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Julio Verne – El faro del fin del mundo (página 3)



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II

DESPUES DEL
NAUFRAGIO

Al amanecer del siguiente día, la tempestad se
desencadenó con más fuerza
todavía. El mar aparecía blanco hasta su limite
más lejano. En el extremo del cabo las olas espumaban a
quince y veinte pies de altura. No era posible que con tan
furioso temporal se pudiera entrar ni salir de la bahía.
El aspecto del cielo, siempre amenazador, anunciaba que la
tormenta se prolongarla algún tiempo en
aquellos parajes magallánicos.

Era pues, de toda evidencia que la goleta no
podría zarpar aquella mañana.

Fácil es imaginar la cólera
de Kongre y de su banda. Tal era la situación, de la que
Vázquez se dio cuenta cuando se levantó al lucir
las primeras luces del alba.

Y he aquí el espectáculo que
apareció ante sus ojos:

A trescientos pasos yacía el barco
náufrago, de unas quinientas toneladas. De su arboladura
no quedaba más que tres troncos rotos por su base, bien
fuera porque el capitán se vio precisado a hacerlo o
porque se hubieran venido abajo en el choque. En la superficie
del mar no había ningún resto del naufragio ; pero,
bajo el formidable impulso del viento, era muy posible que esos
despojos hubieran sido arrojados al fondo de la bahía de
Elgor.

Si así era, Kongre debía ya saber que se
había perdido un barco en los arrecifes del cabo San
Juan.

Vázquez debía, por lo tanto, tomar sus
precauciones, y no avanzó hasta asegurarse que estaba
desierta la entrada de la bahía.

En pocos minutos llegó al sitio de la
catástrofe. La marea estaba baja y pudo dar la vuelta al
barco, leyendo en la popa: Century Mobile.

Era, pues, un velero americano, teniendo por puerto de
matrícula aquella capital del
Estado de
Alabama, al sur de la Unión, sobre el golfo de México.

El Century estaba perdido totalmente. No se
veía ningún superviviente del naufragio, y en
cuanto al barco, no quedaba de él más que un casco
informe, que al
choque habíase divido en dos. Las olas habían
dispersado la carga: cajas, fardos, barricas estaban esparcidas a
lo largo del cabo, sobre la playa.

El casco del Century estaba en seco y
Vázquez pudo examinar el interior.

La devastación era completa. Las olas lo
habían destruido todo.

No había alma viviente,
ni oficiales ni, marineros.

Vázquez llamó en voz alta, sin obtener
respuesta. Penetró hasta el fondo de la cala, sin
encontrar ningún cadáver. O habían sido
arrastrados por algún golpe de mar o se ahogaron en el
momento que el Century se estrellaba contra las rocas.

Vázquez volvió a la playa, se
aseguró de nuevo que ni Kongre m ninguno de la banda se
dirigía hacía el lugar del naufragio y luego, a
pesar de la borrasca, remontó hasta la extremidad del cabo
San Juan.

—¡Quién sabe —decíase
Vázquez— si habrá por aquí alguno de
los náufragos del Century a quien
socorrer!

Sus pesquisas fueron estériles. —Tal vez
—pensaba— encuentre alguna caja de conservas que
asegure mi subsistencia durante dos o tres semanas.

Bien pronto dio con un barril y una caja, que el mar
había lanzado más allá de los arrecifes y
que tenían escrito en el exterior su contenido. La caja
contenía una provisión de galletas, y el barril,
carne en conserva.

Era el alimento asegurado lo menos para un par de
meses.

Vázquez transportó primero la caja a la
gruta, y después llevó rodando el barril hasta
ella.

Desde la punta del cabo echó de nuevo una ojeada
por la bahía. No le cabía duda que Kongre estaba ya
enterado del naufragio, y puesto que la Maule estaba
prisionera del temporal, la banda acudiría a la entrada de
la bahía para aprovecharse de los restos de la
catástrofe.

Sumido estaba Vázquez en estas reflexiones,
cuando llegaron a su oído
angustiosos gritos, que eran como un doloroso llamamiento lanzado
por una voz doliente.

El torrero se lanzó en dirección de acuella voz.

