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Julio Verne – De la Tierra a la Luna (página 3)



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Partes: 1, , 3, 4, 5

 

XII

Urbi et
orbi

Resueltas las dificultades astronómicas,
mecánicas y topográficas, se presentaba la
cuestión económica. Tratábase nada menos que
de procurarse una enorme cantidad para la ejecución del
proyecto.
Ningún particular, ningún Estado hubiera
podido disponer de los millones necesarios.

Por más que la empresa fuese
americana, el presidente Barbicane tomó el partido de
darle una carácter de universalidad para poder pedir su
cooperación a todas las naciones. Era a la vez un derecho
y un deber de toda la Tierra
intervenir en los negocios de su
satélite. Abrióse con este fin una
suscripción que se extendió desde Baltimore al
mundo entero. Urbi et orbi.

La suscripción debía tener un éxito
superior a todas las esperanzas. Tratábase, sin embargo,
de un donativo, y no de un préstamo. La operación,
en el sentido literal de la palabra, era puramente desinteresada,
sin la más remota probabilidad de
beneficio.

Pero el efecto de la
comunicación de Barbicane no se había limitado
a las fronteras de los Estados Unidos,
sino que había salvado el Atlántico y el
Pacífico, invadiendo a la vez Asia y Europa,
África y Oceanía.
Los observadores de la Unión se pusieron inmediatamente en
contacto con los de los países extranjeros. Algunos, los
de París, San Petersburgo, El Cabo, Berlín, Altona,
Estocolmo, Varsovia, Hamburgo, Budapest, Bolonia, Malta, Lisboa,
Benarés, Madrás y Pekín cumplimentaron al
Gun-Club; los demás se encerraron en una prudente
expectativa.

En cuanto al observatorio de Greenwich, con el
beneplático de los otros veintidós establecimientos
astronómicos de la Gran Bretaña, no se anduvo en
chiquitas ni paños calientes, sino que negó
terminantemente la posibilidad del éxito, y se
colocó sin vacilar en las filas del capitán
Nicholl, cuyas teorías
prohijó sin la menor reserva.

Así es que, en tanto que otras ciudades
científicas prometían enviar delegados a Tampa, los
astrónomos de Greenwich acordaron, en una sesión
especial, no darse por enterados de la proposición de
Barbicane. ¡A tanto llega la envidia inglesa!

Pero el efecto fue excelente en el mundo
científico en general, desde el cual se propagó a
todas las clases de la sociedad, que
acogieron el proyecto con el mayor entusiasmo. Este hecho era de
una importancia inmensa tratándose de una
suscripción para reunir un capital
considerable.

El 8 de octubre, el presidente Barbicane redactó
un manifiesto capaz de entusiasmar a las piedras, en el cual
hacía un llamamiento a todos los hombres de buena
voluntad que pueblan la Tierra.

Aquel documento, traducido a todos los idiomas, tuvo un
éxito portentoso.

Se abrió suscripción en las principales
ciudades de la Unión para centralizar fondos en el
banco de
Baltimore, 9 Baltimore Street, y luego se establecieron
también centros de suscripción en los diferentes
países de los dos continentes:

En Viena, S. M. Rothschild.

En San Petersburgo, Stieglitz y
Compañía.

En París, el Crédito
Mobiliario.

En Estocolmo, Tottie y Arfuredson.

En Londres, N. M. Rothschild a hijos.

En Turín, Ardouin y
Compañía.

En Berlín, Mendelsohn.

En Ginebra, Lombard Odier y
Compañía.

En Constantinopla, el banco Otomano.

En Bruselas, S. Lambert.

En Madrid, Daniel
Weisweiller.

En Amsterdam, el Crédito
Neerlandés.

En Roma, Torlonia y
Compañía.

En Lisboa, Lecesno.

En Copenhague, el banco Privado.

En Buenos Aires, el
banco Maun.

En Río de Janeiro, la misma casa.

En Montevideo, la misma casa.

En Valparaíso, Tomás La Chambre y
Compañía.

En México,
Martin Durán y Compañía.

En Lima, Tomás La Chambre y
Compañía.

Tres días después del manifiesto del
presidente Barbicane se había recaudado en las varias
ciudades de la Unión cuatro millones de dólares,(l)
con los cuales el Gun-Club pudo empezar los trabajos.

Algunos días después se supo en América, por partes telegráficos,
que en el extranjero se cubrían las suscripciones con una
rapidez asombrosa. Algunos países se distinguían
por su generosidad, pero otros no soltaban el dinero tan
fácilmente. Cuestión de temperamento.

Rusia, para cubrir su contingente, aprontó la
enorme suma de 368.733 rublos.(2)

Francia empezó riéndose de la
pretensión de los americanos. Sirvió la Luna de
pretexto a mil chanzonetas y retruécanos trasnochados y a
dos docenas de sainetes en que el mal gusto y la ignorancia
andaban a la greña. Pero así como en otro tiempo, los
franceses soltaron la mosca después de cantar, la soltaron
esta vez después de reír, y se suscribieron por una
cantidad de 253.930 francos. A este precio,
tenían derecho a divertirse un poco.

Austria, atendido el mal estado de su Hacienda, se
mostró bastante generosa. Su parte en la
contribución pública se elevó a la suma de
216.000 florines, que fueron bien recibidos.(3)

Suecia y Noruega enviaron 52.000 rixdales,(4) que, en
relación al país, son una cantidad considerable,
pero hubiera sido mayor aún si se hubiese abierto
suscripción en Cristianía al mismo tiempo que en
Estocolmo. Por no sabemos qué razón, a los noruegos
no les gusta enviar su dinero a
Suecia.

  1. 21.680.000
    francos.
  2. 1.475.000
    francos.
  3. 520.000 francos.
  4. 294.323 francos.

Prusia demostró la consideración que le
mereció la empresa enviando
250.000 táleros.(1) Todos sus observatorios se
suscribieron por una cantidad importante, y fueron los que
más procuraron alentar al presidente Barbicane.

Turquía se condujo generosamente, pues siendo la
Luna quien regula el curso de sus años y su ayuno del
Ramadán, se hallaba personalmente interesada en el asunto.
No podía enviar menos de 1.372.640 piastras,(2) y las dio
con una espontaneidad que revelaba, sin embargo, cierto interés
del gobierno
otomano.

Bélgica se distinguió entre todos los
Estados de segundo orden con un donativo de 513.000 francos, que
vienen a corresponder a doce céntimos por
habitante.

Holanda y sus colonias se interesaron en la
cuestión por 110.000 florines,(3) pidiendo sólo una
rebaja del 5 por ciento por pagarlos al contado.

Dinamarca, cuyo territorio es muy limitado, dio, sin
embargo, 9.000 ducados finos,(4) lo que prueba la afición
de los daneses a las expediciones científicas.

La confederación germánica
contribuyó con 34.285 florines.s Pedirle más
hubiera sido gollería, y aunque se to hubieran pedido,
ella no to hubiera dado.

Italia, aunque muy endeudada, encontró 200.000
liras en los bolsillos de sus hijos, pero dejándolos
limpios como una patena. Si hubiese tenido Venecia hubiera dado
más; pero no la tenía.

1. 937.500 francos.

2. 343.160 francos.

3. 235.400 francos.

4. 117.414 francos.

5. 72.000 francos.

Los Estados de la Iglesia no
creyeron prudente enviar menos de 7.040 escudos romanos,(l) y
Portugal llegó a desprenderse por la ciencia
hasta de 30.000 cruzados(2).

En cuanto a México, no pudo dar más que
86.000 pesos fuertes,(3) pues los imperios que se están
fundando andan algo apurados.

1. 38.000 francos.

2. 113.200 francos.

3. 1.727 francos.

