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Julio Verne – El faro del fin del mundo (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4

Partes: 1, , 3, 4

VI

EN LA BAHIA DE
ELGOR

La operación había tenido un éxito
completo. Pero no había terminado todo. En aquel
fondeadero estaba expuesta al fuerte oleaje y a las tempestades
del noroeste. En la época de las fuertes mareas del
equinoccio no hubiera podido permanecer ni veinticuatro horas en
la caleta.

Kongre no lo ignoraba, y su intención era
abandonar el fondeadero al día siguiente.

Pero antes era necesario completar la visita del barco y
verificar el estado de
su casco en el interior. Aunque ya estaban convencidos que la
goleta no haría agua, era
necesario saber si tenía alguna reparación que
hacer, en previsión de una travesía bastante
larga.

Kongre puso enseguida sus hombres a la faena, a fin de
trasladar el lastre que tenia en la cala de babor a estribor. No
era menester desembarcarlo, lo que abreviaba el tiempo y la
fatiga, sobre todo el tiempo que era lo que importaba en la
situación poco segura en que la Maule se
encontraba.

El hierro viejo
que constituía el lastre fue primeramente transportado de
proa a popa para poder examinar
bien la cala.

Este examen fue cuidadosamente hecho por Kongre y
Carcante, ayudados por un chileno, un tal Vargas, que
había trabajado anteriormente en los astilleros de
Valparaíso, y conocía bien el oficio.

No encontraron más que una avería de
alguna importancia: una depresión
del casco en una longitud de metro y medio. Esta abolladura
debía provenir de un choque contra alguna roca, antes que
la goleta embarrancase en el banco de
arena.

Se imponía la reparación antes de hacerse
a la mar, a menos que se tratara de una breve travesía con
tiempo bonancible. Era probable que esta reparación
exigiese una semana, suponiendo que se dispusiera de los materiales y
útiles necesarios para el
trabajo.

Cuando Kongre y sus compañeros supieron a
qué atenerse, tremendas maldiciones sucedieron a los
hurras con que habían saludado el salvamento de la
Maule. ¿Es que la coleta no iba a poder navegar?…
¿Es que no iban a poder abandonar todavía la Isla
de los Estados?… Kongre intervino diciendo:
—Efectivamente, la avería es grave. En el estado en que
está no hay que pretender navegar con la goleta. Hay
cientos de millas que recorrer para ganar las islas del Pacifico.
Sería correr un gran riesgo. Pero esta
avería es reparable, y la repararemos.

—¿Dónde?
—preguntó uno de los chilenos, que no ocultaba su
inquietud.

—No será aquí
—declaró otro de sus
compañeros.

—No —contestó Kongre, con
resuelto tono—. En la bahía de
Elgor.

En cuarenta y ocho horas podría franquear
la distancia que le separaba de la bahía. No tenían
más que costear el litoral, bien fuera por el norte o por
el sur de la isla. En la caverna donde hablan dejado todo lo
procedente del pillaje, el carpintero tendría a su
disposición la madera y los
útiles necesarios para reparar la avería. Si era
necesario estar dos, tres semanas allí,
permanecerían. El buen tiempo duraría aún
dos meses lo menos,

y cuando Kongre y sus compañeros
abandonasen la Isla de los Estados, sería a bordo de un
barco que ofrecería seguridad
completa.

Además, Kongre habla tenido siempre el
propósito de pasar algún tiempo en la bahía
de Elgor. De ningún modo quería renunciar a los
objetos almacenados en la caverna, cuando los trabajos del faro
obligaron a la banda a refugiarse en el extremo opuesto dé
la isla.

La confianza volvió de nuevo a los
espíritus de aquellos bandidos, que hicieron sus
preparativos para partir al día siguiente en cuanto
subiese la marea.

La presencia de los torreros del faro no era cosa
que pudiera inquietar a esta banda de piratas. En pocas palabras
Kongre expuso sus proyectos.

—Antes que tuviéramos la suerte de
hacer nuestra la goleta —dijo a Garante en cuanto
estuvieron solos—, yo estaba decidido a posesionarme de la
bahía de Elgor. Mis intenciones no han cambiado;
únicamente que, en vez de llegar por el interior de la
isla, evitando ser advertidos, llegaremos por mar abiertamente.
La goleta irá a fondear en la caleta, se nos
recibirá sin recelo… y…

Kongre acabó su pensamiento
con un gesto muy significativo.

En verdad que todas las posibilidades de
éxito estaban de parte del miserable. A menos que se
operase un milagro, ¿cómo iban a
escapar

Vázquez, Moriz y Felipe a la suerte que les
esperaba?

La tarde fue consagrada a los preparativos de
marcha. Kongre hizo que fuera colocado convenientemente el lastre
y se ocupó del embarque de las provisiones, de las
armas y de
otros objetos llevados a la caverna del cabo San
Bartolomé.

El cargamento se efectuó con rapidez. Desde
su salida de la bahía de Elgor —y esto databa de
más de un año—, Kongre y sus
compañeros se habían alimentado principalmente con
las provisiones de reserva, y quedaba ya muy exigua
cantidad.

Púsose tal diligencia en la faena, que a
las cuatro de la tarde estaba a bordo toda la carga. La goleta
hubiera podido zarpar inmediatamente; pero Kongre no se
aventuraba a navegar de noche, a lo largo de un litoral erizado
de arrecifes. Aún no había decidido si
tomaría o no el estrecho de Lemaire para remontarse a la
altura del cabo San Juan. Esto dependería de la dirección del viento.

Cualquiera que fuese la ruta escogida, la
travesía no debía durar más de treinta
horas, comprendida la escala durante la
noche.

Cuando se puso el sol ninguna
modificación se había producido en el estado
atmosférico. Ni la más ligera bruma emanaba la
limpidez del cielo, y la línea del horizonte era de una
pureza tal, que un rayo verde atravesó el espacio en el
momento que el disco solar desaparecía detrás del
horizonte.

Todo hacia esperar que la noche seria tranquila, y
lo fue efectivamente. La mayor parte de los hombres la pasaron a
bordo, los unos sobre cubierta, los otros en la cala. Kongre
ocupaba el camarote del capitán Pailha, y Garante, el del
segundo.

Varias veces subieron al puente para observar el
mar y el cielo, para convencerse que la Maule no
corría ningún riesgo y que nada retardaría
su partida.

El amanecer fue verdaderamente soberbio. En
aquella latitud se ve muy raramente salir el sol por encima de un
horizonte tan limpio.

Kongre se embarcó en el bote hasta la
extremidad del cabo. Allí, desde lo alto de una roca,
observa un vastísimo espacio del mar. Únicamente al
este su mirada se encontró con las masas montañosas
que se elevan entre el cabo San Antonio y
el cabo Kempe.

El mar, tranquilo por la parte sur, estaba
bastante movido en la abertura del estrecho, porque el viento iba
tomando fuerza y
tendía a refrescar.

No se descubría ningún barco de vela
ni de vapor, y era casi seguro que la
goleta no se cruzaría con ninguna otra embarcación
en su corta travesía hasta el cabo San Juan. Kongre
decidlo partir. Deseoso ante todo de no fatigar la goleta,
exponiéndola a las olas del estrecho, siempre duras en la
marea, se decidió a tomar la ruta de la parte meridional
de la isla y ganar la bahía de Elgor, doblando los cabos
Kempe, Webster, Several y Diegos. Además, la distancia era
aproximadamente igual por el sur y por el
norte.

Kongre saltó a tierra y se
dirigió hacia la caverna, comprobando que no se
había olvidado ningún objeto.