No había andado cincuenta pasos cuando
advirtió un hombre tendido
al pie de una roca. Su mano agitábase pidiendo auxilio.
Vázquez acudió presuroso a
prestárselo.

El hombre que yacía en tan deplorable
situación, representaba de treinta a treinta y cinco
años, y parecía vigorosamente constituido. Vestido
con traje de marinero, acostado del lado derecho, los ojos
cerrados, la respiraron anhelante, agitábanle sobresaltos.
No parecía estar herido y ninguna huella de sangre manchaba
su traje.

Este hombre, acaso el único superviviente del
Century, no había oído aproximarse a
Vázquez. Sin embargo, cuando éste apoyó la
mano en su pecho, hizo un esfuerzo para incorporarse, pero
volvió a caer sobre la arena; mas sus ojos se abrieron un
instante y las palabras "¡socorro!, ¡socorro!"
salieron de sus labios..

Vázquez arrodillado cerca de él, lo
recostó con cuidado contra la roca,
repitiéndole:

—¡Aquí estoy, amigo mío…
Míreme usted… Yo le salvaré.

Tender la mano es lo único que pudo hacer el
infeliz, que perdió enseguida el
conocimiento.

Era preciso, sin perder minuto, prestarle los cuidados
que exigía su estado de extrema debilidad.

—Oíos hará que haya llegado a tiempo
—se dijo el noble Vázquez.

Era necesario, ante todo, separarse de allí,
porque de un momento a otro pudieran llegar los de la banda
Kongre con el bote o la chalupa, y transportar aquel hombre a la
gruta, donde estaría completamente seguro.

Esto es lo que hizo Vázquez Deslizándose
por entre las rocas, con el inanimado cuerpo a la espalda,
Vázquez llegó a la gruta, al cabo de un cuarto de
hora y deposité su carga sobre una manta,
apoyándole la cabeza en un paquete de ropa.

El hombre no había vuelto en si aunque respiraba.
Aunque no tenía ninguna herida visible, ¿no se
habría roto algún brazo o alguna pierna en un
choque contra los arrecifes? Es lo que temía
Vázquez que en semejante caso no hubiera sabido qué
hacer. Lo palpó por todas partes, examinó el
juego de sus
extremidades, pareciéndole que todo el cuerpo estaba
intacto.

Vázquez echó agua en una
taza mezclándola con algunas gotas de aguardiente, e
introdujo parte de ella por entre los labios del náufrago;
luego le friccionó los brazos y el pecho,
reemplazando después sus empapados vestidos por otros que
había tomado en la caverna de los piratas. No le era dable
hacer más. Pasados algunos minutos, tuvo la
satisfacción de ver que el náufrago volvía a
la vida. El hombre
consiguió incorporarse a medias, y mirando a
Vázquez, que le sostenía entre sus brazos, le
pidió con voz débil: —¡Agua!…,
¡agua! Vázquez le tendió la taza,
preguntándole: —¿Se siente usted mejor?
—¡Si, sí! —contestó el
náufrago. Y luego, como queriendo reunir sus recuerdos,
aún vagos, dijo:

—¡Aquí!…, ¿usted?…
¿Dónde de estoy? —y estrechó
débilmente la mano de su salvador.

Expresábase en inglés,
idioma que también hablaba Vázquez, que le
respondió:

—Está usted en lugar seguro. Lo he
encontrado sobre la playa, después del naufragio del
Century.

—¡El Century!… SÍ, ya me
acuerdo. —¿Cómo se llama usted?
—¿Davis… John Davis. —¿El
capitán del buque náufrago?

—No… el segundo… ¿Y los
otros?

—Todos han perecido —contestó
Vázquez—, todos. Usted es el único que ha
escapado de la catástrofe. —¿Todos?…
—¡Todos! John Davis quedó como aterrado al
saber que era el único superviviente del naufragio.
Comprendió que debía la vida a aquel desconocido
que con tanta solicitud le atendía.

—¡Gracias, gracias! —exclamó
emocionado, en tanto que una gruesa lágrima surcaba su
mejilla.

—¿Tiene usted hambre?… ¿Quiere
usted comer un poco de galleta o carne? —repuso
Vázquez. —(no…, no…, beber!… El agua fresca
mezclada con aguardiente produjo gran bien a John Davis, pues
bien pronto pudo responder a todas las preguntas.