Doscientos cincuenta y siete francos fueron el modesto
tributo de Suiza para la obra americana… Digamos francamente
que Suiza no acertaba a ver el lado práctico de la
operación; no le parecía que el acto de enviar una
bala a la Luna fuese de tal naturaleza que
estableciese relaciones diplomáticas con el astro de la
noche, y se le antojó que era poco prudente aventurar sus
capitales en una empresa tan
aleatoria. Si bien se medita, Suiza tenía, tal vez,
razón.

Respecto a España, no
pudo reunir más que ciento diez reales. Dio como excusa
que tenía que concluir sus ferrocarriles. La verdad es que
la ciencia en
aquel país no está muy considerada. Se halla
aún aquel país algo atrasado. Y, además,
ciertos españoles, y no de los menos instruidos, no
sabían darse cuenta exacta del peso del proyectil,
comparado con el de la Luna, y temían que la sacase de su
órbita; que la turbase en sus funciones de
satélite y provocase su caída sobre la superficie
del globo terráqueo. Por to que pudiera tronar, to mejor
era abstenerse. Así se hizo, salvo unos cuantos
realejos.

Quedaba Inglaterra.
Conocida es la desdeñosa antipatía con que
acogió la proposición de Barbicane. Los ingleses no
tienen más que una sola alma para los
veintinco millones de habitantes que encierra la Gran
Bretaña. Dieron a entender que la empresa del Gun-Club era
contraria al «principio de no intervención», y
no soltaron ni un cuarto.

A esta noticia, el Gun-Club se contentó con
encogerse de hombros y siguió su negocio. En cuanto a la
América del Sur: Perú, Chile, Brasil, las
provincias de la Plata, Colombia,
remitieron a los Estados Unidos 300.000 pesos.(1) El Gun-Club se
encontró con un capital considerable, cuyo resumen es el
siguiente:

Suscripción de los Estados Unidos . . 4.000.000
dólares

Suscripciones extranjeras . . . . . . . . . 1.446.675
dólares

Total . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.5.446.675 dólares

5.446.675 dólares(2) entraron, como resultado de
la suscripción, en la caja del Gun-Club.

A nadie sorprenda la importancia de la suma. Los
trabajos de fundición, taladro y albañilería, el transporte de
los operarios, su permanencia en un país casi inhabitado,
la construcción de hornos y andamios, las
herramientas,
la pólvora, el proyectil y los gastos
imprevistos, debían, según el presupuesto,
consumirse casi completamente. Algunos cañonazos de la
guerra federal
costaron 1.000 dólares, y, por consiguiente, bien
podía costar cinco mil veces más el del presidente
Barbicane, único en los fastos de la
artillería.

El 20 de octubre se ajustó un contrato con la
fábrica de fundición de Goldspring, cerca de Nueva
York, la cual se comprometió a transportar a Tampa, en la
Florida meridional, el material necesario para la
fundición del columbiad.

1. 59.000 francos.

2. Alrededor de 29,5 millones
de francos.

Todo lo más tarde, la operación
debía quedar terminada el 15 del próximo octubre, y
entregado el cañón en buen estado, bajo pena de una
indemnización de 100 dólares por día hasta
el momento de volverse a presentar la Luna en las mismas
condiciones requeridas, es decir, hasta haber transcurrido
dieciocho años y once días.

El ajuste y pago de salario de los
trabajadores y las demás atenciones de esta índole,
eran de cuenta de la compañía de
Goldspring.

Este convenio, hecho por duplicado y de buena fe, fue
firmado por I. Barbicane, presidente del Gun-Club, y por J.
Murchison, director de la fábrica de Go1dspring, que
aprobaron la escritura.

XIII

Stone's
Hill

Hecha ya la elección por los miembros del
GunClub, en detrimento de Tejas, los americanos de la
Unión que todos saben leer, se impusieron la
obligación de estudiar la geografía de Florida.
Nunca jamás habían vendido los libreros tantos
ejemplares de Bartram's travel in Florida, de Roman's natural
history of East and West Florida, de William's territory of
Florida, de Cleland on the culture of the Sugar, Cane in East
Florida.
Fue necesario imprimir nuevas ediciones. Aquello era
un delirio.

Barbicane tenía que hacer algo más que
leer; quería ver con sus propios ojos y marcar el sitio
del columbiad. Sin pérdida de un instante puso a
disposición del observatorio de Cambridge los fondos
necesarios para la construcción de un telescopio, .y
entró en tratos con la casa Breadwill y
Compañía, de Albany, para la fabricación del
proyectil de aluminio.
Enseguida partió de Baltimore, acompañado de J. T.
Maston, del mayor Elphiston y del director de la fábrica
de Goldspring.

Al día siguiente, los cuatro compañeros de
viaje llegaron a Nueva Orleans, donde se embarcaron
inmediatamente en el Tampico, buque de la marina federal
que el gobierno ponía a su disposición, y,
calentadas las calderas, las
orillas de la Luisiana desaparecieron pronto de su
vista.

La travesía no fue larga. Dos días
después de partir el Tampico, que había
recorrido 480 millas, distinguióse la costa floridense. A1
acercarse a ésta, Barbicane se halló en presencia
de una tierra baja, llana, de aspecto bastante árido.
Después de haber costeado una cadena de ensenadas
materialmente cubiertas de ostras y cangrejos, el Tampico
entró en la bahía del Espíritu
Santo.

Dicha bahía se divide en dos radas prolongadas:
la rada de Tampa y la rada de Hillisboro, por cuya boca
penetró el buque. Poco tiempo después, el fuerte
Broke descubrió sus baterías rasantes por encima de
las olas, y apareció la ciudad de Tampa, negligentemente
echada en el fondo de un puertecillo natural formado por la
desembocadura del río Hillisboro.

Allí fondeó el Tampico el 22 de
octubre, a las siete de la tarde, y los cuatro pasajeros
desembarcaron inmediatamente.

Barbicane sintió palpitar con violencia su
corazón
al pisar la tierra floridense; parecía tantearla con el
pie, como hace un arquitecto con una casa cuya solidez desea
conocer; J. T. Maston escarbaba el suelo con su mano
postiza.

-Señores -dijo Barbicane-, no tenemos tiempo que
perder; mañana mismo montaremos a caballo para empezar a
recorrer el país.

Barbicane, en el momento de saltar a tierra, vio que le
salían al encuentro los 3.000 habitantes de la ciudad de
Tampa. Bien merecía este honor el presidente del GunClub,
que les había dado la preferencia. Fue acogido con
formidables aclamaciones; pero él se sustrajo a la
ovación, se encerró en una habitación del
hotel Franklin y no quiso recibir
a nadie. Decididamente, no se avenía su carácter
con el oficio de hombre
célebre.

Al día siguiente, 23 de octubre, algunos caballos
de raza española, de poca alzada, pero de mucho vigor y
brío, relinchaban debajo de sus ventanas. Pero no eran
cuatro, sino cincuenta, con sus correspondientes jinetes.
Barbicane, acompañado de sus tres camaradas, bajó y
se asombró de pronto, viéndose en medio de aquella
cabalgata. Notó que cada jinete llevaba una carabina en la
bandolera y un par de pistolas en el cinto. Un joven floridense
le explicó inmediatamente la razón que había
para aquel aparato de fuerzas.

-Señor-dijo-, hay semínolas.

-¿Qué son semínolas?

-Salvajes que recorren las praderas, y nos ha parecido
prudente escoltaros.

-¡Bah! -dijo desdeñosamente J. T. Maston
montando a caballo.

-Siempre es bueno -respondió el floridense- tomar
precauciones.

-Señores -repuso Barbicane-, os agradezco vuestra
atención; partamos.

La cabalgata se puso en movimiento y
desapareció en una nube de polvo. Eran las cinco de la
mañana; el sol
resplandecía ya, y el termómetro señalaba 84°,(1) pero
frescas brisas del mar moderaban la excesiva temperatura.

Barbicane, al salir de Tampa, bajó hacia el Sur y
siguió la costa, ganando el creek(2) de Alifia.
Aquel arroyo desagua en la bahía de Hillisboro, doce
millas al sur de Tampa. Barbicane y su escolta costearon la
orilla derecha, remontando hacia el Este. Las olas de la
bahía desaparecieron luego detrás de un accidente
del terreno, y únicamente se ofreció a su vista la
campiña.