Eran poco más de las siete. El reflujo, que
comenzaba ya, favorecía la salida de la caleta.

Kongre tenia el timón, en tanto que Garante
vigilaba en proa, y la salida se efectuó sin el menor
tropiezo.

Los bandidos se dieron cuenta bien pronto que el
barco navegaba perfectamente. Seguramente no habría riesgo
alguno en aventurarle en los mares del Pacífico,
después de dejar a popa las ultimas islas del
archipiélago magallánico.

Tal vez se hubiera podido llegar a la bahía
de Elgor al anochecer: pero Kongre prefería hacer escala
en un punto cualquiera antes que el sol hubiera desaparecido
detrás del horizonte.

No forzó, pues, la tela y se
contentó con navegar a una media de cinco o seis millas
por hora.

Durante la primera jornada, la Maule no
encontró ningún barco, y la noche iba a caer cuando
echó el ancla al este del cabo Webster, habiendo efectuado
próximamente la mitad de su travesía.

Allí se amontonaban enorme rocas y se
elevaban los más altos escarpados de la isla. La goleta
fondeó a un cable de la costa, en una ensenada cubierta
por la punta; un barco no hubiese estado más seguro en un
puerto. Si el viento hubiera soplado del sur, la Maule
hubiese estado más expuesta en este lugar, donde el mar es
tan violento como en el cabo de Hornos cuando lo agitan las
tempestades polares.

Pero el tiempo parecía sostenerse con brisa
nordeste, y la suerte continuaba favoreciendo los proyectos de
Kongre y los suyos.

La noche del 25 al 26 de diciembre fue la
más tranquila. El viento, que había caído
hacia las diez, se levantó a las cuatro de la
madrugada.

Desde las primeras horas del alba, Kongre
tomó sus disposiciones para zarpar. Se restableció
el velamen; el cabestrante recogió el ancla, y la
Maule se puso en marcha.

El cabo Webster se prolonga cuatro o cinco millas
en el mar, de norte a sur. La goleta tuvo, pues, que remontar
para encontrar la costa, que se desarrolla hacia el este hasta la
punta Several, en una longitud de una veintena de
millas.

La Maule reanudó su marcha en las
mismas condiciones de la víspera, en cuanto
encontró aguas apacibles al abrigo de los altos
acantilados de la costa.

¡Y qué costa tan espantosa!… Ni una
caleta que fuese abordable, ni un banco de arena sobre el que
fuera posible poner el pie. Aquellos inabordables macizos,
rocosos y negruzcos, eran como el monstruoso parapeto que la Isla
de los Estados oponía a las terribles olas procedentes de
los parajes antárticos.

La goleta se deslizaba a media vela, a menos de
tres millas del litoral. Kongre no conocía esta costa,
temiendo, con razón, aproximarse
demasiado.

Hacia las diez de la mañana, al llegar a la
altura de la bahía Blossom, no pudo, sin embargo, evitar
completamente el oleaje. El viento levantaba en el mar algunas
olas, que la Maule, gimiendo, recibía de
través.

Kongre se puso al timón y se ciñó
al viento todo lo posible.

A las cuatro de la tarde, la costa mostraba todo su
desenvolvimiento hasta el cabo San Juan.

Al mismo tiempo, detrás de la punta Diegos
aparecía la torre del faro del Fin del Mundo, que Kongre
veía por primera vez. Con el anteojo de larga vista,
encontrado en el camarote del capitán Pailha, pudo
distinguir uno de los torreros, que desde la galería del
faro observaba el mar. Como aún que no había duda
que la Maule daban lo menos tres horas de luz,
entraría en el fondeadero antes de anochecer.

Poco le importaba a Kongre que la goleta fuese vista
desde el faro. Esto no modificaba en nada sus
provectos.

Cuando la Maule estaba a dos millas de la
bahía, uno de los tripulantes que había bajado a la
bodega subió diciendo que el barco hacía
agua.

Efectivamente, el casco se había abierto por la
parte resentida por el choque contra la roca; pero solamente en
una longitud de algunas pulgadas.

En suma, aquella avería no presentaba ninguna
importancia. Retirado el lastre, Vargas consiguió sin
ningún trabajo cegar
la vía de agua por medio de un tapón de
estopa.

Esto era una prueba más que había que
repararla con cuidado. En el estado en que estaba, no hubiera
podido afrontar los mares del Pacífico sin correr el
riesgo de una pérdida cierta.

Serían las seis cuando la Maule se
encontró a la entrada de la bahía de Elgor, a milla
y media de distancia.

A los pocos momentos, un haz de rayos luminosos se
proyectó sobre el mar. El taro acababa de ser encendido, y
el primer barco, la marcha del cual iba a alumbrar a
través de aquella bahía, era una goleta chilena,
caída en manos de una banda de piratas.

Eran ya las siete, y el sol declinaba detrás de
los altos picos de la Isla de los Estados, cuando la Maule
dejó a estribor el cabo San Juan. La bahía se
abría ante ella.

Kongre y Carcante, al pasar por delante de las cavernas,
pudieron cerciorarse que sus orificios de entrada no
habían sido descubiertos bajo el amontonamiento de piedras
y de broza que los obstruía. Encontraban, pues, el
producto de
sus rapiñas en el mismo estado que lo dejaran.

—Esto va bien —dijo Carcante a Kongre, cerca
del cual estaba a proa.

—Y luego irá mejor —respondió
Kongre.

Felipe y Moriz prepararon la chalupa para ir a bordo de
la goleta.

Vázquez estaba de servicio en la
cámara de cuarto.

En el momento en que echaban el ancla, Moriz y Felipe
sallaban sobre el puente de la goleta.

Inmediatamente, a una señal de Kongre, el primero
recibía un hachazo en la cabeza. Simultáneamente,
dos balas de revólver abatían a Felipe al lado de
su camarada. En un momento los dos habían caído
para no levantarse.

A través de una de las ventanas de la
cámara de cuarto, Vázquez había oído los
disparos y visto el trágico fin de sus camaradas. Ya
sabía la suerte que le esperaba si caía en poder de
aquellos criminales. No había que esperar nada de estos
asesinos. ¡Pobre Felipe, pobre Moriz!… Nada había
podido hacer para salvarlos… Y permanecía allí en
lo alto, espantado del horrible crimen tan rápidamente
perpetrado.

Después del primer momento de estupor,
Vázquez recobró su sangre
fría y se dio rápidamente cuenta de la
situación. Necesitaba a toda costa no caer en manos de
estos miserables. Tal vez ignorarían su existencia, pero
era de suponer que una vez terminadas las maniobras de a bordo,
algunos de ellos saltarían a tierra y se les
ocurriría subir al faro, tal vez con la intención
de apagarlo, para hacer la bahía impracticable durante la
noche.

Sin titubear, Vázquez dejó la
cámara de cuarto y se precipitó por la escalera en
las habitaciones del piso bajo.

No había un instante que perder. Se oía ya
el ruido de la
chalupa, conduciendo a tierra algunos hombres de la
tripulación.

Vázquez tomó dos revólveres, que
puso en el cinto; metió algunas provisiones en un saco,
que se echó a la espalda; salió del faro,
descendió rápidamente por el talud, y sin haber
sido advertida desapareció en la oscuridad.

 

VII

LA
CAVERNA

¡Qué horrible noche iba a pasar el
desgraciado Vázquez en aquella situación! Sus
infortunados camaradas asesinados, arrojados después por
la borda, los cadáveres de los cuales arrastraría
el reflujo hacia el mar. No pensaba que, si no hubiera estado de
guardia en el faro, su suerte hubiera sido la misma. Pensaba
únicamente en los amigos que acababa de perder.