He aquí lo que refirió en pocas
palabras:

El Century, velero de tres palos, de quinientas
cincuenta toneladas, del puerto de Mobile, había dejado
veinte días antes la costa americana. Su
tripulación se componía del capitán, Harry
Steward; el segundo, John Davis, y doce hombres, comprendidos un
grumete y un cocinero. Iba cargado de níquel y de objetos
de pacotilla para Melbourne, Australia. Su navegación fue
excelente hasta el cincuenta y cinco grado de latitud sur en el
Atlántico. Sobrevino entonces la violenta borrasca que
turbaba aquellos parajes desde la víspera. El
Century fue sorprendido por la tempestad, y una ola enorme
barrió el puente, llevándose dos marineros, a los
que no se pudo salvar.

La. intención del capitán Steward
había sido buscar un abrigo detrás de la Isla de
los Estados, en el estrecho de Lemaire.

Por la noche redobló la violencia de
la borrasca. No hubo más remedio que picar los
palos.

En aquel momento, el capitán creía estar a
más de veinte millas de tierra, y no
creía ningún peligro en remontarse hasta el momento
de divisar la luz del faro.
Dejándolo entonces al sur, no corría riesgo de
arrojarse sobre los arrecifes del cabo San Juan, y daría
sin dificultad con el estrecho.

El Century continuó navegando con viento
de popa, y Harry Steward no dudaba que antes de una hora
vería la luz del faro, puesto que sus destellos
tenían un radio de diez
millas.

Pero el faro no lucía aquella noche, y cuando el
capitán del Century se consideraba a buena
distancia de la isla, prodújose un choque espantoso, y
todos se sintieron lanzado» al mar y envueltos en la
resaca, sin que pudieran salvarse.

Solamente el segundo de a bordo, gracias a
Vázquez, había podido escapar a la
muerte.

Pero lo que Davis no podía comprender era en
qué costa se había perdido el barco. así es
que preguntó a Vázquez: —¿Dónde
estamos? —En la Isla de los Estados. —¡En la
Isla de los Estados! —exclamó John Davis,
estupefacto de esta respuesta.

—Si, en la Isla de los Estados —repuso
Vázquez—, a la entrada de la bahía de Elgor.
—Pero ¿y el faro? —¡Está apagado!
John Davis, cuyo rostro expresaba la más profunda
sorpresa, esperaba que Vázquez se explicase, cuando
éste se levantó de pronto y escucho atentamente.
Había creído oír ruidos sospechosos y
quería asegurarse de si la banda rondaba por los
alrededores.

Deslizándose por entre las rocas paseó la
mirada por el litoral hasta la punta del cabo San
Juan.

Todo estaba desierto. El huracán no había
amainado. Las olas rompían con extraordinaria
violencia,

y nubes amenazadoras seguían amontonándose
en el horizonte.

El ruido que
Vázquez habla oído procedía de la
dislocación del Century. El destrozado casco daba
vueltas, como un tonel desfondado, y concluyó por
destrozarse definitivamente contra el ángulo del
acantilado.

Vázquez volvió al lado de John Davis. El
segundo del Century iba recobrando las fuerzas y quiso
bajar a la playa, apoyado en el brazo de su compañero, que
le retuvo. Entonces Davis le preguntó por qué no
estaba encendido el faro.

Vázquez le puso al corriente de los criminales
sucesos ocurridos siete semanas antes en la bahía de
Elgor.

Hasta entonces, desde el día que zarpó el
"aviso" Santa Fe, el faro había lucido con regularidad, y
unos cuantos barcos que pasaron a la vista de la isla
habían hecho señales, que les fueron contestadas. Pero
el 26 de diciembre se presentó una goleta a la entrada de
la bahía. Desde la cámara de cuarto, Vázquez
vio las luces de posición —pues ya había
anochecido— y observó toda la maniobra. El
capitán debía conocer perfectamente aquellos
parajes, pues no mostró la menor
vacilación.

La goleta llegó cerca del faro y , echó el
ancla. Entonces fue cuando Felipe y Moriz subieron a bordo para
ofrecer sus servicios al
capitán, y, cobardemente agredidos, perecieron, sin haber
podido defenderse.

