- La isla de los
Estados - Los tres
torreros - La goleta
"Maule" - En la
bahía de Elgor - La
caverna - La "Maule" en
reparación - Vázquez
- Después del
naufragio - Al salir de
la bahía - Durante tres
días - El aviso
"Santa Fe" - El
desenlace
INAUGURACION
EL sol iba a desaparecer detrás de las colinas
que limitaban el horizonte hacia el oeste. El tiempo era
hermoso. Por el lado opuesto, algunas nubecillas reflejaban los
últimos rayos, que no tardarían en extinguirse en
las sombras del crepúsculo, de bastante duración en
el grado 55 del hemisferio austral.
En el momento que el disco solar mostraba solamente su
parte superior, un cañonazo resonó a bordo del
"aviso" Santa Fe, y el pabellón de la
República Argentina flameó.
En el mismo instante resplandecía una
vivísima luz en la
cúspide del faro construido a un tiro de fusil de la
bahía de Elgor, en la que el Santa Fe había
fondeado.
Dos de los torreros del faro, los obreros agrupados en
la playa, la tripulación reunida en la proa del barco,
saludaron con grandes aclamaciones la primera luz encendida en
aquella costa lejana.
Otros dos cañonazos siguieron al primero,
repercutidos por los ruidosos ecos de los alrededores. La bandera
fue luego arriada, según el reglamento de los barcos de
guerra, y el
silencio se hizo en aquella Isla de los Estados, situada en el
punto de concurrencia del Atlántico con el
Pacifico.
Los obreros embarcaron a bordo del Santa Fe, y no
quedaron en tierra
más que los tres torreros, uno de ellos de servicio en la
cámara de cuarto.
Los otros dos paseaban, charlando, a la orilla del
mar.
—Y bien, Vázquez —dijo el más
Joven de los dos—, ¿Es mañana cuando zarpa el
"aviso"?
—Si, Felipe, mañana mismo, y espero que no
tendrá mala travesía para llegar al puerto, a menos
que no cambie el viento. Después de todo, quinientas
millas no es ninguna cosa extraordinaria, cuando el barco tiene
buena máquina y sabe llevar la lona.
—Y, además, que el comandante Lafayate
conoce bien la ruta.
—Que es toda derecha. Proa al sur para venir, proa
al norte para volver; y si la brisa continúa soplando de
tierra, podrá mantenerse al abrigo de la costa y
navegará como por un río.
—Pero un río que no tendrá
más que una orilla —repuso Felipe—. Y si el
viento salta a otro cuadrante. ..
—Eso sería mala suerte, y espero que no ha
de tenerla el Santa Fe. En quince días puede haber
ganado sus quinientas millas y fondear en la rada de Buenos
Aires.
—Sí, yo creo que el buen tiempo va a
durar.
—Así lo espero. Estamos en los comienzos de
la primavera, y tres meses por delante son más que
algo.
—Y los trabajos han terminado en muy buena
época.
—Sí, y no hay miedo que nuestra isla, se
vaya a fondo con su faro.
—Seguramente, Vázquez; cuando el "aviso"
vuelva con el relevo, encontrará la Isla en el mismo
sitio.
—Y a nosotros en ella —dijo Vázquez
frotándose las manos, después de lanzar una
bocanada de humo—. Ya ves, buen mozo, que no estamos a
bordo de un barco al que la borrasca zarandea; y si es un barco,
está sólidamente anclado a la cola de América… Convengo en que estos parajes no
tienen nada de buenos; que la triste reputación de los
mares del cabo de Hornos está bien justificada y que los
naufragios menudean… Pero todo esto va a cambiar, Felipe:
Aquí tienes la Isla de los Estados con su faro, que todos
los huracanes no lograrían apagar. Los barcos lo
verán a tiempo para rectificar su ruta, y guiándose
por su claridad se librarán de caer en las rocas del cabo
San Juan, de la punta Diegos o de la punta Fallows, aun en las
noches más obscuras… Nosotros somos los encargados de
mantener el fuego, y lo mantendremos…
La animación con que hablaba Vázquez no
dejaba de reconfortar a su camarada, que acaso no miraba tan de
color de rosa las
largas semanas que había de pasar en aquella isla
desierta, sin comunicación posible con sus semejantes,
hasta el día que los tres fueran relevados. Para concluir,
Vázquez añadió: —Ya ves, desde hace
cuarenta años estoy recorriendo todos los mares del
antiguo y nuevo continente, de grumete, de marinero, de
patrón… Pues bien, ahora que ha llegado la edad del
retiro, yo no podría desear cosa mejor que ser torrero de
un faro: ¡y qué faro! ¡El faro del Fin del
Mundo!
Y en verdad que aquel nombre estaba bien justificado en
aquella isla, lejana de toda tierra habitada y habitable.
—Dí, Felipe —repuso Vázquez, sacudiendo
la ceniza de su pipa—, ¿A qué hora vas a
relevar a Moriz? —A las 10. — Bueno; entonces yo te
relevaré a las 2 de la mañana y estaré de
guardia hasta el amanecer.
—Convenido, Vázquez; entretanto, lo
más acertado será irnos a dormir.
—¡A la cama, Felipe, a la cama!
Vázquez y Felipe se dirigieron hacia la pequeña
explanada en medio de la cual se alzaba el faro, y entraron en el
interior.
La noche fue tranquila. En el instante en que alboreaba,
Vázquez apagó la luz que alumbraba hacía
doce horas.
Generalmente débiles en el Pacífico, sobre
todo a lo largo de las costas de América y de Asia que
baña el vasto océano, las mareas son, al contrario,
muy fuertes en la superficie del Atlántico y se hacen
sentir con violencia en
aquellos lejanos parajes.
El amanecer de aquel día comenzó a las
seis de la mañana, y al "aviso" le hubiera convenido
aparejar desde luego. Pero sus preparativos no estaban del todo
concluidos, y el comandante no contaba salir de la bahía
de Elgor hasta la marca de la
tarde.
El Santa Fe, de la marina de guerra de la
República Argentina, era un barco de 200 toneladas, con
una fuerza de 160
caballos, mandado por un capitán y un segundo, con 50
hombres de tripulación. Estaba destinado a la vigilancia
de las costas, desde la desembocadura del río de la Plata
hasta el estrecho de Lemaire en el Océano
Atlántico. En aquella fecha, el genio marítimo no
había construido todavía los barcos de marcha
rápida: cruceros, torpederos y otros. Así es que el
Santa Fe no pasaba de nueve millas por hora, velocidad
suficiente para la policía de las costas de la Patagonia,
frecuentadas únicamente por los barcos de pesca.
Aquel año, el "aviso" había tenido la
misión
de vigilar la construcción del faro, a expensas del
gobierno
argentino. A bordo del Santa Fe fueron transportados el
personal y
materiales
necesarios para esta obra, que acababa de terminarse con arreglo
a los planos de un hábil ingeniero de Buenos
Aires.
Hacía algunas semanas que el barco se hallaba
fondeado en la bahía de Elgor. Después de haber
desembarcado provisiones para cuatro meses, y de haberse
asegurado que nada faltaría a los torreros del nuevo faro
hasta el día del relevo, el comandante Lafayate se hizo
cargo de los obreros enviados a la Isla de los Estados. Si
circunstancias imprevistas no hubiesen retardado la
terminación de los trabajos, el Santa Fe hubiera
estado
hacía algún tiempo de regreso en el puerto de
Buenos Aires.
Durante su permanencia en la bahía nada tuvo que
temer su comandante contra los vientos del norte, del sur y del
oeste. Únicamente la mar gruesa hubiera podido molestarle;
pero la primavera se había mostrado bien clemente, y ahora
que ya reinaba el verano, era de esperar que sólo se
producirían pasajeras borrascas en los parajes
magallánicos.
Eran las siete cuando d capitán Lafayate y su
segundo, Riegal, salieron de sus camarotes. Los marineros
concluían el baldeo del puente. El primer contramaestre
tomaba sus disposiciones para que todo estuviese dispuesto cuando
llegase la hora de zarpar. Aunque esto no se efectuaría
hasta la tarde, se limpiaban los cobres de la bitácora y
de las claraboyas, y se izaba el bote grande hasta los pescantes,
dejando a flote el pequeño para el servicio de a
bordo.
Cuando salió el sol, el
pabellón nacional subió hasta el extremo de
mesana.
Tres cuartos de hora más tarde, la campana
tocó para el primer rancho.
Después de desayunar Juntos los dos oficiales,
subieron a la toldilla, desde donde examinaron el estado del
cielo, bastante despejado por la brisa de tierra, y
después desembarcaron.
Durante esta última mañana, el comandante
quiso inspeccionar el faro y sus anexos, el alojamiento de los
torreros, los almacenes que
encerraban las provisiones y el combustible, y, por último
asegurarse del buen funcionamiento de los diversos
aparatos.
Saltó a tierra, acompañado del oficial, y
se dirigieron hacia el faro, pensando en la suerte de los tres
hombres que iban a permanecer en la soledad de la Isla de los
Estados.
—Es verdaderamente duro —dijo el
capitán—; sin embargo, hay que tener en cuenta que
esta pobre gente había llevado siempre una existencia
dura, la existencia de los marinos. Para ellos, el servicio del
faro es un reposo relativo.
—Sin duda —contestó Riegal—;
pero una cosa es ser torrero en las costas frecuentadas, en
comunicación fácil con tierra, y otra vivir en una
isla desierta que los barcos no abordan más que muy de
tarde en tarde.
—Convengo en ello, Riegal. Por eso se hará
el relevo cada tres meses; Vázquez. Felipe y Moriz van a
debutar por el período menos riguroso.
—Efectivamente, mi comandante, no tendrán
que sufrir los terribles inviernos del cabo de Hornos.
—Terrible —afirmó el
capitán—.
