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Julio Verne – El faro del fin del mundo



Partes: 1, 2, 3, 4

    1. La isla de los
      Estados
    2. Los tres
      torreros
    3. La goleta
      "Maule"
    4. En la
      bahía de Elgor
    5. La
      caverna
    6. La "Maule" en
      reparación
    7. Vázquez
    8. Después del
      naufragio
    9. Al salir de
      la bahía
    10. Durante tres
      días
    11. El aviso
      "Santa Fe"
    12. El
      desenlace

    PRIMERA
    PARTE

    INAUGURACION

    EL sol iba a desaparecer detrás de las colinas
    que limitaban el horizonte hacia el oeste. El tiempo era
    hermoso. Por el lado opuesto, algunas nubecillas reflejaban los
    últimos rayos, que no tardarían en extinguirse en
    las sombras del crepúsculo, de bastante duración en
    el grado 55 del hemisferio austral.

    En el momento que el disco solar mostraba solamente su
    parte superior, un cañonazo resonó a bordo del
    "aviso" Santa Fe, y el pabellón de la
    República Argentina flameó.

    En el mismo instante resplandecía una
    vivísima luz en la
    cúspide del faro construido a un tiro de fusil de la
    bahía de Elgor, en la que el Santa Fe había
    fondeado.

    Dos de los torreros del faro, los obreros agrupados en
    la playa, la tripulación reunida en la proa del barco,
    saludaron con grandes aclamaciones la primera luz encendida en
    aquella costa lejana.

    Otros dos cañonazos siguieron al primero,
    repercutidos por los ruidosos ecos de los alrededores. La bandera
    fue luego arriada, según el reglamento de los barcos de
    guerra, y el
    silencio se hizo en aquella Isla de los Estados, situada en el
    punto de concurrencia del Atlántico con el
    Pacifico.

    Los obreros embarcaron a bordo del Santa Fe, y no
    quedaron en tierra
    más que los tres torreros, uno de ellos de servicio en la
    cámara de cuarto.

    Los otros dos paseaban, charlando, a la orilla del
    mar.

    —Y bien, Vázquez —dijo el más
    Joven de los dos—, ¿Es mañana cuando zarpa el
    "aviso"?

    —Si, Felipe, mañana mismo, y espero que no
    tendrá mala travesía para llegar al puerto, a menos
    que no cambie el viento. Después de todo, quinientas
    millas no es ninguna cosa extraordinaria, cuando el barco tiene
    buena máquina y sabe llevar la lona.

    —Y, además, que el comandante Lafayate
    conoce bien la ruta.

    —Que es toda derecha. Proa al sur para venir, proa
    al norte para volver; y si la brisa continúa soplando de
    tierra, podrá mantenerse al abrigo de la costa y
    navegará como por un río.

    —Pero un río que no tendrá
    más que una orilla —repuso Felipe—. Y si el
    viento salta a otro cuadrante. ..

    —Eso sería mala suerte, y espero que no ha
    de tenerla el Santa Fe. En quince días puede haber
    ganado sus quinientas millas y fondear en la rada de Buenos
    Aires.

    —Sí, yo creo que el buen tiempo va a
    durar.

    —Así lo espero. Estamos en los comienzos de
    la primavera, y tres meses por delante son más que
    algo.

    —Y los trabajos han terminado en muy buena
    época.

    —Sí, y no hay miedo que nuestra isla, se
    vaya a fondo con su faro.

    —Seguramente, Vázquez; cuando el "aviso"
    vuelva con el relevo, encontrará la Isla en el mismo
    sitio.

    —Y a nosotros en ella —dijo Vázquez
    frotándose las manos, después de lanzar una
    bocanada de humo—. Ya ves, buen mozo, que no estamos a
    bordo de un barco al que la borrasca zarandea; y si es un barco,
    está sólidamente anclado a la cola de América… Convengo en que estos parajes no
    tienen nada de buenos; que la triste reputación de los
    mares del cabo de Hornos está bien justificada y que los
    naufragios menudean… Pero todo esto va a cambiar, Felipe:
    Aquí tienes la Isla de los Estados con su faro, que todos
    los huracanes no lograrían apagar. Los barcos lo
    verán a tiempo para rectificar su ruta, y guiándose
    por su claridad se librarán de caer en las rocas del cabo
    San Juan, de la punta Diegos o de la punta Fallows, aun en las
    noches más obscuras… Nosotros somos los encargados de
    mantener el fuego, y lo mantendremos…

    La animación con que hablaba Vázquez no
    dejaba de reconfortar a su camarada, que acaso no miraba tan de
    color de rosa las
    largas semanas que había de pasar en aquella isla
    desierta, sin comunicación posible con sus semejantes,
    hasta el día que los tres fueran relevados. Para concluir,
    Vázquez añadió: —Ya ves, desde hace
    cuarenta años estoy recorriendo todos los mares del
    antiguo y nuevo continente, de grumete, de marinero, de
    patrón… Pues bien, ahora que ha llegado la edad del
    retiro, yo no podría desear cosa mejor que ser torrero de
    un faro: ¡y qué faro! ¡El faro del Fin del
    Mundo!

    Y en verdad que aquel nombre estaba bien justificado en
    aquella isla, lejana de toda tierra habitada y habitable.
    —Dí, Felipe —repuso Vázquez, sacudiendo
    la ceniza de su pipa—, ¿A qué hora vas a
    relevar a Moriz? —A las 10. — Bueno; entonces yo te
    relevaré a las 2 de la mañana y estaré de
    guardia hasta el amanecer.

    —Convenido, Vázquez; entretanto, lo
    más acertado será irnos a dormir.

    —¡A la cama, Felipe, a la cama!
    Vázquez y Felipe se dirigieron hacia la pequeña
    explanada en medio de la cual se alzaba el faro, y entraron en el
    interior.

    La noche fue tranquila. En el instante en que alboreaba,
    Vázquez apagó la luz que alumbraba hacía
    doce horas.

    Generalmente débiles en el Pacífico, sobre
    todo a lo largo de las costas de América y de Asia que
    baña el vasto océano, las mareas son, al contrario,
    muy fuertes en la superficie del Atlántico y se hacen
    sentir con violencia en
    aquellos lejanos parajes.

    El amanecer de aquel día comenzó a las
    seis de la mañana, y al "aviso" le hubiera convenido
    aparejar desde luego. Pero sus preparativos no estaban del todo
    concluidos, y el comandante no contaba salir de la bahía
    de Elgor hasta la marca de la
    tarde.

    El Santa Fe, de la marina de guerra de la
    República Argentina, era un barco de 200 toneladas, con
    una fuerza de 160
    caballos, mandado por un capitán y un segundo, con 50
    hombres de tripulación. Estaba destinado a la vigilancia
    de las costas, desde la desembocadura del río de la Plata
    hasta el estrecho de Lemaire en el Océano
    Atlántico. En aquella fecha, el genio marítimo no
    había construido todavía los barcos de marcha
    rápida: cruceros, torpederos y otros. Así es que el
    Santa Fe no pasaba de nueve millas por hora, velocidad
    suficiente para la policía de las costas de la Patagonia,
    frecuentadas únicamente por los barcos de pesca.

    Aquel año, el "aviso" había tenido la
    misión
    de vigilar la construcción del faro, a expensas del
    gobierno
    argentino. A bordo del Santa Fe fueron transportados el
    personal y
    materiales
    necesarios para esta obra, que acababa de terminarse con arreglo
    a los planos de un hábil ingeniero de Buenos
    Aires.

    Hacía algunas semanas que el barco se hallaba
    fondeado en la bahía de Elgor. Después de haber
    desembarcado provisiones para cuatro meses, y de haberse
    asegurado que nada faltaría a los torreros del nuevo faro
    hasta el día del relevo, el comandante Lafayate se hizo
    cargo de los obreros enviados a la Isla de los Estados. Si
    circunstancias imprevistas no hubiesen retardado la
    terminación de los trabajos, el Santa Fe hubiera
    estado
    hacía algún tiempo de regreso en el puerto de
    Buenos Aires.

    Durante su permanencia en la bahía nada tuvo que
    temer su comandante contra los vientos del norte, del sur y del
    oeste. Únicamente la mar gruesa hubiera podido molestarle;
    pero la primavera se había mostrado bien clemente, y ahora
    que ya reinaba el verano, era de esperar que sólo se
    producirían pasajeras borrascas en los parajes
    magallánicos.

    Eran las siete cuando d capitán Lafayate y su
    segundo, Riegal, salieron de sus camarotes. Los marineros
    concluían el baldeo del puente. El primer contramaestre
    tomaba sus disposiciones para que todo estuviese dispuesto cuando
    llegase la hora de zarpar. Aunque esto no se efectuaría
    hasta la tarde, se limpiaban los cobres de la bitácora y
    de las claraboyas, y se izaba el bote grande hasta los pescantes,
    dejando a flote el pequeño para el servicio de a
    bordo.

    Cuando salió el sol, el
    pabellón nacional subió hasta el extremo de
    mesana.

    Tres cuartos de hora más tarde, la campana
    tocó para el primer rancho.

    Después de desayunar Juntos los dos oficiales,
    subieron a la toldilla, desde donde examinaron el estado del
    cielo, bastante despejado por la brisa de tierra, y
    después desembarcaron.

    Durante esta última mañana, el comandante
    quiso inspeccionar el faro y sus anexos, el alojamiento de los
    torreros, los almacenes que
    encerraban las provisiones y el combustible, y, por último
    asegurarse del buen funcionamiento de los diversos
    aparatos.

    Saltó a tierra, acompañado del oficial, y
    se dirigieron hacia el faro, pensando en la suerte de los tres
    hombres que iban a permanecer en la soledad de la Isla de los
    Estados.

    —Es verdaderamente duro —dijo el
    capitán—; sin embargo, hay que tener en cuenta que
    esta pobre gente había llevado siempre una existencia
    dura, la existencia de los marinos. Para ellos, el servicio del
    faro es un reposo relativo.

    —Sin duda —contestó Riegal—;
    pero una cosa es ser torrero en las costas frecuentadas, en
    comunicación fácil con tierra, y otra vivir en una
    isla desierta que los barcos no abordan más que muy de
    tarde en tarde.

    —Convengo en ello, Riegal. Por eso se hará
    el relevo cada tres meses; Vázquez. Felipe y Moriz van a
    debutar por el período menos riguroso.