—; Desgraciados!—exclamó John
Davis.

—¡Si, desgraciados compañeros
míos! —repitió Vázquez, emocionado
ante tan dolorosos recuerdos.

—¿Y usted, Vázquez?
—preguntó John Davis.

—Yo oí desde lo alto del faro los gritos de
mis camaradas y comprendí lo que había sucedido…
Aquella goleta era un barco de piratas. Erramos tres torreros…
No habían asesinado más que a dos, pero no se
preocuparon por el tercero.

—¿Cómo pudo usted escapar?
—preguntó Davis.

—Bajé rápidamente la escalera del
faro y me precipité en mi cuarto, recociendo algunos
efectos y unos pocos víveres, y antes que la
tripulación de la coleta desembarcara corrí a
refugiarme en esta parte del litoral.

—¡Miserables!… ¡Miserables!…
—repetía el segundo del Century—. Y son
los dueños del faro, que mantienen apagado! ¡Los
causantes de la pérdida del Century, de la muerte de mi
capitán y de todos los de a bordo!

—¡Sí, son los dueños!
—dijo Vázquez con acento de amargura—. Y
sorprendiendo una conversación del jefe con otro de los
bandidos he podido conocer sus proyectos. John
Davis supo entonces cómo

estos criminales, establecidos hacia años en la
Isla de los Estados, atraían los barcos hacia las rocas y
asesinaban a los supervivientes de los naufragios, encerrando
todo el producto de
sus pillajes en una caverna, hasta tanto pudieran apoderarse de
un barco.

Cuando empezaron los trabajos de construcción del faro, la banda se vio
obligada a abandonar la bahía de Elgor y refugiarse en el
cabo San Bartolomé, donde nadie podía sospechar su
presencia.

Concluidos los trabajos, hacia mes y medio que
habían vuelto a la bahía: pero esta vez en
posesión de una goleta que acababa de embarrancar en el
cabo San Bartolomé, y cuya tripulación había
perecido.

—¿Y cómo es que esos criminales no
han zarpado ya? —preguntó Davis.

—A causa de las importantes reparaciones que han
tenido que hacer en la goleta. Pero ya están completamente
concluidas: yo mismo me he cerciorado, y la partida debía
tener lugar esta misma mañana. —,Para…?
—Para las islas del Pacifico, donde se creen en seguridad para
continuar su criminal oficio de piratas.

—Sin embargo, la coleta no podrá salir de
la bahía mientras dure este temporal.

—Seguramente, y, según el cariz del cielo,
es posible que el mal tiempo se prolongue toda una
semana.

—¿Y en tanto dios estén allí,
el faro continuara apagado?

—Desde luego, Davis. —Entonces otros barcos
corren el peligro de sufrir la misma suerte que el
Century.

—Así es.

—¿Y no se podría señalar la
costa a los barcos que se aproximen durante la noche?

—SÍ, tal vez se consiga encendiendo fuego
en la. punta del cabo San Juan. Es lo que anoche quise hacer para
advertir al Century. Intenté encender una hoguera
con pedazos de madera y
hierbas secas ; pero el viento soplaba con tal furia que fue vano
mi intento.

—Pues bien; lo que usted no pudo conseguir,
Vázquez, los dos lo conseguiremos —declaró el
animoso John Davis—. Los restos de mi pobre barco, y
desgraciadamente los de tantos otros, nos proporcionarán
combustible en abundancia. SÍ se retrasa la salida de la
goleta y continúa apagado el faro, ¡quién
sabe los naufragios que todavía se
producirán!…

—De todos modos —le hizo observar
Vázquez—, Kongre y su banda no pueden prolongar su
estancia en la bahía, y la goleta partirá en cuanto
amaine el temporal y sea posible hacerse a la mar.

—¿Y por qué? —preguntó
Davis.

—Porque ellos no ignoran que el relevo del
servicio del
faro está al llegar. —¿El relevo? —Si,
en los primeros días de marzo, y estamos a dieciocho de
febrero.

—¿De modo que ha de venir un
barco?

—Sí, el "aviso" Santa Fe debe venir
desde Buenos Aires el
diez de marzo, y acaso más pronto.

John Davis tuvo el mismo pensamiento
que embargaba el espíritu de Vázquez.