Desde un reconocimiento que hicimos hace algunos
años en el estrecho, en la Tierra del
Fuego y en la Tierra de Desolación, del cabo de las
Vírgenes al cabo Pilar, yo no he pasado peores
días. Pero, en fin, nuestros torreros tienen un solo
refugio, que las borrascas no destruirán. No les
faltará ni víveres, ni combustible, aunque su
facción se prolongase dos meses más del tiempo
prefijado. Los dejamos buenos y buenos los encontraremos; pues si
es cierto que el aire es vivo, al
menos es puro y saludable. Y después de todo, existe este
hecho: cuando la autoridad
marítima ha solicitado torreros para el faro del Fin del
Mundo, la única dificultad ha sido la de la
elección.
Los oficiales acababan de llegar ante el faro, donde les
esperaban Vázquez y sus camaradas. Se les franqueó
la entrada, e hicieron alto, después de contestar al
saludo reglamentario de los tres hombres.
El capitán Lafayate, antes de dirigirles la
palabra, les examinó desde los pies, calzados con fuertes
botas de mar, hasta la cabeza, cubierta con el capuchón de
la capota impermeable.
—¿No ha ocurrido novedad esta noche?
—Preguntó, dirigiéndose al torrero
jefe.
—Ninguna, mi comandante — contestó
Vázquez.
—¿No han divisado ustedes ningún
barco en alta mar?
—Ninguno, y como la atmósfera estaba
despejada, hubiéramos visto sus luces lo menos a cuatro
millas.
—¿Han funcionado bien las
lámparas?
—Perfectamente, mi comandante; no ha habido el
menor entorpecimiento.
—¿Han pasado ustedes mucho frió en
la cámara de cuarto?
—No, mi comandante; está muy bien cerrada y
el viento no puede franquear el doble cristal de las
ventanas.
—Vamos a visitar el alojamiento; y luego el
faro.
—A sus órdenes, mi comandante
—contestó Vázquez.
En la parte baja de la torre se habían instalado
las habitaciones de los torreros al abrigo de espesísimos
muros, capaces de desafiar todas las borrascas
magallánicas. Los dos oficiales visitaron todas las piezas
convenientemente acondicionadas. Nada había que temer de
la lluvia, del frío ni de las tempestades de nieve, que
son formidables en aquella latitud casi antártica.
Las piezas estaban separadas por un pasillo, en el fondo
del cual se abría la puerta que daba acceso al Interior de
la torre.
—Subamos —dijo el capitán
Lafayate.
—A sus órdenes —repitió
Vázquez.
—Hasta con que usted nos
acompañe.
Vázquez hizo un signo a sus compañeros
para que se quedasen, y empujando la puerta de
comunicación, empezó a subir la escalera, seguido
de los dos oficiales.
La escalera, de rocosos peldaños, era estrecha
pero no obscura. Diez troneras la alumbraban de trecho en trecho.
Cuando estuvieron en la cámara de cuarto, encima de la
cual estaban instaladas las linternas y los aparatos de luz, los
dos oficiales se sentaron en el banco circular
adosado al muro. Por las cuatro ventanitas la mirada podía
dirigirse a todos los puntos del horizonte.
Aunque la brisa era moderada, silbaba con fuerza en
aquella altura, sin ahogar, no obstante, los agudos chillidos de
las aves marinas,
que pasaban dando grandes aletazos.
El capitán Lafayate y su segundo, a fin de tener
una vista más despejada, gatearon por la escala que
conducía a la galería que rodeaba la linterna del
faro.
Toda la isla por la parte oeste estaba desierta,
así como el mar en un vasto arco de círculo,
interrumpido únicamente por las alturas del cabo San Juan.
Al pie de la torre se abría la bahía de Elgor,
animada a la sazón por el tráfago de los marineros
del Santa Fe. Ni una vela, ni una columna de humo en todo
cuanto la vista abarcaba. Nada más que la inmensidad del
océano.
Después de permanecer un cuarto de hora en la
calería del faro, los dos oficiales, seguidos de
Vázquez, descendieron y retornaron a bordo.
Terminado el almuerzo, el capitán Lafayate y su
segundo Riegal saltaron de nuevo a tierra.
Las horas que precedían a la partida iban a
consagrarlas a pasear por la orilla norte de la bahía de
Elgor. Varias veces ya, y sin piloto —se comprenderá
que no lo había en la Isla de los Estados—, el
capitán había entrado de día para fondear en
la caleta al pie del faro: pero, por prudencia, Jamás
dejaba de hacer un reconocimiento de aquella región, tan
poco y tan mal conocida.
Los dos oficiales prolongaron su
excursión.
Atravesando el estrecho istmo que une al resto de la
isla el cabo San Juan, examinaron la orilla del abra del mismo
nombre, que al otro lado del cabo forma como el fendant de
la bahía de Elgor.
—El abra San Juan —observó el
comandante— es excelente. Hay en toda ella bastante
profundidad para los barcos de mayor tonelaje. Es de lamentar que
la entrada sea tan difícil. Un faro de poca intensidad,
establecido a la misma altura que el de Elgor, permitiría
a los barcos que se encontraran comprometidos encontrar
aquí un refugio.
—Y es el último puerto que se encuentra
saliendo del estrecho de Magallanes observó el
teniente.
A las cuatro, los oficiales estaban a bordo,
después de despedirse de Vázquez, Felipe y Moriz,
que permanecieron en la playa esperando el momento de la
partida.
A las cinco, la negra humareda que salía por la
chimenea del "aviso" indicaba que las calderas del
barco estaban bajo presión.
El Santa Fe levaría anclas en cuanto el reflujo se
hiciera sentir.
A las seis menos cuarto, el comandante dio orden de
virar. El vapor se escapaba, silbando, por la válvula de
seguridad.
El segundo de a bordo vigilaba la maniobra desde la
proa.
El Santa Fe se puso en marcha, saludado por los
adioses de los tres torreros. Y si Vázquez y sus camaradas
experimentaron una profunda emoción al ver partir el
"aviso", no fue menor la sentida por los oficiales y
tripulación al dejar a estos tres hombres en aquella isla
de la extrema América.
El Santa Fe, a velocidad moderada, siguió
la costa que limita al noroeste la bahía de Elgor, y no
serian las ocho cuando ya estaba en plena mar. Doblado el cabo
San Juan, empezó a navegar a todo vapor, dejando el
estrecho al oeste, y cuando cerró la noche, el faro del
Fin del Mundo apareció en el horizonte como una
esplendorosa estrila.
II
La Isla de los Estados —llamada también
Tierra de los Estados— está situada en el extremo
sudoeste del nuevo continente. Es el último y el
más oriental fragmento de este archipiélago
magallánico, que las convulsiones de la época
plutoniana han lanzado sobre los parajes del paralelo 55, a menos
de siete grados del círculo polar antártico.
Bañada por las aguas de los dos océanos, es buscada
por los barcos que pasan de uno a otro, bien procedan del
nordeste o del sudoeste, después de haber doblado el cabo
de Hornos.
El estrecho de Lemaire, descubierto en el siglo xvii por
el navegante holandés de este nombre, separa la Isla de
los Estados de la Tierra del Fuego, distante de 21 a 30
kilómetros. Este estrecho ofrece a los barcos un paso
más corto y más fácil, evitándoles
las formidables olas que baten el litoral de la Isla de los
Estados.
Esta isla mide 39 millas del oeste al este, desde el
cabo San Bartolomé hasta el de San Juan, por 11 de
anchura, entre los cabos de Colnett y Webster.
El litoral de la Isla de los Estados es recortado en
extremo. Constitúyelo una sucesión de golfos, de
bahías y de caletas, la entrada de los cuales está
a veces obstruida por una cadena de islotes y arrecifes. Su
especial estructura
hace que menudeen los naufragios en esta costa, erizada de
enormes rocas, contra las cuales, aun con tiempo de bonanza, el
mar se estrella con incomparable furor.
La isla estaba inhabitada; pero tal vez no hubiera sido
inhabitable, al menos durante el verano, es decir, durante los
cuatro meses de noviembre, diciembre, enero y febrero, que
comprende el estío en esta elevada latitud. Los ganados
hubieran encontrado pastos abundantes en las vastas planicies que
se extienden en el interior, especialmente en la región
situada al este del puerto Parry y comprendida entre la punta
Conway y el cabo Webster. Cuando la espesa capa de nieve se ha
fundido bajo los rayos del sol antártico, la hierba
aparece bastante verde y el suelo conserva
hasta el invierno una saludable humedad. Los rumiantes, hechos a
la existencia de las comarcas magallánicas, podrían
prosperar en la isla. Pero en la época de los fríos
sería necesario retirar los ganados a otra comarca
más clemente, bien de la Patagonia o de la Tierra del
Fuego.
Sin embargo existen algunos animales que, si
pueden subsistir durante el invierno, es porque saben encontrar
bajo la nieve las raíces suficientes para su alimentación.
Rompe la monotonía de la llanura alguno que otro
árbol raquítico de efímera frondosidad,
más bien amarilla que verde.
En realidad, la superficie de estas llanuras y de los
bosques no comprende la cuarta parte de la superficie de la Isla
de los Estados. El resto está formado por masas rocosas,
en las que predomina el cuarzo, amontonadas a consecuencia de
erupciones volcánicas muy antiguas, pues en la actualidad
se buscarían inútilmente cráteres
volcánicos en toda esta zona. Hacia el centro de la isla,
las llanuras, extensamente desarrolladas, toman apariencia de
estepas cuando, durante los ocho meses de invierno, cubre aquella
desolada región una uniforme capa de nieve. Luego, a
medida que se avanza hacia el oeste, el relieve de la
isla se acentúa, las rocas del litoral son más
altas y más escarpadas. Allí se alzan enhiestos
esos picos colosales, cuya altura alcanza a veces 3.000 pies
sobre el nivel del mar. Son los últimos anillos de la
prodigiosa cadena andina que, de norte a sur, constituye el
gigantesco esqueleto del nuevo continente.