—¡Pobre Moriz, pobre Felipe!
—decía él—; habían ido a
ofrecer, con toda confianza, sus servicios a
los miserables que contestaron con tiros de revólver…
¡Ya no les volvería a ver… ya no volverían
a contemplar su país ni su familia!… Y
la mujer de
Moriz, que le esperaba dentro de dos meses, ¡qué
horrible dolor cuando supiera su muerte!…

Vázquez estaba aterrado. Era una sincera
afección la que experimentaba por sus dos subordinados…
¡Les trataba hacia tantos años! Por sus consejos
habían sido destinados al servicio del faro, y ahora se
encontraba solo… ¡solo!…

¿Pero de dónde venía aquella goleta
y qué tripulación de bandidos llevaba a bordo?
¿Bajo qué pabellón navegaba y por qué
aquella escala en la bahía Elgor? ¿Por qué
apenas desembarcados habían apagado el faro?
¿Querrían impedir el acceso a la bahía de
algún barco que les fuera persiguiendo?

Estas preguntas embargaban el espíritu de
Vázquez, sin que pudiera darles contestación. No le
importaba el peligro que corría. Y, sin embargo, los
malhechores no tardarían en comprobar que en el faro
había tres torreros… ¿Se pondrían entonces
en busca del tercero? ¿Acabarían por
descubrirle?

Desde el lugar donde se había refugiado, a menos
de doscientos pasos de la caleta, Vázquez veía
moverse las luces de a bordo y los faroles de los bandidos, que
iban de un lado a otro por el faro. Hasta oía a aquella
gente hablar en alta voz en su propia lengua.
¿Eran, pues, compatriotas, chilenos, peruanos, bolivianos,
mexicanos?…

A las diez, aproximadamente, se extinguieron las luces y
ningún ruido turbó el silencio de la
noche.

Sin embargo, Vázquez no podría permanecer
en aquel sitio. Cuando amaneciese seria descubierto, y ya sabia
la suerte que le esperaba si no lograba ponerse fuera del alcance
de aquellos criminales.

¿Hacia qué lado dirigiría sus
pasos? Tal vez en el interior de la isla se encontrara más
en seguridad; pero si ganaba la entrada de la bahía, tal
vez pudiera recogerle algún barco que pasara cercano a la
costa. Pero bien fuera en el interior o en el litoral,
¿cómo asegurar su existencia hasta el día en
que llegase el relevo? Sus provisiones se agotarían bien
pronto, antes de cuarenta y ocho horas. ¿Cómo
renovarlas? No tenía con qué pescar, ni medio
alguno para encender lumbre. Se vería, por lo tanto,
precisado a vivir exclusivamente de moluscos.

Su energía acabó por sobreponerse a la
situación. Era necesario adoptar un partido, y lo
adoptó inmediatamente. Este fue ganar el litoral del cabo
San Juan para pasar allí la noche. Cuando amaneciera, ya
vería qué resolución tomar.

Vázquez dejó el lugar desde donde
observaba la goleta. No se oía ni el más leve
ruido. Sin duda, los malhechores se consideraban completamente
seguros en la
caleta y no habían establecido guardia a bordo.

Vázquez siguió la orilla norte, a lo largo
del acantilado. No se oía más que el rumor de la
marea descendente, y de vez en cuando el grito de algún
pájaro retrasado que se refugiaba en el nido.

Eran las once cuando Vázquez se detuvo en la
extremidad del cabo. Allí, sobre la playa, no
encontró otro abrigo que una estrecha concavidad, donde
permaneció hasta el amanecer.

Antes que el sol hubiese iluminado el horizonte,
Vázquez descendió hasta la orilla y miró si
alguien venía de la parte del faro.

Todo el litoral estaba desierto. No se mostraba ninguna
embarcación, aunque la tripulación de la
Maule tuviera dos a su disposición: el bote de la
goleta y la chalupa afecta al servicio del faro.

Ningún barco aparecía en alta
mar.

Vázquez pensó cuan peligrosa sería
la navegación en aquellos parajes, ahora que el faro no
funcionaba. Los barcos no podrían fijar su
posición. En la esperanza de la luz del faro harían
rumbo al oeste con toda tranquilidad, sin sospechar el riesgo de
estrellarse en la terrible costa comprendida entre el cabo San
Juan y la punta Several.

—Esos miserables han apagado el faro
—exclamó Vázquez—; y puesto que les
interesa que no alumbre, seguramente no volverán a
encenderlo más.

Era, efectivamente, una circunstancia muy grave la
extinción del faro, y tendiente a provocar los siniestros,
de los que los malhechores podrían aprovecharse
todavía durante su escala.

Vázquez, sentado en una roca, reflexionaba todo
lo que habla pasado la víspera. Miraba también si
la corriente arrastraba los cuerpos de sus infortunados
camaradas. No, el reflujo había hecho ya su obra, y los
pobres cuerpos dormían ya su eterno sueño en las
profundidades del mar.

La situación se le ofrecía en toda su
espantosa realidad. ¿Qué podía hacer? Nada;
nada más que esperar el regreso del Santa Fe. Pero
faltaban todavía dos meses largos para que el "aviso" se
presentara en la entrada de la bahía. Aun admitiendo que
Vázquez lograse sustraerse a las investigaciones
de los criminales, ¿cómo iba a proveer a su
subsistencia? Un abrigo lo encontrarla en cualquier parte, puesto
que el estío duraría hasta la época del
relevo. Pero si hubiese sido en pleno invierno, Vázquez no
hubiera podido resistir los rigores de la temperatura,
que hacía descender el termómetro a 30 y 40 grados bajo cero.
Hubiérase muerto de frío antes que de
hambre.

Vázquez se puso inmediatamente en busca de un
refugio. Los piratas sabían ya seguramente que eran tres
los torreros del faro, y no había duda que
tratarían de apoderarse a toda costa del que se les
había escapado, y no tardarían en buscarle por los
alrededores del cabo San Juan.

Vázquez fue absolutamente dueño de
sí; la desesperación no había logrado
apoderarse de su bien templado carácter.

Después de algunas pesquisas logró
descubrir una estrecha concavidad cerca del ángulo que el
acantilado formaba en la playa del cabo San Juan. Una arena fina
cubría el suelo, que estaba
fuera del alcance de las más altas mareas y no
recibía directamente el azote del aire.
Vázquez penetró en esta cavidad, donde
depositó los objetos que había podido llevar
consigo y las escasas provisiones contenidas en el saco. Un
arroyo, alimentado por el deshielo, le aseguraba el agua
necesaria para apagar la sed.

Vázquez comió un poco para reponer sus
fuerzas, y cuando se disponía a salir para observar,
oyó ruido a corta distancia. —Son ellos —se
dijo. Acercándose a la pared de manera que pudiera ver sin
ser visto, miró en dirección a la
bahía.

Un bote, tripulado por cuatro hombres, descendía
hacia donde él estaba. Dos remaban en proa. Los otros dos,
uno de los cuales tenía el timón, iban a
popa.

Era el bote de la goleta, y no la chalupa del
faro.

—¿Qué vienen a hacer? —se
preguntó Vázquez. ¿Estarán
buscándome? Estos miserables conocen ya la bahía y
no es la primera vez que ponen el pie en la isla. No es para
visitar la costa para lo que vienen hacia aquí.
¿Qué objeto se proponen, si no es apoderarse de
mí?