—¡Ahí — exclamó—
¡Quiera Dios que sea así, que estos miserables
estén aún aquí cuando el Santa Fe
deje caer el ancla en la bahía de Elgor.

IIT LOS RESTOS DEL "CENTURY"

Allí estaban Kongre, Carcante y toda la banda,
atraída por el instinto del pillaje.

La víspera, en el momento que el sol iba a
desaparecer en el horizonte, Carcante había divisado desde
la galería del faro un barco de tres palos que navegaba
hacia el este. Kongre pensó que este barco trataba de
ganar el estrecho de Lemaire, para buscar abrigo en la costa
occidental de la isla. Mientras fue de día siguieron sus
movimientos, y cuando se hizo de noche pudieron distinguir las
luces de situación, no tardando en advertir que estaba sin
gobierno y que no
demoraría en estrellarse contra la costa cuya proximidad
no sospechaba. Si Kongre hubiera encendido el faro, tal vez
hubiese desaparecido el peligro; por eso se guardó bien de
hacerlo, y cuando las luces del Century se hubieron
apagado, no dudaron que el barco acababa de parecer entre el cabo
San Juan y la punta Several.

Al día siguiente, el huracán
continuó desencadenándose con furor. Era absurdo
pensar que la goleta pudiera hacerse a la mar. Imponíase
un retraso tal vez de algunos días, circunstancia grave
estando bajo la amenaza de la llegada del relevo del faro. No
había más remedio que esperar a todo evento;
después de todo, no era más que 19 de febrero. Lo
probable era que el temporal amainase antes de fin de mes y en
cuanto el mar se calmara, la Carcante levaría
anclas.

Entretanto, puesto que un barco se había perdido
en la costa, era la ocasión de aprovecharse del naufragio
y recoger entre los restos lo que fuera de algún valor,
aumentando de ese modo el precio del
cargamento de la goleta. El aumento del beneficio
compensaría en cierto modo la agravación del riesgo
corrido.

Nadie hizo ln menor objeción, y toda aquella
banda de aves de
rapiña se dispuso a caer sobre la nueva presa. Una docena
de hombres se embarcaron en la chalupa del faro dispuestos a
vencer a fuerza de remo las violentas ráfagas que
empujaban las olas hacia la bahía. Hora y media fue
necesaria para alcanzar la extremidad del cabo; pero en cambio, el
regreso se efectuaría rápidamente con la ayuda de
la vela.

La chalupa atracó a la orilla norte, frente a la
caverna. Los piratas desembarcaron, precipitándose hacia
el lugar del naufragio.

Fue el momento en que se oyeron los gritos que
habían interrumpido la conversación de John Davis y
de Vázquez, quien se deslizó hasta la entrada de la
gruta con toda clase de
precauciones para no ser descubierto.

Momentos después, John Davis estaba a su
lado.

—Usted no; déjeme soto. Necesita usted
reposo —le dijo el bravo torrero.

—Me encuentro perfectamente, y quiero ver esa
banda de criminales.

El segundo del Century era un hombre
enérgico, no menos resuelto que Vázquez; uno de
esos americanos de temperamento de hierro, y que,
como vulgarmente se dice, debía tener siete vidas, como
los gatos", para no haber perecido en el naufragio.

Excelente marino, había servido como
contramaestre en la flota de los Estados Unidos
antes de navegar en los barcos mercantes, y los

armadores del Century tenían acordado
confiarle el mando del navío, porque Henry Steward iba a
retirarse del servicio.

Esto era para él otro motivo de cólera y
de odio. De aquel navío, del que tan pronto pensaba ser
capitán, no veía más que restos informes
entregados a una banda de piratas.

Si Vázquez hubiera necesitado que se le alentase,
allí tenía un hombre valeroso para sostenerle en su
dura prueba.

Pero por determinados, por bravos que fuesen los dos,
¿qué podían hacer contra Kongre y sus
compañeros?

Ocultándose tras las rocas, Vázquez y John
Davis observaron prudentemente el litoral hasta el extremo del
cabo San Juan.

Kongre. Carcante y los otros se habían detenido
primero en el ángulo adonde el huracán acababa de
arrojar la mitad del casco del Century reducido a despojos
amontonados al pie del acantilado.