En semejantes condiciones climatológicas, bajo la
influencia de los terribles huracanes, la flora de la isla se
reduce a raros ejemplares de especies exóticas. Bajo el
ramaje de los árboles, entre la hierba de las praderas,
algunas pálidas flores muestran sus corolas, tan pronto
abiertas como marchitas. Al pie de las rocas litorales, el
naturalista podría recoger algunos musgos, y, al abrigo de
los árboles, ciertas raíces comestibles, pero muy
poco nutritivas.
Se buscaría inútilmente un curso de
agua regular
en toda la superficie de la Isla de los Estados; pero la nieve se
acumula en capas espesas, persiste durante ocho meses, y en la
época de la estación calurosa —menos
fría sería más exacto—, se funde a los
oblicuos rayos del sol y mantiene una humedad permanente.
Entonces se forman aquí y allá pequeños
lagos, y el agua se
conserva hasta las primeras heladas. Así es que, en el
momento en que comienza esta historia, masas
líquidas caían de las alturas vecinas al faro e
iban a perderse, bullidoras, en la caleta de la bahía de
Elgor y en el abra de San Juan.
Si la fauna y la flora
están apenas representadas en esta isla, en cambio, el
pescado abunda en todo el litoral. Así es que a pesar de
los serios peligros que corren las embarcaciones al atravesar el
estrecho de Lemaire, acuden alguna vez a hacer fructuosas
pescas.
Conviene hacer notar que la República Argentina
había mostrado una feliz iniciativa construyendo el faro
del Fin del Mundo, y las naciones podían estarle
agradecidas. Hasta entonces ninguna luz alumbraba aquellos
parajes a la entrada del estrecho de Magallanes al cabo de las
Vírgenes, sobre el Atlántico, hasta su salida al
cabo Pilar, sobre el Pacífico. El faro de la Isla de los
Estados iba a prestar incontestables servicios a la
navegación.
No existía otro alguno en el cabo de Hornos, y el
recién inaugurado iba seguramente a evitar no pocas
catástrofes, asegurando a los navíos procedentes
del Pacífico facilidades para embocar el estrecho de
Lemaire.
El gobierno argentino había, pues, decidido la
creación del nuevo faro, en el fondo de la bahía de
Elgor. Después de un año de trabajos bien
dirigidos, la inauguración acababa de efectuarse el 9 de
diciembre de 1859.
A 150 metros de la pequeña caleta en que termina
la bahía, el suelo presenta una elevación de 400 a
500 metros cuadrados de extensión, y de una altura de 30 a
40 metros, aproximadamente. Un muro de piedra viva contiene este
terraplén, esta terraza rocosa que debía servir de
base a la torre del faro.
Esta torre se elevaba en el centro, por encima de los
anexos, alojamientos y almacenes.
El anexo comprendía: 1º, la cámara de
los torreros, con camas, armarios roperos, sillas y una estufa de
carbón; 2º, la sala común, provista igualmente
de un aparato de calefacción, que servía de
comedor, con una mesa central, lámparas colgadas al techo,
estantes con diversos instrumentos, como anteojos de larga vista,
barómetro, termómetro y lámpara destinadas a
reemplazar las de la linterna, en caso de accidente, y un reloj
de pesas adosado al muro; 3º, el almacén,
dónele se conservaban provisiones para un año,
aunque el abastecimiento debiera efectuarse cada tres meses;
allí había conservas variadas, carne fiambre,
legumbres secas, té, café,
azúcar
y algunos medicamentos de uso corriente; 4º, la reserva de
aceite
necesario para alimentar las lámparas del faro; 5º,
el almacén donde estaba depositado el combustible en
cantidad suficiente para las necesidades de los torreros durante
los rudos inviernos antárticos.
Tal era el conjunto de construcciones, que
constituían un solo edificio, base del faro.
La torre era muy sólida, construida con
materiales proporcionados por la Isla de los Estados. Las
piedras, de una gran dureza, mantenidas por tirantes de hierro,
dispuesto con gran precisión, encajadas unas en otras,
formando un muro capaz de resistir a las más violentas
tempestades, a los horribles huracanes que tan frecuentemente se
desencadenan en aquel lejano límite de los dos mares
más vastos del globo. Como había dicho
Vázquez, no había cuidado que el viento se llevase
esta torre. El faro luciría a despecho de las tormentas
magallánicas.
La torre medía 32 metros de altura, e incluyendo
la del terraplén, el faro se hallaba a 222 pies sobre el
nivel del mar. Se divisaba, por lo tanto, a la distancia
dé 15 millas, la mayor que podía franquear el rayo
visual en aquella altitud; pero en realidad, su alcance no era
más que de 10 millas.
En aquella época no funcionaban todavía
los faros con gas hidrógeno, carburo o fluido
eléctrico. Además, dadas las difíciles
comunicaciones
de la isla con los Estados más próximos,
imponían el sistema
más sencillo y que menos reparaciones exigiese.
Habíase, por lo tanto, adoptado el alumbrado por aceite,
dotándole de todos los perfeccionamientos que la ciencia y
la industria
disponían por aquel entonces.
En suma, esta visibilidad de 10 millas resultaba
suficiente. Todos los peligros parecían salvados, si los
barcos seguían estrictamente las indicaciones publicadas
por la autoridad marítima.
El cabo San Juan y la punta Several o Fallous
podrían franquearse con tiempo, para no verse
comprometidos por el viento ni por las corrientes.
Por otra parte, en el caso excepcional en que un barco
se viera obligado a ganar la bahía de Elgor de arribada
forzosa, guiándose por el faro, tendría de su parte
todas las probabilidades para fondear en buenas condiciones. Por
lo tanto, el Santa Fe podría a su regreso dirigirse
fácilmente a la pequeña caleta, aunque fuera de
noche. Teniendo la bahía tres millas de longitud, hasta la
extremidad del cabo San Juan, y siendo 10 el alcance eficaz del
faro, el "aviso" tendría aún siete ante sí
antes de llegar a los primeros acantilados de la isla.
Huelga advertir que el faro del Fin del Mundo era de luz
fija, y no había temor que el capitán de un barco
la pudiese confundir con otra cualquiera, pues no existía
otro faro por aquellos parajes. No se había, por lo tanto,
considerado necesaria diferenciarla, sea por los eclipses, sea
por los destellos, lo que permitía suprimir un mecanismo
siempre delicado, las reparaciones del cual hubieran sido bien
dificultosas en aquella isla habitada únicamente por tres
torreros.
La linterna estaba provista de lámparas de doble
corriente de aire y de mechas concéntricas. La llama
producía una intensa claridad en un pequeño
volumen,
pudiéndose, por lo tanto, colocar casi en el mismo foco de
las lentes. El aceite las alimentaba en abundancia por un sistema
análogo al de la lámpara Cárcel. En cuanto
al aparato dióptrico, dispuesto en el interior de la
linterna, se componía de lentes escalonadas de un perfil
tal, que todas tenían el mismo foco principal. De esta
manera, el haz cilíndrico de focos paralelos producido
detrás del sistema de lentes era lanzado al exterior en
las mejores condiciones de visibilidad.
Al dejar la isla con un tiempo bastante claro, el
comandante del "aviso" pudo efectivamente comprobar que nada
dejaba que desear la instalación y el funcionamiento del
nuevo faro.
Este buen funcionamiento dependía evidentemente
de la exactitud en la vigilancia de los torreros. SÍ
éstos mantenían las lámparas en perfecto
estado: si renovaban las mechas a su debido tiempo; si
tenían el cuidado de vigilar que el aceite alimentara la
luz en las proporciones debidas; si reglaban perfectamente el
tiro, levantando o bajando los tubos de cristal que les rodeaban;
si estaban atentos a encender las luces al anochecer y a
apagarlas al ser de día; si no descuidaban, en fin, la
numerosa vigilancia que era menester, no había duda que el
faro estaba llamado a rendir los más grandes servicios a
la navegación en los lejanos parajes del Océano
Atlántico.
No había motivo para poner en duda la buena
voluntad y el constante celo de Vázquez y sus dos
compañeros. Designados después de una rigurosa
selección entre un gran número de
candidatos, los tres habían demostrado que en sus
anteriores funciones
habían dado pruebas de ser
hombres de conciencia, de
valor y de
fortaleza.
Inútil es repetir que la seguridad de los tres
hombres parecía estar garantida, por aislada que estuviese
la Isla de los Estados, a 500 millas de Buenos Aires, de donde
únicamente podían esperarse provisiones y
socorros.
Los únicos seres vivientes que aparecían
por aquellos parajes durante el verano, eran pescadores
Inofensivos. Una vez concluida la pesca, la pobre gente se
apresuraba a repasar el estrecho de Lemaire y imanar de nuevo el
litoral de la Tierra del Fuego o de las islas del
archipiélago. Jamás hubiera aparecido por
allí otra clase de
navegantes Estas costas infundían demasiado temor a la
gente de mar para intentar en ellas un refugio que pudieran
encontrar fácilmente en otros puntos más
accesibles.
A pesar de todo, habían sido adoptadas algunas
precauciones, en previsión de la arribada de gentes
sospechosas a la bahía de Elgor. Los anexos estaban
provistos de puertas muy sólidas con fuertes cerrojos; las
ventanas de los almacenes y alojamientos estaban defendidas por
gruesos barrotes, que no hubiera sido posible forzar.
Además, Vázquez, Moriz y Felipe poseían
carabinas, revólver y municiones en abundancia.
Por último, en el extremo del pasillo que daba
acceso a la torre se había establecido una puerta de
hierro, imposible de romper o desencajar. Y en cuanto a penetrar
en el interior del faro, a través de los estrechos
tragaluces, no era verosímil suponerlo, y para alcanzar la
galería que rodeaba la linterna no había más
camino que la cadena del pararrayos.