    —Efectivamente, mi comandante, no tendrán
    que sufrir los terribles inviernos del cabo de Hornos.

    —Terrible —afirmó el
    capitán—.

    Desde un reconocimiento que hicimos hace algunos
    años en el estrecho, en la Tierra del
    Fuego y en la Tierra de Desolación, del cabo de las
    Vírgenes al cabo Pilar, yo no he pasado peores
    días. Pero, en fin, nuestros torreros tienen un solo
    refugio, que las borrascas no destruirán. No les
    faltará ni víveres, ni combustible, aunque su
    facción se prolongase dos meses más del tiempo
    prefijado. Los dejamos buenos y buenos los encontraremos; pues si
    es cierto que el aire es vivo, al
    menos es puro y saludable. Y después de todo, existe este
    hecho: cuando la autoridad
    marítima ha solicitado torreros para el faro del Fin del
    Mundo, la única dificultad ha sido la de la
    elección.

    Los oficiales acababan de llegar ante el faro, donde les
    esperaban Vázquez y sus camaradas. Se les franqueó
    la entrada, e hicieron alto, después de contestar al
    saludo reglamentario de los tres hombres.

    El capitán Lafayate, antes de dirigirles la
    palabra, les examinó desde los pies, calzados con fuertes
    botas de mar, hasta la cabeza, cubierta con el capuchón de
    la capota impermeable.

    —¿No ha ocurrido novedad esta noche?
    —Preguntó, dirigiéndose al torrero
    jefe.

    —Ninguna, mi comandante — contestó
    Vázquez.

    —¿No han divisado ustedes ningún
    barco en alta mar?

    —Ninguno, y como la atmósfera estaba
    despejada, hubiéramos visto sus luces lo menos a cuatro
    millas.

    —¿Han funcionado bien las
    lámparas?

    —Perfectamente, mi comandante; no ha habido el
    menor entorpecimiento.

    —¿Han pasado ustedes mucho frió en
    la cámara de cuarto?

    —No, mi comandante; está muy bien cerrada y
    el viento no puede franquear el doble cristal de las
    ventanas.

    —Vamos a visitar el alojamiento; y luego el
    faro.

    —A sus órdenes, mi comandante
    —contestó Vázquez.

    En la parte baja de la torre se habían instalado
    las habitaciones de los torreros al abrigo de espesísimos
    muros, capaces de desafiar todas las borrascas
    magallánicas. Los dos oficiales visitaron todas las piezas
    convenientemente acondicionadas. Nada había que temer de
    la lluvia, del frío ni de las tempestades de nieve, que
    son formidables en aquella latitud casi antártica.

    Las piezas estaban separadas por un pasillo, en el fondo
    del cual se abría la puerta que daba acceso al Interior de
    la torre.

    —Subamos —dijo el capitán
    Lafayate.

    —A sus órdenes —repitió
    Vázquez.

    —Hasta con que usted nos
    acompañe.

    Vázquez hizo un signo a sus compañeros
    para que se quedasen, y empujando la puerta de
    comunicación, empezó a subir la escalera, seguido
    de los dos oficiales.

    La escalera, de rocosos peldaños, era estrecha
    pero no obscura. Diez troneras la alumbraban de trecho en trecho.
    Cuando estuvieron en la cámara de cuarto, encima de la
    cual estaban instaladas las linternas y los aparatos de luz, los
    dos oficiales se sentaron en el banco circular
    adosado al muro. Por las cuatro ventanitas la mirada podía
    dirigirse a todos los puntos del horizonte.

    Aunque la brisa era moderada, silbaba con fuerza en
    aquella altura, sin ahogar, no obstante, los agudos chillidos de
    las aves marinas,
    que pasaban dando grandes aletazos.

    El capitán Lafayate y su segundo, a fin de tener
    una vista más despejada, gatearon por la escala que
    conducía a la galería que rodeaba la linterna del
    faro.

    Toda la isla por la parte oeste estaba desierta,
    así como el mar en un vasto arco de círculo,
    interrumpido únicamente por las alturas del cabo San Juan.
    Al pie de la torre se abría la bahía de Elgor,
    animada a la sazón por el tráfago de los marineros
    del Santa Fe. Ni una vela, ni una columna de humo en todo
    cuanto la vista abarcaba. Nada más que la inmensidad del
    océano.

    Después de permanecer un cuarto de hora en la
    calería del faro, los dos oficiales, seguidos de
    Vázquez, descendieron y retornaron a bordo.

    Terminado el almuerzo, el capitán Lafayate y su
    segundo Riegal saltaron de nuevo a tierra.

    Las horas que precedían a la partida iban a
    consagrarlas a pasear por la orilla norte de la bahía de
    Elgor. Varias veces ya, y sin piloto —se comprenderá
    que no lo había en la Isla de los Estados—, el
    capitán había entrado de día para fondear en
    la caleta al pie del faro: pero, por prudencia, Jamás
    dejaba de hacer un reconocimiento de aquella región, tan
    poco y tan mal conocida.

    Los dos oficiales prolongaron su
    excursión.

    Atravesando el estrecho istmo que une al resto de la
    isla el cabo San Juan, examinaron la orilla del abra del mismo
    nombre, que al otro lado del cabo forma como el fendant de
    la bahía de Elgor.

    —El abra San Juan —observó el
    comandante— es excelente. Hay en toda ella bastante
    profundidad para los barcos de mayor tonelaje. Es de lamentar que
    la entrada sea tan difícil. Un faro de poca intensidad,
    establecido a la misma altura que el de Elgor, permitiría
    a los barcos que se encontraran comprometidos encontrar
    aquí un refugio.

    —Y es el último puerto que se encuentra
    saliendo del estrecho de Magallanes observó el
    teniente.

    A las cuatro, los oficiales estaban a bordo,
    después de despedirse de Vázquez, Felipe y Moriz,
    que permanecieron en la playa esperando el momento de la
    partida.

    A las cinco, la negra humareda que salía por la
    chimenea del "aviso" indicaba que las calderas del
    barco estaban bajo presión.
    El Santa Fe levaría anclas en cuanto el reflujo se
    hiciera sentir.

    A las seis menos cuarto, el comandante dio orden de
    virar. El vapor se escapaba, silbando, por la válvula de
    seguridad.

    El segundo de a bordo vigilaba la maniobra desde la
    proa.

    El Santa Fe se puso en marcha, saludado por los
    adioses de los tres torreros. Y si Vázquez y sus camaradas
    experimentaron una profunda emoción al ver partir el
    "aviso", no fue menor la sentida por los oficiales y
    tripulación al dejar a estos tres hombres en aquella isla
    de la extrema América.

    El Santa Fe, a velocidad moderada, siguió
    la costa que limita al noroeste la bahía de Elgor, y no
    serian las ocho cuando ya estaba en plena mar. Doblado el cabo
    San Juan, empezó a navegar a todo vapor, dejando el
    estrecho al oeste, y cuando cerró la noche, el faro del
    Fin del Mundo apareció en el horizonte como una
    esplendorosa estrila.

    II

    LA ISLA DE LOS
    ESTADOS

    La Isla de los Estados —llamada también
    Tierra de los Estados— está situada en el extremo
    sudoeste del nuevo continente. Es el último y el
    más oriental fragmento de este archipiélago
    magallánico, que las convulsiones de la época
    plutoniana han lanzado sobre los parajes del paralelo 55, a menos
    de siete grados del círculo polar antártico.
    Bañada por las aguas de los dos océanos, es buscada
    por los barcos que pasan de uno a otro, bien procedan del
    nordeste o del sudoeste, después de haber doblado el cabo
    de Hornos.

    El estrecho de Lemaire, descubierto en el siglo xvii por
    el navegante holandés de este nombre, separa la Isla de
    los Estados de la Tierra del Fuego, distante de 21 a 30
    kilómetros. Este estrecho ofrece a los barcos un paso
    más corto y más fácil, evitándoles
    las formidables olas que baten el litoral de la Isla de los
    Estados.

    Esta isla mide 39 millas del oeste al este, desde el
    cabo San Bartolomé hasta el de San Juan, por 11 de
    anchura, entre los cabos de Colnett y Webster.

    El litoral de la Isla de los Estados es recortado en
    extremo. Constitúyelo una sucesión de golfos, de
    bahías y de caletas, la entrada de los cuales está
    a veces obstruida por una cadena de islotes y arrecifes. Su
    especial estructura
    hace que menudeen los naufragios en esta costa, erizada de
    enormes rocas, contra las cuales, aun con tiempo de bonanza, el
    mar se estrella con incomparable furor.

    La isla estaba inhabitada; pero tal vez no hubiera sido
    inhabitable, al menos durante el verano, es decir, durante los
    cuatro meses de noviembre, diciembre, enero y febrero, que
    comprende el estío en esta elevada latitud. Los ganados
    hubieran encontrado pastos abundantes en las vastas planicies que
    se extienden en el interior, especialmente en la región
    situada al este del puerto Parry y comprendida entre la punta
    Conway y el cabo Webster. Cuando la espesa capa de nieve se ha
    fundido bajo los rayos del sol antártico, la hierba
    aparece bastante verde y el suelo conserva
    hasta el invierno una saludable humedad. Los rumiantes, hechos a
    la existencia de las comarcas magallánicas, podrían
    prosperar en la isla. Pero en la época de los fríos
    sería necesario retirar los ganados a otra comarca
    más clemente, bien de la Patagonia o de la Tierra del
    Fuego.

    Sin embargo existen algunos animales que, si
    pueden subsistir durante el invierno, es porque saben encontrar
    bajo la nieve las raíces suficientes para su alimentación.

    Rompe la monotonía de la llanura alguno que otro
    árbol raquítico de efímera frondosidad,
    más bien amarilla que verde.

    En realidad, la superficie de estas llanuras y de los
    bosques no comprende la cuarta parte de la superficie de la Isla
    de los Estados. El resto está formado por masas rocosas,
    en las que predomina el cuarzo, amontonadas a consecuencia de
    erupciones volcánicas muy antiguas, pues en la actualidad
    se buscarían inútilmente cráteres
    volcánicos en toda esta zona. Hacia el centro de la isla,
    las llanuras, extensamente desarrolladas, toman apariencia de
    estepas cuando, durante los ocho meses de invierno, cubre aquella
    desolada región una uniforme capa de nieve. Luego, a
    medida que se avanza hacia el oeste, el relieve de la
    isla se acentúa, las rocas del litoral son más
    altas y más escarpadas. Allí se alzan enhiestos
    esos picos colosales, cuya altura alcanza a veces 3.000 pies
    sobre el nivel del mar. Son los últimos anillos de la
    prodigiosa cadena andina que, de norte a sur, constituye el
    gigantesco esqueleto del nuevo continente.