Los piratas estaban a menos de doscientos pasos de la
gruta, desde donde se les distinguía fácilmente.
Llevaban impermeables ceñidos a la cintura y gorros de
marinero con barbuquejo, para evitar que se los llevara el
viento. Advertíase que a duras penas podían
resistir el empuje de las ráfagas; a veces tenían
que apoyarse en los salientes de las rocas para no ser
derribados. Vázquez designó a John Davis los que
conocía, por haberlos visto cuando entraron a la
caverna.

—Aquel alto es el que figura como jefe de esos
canallas, y se llama Kongre.

—¿Y el otro con quien está hablando
ahora?

—Es Carcante, su segundo; bien le vi desde lo alto
del faro, pues fue uno de los que asesinaron a mis
camaradas.

—Le aplastaría usted con mucho gusto la
cabeza, ¿verdad Vázquez?

—¡A, él, a su jefe y a todos esos
perros
rabiosos! —contestó el torrero.

Transcurrió cerca de una hora antes que los
bandidos concluyeran de examinar aquella parte del casco. La
inspección fue minuciosa. El níquel, que
constituía el cargamento del Centurv, y del que no
sabían qué hacer, se abandonaría en la
playa. Pero entre la pacotilla que también llevaba a.
bordo el buque náufrago, tal vez hubiese algo que les
conviniera. Efectivamente, se vio que transportaban dos o tres
cajas y otros tantos fardos, que Kongre ordenó embarcar en
la chalupa.

—Si esos bribones buscan oro, plata o
alhajas, pierden el tiempo —dijo John Davis.

—Desde luego es lo que prefieren
—contestó Vázquez—. De todo eso
había en la caverna, y para ello preciso era que los
barcos perdidos en el litoral llevasen a bordo una cierta
cantidad de materias preciosas. Así es que la goleta debe
tener ahora en la bodega un cargamento de gran valor.

—Comprendo que tengan mucho interés en
ponerlo pronto en seguridad. ¡Pero tal vez no lo
consigan…

—Será preciso que se mantenga este temporal
una quincena todavía —objetó Vázquez.
—Si encontráramos un medio… John Davis no
acabó su pensamiento. ¿Cómo impedir que la
goleta saliese de la bahía en cuanto la tempestad rindiese
sus furores y el mar tornase a la calma?

En ese momento, los bandidos abandonaron esta mitad del
barco, dirigiéndose hacia la otra mitad, en la punta misma
del cabo.

Desde el lugar donde estaban Vázquez y John Davis
podían verlos todavía, aunque de más
lejos.

La marea bajaba, y aunque rechazada por el viento,
descubríase gran parte de los arrecifes. Era, pues,
bastante fácil poder llegar a
esta parte del casco del Century.

Se introdujeron en él Kongre y dos o tres de los
suyos.

Según la opinión de Davis, en aquella
parte debían quedar intactas algunas
provisiones.

Efectivamente, los bandidos sacaron caías de
conservas y barriles, dirigiéndose por la playa a la
chalupa.

Las pesquisas continuaron todavía durante dos
horas; luego, Carcante y dos de sus compañeros, provistos
de hachas, volvieron a dirigirse hacia el barco
—¿Qué pretenden todavía esos bandidos?
—preguntó Vázquez—. ¿Es que el
barco no está bastante demolido? ¿Por qué
diablos quieren acabar con él?

—Adivino lo que quieren —contestó
John Davis—; que no quede nada de su nombre ni de su
nacionalidad;
que no se sepa nunca que el Century se ha perdido en los
parajes del Atlántico.

John Davis no se había equivocado. Pocos momentos
después, Kongre salía con el pabellón
americano, encontrado en el camarote del capitán, y lo iba
desgarrando en mil pedazos.

—¡Ah, canalla! —exclamó John
Davis— ¡La bandera… la bandera de mi
país!…

Apenas si Vázquez tuvo tiempo de retenerle por el
brazo, en el momento en que, fuera de sí, iba a lanzarse a
la playa.

Terminado el pillaje, y completamente llena la chalupa,
Kongre y Garante remontaron hacia el pie del acantilado, pasando
dos o tres veces delante de la gruta donde se ocultaban
Vázquez y John Davis, que pudieron oír que
decían: —¿No será posible salir
mañana? —Mañana no; pero no creo que este mal
tiempo dure muchos días.