Tales eran los importantes trabajos con tanto éxito
llevados a cabo en la Isla de los Estados, a expensas de la
República Argentina.
III
De noviembre a marzo es cuando la navegación se
activa en los parajes magallánicos. El mar allí es
siempre duro; pero si nada calma las inmensas olas de los dos
océanos, al menos el estado de la atmósfera es
más igual y las tormentas más parejas. Los barcos
de vapor y los de vela se aventuraban con más seguridad en
esta época a doblar el cabo de Hornos.
Sin embargo, el paso de los barcos, bien fuera por el
estrecho de Lemaire o por el sur de la Isla de los Estados, no
rompería la monotonía de las eternas horas; nunca
han sido numerosos, y mucho menos desde que el desarrollo de
la navegación a vapor y el perfeccionamiento de las
cartas
marítimas han hecho menos peligroso el estrecho de
Magallanes, ruta más fácil y corta.
No obstante, la monotonía inherente a la
existencia en los faros no es perceptible, por regla general,
para los torreros. La mayor parte de ellos son antiguos marinos o
pescadores, y no se preocupan de los días y de las horas,
que tienen el hábito de saber ocupar. Además, el
servicio no se limita a asegurar el funcionamiento del faro
durante la noche.
Había sido recomendada a Vázquez y sus
camaradas la vigilancia de los alrededores de la bahía de
Elgor; visitar todas las semanas el cabo San Juan y observar la
costa hasta la punta Several, sin alejarse más de tres o
cuatro millas. Debían tener al corriente el libro del
faro, y anotar en él toda clase de incidentes: el paso de
barcos de vela y de vapor, su nacionalidad,
su nombre, si era posible; la altura de las mareas, la dirección del viento, la duración de
las lluvias, la frecuencia de las borrascas, las altas y bajas
del barómetro, el estado de la temperatura y
otros fenómenos que permitieran establecer la carta
meteorológica de estos parajes. Vázquez, argentino,
como sus compañeros Felipe y Moriz, debía llenar en
la Isla de loa Estados las funciones de torrero-Jefe del
faro.
Tenía entonces cuarenta y siete años y era
un hombre
vigoroso, de una salud a toda prueba,
resuelto, enérgico, familiarizado con el peligro, como
marino que había navegado por todos los mares.
Habíase visto más de una vez a dos dedos de
la muerte, de
la que se salvara gracias a la serenidad y arrojo.
Hubiéranle elegido jefe, no solamente por razón de
su edad, sino por su carácter bien templado, que inspiraba una
confianza absoluta. Había dejado el servicio de la marina
de guerra argentina, llevándose la estimación de
todos sus jefes y compañeros. Así es que cuando
solicitó esta plaza en la Isla de los Estados, la
autoridad marítima no opuso reparo alguno para
confiársela.
Felipe y Moriz tenían cuarenta y treinta y siete
años, respectivamente. Vázquez les conocía
de larga fecha y les había designado para la
elección. El primero era soltero, como él.
Únicamente Moriz era casado, sin hijos, y su mujer servia en
una casa de huéspedes del puerto de Buenos
Aires.
Transcurridos tres meses, Vázquez, Felipe y Moriz
reembarcarían en el Santa Fe, que llevaría a
la Isla de los Estados otros tres torreros, a quienes
habían de sustituir tres meses más tarde.
Sería, pues, en junio, julio y agosto cuando
volverían a prestar el servicio del faro; es decir, a
mediados del invierno. La segunda temporada de la isla
sería bastante penosa; pero esto no les preocupaba, porque
Vázquez y sus camaradas estarían ya aclimatados y
sabrían desafiar impunemente el frío, las
tempestades, todos los rigores del invierno
antártico.
Desde el primer día, 10 de diciembre, se
organizó un servicio regular. Todas las noches, las
lámparas funcionaban bajo la vigilancia de uno de los
torreros, de guardia en la cámara de cuarto, en tanto que
los otros do dormían en sus habitaciones. De día se
limpiaban los aparatos, se les cambiaban las mechas y quedaban en
disposición de proyectar sus potentes rayos a la puesta
del sol.
De vez en cuando, cumpliendo las indicaciones del
servicio, Vázquez y sus camaradas recorrían la
bahía de Elgor hasta el mar, bien a pie o en la barca
dejada a disposición de los torreros en una pequeña
caleta, completamente abrigada de los vientos del este, los
únicos que había que temer.
Dicho está que cuando se hacían estas
excursiones, uno de los torreros quedaba siempre de guardia en la
galería del faro. Convenía inspeccionar
constantemente el mar, y esto no podía hacerse más
que desde la parte superior del faro, pues desde la playa, la
mirada se encontraba con el obstáculo de los acantilados,
que ocultaban el mar en la dirección oeste y noroeste. De
aquí la obligación de la guarnición
permanente en la cámara de cuarto.
En los primeros días de servicio no
ocurrió incidente alguno digne le mención. El
tiempo se mantenía bueno, la temperatura, bastante
elevada. El termómetro acusaba 10 arados
centígrados sobre cero. El viento soplaba del mar, y
generalmente no pasaba de ser una agradable brisa desde el
amanecer hasta que anochecía; por la noche saltaba a otro
cuadrante, soplando desde las vastas llanuras de la Patagonia y
de la Tierra del Fuego. Cayeron algunas lluvias, y, como el
termómetro iba en ascenso, eran de esperar algunas
tormentas, que podrían modificar el estado
atmosférico.
Bajo la influencia de los rayos polares, que
adquirían una fuerza vivificante, la flora empezaba a
manifestarse en cierto modo. La pradera que circundaba el faro,
despojada por completo de su manto de nieve, mostraba su tapiz de
un verde pálido. El arroyo, ampliamente alimentado por el
deshielo, corría desbordante hasta la bahía. Los
musgos reaparecían al pie de los árboles y
tapizaban los flancos de las rocas. En fin, si no la primavera
—esta hermosa palabra no tiene aquí
aplicación—, era el estío que, todavía
por algunas semanas, remaba en aquel extremo limite del
continente americano.
Al declinar el día, antes que hubiese que
encender el faro, Vázquez, Felipe y Moriz, sentados en el
balconcito que circundaba la linterna, charlaban, según
costumbre, y, naturalmente, el torrero-Jefe era el que
dirigía y sostenía la
conversación.
—Y bien —dijo Vázquez, después
de haber cargado su pipa, ejemplo que fue imitado por los otros
dos—, ¿qué os parece esta nueva
existencia?
—A buen seguro
—contestó Felipe— que en el poco tiempo que
llevamos no podemos quejarnos de aburrimiento ni de
fatiga.
—Efectivamente — añadió
Moriz—, y nuestros tres meses pasarán más
pronto de lo que yo me había figurado.
—Si; ya verán cómo se deslizan lo
mismo que una corbeta ligera.
—Y a propósito de barcos
—observó Felipe—, en todo el día no
hemos divisado uno siquiera en toda la extensión del
mar.
—Ya aparecerán, Felipe, ya
aparecerán— repuso Vázquez, aplicando al ojo
derecho su mano, a guisa de anteojo—. No merecería
la pena haber construido en la Isla de los Estados este hermoso
faro, un faro que manda sus destellos a diez millas de distancia,
para que no se aprovecharan de él los
navegantes.
—Es muy reciente nuestro faro —dijo
Moriz.
—Tú lo has dicho; y es preciso dar tiempo a
que los capitanes se enteren que ahora está alumbrada esta
costa. Cuando lo sepan no tendrán reparo en frecuentar
estos parajes… Pero no basta saber que hay un faro; es
también preciso asegurarse de que siempre está
encendido, desde el anochecer hasta la salida del sol.
—Esto no será bien conocido —dijo
Felipe— hasta que el Santa Fe esté en Buenos
Aires.
—Justo —asintió
Vázquez—; y cuando se publique la memoria del
comandante Lafayate, las autoridades se apresurarán a
esparcir la noticia en todo el mundo marítimo; pero ya
deben conocerla la mayor parte de los navegantes.
—La travesía del Santa Fe, que
zarpó hace cinco días, durará…
—Supongamos que una semana más
—interrumpió Vázquez—. El tiempo
está hermoso, el mar en calma, y el viento sopla de buen
lado. Largando las velas y ayudado por la máquina, el
"aviso" debe hacer nueve a diez nudos por hora.
—Ya debe haber pasado el estrecho de Magallanes y
doblado el cabo de las Vírgenes.
—Seguramente, buen mozo —declaró
Vázquez—. En este momento navega por las costas de
la Patagonia, y puede desafiar a correr a los caballos de los
patagones. Se explica que el recuerdo del Santa Fe no se
apartara de la mente de los torreros. Era como un pedazo de
tierra natal que acababa de dejarlos para reintegrarse a la
patria, y le seguían con el pensamiento
hasta el fin del viaje.
—¿Has hecho hoy buena pesca?
—preguntó Vázquez a Felipe.
—Bastante buena, Vázquez. He pescado
algunas docenas de pececillos con caña, y con la mano, un
cangrejo, que pesará lo menos tres libras y que se
escabullía entre las rocas.
—¡Bravo! No temas despoblar la bahía.
Los pescados abundan más cuanto más se pescan, y
esto nos permitirá economizar nuestras provisiones de
carne en conserva, de las que no conviene abusar, pues, por
buenas que sean, no son comparables al alimento de lo
recién muerto, recién pescado y recién
cocido.
—Y si cazáramos algún rumiante en el
interior de la isla…
—No seré yo el que diga que un solomillo de
venado sea de desdeñar, y si la pieza se presenta, se
procurará quedarnos con ella. Pero hay que tener mucho
cuidado en no alejarse para ir a cazarla… Lo esencial es
atenerse estrictamente a las instrucciones y no separarse del
faro más que para observar lo que pasa en la bahía
de Elgor, o en alta mar, entre el cabo San Juan y la punta
Diegos.
