-¿Cuál? -dijo el mayor.

-El aluminio
-respondió Barbicane.

-¿Aluminio? -exclamaron los tres colegas del
presidente.

-Sin duda, amigos míos. Ya sabéis que un
ilustre químico francés, Henry Sainte-Claire
Deville, Ilegó en 1854 a obtener el aluminio en masa
compacta. Este precioso metal time la blancura de la plata, la
inalterabilidad del oro, la
tenacidad del hierro, la fusibilidad del cobre y la ligereza del
vidrio. Se
trabaja fácilmente, abunda en la naturaleza,
pues la alúmina
forma la base de la mayor parte de las rocas; es tres
veces más ligero que el hierro, y parece haber sido creado
expresamente para suministrarnos la materia de que
se ha de componer nuestro proyectil.

-¡Bien por el aluminio! -exclamó el
secretario de la comisión, siempre muy estrepitoso en sus
momentos de entusiasmo.

-Pero, mi estimado presidente -dijo el mayor-,
¿no es acaso el aluminio excesivamente caro?

-Lo era -respondió Barbicane-; en los primeros
tiempos de su descubrimiento, una libra de aluminio costaba de
260 a 280 dólares (cerca de 1.500 francos); después
bajó a 20 dólares (150 francos), y actualmente vale
9 dólares (48 francos).

-Aun así -replicó el mayor, que no daba
fácilmente su brazo a torcer-, es un precio
enorme.

-Sin duda, mi querido mayor, pero no inasequible a
nuestros medios.

-¿Cuánto pesará, pues?
-preguntó Morgan.

-He aquí el resultado de mis cálculos
-respondió Barbicane-. Una bala de 108 pulgadas de
diámetro y de 12 pulgadas de espesor pesaría,
siendo de hierro colado, 67.440 libras; construida en aluminio,
su peso queda reducido a 19.250 libras.

-¡Perfectamente! -exclamó Maston-. No nos
separamos del programa.

-Sí, perfectamente -replicó el mayor-.
Pero ¿no veis que a 9 dólares la libra el proyectil
costará…?

-Ciento setenta y tres mil doscientos cincuenta
dólares, exactamente; pero no temáis, amigos, no
faltará dinero para
nuestra empresa, respondo
de ello.

-Una lluvia de oro caerá en nuestras cajas
-replicó J. T. Maston.

-Pues bien, ¿qué os parece el aluminio?
-preguntó el presidente.

-Adoptado -respondieron los tres miembros de la
comisión.

-En cuanto a la forma de la bala -repuso Barbicane-,
importa poco, pues una vez traspasada la atmófera, el
proyectil se hallará en el vacío. Propongo, por
tanto, que la bala sea redonda, para que gire como mejor le
parezca y se conduzca del modo que le dé la
gana.

Así terminó la primera sesión de la
comisión. La cuestión del proyectil estaba
definitivamente resuelta, y J. T. Maston no cabía de
alegría en su pellejo, pensando que se iba a enviar una
bala de aluminio a los selenitas, to que les daría una
alta idea de los habitantes de la
Tierra.

 

VIII

Historia del
cañón

Las resoluciones tomadas en la primera sesión
produjeron en el exterior un gran efecto. La idea de una bala de
20.000 libras atravesando el espacio alarmaba un poco a los
meticulosos. ¿Qué cañón, se
preguntaban, podrá transmitir jamás a semejante
mole una velocidad inicial suficiente? Durante la segunda
sesión de la comisión debía responderse
satisfactoriamente a esta pregunta.

Al día siguiente por la noche, los cuatro
miembros del Gun-Club se sentaban delante de nuevas
montañas de emparedados, a la orilla de un verdadero
océano de té. La discusión empezó de
inmediato, sin ningún preámbulo.

-Mis queridos colegas -dijo Barbicane-, vamos a
ocuparnos de la máquina que se ha de construir, de su
tamaño, forma, composición y peso. Es probable que
lleguemos a darle dimensiones gigantescas, pero, por grandes que
sean las dificultades, nuestro genio industrial las
allanará fácilmente. Tened, pues, la bondad de
escucharme, y no os desagrade hacerme las objeciones que os
parezcan convenientes. No las temo.

Un murmullo aprobador acogió esta
declaración.

-No olvidemos -continuó Barbicane- el punto a que
ayer nos condujo nuestra discusión. El problema se
presenta ahora bajo esta forma: dar una velocidad inicial de
12.000 yardas por segundo a una granada de 108 pulgadas de
diámetro y de 20.000 libras de peso.

-He aquí el problema, en efecto -respondió
el mayor Elphiston.

-Prosigo -repuso Barbicane-. Cuando un proyectil se
lanza al espacio, ¿qué sucede? Se halla solicitado
por tres fuerzas independientes: la resistencia del
medio, la atracción de la Tierra y la
fuerza de
impulsión de que está animado. Examinemos estas
tres fuerzas. La resistencia del medio, es decir, la resistencia
del aire,
será poco importante. La atmósfera terrestre no
tiene más que 40 millas de altura, que con una velocidad
de 12.000 yardas el proyectil podrá atravesar en cinco
segundos, lo que nos permite considerar la resistencia del medio
como insignificante. Pasemos a la atracción de la Tierra,
es decir, al peso de la granada. Ya sabemos que este peso
disminuirá en razón inversa del cuadrado de las
distancias. He aquí to que la física nos
enseña: cuando un cuerpo abandonado a sí mismo cae
a la superficie de la Tierra, su caída es de 15 pies(1) en
el primer segundo, y si este mismo cuerpo fuese transportado a
257.542 millas o, en otros términos, a la distancia a que
se encuentra la Luna, su caída quedaría reducida a
cerca de media línea, en el primer segundo, to que es casi
la inmovilidad. Trátase, pues, de vencer progresivamente
esta acción
del peso. ¿Cómo la venceremos? Mediante la fuerza
de impulsión.

  1. 4,90 metros.

-He aquí la dificultad -respondió el
mayor.

-En efecto -repuso el presidente-, pero la allanaremos,
porque la fuerza de impulsión que necesitamos resulta de
la longitud de la máquina y de la cantidad de
pólvora empleada, hallándose ésta limitada
por la resistencia de aquélla. Ocupémonos ahora,
pues, de las dimensiones que hay que dar al cañón.
Téngase en cuenta que podemos procurarle condiciones de
una resistencia infinita, si es lícito hablar así,
pues no se tiene que maniobrar con él.