—Y no habremos perdido el retraso.

—Sin duda, pero yo esperaba encontrar algo
más en un americano de este tonelaje. El último
barco que hicimos naufragar nos ha valido cincuenta mil
dólares.

—Los naufragios se suceden, pero no se parecen
—respondió Carcante con filosofía—.
Ahora hemos dado con gente de poco más o menos: he
aquí todo.

Exasperado John Davis, había tomado un
revólver, y en un irreflexivo movimiento de
cólera hubiera roto la cabeza al jefe de la banda, si
Vázquez no lo hubiera evitado.

—SÍ, tiene usted razón
—reconoció John Davis—; pero no puedo hacerme
a la idea que esos miserables queden impunes. Y, sin embarco, si
la goleta lograra salir de la isla, ¿dónde
encontrarla…? ¿Dónde perseguirla?

—El temporal no lleva trazas de
amainar—observó Vázquez—. Si el viento
persiste, continuará el fuerte oleaje durante algunos
días…, y no saldrá de la bahía,
créame usted.

—Sí, Vázquez; pero, ¿no me ha
dicho usted que el "aviso" no llegará hasta los primeros
días del mes próximo?

—Tal vez llegue antes, Davis, ¡quién
sabe!…

—¡Dios lo quiera, Vázquez, Dios lo
Quiera?

Era evidente que la tormenta no perdía nada de su
violencia, y en aquella latitud, aun en verano, esas turbulencias
atmosféricas suelen durar una quincena.

Pero, en fin, era de temer que si se producía una
calma, por breve que fuera, la goleta la aprovecharía para
hacerse a la mar.

Serian las cuatro de la tarde cuando Kongre y sus
compañeros reembarcaron. Izada la vela, la chalupa
desapareció en pocos minutos, siguiendo la orilla norte de
la bahía.

Al llegar la noche se acentuaron las ráfagas.
Nubes procedentes del sur descargaron una lluvia fría,
torrencial.

Vázquez y John Davis no pudieron dejar la gruta.
El frío era bastante vivo y tuvieron que hacer lumbre para
contrarrestarlo.

El litoral estaba desierto, la oscuridad
profundísima y nada tenían que temer.

La noche fue horrible. El mar batía furiosamente
en el acantilado.

Del casco del Century no quedaba más que
restos esparcidos por la playa y entre las rocas.

¿Había llegado el temporal a su
máximum de intensidad? Era lo que Vázquez y su
compañero se apresuraron a observar en cuanto hubo
amanecido.

Imposible imaginar una revolución
más formidable de los elementos desencadenados. El agua
del cielo se confundía con la del mar, y continuó
diluviando todo el día y toda la siguiente
noche.

Durante cuarenta y ocho horas ningún barco
apareció a la vista de la isla, y se comprende que
procuraran apartarse de aquellas peligrosas costas, batidas
directamente por la tempestad.

No era, seguramente, en el estrecho de Magallanes ni en
el de Lemaire donde hubieran encontrado refugio contra las
embestidas de semejante huracán. La salvación para
ellas era la huida por la libre extensión del
mar.

Afortunadamente, la cuestión de las subsistencias
no debía preocupar a Vázquez ni a su
compañero. Con las conservas que procedían del
Century tendrían para más de un mes. Para
entonces, el Santa Fe habría fondeado en la
bahía de Elgor, pues el temporal ya no impediría
que el "aviso" se aproximara sin temor alguno al cabo San
Juan.

Este era el tema de todas sus conversaciones.

—Que el temporal dure lo bastante para impedir que
salga la goleta y que amaine para permitir arribar al Santa
Fe;
esto es lo que hace falta —decía
Vázquez con la mayor ingenuidad.

—¡Ah! —contestaba John Davis— si
dispusiéramos del mar y del viento, otro gallo nos
cantaría.

Pero eso no pertenece más que a Dios.

—El no permitirá que estos miserables
escapen al castigo que merecen sus crímenes
—afirmaba John Davis, apropiándose los
términos que Vázquez empleara
anteriormente.

Como los dos sentían el mismo odio y la misma sed
de venganza, estaban imbuidos de un mismo pensamiento.