    En semejantes condiciones climatológicas, bajo la
    influencia de los terribles huracanes, la flora de la isla se
    reduce a raros ejemplares de especies exóticas. Bajo el
    ramaje de los árboles, entre la hierba de las praderas,
    algunas pálidas flores muestran sus corolas, tan pronto
    abiertas como marchitas. Al pie de las rocas litorales, el
    naturalista podría recoger algunos musgos, y, al abrigo de
    los árboles, ciertas raíces comestibles, pero muy
    poco nutritivas.

    Se buscaría inútilmente un curso de
    agua regular
    en toda la superficie de la Isla de los Estados; pero la nieve se
    acumula en capas espesas, persiste durante ocho meses, y en la
    época de la estación calurosa —menos
    fría sería más exacto—, se funde a los
    oblicuos rayos del sol y mantiene una humedad permanente.
    Entonces se forman aquí y allá pequeños
    lagos, y el agua se
    conserva hasta las primeras heladas. Así es que, en el
    momento en que comienza esta historia, masas
    líquidas caían de las alturas vecinas al faro e
    iban a perderse, bullidoras, en la caleta de la bahía de
    Elgor y en el abra de San Juan.

    Si la fauna y la flora
    están apenas representadas en esta isla, en cambio, el
    pescado abunda en todo el litoral. Así es que a pesar de
    los serios peligros que corren las embarcaciones al atravesar el
    estrecho de Lemaire, acuden alguna vez a hacer fructuosas
    pescas.

    Conviene hacer notar que la República Argentina
    había mostrado una feliz iniciativa construyendo el faro
    del Fin del Mundo, y las naciones podían estarle
    agradecidas. Hasta entonces ninguna luz alumbraba aquellos
    parajes a la entrada del estrecho de Magallanes al cabo de las
    Vírgenes, sobre el Atlántico, hasta su salida al
    cabo Pilar, sobre el Pacífico. El faro de la Isla de los
    Estados iba a prestar incontestables servicios a la
    navegación.

    No existía otro alguno en el cabo de Hornos, y el
    recién inaugurado iba seguramente a evitar no pocas
    catástrofes, asegurando a los navíos procedentes
    del Pacífico facilidades para embocar el estrecho de
    Lemaire.

    El gobierno argentino había, pues, decidido la
    creación del nuevo faro, en el fondo de la bahía de
    Elgor. Después de un año de trabajos bien
    dirigidos, la inauguración acababa de efectuarse el 9 de
    diciembre de 1859.

    A 150 metros de la pequeña caleta en que termina
    la bahía, el suelo presenta una elevación de 400 a
    500 metros cuadrados de extensión, y de una altura de 30 a
    40 metros, aproximadamente. Un muro de piedra viva contiene este
    terraplén, esta terraza rocosa que debía servir de
    base a la torre del faro.

    Esta torre se elevaba en el centro, por encima de los
    anexos, alojamientos y almacenes.

    El anexo comprendía: 1º, la cámara de
    los torreros, con camas, armarios roperos, sillas y una estufa de
    carbón; 2º, la sala común, provista igualmente
    de un aparato de calefacción, que servía de
    comedor, con una mesa central, lámparas colgadas al techo,
    estantes con diversos instrumentos, como anteojos de larga vista,
    barómetro, termómetro y lámpara destinadas a
    reemplazar las de la linterna, en caso de accidente, y un reloj
    de pesas adosado al muro; 3º, el almacén,
    dónele se conservaban provisiones para un año,
    aunque el abastecimiento debiera efectuarse cada tres meses;
    allí había conservas variadas, carne fiambre,
    legumbres secas, té, café,
    azúcar
    y algunos medicamentos de uso corriente; 4º, la reserva de
    aceite
    necesario para alimentar las lámparas del faro; 5º,
    el almacén donde estaba depositado el combustible en
    cantidad suficiente para las necesidades de los torreros durante
    los rudos inviernos antárticos.

    Tal era el conjunto de construcciones, que
    constituían un solo edificio, base del faro.

    La torre era muy sólida, construida con
    materiales proporcionados por la Isla de los Estados. Las
    piedras, de una gran dureza, mantenidas por tirantes de hierro,
    dispuesto con gran precisión, encajadas unas en otras,
    formando un muro capaz de resistir a las más violentas
    tempestades, a los horribles huracanes que tan frecuentemente se
    desencadenan en aquel lejano límite de los dos mares
    más vastos del globo. Como había dicho
    Vázquez, no había cuidado que el viento se llevase
    esta torre. El faro luciría a despecho de las tormentas
    magallánicas.

    La torre medía 32 metros de altura, e incluyendo
    la del terraplén, el faro se hallaba a 222 pies sobre el
    nivel del mar. Se divisaba, por lo tanto, a la distancia
    dé 15 millas, la mayor que podía franquear el rayo
    visual en aquella altitud; pero en realidad, su alcance no era
    más que de 10 millas.

    En aquella época no funcionaban todavía
    los faros con gas hidrógeno, carburo o fluido
    eléctrico. Además, dadas las difíciles
    comunicaciones
    de la isla con los Estados más próximos,
    imponían el sistema
    más sencillo y que menos reparaciones exigiese.
    Habíase, por lo tanto, adoptado el alumbrado por aceite,
    dotándole de todos los perfeccionamientos que la ciencia y
    la industria
    disponían por aquel entonces.

    En suma, esta visibilidad de 10 millas resultaba
    suficiente. Todos los peligros parecían salvados, si los
    barcos seguían estrictamente las indicaciones publicadas
    por la autoridad marítima.

    El cabo San Juan y la punta Several o Fallous
    podrían franquearse con tiempo, para no verse
    comprometidos por el viento ni por las corrientes.

    Por otra parte, en el caso excepcional en que un barco
    se viera obligado a ganar la bahía de Elgor de arribada
    forzosa, guiándose por el faro, tendría de su parte
    todas las probabilidades para fondear en buenas condiciones. Por
    lo tanto, el Santa Fe podría a su regreso dirigirse
    fácilmente a la pequeña caleta, aunque fuera de
    noche. Teniendo la bahía tres millas de longitud, hasta la
    extremidad del cabo San Juan, y siendo 10 el alcance eficaz del
    faro, el "aviso" tendría aún siete ante sí
    antes de llegar a los primeros acantilados de la isla.

    Huelga advertir que el faro del Fin del Mundo era de luz
    fija, y no había temor que el capitán de un barco
    la pudiese confundir con otra cualquiera, pues no existía
    otro faro por aquellos parajes. No se había, por lo tanto,
    considerado necesaria diferenciarla, sea por los eclipses, sea
    por los destellos, lo que permitía suprimir un mecanismo
    siempre delicado, las reparaciones del cual hubieran sido bien
    dificultosas en aquella isla habitada únicamente por tres
    torreros.

    La linterna estaba provista de lámparas de doble
    corriente de aire y de mechas concéntricas. La llama
    producía una intensa claridad en un pequeño
    volumen,
    pudiéndose, por lo tanto, colocar casi en el mismo foco de
    las lentes. El aceite las alimentaba en abundancia por un sistema
    análogo al de la lámpara Cárcel. En cuanto
    al aparato dióptrico, dispuesto en el interior de la
    linterna, se componía de lentes escalonadas de un perfil
    tal, que todas tenían el mismo foco principal. De esta
    manera, el haz cilíndrico de focos paralelos producido
    detrás del sistema de lentes era lanzado al exterior en
    las mejores condiciones de visibilidad.

    Al dejar la isla con un tiempo bastante claro, el
    comandante del "aviso" pudo efectivamente comprobar que nada
    dejaba que desear la instalación y el funcionamiento del
    nuevo faro.

    Este buen funcionamiento dependía evidentemente
    de la exactitud en la vigilancia de los torreros. SÍ
    éstos mantenían las lámparas en perfecto
    estado: si renovaban las mechas a su debido tiempo; si
    tenían el cuidado de vigilar que el aceite alimentara la
    luz en las proporciones debidas; si reglaban perfectamente el
    tiro, levantando o bajando los tubos de cristal que les rodeaban;
    si estaban atentos a encender las luces al anochecer y a
    apagarlas al ser de día; si no descuidaban, en fin, la
    numerosa vigilancia que era menester, no había duda que el
    faro estaba llamado a rendir los más grandes servicios a
    la navegación en los lejanos parajes del Océano
    Atlántico.

    No había motivo para poner en duda la buena
    voluntad y el constante celo de Vázquez y sus dos
    compañeros. Designados después de una rigurosa
    selección entre un gran número de
    candidatos, los tres habían demostrado que en sus
    anteriores funciones
    habían dado pruebas de ser
    hombres de conciencia, de
    valor y de
    fortaleza.

    Inútil es repetir que la seguridad de los tres
    hombres parecía estar garantida, por aislada que estuviese
    la Isla de los Estados, a 500 millas de Buenos Aires, de donde
    únicamente podían esperarse provisiones y
    socorros.

    Los únicos seres vivientes que aparecían
    por aquellos parajes durante el verano, eran pescadores
    Inofensivos. Una vez concluida la pesca, la pobre gente se
    apresuraba a repasar el estrecho de Lemaire y imanar de nuevo el
    litoral de la Tierra del Fuego o de las islas del
    archipiélago. Jamás hubiera aparecido por
    allí otra clase de
    navegantes Estas costas infundían demasiado temor a la
    gente de mar para intentar en ellas un refugio que pudieran
    encontrar fácilmente en otros puntos más
    accesibles.

    A pesar de todo, habían sido adoptadas algunas
    precauciones, en previsión de la arribada de gentes
    sospechosas a la bahía de Elgor. Los anexos estaban
    provistos de puertas muy sólidas con fuertes cerrojos; las
    ventanas de los almacenes y alojamientos estaban defendidas por
    gruesos barrotes, que no hubiera sido posible forzar.
    Además, Vázquez, Moriz y Felipe poseían
    carabinas, revólver y municiones en abundancia.