-Es evidente -respondió el general.

-Hasta ahora-dijo Barbicane-, los cañones
más largos, nuestros enormes columbiads, no han pasado de
veinticinco pies de longitud; mucha sorpresa causarán,
pues, a la gente las dimensiones que tendremos que
adoptar.

-Sin duda -exclamó J. T. Maston-. Yo propongo un
cañón cuya longitud no baje de media
milla.

-¡Media milla! -exclamaron el mayor y el
general.

-Sí, media milla, y me quedo corto.

-Vamos, Maston -respondió Morgan-.
Exageráis.

-No -replicó el fogoso secretario-, no sé
en verdad por qué me tacháis de
exagerado.

-¡Porque vais demasiado lejos!

-Sabed, señor -respondió J. T. Maston, con
solemne gravedad-, sabed que un artillero es como una bala, que
no puede it demasiado lejos.

La discusión tomaba un carácter personal, pero el
presidente intervino.

-Calma, amigos, calma, y razonemos. Se necesita
evidentemente un cañón de gran calibre, puesto que
la longitud de la pieza aumentará la presión de los
gases acumulados debajo del proyectil, pero es inútil
pasar de ciertos límites.

-Perfectamente-dijo el mayor.

-¿Qué reglas hay para semejantes casos?
Ordinariamente la longitud de un cañón es la de 20
a 25 veces el diámetro de la bala, y pesa de 235 a 240
veces más que ésta.

-No basta -exclamó J. T. Maston
impetuosamente.

-Convengo en ello, mi digno amigo. En efecto, siguiendo
la proporción indicada, para el proyectil que tuviese 9
pies de ancho y pesase 20.000 libras, el cañón no
tendría más que una longitud de 225 pies y un peso
de 200.000 libras.

-Lo que es ridículo -añadió J. T.
Maston-; tanto valdría echar mano de una
pistola.

-Yo también opino to mismo -respondió
Barbicane-, por lo que propongo cuadruplicar esta longitud y
construir un cañón de novecientos pies.

El general y el mayor hicieron algunas objeciones; pero
sostenida resueltamente la proposición por el secretario
del Gun-Club, se adoptó definitivamente.

-Ahora sepamos -dijo Elphiston- qué grueso
debemos dar a sus paredes.

-Seis pies -respondió Barbicane.

-Supongo que no intentaréis colocar en una
cureña semejante mole -preguntó el
mayor.

-¡Lo que, sin embargo, sería
soberbio!

-Pero impracticable -respondió Barbicane-. Creo
que se debe fundir el cañón en el punto mismo en
que se ha de disparar, ponerle abrazaderas de hierro forjado y
rodearlo de una obra de mampostería, de modo que participe
de toda la resistencia del terreno circundante. Fundida la pieza,
se pulirá el ánima para impedir el viento(1) de la
bala, y de este modo no habrá pérdida de gas, y toda la
fuerza expansiva de la pólvora se invertirá en la
impulsión.

1. Se denomina viento, en
balística, al espacio que algunas veces queda entre el
proyectil y el ánima de la pieza.

-¡Bravo! -exclamó J. T. Maston-. Ya tenemos
nuestro cañón.

-¡Todavía no! -respondió Barbicane,
calmando con la mano a su impaciente amigo.

-¿Por qué?

-Porque hasta ahora no hemos discutido aún su
forma. ¿Será un cañón, un obús
o un mortero?

-Un cañón -respondió
Morgan.

-Un lanzaobuses -replicó el mayor.

-Un mortero -exclamó J. T. Maston.

Iba a empeñarse una nueva discusión que
prometía ser bastante acalorada, y cada cual preconizaba
su arma favorita, cuando intervino el presidente.

-Amigos míos -dijo-, voy a poneros a todos de
acuerdo. Nuestro columbiad participará a la vez de las
tres bocas de fuego. Será un canon, porque la
recámara y el ánima tendrán igual
diámetro. Será un lanzaobuses, porque
disparará una granada. Será un mortero, porque se
apuntará formando con el horizonte un ángulo de
noventa grados, y, además le será imposible
retroceder, estará fijo en tierra, y así
comunicará al proyectil toda la fuerza de impulsión
acumulada en sus entrañas.

-Adoptado, adoptado -respondieron los miembros de la
comisión.

-Permitidme una sencilla reflexión -dijo
ElphÍston-. ¿Este
cañón-lanzaobuses-mortero será
rayado?

-No -respondió Barbicane-, no; necesitamos una
velocidad inicial enorme, y ya sabéis que la bala sale con
menos rapidez de los cañones rayados que de los
lisos.

Justamente.

-¡En fin, ya es nuestro! -repitió J. T.
Maston.

-Aún falta algo -replicó el
presidente.

-¿Qué falta?

-Aún no sabemos de qué metal se ha de
componer.

-Decidámoslo sin demora.

-Iba a proponéroslo.

Los cuatro miembros de la Comisión se zamparon
una docena de emparedados por barba, seguidos de una buena taza
de té, y reanudaron la discusión.

-Dignísimos colegas -dijo Barbicane–, nuestro
cañón debe tener mucha tenacidad y dureza, ser
infusible al calor, ser
inoxidable a indisoluble a la acción corrosiva de los
ácidos.

-Acerca del particular, no cabe la menor duda
-respondió el mayor-. Y como será preciso emplear
una cantidad considerable de metal, la elección no puede
ser dudosa.

-Entonces -dijo Morgan-, propongo para la
fabricación del columbiad la mejor aleación que se
conoce, es decir, cien partes de cobre, doce de estaño y
seis de latón.

-Amigos míos -respondió el presidente-,
convengo en que la composición que se acaba de proponer ha
dado resultados excelentes, pero costaría mucho y se
maneja difícilmente. Creo, pues, que se debe adoptar una
materia que es excelente y al mismo tiempo barata,
cual es el hierro fundido. ¿No sois de mi opinion,
mayor?

-Estamos de acuerdo -respondió
Elphiston.

-En efecto-respondió Barbicane-, el hierro
fundido cuesta diez veces menos que el bronce; es fácil de
fundir y de amoldar, y se deja trabajar dócilmente. Su
adopción
economiza dinero y tiempo. Recuerdo, además, que durante
la guerra, en el sitio de Atlanta, hubo piezas de hierro que de
veinte en veinte minutos dispararon más de mil tiros sin
experimentar deterioro alguno.