Vázquez observó a aquellos hombres. A su
juicio, el que gobernaba el bote, el de más edad de los
cuatro, debía ser el jefe, el capitán de la goleta.
No hubiera podido asegurar cuál era su nacionalidad;
pero, a Juzgar, por su tipo, le pareció que
pertenecía a la raza española del sur América.

En este momento, el bote se encontraba casi a la entrada
de la bahía, a cien pasos de la anfractuosidad en que se
ocultaba Vázquez, que no le perdía de
vista.

El jefe hizo un signo, y los recios se detuvieron, al
mismo tiempo que un diestro golpe de barra hizo abordar el bote a
la costa.

Enseguida desembarcaron los cuatro hombres, y uno de
ellos introdujo el rezón en la arena.

Y entonces he aquí la conversación que
llegó al oído de Vázquez: —¿Es
aquí? —Sí, may está la caverna; veinte
pasos antes de dar la vuelta a la punta.

—Es una suerte que esta gente del faro no la haya
descubierto.

—Ni ninguno de los que han trabajado durante
quince meses en la construcción del faro.

—Estaban muy ocupados, para andar en
pesquisas.

—Y luego que la abertura está tan
disimulada, que hubiera sido muy difícil dar con ella.
—Vamos —dijo el Jefe. Dos de los compañeros y
él remontaron oblicuamente, a través de la playa,
hasta el pie del acantilado.

Desde su escondrijo, Vázquez seguía todos
sus movimientos, aguzando el oído para no perder palabra.
Bajo sus pies crujía la arena de la playa; pero bien
pronto cesó el ruido de los pasos y Vázquez no vio
más que un hombre yendo y
viniendo cerca del bote.

—De modo que hay por aquí alguna caverna
—se dijo Vázquez.

Ya no tenía duda que la goleta llevaba a bordo
una banda de piratas, establecidos en la Isla de los Estados
antes de los trabados.

¿Era allí donde tenían ocultas sus
rapiñas? ¿Irán a transportarlas a bordo de
la goleta?

De pronto le asaltó el pensamiento de que hubiese
allí en reserva provisiones, de las que pudiera
aprovecharse. Esto fue como un rayo de esperanza. En cuanto el
bote regresara a la caleta, saldría de su escondite y
buscaría la entrada de la caverna, donde tal vez
encontrase víveres bastantes para subsistir hasta que
llegase el "aviso".

Y lo que él desearía entonces, si se
aseguraba la existencia por algunas semanas, es que los
miserables no pudiesen abandonar la isla.

Sí, que estuviesen allí todavía
cuando regresara el Santa Fe, y que el comandante Lafayate
vengara el crimen.

¿Pero se realizarían estos deseos? Bien
pensado, Vázquez se decía que la goleta no
debía haber hecho allí escala más que para
dos o tres días, el tiempo necesario para embarcar todo lo
encerrado en la caverna. Luego abandonarían la Isla de los
Estados, sin volver allí Jamás.

Después de pasar una hora próximamente en
el interior de la caverna, los tres hombres reaparecieron y se
pasearon por la playa. Vázquez pudo continuar oyendo la
conversación, que mantenían en alta voz, y de la
que muy pronto había de sacar provecho.

—Vamos, esa buena gente no nos ha desvalijado
durante nuestra ausencia.

—Y cuando la Maule se haga a la mar
tendrá todo su cargamento.

—Y las provisiones necesarias para la
travesía.

—Efectivamente; lo que es con las de la goleta no
hubiéramos podido asegurar la comida y la bebida hasta las
islas del Pacífico.

—Los imbéciles no han sabido descubrir en
quince meses nuestro escondrijo.

—Debemos estarles agradecidos. No hubiera valido
la pena de atraer los barcos hacia los arrecifes de la isla para
luego perder todo el beneficio.

Al oír esta conversación, que más
de una vez había provocado las risotadas de aquellos
miserables, Vázquez, con el corazón
lleno de cólera,
estuvo tentado más de una vez & arrojarse sobre ellos,
con el revólver en la mano, para meterles una bala en la
cabeza; pero se contuvo. Más valía no perder una
silaba de esta conversación. Ya sabía el abominable
cometido que estos malhechores habían desempeñado
en aquella parte de la isla, y no pudo sorprenderle que
añadieran:

—Ahora que los capitanes vengan a buscar el famoso
faro del Fin del mundo… ¡Ya pueden abrir bien los ojos
para verlo!…

—Algunos se estrellarán navegando a ciegas
por estos parajes.

—Yo espero que antes de la partida de la
Maule vengan uno o dos barcos a naufragar en las rocas del
cabo San Juan. Es preciso que carguemos nuestra goleta hasta la
borda, ya que el diablo nos la ha enviado.

—¡Y que el diablo hace bien las cosas!… Un
buen barco que nos llega al cabo San Bartolomé, sin
capitán ni marineros, de los que desde luego nos
hubiéramos desembarazado. ..

—Y ahora, Kongre —preguntó uno de los
hombres—, ¿qué vamos a hacer?

—Volver a la Maule, Carcante
—contestó el jefe de la banda.

—¿No empezamos ya a desocupar la
caverna?

—Antes es necesario reparar las averías de
la goleta.

—Entonces —dijo Carcante—, llevemos en
el bote algunos útiles.

—Vargas encontrará aquí todo lo que
le haga falta.

—Oye, Kongre —añadió
Carcante—. no hay que olvidar que eran tres los torreros
del faro, y que uno de ellos se nos ha escapado.

—Eso no me preocupa. Antes de dos días se
habrá muerto de hambre. .. Cerraremos la entrada de la
caverna.

—Es fastidioso que tengamos que reparar
averías. De no ser por esto, mañana mismo
hubiéramos podido zarpar… También es verdad que
durante la escala pudiera muy bien suceder que algún barco
fuera a estrellarse contra la costa, sin que nos tomáramos
el trabajo de atraerlo. Y lo que se perdiera para él, no
sería perdido para nosotros.

Kongre y sus compañeros volvieron a entrar en la
caverna, saliendo poco después con útiles de
carpintero, cordajes y piezas de madera. Después de tomar
la precaución de interceptar la entrada, se embarcaran en
el bote, que a impulsos de sus remos no tardó en
desaparecer detrás de la punta. Cuando no hubo peligro que
le vieran, Vázquez volvió a la playa. Ahora sabia
ya todo lo que necesitaba, entre ello dos cosas importantes, la
primera, que podía proporcionarse provisiones en cantidad
suficiente para algunas semanas; la segunda, que la goleta tenia
averías, cuya reparación exigiría quince
días, más tal vez pero no el tiempo suficiente par
que estuviese allí todavía cuando regresara el
"aviso".

En cuanto a retrasar su salida una vez listo para
hacerse a la mar no había ni que
soñarlo.

Si algún barco pasaba a corta distancia del cabo
San Juan, él le haría señales, y si fuera preciso, se
arrojaría al agua para llegar a bordo nadando. Luego
pondría al capitán al corriente de la
situación, y si el barco tenía una
tripulación bastante numerosa, tal vez se decidiese a
apoderarse de la goleta. SÍ los malhechores huían
hacia él interior de la isla, abandonarla
sería imposible pana ellos, y, al regreso ¿el
Santa Fe, él comandante Lafayate sabría
apoderarse de aquellos bandidos y destruirlos hasta que no
quedase uno.

Pero aparecería algún barco por las
proximidades del cabo San Juan?… Y, caso que así
sucediera, ¿vería las señales que le
hiciesen desde la costa?…

Respecto a su seguridad personal, aunque
Kongre sabía la existencia de un tercer torrero.
Vázquez no se preocupaba, convencido que sabría
sustraerse a las pesquisas.