1. 28°
centígrados.

2. Arroyo.

La Florida se divide en dos partes: una, al Norte,
más populosa, menos abandonada, tiene por capital a
Tallahassee, y posee uno de los principales arsenales
marítimos de los Estados Unidos, que es Pensacola; la
otra, colocada entre los Estados Unidos y el golfo de
México, que la estrechan con sus aguas, no es más
que una angosta península roída por la corriente
del Gulf Stream, punta de tierra perdida en medio de un
pequeño archipiélago, doblándola
incesantemente los numerosos buques del canal de Bahama. Aquella
punta es el centinela avanzado del golfo de las grandes
tempestades. Tiene aquel Estado una superficie de 38.033.267
acres,(1) entre los cuales había que escoger uno situado
más a11á del paralelo 28 que conviniese a la
empresa, por to que Barbicane, sin apearse, examinaba atentamente
la configuración del terreno y su distribución particular.

1. 151.975 kilómetros
cuadrados.

La Florida, descubierta por Juan Ponce de León el
Domingo de Ramos de 1512, debió a esta circunstancia el
nombre que llevaba en un principio de Pascua Florida. No la
hacía en verdad muy digna de él sus costas
áridas y abrasadas. Pero a algunas millas de la playa, la
naturaleza del terreno se fue modificando poco a poco, y el
país se mostró acreedor a su denominación
primitiva. Entrecortaba el terreno una red de creeks,
ríos, manantiales, estanques y lagos, que le daba un
aspecto parecido al que tienen Holanda y Guayana; pero el campo
se elevó sensiblemente y no tardó en ostentar sus
llanuras cultivadas, en que se daban admirablemente todas las
producciones vegetales del Norte y del Mediodía. El sol de
los trópicos y las aguas conservadas por la arcilla del
terreno, pagan todos los gastos de cultivo de su inmensa vega.
Praderas de ananás, de ñame, de tabaco, de arroz,
de algodón
y de caña de azúcar,
que se extienden a cuanto alcanza la vista, ofrecen sus riquezas
con la prodigalidad más espontánea.

Mucho satisfacía a Barbicane la elevación
progresiva del terreno, y cuando J. T. Maston le interrogó
acerca del particular, le respondió:

-Amigo mío, tenemos el mayor interés en
fundir nuestro columbiad en un terreno alto.

-¿Para estar más cerca de la Luna?
-preguntó con sorna el secretario del Gun-Club.

-No -respondió Barbicane sonriéndose-.
¿Qué importan algunas toesas más o menos?
Pero en terrenos altos la ejecución de nuestros trabajos
será más fácil, no tendremos que luchar con
las aguas, to que nos permitirá prescindir del largo y
penoso sistema de
tuberías, cosa digna de consideración cuando se
trata de abrir un pozo de 900 pies de profundidad.

-Tenéis razón-dijo el ingeniero
Murchison-. Debemos, en cuanto podamos, evitar los cursos de
agua durante
la perforación; pero si encontramos manantiales, no hay
que amilanarse por eso, los agotaremos con nuestras máquinas o
los desviaremos. No se trata de un pozo artesiano, estrecho y
oscuro, en el que la terraja, el cubo, la sonda, en una palabra,
todos los instrumentos del perforador, trabajan a ciegas. No.
Nosotros trabajaremos al aire libre, a
plena luz, con el
azadón o el pico en la mano, y con el auxilio de los
barrenos saldremos pronto del paso.

-Sin embargo -respondió Barbicans-, si por la
elevación o naturaleza del terreno podemos evitar una
lucha con las aguas subterráneas, el trabajo
será más rápido y saldrá más
perfecto. Procuremos, pues, abrir nuestra zanja en un terreno
situado a algunos centenares de toesas sobre el nivel del
mar.

-Tenéis razón, señor Barbicane; y,
si no me engaño, no tardaremos en encontrar el sitio que
nos conviene.

-¡Ah! Ya quisiera haber dado el primer azadonazo
-dijo el presidents.

-¡Y yo el último! -exclamó J. T.
Maston.

-Todo se andará, señores -respondió
el ingeniero-, y, creedme, la compañía de
Goldspring no tendrá que pagar indemnización alguna
por causa de retraso.

-¡Por Santa Bárbara que tenéis
razón! -replicó J. T. Maston-. Cien dólares
por día hasta que la Luna se vuelva a presentar en las
mismas condiciones, es decir, durante dieciocho años y
once días, constituirían una suma de 650.000
dólares. ¿Sabíais eso?

-Ni tenemos necesidad de saberlo -respondió el
ingeniero.

A cosa de las diez de la mañana, la comitiva
había avanzado unas doce millas. A los campos
fértiles sucedió entonces la región de los
bosques. A11í se presentaban las esencias más
variadas con una profusión tropical. Aquellos bosques casi
impenetrables, estaban formados de granados, naranjos, limoneros,
higueras, olivos, albaricoques, bananos y cepas de viña,
cuyos frutos y flores rivalizaban en colores y
perfumes. A la olorosa sombra de aquellos árboles
magníficos, cantaban y volaban numerosísimas
aves de
brillantes colores, entre las cuales se distinguían muy
particularmente las cangrejeras, cuyo nido debería ser un
estuche de guardar joyas para ser digno de su magnífico y
variado plumaje.

J. T. Maston y el mayor, no podían hallarse en
presencia de aquella naturaleza opulenta, sin admirar su
espléndida belleza.

Pero el presidents Barbicane, poco sensible a tales
maravillas, tenía prisa en seguir adelante. Aquel
país tan fértil le desagradaba por su fertilidad
misma. Sin ser hidróscopo sentía el agua bajo
sus pies, y buscaba, aunque en vano, señales
de una aridez incontestable.

Se siguió avanzando y hubo que vadear varios
ríos, no sin algún peligró, porque estaban
infestados de caimanes de 15 a 18 pies de largo. J. T. Maston les
amenazó con su temible mano postiza, pero sólo
consiguió meter miedo a los pelícanos, yaguazas y
faelones, salvajes habitantes de aquellas costas, mientras los
grandes flamencos de color rosa le
miraban como embobados.

Aquellos huéspedes de las regiones húmedas
desaparecieron a su vez, y árboles menos corpulentos se
desparramaron par bosques menos espesos. Algunos grupos aislados
se destacaron en media de llanuras infinitas cruzadas par
numerosas manadas de gansos azorados.

-¡Par fin llegamos! -exclamó Barbicane,
levantándose sobre los estribos-. ¡He aquí la
región de los pinos!

-Y la de los salvajes -respondió el
mayor.

En efecto, algunos semínolas aparecían a
to lejos, agitándose, revolviéndose, corriendo de
un lado a otro, montados en rápidos caballos, blandiendo
largas lanzas o descargando fusiles de sordo estampido.
Limitáronse a estas demostraciones hostiles, sin inquietar
a Barbicane y a sus compañeros.

Éstos ocupaban entonces el centro de una llanura
pedregosa, vasto espacio descubierto de una extensión de
algunos acres que sumergía el sol en abrasadores rayos.
Estaba formada la llanura par una especie de dilatado
entumecimiento del terreno, que ofrecía, al parecer, a los
miembros del Gun-Club todas las condiciones que requería
la colocación de su columbiad.

-¡Alto! -dijo Barbicane deteniéndose-.
¿Cómo se llama éste sitio?

-Stone's Hill(1) -respondió uno de los
floridenses.

1. Colina de
piedras.

Barbicane, sin decir una palabra, se apeó,
sacó sus instrumentos y empezó a determinar la
posición del sitio con la mayor
precisión.

La escolta, agolpada en torno suyo, le
examinaba en silencio.