-Pero el hierro fundido es quebradizo -respondió
Morgan.

-Sí, pero también muy resistente.
Además, no reventará, respondo de ello.

-Un cañón puede reventar y ser bueno
-replicó sentenciosamente J. T. Maston, abogando pro domu
sua como si se sintiese aludido.

-Es evidente -respondió Barbicans-. Me permito,
pues, suplicar a nuestro digno secretario que calcule el peso de
un cañón de hierro fundido de 900 pies de longitud
y de un diámetro interior o calibre de 9 pies, con un
grueso de 6 pies en sus paredes.

-Al momento -respondió J. T. Maston.

Y como to había hecho en la sesión
anterior, hizo sus cálculos con una maravillosa facilidad,
y dijo al cabo de un minuto:

-El cañón pesará 68.040
toneladas.

-¿Y a dos céntimos la libra,
costará…?

-Dos millones quinientos diez mil setecientos un
dólares.

J. T. Maston, el mayor y el general, miraron con
inquietud a Barbicane.

-Señores -dijo éste-, repito to que dije
ayer: estad tranquilos, los millones no nos
faltarán.

Dadas estas seguridades por el presidente, la
comisión se separó, quedando citados todos sus
individuos para el día siguiente, en que
celebrarían la tercera sesión.

IX

La cuestión de las
pólvoras

Aún había que tratar la cuestión de
las pólvoras.

Esta última decision era aguardada con ansiedad
por el público. Dadas la magnitud del proyectil y la
longitud del cañón, ¿cuál
sería la cantidad de pólvora necesaria para
producir la impulsión? Este agente terrible, cuyos
efectos, sin embargo, ha dominado el hombre, iba
a ser llamado para desempeñar su papel en proporciones
insólitas.

En general, se cree, y se repite sin cesar, que la
pólvora fue inventada en el siglo xiv por el fraile
Schwartz, cuyo descubrimiento le costó la vida. Pero en la
actualidad está casi probado que esta historia se debe colocar
entre las leyendas de la
Edad Media.

La pólvora no ha sido inventada por nadie;
resulta directamente del fuego griego, compuesto como ella de
azufre y salitre, si bien estas mezclas, que
en el fuego griego no eran más que mezclas de
dilatación, en la pólvora, tal como se conoce
actualmente, al inflamarse producen un
estrépito.

Pero si bien los eruditos conocen perfectamente la falsa
historia de la pólvora, pocos son los que saben darse
cuenta de su poder mecánico, sin cuyo conocimiento
no es posible comprender la importancia del asunto sometido a la
comisión.

Un litro de pólvora pesa aproximadamente 2 libras
(900 gramos), y produce, al inflamarse, 400 libras de gases, que
haciéndose libres, y bajo la acción de una temperatura
elevada a 2.400°, ocupan el espacio de 4.000 litros. El
volumen de la pólvora es, pues, a los volúmenes de
los gases producidos por su combustión o deflagración to que 1
es a 4.000. Júzguese cuál debe ser el ímpetu
de estos gases cuando se hallan comprimidos en un espacio
reducido cuatro mil veces para contenerlos.

He aquí to que sabían perfectamente los
miembros de la comisión cuando se citaron para la tercera
sesión. Barbicane concedió la palabra al mayor.
Elphiston había sido durante la guerra director de las
fábricas de pólvora.

-Mis buenos camaradas -dijó el distinguido
químico-, vamos a enumerar unos guarismos irrecusables que
nos servirán de base. La bala de veinticuatro de que
hablaba ayer el respetable J. T. Maston en términos tan
poéticos, sale de la boca de fuego empujada por
dieciséis libras de pólvora.

-¿Estáis seguro de la
cifra? -preguntó el presidente.

-Absolutamente seguro -respondió el mayor-. El
cañón Armstrong no se carga más que con
setenta y cinco libras de pólvora para arrojar un
proyectil de ochocientas libras, y el columbiad Rodman, no gasta
más que ciento setenta libras de pólvora para
enviar a seis millas de distancia su bala de media tonelada.
Éstos son hechos acerca de los cuales no cabe la menor
duda, pues los he comprobado yo mismo en las actas de la Junta de
artillería.

-Perfectamente -respondió el general.

-De estos guarismos -repuso el mayor- se deduce que la
cantidad de pólvora no aumenta con el peso de la bala. En
efecto, si bien se necesitan dieciséis libras de
pólvora para una bala de veinticuatro, o, en otros
términos, si bien en los cañones ordinarios se
emplea una cantidad de pólvora cuyo peso es dos terceras
partes el del proyectil, esta proporción no es constante.
Calculad y veréis que para una bala de media tonelada, en
lugar de trescientas treinta y tres libras de pólvora, se
reduce esta cantidad a ciento sesenta libras
solamente.

-¿Y qué pretendéis deducir de eso?
-preguntó el presidente.

-Si lleváis vuestra teoría
al último extremo, mi querido mayor -dijo J. T. Maston-,
resultará que cuando una bala tenga un peso suficiente, no
se necesitará pólvora alguna.

-Mi amigo Maston se chancea hasta en las ocasiones
más solemnes -replicó el mayor-; pero
tranquilizaos. No tardaré en proponerle cantidades de
pólvora que dejarán satisfecho su amor propio de
artillero. Pero tenía interés en
dejar consignado que durante la guerra, la experiencia
demostró que para cargar piezas de mayor calibre, el peso
de la pólvora podía reducirse perfectamente a una
décima parte del que tiene la bala.

-No hay nada más exacto -dijo Morgan-. Pero antes
de determinar la cantidad de pólvora necesaria para dar el
impulso, opino que convendría ponernos de acuerdo sobre su
naturaleza.

-Emplearemos la pólvora de grano grueso
-respondió el mayor-, porque su deflagración es
más rápida que la de la pólvora
fina.

-Sin duda -replicó Morgan-. Pero se desmenuza
más fácilmente y altera el ánima de las
piezas.

-Lo que sería un inconveniente para un
cañón destinado a un largo servicio pero
no para nuestro columbiad. No corremos riesgo alguno de
explosión, y necesitamos que la pólvora se inflame
instantáneamente para que su efecto mecánico sea
completo.

-Podríamos -dijo J. T. Maston- abrir varios
agujeros para aplicar el fuego a un mismo tiempo a distintos
puntos.