—Sin embargo —objetó Moriz. que amaba
la caza— si se presentase una buena pieza a tiro de
fusil…
—Si es a tiro de fusil, a dos y aún a tres,
no digo nada… Pero ya sabéis que el venado es demasiado
salvaje para frecuentar nuestra sociedad, y
mucho me sorprendería el ver un par de cuernos por estos
andurriales.
En efecto; desde que comenzaron los trabajos no se
había visto ningún animal por las proximidades de
la bahía de Elgor. El segundo del Santa Fe
había intentado varias veces cazar algo; pero su tentativa
resultó estéril, a pesar de haberse internado cinco
o seis millas. Desde luego, había caza mayor en la isla,
pero no se presentaba al alcance de los fusiles.
Durante la noche del 16 al 17 de diciembre, estando
Moriz de guardia en la cámara de cuarto, de las seis a las
diez, distinguió una luz en dirección este, a cinco
o seis millas de distancia. Era evidentemente una luz de a bordo
del primer barco que se mostraba en aguas de la isla desde el
establecimiento del faro.
Moriz pensó, con razón, que esto
interesaría a sus camaradas, que todavía no se
habían acostado, y bajó a prevenirles.
Vázquez y Felipe subieron enseguida con Moriz, y
con el anteojo de larga vista se apostaron en la ventana del
este.
—Es una luz blanca —dijo
Vázquez.
—Y por consiguiente —añadió
Felipe—, no es una luz de posición, puesto que no es
ni verde ni roja.
La observación era exacta. No era una de esas
luces de posición, colocadas, según su color, la
una a babor y la otra a estribor del barco.
—Y siendo blanca —amplió
Vázquez—, no cabe duda que está suspendida al
estay de trinquete, lo que indica un steamer a la vista de
la isla.
Siguieron la marcha del barco, a medida que se
aproximaba, y después de una media hora supieron a
qué atenerse acerca de su ruta.
El steamer, dejando el faro por babor,
dirigíase resueltamente hacia el estrecho. Pudo verse una
luz roja en el momento de pasar frente a la boca del abra San
Juan; luego tardó muy poco en desaparecer en medio de la
oscuridad.
—¡He aquí el primer barco divisado
desde el faro del Fin del Mundo! —exclamó
Felipe.
—Y no será el último
—aseguró Vázquez.
En la madrugada siguiente, Felipe señaló
un gran velero que apareció en el horizonte. El tiempo era
bueno; la atmósfera limpia de brumas, bajo la acción
de una brisilla del sudeste, permitía divisar el barco a
una distancia de 10 millas, lo menos.
Vázquez y Moriz subieron a la galería del
faro. Distinguíase el velero un poco a la derecha de la
bahía de Elgor, entre la punta Diegos y la
Several.
El barco navegaba rápidamente a una velocidad de
12 o 13 nudos. Como tenía su proa hacia la Isla de los
Estados, no podía aún asegurarse si pasaría
al norte o al sur.
Como a la gente de mar le interesan siempre estas cosas,
Vázquez, Felipe y Moriz discutían acerca del caso.
Finalmente fue Moriz quien tuvo razón, sosteniendo que el
velero no buscaba la entrada del estrecho. En efecto, cuando
estuvo no más que a milla y medía de la costa,
maniobró a fin de doblar la punta Several.
Era un gran navío, de lo menos 1.800 toneladas,
provisto de tres palos, y del tipo de los por entonces modernos
barcos construidos en América, con una velocidad de marcha
verdaderamente maravillosa.
—Que mi anteojo se convierta en un paraguas, si
este barco no ha salido de los arsenales de Nueva Inglaterra
—elijo Vázquez.
—Tal vez nos envíe su número
—dijo Moriz.
—No haría más que cumplir con su
deber —contestó el torrero-Jefe. En el momento de
disponerse a doblar la punta Several, el barco izó una
serie de banderas al extremo de mesana, señales
que Vázquez tradujo consultando el libro depositado en la
cámara de cuarto. Era el Montank, del puerto de
Boston, Nueva Inglaterra, Estados Unidos de
América.
Los torreros le contestaron izando la bandera argentina
hasta el extremo del pararrayos, y no cesaron de observarle hasta
que desapareció detrás de las alturas del cabo
Webster, sobre la costa sur de la isla.
—Y ahora —dijo Vázquez—, que
lleve buen viaje el Montank, y quiera el cielo que no
atrape ningún golpe de mar a la altura del cabo de
Hornos.
Durante los días sucesivos, el mar
permaneció casi desierto. Apenas aparecieron dos lejanas
velas en el horizonte del este. Los barcos que pasaban a una
decena de millas de la Isla de los Estados, no trataban
seguramente de abordar las costas de América. En
opinión de Vázquez, debían ser balleneros
que se dirigían a los sitios de pesca en los parajes
antárticos.
Hasta el 20 de diciembre no hubo que consignar
más que observaciones meteorológicas. El tiempo se
habla tornado variable, con bruscos cambios de viento. Cayeron
fuertes chaparrones, acompañados a veces de granizo, lo
que indicaba cierta tensión eléctrica en la
atmósfera. Había que temer, por lo tanto, algunas
tormentas, que serían de gran intensidad, dada la
época del año.
En la mañana del 21, Felipe pasaba fumando,
cuando creyó ver un animal del lado del bosque de hayas.
Después de haberlo observado atentamente, fue en busca de
su anteojo, con el auxilio del cual pudo reconocer que se trataba
de un venado de gran talla. Se presentaba la ocasión de
hacer un buen tiro.
Vázquez y Moriz, a quienes Felipe advirtió
del caso, salieron de la habitación.
Los tres convinieron en que era preciso cazarlo.
SÍ se conseguía cobrar el venado,
disfrutarían de un agradable plato de carne fresca, que ya
hacía mucho no saboreaban.
Moriz, armado de carabina, trataría, sin ser
advertido, de colocarse a retaguardia del animal y echarlo hacia
la bahía, donde Felipe esperaría
apostado.
—Mucha cautela —dijo Vázquez—;
esos animales tienen la vista y el oído muy
finos. En cuanto vea a Moriz, tomará las de Villadiego; si
es así, dejarle correr, porque no hay que alejarse.
¿Está entendido?
—Entendido —contestó Moriz.
Vázquez y Felipe se apostaron, y con el anteojo pudieron
comprobar que el venado no se había movido del sitio donde
apareciera.
Su atención se trasladó luego a
Moriz.
Este dirigíase hacia el bosque, y una vez a
cubierto, tal vez podría, sin espantar al animal, ganar
las rocas para tomarle de revés, obligándole a huir
del lado del mar. Sus camaradas pudieron seguirle con la mirada
hasta el momento en que desapareció entre las
hayas.
Pasó una media hora; el venado continuaba
inmóvil, y Moriz debía estar va de él a tiro
de fusil.
Vázquez y Felipe esperaban, pues, una
detonación y que el animal cayese, o, por el contrario,
huyera a toda velocidad.
Sin embargo, ninguna detonación turbó el
silencio de la isla, y con gran sorpresa de Vázquez y
Felipe, he aquí que de pronto el animal, en vez de
retirarse, se echó al suelo, con el cuerpo desmayado, como
si no hubiera tenido fuerza para sostenerse.
Casi inmediatamente, Moriz, que había conseguido
deslizarse por entre las rocas, apareció
súbitamente, lanzándose hacia el venado, que no se
movió. Luego, volviéndose hacia el faro, hizo senas
a sus compañeros para que se le reunieran.
—Algo extraordinario ocurre; vamos, Felipe
—dijo Vázquez.
Y los dos corrieron hacia donde Moriz les
esperaba.
No tardaron diez minutos en franquear la
distancia.
—¿Y el venado?… —interrogó
Vázquez.
—Aquí está —contestó
Moriz, mostrando a la bestia acostada a sus pies.
—¿Está muerto? -preguntó
Felipe.
—Muerto —repuso Moriz. —De vejez
seguramente.
—No, a consecuencia de una herida.
—¡Herido! ¿Herido de qué?
—¡De una bala en un costado! —¡Una bala!
—exclamó Vázquez.
—Nada más cierto. Después de haber
sido herido se ha arrastrado hasta aquí, donde ha
caído muerto.
—¿De modo que hay cazadores en la isla?
—murmuró Vázquez. Inmóvil y pensativo
echó una ojeada en torno a
él.
IV
Si Vázquez, Felipe y Moriz se hubiesen trasladado
al extremo occidental de la Isla de los Estados, hubieran podido
comprobar cuánto difería este litoral del que se
extendía entre el cabo San Juan y la punta
Several.
Ahí no había más que rocas, que se
elevaban hasta 200 pies de altura, la mayor parte de ellas
cortadas a pico y prolongándose bajo aguas profundas,
incesantemente batidas por violenta resaca, aun en tiempo de
calma. Delante de estas áridas rocas, en cuyos
intersticios anidaban millares de aves marítimas,
destacábanse un buen número de arrecifes, que se
prolongaban hasta dos millas mar adentro. Entre ellas se situaban
estrechos canales de pasos practicables tan sólo para
barcas de muy poco calado. No faltaban grandes huecos cavernosos,
grutas profundas y secas, obscuras, de angostísima
entrada, el interior de las cuales no era aireado por las
ráfagas ni barrido por las olas, ni aun en la temible
época del equinoccio. Para ganar por aquella parte la
meseta central de la isla, hubiera sido necesario franquear
cuestas de más de 900 metros de altura, y la distancia no
bajaría de 15 millas. En resumen, el carácter
salvaje, desolado, acentuábase más de este lado que
por el litoral opuesto, en el que se abría la bahía
de Elgor.