El sol pasaba en aquel momento par el meridiano.
Barbicane, después de algunas observaciones, apuntó
rápidamente su resultado y dijo:

-Este sitio está situado a 300 toesas sobre el
nivel del mar, a los 27° 7' de longitud Oeste;(1) me parece
que, par su naturaleza árida y pedregosa, presenta todas
las condiciones que el experimento requiere; en esta llanura,
pues, levantaremos nuestros almacenes,
nuestros talleres, nuestros hornos, las chozas de los
trabajadores y desde aquí, desde aquí mismo
-repitió, golpeando con el pie en el suelo-, desde
aquí, desde la cúspide de Stone's Hill, nuestro
proyectil volará a los espacios del mundo
solar.

1. La longitud indicada corresponde al meridiano de
Washington.

 

XIV

Pala y
zapapico

Aquella misma tarde, Barbicane y sus compañeros
regresaron a Tampa, y el ingeniero Murchison embarcó de
nuevo en el Tampico para Nueva Orleans. Tenía que
contratar un ejército de trabajadores y recoger la mayor
parte del material. Los miembros del Gun-Club se quedaron en
Tampa a fin de organizar los primeros trabajos con la ayuda de la
gente del país.

Ocho días después de su partida, el
Tampico regresaba a la bahía del Espíritu
Santo con una flotilla de buques de vapor. Murchison había
reunido quinientos trabajadores. En los malos tiempos de la
esclavitud le
hubiera sido imposible. Pero desde que América, la tierra
de la libertad, no
abrigaba en su seno más que hombres libres, éstos
acudían dondequiera que les llama'ba un trabajo
generosamente retribuido. Y el Gun-Club no carecía de
dinero, y ofrecía a sus trabajadores un buen salario con
gratificaciones considerables y proporcionadas. El operario
reclutado para la Florida podía contar, concluidos los
trabajos, con un capital depositado a su nombre en el banco de
Baltimore. Murchison tuvo, pues, donde escoger, y pudo
manifestarse severo respecto de la inteligencia y
habilidad de sus trabajadores. Es de creer que formó su
laboriosa legión con la flor y nata de los maquinistas,
fogoneros, fundidores, mineros, albañiles y artesanos de
todo género,
negros o blancos, sin distinción de colores. Muchos
partieron con su familia. Aquello
era una verdadera emigración.

El 31 de octubre, a las diez de la mañana, la
legión desembarcó en los muelles de Tampa, y
fácilmente se comprende el movimiento y actividad que
reinarían en aquella pequeña ciudad cuya población se duplicaba en un día. En
efecto, Tampa debía ganar mucho con aquella iniciativa del
Gun-Club, no precisamente por el número de trabajadores
que se dirigieron inmediatamente a Stone's Hill, sino por la
afluencia de curiosos que convergieron poco a poco de todos los
puntos del globo hacia la península.

Se invirtieron los primeros días en descargar los
utensilios que transportaba la flotilla, las máquinas, los
víveres, a igualmente un gran número de casas de
palastro compuestas de piezas desmontadas y numeradas. Al mismo
tiempo, Barbicane trazaba un railway de 15 millas para poner en
comunicación Stone's Hill con
Tampa.

Nadie ignora en qué condiciones se hace un
ferrocarril americano. Caprichoso en sus curvas, atrevido en sus
pendientes, despreciando terraplenes, desmontes y obras de
ingeniería, escalando colinas,
precipitándose por los valles; el rail road corre a
ciegas y sin cuidarse de la línea recta, no es muy
costoso, ni ofrece grandes dificultades de construcción,
pero descarrila con suma facilidad. El camino de Tampa a Stone's
Hill no fue más que una bagatela, y su construcción
no requirió mucho tiempo ni tampoco mucho
dinero.

Por lo demás, Barbicane era el alma de aquella
muchedumbre que acudió a su llamamiento. Él la
alentaba, la animaba y le comunicaba su energía y su
entusiasmo; su persona se
hallaba en todas partes, como si hubiese estado dotado del don de
ubicuidad, seguido siempre de J. T. Maston, su mosca zumbadora.
Con él no había obstáculo ni dificultades,
ni contratiempos: era minero, albañil y maquinista tanto
como artillero, teniendo respuestas para todas las preguntas y
soluciones
para todos los problemas.
Estaba en correspondencia constante con el Gun-Club y con la
fábrica de Goldspring, y día y noche, con las
calderas encendidas, con el vapor en presión,
el Tampico aguardaba sus órdenes en la rada de
Hillisboro.

El primer día de noviembre Barbicane salió
de Tampa con un destacamento de trabajadores, y al día
siguiente se había levantado alrededor de Stone's Hill una
ciudad de casas metálicas que se cercó de
empalizadas, la cual, por su movimiento, por su actividad, poco o
nada tenía que envidiar a las mayores ciudades de la
Unión. Se reglamentó cuidadosamente el
régimen de vida y empezaron las obras.

Sondeos escrupulosamente practicados permitieron
reconocer la naturaleza del terreno, y empezó la
excavación el 4 de noviembre.

Aquel día, Barbicane reunió a los jefes de
los talleres y les dijo:

-Todos conocéis, amigos míos, el objeto
por el cual os he reunido en esta parte salvaje de Florida.
Trátase de fundir un cañón de nueve pies de
diámetro interior, seis pies de grueso en sus paredes y
diecinueve y medio de revestimiento de piedra. Es, pues, preciso
abrir una zanja que tenga de ancho sesenta pies y una profundidad
de novecientos. Esta obra considerable debe concluirse en ocho
meses, y, por consiguiente, tenéis que sacar, en
doscientos cincuenta y cinco días, 2.543.200 pies
cúbicos de tierra, es decir, diez mil pies cúbicos
al día. Esto, que no ofrecería ninguna dificultad a
mil operarios que trabajasen con holgura, será más
penoso en un espacio relativamente limitado. Sin embargo, puesto
que es un trabajo que se ha de hacer, se hará, para to
cual cuento tanto
con vuestro ánimo como con vuestra destreza.

A las ocho de la mañana se dio el primer
azadonazo en el terreno floridense, y desde entonces, el poderoso
instrumento no tuvo en manos de los mineros un solo momento de
ocio. Las tandas de operarios se relevaban cada seis
horas.

Por colosal que fuese la operación, no rebasaba
el límite de las fuerzas humanas. ¡Cuántos
trabajos más difíciles, en los que había
sido necesario combatir directamente contra los elementos, se
habían llevado felizmente a cabo! Sin hablar más
que de obras análogas, basta citar el Pozo del Tío
José, construido cerca de El Cairo por el sultán
Saladino, en una época en que las máquinas no
habían completado aún la fuerza del
hombre. Dicho pozo baja al nivel del Nilo, a una profundidad de
300 pies. ¡Y aquel otro pozo abierto en Coblenza, por el
margrave Juan de Baden, a la profundidad de 600 pies! Pues bien,
¿de qué se trataba en última instancia? De
triplicar esta profundidad y duplicar su anchura, to que
haría la perforación más fácil.
Así es que no había ni un peón, ni un
oficial, ni un maestro, que dudase del éxito de la
operación.

Una decisión importante, tomada por el ingeniero
Murchison, de acuerdo con el presidente Barbicane, había
de acelerar más y más la marcha de los trabajos.
Por un artículo del contrato, el columbiad
debía estar reforzado con zunchos o abrazaderas de
hierro
forjado. Estos zunchos eran un lujo de precauciones
inútil, de las

que el cañón podía prescindir sin
ningún riesgo. Se
suprimió, pues, dicha cláusula, con to que se
economizaba mucho tiempo, porque se pudo entonces emplear el
nuevo sistema de perforación adoptado actualmente en la
construcción de los pozos, en que la perforación y
la obra de mampostería se hacen al mismo tiempo. Gracias a
este sencillo procedimiento, no
hay necesidad de apuntalar la tierra, pues la pared misma la
contiene con un poder inquebrantable y desciende por su propio
peso.