-Sin duda -respondió Elphiston-. Pero
complicaríamos la operación. Me atengo, pues, a mi
pólvora de grano grueso que allana todas las
dificultades.

-Sea -respondió el general.

-Para cargar su columbiad -añadió
el mayor- Rodman empleaba una pólvora de granos gruesos
como castañas, hecha con carbón de sauce, tostado
sencillamente en calderas de
hierro fundido. Era una pólvora dura y brillante, que no
manchaba la mano; contenía una gran proporción de
hidrógeno y de oxígeno, se inflamaba
instantáneamente y, aunque muy desmenuzable, no
deterioraba sensiblemente las bocas de fuego.

-Me parece, pues -respondió J. T. Maston-, que no
debemos vacilar y que la elección está
hecha.

-A no ser que prefiráis la pólvora de oro
-replicó el mayor riendo, to que le valió un
ademán amenazador con que le contestó la mano
postiza de su susceptible amigo.

Hasta entonces, Barbicane se había abstenido de
tomar paxte en la discusión. Dejaba hablar y escuchaba.
Evidentemente meditaba algo. Se contentó con preguntar
sencillamente:

-¿Y ahora, amigos, qué cantidad de
pólvora proponéis? –

Los tres miembros del Gun-Club se miraron mutuamente por
un instante.

-Doscientas mil libras -dijo, por fin,
Morgan.

-Quinientas mil -replicó el mayor.

-Ochocientas mil -exclamó J. T.
Maston.

Esta vez, Elphiston no se atrevió a calificar a
su colega de exagerado. En efecto, se trataba de enviar a la Luna
un proyectil de veinte mil libras, dándole una fuerza
inicial de doce mil yardas por segundo. Siguió a la triple
proposición hecha por los tres colegas un momento de
silencio.

El presidente Barbicane lo rompió.

-Mis bravos camaradas -dijo con voz tranquila-, yo
parto del
principio de que la resistencia de nuestro cañón,
construido en las condiciones requeridas, es ilimitada. Voy,
pues, a sorprender al distinguido J. T. Maston diciéndole
que ha sido tímido en sus cálculos, y propongo
doblar sus ochocientas mil libras de pólvora.

-¿Un millón seiscientas mil libras?
-exclamó J. T. Maston saltando de su asiento.

-Como lo digo.

-Pero entonces fuerza será recurrir a mi
cañón de media milla de longitud.

-Es evidente-dijo el mayor.

-Un millón seiscientas mil libras de
pólvora -repuso el secretario de la comisión-
ocuparán aproximadamente un espacio de 22.000 pies
cúbicos,(1) y como vuestro cañón no tiene
más que una capacidad de 54.000 pies cúbicos,(2)
quedará cargado de pólvora hasta la mitad y el
ánima no será bastante larga para que la
detención de los gases dé al proyectil un impulso
suficiente.

1. Poco menos de 800 metros
cúbicos.

2. Dos mil metros
cúbicos.

La objeción no tenía réplica. J. T.
Maston estaba en to justo. Todos miraron a Barbicane.

-Sin embargo -continuó el presidente-, se
necesita la cantidad de pólvora que he dicho. Pensadlo
bien, un millón seiscientas mil libras de pólvora
producirán seis mil millones de litros de gas. ¡Seis
mil millones! ¿Lo entendéis?

-Pero, entonces, ¿cómo
hacerlo?-preguntó el general.

-Muy sencillamente. Es preciso reducir esta enorme
cantidad de pólvora conservándola con este poder
mecánico.

-¡Bueno! Pero ¿cómo?

-Voy a decíroslo -respondió tranquilamente
Barbicane.

Sus interlocutores le miraban
ávidamente.

-Nada, en efecto, es más fácil-dijo-que
reducir esta masa de pólvora a un volumen cuatro veces
menos considerable. Todos conocéis esa curiosa materia que
constituyen los tejidos
elementales de los vegetales, llamada celulosa.

-Os comprendo, querido Barbicane -dijo el
mayor.

-Esta materia -prosiguió el presidente- se saca
perfectamente pura de varios cuerpos, especialmente del algodón, y no es más que la pelusa
de los granos del algodonero. El algodón, combinado con el
ácido nítrico en frío, se transforma en una
sustancia eminentemente explosiva. En 1832, Braconnot,
químico francés, descubrió esta sustancia, a
la cual dio el nombre de xiloidina. En 1838, Pelouze, otro
francés, estudió sus diversas propiedades, y, por
último, en 1846, Shonbein, profesor de
química en
Basilea, la propuso como pólvora de guerra. Esta
pólvora es el algodón azótico o
nítrico…

-O piróxilo -respondió
Elphiston.

-O fulmicotón-replicó Morgan.

-¿No hay un solo nombre americano que pueda
ponerse al pie de este descubrimiento? -exclamó J. T.
Maston a impulsos de su amor propio nacional.

-Ni uno, desgraciadamente -respondió el
mayor.

-Sin embargo -repuso el presidente-, debo decir, para
halagar el patriotismo de Maston, que los trabajos de un
conciudadano nuestro se refieren al estudio de la celulosa, pues
el colidón, uno de los principales agentes de la fotografía, no es más que
piróxilo disuelto en el éter con adición de
alcohol, y ha
sido descubierto por Maynard, que estudiaba entonces medicina en
Boston.

-¡Pues hurra por Maynard y por el
fulmicotón! -exclamó el entusiasta secretario del
Gun-Club.

-Volvamos al piróxilo -repuso Barbicane-.
Conocéis sus propiedades, por las cuales va a ser para
nosotros tan precioso. Se prepara con la mayor facilidad,
sumergiendo algodón en ácido nítrico
humeante,(1) por espacio de quince minutos, lavándolo
después en mucha agua y
dejándolo secar.

1. Llamado así porque al
contacto del afire húmedo despide una densa humareda
blanquecina.

-Nada, en efecto, más sencillo -dijo
Morgan.

-Además, el piróxilo es inalterable a la
humedad, cualidad preciosa para nosotros, que necesitaremos
muchos días para cargar el cañón; se inflama
a los 170° en lugar de 240°, y su deflagración es
tan súbita que se inflamasobre la pólvora ordinaria
sin que tenga tiempo de inflamarse ésta.

-Perfectamente -respondió el mayor.

-Sólo que cuesta más cara.

-¿Qué importa? -dijo J. T.
Maston.