    Por último, en el extremo del pasillo que daba
    acceso a la torre se había establecido una puerta de
    hierro, imposible de romper o desencajar. Y en cuanto a penetrar
    en el interior del faro, a través de los estrechos
    tragaluces, no era verosímil suponerlo, y para alcanzar la
    galería que rodeaba la linterna no había más
    camino que la cadena del pararrayos.

    Tales eran los importantes trabajos con tanto éxito
    llevados a cabo en la Isla de los Estados, a expensas de la
    República Argentina.

    III

    LOS TRES
    TORREROS

    De noviembre a marzo es cuando la navegación se
    activa en los parajes magallánicos. El mar allí es
    siempre duro; pero si nada calma las inmensas olas de los dos
    océanos, al menos el estado de la atmósfera es
    más igual y las tormentas más parejas. Los barcos
    de vapor y los de vela se aventuraban con más seguridad en
    esta época a doblar el cabo de Hornos.

    Sin embargo, el paso de los barcos, bien fuera por el
    estrecho de Lemaire o por el sur de la Isla de los Estados, no
    rompería la monotonía de las eternas horas; nunca
    han sido numerosos, y mucho menos desde que el desarrollo de
    la navegación a vapor y el perfeccionamiento de las
    cartas
    marítimas han hecho menos peligroso el estrecho de
    Magallanes, ruta más fácil y corta.

    No obstante, la monotonía inherente a la
    existencia en los faros no es perceptible, por regla general,
    para los torreros. La mayor parte de ellos son antiguos marinos o
    pescadores, y no se preocupan de los días y de las horas,
    que tienen el hábito de saber ocupar. Además, el
    servicio no se limita a asegurar el funcionamiento del faro
    durante la noche.

    Había sido recomendada a Vázquez y sus
    camaradas la vigilancia de los alrededores de la bahía de
    Elgor; visitar todas las semanas el cabo San Juan y observar la
    costa hasta la punta Several, sin alejarse más de tres o
    cuatro millas. Debían tener al corriente el libro del
    faro, y anotar en él toda clase de incidentes: el paso de
    barcos de vela y de vapor, su nacionalidad,
    su nombre, si era posible; la altura de las mareas, la dirección del viento, la duración de
    las lluvias, la frecuencia de las borrascas, las altas y bajas
    del barómetro, el estado de la temperatura y
    otros fenómenos que permitieran establecer la carta
    meteorológica de estos parajes. Vázquez, argentino,
    como sus compañeros Felipe y Moriz, debía llenar en
    la Isla de loa Estados las funciones de torrero-Jefe del
    faro.

    Tenía entonces cuarenta y siete años y era
    un hombre
    vigoroso, de una salud a toda prueba,
    resuelto, enérgico, familiarizado con el peligro, como
    marino que había navegado por todos los mares.
    Habíase visto más de una vez a dos dedos de
    la muerte, de
    la que se salvara gracias a la serenidad y arrojo.
    Hubiéranle elegido jefe, no solamente por razón de
    su edad, sino por su carácter bien templado, que inspiraba una
    confianza absoluta. Había dejado el servicio de la marina
    de guerra argentina, llevándose la estimación de
    todos sus jefes y compañeros. Así es que cuando
    solicitó esta plaza en la Isla de los Estados, la
    autoridad marítima no opuso reparo alguno para
    confiársela.

    Felipe y Moriz tenían cuarenta y treinta y siete
    años, respectivamente. Vázquez les conocía
    de larga fecha y les había designado para la
    elección. El primero era soltero, como él.
    Únicamente Moriz era casado, sin hijos, y su mujer servia en
    una casa de huéspedes del puerto de Buenos
    Aires.

    Transcurridos tres meses, Vázquez, Felipe y Moriz
    reembarcarían en el Santa Fe, que llevaría a
    la Isla de los Estados otros tres torreros, a quienes
    habían de sustituir tres meses más tarde.
    Sería, pues, en junio, julio y agosto cuando
    volverían a prestar el servicio del faro; es decir, a
    mediados del invierno. La segunda temporada de la isla
    sería bastante penosa; pero esto no les preocupaba, porque
    Vázquez y sus camaradas estarían ya aclimatados y
    sabrían desafiar impunemente el frío, las
    tempestades, todos los rigores del invierno
    antártico.

    Desde el primer día, 10 de diciembre, se
    organizó un servicio regular. Todas las noches, las
    lámparas funcionaban bajo la vigilancia de uno de los
    torreros, de guardia en la cámara de cuarto, en tanto que
    los otros do dormían en sus habitaciones. De día se
    limpiaban los aparatos, se les cambiaban las mechas y quedaban en
    disposición de proyectar sus potentes rayos a la puesta
    del sol.

    De vez en cuando, cumpliendo las indicaciones del
    servicio, Vázquez y sus camaradas recorrían la
    bahía de Elgor hasta el mar, bien a pie o en la barca
    dejada a disposición de los torreros en una pequeña
    caleta, completamente abrigada de los vientos del este, los
    únicos que había que temer.

    Dicho está que cuando se hacían estas
    excursiones, uno de los torreros quedaba siempre de guardia en la
    galería del faro. Convenía inspeccionar
    constantemente el mar, y esto no podía hacerse más
    que desde la parte superior del faro, pues desde la playa, la
    mirada se encontraba con el obstáculo de los acantilados,
    que ocultaban el mar en la dirección oeste y noroeste. De
    aquí la obligación de la guarnición
    permanente en la cámara de cuarto.

    En los primeros días de servicio no
    ocurrió incidente alguno digne le mención. El
    tiempo se mantenía bueno, la temperatura, bastante
    elevada. El termómetro acusaba 10 arados
    centígrados sobre cero. El viento soplaba del mar, y
    generalmente no pasaba de ser una agradable brisa desde el
    amanecer hasta que anochecía; por la noche saltaba a otro
    cuadrante, soplando desde las vastas llanuras de la Patagonia y
    de la Tierra del Fuego. Cayeron algunas lluvias, y, como el
    termómetro iba en ascenso, eran de esperar algunas
    tormentas, que podrían modificar el estado
    atmosférico.

    Bajo la influencia de los rayos polares, que
    adquirían una fuerza vivificante, la flora empezaba a
    manifestarse en cierto modo. La pradera que circundaba el faro,
    despojada por completo de su manto de nieve, mostraba su tapiz de
    un verde pálido. El arroyo, ampliamente alimentado por el
    deshielo, corría desbordante hasta la bahía. Los
    musgos reaparecían al pie de los árboles y
    tapizaban los flancos de las rocas. En fin, si no la primavera
    —esta hermosa palabra no tiene aquí
    aplicación—, era el estío que, todavía
    por algunas semanas, remaba en aquel extremo limite del
    continente americano.

    Al declinar el día, antes que hubiese que
    encender el faro, Vázquez, Felipe y Moriz, sentados en el
    balconcito que circundaba la linterna, charlaban, según
    costumbre, y, naturalmente, el torrero-Jefe era el que
    dirigía y sostenía la
    conversación.

    —Y bien —dijo Vázquez, después
    de haber cargado su pipa, ejemplo que fue imitado por los otros
    dos—, ¿qué os parece esta nueva
    existencia?

    —A buen seguro
    —contestó Felipe— que en el poco tiempo que
    llevamos no podemos quejarnos de aburrimiento ni de
    fatiga.

    —Efectivamente — añadió
    Moriz—, y nuestros tres meses pasarán más
    pronto de lo que yo me había figurado.

    —Si; ya verán cómo se deslizan lo
    mismo que una corbeta ligera.

    —Y a propósito de barcos
    —observó Felipe—, en todo el día no
    hemos divisado uno siquiera en toda la extensión del
    mar.

    —Ya aparecerán, Felipe, ya
    aparecerán— repuso Vázquez, aplicando al ojo
    derecho su mano, a guisa de anteojo—. No merecería
    la pena haber construido en la Isla de los Estados este hermoso
    faro, un faro que manda sus destellos a diez millas de distancia,
    para que no se aprovecharan de él los
    navegantes.

    —Es muy reciente nuestro faro —dijo
    Moriz.

    —Tú lo has dicho; y es preciso dar tiempo a
    que los capitanes se enteren que ahora está alumbrada esta
    costa. Cuando lo sepan no tendrán reparo en frecuentar
    estos parajes… Pero no basta saber que hay un faro; es
    también preciso asegurarse de que siempre está
    encendido, desde el anochecer hasta la salida del sol.

    —Esto no será bien conocido —dijo
    Felipe— hasta que el Santa Fe esté en Buenos
    Aires.

    —Justo —asintió
    Vázquez—; y cuando se publique la memoria del
    comandante Lafayate, las autoridades se apresurarán a
    esparcir la noticia en todo el mundo marítimo; pero ya
    deben conocerla la mayor parte de los navegantes.

    —La travesía del Santa Fe, que
    zarpó hace cinco días, durará…

    —Supongamos que una semana más
    —interrumpió Vázquez—. El tiempo
    está hermoso, el mar en calma, y el viento sopla de buen
    lado. Largando las velas y ayudado por la máquina, el
    "aviso" debe hacer nueve a diez nudos por hora.

    —Ya debe haber pasado el estrecho de Magallanes y
    doblado el cabo de las Vírgenes.

    —Seguramente, buen mozo —declaró
    Vázquez—. En este momento navega por las costas de
    la Patagonia, y puede desafiar a correr a los caballos de los
    patagones. Se explica que el recuerdo del Santa Fe no se
    apartara de la mente de los torreros. Era como un pedazo de
    tierra natal que acababa de dejarlos para reintegrarse a la
    patria, y le seguían con el pensamiento
    hasta el fin del viaje.

    —¿Has hecho hoy buena pesca?
    —preguntó Vázquez a Felipe.

    —Bastante buena, Vázquez. He pescado
    algunas docenas de pececillos con caña, y con la mano, un
    cangrejo, que pesará lo menos tres libras y que se
    escabullía entre las rocas.

    —¡Bravo! No temas despoblar la bahía.
    Los pescados abundan más cuanto más se pescan, y
    esto nos permitirá economizar nuestras provisiones de
    carne en conserva, de las que no conviene abusar, pues, por
    buenas que sean, no son comparables al alimento de lo
    recién muerto, recién pescado y recién
    cocido.