No debía empezar esta maniobra hasta alcanzar el
azadón la parte sólida del terreno.

El 4 de noviembre, cincuenta trabajadores abrieron en el
centro mismo del recinto cercado, es decir, en la parte superior
de Stone's Hill, un agujero circular de 60 pies de
ancho.

El pico encontró primero una especie de terreno
negro, de seis pies de profundidad, de cuya resistencia
triunfó fácilmente. Sucedieron a este terreno dos
pies de una arena fina, que se sacó y guardó
cuidadosamente porque debía servir para la
construcción del molde interior.

Apareció después de la arena una arcilla
blanca bastante compacta, parecida a la marga de Inglaterra, que
tenía un grosor de cuatro pies.

Enseguida, el hierro de los picos echó chispas
bajo la capa dura de la tierra, que era una especie de roca
formada de conchas petrificadas, muy seca y muy sólida, y
con la cual tuvieron en to sucesivo que luchar siempre los
instrumentos. En aquel punto, el agujero tenía una
profundidad de seis pies y medio, y empezaron los trabajos de
albañilería.

Construyóse en el fondo de la excavación
un torno de encina, una especie de disco muy asegurado con pernos
y de una solidez a toda prueba. Tenía en su centro un
agujero de un diámetro igual al que debía tener el
columbiad exteriomente. Sobre aquel aparato se sentaron
las primeras hiladas de piedras, unidas con inflexible tenacidad
por un cemento de
hormigón hidráulico. Los albañiles,
después de haber trabajado de la circunferencia al centro,
se hallaron dentro de un pozo que tenía 25 pies de
ancho.

Terminada esta obra, los mineros volvieron a coger el
pico y el azadón para atacar la roca debajo del mismo
disco, procurando sostenerlo con puntales de mucha solidez; estos
puntales se quitaban sucesivamente a medida que se iba ahondando
el agujero. Así, el disco iba bajando poco a poco, y con
él la pared circular de mampostería, en cuya parte
superior trabajaban incesantemente los albañiles, dejando
aspilleras o respiradores para que durante la fundición
encontrase salida el gas.

Este género de trabajo exige en los obreros mucha
habilidad y cuidado. Alguno de ellos, cavando bajo el disco, fue
peligrosamente herido por los pedazos de piedra que saltaban y
hasta hubo alguna muerte; pero
estos percances del oficio no menguaban ni un solo minuto el
ardor de los trabajadores. Éstos trabajaban durante el
día, a la luz de un sol que algunos meses después
daba a aquellas calcinadas llanuras un calor de
99°.(1) Trabajaban durante la noche; envueltos en los
resplandores de la luz eléctrica. El ruido de los
picos rompiendo las rocas, el
estampido de los barrenos, el chirrido de las máquinas,
los torbellinos de humo agitándose en el aire, trazaban
alrededor de Stone's Hill un círculo de terror que no se
atrevían a romper las manadas de bisontes ni los grupos de
semínolas.

1. 37°
centígrados.

Los trabajos avanzaban regularmente. Grúas
movidas por la fuerza del vapor activaban la traslación de
los materiales,
encontrándose pocos obstáculos inesperados, pues
todas las dificultades estaban previstas y había habilidad
para allanarlas.

El pozo, en un mes, había alcanzado la
profundidad proyectada para este tiempo, o sea 112 pies. En
diciembre, esta profundidad se duplicó, y se
triplicó en enero. En febrero, los trabajadores tuvieron
que combatir una capa de agua que apareció de improviso,
viéndose obligados a recurrir a poderósas bombas y aparatos
de aire comprimido para agotarla y tapar los orificios como se
tapa una vía de agua a bordo de un buque. Se dominaron
aquellas corrientes, pero a consecuencia de la poca consistencia
del terreno, el disco cedió algo, y hubo un derrumbamiento
parcial. El accidente no podía dejar de ser terrible, y
costó la vida a algunos trabajadores. Tres semanas se
invirtieron en reparar la avería y en restablecer el
disco, devolviéndole su solidéz; pero gracias a la
habilidad del ingeniero y a la potencia de las
máquinas empleadas, la obra, por un instante comprometida,
recobró su aplomo, y la perforación siguió
adelante.

Ningún nuevo incidente paralizó en to
sucesivo la marcha de la operación, y el 10 de junio,
veinte días antes de expirar el plazo fijado por
Barbicane, el pozo, enteramente revestido de su muro de piedra,
había alcanzado la profundidad de 900 pies. En el fondo,
la mampostería descansaba sobre un cubo macizo que
medía 30 pies de grueso, al paso que en su parte superior
se hallaba al nivel del suelo.

El presidente Barbicane y los miembros del GunClub
felicitaron con efusión al ingeniero Murchison, cuyo
trabajo ciclópeo se había llevado a cabo con una
rapidez asombrosa.

Durante los ocho meses que se invirtieron en dicho
trabajo, Barbicane no se separó un instante de Stone's
Hill, y al mismo tiempo vigilaba de cerca las operaciones de la
excavación y no olvidaba un solo instante el bienestar y
la salud de los
trabajadores, siendo bastante afortunado para evitar las
epidemias que suelen engendrarse en las grandes aglomeraciones de
hombres, y que tantos desastres causan en las regiones del globo
expuestas a todas las influencias tropicales.

Verdad es que algunos trabajadores pagaron con la vida
las imprudencias inherentes a trabajos tan peligrosos. Pero estas
deplorables catástrofes son inevitables, y los americanos
no hacen de ellas ningún caso. Se cuidan más de la
humanidad en general que del individuo en
particular. Sin embargo, Barbicane profesabá
excepcionalmente los principios
contrarios, y los aplicaba en todas las ocasiones. Así es
que, gracias a su solicitud, a su inteligencia, a su útil
intervención en los casos difíciles, a su
prodigiosa y filantrópica sagacidad, el término
medio de las catástrofes no excedió al de los
países de ultramar famosos por su lujo de precauciones,
entre otros Francia, donde
se cuenta con un accidente por cada 200.000 francos de
trabajo.

XV

La
fiesta de la fundición

Durante los ocho meses que se invirtieron en la
operación de la zanja, se llevaron simultáneamente
adelante con suma rapidez los trabajos preparatorios de la
fundición. Una persona extraña que, sin estar en
antecedentes, hubiese llegado de improviso a Stone's Hill,
hubiera quedado atónito ante el espectáculo que se
ofrecía a sus miradas.

A 600 yardas de la zanja se levantaban 1.200 hornos de
reverbero, de 600 pies de ancho cada uno, circulamente situados
alrededor de la zanja misma, que era su punto central, separados
uno de otro por un intervalo de media toesa. Los 1.200 hornos
formaban una línea que no bajaba de dos millas. Estaban
todos calcados sobre el mismo modelo, con
una alta chimenea cuadrangular, y producían un singular
efecto. Soberbia parecía a J. T. Maston aquella
disposición arquitectónica, que le recordaba los
monumentos de Washington. Para él no había nada
más bello, ni aun en Grecia, donde,
según él mismo confesaba, no había estado
nunca.

Sabido es que en su tercera sesión la
comisión resolvió valerse para el columbiad
del hierro fundido, especialmente del hierro furidido gris, que
es, en efecto, un metal tenaz y dúctil, de fácil
pulimento, propio para efectuar todas las operaciones de moldeo,
y tratado con el carbón de piedra, es de una calidad superior
para 1ás piezas de gran resistencia, tales como
cañones, cilindros de máquinas de vapor y prensas
hidráulicas.

Pero el hierro fundido, si no ha sido sometido
más que a una sola fusión, es
raramente to suficiente homogéneo, por to que se le
acendra y depura por medio de una segunda fusión, que le
desembaraza de sus últimos depósitos
terrosos.