-Por último, comunica a los proyectiles una
velocidad cuatro veces mayor que la que les da la pólvora
ordinaria. Y si se mezclan con el piróxilo ocho
décimas de su peso de nitrato de potasa, su fuerza
expansiva aumenta considerablemente.

-¿Será necesaria esa mezcla?
-preguntó el mayor.

-Me parece que no -respondió Barbicane-.
Así pues, en lugar de mil seiscientas libras de
pólvora, nos bastarán quinientas libras de
fulmicotón, y como no hay peligro en comprimir quinientas
libras de algodón en un espacio de 26 pies cúbicos,
esta materia no ocupará en el columbiad más
que una altura de 30 toesas. Así recorrerá la bala
más de 700 pies de ánima bajo el esfuerzo de seis
mil millones de litros de gas antes de emprender su marcha hacia
el astro de la noche.

Al oír estas palabras, J. T. Maston no pudo
reprimir su entusiasmo, y con la velocidad de un proyectil se
arrojó a los brazos de su amigo, al cual hubiera
derribado, si Barbicane no hubiese sido un hombre hecho a prueba
de bomba.

Este incidente fue el punto final de la tercera
sesiór de la comisión. Barbicane y sus audaces
colegas, par, quienes no había nada imposible, acababan de
resolve la cuestión tan compleja del proyectil, del
cañón y de la pólvora. Formando su plan, ya no
faltaba más que ejecutarlo.

-Poca cosa, una bagatela -decía J. T.
Maston.

X

Un
enemigo para veinticinco millones de amigos

Los más insignificantes pormenores de la empresa del
Gun-Club excitaban el interés del público
americano, que seguía uno tras otro todos los pasos de la
comisión. Los menores preparativos de tan colosal
experimento, las cuestiones de cifras que provocaba, las
dificultades mecánicas que había que resolver, en
una palabra, la ejecución del gran proyecto le
absorbía completamente.

Más de un año había de mediar entre
el principio y la conclusión de los trabajos, pero este
transcurso de tiempo no podía ser estéril en
emociones. La
elección del sitio para la construcción del molde, la fundición
del columbiad, su muy peligrosa carga, eran más que
suficientes para excitar la curiosidad pública. El
proyectil, apenas disparado, desaparecería en algunas
décimas de segundo, sin ser accesible a mirada alguna;
pero to que llegaría a ser después, su manera de
conducirse en el espacio y el momento de llegar a la Luna, no
podían verlo con sus propios ojos más que unos
cuantos privilegiados. Así pues, los preparativos del
experimento, los pormenores precisos de la ejecución,
constituían entonces el verdadero interés, el
interés general, el interés
público.

Sin embargo, hubo un incidente que sobreexcitó de
pronto el atractivo puramente científico.

Ya se sabe que el proyecto de Barbicane había
agolpado en torno de
éste numerosas legiones de admiradores y amigos. Pero
aquella mayoría, por grande, por extraordinaria que fuese,
no era la unanimidad. Un hombre, un solo hombre en todos los
Estados de la Unión, protestó contra la tentativa
del Gun-Club y la atacó con violencia en
todas las ocasiones que le parecieron oportunas. Es tal la
naturaleza
humana, que Barbicane fue más sensible a esta
oposición de uno solo que a los aplausos de todos los
demás.

Y eso, pese a que conocía el motivo de semejante
antipatía, y que conocía la procedencia de aquella
enemistad aislada, enemistad personal y antigua, fundada en una
rivalidad de amor propio.

El presidente del Gun-Club no había visto ni una
vez en la vida a aquel enemigo perseverante, to que fue una
dicha, porque el encuentro de aquellos dos hombres hubiera tenido
funestas consecuencias. Aquel rival de Barbicane era un sabio
como él, de carácter altivo, audaz, seguro de
sí mismo, violento, un yanqui de pura sangre. Se
llamaba capitán Nicholl y residía en
Filadelfia.

Nadie ignora la curiosa lucha que se
empeñó durante la guerra federal entre el proyectil
y la coraza de los buques blindados, estando aquél
destinado a atravesar a ésta y estando ésta
resuelta a no dejarse atravesar. De esta lucha nació una
transformación de la marina en los Estados de los dos
continentes. La bala y la plancha lucharon con un encarnizamiento
sin igual, la una creciendo y la otra engrosando en una
proporción constante. Los buques, armados de formidables
piezas, marchaban al combate al abrigo de su invulnerable concha.
El Merrimac, el Monitor, el
Ram Tennessee, el
Wechausen(1) lanzaban proyectiles enormes, después de
haberse acorazado para librarse de los proyectiles contrarios.
Causaban a otros el daño
que no querían que los otros les causasen, siendo
éste el principio inmoral en que suele descansar todo
el arte de la
guerra.

1. Buques de la Armada
americana.

Y si Barbicane fue el gran fundidor de proyectiles,
Nicholl fue un gran forjador de planchas. El uno fundía
noche y día en Baltimore, y el otro forjaba día y
noche en Filadelfia. Los dos seguían una corriente de
ideas esencialmente opuestas.

Apenas Barbicane inventaba una nueva bala, Nicholl
inventaba una nueva plancha. El presidente del Gun-Club pasaba su
vida pensando en la manera de abrir agujeros, y el capitán
pasaba la suya pensando en la manera de impedirle que los
abriera. He aquí el origen de una rivalidad continua que
se convirtió en odio personal.

Nicholl se aparecía a Barbicane en sus
sueños bajo la forma de una coraza impenetrable contra la
cual se estrellaba, y Barbicane se aparecía en sus
sueños a Nicholl como un proyectil que le atravesaba de
parte a parte.

Los dos sabios, si bien seguían dos líneas
divergentes, se hubieran al fin encontrado a pesar de todos los
axiomas de geometría, pero se hubieran encontrado en
el terreno del duelo. Afortunadamente, aquellos dos ciudadanos,
tan útiles a su país, se hallaban separados uno de
otro por una distancia de 50 a 60 millas, y sus amigos hacinaron
en el camino tantos obstáculos que no llegaron a
encontrarse nunca.