Lo esencial era saber si podría asegurar su
manutención hasta la llegada del "aviso", y se
dirigió sin pérdida de tiempo a la
caverna.

VIII

LA "MAULE" EN
REPARACION

Kongre y sus compañeros se disponían, sin
pérdida de momento, a reparar las averías de la
goleta, dejándola en disposición para una larga
travesía en el Pacífico, después de haber
embarcado en ella, lo más pronto posible, toda la carga
almacenada en la caverna.

Las reparaciones del casco de la Maule
constituían una operación de bastante importancia.
Pero Vargas, el carpintero, conocía bien su oficio, y no
faltando útiles ni materiales, el trabajo se
ejecutaría en buenas condiciones.

En primer lugar, era necesario dejar en seco la goleta;
luego, echarla sobre estribor, para que las reparaciones pudieran
hacerse al exterior.

La faena era algo pesada, pero tenían por delante
todavía dos meses de buen tiempo.

En cuanto al relevo de los torreros, ya sabía
Kongre a qué atenerse. En el libro del faro
había hallado todo lo que le interesaba conocer: no
debiéndose hacer el relevo más que cada tres meses,
el aviso Santa Fe no llegaría a la bahía
Elgor, antes de los primeros días de marzo, y aun estaban
en los últimos de diciembre.

El libro indicaba también los nombres de tres
torreros: Moriz, Felipe y Vázquez. Además, las
camas indicaban que las habitaciones del faro habían
estado ocupadas por tres personas.

Uno de los torreros había podido sustraerse a
la muerte.
¿Dónde se había refugiado? Ya sabemos que a
Kongre no le preocupaba este detalle. Solo, y sin recursos, el
fugitivo habría sucumbido bien pronto a la miseria y al
hambre.

No obstante que no escaseaba el tiempo hábil para
las reparaciones de la goleta, había que contar con los
retrasos posibles, y precisamente desde el principio se
debió interrumpir el trabajo apenas comenzado.

La tierra estaba tan desierta como la bahía, sin
que la animaran más que los gritos y el vuelo de los
millares de pájaros que anidaban entre las
rocas.

Hacia las once de la mañana, la chalupa
atracó frente a la caverna.

Kongre y Carcante desembarcaron, dejando al cuidado de
la barca a dos de sus hombres, y se dirigieron a la caverna, de
la que no salieron hasta pasada media hora.

Las cosas les pareció encontrarlas en el mismo
estado que ellos las dejaran. Por otra parte, había
allí un montón de objetos heterogéneos, que
hubiera sido muy difícil comprobar si faltaba
alguno.

Kongre y su compañero sacaron dos cajas,
cuidadosamente cerradas, procedentes del naufragio de un barco
inglés,
que encerraban una cantidad considerable en monedas de oro y piedras
preciosas. Las depositaron en la chalupa, y disponíanse a
partir cuando Kongre manifestó el deseo de ir hasta el
cabo San Juan. Desde allí se podría observar el
litoral en dirección norte y sur.

Carcante y él ganaron la cumbre del acantilado y
descendieron hasta la extremidad del cabo.

Desde este sitio, la mirada extendíase, por un
lado, hasta el estrecho de Lemaire, y por el otro, hasta la punta
Several. —Acababa de terminarse la descarga de la
Maule, cuando al día siguiente se produjo un brusco
cambio
atmosférico.

Durante la noche, densas masas de nubes negruzcas se
acumularon en el horizonte. En tanto que la temperatura se
elevaba hasta los 16 grados, el barómetro caía
súbitamente, indicando tempestad. Numerosos
relámpagos surcaron el cielo; el trueno estalló por
todas partes; el viento se desencadenó con extraordinaria
violencia; el
mar, enfurecido, saltaba sobre los arrecifes para estrellarse
contra el acantilado de la costa. Era una suerte que la
Maule estuviese anclada en la bahía de Elgor, bien
abrigada contra el viento del sudeste. Con un tiempo tan malo, un
barco de mucho tonelaje, fuera velero o de vapor, hubiera corrido
el riesgo de perecer estrellado contra las costas de la isla; con
mayor razón un barco pequeño como la
Maule.

Tal era la impetuosidad de la borrasca, que una
verdadera gigantesca ola invadía toda la caleta. La marea
subía hasta el alojamiento de los torreros, y los golpes
de mar alcanzaban hasta el bosquecillo de hayas.

Todos los esfuerzos de Kongre y sus compañeros
tendían a mantener la Maule en su fondeadero;
varias veces estuvo a punto de desprenderse del ancla, amenazando
estrellarse en la playa. Hubo momento en que se temió un
desastre completo.

Aunque velando día y noche por la goleta, la
banda se había instalado en los anexos del faro, donde no
tenía nada que temer de la tormenta. Allí fueron
transportadas las camas de a bordo, y hubo sitio suficiente para
alojar a todos los hombres.

No habían tenido tan confortable alojamiento en
todo el tiempo que llevaban en la Isla de los Estados.

En cuanto a las provisiones, no había para que
preocuparse. Bastaban las que tenían los almacenes del
faro, aunque hubiese sido preciso mantener doble número de
bocas. Y en caso de necesidad, hubiérase podido recurrir a
las reservas de la caverna. En suma, el aprovisionamiento de la
goleta estaba asegurado para una larga travesía en los
mares del Pacífico.

El mal tiempo duró hasta el 12 de
enero.

Toda una semana perdida; pues había sido
absolutamente imposible poder trabajar. Kongre creyó
prudente meter una parte del lastre en la goleta, que daba
vueltas como un bote.

El viento cambió durante la noche del 12 al 13 y
saltó bruscamente de cuadrante.

Durante esta semana había pasado un barco a la
vista de la Isla de los Estados. Como era de día, no pudo
comprobar si el faro funcionaba. Navegaba con pabellón
francés con dirección al estrecho de
Lamaire.

Pasó a unas tres millas de la costa, y fue
necesario emplear el larga vista para reconocer su nacionalidad.
Si Vázquez le hizo señales desde el cabo San Juan,
seguramente que no fueron advertidas a bordo, pues un
capitán francés no hubiera vacilado en poner la
proa a tierra para recoger un naufrago.

En la mañana del 13, el lastre de la goleta fue
de nuevo desembarcado, y la visita a la cala pudo hacerse con
más detenimiento que en el cabo San Bartolomé. El
carpintero declaró que las averías eran más
graves de lo que en un principio se supuso. Visiblemente, el
barco no hubiera podido prolongar su navegación más
allá de la bahía de Elgor; había necesidad,
por lo tanto, de ponerlo en seco, a fin de proceder a la
reparación.

El carpintero Vargas, auxiliado por sus
compañeros, no dudaba en llevar a cabo su trabajo.
SÍ no lo lograba, hubiera sido imposible a la
Maule, incompletamente reparada, aventurarse a
través del Pacífico.

La primera operación era acostar a la goleta en
la playa, lo que no podía hacerse sin el auxilio de la
marea. Era necesario esperar otros dos días para que
llegase la gran marea de la nueva luna, que permitiría
conducir la goleta bastante tierra adentro para que permaneciese
en seco durante el tiempo necesario.

Kongre y Carcante aprovecharon este retraso para volver
a la caverna: y esta ver lo hicieron con la chalupa del faro,
más grande que el bote de la Maule. En ella
conducirían una parte de los objetos cíe valor, oro y
plata, procedentes del pillaje, alhajas y otras materias
preciosas, que se depositarían en el almacén
del faro.

La chalupa partió en la mañana del 14 de
enero. El reflujo se hacía sentir intensamente.