    —Y si cazáramos algún rumiante en el
    interior de la isla…

    —No seré yo el que diga que un solomillo de
    venado sea de desdeñar, y si la pieza se presenta, se
    procurará quedarnos con ella. Pero hay que tener mucho
    cuidado en no alejarse para ir a cazarla… Lo esencial es
    atenerse estrictamente a las instrucciones y no separarse del
    faro más que para observar lo que pasa en la bahía
    de Elgor, o en alta mar, entre el cabo San Juan y la punta
    Diegos.

    —Sin embargo —objetó Moriz. que amaba
    la caza— si se presentase una buena pieza a tiro de
    fusil…

    —Si es a tiro de fusil, a dos y aún a tres,
    no digo nada… Pero ya sabéis que el venado es demasiado
    salvaje para frecuentar nuestra sociedad, y
    mucho me sorprendería el ver un par de cuernos por estos
    andurriales.

    En efecto; desde que comenzaron los trabajos no se
    había visto ningún animal por las proximidades de
    la bahía de Elgor. El segundo del Santa Fe
    había intentado varias veces cazar algo; pero su tentativa
    resultó estéril, a pesar de haberse internado cinco
    o seis millas. Desde luego, había caza mayor en la isla,
    pero no se presentaba al alcance de los fusiles.

    Durante la noche del 16 al 17 de diciembre, estando
    Moriz de guardia en la cámara de cuarto, de las seis a las
    diez, distinguió una luz en dirección este, a cinco
    o seis millas de distancia. Era evidentemente una luz de a bordo
    del primer barco que se mostraba en aguas de la isla desde el
    establecimiento del faro.

    Moriz pensó, con razón, que esto
    interesaría a sus camaradas, que todavía no se
    habían acostado, y bajó a prevenirles.

    Vázquez y Felipe subieron enseguida con Moriz, y
    con el anteojo de larga vista se apostaron en la ventana del
    este.

    —Es una luz blanca —dijo
    Vázquez.

    —Y por consiguiente —añadió
    Felipe—, no es una luz de posición, puesto que no es
    ni verde ni roja.

    La observación era exacta. No era una de esas
    luces de posición, colocadas, según su color, la
    una a babor y la otra a estribor del barco.

    —Y siendo blanca —amplió
    Vázquez—, no cabe duda que está suspendida al
    estay de trinquete, lo que indica un steamer a la vista de
    la isla.

    Siguieron la marcha del barco, a medida que se
    aproximaba, y después de una media hora supieron a
    qué atenerse acerca de su ruta.

    El steamer, dejando el faro por babor,
    dirigíase resueltamente hacia el estrecho. Pudo verse una
    luz roja en el momento de pasar frente a la boca del abra San
    Juan; luego tardó muy poco en desaparecer en medio de la
    oscuridad.

    —¡He aquí el primer barco divisado
    desde el faro del Fin del Mundo! —exclamó
    Felipe.

    —Y no será el último
    —aseguró Vázquez.

    En la madrugada siguiente, Felipe señaló
    un gran velero que apareció en el horizonte. El tiempo era
    bueno; la atmósfera limpia de brumas, bajo la acción
    de una brisilla del sudeste, permitía divisar el barco a
    una distancia de 10 millas, lo menos.

    Vázquez y Moriz subieron a la galería del
    faro. Distinguíase el velero un poco a la derecha de la
    bahía de Elgor, entre la punta Diegos y la
    Several.

    El barco navegaba rápidamente a una velocidad de
    12 o 13 nudos. Como tenía su proa hacia la Isla de los
    Estados, no podía aún asegurarse si pasaría
    al norte o al sur.

    Como a la gente de mar le interesan siempre estas cosas,
    Vázquez, Felipe y Moriz discutían acerca del caso.
    Finalmente fue Moriz quien tuvo razón, sosteniendo que el
    velero no buscaba la entrada del estrecho. En efecto, cuando
    estuvo no más que a milla y medía de la costa,
    maniobró a fin de doblar la punta Several.

    Era un gran navío, de lo menos 1.800 toneladas,
    provisto de tres palos, y del tipo de los por entonces modernos
    barcos construidos en América, con una velocidad de marcha
    verdaderamente maravillosa.

    —Que mi anteojo se convierta en un paraguas, si
    este barco no ha salido de los arsenales de Nueva Inglaterra
    —elijo Vázquez.

    —Tal vez nos envíe su número
    —dijo Moriz.

    —No haría más que cumplir con su
    deber —contestó el torrero-Jefe. En el momento de
    disponerse a doblar la punta Several, el barco izó una
    serie de banderas al extremo de mesana, señales
    que Vázquez tradujo consultando el libro depositado en la
    cámara de cuarto. Era el Montank, del puerto de
    Boston, Nueva Inglaterra, Estados Unidos de
    América.

    Los torreros le contestaron izando la bandera argentina
    hasta el extremo del pararrayos, y no cesaron de observarle hasta
    que desapareció detrás de las alturas del cabo
    Webster, sobre la costa sur de la isla.

    —Y ahora —dijo Vázquez—, que
    lleve buen viaje el Montank, y quiera el cielo que no
    atrape ningún golpe de mar a la altura del cabo de
    Hornos.

    Durante los días sucesivos, el mar
    permaneció casi desierto. Apenas aparecieron dos lejanas
    velas en el horizonte del este. Los barcos que pasaban a una
    decena de millas de la Isla de los Estados, no trataban
    seguramente de abordar las costas de América. En
    opinión de Vázquez, debían ser balleneros
    que se dirigían a los sitios de pesca en los parajes
    antárticos.

    Hasta el 20 de diciembre no hubo que consignar
    más que observaciones meteorológicas. El tiempo se
    habla tornado variable, con bruscos cambios de viento. Cayeron
    fuertes chaparrones, acompañados a veces de granizo, lo
    que indicaba cierta tensión eléctrica en la
    atmósfera. Había que temer, por lo tanto, algunas
    tormentas, que serían de gran intensidad, dada la
    época del año.

    En la mañana del 21, Felipe pasaba fumando,
    cuando creyó ver un animal del lado del bosque de hayas.
    Después de haberlo observado atentamente, fue en busca de
    su anteojo, con el auxilio del cual pudo reconocer que se trataba
    de un venado de gran talla. Se presentaba la ocasión de
    hacer un buen tiro.

    Vázquez y Moriz, a quienes Felipe advirtió
    del caso, salieron de la habitación.

    Los tres convinieron en que era preciso cazarlo.
    SÍ se conseguía cobrar el venado,
    disfrutarían de un agradable plato de carne fresca, que ya
    hacía mucho no saboreaban.

    Moriz, armado de carabina, trataría, sin ser
    advertido, de colocarse a retaguardia del animal y echarlo hacia
    la bahía, donde Felipe esperaría
    apostado.

    —Mucha cautela —dijo Vázquez—;
    esos animales tienen la vista y el oído muy
    finos. En cuanto vea a Moriz, tomará las de Villadiego; si
    es así, dejarle correr, porque no hay que alejarse.
    ¿Está entendido?

    —Entendido —contestó Moriz.
    Vázquez y Felipe se apostaron, y con el anteojo pudieron
    comprobar que el venado no se había movido del sitio donde
    apareciera.

    Su atención se trasladó luego a
    Moriz.

    Este dirigíase hacia el bosque, y una vez a
    cubierto, tal vez podría, sin espantar al animal, ganar
    las rocas para tomarle de revés, obligándole a huir
    del lado del mar. Sus camaradas pudieron seguirle con la mirada
    hasta el momento en que desapareció entre las
    hayas.

    Pasó una media hora; el venado continuaba
    inmóvil, y Moriz debía estar va de él a tiro
    de fusil.

    Vázquez y Felipe esperaban, pues, una
    detonación y que el animal cayese, o, por el contrario,
    huyera a toda velocidad.

    Sin embargo, ninguna detonación turbó el
    silencio de la isla, y con gran sorpresa de Vázquez y
    Felipe, he aquí que de pronto el animal, en vez de
    retirarse, se echó al suelo, con el cuerpo desmayado, como
    si no hubiera tenido fuerza para sostenerse.

    Casi inmediatamente, Moriz, que había conseguido
    deslizarse por entre las rocas, apareció
    súbitamente, lanzándose hacia el venado, que no se
    movió. Luego, volviéndose hacia el faro, hizo senas
    a sus compañeros para que se le reunieran.

    —Algo extraordinario ocurre; vamos, Felipe
    —dijo Vázquez.

    Y los dos corrieron hacia donde Moriz les
    esperaba.

    No tardaron diez minutos en franquear la
    distancia.

    —¿Y el venado?… —interrogó
    Vázquez.

    —Aquí está —contestó
    Moriz, mostrando a la bestia acostada a sus pies.

    —¿Está muerto? -preguntó
    Felipe.

    —Muerto —repuso Moriz. —De vejez
    seguramente.

    —No, a consecuencia de una herida.

    —¡Herido! ¿Herido de qué?
    —¡De una bala en un costado! —¡Una bala!
    —exclamó Vázquez.

    —Nada más cierto. Después de haber
    sido herido se ha arrastrado hasta aquí, donde ha
    caído muerto.

    —¿De modo que hay cazadores en la isla?
    —murmuró Vázquez. Inmóvil y pensativo
    echó una ojeada en torno a
    él.

    IV

    LA BANDA DE
    KONGRE

    Si Vázquez, Felipe y Moriz se hubiesen trasladado
    al extremo occidental de la Isla de los Estados, hubieran podido
    comprobar cuánto difería este litoral del que se
    extendía entre el cabo San Juan y la punta
    Several.

    Ahí no había más que rocas, que se
    elevaban hasta 200 pies de altura, la mayor parte de ellas
    cortadas a pico y prolongándose bajo aguas profundas,
    incesantemente batidas por violenta resaca, aun en tiempo de
    calma. Delante de estas áridas rocas, en cuyos
    intersticios anidaban millares de aves marítimas,
    destacábanse un buen número de arrecifes, que se
    prolongaban hasta dos millas mar adentro. Entre ellas se situaban
    estrechos canales de pasos practicables tan sólo para
    barcas de muy poco calado. No faltaban grandes huecos cavernosos,
    grutas profundas y secas, obscuras, de angostísima
    entrada, el interior de las cuales no era aireado por las
    ráfagas ni barrido por las olas, ni aun en la temible
    época del equinoccio. Para ganar por aquella parte la
    meseta central de la isla, hubiera sido necesario franquear
    cuestas de más de 900 metros de altura, y la distancia no
    bajaría de 15 millas. En resumen, el carácter
    salvaje, desolado, acentuábase más de este lado que
    por el litoral opuesto, en el que se abría la bahía
    de Elgor.