Nose podía decir de una manera positiva
cuál de los dos inventores había triunfado del
otro. Los resultados obtenidos volvían difícil una
apreciación justa. Parecía, sin embargo, que al fin
la coraza había de ceder a la bala. Con todo, había
dudas entre las personas competentes. En los últimos
experimentos, los proyectiles cilindrocónicos de Barbicane
se clavaron como alfileres en las planchas de Nicholl, por cuyo
motivo éste se creyó vitorioso, y atesoró
para su rival una dosis inmensa de desprecio. Pero más
adelante, cuando Barbicane sustituyó las balas
cónicas con simples granadas de seiscientas libras, el
presidente del Gun-Club tomó su desquite. En efecto,
aquellos proyectiles, aunque animados de una velocidad regular,
rompieron, taladraron, hicieron saltar en pedazos las planchas
del mejor metal.

A este punto habían llegado las cosas, y
parecía que la bala había quedado victoriosa,
cuando terminó la guerra, y terminó precisamente el
mismo día en que Nicholl concluía una nueva coraza
de hierro forjado, que era en su género una obra maestra,
capaz de burlarse de todos los proyectiles del mundo. El
capitán la hizo trasladar al polígono de
Washington, desafiando a que la destruyeran los proyectiles del
presidente del Gun-Club, el cual, hecha la paz, se negó a
la prueba.

Entonces Nicholl, furioso, ofreció exponer su
plancha al choque de las balas más inverosímiles,
llenas o huecas, redondas o cónicas.

Ni por ésas; el presidente no quería
comprometer su última victoria.

Nicholl, exasperado por la incalificable
obstinación de su adversario, quiso tentar a Barbicane
dejándole todas las ventajas. Barbicane siguió
terco en su negativa. ¿A cien yardas? Ni a setenta y
cinco.

-A cincuenta -exclamó el capitán
insertando su desafío en todos los periódicos-,
colocaré mi plancha a veinticinco yardas del
cañón, y yo me colocaré detrás de
ella.

Barbicane hizo contestar que aun cuando el
capitán Nicholl se colocase delante, no dispararía
un solo tiro.

Nicholl, al oír esta contestación, no pudo
contenerse y se deshizo en insultos; dijo que la cobardía
era indivisible, que el que se niega a tirar un cañonazo
está muy cerca de tener miedo al cañón; que,
en suma, los artilleros que se baten a 6 millas de distancia han
reemplazado prudentemente el valor
individual por las fórmulas matemáticas, y que hay por to menos tanto
valor en aguardar tranquilamente una bala detrás de una
plancha como en enviarla según todas las reglas del
arte.

Siguió Barbicane haciéndose el sordo. O
tal vez no tuvo noticia de la provocación, absorbido
enteramente como estaba entonces por los cálculos de su
gran empresa.

Cuando dirigió al Gun-Club su famosa comunicación, el capitán Nicholl se
salió de sus casillas; mezclábase con su cólera
una suprema envidia y un sentimiento absoluto de impotencia.
¿Cómo inventar algo superior a aquel
columbiad de 900 pies? ¿Qué coraza
podía idearse para resistir un proyectil de veinte mil
libras?

Nicholl quedó abatido, aterrado, anonadado por
aquel cañón, pero luego se reanimó y
resolvió aplastar la proposición bajo el peso de
sus argumentos.

Atacó con violencia los trabajos del Gun-Club,
publicando al efecto numerosas cartas que los
periódicos reprodujeron. Quiso demoler
científicamente la obra de Barbicane. Empeñado el
combate, se valió de razones de todo género con
harta frecuencia especiosas y rebuscadas.

Empezó a combatir a Barbicane por sus cifras. Se
esforzó en probar por A+B la falsedad de sus
fórmulas, y le acusó de ignorar los principios
rudimentarios de la balística. Echó cálculos
para demostrar, amén de otros errores, que era
absolutamente imposible dar a un cuerpo cualquiera una velocidad
de doce mil yardas por segundo; con el álgebra en
la mano sostuvo que aun en el supuesto de que se consiguiera esta
velocidad, jamás un proyectil tan pesado
traspasaría los límites de la atmósfera
terrestre. Ni siquiera iría más a11á de 8
leguas. Más aún, suponiendo adquirida la velocidad
suficiente, la granada no resistiría la presión de
los gases desarrollados por la combustión de un
millón seiscientas mil libras de pólvora, y aunque
la resistiera, no soportaría una temperatura semejante, se
fundiría al salir del columbiad, y convertida en lluvia de
hierro derretido, caería sobre el cráneo de los
imprudentes espectadores.

Barbicane, sin hacer caso de estos ataques,
continuó su obra.

Entonces Nicholl miró la cuestión bajo
otros aspectos. Dejando a un lado su inutilidad absoluta,
consideró el experimento como muy peligroso para los
ciudadanos que autorizasen con su presencia tan reprobado
espectáculo y para las poblaciones próximas a aquel
cañón vituperable. Hizo notar también que el
proyectil, si no alcanzaba, como no to alcanzaría, el
objetivo a que
se le destinaba, caería y la caída de una mole
semejante, multiplicada por el cuadrado de su velocidad,
comprometería singularmente algún punto del globo.
Sin atacar los derechos de los ciudadanos,
había llegado el caso en que la intervención del
gobierno era de
absoluta necesidad, pues no era justo comprometer la seguridad de
todos por el capricho de uno solo.

Véase a qué exageraciones se dejaba
arrastrar el capitán Nicholl. Nadie participaba de su
opinión, ni tuvo en cuenta sus funestos pronósticos. Se le dejó gritar y
desgañitarse cuanto le diera la gana. Así
quedó constituido el capitán en defensor de una
causa perdida de antemano; se le oía, pero no se le
escuchaba, y no privó al presidente del Gun-Club, ni de
uno solo de sus admiradores. Barbicane no se tomó siquiera
la molestia de contestar a los argumentos de su implacable
rival.

Acorralado en sus últimas trincheras, Nicholl, ya
que no podía pagar con su persona,
resolvió pagar con su dinero.

En el Enquirer, de Richmond, propuso
públicamente una serie de apuestas en la forma
siguiente:

Apostó:

1.° A que no se reunirían los fondos
necesarios

para llevar a cabo la empresa del
Gun-Club………………………….. 1.000
dólares

2.° A que la fundición de un
cañón de

900 pies resultaría impracticable y no
tendría éxito
…………………..2.000 dólares

3.° A que sería imposible cargar el
columbiad,

y a que la pólvora se inflamaría por la
Bola presión del proyectil…..3.000
dólares

4.° A que el columbiad reventaría al
primer disparo ………………… 4.000
dólares

. . . . . . .