Aunque el oeste de la Isla de los Estados estaba
protegido contra los vientos noroeste por las alturas de la
Tierra del Fuego y del archipiélago magallánico, el
mar se desencadenaba con tanto furor como en el cabo San Juan, la
punta Diegos y la Several. De suerte que, si se había
establecido un faro del lado del atlántico, no era menos
necesario otro en la parte del Pacifico para los barcos que
buscasen el estrecho de Lemaire, después de doblar el cabo
de Hornos. Tal vez el gobierno chileno pensase ya en seguir el
ejemplo de la República Argentina.
En todo caso, de haber comenzado al mismo tiempo los
trabajos en los dos extremos de la Isla de los Estados, se
hubiera comprometido la situación de una banda de bribones
que se había refugiado en las cercanías ¿el
cabo San Bartolomé.
Algunos años antes, estos malhechores se
habían instalado en la entrada de la bahía de
Elgor, descubriendo una profunda caverna oculta entre el
acantilado. Esta caverna les ofrecía un seguro asilo, y
desde entonces ningún barco que hiciese escala en la Isla
de los Estados podía considerarse en seguridad.
Estos hombres, una docena en total, tenían por
jefe a un individuo
llamado Kongre. a quien un tal Carcante servía de
segundo.
Toda esta escoria era originaria del sur: cinco de ellos
procedían de la Argentina o de Chile; los otros,
reclutados por Kongre, no habían tenido más que
pasar el estrecho de Lemaire para completar la banda en aquella
isla, que ya conocían por haber pescado en sus aguas
durante el estío.
De Carcante sabíase que era chileno, pero hubiera
sido bien difícil especificar en qué ciudad o aldea
de la república había nacido y a qué
familia
pertenecía. De treinta y cinco a cuarenta anos de edad, de
mediana estatura, más bien delgado, pero todo nervios y
músculos, y por lo tanto, vigoroso en extremo, de
carácter taimado y de alma perversa,
jamás hubiese retrocedido ante un robo o un crimen que
perpetrar.
Del Jefe nada se sabía. Jamás había
dicho cuál era su nacionalidad.
¿Se llamaba realmente Kongre? Tampoco se sabía. Lo
único seguro era que este nombre es muy corriente entre
los indígenas del archipiélago magallánico y
de la Tierra del Fuego. Cuando el viaje de la Astrolabe y
de la Zélée, el capitán Dumont
dUrville, al hacer escala en el abra Peckett, en el estrecho de
Magallanes, recibió a bordo a un patagón que se
llamaba así. Pero era dudoso que este Kongre fuese
originario de la Patagonia. No tenía el rostro estrecho
por arriba y ancho en su parte inferior, que caracteriza a los
hombres tic esta
comarca: la frente estrecha, los ojos prolongados, la nariz
aplastada, la estatura, por regla general, elevada.
Además, su fisonomía, en conjunto, estaba lejos de
presentar la expresión de dulzura que se encuentra en la
mayor parte de estos pobladores.
Kongre era un temperamento tan violento como
enérgico, lo que se reconocía al primer golpe de
vista, al mirar sus rasgos duros, mal disimulados bajo la espesa
barba, que ya empezaba a blanquear, aunque no pasaba de los
cuarenta. Era un verdadero bandido, un temible malhechor capaz de
todos los crímenes que no había podido encontrar
otro refugio que aquella isla desierta, el litoral de la cual
únicamente él conocía.
Pero, después de encontrar refugio,
¿Cómo habían conseguido subsistir en ella
Kongre y sus compañeros?
Esto es lo que vamos a explicar sucintamente.
Cuando Kongre y su cómplice Carcante, a
consecuencia de una fechoría que les hubiera valido la
horca o el garrote, huyeron de Punta Arenas, el principal puerto
del estrecho de Magallanes, ganaron la Tierra del Fuego, donde
hubiera sido difícil perseguirles. Allí, viviendo
entre los pescadores, supieron cuan frecuentes eran los
naufragios en la Isla de los Estados, que todavía no
alumbraba el faro del Fin del Mundo. No había duda que
aquellos parajes debían estar llenos de restos de barcos
náufragos, algunos de los cuales debían ser de gran
valor. Kongre y Carcante concibieron entonces la idea de
organizar una banda de recogedores de restos, con dos o tres
bandidos de su calaña, a los que se
añadirían unos cuantos pescadores, que no
valían más que ellos. Una embarcación
indígena les transportó a la orilla del estrecho de
Lemaire. Pero aunque Kongre y Carcante eran marinos y
habían navegado bastante tiempo por los parajes
sospechosos del Pacífico, no pudieron evitar una
catástrofe. Un golpe de mar los echó hasta el este,
y las olas destrozaron su embarcación contra las rocas del
cabo Colnett, en el momento en que se esforzaban en ganar las
aguas tranquilas del puerto Parry.
Entonces fueron a pie hasta la bahía de Elgor, y
no vieron defraudadas sus esperanzas. La playa, entre el cabo San
Juan y la punta Several, estaba cubierta de despojos de
naufragios antiguos y recientes: fardos, cajas de provisiones
capaces de asegurar la subsistencia de la banda durante mucho
tiempo; armas,
revólveres y fusiles, que podrían ponerse en estado
de servicio; municiones bien conservadas en sus cajas
metálicas; barras de oro y plata de
gran valor, procedentes de ricos cargamentos australianos;
muebles, planchas, maderas de todas clases y algunos fragmentos
de esqueletos; pero ningún superviviente de los siniestros
marítimos.
Los navegantes sabían a qué atenerse
respecto a esta temible Isla de los Estados. Todo barco que la
tempestad lanzaba de este lado se perdía
irremisiblemente.
No fue en el fondo de la bahía donde Kongre se
estableció con sus compañeros, sino a la entrada,
lo que convenía más a sus proyectos, pues
así podía vigilar el cabo San Juan. La casualidad
le hizo descubrir una caverna, cuya entrada estaba oculta bajo
espesas plantas
marítimas, suficientemente espaciosa para alojamiento de
toda la banda. Situada al reverso de un contrafuerte del
acantilado, en la orilla norte de la bahía, nada tenia que
temer de los vientos del mar. Se transportó a ella todo lo
que podía servir para acondicionarla: muebles, vestidos,
conservas, barricas de vino… Una segunda gruta, vecina a la
primera, servía para almacenar todo lo que no tenía
una aplicación inmediata: las barras de metales
preciosos, las alhajas, los diversos objetos arrojados por las
olas sobre la playa. Si más tarde Kongre conseguía
apoderarse traidoramente de un barco fondeado descuidadamente en
la bahía, lo cargaría con todo este pillaje y
regresaría a las islas del Pacífico, teatro de sus
antiguas piraterías.
Como hasta entonces no se había presentado la
ocasión, los malhechores no habían podido abandonar
la Isla de los Estados. Verdad es que en el espacio de dos
años su riqueza no cesó de aumentar.
Produjéronse en este tiempo otros naufragios, de los que
sacaron gran provecho. Y hasta, siguiendo el ejemplo de otros
miserables, ellos mismos provocaron las catástrofes en las
noches de tormenta, llamando la atención de los barcos
hacia los arrecifes por medio de luces u hogueras, y si alguno de
los náufragos lograba ganar la costa era inmediata y
despiadadamente sacrificado. Tal fue la obra criminal de estos
bandidos, cuya existencia se ignoraba.
Sin embargo, la banda continuaba prisionera en la isla.
Kongre había podido provocar la pérdida de algunos
barcos, pero no atraerles hacia la bahía de Elgor, donde
hubiera intentado un golpe de mano. Por otra parte, ningún
barco había hecho escala en el fondo de la bahía,
poco conocida de los capitanes, y aunque así hubiera sido,
era menester que la tripulación fuera escasa para no
poder hacer
frente a aquella pandilla de bandidos.
El tiempo transcurría; la caverna estaba
abarrotada de cosas de gran valor. Ya puede suponerse cuál
sería la impaciencia, la rabia de Kongre y de los suyos.
Era el eterno tema de la conversación entre Carcante y su
jefe.
—¡Estar varados en esta isla como un barco
en la costa, cuando tenemos un cargamento que vale más de
cien mil piastras!…
—¡Sí —contestaba Kongre—,
es preciso partir, cueste lo que cueste!…
—¿Cuándo y cómo?
—replicaba Carcante.
Y esta pregunta quedaba sin respuesta.
—Nuestras provisiones acabarán por agotarse
—añadía Carcante—. Si la pesca da lo
que nos hace falta, puede faltar la caza. Y luego,
¡Qué inviernos hemos pasado en esta isla!…
¡Mil rayos!… ¡Cuando pienso en los que
todavía nos quedan!…
A todo esto, ¿Qué podía decir
Kongre? Era poco locuaz, poco comunicativo ¡Pero qué
cólera
bullía en su interior al sentir su impotencia!
No podía hacer nada, ¡nada!… Si, a falta
del barco que la banda deseaba sorprender en el fondeadero,
alguna embarcación se aventurase hacia el este de la isla,
Kongre podría intentar que, si no él, Carcante y
uno de los chilenos fuesen recogidos a bordo, y una vez en el
estrecho de Magallanes, se presentaría ocasión de
ganar Buenos Aires o Valparaíso. Con el dinero que
poseían en abundancia, se compraría un barco de
ciento cincuenta o doscientas toneladas, que Carcante, con
algunos marineros, conducirían a la bahía de Elgor.
Una vez en la caleta, se desembarazarían de la
tripulación, y la banda se embarcaría con sus
riquezas para ganar las Salomón o las Nuevas
Hébridas.
En tal estado estaban las cosas, cuando, quince meses
antes de los comienzos de esta historia, se modificó
bruscamente la situación.