El tiempo era bastante bueno. Los rayos del sol se
filtraban entre las nubes, que una ligera brisa empujaba hacia el
sur.

Antes de partir, siguiendo su cotidiana costumbre,
Carcante había subido a la galería del faro para
observar el horizonte. El mar estaba completamente desierto; no
se descubría en toda la extensión del horizonte
ningún navío, ni siquiera una de esas barcas de
pescadores que se arriesgan a veces hasta las proximidades de los
islotes New-Year.

Desierta estaba también la isla en toda la
extensión que la vista podía abarcar.

En tanto que la chalupa descendía con la
corriente, Kongre observaba atentamente las dos orillas de la
bahía. ¿Dónde estaría el tercer
torrero, que se había escapado de la muerte? Aunque no
constituyese para él motivo de inquietud, era evidente que
mejor hubiera sido desembarazarse de él.

Nadie —dijo Carcante. —Nadie
—contestó Kongre.

A las tres estaban de regreso en la
bahía.

Dos días después, el 16, Kongre y sus
compañeros procedían a poner la Maule en
condiciones de ser reparada. A las once sería la pleamar,
y las disposiciones fueron tomadas en consecuencia.

Una amarra echada desde tierra permitiría
remolcar la goleta, cuando el agua tuviese la altura
suficiente.

En realidad, la operación no ofrecía ni
dificultades ni riesgos, y era
la marea la que se encargaba de verificarla.

A las tres, la Maule estaba completamente en
seco, descansando sobre estribor.

Ya podían empezar el trabajo. Solamente que, como
no había sido posible conducir la goleta hasta el pie del
acantilado, el trabajo había de interrumpirle todos los
días durante algunas horas, puesto que el barco
flotaría al subir la marea. Pero, por otra parte, como a
partir de aquel mismo día el mar iba perdiendo de su
altura, la tarea podría proseguirse sin
interrupción durante una quincena.

El carpintero Vargas se puso inmediatamente a la obra.
Si no contaba con los pescadores de la bañada, al menos
los otros, incluso Kongre y Carcante, le "echarían una
mano", como vulgarmente se dice. La madera llevada de la caverna
bastaría para la reparación, no habiendo necesidad
de abatir un árbol del bosque de las hayas, ni de
desbastarlo, lo que hubiera sido una obra de
consideración.

Durante los quince siguientes días, Vargas y los
otros trabajaron de firme.

La mayor dificultad fue levantar las piezas que
habían de ser reemplazadas. Estaban muy bien ajustadas, y,
decididamente, la Maule había salido de uno de los
mejores astilleros de Valparaíso.

Dicho se está que durante los primeros
días fue necesario suspender la tarea en el momento de
pleamar. Luego, la marea fue tan débil que apenas
alcanzaba los primeros declives de la playa. La quilla no estaba
entonces en contacto con el agua, y podía trabajarse lo
mismo en el interior que en el exterior.

Por prudencia, y sin llegar a levantar los remates de
cobre, Kongre
hizo que se reforzasen todas las Junturas por debajo de la
línea de flotación.

Los trabajos continuaron casi sin interrupción
hasta fin del mes de enero. El tiempo no cesaba de ser favorable.
Hubo algunos días de violentas lluvias, que duraron muy
poco.

Durante este tiempo pudieron señalarse dos barcos
a la vista de la Isla de los Estados.

El primero era un vapor inglés procedente del
Pacífico, que, después de haber remontado el
estrecho de Lamaire, alejábase, proa al norte,
probablemente con destino a un puerto de Europa.
Pasó en pleno día, a la altura del cabo San Juan.
Apareció después de la salida del sol y estaba
fuera de la vista al anochecer; su capitán no tuvo
ocasión de comprobar la extinción del
faro.

El segundo barco no pudo saberse a qué
nacionalidad pertenecía. Era ya de noche cuando se
mostró a la altura del cabo San Juan, y Carcante, que
estaba en la cámara de cuarto, pudo distinguir
perfectamente su luz verde de estribor. Pero el capitán y
la tripulación de este velero llevaban varios meses
navegando, y debían ignorar que se hubiera concluido la
construcción del faro.

Otros veleros y vapores pasaron a gran distancia, sin
tener conocimiento,
acaso, que existiese la Isla de los Estados.

El último día de enero, cuando las fuertes
mareas de luna llena, el tiempo sufrió intensas
modificaciones.

Afortunadamente, aunque las reparaciones no estaban
concluidas, no había ya el temor que el agua pudiera
entrar en la cala.

Durante cuarenta y ocho horas, la pleamar rodeó
el casco de la Maule, que se enderezó sobre la
quilla, sin acabar de desprenderse del fondo de arena.

Kongre y sus compañeros tuvieron que tomar
grandes precauciones para evitar nuevas averías, que
hubieran podido retardar mucho su partida. A partir del 12 de
febrero, la marea empezó a perder intensidad, y la goleta
se inmovilizó de nuevo sobre la arena. Entonces fue
más fácil calafatear el casco en su parte
alta.

Por otra parte, el embarque de la carga no había
de retardar la salida de la Maule.

La chalupa se dirigía frecuentemente a la caverna
con los hombres que no estaban empleados por Vargas.

A cada viaje, la chalupa llevaba objetos que
debían ocupar su lugar en la cala de la goleta. Estos
objetos eran depositados provisionalmente en el almacén
del faro; así es que el cargamento se efectuaría
con más facilidad, con más regularidad que si la
Maule hubiera fondeado frente a la caverna, la entrada de
la bahía, donde la operación hubiera podido ser
contrariada por el mal tiempo. Sobre aquella costa, que
prolongaba el cabo San Juan, no existía otro abrigo que la
pequeña caleta, al pie del faro.

Unos días más, y las reparaciones
estarían definitivamente acababas, y la Maule en
disposición de hacerse a la mar, después de recibir
a bordo el cargamento.

Efectivamente, el día 12 se daban a los trabajos
los últimos toques de calafateo. Hasta se habla pintado el
casco con unos tarros de pinturas encontrados en una caja
procedente de un naufragio. Kongre aprovechó la
ocasión para cambiar el nombre de la goleta, a la que
bautizó con el de Carcante, en honor a su
segundo.

Hubiérase podido proceder desde luego al
cargamento si, con gran disgusto de Kongre y de sus
compañeros, impacientes por abandonar la isla, no hubiera
sido necesario esperar la próxima marea para poner la
goleta a flote.

Esta marea se produjo el 14 de febrero. Aquel
día, la quilla se desprendió de su lecho de arena y
se deslizó sin esfuerzo, quedando a flote en la
bahía.

No había más que ocuparse de la
carga.

Salvo circunstancias imprevistas, la Carcante
podría en breve plazo zarpar de la bahía de Elgor,
descender hacia el estrecho de Lemaire y navegar a toda vela
hacia los mares del Pacífico.

SEGUNDA
PARTE

I

VAZQUEZ

Desde la llegada de la goleta a la bahía de
Elgor, Vázquez había vivido en el litoral del cabo
de San Juan, de donde no quería alejarse. Si algún
barco llegaba para hacer escala, al menos estaba allí para
prevenir al capitán que la bahía estaba ocupada por
una banda de malhechores; y en caso que el barco no contara con
tripulación suficiente para apoderarse de ellos o
arrojarlos hacia el interior de la isla, tendría el tiempo
suficiente de ganar alta mar.

Pero, ¿por qué un barco, a me" «os
de tener que hacerlo de arribada forzosa, iba a hacer escala en
aquella bahía, apenas conocida de los
navegantes?