    Aunque el oeste de la Isla de los Estados estaba
    protegido contra los vientos noroeste por las alturas de la
    Tierra del Fuego y del archipiélago magallánico, el
    mar se desencadenaba con tanto furor como en el cabo San Juan, la
    punta Diegos y la Several. De suerte que, si se había
    establecido un faro del lado del atlántico, no era menos
    necesario otro en la parte del Pacifico para los barcos que
    buscasen el estrecho de Lemaire, después de doblar el cabo
    de Hornos. Tal vez el gobierno chileno pensase ya en seguir el
    ejemplo de la República Argentina.

    En todo caso, de haber comenzado al mismo tiempo los
    trabajos en los dos extremos de la Isla de los Estados, se
    hubiera comprometido la situación de una banda de bribones
    que se había refugiado en las cercanías ¿el
    cabo San Bartolomé.

    Algunos años antes, estos malhechores se
    habían instalado en la entrada de la bahía de
    Elgor, descubriendo una profunda caverna oculta entre el
    acantilado. Esta caverna les ofrecía un seguro asilo, y
    desde entonces ningún barco que hiciese escala en la Isla
    de los Estados podía considerarse en seguridad.

    Estos hombres, una docena en total, tenían por
    jefe a un individuo
    llamado Kongre. a quien un tal Carcante servía de
    segundo.

    Toda esta escoria era originaria del sur: cinco de ellos
    procedían de la Argentina o de Chile; los otros,
    reclutados por Kongre, no habían tenido más que
    pasar el estrecho de Lemaire para completar la banda en aquella
    isla, que ya conocían por haber pescado en sus aguas
    durante el estío.

    De Carcante sabíase que era chileno, pero hubiera
    sido bien difícil especificar en qué ciudad o aldea
    de la república había nacido y a qué
    familia
    pertenecía. De treinta y cinco a cuarenta anos de edad, de
    mediana estatura, más bien delgado, pero todo nervios y
    músculos, y por lo tanto, vigoroso en extremo, de
    carácter taimado y de alma perversa,
    jamás hubiese retrocedido ante un robo o un crimen que
    perpetrar.

    Del Jefe nada se sabía. Jamás había
    dicho cuál era su nacionalidad.
    ¿Se llamaba realmente Kongre? Tampoco se sabía. Lo
    único seguro era que este nombre es muy corriente entre
    los indígenas del archipiélago magallánico y
    de la Tierra del Fuego. Cuando el viaje de la Astrolabe y
    de la Zélée, el capitán Dumont
    dUrville, al hacer escala en el abra Peckett, en el estrecho de
    Magallanes, recibió a bordo a un patagón que se
    llamaba así. Pero era dudoso que este Kongre fuese
    originario de la Patagonia. No tenía el rostro estrecho
    por arriba y ancho en su parte inferior, que caracteriza a los
    hombres tic esta
    comarca: la frente estrecha, los ojos prolongados, la nariz
    aplastada, la estatura, por regla general, elevada.
    Además, su fisonomía, en conjunto, estaba lejos de
    presentar la expresión de dulzura que se encuentra en la
    mayor parte de estos pobladores.

    Kongre era un temperamento tan violento como
    enérgico, lo que se reconocía al primer golpe de
    vista, al mirar sus rasgos duros, mal disimulados bajo la espesa
    barba, que ya empezaba a blanquear, aunque no pasaba de los
    cuarenta. Era un verdadero bandido, un temible malhechor capaz de
    todos los crímenes que no había podido encontrar
    otro refugio que aquella isla desierta, el litoral de la cual
    únicamente él conocía.

    Pero, después de encontrar refugio,
    ¿Cómo habían conseguido subsistir en ella
    Kongre y sus compañeros?

    Esto es lo que vamos a explicar sucintamente.

    Cuando Kongre y su cómplice Carcante, a
    consecuencia de una fechoría que les hubiera valido la
    horca o el garrote, huyeron de Punta Arenas, el principal puerto
    del estrecho de Magallanes, ganaron la Tierra del Fuego, donde
    hubiera sido difícil perseguirles. Allí, viviendo
    entre los pescadores, supieron cuan frecuentes eran los
    naufragios en la Isla de los Estados, que todavía no
    alumbraba el faro del Fin del Mundo. No había duda que
    aquellos parajes debían estar llenos de restos de barcos
    náufragos, algunos de los cuales debían ser de gran
    valor. Kongre y Carcante concibieron entonces la idea de
    organizar una banda de recogedores de restos, con dos o tres
    bandidos de su calaña, a los que se
    añadirían unos cuantos pescadores, que no
    valían más que ellos. Una embarcación
    indígena les transportó a la orilla del estrecho de
    Lemaire. Pero aunque Kongre y Carcante eran marinos y
    habían navegado bastante tiempo por los parajes
    sospechosos del Pacífico, no pudieron evitar una
    catástrofe. Un golpe de mar los echó hasta el este,
    y las olas destrozaron su embarcación contra las rocas del
    cabo Colnett, en el momento en que se esforzaban en ganar las
    aguas tranquilas del puerto Parry.

    Entonces fueron a pie hasta la bahía de Elgor, y
    no vieron defraudadas sus esperanzas. La playa, entre el cabo San
    Juan y la punta Several, estaba cubierta de despojos de
    naufragios antiguos y recientes: fardos, cajas de provisiones
    capaces de asegurar la subsistencia de la banda durante mucho
    tiempo; armas,
    revólveres y fusiles, que podrían ponerse en estado
    de servicio; municiones bien conservadas en sus cajas
    metálicas; barras de oro y plata de
    gran valor, procedentes de ricos cargamentos australianos;
    muebles, planchas, maderas de todas clases y algunos fragmentos
    de esqueletos; pero ningún superviviente de los siniestros
    marítimos.

    Los navegantes sabían a qué atenerse
    respecto a esta temible Isla de los Estados. Todo barco que la
    tempestad lanzaba de este lado se perdía
    irremisiblemente.

    No fue en el fondo de la bahía donde Kongre se
    estableció con sus compañeros, sino a la entrada,
    lo que convenía más a sus proyectos, pues
    así podía vigilar el cabo San Juan. La casualidad
    le hizo descubrir una caverna, cuya entrada estaba oculta bajo
    espesas plantas
    marítimas, suficientemente espaciosa para alojamiento de
    toda la banda. Situada al reverso de un contrafuerte del
    acantilado, en la orilla norte de la bahía, nada tenia que
    temer de los vientos del mar. Se transportó a ella todo lo
    que podía servir para acondicionarla: muebles, vestidos,
    conservas, barricas de vino… Una segunda gruta, vecina a la
    primera, servía para almacenar todo lo que no tenía
    una aplicación inmediata: las barras de metales
    preciosos, las alhajas, los diversos objetos arrojados por las
    olas sobre la playa. Si más tarde Kongre conseguía
    apoderarse traidoramente de un barco fondeado descuidadamente en
    la bahía, lo cargaría con todo este pillaje y
    regresaría a las islas del Pacífico, teatro de sus
    antiguas piraterías.

    Como hasta entonces no se había presentado la
    ocasión, los malhechores no habían podido abandonar
    la Isla de los Estados. Verdad es que en el espacio de dos
    años su riqueza no cesó de aumentar.
    Produjéronse en este tiempo otros naufragios, de los que
    sacaron gran provecho. Y hasta, siguiendo el ejemplo de otros
    miserables, ellos mismos provocaron las catástrofes en las
    noches de tormenta, llamando la atención de los barcos
    hacia los arrecifes por medio de luces u hogueras, y si alguno de
    los náufragos lograba ganar la costa era inmediata y
    despiadadamente sacrificado. Tal fue la obra criminal de estos
    bandidos, cuya existencia se ignoraba.

    Sin embargo, la banda continuaba prisionera en la isla.
    Kongre había podido provocar la pérdida de algunos
    barcos, pero no atraerles hacia la bahía de Elgor, donde
    hubiera intentado un golpe de mano. Por otra parte, ningún
    barco había hecho escala en el fondo de la bahía,
    poco conocida de los capitanes, y aunque así hubiera sido,
    era menester que la tripulación fuera escasa para no
    poder hacer
    frente a aquella pandilla de bandidos.

    El tiempo transcurría; la caverna estaba
    abarrotada de cosas de gran valor. Ya puede suponerse cuál
    sería la impaciencia, la rabia de Kongre y de los suyos.
    Era el eterno tema de la conversación entre Carcante y su
    jefe.

    —¡Estar varados en esta isla como un barco
    en la costa, cuando tenemos un cargamento que vale más de
    cien mil piastras!…

    —¡Sí —contestaba Kongre—,
    es preciso partir, cueste lo que cueste!…

    —¿Cuándo y cómo?
    —replicaba Carcante.

    Y esta pregunta quedaba sin respuesta.

    —Nuestras provisiones acabarán por agotarse
    —añadía Carcante—. Si la pesca da lo
    que nos hace falta, puede faltar la caza. Y luego,
    ¡Qué inviernos hemos pasado en esta isla!…
    ¡Mil rayos!… ¡Cuando pienso en los que
    todavía nos quedan!…

    A todo esto, ¿Qué podía decir
    Kongre? Era poco locuaz, poco comunicativo ¡Pero qué
    cólera
    bullía en su interior al sentir su impotencia!

    No podía hacer nada, ¡nada!… Si, a falta
    del barco que la banda deseaba sorprender en el fondeadero,
    alguna embarcación se aventurase hacia el este de la isla,
    Kongre podría intentar que, si no él, Carcante y
    uno de los chilenos fuesen recogidos a bordo, y una vez en el
    estrecho de Magallanes, se presentaría ocasión de
    ganar Buenos Aires o Valparaíso. Con el dinero que
    poseían en abundancia, se compraría un barco de
    ciento cincuenta o doscientas toneladas, que Carcante, con
    algunos marineros, conducirían a la bahía de Elgor.
    Una vez en la caleta, se desembarazarían de la
    tripulación, y la banda se embarcaría con sus
    riquezas para ganar las Salomón o las Nuevas
    Hébridas.

    En tal estado estaban las cosas, cuando, quince meses
    antes de los comienzos de esta historia, se modificó
    bruscamente la situación.