A principios de
octubre de 1858 un vapor, con pabellón argentino,
apareció a la vista de la isla, maniobró de tal
suerte, que no había duda se proponía entrar en la
bahía de Elgor.
Kongre y sus compañeros reconocieron desde luego
que era un barco de guerra, contra el cual nada podían
intentar. Después de haber hecho desaparecer todo rastro,
y disimulado la entrada de las dos cavernas, se refugiaron en el
interior de la isla, en espera de la retirada del
barco.
Era el Santa Fe, procedente de Buenos Aires, que
llevaba a bordo un ingeniero, encargado de la construcción
de un faro en la Isla de los Estados, y que iba a determinar su
emplazamiento.
El "aviso" permaneció más que algunos
días en la bahía de Elgor, y zarpó sin haber
descubierto el nido de la banda de Kongre.
Carcante, que se había aventurado de noche hasta
la caleta, pudo averiguar por qué el Santa Fe
había hecho escala en la Isla de los Estados. ¡Iba a
construirse un faro en el fondo de la bahía de Elgor!…
La banda no tenía más remedio que abandonar
aquellos lugares.
Kongre tomó el único partido posible.
Conocía perfectamente la parte oeste de la isla, en los
alrededores del cabo San Bartolomé, donde otras cavernas
podían asegurarle refugio. Sin perder un día
—puesto que el "aviso" no debía tardar en volver con
los obreros para dar comienzo a los trabajos—, se ocuparon
de transportar todo lo indispensable para asegurarles un
año de vida, creyendo, con razón, que a aquella
distancia del cabo San Juan no corrían el riesgo de ser
descubiertos. No tenían tiempo suficiente para desocupar
las dos cavernas, y tuvieron que limitarse a retirar la mejor
parte de las provisiones, conservas, vinos, vestidos y algunos de
los preciosos objetos que guardaban. Luego, disimulando
cuidadosamente las entradas con piedras y hierba seca, dejaron lo
demás bajo la custodia del diablo.
Cinco días después de su partida, el
Santa Fe reaparecía de mañana a la entrada
de la bahía y fondeaba en la caleta, desembarcando acto
seguido los obreros y el material que conducía. Los
trabajos empezaron desde luego, y como ya sabemos, llevados a
cabo rápidamente.
La banda Kongre no tuvo más remedio que ocultarse
en el cabo San Bartolomé. Un arroyo, alimentado por el
deshielo, proporcionaba la cantidad de agua necesaria. La pesca y
la caza les permitieron economizar las provisiones que
habían llevado desde la bahía.
¡Pero con qué impaciencia Kongre, Carcante
y sus compañeros esperaban que el faro fuese concluido y
que el Santa Fe partiese, para no volver hasta tres meses
después, cuando llevara el relevo!
Dicho se está que los bandidos estaban al
corriente de todo lo que se hacía en el fondo de la
bahía. Bien fuera alejándose por el litoral,
aproximándose hacia el interior u observando desde las
alturas que bordean el abra New-Year, pudieron ir dándose
cuenta del estado de los trabajos y calcular en qué fecha
terminarían.
Entonces sería el momento en que Kongre
pondría en ejecución un proyecto
detenidamente meditado. Y quién sabe si mientras tanto no
haría escala algún barco en la bahía de
Elgor, y podrían apoderarse de él matando a la
tripulación.
En cuanto a una posible excursión por la isla de
los oficiales del "aviso", Kongre no creía deber
preocuparse. Nadie intentaría, al menos por entonces,
aventurarse hasta los alrededores del cabo Gómez, a
través de las áridas llanuras y de los parajes casi
intransitables de la parte montañosa, que no podían
franquearse sino a costa de grandes fatigas. Verdad es que acaso
el comandante del "aviso quisiera dar la vuelta a la isla; pero
era inadmisible que se decidiera a desembarcar en la costa,
erizada de escollos, y, en todo caso, la banda tomaría sus
medidas para no ser descubierta.
Esta eventualidad no tuvo lugar, y llegó el mes
de diciembre, durante el cual, quedaría el faro
definitivamente instalado. Los torreros iban a quedarse solos, y
Kongre lo sabría por los primeros destellos que el faro
lanzase en las tinieblas.
Durante las últimas semanas, uno de los de la
banda se colocaba de noche en observación en una altura,
desde la que se podía ver la luz del faro a la distancia
de siete u ocho millas, con orden de comunicar lo más
rápidamente posible que ya se había
encendido.
Carcante fue precisamente quien en la noche del 9 al 10
de diciembre llevó la noticia al cabo San
Bartolomé.
—¡Si —exclamó el bandido al
unirse con Kongre en la caverna—, el diablo acaba de
encender ese maldito faro que el infierno extinga!…
—¡No, no nos hace falta! —repuso
Kongre, extendiendo hacia el este su mano amenazadora.
Transcurrieron algunos días, y a principios de la
semana siguiente fue cuando Carcante, que cazaba en los
alrededores del puerto Parry, hirió a un venado. Como ya
se sabe, el animal huyó herido, y vino a caer en el lugar
donde Moriz le encontró. A partir de este día,
Vázquez y sus camaradas, convencidos que no eran los
únicos habitantes de la isla, vigilaron más
cuidadosamente los alrededores de la bahía de
Elgor.
Llegó el momento en que Kongre se decidió
a abandonar su madriguera para trasladarse al cabo San Juan.
Resolvieron dejar el material en la caverna, sin llevar
más víveres que los necesarios para tres o cuatro
días de marcha, pues contaban con las provisiones del
faro.
Era el 22 de diciembre. Al lucir el alba, y por un
camino del interior de la isla, a través de su parte
montañosa, recorrerían la tercera parte de la
distancia durante el primer día. Al concluir esta etapa,
harían alto al abrigo de los árboles o en alguna
anfractuosidad del terreno.
Después de este descanso, en la madrugada
siguiente. Kongre y su banda emprenderían una segunda
etapa, igual, aproximadamente, a la víspera, y en una
tercera podrían llegar a la bahía de
Elgor.
Kongre suponía que para el servicio del faro no
habría más que dos torreros, cuando eran tres, como
ya sabemos. Pero poco importaba la diferencia. Vázquez,
Moriz y Felipe no podrían rechazar el ataque de toda la
banda, cuya existencia no sospechaban. Les sorprenderían
de noche, y bien pronto darían buena cuenta de
ellos.
Kongre seria, pues, dueño del faro, y luego se
dedicarían a transportar de nuevo todo el material que se
llevaron de la caverna de la bahía de Elgor.
Tal era el plan ideado por
este temible bandido, y que llevaría a cabo si la suerte
le era favorable.
Para completar la fechoría, era preciso que un
barco hiciese escala en la bahía, lo cual era probable,
porque los navegantes debían ya conocer la existencia del
faro. Era lógico esperar que cualquier embarcación,
comprometida por el temporal, quisiera refugiarse en aquel punto,
en vez de huir a través de un mar embravecido, fuera por
el estrecho o por el sur de la isla. Kongre había resuelto
que este barco cayera en su poder, pudiendo huir en él a
través del Pacífico, asegurando la impunidad de
sus crímenes.
Pero era menester que todo esto sucediera antes que el
"aviso" estuviera de vuelta en el relevo. Si para aquella
época no habían logrado abandonar la isla, se
verían obligados nuevamente a refugiarse en el cabo San
Bartolomé. Y entonces las circunstancias variarían
radicalmente. Cuando el comandante Lafayate conociese la
desaparición de los tres torreros, no le cabria duda que
habían sido víctimas de un asesinato o de un
secuestro, y
organizaría una batida por teda la isla, registrando hasta
el último rincón.
¿Cómo escapar entonces a la
persecución, y cómo poder subsistir si la
situación se prolongaba? Si era necesario, el gobierno
argentino enviaría otros barcos; y aunque Kongre lograra
apoderarse de una embarcación de pescadores —cosa
bien improbable—, el estrecho sería vigilado con
tanto celo, que sería imposible ganar la Tierra del
Fuego.
En la noche del 22, Kongre y Carcante se paseaban
hablando, y, siguiendo su costumbre de antiguos marinos,
observaban el mar y el cielo.
En el horizonte se elevaban algunas nubes y soplaba una
fuerte brisa nordeste.
Eran las seis y media, y la banda se disponía a
retirarse a la caverna.
En aquel momento, Kongre dijo: —Carcante, mira
allí…, allí…, a través del
cabo…
Carcante observó el mar en la dirección
indicada.
—¡Oh! No hay duda, es un barco.
Efectivamente; un barco con todo el velamen navegaba a
dos millas del cabo de San Bartolomé.
Aunque el viento le era contrario, buscaba el estrecho,
en el que estaría antes de la noche. —Es una goleta
—dijo Carcante. —Sí, una goleta de ciento
cincuenta a doscientas toneladas— añadió
Kongre.
La banda entera habíase agrupado en el extremo
del cabo.
No era la primera vez que aparecía un barco a tan
corta distancia de la Isla de los Estados. Los bandidos
propusieron provocar un naufragio más.
—No —contestó Kongre—, no
conviene que esta goleta se pierda… Procuremos apoderarnos de
ella… La corriente y el viento le son contrarios; la noche va a
ser como boca de lobo; le será imposible dar en el
estrecho. Mañana la tendremos todavía a la vista, y
ya veremos lo que nos conviene hacer.
Una hora después, el barco desaparecía en
medio de una profunda oscuridad, sin que ninguna luz denunciara
su presencia.
Durante la noche, el viento saltó al
sudoeste.
Al lucir el día, cuando Kongre y sus
compañeros bajaron a la playa, vieron a la goleta
embarrancada en los arrecifes del cabo San
Bartolomé.