Si se produjera esta afortunada eventualidad, las
autoridades inglesas podrían tener bien pronto noticia de
los acontecimientos que acababan de ocurrir en la Isla de los
Estados. Entonces se enviaría un barco de guerra antes
que la Maule estuviera en disposición de

zarpar, se aniquilaría a aquellas bandidos y el
faro sería puesto en condiciones de reanudar el
servicio.

—¿Será preciso—
repetíase Vázquez— esperar el regreso del
Santa Fe?... ¡Dos meses!… De aquí a
entonces, la goleta estará ya lejos; y
¿dónde encontrarla en medio de las islas del
Pacifico?…

El bravo Vázquez, olvidándose de si mismo,
pensaba siempre en sus compañeros despiadadamente
asesinados; en la impunidad que
gozarían estos criminales después de abandonar la
isla, y en los graves peligros que amenazaban la
navegación por estos parajes después de extinguirse
el faro del Fin del Mundo.

Por otra parte, desde el punto de vista material, y a
condición de que no se descubriera su refugio, su
manutención estaba asegurada después de su visita a
la caverna de los piratas.

Allí era donde la banda Kongre había
vivido durante años enteros; allí era donde
habían amontonado todo el producto de su infame pillaje.
Kongre y los suyos subsistieron allí primeramente con las
provisiones que llevaban al desembarcar; luego, de las que se
procuraron por un gran número de naufragios, algunos por
ellos mismos provocados.

De estas provisiones Vázquez no tomó
más que las indispensables para que Kongre y los otros no
advirtiesen la sustracción, más algunos efectos,
entre ellos una camisa, un impermeable, dos revólveres,
con una veintena de cartuchos, y un farol. También
tomó dos libras de tabaco para su
pipa. Además, a juzgar por la conversación que
había oído, las reparaciones de la goleta
debían durar varias semanas, y podría, por lo
tanto, renovar sus provisiones.

Hay que advertir que, por precaución, encontrando
que la estrecha gruta que ocupaba estaba demasiado próxima
a la caverna, había buscado otro refugio un poco mas
alejado y más seguro.

Lo encontró a la vuelta del cabo San Juan, entre
dos altas rocas, y la entrada pasaba inadvertida para el mejor
observador. Cuando subía la marea, el mar llegaba hasta la
base de las rocas, pero no ascendía lo suficiente para
llenar esta cavidad, a la que una finísima arena servia de
alfombra blanda y seca.

Hubiérase pasado por delante de esta gruta a cien
veces sin sospechar su existencia, y únicamente por
casualidad la había descubierto Vázquez unos
días antes.

Allí fue donde transportó los diversos
objetos tomados en la caverna, y de los que iba a hacer
uso.

Por otra parte, no era probable que Kongre, Carcante y
sus compinches fueran por aquella parte de la isla. La
única vez que pasaron por allí fue el día de
su segunda visita a la caverna, y Vázquez los vio desde su
escondrijo, sin que los bandidos pudieran imaginarse que estaban
tan cerca del tercer torrero del faro.

Inútil es advertir que nunca se aventuraba al
exterior sin adoptar las más minuciosas precauciones,
prefiriendo la noche, sobre todo para dirigirse a la
caverna.

Antes de doblar el ángulo del acantilado, a la
entrada de la bahía, asegurábase de si el bote o la
chalupa estaban atracados a la orilla.

Pero ¡qué interminable se le hacia el
tiempo y qué dolorosos recuerdos acudían sin cesar
a su mente!… De vez en cuando le acometía un
irresistible deseo de ir en busca del jefe de aquella banda de
criminales, y vengar con sus propias manos el asesinato de sus
infelices camaradas.

—No, no —se respondía—; tarde o
temprano serán castigados como se merecen. Dios no puede
permitir que escapen al castigo. ¡Pagarán con
¡a vida sus crímenes!…

Olvidaba cuan en peligro estaba la suya mientras la
goleta permaneciese en la bahía Elgor, y todos sus deseos
eran que la Maule no pudiera zarpar antes que llegase el
Santa Fe.

¿Se cumplirían sus anhelos? Era necesario
que transcurriesen tres semanas antes que el "aviso" pudiera
estar a la vista de la isla.

Por otra parte, la duración de esta escala tan
prolongada no dejaba de sorprender a Vázquez.
¿Serian tan importantes tas averías de la goleta,
que no había bastado un mes para su completa
reparación?

El libro del faro debía haber informado a Kongre
acerca de la fecha del relevo, y no podía ignorar el
riesgo que corría si no se hacía a la mar antes de
los primeros días de marzo.

Era el 16 de febrero. Vázquez, devorado por la
impaciencia y la inquietud, quiso saber a qué atenerse.
Así es que en cuanto hubo anochecido ganó la
entrada de la bahía y remontó la orilla norte,
dirigiéndose hacia el faro.

Aunque la oscuridad fuese profunda, corría el
riesgo de encontrarse con alguno de la banda que caminase por
aquel lado. Se deslizó, pues, a lo largo del acantilado
con grandes precauciones, mirando a través de las
tinieblas, deteniéndose y escuchando si se producía
algún ruido sospechoso. Vázquez tenia que andar
todavía tres millas para llegar al fondo de

la bahía. Era la dirección contraria de la
que había seguido al huir del faro después del
asesinato de sus camaradas.

A las nueve, próximamente, detúvose a unos
doscientos pasos del faro y vio brillar algunas luces a
través de las ventanas. Un movimiento de
cólera, un gesto de amenaza se le escaparon al pensar que
aquellos bandidos estaban ocupando las habitaciones de sus
victimas.

Desde el sitio en que se encontraba Vázquez no
podía ver la goleta, y avanzó cien pasos
más, sin parar mientes en el peligro que corría al
hacerlo. Toda la banda estaba encerrada en las habitaciones del
faro.

Vázquez se aproximó más
todavía, deslizándose hasta la playa de la
pequeña caleta.

La última marea había levantado la goleta,
que flotaba mantenida por el ancla.

¡Ah! Con qué placer hubiese desfondado
aquel casco para verlo sumergirse en el mar.

De modo que las averías estaban reparadas. Sin
embargo, aunque la goleta flotaba, Vázquez observó
que lo hacía muy por debajo de su línea de agua.
Esto indicaba que no se había metido a bordo
todavía ni el lastre ni la carga, y era posible que la
partida se retardase algunos días.

Pero esto era lo último que había que
hacer, y una vez terminado, acaso en cuarenta y ocho horas, la
Maule zarparía, doblando poco después el
cabo San Juan, para desaparecer para siempre en el
horizonte.

Vázquez no tenía ya más que una
pequeña cantidad de víveres, así es que al
día siguiente se dirigiría a la caverna a fin de
renovar sus provisiones.

Teniendo en cuenta que la chalupa iría a
recocerlo todo para trasladarlo a la goleta, se apresuró a
regresar al cabo, no sin tomar las más grandes
precauciones.

Apenas fue de día, y después de
convencerse que la orilla estaba desierta, Vázquez
entró en la caverna.

Encontró todavía numerosos objetos de poco
valor, con los cuales, sin duda, no querían embarazar la
cala de la Maule. Pero cuando Vázquez fue en busca
de comestibles, qué desesperación!…
Todos se los habían llevado los bandidos, y el infeliz
torrero sólo tenía víveres para cuarenta y
ocho horas.

Vázquez no tuvo tiempo de abandonarse a sus
reflexiones. En aquel momento oyó ruido de remos. La
chalupa llegaba con Carcante y dos de sus
compañeros.