Por lo mismo, el mineral de hierro, antes de ser
embarcado para Tampa, era sometido a los altos hornos de
Goldspring y puesto en contacto con carbón y silicio y
elevado a una alta temperatura, siendo transformado en
carburo,(1) y después de esta primera operación, se
dirigía el metal a Stone's Hill. Pero se trataba de
136.000.000 de libras de hierro fundido, que son una cantidad
enorme para transportar por los railways. El precio del
transporte hubiera duplicado el de la materia.
Pareció preferible fletar buques de Nueva York y cargarlos
de fundición en barras, aunque para esto se necesitaron
sesenta y ocho buques de 1.000 toneladas, una verdadera escuadra,
que el 3 de mayo salió del canal de Nueva York,
entró en el océano, siguió a lo largo de las
costas americanas, penetró en el canal de Bahama,
dobló la punta de Florida y, el 10 del mismo mes,
remontando la bahía del Espíritu Santo, pasó
a fondear sin avería alguna en el puerto de Tampa.
A11í el cargamento fue trasladado a los vagones del
ferrocarril de Stone's Hill, y a mediados de enero, la enorme
cantidad de metal había llegado a su destino.

1. Por la operación de
refinado en los hornos, el hierro fundido, libre de carbono y
silicio, se convierte en hierro dulce.

Bien se comprende que mil doscientos hornos no eran un
exceso para derretir a un mismo tiempo 68.000 toneladas de
hierro. Cada horno podía contener cerca de 114.000 libras
de metal, y todos, construidos y dispuestos según el
modelo de los que sirvieron para fundir ei cañón
Rodman, afectaban la forma de un trapecio y eran muy rebajados.
El aparato para caldear y la chimenea, se hallaba en los dos
extremos del horno, el cual se calentaba por igual en toda su
extensión. Los hornillos, hechos de tierra refractaria,
constaban de una reja donde se colocaba el carbón de
piedra, y un crisol o laboratorio
donde se ponían las barras que habían de fundirse.
El suelo de este crisol inclinado en ángulo de 25 grados
permitía al metal derretido verterse hacia los
depósitos de recepción, de los cuales
partían doce arroyos divergentes que desaguaban en el pozo
central.

Un día, después de terminadas las obras de
albañilería, Barbicane mandó proceder a la
construcción del molde interior. La cuestión era
levantar en el centro del pozo, siguiendo su eje, un cilindro de
900 pies de altura y 9 pies de diámetro, que llenase
exactamente el espacio reservado al ánima del
columbiad. Este cilindro debía componerse de una
mezcla de tierra arcillosa y arena, a la que
añadían heno y paja. El intervalo que quedase entre
el molde y la obra de fábrica, debía llenarlo el
metal derretido para formar las paredes del cañón,
de un grosor de 6 pies. Para mantener equilibrado el cilindro,
fue preciso reforzarlo con armadura de hierro y sujetarlo a
trechos por medio de puntales transversales que iban desde
él a las paredes del pozo. Estas traviesas, después
de la fundición, quedaban formando cuerpo común con
el cañón mismo, sin que éste sufriese por la
interposición menoscabo alguno.

Habiendo terminado esta operación el 8 de julio,
podía procederse inmediatamente a la fundición, y
se fijó ésta para el día
siguiente.

-Será una gran fiesta el acto de la
fundición -dijo J. T. Maston a su amigo
Barbicane.

-Sin duda -respondió Barbicane-, pero no
será fiesta pública.

-¡Cómo! ¿No abriréis las
puertas del recinto a todo el que se presente?

-No haré semejante disparate, Maston; la
fundición del columbiad es una operación
delicada que puede también ser peligrosa, y prefiero que
se ejecute a puerta cerrada. A1 dispararse el proyectil,
toleraremos todo el bullicio que se quiera, pero no
antes.

En efecto, la operación podía dar origen a
peligros imprevistos, y, además, una gran afluencia de
espectadores estorbaría tal vez para conjurar una
catástrofe. Convenía mucho conservar la libertad de
movimiento. Así es que a nadie se permitió entrar
en el recinto, a excepción de una delegación de
individuos del Gun-Club, que se había trasladado a Tampa.
Figuraban entre ella el entusiasta Bilsby, Tom Hunter, el coronel
Blomsberry, el mayor Elphiston, el general Morgan y otros, para
quienes la fundicion del
columbiad era una cuestión personal. J. T.
Maston se convirtió espontáneamente en su cicerone;
no omitió ningún pormenor; les condujo a todas
panes, a los almacenes, a los talleres, a las máquinas, y
les obligó a visitar uno tras otro, no obstante ser
perfectamente iguales, los mil doscientos hornos. Al efectuar la
visita mil doscientas, estaban algo cansados.

La fundición debía ejecutarse a las doce
en punto del día. El día anterior se había
invertido principalmente en cargar cada uno de los hornos con
ciento catorce mil libras de barras de metal, colocadas de manera
que dejasen algunos huecos para que el aire inflamado pudiese
circular entre ellas libremente. Desde la madrugada, empezaron
las mil doscientas chimeneas a vomitar en la atmósfera sus
torrentes de llamas, y agitaban la tierra sordas trepidaciones.
Había que quemar tantas libras de carbón de piedra
cuantas eran las libras de metal que había que fundir.
Había, pues, 68.000 libras de carbón que
proyectaban delante del disco del sol un denso cortinaje de humo
negro.

No tardó el calor en hacerse insoportable en
aquel círculo de hornos cuyos ronquidos parecían
retumbos de trueno, aumentando el estrépito poderosos
ventiladores que en su continuo soplo saturaban de oxígeno
todos aquellos focos candentes.

El buen éxito de la operación de la
fundición, dependía en gran parte de la rapidez con
que se la condujese. A una señal dada, que
consistía en un cañonazo, todos los hornos a la vez
debían abrir paso al hierro derretido y vaciarse
enteramente.

Tomadas estas disposiciones, maestros y trabajadores
aguardaron el momento fijado con mucha impaciencia y
también con cierta zozobra. No había nadie en el
recinto, y cada maestro fundidor ocupaba su puesto cerca de los
agujeros por donde debía salir el metal
licuado.

Barbicane y sus colegas contemplaban la operación
desde una eminencia cercana, teniendo delante un
cañón, pronto a ser disparado a una señal
del ingeniero.

Algunos minutos antes de dar las doce, empezó el
metal a formar gotas que se iban dilatando, se fueron llenando
poco a poco los receptáculos, y cuando el hierro, se hubo
derretido enteramente, se le dejó reposar un poco con el
fin de facilitar la separación de las sustancias
heterogéneas.

Dieron las doce, sonó de pronto un
cañonazo, perdiéndose en el aire, como un
relámpago, su resplandor momentáneo. Mil doscientas
aberturas se destaparon a la vez, y mil doscientas serpientes de
fuego se arrastraron hacia el pozo central, desarrollando sus
anillos candentes. Al llegar el pozo, se precipitaron a una
profundidad de 900 pies con espantoso estrépito. Aquel
espectáculo era conmovedor y magnífico. La tierra
temblaba, y las olas de metal hirviente, lanzando al cielo los
torbellinos de humo, volatilizaban al mismo tiempo la humedad del
molde y la arrojaban por los espiráculos o respiraderos
del muro de piedra bajo la forma de impenetrables vapores.
Aquellas nubes ficticias, subiendo hacia el cenit a una altura de
500 toesas, desenvolvían sus densas espirales. Un salvaje
errante, más a11á de los límites
del horizonte, hubiera podido creer en la formación de un
nuevo cráter en las entrañas de Florida, y sin
embargo, aquello no era una erupción, ni una tromba, ni
una tempestad, ni una lucha de elementos, ni ninguno de los
fenómenos terribles que es capaz de producir la
naturaleza. ¡No! El hombre
había creado aquellos vapores cojizos, aquellas llamas
gigantescas dignas de un volcán, aquellas trepidaciones
estrepitosamente análogas a los sacudimientos de un
terremoto, aquellos mugidos rivales de los huracanes y las
borrascas, y era su mano quien precipitaba en un abismo abierto
por ella todo un Niágara del humeante metal
derretido.