5.° A que la bala no alcanzaría a más
de 6 millas

y caería a los pocos segundos de haberla
disparado …………………..5.000 dólares

Corno se ve, era importante la sums que, en su
obstinación invencible, arriesgaba el capitán.
Tratábase nada menos que de 15.000
dólares.

Apesar de la importancia de la apuesta, recibió
el 19 de mayo un pliego lacrado. Era lacónico:

«Baltimore,18 de octubre. »

Aceptadas.

BARBICANE.»

XI

Florida y Tejas

Una cuestión faltaba resolver, y era la
elección del lugar favorable al experimento. El
observatorio de Cambridge había recomendado con
interés que el disparo se dirigiese perpendicularmente al
plano del horizonte, es decir, hacia el cenit, y la Luna no sube
al cenit sino en los lugares situados entre 1° y 28° de
latitud, o, lo que es lo mismo, la declinación de la Luna
no es más que de 28°.(1) Tratábase, pues, de
determinar exactamente el punto del globo en que se había
de fundir el inmenso columbiad.

  1. La declinación de un
    astro es su latitud en la esfera terrestre; la ascensión
    recta es la longitud.

El 20 de octubre, hallándose reunido el Gun-Club
en sesión general, Barbicane se presentó con un
magnífico mapa de los Estados Unidos de
Z. Belltropp. Pero sin darle tiempo de desplegarlo, J. T. Maston
pidió la palabra con su habitual vehemencia, y se
expresó en los siguientes términos:

-Dignísimos colegas, la cuestión que vamos
a debatir tiene una importancia verdaderamente nacional, y va a
depararnos la ocasión de ejercer un gran acto de
patriotismo.

Los miembros del Gun-Club se miraron unos a otros sin
comprender dónde iría a parar el orador.

-Ninguno de vosotros -prosiguió éste- ha
pensado ni pensará nunca en transigir con la gloria de su
país, y si hay algún derecho que la Unión
pueda reivindicar es el fundir en su propio seno el formidable
cañón del GunClub. Así pues, en las
circunstancias actuales…

-Insigne Maston… -dijo el presidente.

-Permitidme exponer mi pensamiento
-repuso el orador-. En las circunstancias actuales, tenemos que
buscar un sitio bastante cerca del ecuador, para
que el experimento se haga en buenas condiciones…

-Si me dejáis hablar… -dijo
Barbicane.

-Pido que no se opongan obstáculos a la libre
discusión de las ideas -repuso el displicente J. T.
Maston-, y sostengo que el territorio desde el cual se lance
nuestro glorioso proyectil, debe ser parte integrante de la
Unión.

-¡Sin duda! -respondieron algunos
miembros.

-¡Pues bien! Puesto que nuestras fronteras no son
bastante extensas, puesto que al Sur nos opone el océano
una barrera insuperable, puesto que tenemos necesidad de it a
buscar más allá de los Estados Unidos este paralelo
28 que nos es tan preciso, se nos presenta un casus belli
legítimo y pido que se declare la guerra a México.

-¡No! ¡No! -exclamaron muchas voces al
unísono.

-¿Conque no? -replicó J. T. Maston-. No,
es un monosílabo que me resulta totalmente incomprensible
en este recinto.

-¡Pero, escuchad…!

-¡No puedo escuchar nada! -exclamó el
fogoso orador-. Tarde o temprano la guerra se hará, y pido
que estalle hoy mismo.

-¡Maston! -dijo Barbicane haciendo sonar el timbre
con estrépito-. ¡Os suplico que no sigáis
hablando!

Maston quiso replicar, pero algunos de sus colegas
pudieron contenerle.

-Convengo -dijo Barbicane- en que el experimento no se
puede ni se debe intentar sino en territorio de la Unión,
pero si mi impaciente amigo me hubiese dejado hablar, si hubiese
recorrido con la vista este mapa, sabría que es
períectamente inútil declarar la guerra a nuestros
vecinos, en atención a que ciertas fronteras de los
Estados Unidos se extienden más a11á del paralelo
28. Mirad el mapa y veréis que tenemos a nuestra
disposición, sin salir de nuestro país, toda la
parte meridional de Tejas y de Florida.

El incidente no tuvo consecuencias, si bien a J. T.
Maston le costó no poco dejarse convencer. Se
decidió fundir el columbiad en el suelo de Tejas o
en el de Florida.

Pero esta decisión debía crear una
rivalidad sin antecedentes entre las ciudades de estos dos
Estados.

En la costa americana, el paralelo 28 atraviesa la
península de Florida y la divide en dos partes casi
iguales. Después, cruzando el golfo de México, se
apoya en los extremos del arco formado por las costas de Alabama,
Mississippi y Luisiana. Entonces, abordando Tejas, de la que
corta un ángulo, se prolonga por México, salva
Sonora, pasa por encima de la antigua California y se pierde en
los mares del Pacífico. Situadas debajo de este paralelo,
no había más que las porciones de Tejas y Florida
que se hallasen en las condiciones de latitud recomendadas por el
observatorio de Cambridge.

En su parte meridional, Florida, erizada de fuertes
levantados contra los indios nómadas, no tiene ciudades de
importancia. Tampa es la única población que por su situación
merece tenerse en cuenta.

En Tejas las ciudades son más numerosas a
importantes. Corpus Christi, en el distrito de Nueces, y todas
las poblaciones situadas en el río Bravo: Laredo,
Realitos, San Ignacio, Webb, Roma, Río
Grande City, Pharr, Edimburgo, Hidalgo, Santa Rita, Panda,
Brownsville, La Feria y San Manuel formaron contra las
pretensiones de Florida una liga imponente.

Los diputados tejanos y floridenses, apenas conocieron
la decisión, se trasladaron a Baltimore por el camino
más corto, y desde entonces el presidente Barbicane y los
miembros más influyentes del Gun-Club se vieron día
y noche asediados por formidables reclamaciones.

Con menos afán se disputaron siete ciudades de
Grecia la
gloria de haber sido la cuna de Homero que
el Estado de
Tejas y el de Florida la de ver fundir un cañón en
su regazo.

Aquellos feroces hermanos recorrían
armados las calles de Baltimore. Era inminente un conflicto de
incalculables consecuencias. Afortunadamente, la prudencia y el
buen tacto del presidente Barbicane conjuraron el peligro. Las
demostraciones personales hallaron un derivativo en los
periódicos de varios Estados. En tanto que el New York
Herald
y la Tribune se declaraban partidarios de
Tejas, el Times y el American Review se
constituían en órganos de los diputados
floridenses. Los miembros del Gun-Club estaban
perplejos.