Vázquez avanzó vivamente hacia la entrada
de la caverna, y alargando el pescuezo miró al exterior.
La chalupa atracaba en aquel mismo momento. No tuvo más
que el tiempo necesario para volver al interior y acurrucarse en
el rincón más oscuro, detrás de un
montón de velas y aparejos que la goleta no habría
de cargar y quedarían seguramente en la
caverna.

Vázquez estaba decidido a vender cara su vida en
caso de ser descubierto, y empuñó el
revólver, que siempre llevaba al cinto. ¡Pero estaba
solo contra tres!

Dos solamente franquearon el orificio. Carcante y el
carpintera Vargas. Kongre no les había
acompañado.

Carcante llevaba un farol, y seguido de Vargas iba
escogiendo diferentes objetos que completarían el
cargamento de la goleta. Mientras tanto hablaban, y el carpintero
decía:

—Estamos a diecisiete de febrero y ya es hora de
zarpar. —Zarparemos. —¿Mañana?
—Yo creo que sí.—Si el tiempo lo permite.
—Si, parece que está amenazador; pero
despejará.

—Es que si tenemos que detenernos aquí ocho
o diez días más…

—Correríamos el riesgo de encontrarnos con
el relevo —le interrumpió Carcante.

—¡NÍ pensarlo! —exclamó
Vargas—. No tenemos fuerza para llevarnos un barco de
guerra.

—No, sería él quien nos llevase a
nosotros, y probablemente colgados del extremo de mesana
—repuso Carcante, añadiendo a. su respuesta un
formidable Juramento. —En fin —repuso el otro—,
que tengo muchas ganas de verme un centenar de millas mar
adentro.

Vázquez oía esta conversación,
inmóvil, conteniendo la respiración. Carcante y Vargas iban de un
lado a otro con el farol en la mano, retirando los objetos y
escogiendo algunos, que los colocaban aparte. A veces se
aproximaban tanto al rincón donde estaba acurrucado
Vázquez, que éste no hubiera tenido más que
extender el brazo para aplicarles el cañón del
revólver en el pecho.

Esta ocupación duró una media hora, y
Carcante llamó al hombre de la chalupa. Este acudió
al momento, ayudando al transporte de
los bultos.

Carcante echó un último vistazo al
interior de la caverna.

—¡Lástima que tengamos que dejar todo
esto! —dijo Vargas.

—No hay más remedio —repuso Carcante.
¡Ah, si la goleta fuera de trescientas toneladas!… Pero,
en fin, nos llevaremos todo lo mejor, y espero que hemos de hacer
todavía muy buenos negocios.

La chalupa se separó de la orilla y bien pronto
el viento de popa la empujó hacia la
bahía.

Vázquez salió de la caverna,
dirigiéndose a su refugio.

Dentro de cuarenta y ocho horas no tendría nada
que comer y era inútil contar con las provisiones del
faro, pues no había duda que se las llevarían
aquellos bandidos. ¿Cómo se las iba a arreglar para
subsistir hasta la llegada del "aviso", que, aun suponiendo no
sufriera retraso, no arribaría liaste dos semanas
después?

La situación era, pues, de las mas graves. La
energía de Vázquez no conseguiría mejorarla,
a menos que no se mantuviera de tubérculos desenterrados
en el bosque de hayas, o de la pesca en la
bahía. Mas para esto era preciso que la Maule
hubiese dejado definitivamente la Isla de los Estados. SÍ
alguna circunstancia la obligase a permanecer aún algunos
días fondeada. Vázquez moriría
inevitablemente de hambre en su gruta del cabo San
Juan.

A medida que avanzaba el día, el cielo se tornaba
amenazador. Masas de espesas nubes lívidas se acumulaban
en el este. La fuerza del viento iba aumentando progresivamente.
El rizado de la superficie del mar se cambió bien pronto
en extensas olas, las crestas de las cuales se coronaban de
espuma, y no tardarían en precipitarse con
entrépito contra las rocas del cabo.

Si el tiempo continuaba así, la goleta no
podría seguramente hacerse a la mar con la marca del
siguiente día.

Al llegar la noche no se produjo ningún cambio
favorable en el estado atmosférico. Al contrario, la
situación empeoró. No se trataba de una borrasca
cuya duración se hubiera podido limitar a unas cuantas
horas.

El huracán estaba próximo. Lo anunciaba el
color del cielo y
del mar, las nubes que se amontonaban, el tumulto de las olas
contrarias y el mugido del viento. Un marino como Vázquez
no se podía equivocar. Seguramente la columna
barométrica señalaba tempestad.

A pesar de la violencia del viento, Vázquez
había salido de la gruta, recorriendo la playa y mirando
atentamente al horizonte, que iba obscureciéndose
gradualmente. Los últimos rayos del sol no se
habían extinguido aún, cuando Vázquez
advirtió una masa negra que se movía a lo
lejos.

—¡Un barco! —exclamó—.
¡Un barco que parece dirigirse a la isla!

Era efectivamente un barco procedente del este, bien
fuera para embocar el estrecho o para cruzar hacia el
sur.

La borrasca se desataba entonces con extraordinaria
violencia. Era uno de esos poderosos huracanes a los que nada
resiste y que echan a pique a los más potentes
navíos. Cuando no tienen "huida" —empleando una
locución marina—, es decir, cuando están
próximos a tierra y el viento los empuja hacia la costa,
es muy raro que puedan escapar al naufragio.

—¡Y esos miserables que no encienden el
faro!… —exclamó Vázquez—. Este barco,
que lo busca seguramente, no lo percibirá. No sabrá
que tiene la costa delante, a unas cuantas millas de
distancia

solamente… El viento lo empuja hacia aquí, y
acabará por estrellarse contra los arrecifes.

Un siniestro más que cargar a la cuenta de la
banda Kongre. Sin duda, desde lo alto del faro los bandidos
habían divisado aquel barco, que no podía
mantenerse a la capa. Antes de media hora habría sido
arrojado contra la costa, cuya existencia no sospechaba por
faltarle la indicación del faro.

La tempestad había alcanzado toda su intensidad.
La noche prometía ser terrible, y después de la
noche, el siguiente día, pues no parecía posible
que el huracán se calmase en veinticuatro
horas.

Vázquez no pensaba en ganar su abrigo, y sus
miradas no se apartaban del horizonte.

De vez en cuando veía las luces roja o verde que
indicaban un barco de vela; un vapor hubiera mostrado la luz
blanca. No tenía, por lo tanto, máquina que le
permitiera luchar contra la tempestad.

Vázquez iba y venía por la playa,
desesperado de su impotencia para impedir el naufragio. Su mano
se tendía inútilmente hacia el faro apagado. En
vano esperaba los destellos de la linterna, y el barco estaba
destinado a perecer en las rocas del cabo San Juan.

Entonces se le ocurrió a Vázquez una idea
que pudiera ser salvadora. Tenía a su disposición
trozo? de madera, y si encendía con ellos una hoguera en
la punta del cabo, tal

vez sirviera de indicación al barco para que se
separara de la costa.

Vázquez puso manos a la obra amontonando varios
pedazos de tabla. Cuando todo estuvo dispuesto trató de
encenderlo.

Era ya tarde.

En medio de la oscuridad se destacó una masa
enorme. Levantada por olas monstruosas, precipitóse en la
costa con espantosa impetuosidad. Antes que Vázquez
hubiera podido hacer un gesto, llegó como una tromba a la
barrera de los arrecifes.

Produjese un espantoso estrépito y algunos gritos
de angustia que bien pronto ahogaron los mugidos cíe la
tempestad.

Después no se oyeron más que los silbidos
del viento y el incesante bramar de las olas que se estrellaban
contra la costa.

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