XVI

El
columbiad

¿La operación había tenido buen
éxito? Acerca del particular no se podía juzgar
más que por conjeturas. Todo, sin embargo, inducía
a creer que la fundición se había verificado
debidamente, puesto que el molde había absorbido todo el
metal licuado en los hornos. Pero nada en mucho tiempo se
podría asegurar de una manera positiva. La prueba directa
había de ser necesariamente muy tardía.

En efecto, cuando el mayor Rodman fundió su
cañón de ciento sesenta mil libras, el hierro
tardó en enfriarse más de quince días.
¿Cuánto tiempo, pues, el monstruoso columbiad,
coronado de torbellinos de vapor y defendido por su calor
intenso, iba a ocultarse a las investigaciones
de sus admiradores? Difícil era calcularlo.

Durante este tiempo la impaciencia de los miembros del
Gun-Club pasó por una dura prueba. Pero fuerza es esperar,
y más de una vez la curiosidad y el entusiasmo expusieron
a J. T. Maston a asarse vivo. Quince días después
de verificada la fundición, subía aún al
cielo un inmenso penacho de humo, y el suelo abrasaba los pies en
un radio de
doscientos pasos alrededor de la cima de Stone's Hill.

Pasaron días y días, semanas y semanas. No
había medio de enfriar el inmenso cilindro, al cual era
imposible acercarse. Preciso era aguardar, y los miembros del
Gun-Club tascaban su freno.

-Nos hallamos ya a to de agosto -dijo una mañana
J. T. Maston-. ¡Faltan apenas cuatro meses para llegar al 1
de diciembre, y aún tenemos que sacar el molde interior,
formar el ánima de la pieza y cargar el columbiad!
¿Tendremos tiempo? ¡Ni siquiera podemos acercarnos
al cañón! ¿No se enfriará nunca?
¡Sería un chasco horrible!

En vano se trataba de calmar la impaciencia del
secretario; Barbicane no despegaba los labios, pero su silencio
ocultaba una sorda irritación. Verse absolutamente
detenido por un obstáculo del cual sólo
podía triunfar el tiempo, enemigo temible en aquellas
circunstancias, y hallarse a discreción suya, era duro
para un hombre de guerra.

Sin embargo, observaciones diarias permitieron comprobar
modificaciones en el estado del
terreno. Hacia el 15 de agosto, la intensidad y densidad de los
vapores había disminuido notablemente. Algunos días
después, la tierra no exhalaba más que un ligero
vaho, último soplo del monstruo encerrado en su
ataúd de piedra. Poco a poco se apaciguaron las
convulsiones del terreno, y se circunscribió el
círculo calórico; los espectadores más
impacientes se acercaron, ganaron un día 2 toesas y al
otro 4; y el 22 de agosto, Barbicane, sus colegas y el ingeniero
pudieron llegar a la masa de hierro colado que asomaba al nivel
de la cima de Stone's Hill, sitio sin duda muy higiénico,
en que no estaba aún permitido tener frío en los
pies.

-¡Loado sea Dios! -exclamó el presidente
del GunClub con un inmenso suspiro de
satisfacción.

Se volvió a trabajar aquel mismo día.
Procedióse inmediatamente a la extracción del molde
interior para dejar libre el ánima de la pieza;
funcionaron sin descanso el pico, el azadón y la terraja;
la tierra arcillosa y la arena habían adquirido con el
calor una dureza suma, pero con el auxilio de las
máquinas, se venció la resistencia de aquella
mezcla que ardía aún al contacto de las paredes de
hierro fundido; se sacaron rápidamente en carros de vapor
los materiales extraídos, y se hizo todo tan bien, se
trabajó con tanta actividad, fue tan apremiante la
intervención de Barbicane y tenían tanta fuerza sus
argumentos, a los que dio la forma de dólares, que el 3 de
septiembre había desaparecido hasta el último
vestigio del molde.

Inmediatamente después, empezó la
operación de alisar el ánima, a cuyo efecto se
establecieron con la mayor prontitud las máquinas
convenientes, y se pusieron en juego
poderosos alisadores cuyo corte eliminó rápidamente
las desigualdades de la fundición. Al cabo de algunas
semanas, la superficie interior del inmenso tubo era
perfectamente cilíndrica, y el ánima de la pieza
había adquirido un pulimento perfecto.

Por último, el 22 de septiembre, no habiendo
aún transcurrido un año desde la
comunicación de Barbicane, la enorme máquina,
calibrada rigurosamente y absolutamente vertical, según
comprobaron los más delicados instrumentos, estaba en
disposición de funcionar. No había que esperar
más que a la Luna, pero todos tenían una completa
confianza en que tan honrada señora no faltaría a
la cita. La conocían por sus antecedentes, y por ellos la
juzgaban.

La alegría de J. T. Maston traspasó todos
los límites, y poco le faltó para ser
víctima de una espantosa caída por el afán
con que abismaba sus miradas en el tubo de 900 pies. Sin el brazo
derecho de Blomsberry, que el digno coronel había
felizmente conservado, el secretario del Gun-Club, como un
segundo Eróstrato, hubiera encontrado la muerte en
las profundidades del columbiad.

El cañón estaba, pues, concluido, y no
cabía duda alguna acerca de su ejecución perfecta.
Así es que, el 6 de octubre, el capitán Nicholl, no
obstante sus antipatías, pagó al presidente
Barbicane la segunda apuesta, y Barbicane en sus libros, en la
columna de ingresos,
apuntó una suma de 2.000 dólares. Motivos hay para
creer que la cólera
del capitán llegó al último extremo,
causándole una verdadera enfermedad. Sin embargo, quedaban
aún tres apuestas, una de 3.000 dólares, otra de
4.000 y otra de 5.000, y con sólo ganar dos de ellas, no
se hubiera librado mal del negocio. Pero el dinero no entraba
para nada en sus cálculos, y el éxito obtenido por
su rival en la fundición de su cañón, a cuyo
proyectil no hubiera resistido una plancha de 10 toesas, le daba
un golpe terrible. El 23 de septiembre se permitió al
público entrar libremente en el recinto de Stone's Hill, y
ya se comprende to que sería la afluencia de
visitantes.

Innumerables curiosos, procedentes de todos los puntos
de los Estados Unidos, se dirigían a Florida. Durante
aquel año la ciudad de Tampa, consagrada enteramente a los
trabajos del Gun-Club, se había desarrollado de una manera
prodigiosa, y contaba entonces con una población de 60.000
almas. Después de envolver en una red de calles el fuerte
Broke, se fue prolongando por la lengua de
tierra que separa las dos radas de la bahía del
Espíritu Santo. Nuevos cuarteles, nuevas plazas, un bosque
entero de casas nuevas había brotado en aquellos enales
antes desiertos, al calor del sol americano. Habíanse
fundado compañías para erigir iglesias, escuelas y
habitaciones particulares, y en menos de un año se
decuplicó la extensión de la ciudad.

Sabido es que los yanquis han nacido comerciantes.
Adondequiera que les lance la suerte, desde la zona glacial a la
zona tórrida, es menester que se ponga en ejecución
su instinto de los negocios. He aquí por qué
simples curiosos que se habían trasladado a Florida sin
más objeto que seguir las operaciones del Gun-Club, se
entregaron, no bien se hubieron establecido en Tampa, a
operaciones mercantiles. Los buques fletados para el transporte
del material y de los trabajadores, habían dado al puerto
una actividad sin ejernplo. Otros buques de todas clases,
cargados de víveres, provisiones y mercancías,
surcaron luego la bahía y las dos radas; grandes
contadores de armadores y corredores se establecieron en la
ciudad, y la Shipping Gazette(1) anunció
diariamente en sus columnas la llegada de nuevas embarcaciones al
puerto de Tampa.