V
Seguramente que no se calumniaba a estos miserables
arrojándoles a la cara el nombre de piratas. Esta criminal
existencia debían haberla llevado en los parajes de las
Salomón y de las Nuevas Hébridas, donde los barcos
eran todavía frecuentemente atacados en aquella
época. Y sin duda, a consecuencia de la batida organizada
contra los piratas por el Reino Unido, Francia y
América en esta parte del Océano Pacífico,
nuestros bandidos tuvieron que refugiarse en el
archipiélago magallánico, luego en la Isla de los
Estados, donde se dedicaron a recoger restos de
naufragios.
Cinco o seis de los compañeros de Kongre y de
Carcante habían también navegado como pescadores y
marineros de buques mercantes y estaban habituados a la vida de
mar. Los demás serían el complemento de la
tripulación, si la banda lograba apoderarse de la goleta.
Esta goleta, a Juzgar por su casco y su arboladura, no
debía ser de más de 150 a 160 toneladas. Una
ráfaga del oeste la había arrojado durante la noche
en un banco de arena sembrado de rocas, contra las que hubiera
podido estrellarse. Pero no parecía que el casco hubiese
sufrido gran cosa. Inclinada sobre babor, descubría hacia
el mar su banda de estribor. Su arboladura estaba intacta: el
mástil de mesana, el palo mayor, el bauprés y las
velas.
La víspera, por la tarde, cuando la goleta fue
divisada, luchaba contra un viento nordeste bastante fuerte,
tratando de ganar la entrada del estrecho Lemaire. En el momento
que Kongre y sus compañeros la perdieron de vista en medio
de la oscuridad, la brisa mostraba tendencia a caer, y bien
pronto fue insuficiente para asegurar a un barco velero una
velocidad apreciable. De pronto, con la brusquedad propia de
estos parajes, el viento había cambiado, y la goleta se
vio impelida contra el banco de arena.
El capitán y la tripulación, viendo que la
corriente llevaba la goleta contra una costa peligrosa, erizada
de arrecifes, habían echado al agua un bote, creyendo que,
de permanecer a bordo, perecerían todos, porque la goleta
iba a destrozarse irremisiblemente contra las rocas.
Deplorable inspiración. Si hubieran permanecido a
bordo, todos hubieran salido sanos y salvos, en vez de ahogarse
entre las olas, como lo atestiguaba el bote, que apareció
con la quilla al aire, a dos millas al nordeste, empujado por el
viento hacia el fondo de la bahía Franklin.
Cuando Kongre y sus compañeros llegaron al banco
de arena, la goleta estaba completamente en seco.
Kongre no se había engañado al calcular el
tonelaje de este barco. Le dio la vuelta, y al llegar a la popa
leyó:
Maule, Valparaíso.
Era un navío chileno que acababa de embarrancar
en la Isla de los Estados durante la noche del 22 al 23 de
diciembre.
—Ya tenemos lo que nos hacía falta
—dijo Carcante.
—Si la goleta no tiene alguna vía de agua
en el casco —objetó uno de los
individuos.
—Una vía de agua u otra avería
cualquiera se repara — se limitó a decir
Kongre.
La parte al descubierto aparecía intacta; el
timón, en buen estado.
En cuanto a la parte opuesta, que descansaba en tierra,
no era posible examinarla hasta que subiese la marea. —A
bordo —dijo Kongre. La inclinación del barco
hacía fácil la subida por babor.
El choque no debía haber sido muy rudo, a juzgar
por el buen estado en que todo se encontraba.
El primer cuidado de Kongre fue registrar el camarote
del capitán, y apoderándose de los papeles de a
bordo, volvió con ellos en busca de Carcante.
Por ellos vieron que la goleta Maule, del puerto
de Valparaíso, Chile, era de 157 toneladas; que el
capitán se llamaba Pailha; que contaba con seis hombres de
tripulación, y que había zarpado el 23 de noviembre
con rumbo a las islas Falkland.
Después de haber doblado sin accidente el cabo de
Hornos, la Maule se disponía a embocar el estrecho
de Lemaire, cuando se perdió en los arrecifes de la Isla
de los Estados. Ni el capitán Pailha ni ninguno de sus
hambres habían podido salvarse, pues no tenían
más refugio que el cabo San Bartolomé, y nadie
había aparecido por tierra.
La goleta no llevaba cargamento; pero lo importante era
que Kongre tuviese un barco a su disposición para dejar la
isla con todo su siniestro botín. Kongre dijo a
Carcante:
—Vamos a prepararlo todo para levantar la goleta
en cuanto tenga suficiente agua bajo la quilla. Es posible que no
haya sufrido averías graves.
—Bien pronto lo sabremos —repuso
Carcante—, pues la marea empieza a subir. Y entonces,
¿qué haremos, Kongre?
—Conducir la goleta fuera de los arrecifes, al
fondo de la caleta de los Pingouins, delante de las cavernas.
-¿Y luego? —Luego embarcaremos todo lo que hemos
llevado de la bahía de Elgor.
Todos se pusieron al trabajo para
no perder la próxima marea, lo que hubiera retardado doce
horas el poner a flote la goleta. Era necesario a toda costa que
estuviese fondeada en la caleta antes de mediodía.
Allí estaría relativamente en seguridad, si el
tiempo continuaba en calma.
Primeramente Kongre, ayudado por sus hombres,
colocó el ancla fuera del barco, dando toda la
extensión de la cadena. Antes que la marea empezase a
bajar habría tiempo suficiente de llevarla a la caleta, y
antes de mediodía habrían practicado un completo
reconocimiento en la cala.
Todas las disposiciones del jefe fueron tan
rápidamente ejecutadas, que todo estaba hecho cuando
llegó la primera ola. El banco de arena iba a ser
recubierto en breve.
Kongre, Carcante y una media docena de compañeros
subieron a bordo, en tanto que los otros se retiraban hacia el
interior. Ahora sólo había que esperar. Las
circunstanciar favorecían los propósitos de Kongre.
La brisa ayudaría poner a flote la
Maule.
Kongre y los otros se mantenían en la proa, que
debía flotar antes que la popa. Si, como se esperaba, no
sin razón, la goleta podía girar sobre su
talón, la operación se simplificaría
notablemente.
El mar iba ganando tierra poco a poco. Ciertos
estremecimientos indicaban que el casco sentía la
acción de la marea.
Aunque Kongre estaba ya seguro de poder desembarrancar
la goleta y ponerla en seguridad en una de las caletas de la
bahía Franklin, le preocupaba, no obstante, una
eventualidad. ¿Estaría desfondado el casco por la
parte que descansaba sobre la arena, y que no había sido
posible examinar? Si existía alguna vía de agua, y
por ella entraba el mar, no habría más remedio que
abandonarla donde estaba, y la primera tempestad acabaría
de destruirla.
¡Con qué impaciencia Kongre y sus
compañeros seguían los progresos de la
marea!
Poco a poco fueron recobrando la,
tranquilidad.
El mar iba subiendo a lo largo de los flancos sin
penetrar en el interior. El puente iba tomando su
horizontalidad.
—¡No hay vía de agua!
—exclamó Carcante.
—¡Mano al cabestrante! —ordenó
Kongre.
Los hombres se dispusieron a maniobrar.
Kongre, inclinado sobre la borda, observaba la marea,
que subía desde hacía hora y media. Faltaría
todavía una media hora para que se desprendiese la
popa.
Kongre quiso entonces precipitar la operación, y
permaneciendo en la proa gritó:
—¡Virar!
Todos los de la banda empujaron vigorosamente las
manivelas, y la goleta se enderezó por completo. Carcante
recorrió la cala, asegurando que no había entrado
el agua. Era ya seguro que la Maule no había
sufrido avería de importancia, y en estas condiciones
sería fácil conducirla hasta donde estuviera en
seguridad.
Se la cardaría durante la tarde, y al día
siguiente estaría en disposición cíe hacerse
a la mar. SÍ el tiempo no cambiaba, el viento era
favorable a la marcha de la Maule, bien que remontase el
estrecho de Lemaire o que siguiera la costa meridional de la Isla
de los Estados para ganar el Atlántico.
Poco después de las ocho y media la proa
empezó a levantarse. Pero la segunda mitad de la quilla
tocaba todavía en la arena.
Kongre y los suyos no dejaban de sentir viva inquietud.
El mar no subía más que durante media llora escasa,
y era necesario que antes de ese tiempo, la Maule
estuviera completamente a flote. Durante dos días la marea
iría disminuyendo en intensidad, y no recobraría su
máximum hasta pasadas cuarenta y ocho horas.
Había llegado el momento de hacer un supremo
esfuerzo. Fácil es imaginarse cuál sería el
furor, mejor dicho, la rabia de esta gentuza al considerarse
impotentes. ¡Tener bajo sus pies el navío que
anhelaban desde largo tiempo, que les aseguraba la libertad, la
Impunidad tal vez, y no poderle arrancar del banco de
arena!…
Un retraso cualquiera podría constituir un
fracaso completo.
Era evidente que la marea empezaba ya a bajar lentamente
y que las rocas iban bien pronto a quedar en seco.
Viendo la partida fallida, los hombres lanzaban
juramentos formidables, y casi sin aliento, se disponían a
renunciar a una empresa que
no podía tener éxito.
Kongre corrió hacia ellos, los ojos centellantes,
los labios cubiertos de rabiosa espuma. Agarrando una hacha, les
amenazó con abrir la cabeza al primero que desertase de su
puesto: y ya sabían todos que cumpliría la
amenaza.
Los bandidos se aferraron a las manivelas en un esfuerzo
desesperado. La barra del timón se movió, indicando
que se desprendía de la arena.
—¡Hurra! ¡Hurra! — gritaron
todos, sintiendo que la Maule estaba a flote. El viraje
del cabestrante se aceleró, y pocos instantes
después la goleta flotaba fuera del banco.
Media hora más tarde, después de haber
sorteado las rocas a lo largo de la playa, la goleta fondeaba en
la caleta de los Pingouins, a dos millas del cabo San
Bartolomé.
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