Tejas hacía orgulloso alarde de sus
veintiséis condados, que parecía poner en
batería; pero Florida contestaba que, siendo ella un
país seis veces más pequeño, tenía
doce condados que son relativamente a la extensión del
territorio más que los veintiséis de
Tejas.

Tejas sacaba a relucir sus 300.000 habitantes, pero
Florida, menos extensa, se consideraba más poblada con sus
56.000. Acusaba a Tejas de tener una variedad de fiebres
palúdicas que costaba la vida todos los años a
algunos miles de habitantes. Y, desde luego, tenía
razón.

Tejas, a su vez, replicaba que Florida, respecto a
fiebres, nada tenía que envidiar a nadie, y que no era
prudente que acusase de insalubres a otros países un
Estado que
tenía la honra de poseer entre sus enfermedades
endémicas el vómito negro. Y
Tejas tenía razón también.

Además, añadían los tejanos en el
New York Herald, algunas consideraciones que merece un
Estado que produce el mejor algodón de América
y la mejor madera de
construcción para buques, encerrando también en sus
entrañas soberbio carbón de piedra y minas de
hierro que dan un 50 por ciento de mineral puro.

A esto el American Review contestaba que el suelo
de Florida, sin ser tan rico, ofrecía mejores condiciones
para fundir y vaciar el columbiad, porque estaba compuesto
de arena y arcilla.

-Pero -replicaban los tejanos- antes de fundir algo, sea
to que sea, en un país, es preciso llegar al país,
y las comunicaciones
con Florida son difíciles, mientras que la costa de Tejas
ofrece la bahía de Galveston, que tiene catorce leguas de
extensión y podría contener holgadamente a todas
las escuadras del mundo.

-¡Bueno! -repetían los periódicos
defensores de Florida-. ¡Gran cosa tenéis en vuestra
bahía de Galveston, situada encima del paralelo 29!
¿No tenemos acaso nosotros la bahía del Espíritu
Santo, abierta precisamente a 28° de latitud, y por la
cual los buques llegan directamente a Tampa?

-¡Magnífica bahía! -respondía
sarcásticamente Tejas-. ¡Una bahía medio
cegada!

-¡Vosotros sois los que estáis cegados por
la pasión! -exclamaba Florida-. ¡Cualquiera, al
oíros, diría que yo soy un país de
salvajes!

-La verdad es que los semínolas recorren vuestras
praderas.

-¿Y vuestros apaches y comanches son gente
civilizada?

Después de algunos días de dimes y
diretes, Florida llamó a su adversario a otro terreno, y
una mañana salió el Times con la pata de
gallo de que siendo la empresa esencialmente americana, no
podía llevarse a cabo sino en un terreno esencialmente
americano.

A estas palabras, Tejas se salió de sus
casillas.

-¡Americanos! -exclama-. ¿No to somos tanto
como vosotros? ¿Tejas y Florida no se incorporaron las dos
a la Unión en 1845?

-Sin duda -respondió el Times-.
¡Después de haber sido españoles o ingleses
por espacio de doscientos años, os vendieron a los Estados
Unidos por cinco millones de dólares!

-¡Qué importa! –replicaron los
floridenses-. ¿Debemos por ello avergonzarnos? En 1903,
¿no fue comprada la Luisiana a Napoleón por dieciséis millones de
dólares?

-¡Qué vergüenza! -exclamaron entonces
los diputados de Tejas-. ¡Un miserable pedazo de tierra
como Florida ponerse en parangón con Tejas, que, en lugar
de venderse, se hizo ella misma independiente, expulsó a
los mexicanos el 2 de marzo de 1836 y se declaró
república federal después de la victoria alcanzada
por Samuel Houston en las márgenes del San Jacinto sobre
las tropas de Santana! ¡Un país, en fin, que se
anexionó voluntariamente a los Estados Unidos de
América!

-¡Sí, por miedo a los mexicanos!
-respondió Florida.

¡Miedo! Desde el momento que se pronunció
esta palabra, demasiado fuerte, en realidad, la posición
se hizo intolerable. Era de temer un degüello de los dos
partidos en las calles de Baltimore. Fue preciso vigilar a los
diputados con centinelas.

El presidente Barbicane se hallaba metido en un
atolladero. Llegaban continuamente a sus manos notas, documentos y
cartas preñadas de amenazas. ¿Qué partido
había de tomar? Bajo el punto de vista de la
posición, facilidad de las comunicaciones y rapidez de los
transportes, los derechos de los dos Estados eran perfectamente
iguales. En cuanto a las personalidades políticas,
nada tenían que ver en el asunto.

La vacilación y la perplejidad se habían
prolongado ya mucho y ofrecían visos de perpetuarse, por
to que Barbicane trató de salir resueltamente al paso
ocurriéndosele una solución que era indudablemente
la más discreta.

-Todo bien considerado -dijo-, es evidente que las
dificultades suscitadas por la rivalidad de Tejas y Florida se
producirán entre las ciudades del Estado favorecido. La
rivalidad descenderá del género a la especie, del
Estado a la ciudad, y no habremos adelantado nada. Pero Tejas
tiene once ciudades que gozan de las condiciones requeridas, y
las once, disputándose el honor de la empresa, nos
crearán nuevos conflictos, al
paso que Florida no tiene más ciudades que Tampa. Optemos,
pues, por Florida.

Esta disposición, apenas fue conocida, puso a los
diputados de Tejas de un humor de perros. Se
apoderó de ellos un furor indescriptible, y dirigieron
insultos desmedidos a los distintos miembros del Gun-Club. Los
magistrados de Baltimore no podían tomar más que un
partido, y to tomaron. Mandaron preparar un tren especial,
metieron en él de grado o fuerza a los tejanos, y les
hicieron abandonar la ciudad con una rapidez de treinta millas
por hora.

Pero, por precipitado que fuese su obligado viaje,
tuvieron tiempo de echar un último sarcasmo amenazador a
sus adversarios.

Aludiendo a la poca extensión de Florida,
península en miniatura encerrada entre dos mares, se
consolaron con la idea de que no resistiría al
sacudimiento del disparo y saltaría al primer
cañonazo.

-¡Que salte! -respondieron los floridenses, con un
laconismo digno de los tiempos antiguos.

 

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