    A principios de
    octubre de 1858 un vapor, con pabellón argentino,
    apareció a la vista de la isla, maniobró de tal
    suerte, que no había duda se proponía entrar en la
    bahía de Elgor.

    Kongre y sus compañeros reconocieron desde luego
    que era un barco de guerra, contra el cual nada podían
    intentar. Después de haber hecho desaparecer todo rastro,
    y disimulado la entrada de las dos cavernas, se refugiaron en el
    interior de la isla, en espera de la retirada del
    barco.

    Era el Santa Fe, procedente de Buenos Aires, que
    llevaba a bordo un ingeniero, encargado de la construcción
    de un faro en la Isla de los Estados, y que iba a determinar su
    emplazamiento.

    El "aviso" permaneció más que algunos
    días en la bahía de Elgor, y zarpó sin haber
    descubierto el nido de la banda de Kongre.

    Carcante, que se había aventurado de noche hasta
    la caleta, pudo averiguar por qué el Santa Fe
    había hecho escala en la Isla de los Estados. ¡Iba a
    construirse un faro en el fondo de la bahía de Elgor!…
    La banda no tenía más remedio que abandonar
    aquellos lugares.

    Kongre tomó el único partido posible.
    Conocía perfectamente la parte oeste de la isla, en los
    alrededores del cabo San Bartolomé, donde otras cavernas
    podían asegurarle refugio. Sin perder un día
    —puesto que el "aviso" no debía tardar en volver con
    los obreros para dar comienzo a los trabajos—, se ocuparon
    de transportar todo lo indispensable para asegurarles un
    año de vida, creyendo, con razón, que a aquella
    distancia del cabo San Juan no corrían el riesgo de ser
    descubiertos. No tenían tiempo suficiente para desocupar
    las dos cavernas, y tuvieron que limitarse a retirar la mejor
    parte de las provisiones, conservas, vinos, vestidos y algunos de
    los preciosos objetos que guardaban. Luego, disimulando
    cuidadosamente las entradas con piedras y hierba seca, dejaron lo
    demás bajo la custodia del diablo.

    Cinco días después de su partida, el
    Santa Fe reaparecía de mañana a la entrada
    de la bahía y fondeaba en la caleta, desembarcando acto
    seguido los obreros y el material que conducía. Los
    trabajos empezaron desde luego, y como ya sabemos, llevados a
    cabo rápidamente.

    La banda Kongre no tuvo más remedio que ocultarse
    en el cabo San Bartolomé. Un arroyo, alimentado por el
    deshielo, proporcionaba la cantidad de agua necesaria. La pesca y
    la caza les permitieron economizar las provisiones que
    habían llevado desde la bahía.

    ¡Pero con qué impaciencia Kongre, Carcante
    y sus compañeros esperaban que el faro fuese concluido y
    que el Santa Fe partiese, para no volver hasta tres meses
    después, cuando llevara el relevo!

    Dicho se está que los bandidos estaban al
    corriente de todo lo que se hacía en el fondo de la
    bahía. Bien fuera alejándose por el litoral,
    aproximándose hacia el interior u observando desde las
    alturas que bordean el abra New-Year, pudieron ir dándose
    cuenta del estado de los trabajos y calcular en qué fecha
    terminarían.

    Entonces sería el momento en que Kongre
    pondría en ejecución un proyecto
    detenidamente meditado. Y quién sabe si mientras tanto no
    haría escala algún barco en la bahía de
    Elgor, y podrían apoderarse de él matando a la
    tripulación.

    En cuanto a una posible excursión por la isla de
    los oficiales del "aviso", Kongre no creía deber
    preocuparse. Nadie intentaría, al menos por entonces,
    aventurarse hasta los alrededores del cabo Gómez, a
    través de las áridas llanuras y de los parajes casi
    intransitables de la parte montañosa, que no podían
    franquearse sino a costa de grandes fatigas. Verdad es que acaso
    el comandante del "aviso quisiera dar la vuelta a la isla; pero
    era inadmisible que se decidiera a desembarcar en la costa,
    erizada de escollos, y, en todo caso, la banda tomaría sus
    medidas para no ser descubierta.

    Esta eventualidad no tuvo lugar, y llegó el mes
    de diciembre, durante el cual, quedaría el faro
    definitivamente instalado. Los torreros iban a quedarse solos, y
    Kongre lo sabría por los primeros destellos que el faro
    lanzase en las tinieblas.

    Durante las últimas semanas, uno de los de la
    banda se colocaba de noche en observación en una altura,
    desde la que se podía ver la luz del faro a la distancia
    de siete u ocho millas, con orden de comunicar lo más
    rápidamente posible que ya se había
    encendido.

    Carcante fue precisamente quien en la noche del 9 al 10
    de diciembre llevó la noticia al cabo San
    Bartolomé.

    —¡Si —exclamó el bandido al
    unirse con Kongre en la caverna—, el diablo acaba de
    encender ese maldito faro que el infierno extinga!…

    —¡No, no nos hace falta! —repuso
    Kongre, extendiendo hacia el este su mano amenazadora.

    Transcurrieron algunos días, y a principios de la
    semana siguiente fue cuando Carcante, que cazaba en los
    alrededores del puerto Parry, hirió a un venado. Como ya
    se sabe, el animal huyó herido, y vino a caer en el lugar
    donde Moriz le encontró. A partir de este día,
    Vázquez y sus camaradas, convencidos que no eran los
    únicos habitantes de la isla, vigilaron más
    cuidadosamente los alrededores de la bahía de
    Elgor.

    Llegó el momento en que Kongre se decidió
    a abandonar su madriguera para trasladarse al cabo San Juan.
    Resolvieron dejar el material en la caverna, sin llevar
    más víveres que los necesarios para tres o cuatro
    días de marcha, pues contaban con las provisiones del
    faro.

    Era el 22 de diciembre. Al lucir el alba, y por un
    camino del interior de la isla, a través de su parte
    montañosa, recorrerían la tercera parte de la
    distancia durante el primer día. Al concluir esta etapa,
    harían alto al abrigo de los árboles o en alguna
    anfractuosidad del terreno.

    Después de este descanso, en la madrugada
    siguiente. Kongre y su banda emprenderían una segunda
    etapa, igual, aproximadamente, a la víspera, y en una
    tercera podrían llegar a la bahía de
    Elgor.

    Kongre suponía que para el servicio del faro no
    habría más que dos torreros, cuando eran tres, como
    ya sabemos. Pero poco importaba la diferencia. Vázquez,
    Moriz y Felipe no podrían rechazar el ataque de toda la
    banda, cuya existencia no sospechaban. Les sorprenderían
    de noche, y bien pronto darían buena cuenta de
    ellos.

    Kongre seria, pues, dueño del faro, y luego se
    dedicarían a transportar de nuevo todo el material que se
    llevaron de la caverna de la bahía de Elgor.

    Tal era el plan ideado por
    este temible bandido, y que llevaría a cabo si la suerte
    le era favorable.

    Para completar la fechoría, era preciso que un
    barco hiciese escala en la bahía, lo cual era probable,
    porque los navegantes debían ya conocer la existencia del
    faro. Era lógico esperar que cualquier embarcación,
    comprometida por el temporal, quisiera refugiarse en aquel punto,
    en vez de huir a través de un mar embravecido, fuera por
    el estrecho o por el sur de la isla. Kongre había resuelto
    que este barco cayera en su poder, pudiendo huir en él a
    través del Pacífico, asegurando la impunidad de
    sus crímenes.

    Pero era menester que todo esto sucediera antes que el
    "aviso" estuviera de vuelta en el relevo. Si para aquella
    época no habían logrado abandonar la isla, se
    verían obligados nuevamente a refugiarse en el cabo San
    Bartolomé. Y entonces las circunstancias variarían
    radicalmente. Cuando el comandante Lafayate conociese la
    desaparición de los tres torreros, no le cabria duda que
    habían sido víctimas de un asesinato o de un
    secuestro, y
    organizaría una batida por teda la isla, registrando hasta
    el último rincón.

    ¿Cómo escapar entonces a la
    persecución, y cómo poder subsistir si la
    situación se prolongaba? Si era necesario, el gobierno
    argentino enviaría otros barcos; y aunque Kongre lograra
    apoderarse de una embarcación de pescadores —cosa
    bien improbable—, el estrecho sería vigilado con
    tanto celo, que sería imposible ganar la Tierra del
    Fuego.

    En la noche del 22, Kongre y Carcante se paseaban
    hablando, y, siguiendo su costumbre de antiguos marinos,
    observaban el mar y el cielo.

    En el horizonte se elevaban algunas nubes y soplaba una
    fuerte brisa nordeste.

    Eran las seis y media, y la banda se disponía a
    retirarse a la caverna.

    En aquel momento, Kongre dijo: —Carcante, mira
    allí…, allí…, a través del
    cabo…

    Carcante observó el mar en la dirección
    indicada.

    —¡Oh! No hay duda, es un barco.

    Efectivamente; un barco con todo el velamen navegaba a
    dos millas del cabo de San Bartolomé.

    Aunque el viento le era contrario, buscaba el estrecho,
    en el que estaría antes de la noche. —Es una goleta
    —dijo Carcante. —Sí, una goleta de ciento
    cincuenta a doscientas toneladas— añadió
    Kongre.

    La banda entera habíase agrupado en el extremo
    del cabo.

    No era la primera vez que aparecía un barco a tan
    corta distancia de la Isla de los Estados. Los bandidos
    propusieron provocar un naufragio más.

    —No —contestó Kongre—, no
    conviene que esta goleta se pierda… Procuremos apoderarnos de
    ella… La corriente y el viento le son contrarios; la noche va a
    ser como boca de lobo; le será imposible dar en el
    estrecho. Mañana la tendremos todavía a la vista, y
    ya veremos lo que nos conviene hacer.

    Una hora después, el barco desaparecía en
    medio de una profunda oscuridad, sin que ninguna luz denunciara
    su presencia.

    Durante la noche, el viento saltó al
    sudoeste.

    Al lucir el día, cuando Kongre y sus
    compañeros bajaron a la playa, vieron a la goleta
    embarrancada en los arrecifes del cabo San
    Bartolomé.