  1. Gaceta
    Marítima.

Mientras se multiplicaban los caminos alrededor de la
ciudad, ésta, teniendo en consideración el
prodigioso desarrollo de
su población y su comercio, fue
unida por un ferrocarril a los Estados meridionales de la
Unión. Por medio de un railway, Mobile se
enlazó con Pensacola, el gran arsenal marítimo del
Sur, desde donde el ferrocarril se dirigió a la ciudad de
Tallahassee, donde había ya un pequeño trozo de
vía férrea y ponía en comunicación
con Saint Marks, en la costa. Aquel railway se prolongó
hasta Tampa, vivificando a su paso y despertando las comarcas
muertas de Florida central. Gracias a las maravillas de la
industria,
debidas a la idea que cruzó por la mente de un hombre,
Tampa pudo darse la importancia de una gran ciudad. Le
habían dado el sobrenombre de Moon City, y Tallahassee, la
capital de las dos Floridas, sufrió un eclipse total,
visible desde todos los puntos del globo.

Ahora comprende cualquiera el fundamento de la gran
rivalidad entre Tejas y Florida, y la exasperación de los
tejanos cuando se vieron desahuciados en sus pretensiones por la
elección del Gun-Club. Con su sagacidad previsora
había adivinado cuánto debía ganar un
país con el experimento de Barbicane y los beneficios que
produciría un cañonazo semejante. Tejas
perdía por la elección de Barbicane un vasto centro
de comercio, un ferrocarril y un aumento considerable de
población. Todas estas ventajas las obtenía la
miserable península floridense, echada como una estacada
en las olas del golfo y las del océano Atlántico.
Así es que Barbicane participaba, con el general Santana,
de todas las antipatías de Tejas.

Sin embargo, aunque entregada a su furor mercantil y a
su pasión industrial, la nueva población de Tampa
no olvidó las interesantes operaciones del Gun-Club. Todo
to contrario. Seguía con ansia todos los pormenores de la
empresa, y la entusiasmaba cualquier azadonazo. Hubo
constantemente entre la ciudad y Stone's Hill un continuo it y
venir, una procesión, una romería.

Fácil era prever que, al llegar el día del
experimento, la concurrencia ascendería a millares de
personas, que de todos los puntos de la Tierra se iban acumulando
en la circunscrita península. Europa emigraba a
América.

Pero es preciso confesar que hasta entonces la
curiosidad de los numerosos viajeros no se hallaba enteramente
satisfecha. Muchos contaban con el espectáculo de la
fundición, de la cual no alcanzaron más que el
humo. Poca cosa era para aquellas gentes ávidas, pero
Barbicane, como es sabido, no quiso admitir a nadie durante
aquella operación. Hubo descontento, refunfuños,
murmullos; hubo reconvenciones al presidente, de quien se dijo
que adolecía de absolutismo, y
su conducta fue
declarada poco americana. Hubo casi una asonada alrededor
de la cerca de Stone's Hill. Pero ni por ésas; Barbicane
era inquebrantable en sus resoluciones.

Pero cuando el columbiad quedó enteramente
concluido, fue preciso abrir las puertas, pues hubiera sido poco
prudente contrariar el sentimiento público
manteniéndolas cerradas. Barbicane permitió entrar
en el recinto a todos los que llegaban, si bien, empujado por su
talento práctico, resolvió especular en grande con
la curiosidad general. La curiosidad es siempre, para el que sabe
explotarla, una fábrica de moneda.

Gran cosa era contemplar el inmenso columbiad,
pero la gloria de bajar a sus profundidades parecía a los
americanos el non plus ultra de la felicidad posible en
este mundo. No hubo un curioso que no quisiese darse a toda costa
el placer de visitar interiormente aquel abismo de metal. Atados
y suspendidos de una cabria que funcionaba a impulsos del vapor,
se permitió a los espectadores satisfacer su curiosidad
excitada. Aquello fue un delirio. Mujeres, niños,
ancianos, todos se impusieron el deber de penetrar en el fondo
del ánima del colosal cañón preñado
de misterios. Se fijó el precio de 5 dólares por
persona, y a pesar de su elevado costo, en los dos
meses inmediatos que precedieron al experimento, la afluencia de
viajeros permitió al Gun-Club obtener cerca de 500.000
dólares.

Inútil es decir que los primeros que visitaron el
columbiad fueron los miembros del Gun-Club, a cuya ilustre
asamblea estaba justamente reservada esta preferencia. Esta
solemnidad se celebró el 25 de septiembre. En un
cajón de honor, bajaron el presidente Barbicane, J. T.
Maston, el mayor Elphiston, el general Morgan, el coronel
Blomsberry, el ingeniero Murchison y otros miembros distinguidos
de la célebre sociedad, en número de unos diez.
Mucho calor hacía aún en el fondo de aquel largo
tubo de metal, se sentía dentro alguna sofocación.
¡Pero qué alegría! ¡Qué encanto!
Se colocó una mesa de diez cubiertos en la recámara
de piedra que sostenía el columbiad, alumbrado a
giorno por un chorro de luz eléctrica. Exquisitos y
numerosos manjares que parecían bajados del cielo, se
colocaron sucesivamente delante de los convidados, y botellas de
los mejores vinos se apuraron profusamente durante aquel
espléndido banquete a 900 pies bajo tierra.

El festín fue muy animado y también muy
bullicioso. Se entrecruzaron numerosos brindis: se brindó
por el globo terrestre; se brindó por su satélite;
se brindó por el Gun-Club; se brindó por la
Unión, por la Luna, por Febe, por Diana, por Selene, por
el astro de la noche, por la pacífica mensajera del
firmamento.
Los hurras, llevados por las ondas sonoras del
inmenso tubo acústico, llegaban a su extremo como un
trueno, y la multitud, colocada alrededor de Stone's Hill, se
unía con el corazón y con los gritos a los diez
convidados hundidos en el fondo del gigantesco
columbiad.

J. T. Maston no era ya dueño de sí mismo.
Difícil sería determinar si gritaba más que
gesticulaba, y si bebía más que comía. Lo
cierto es que no cabía de gozo en su pellejo, que no
hubiera dado su lugar por el imperio del mundo, aun cuando el
cañón cargado, cebado y haciendo fuego en aquel
instante, hubiera debido enviarle hecho pedazos a los espacios
planetarios.

XVII

Un
parte telegráfico

Pudiérase decir que estaban terminados los
grandes trabajos emprendidos por el Gun-Club, y, sin embargo,
tenían aún que transcurrir dos meses antes de
enviar el proyectil a la Luna. Dos meses que debían
parecer largos como años a la impaciencia universal. Hasta
entonces los periódicos habían dado diariamente
cuenta de los más insignificantes pormenores de la
operación, y sus columnas eran devoradas con avidez; pero
era de temer que en to sucesivo disminuyese mucho el dividendo
de interés
distribuido entre todas las gentes, y no
había quien no temiese que iba a dejar pronto de percibir
la parte de emociones que
diariamente le correspondía.

No fue así. El más inesperado, el
más extraordinario, más increiíble y
más inverosímil incidente volvió a fanatizar
los ánimos anhelantes y a causar en el mundo una sorpresa
y una sobreexcitación hasta entonces
desconocidas.

Un día, el 30 de septiembre, a las tres y
cuarenta y siete minutos de la tarde llegó a Tampa, con
destino al presidente Barbicane, un telegrama transmitido por el
cable sumergido entre Valentia (Irlanda), Terranova y la costa
americana.

El presidente Barbicane rasgó el sobre, leyó el
parte, y, no obstante su fuerza de voluntad para hacerse
dueño de sí mismo, sus labios palidecieron y su
vista se turbó a la lectura de
las veinte palabras del telegrama.

He aquí el texto del
mismo, que se conserva aún en los archivos del
Gun-Club:

«Francia, París.

»30 septiembre, 4 h. mañana.

»Barbicane. Tampa, Florida.

»Estados Unidos.

»Reemplazad granada esférica por
proyectil cilindrocónico. Partiré dentro.
Llegaré por vapor Atlanta.

MICHEL ARDAN.

 

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