    V

    LA GOLETA
    "MAULE"

    Seguramente que no se calumniaba a estos miserables
    arrojándoles a la cara el nombre de piratas. Esta criminal
    existencia debían haberla llevado en los parajes de las
    Salomón y de las Nuevas Hébridas, donde los barcos
    eran todavía frecuentemente atacados en aquella
    época. Y sin duda, a consecuencia de la batida organizada
    contra los piratas por el Reino Unido, Francia y
    América en esta parte del Océano Pacífico,
    nuestros bandidos tuvieron que refugiarse en el
    archipiélago magallánico, luego en la Isla de los
    Estados, donde se dedicaron a recoger restos de
    naufragios.

    Cinco o seis de los compañeros de Kongre y de
    Carcante habían también navegado como pescadores y
    marineros de buques mercantes y estaban habituados a la vida de
    mar. Los demás serían el complemento de la
    tripulación, si la banda lograba apoderarse de la goleta.
    Esta goleta, a Juzgar por su casco y su arboladura, no
    debía ser de más de 150 a 160 toneladas. Una
    ráfaga del oeste la había arrojado durante la noche
    en un banco de arena sembrado de rocas, contra las que hubiera
    podido estrellarse. Pero no parecía que el casco hubiese
    sufrido gran cosa. Inclinada sobre babor, descubría hacia
    el mar su banda de estribor. Su arboladura estaba intacta: el
    mástil de mesana, el palo mayor, el bauprés y las
    velas.

    La víspera, por la tarde, cuando la goleta fue
    divisada, luchaba contra un viento nordeste bastante fuerte,
    tratando de ganar la entrada del estrecho Lemaire. En el momento
    que Kongre y sus compañeros la perdieron de vista en medio
    de la oscuridad, la brisa mostraba tendencia a caer, y bien
    pronto fue insuficiente para asegurar a un barco velero una
    velocidad apreciable. De pronto, con la brusquedad propia de
    estos parajes, el viento había cambiado, y la goleta se
    vio impelida contra el banco de arena.

    El capitán y la tripulación, viendo que la
    corriente llevaba la goleta contra una costa peligrosa, erizada
    de arrecifes, habían echado al agua un bote, creyendo que,
    de permanecer a bordo, perecerían todos, porque la goleta
    iba a destrozarse irremisiblemente contra las rocas.

    Deplorable inspiración. Si hubieran permanecido a
    bordo, todos hubieran salido sanos y salvos, en vez de ahogarse
    entre las olas, como lo atestiguaba el bote, que apareció
    con la quilla al aire, a dos millas al nordeste, empujado por el
    viento hacia el fondo de la bahía Franklin.

    Cuando Kongre y sus compañeros llegaron al banco
    de arena, la goleta estaba completamente en seco.

    Kongre no se había engañado al calcular el
    tonelaje de este barco. Le dio la vuelta, y al llegar a la popa
    leyó:
    Maule, Valparaíso.

    Era un navío chileno que acababa de embarrancar
    en la Isla de los Estados durante la noche del 22 al 23 de
    diciembre.

    —Ya tenemos lo que nos hacía falta
    —dijo Carcante.

    —Si la goleta no tiene alguna vía de agua
    en el casco —objetó uno de los
    individuos.

    —Una vía de agua u otra avería
    cualquiera se repara — se limitó a decir
    Kongre.

    La parte al descubierto aparecía intacta; el
    timón, en buen estado.

    En cuanto a la parte opuesta, que descansaba en tierra,
    no era posible examinarla hasta que subiese la marea. —A
    bordo —dijo Kongre. La inclinación del barco
    hacía fácil la subida por babor.

    El choque no debía haber sido muy rudo, a juzgar
    por el buen estado en que todo se encontraba.

    El primer cuidado de Kongre fue registrar el camarote
    del capitán, y apoderándose de los papeles de a
    bordo, volvió con ellos en busca de Carcante.

    Por ellos vieron que la goleta Maule, del puerto
    de Valparaíso, Chile, era de 157 toneladas; que el
    capitán se llamaba Pailha; que contaba con seis hombres de
    tripulación, y que había zarpado el 23 de noviembre
    con rumbo a las islas Falkland.

    Después de haber doblado sin accidente el cabo de
    Hornos, la Maule se disponía a embocar el estrecho
    de Lemaire, cuando se perdió en los arrecifes de la Isla
    de los Estados. Ni el capitán Pailha ni ninguno de sus
    hambres habían podido salvarse, pues no tenían
    más refugio que el cabo San Bartolomé, y nadie
    había aparecido por tierra.

    La goleta no llevaba cargamento; pero lo importante era
    que Kongre tuviese un barco a su disposición para dejar la
    isla con todo su siniestro botín. Kongre dijo a
    Carcante:

    —Vamos a prepararlo todo para levantar la goleta
    en cuanto tenga suficiente agua bajo la quilla. Es posible que no
    haya sufrido averías graves.

    —Bien pronto lo sabremos —repuso
    Carcante—, pues la marea empieza a subir. Y entonces,
    ¿qué haremos, Kongre?

    —Conducir la goleta fuera de los arrecifes, al
    fondo de la caleta de los Pingouins, delante de las cavernas.
    -¿Y luego? —Luego embarcaremos todo lo que hemos
    llevado de la bahía de Elgor.

    Todos se pusieron al trabajo para
    no perder la próxima marea, lo que hubiera retardado doce
    horas el poner a flote la goleta. Era necesario a toda costa que
    estuviese fondeada en la caleta antes de mediodía.
    Allí estaría relativamente en seguridad, si el
    tiempo continuaba en calma.

    Primeramente Kongre, ayudado por sus hombres,
    colocó el ancla fuera del barco, dando toda la
    extensión de la cadena. Antes que la marea empezase a
    bajar habría tiempo suficiente de llevarla a la caleta, y
    antes de mediodía habrían practicado un completo
    reconocimiento en la cala.

    Todas las disposiciones del jefe fueron tan
    rápidamente ejecutadas, que todo estaba hecho cuando
    llegó la primera ola. El banco de arena iba a ser
    recubierto en breve.

    Kongre, Carcante y una media docena de compañeros
    subieron a bordo, en tanto que los otros se retiraban hacia el
    interior. Ahora sólo había que esperar. Las
    circunstanciar favorecían los propósitos de Kongre.
    La brisa ayudaría poner a flote la
    Maule.

    Kongre y los otros se mantenían en la proa, que
    debía flotar antes que la popa. Si, como se esperaba, no
    sin razón, la goleta podía girar sobre su
    talón, la operación se simplificaría
    notablemente.

    El mar iba ganando tierra poco a poco. Ciertos
    estremecimientos indicaban que el casco sentía la
    acción de la marea.

    Aunque Kongre estaba ya seguro de poder desembarrancar
    la goleta y ponerla en seguridad en una de las caletas de la
    bahía Franklin, le preocupaba, no obstante, una
    eventualidad. ¿Estaría desfondado el casco por la
    parte que descansaba sobre la arena, y que no había sido
    posible examinar? Si existía alguna vía de agua, y
    por ella entraba el mar, no habría más remedio que
    abandonarla donde estaba, y la primera tempestad acabaría
    de destruirla.

    ¡Con qué impaciencia Kongre y sus
    compañeros seguían los progresos de la
    marea!

    Poco a poco fueron recobrando la,
    tranquilidad.

    El mar iba subiendo a lo largo de los flancos sin
    penetrar en el interior. El puente iba tomando su
    horizontalidad.

    —¡No hay vía de agua!
    —exclamó Carcante.

    —¡Mano al cabestrante! —ordenó
    Kongre.

    Los hombres se dispusieron a maniobrar.

    Kongre, inclinado sobre la borda, observaba la marea,
    que subía desde hacía hora y media. Faltaría
    todavía una media hora para que se desprendiese la
    popa.

    Kongre quiso entonces precipitar la operación, y
    permaneciendo en la proa gritó:

    —¡Virar!

    Todos los de la banda empujaron vigorosamente las
    manivelas, y la goleta se enderezó por completo. Carcante
    recorrió la cala, asegurando que no había entrado
    el agua. Era ya seguro que la Maule no había
    sufrido avería de importancia, y en estas condiciones
    sería fácil conducirla hasta donde estuviera en
    seguridad.

    Se la cardaría durante la tarde, y al día
    siguiente estaría en disposición cíe hacerse
    a la mar. SÍ el tiempo no cambiaba, el viento era
    favorable a la marcha de la Maule, bien que remontase el
    estrecho de Lemaire o que siguiera la costa meridional de la Isla
    de los Estados para ganar el Atlántico.

    Poco después de las ocho y media la proa
    empezó a levantarse. Pero la segunda mitad de la quilla
    tocaba todavía en la arena.

    Kongre y los suyos no dejaban de sentir viva inquietud.
    El mar no subía más que durante media llora escasa,
    y era necesario que antes de ese tiempo, la Maule
    estuviera completamente a flote. Durante dos días la marea
    iría disminuyendo en intensidad, y no recobraría su
    máximum hasta pasadas cuarenta y ocho horas.

    Había llegado el momento de hacer un supremo
    esfuerzo. Fácil es imaginarse cuál sería el
    furor, mejor dicho, la rabia de esta gentuza al considerarse
    impotentes. ¡Tener bajo sus pies el navío que
    anhelaban desde largo tiempo, que les aseguraba la libertad, la
    Impunidad tal vez, y no poderle arrancar del banco de
    arena!…

    Un retraso cualquiera podría constituir un
    fracaso completo.

    Era evidente que la marea empezaba ya a bajar lentamente
    y que las rocas iban bien pronto a quedar en seco.

    Viendo la partida fallida, los hombres lanzaban
    juramentos formidables, y casi sin aliento, se disponían a
    renunciar a una empresa que
    no podía tener éxito.

    Kongre corrió hacia ellos, los ojos centellantes,
    los labios cubiertos de rabiosa espuma. Agarrando una hacha, les
    amenazó con abrir la cabeza al primero que desertase de su
    puesto: y ya sabían todos que cumpliría la
    amenaza.

    Los bandidos se aferraron a las manivelas en un esfuerzo
    desesperado. La barra del timón se movió, indicando
    que se desprendía de la arena.

    —¡Hurra! ¡Hurra! — gritaron
    todos, sintiendo que la Maule estaba a flote. El viraje
    del cabestrante se aceleró, y pocos instantes
    después la goleta flotaba fuera del banco.

    Media hora más tarde, después de haber
    sorteado las rocas a lo largo de la playa, la goleta fondeaba en
    la caleta de los Pingouins, a dos millas del cabo San
    Bartolomé.

    Partes: 1, 2, 3, 4

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