El 21 y el 22, la situación no varió
sensiblemente. Hubo un momento en que el viento mostró
tendencias hacia el nordeste; pero al cabo de una hora
volvió contra la isla con todo el cortejo de sus
espantosas ráfagas huracanadas.

Dicho se está que ni Kongre ni ninguno de los
suyos volvió a aparecer. Indudablemente, estaban ocupados
en preservar a la coleta de toda avería en aquella caleta
que la marea, engrosada por el huracán, debía
llenar hasta desbordarla.

En la mañana del 23, las condiciones
atmosféricas mejoraron un poco. Después de alguna
indecisión, el viento parecía fijarse al
nortenordeste. Cesó la lluvia, y aunque el viento
continuaba soplando violentamente, el cielo iba
despejándose poco a poco. Las olas no dejaban de batir con
furia, y la entrada de la bahía continuaba impracticable.
La coleta no podría zarpar seguramente aquel
día.

Kongre y Carcante tal vez aprovecharían la
relativa calma para volver al cabo San Juan para observar
el estado del
mar.

Sin embargo, John Davis y Vázquez se arriesgaron
fuera de la gruta, de donde no salían hacia cuarenta y
ocho horas.

— ¿Cederá el viento?
—pregunté Vázquez.

—Mucho me lo temo —contestó John
Davis, a quien su instinto de marino no engañaba—.
¡Nos harían falta diez días más de
temporal!; ¡diez días!… y no los
tendremos.

Con los brazos cruzados observó atentamente el
mar y el cielo,

Después echó a andar detrás de
Vázquez.

De pronto su pie tropezó con un objeto medio
enterrado en la arena, cerca de una roca, y que al choque
despidió un ruido metálico… Al bajarse
reconoció la caja que encerraba la pólvora de a
bordo para los dos cañones de a cuatro que el
Century empleaba para sus señales.

—¡Ah!… ¡Si pudiéramos darle
fuego a la cala de la goleta que ha de llevarse a esos
bandidos!…

—No hay que pensar en ello — contestó
Vázquez, sacudiendo la cabeza—. No obstante, cuando
volvamos abarraré la caja y la llevaré a la
gruta.

Continuaron bajando hacia la playa, sin poder llegar a
la punta del cabo, porque el mar batía allí
furiosamente. Cuando estuvieron cerca de los arrecifes,
Vázquez descubrió entre dos rocas uno de los
cañoncitos, que había rodado hasta allí
cuando el naufragio del Century. Algunos pasos más
allá había algunas balas, que las olas empujaron
tierra adentro.

—¡Lástima que no podamos aprovechar
todo esto! —dijo John Davis.

—¡Quién sabe! —repuso
Vázquez—. Debemos cargar este cañón
por si se nos presenta oportunidad de servirnos de la pieza.
—Lo dudo. —¿Por qué? Puesto que el faro
está apagado, si se presenta de noche un barco en
condiciones del Century, podríamos advertirle a
cañonazos la proximidad de la costa.

John Davis miró a su compañero con gran
fijeza. Parecía como que un pensamiento extraordinario
atravesaba su mente, y se limitó a contestar:

—¿Eso es lo que a usted se le ocurre,
Vázquez;?

—Sí, Davis, y no creo que sea descabellado.
Seguramente que las detonaciones delatarán nuestra
existencia en la isla; los bandidos harán todo lo posible
por descubrirnos, y acaso nos cueste la vida. Pero,
¡cuántas habremos salvado a cambio de la nuestra! Y,
de todos modos, habremos cumplido con nuestro deber.

—¡Hay otra, manera de cumplir nuestro deber!
—murmuró John Davis, sin ser más
explícito.

Sin embargo, no hizo más objeciones, y, conforme
al parecer de Vázquez, el cañoncito fue arrastrado
hasta la gruta; luego transportaron el afuste, las balas y la
caja de pólvora. Este trabajo fue
muy penoso y exigió mucho tiempo. Cuando Vázquez y
John Davis se pusieron a almorzar, la altura de sol indicaba que
eran las diez de la mañana próximamente. Apenas
habían desaparecido, Kongre, Carcante y el carpintero
Vargas daban la vuelta al ángulo del acantilado.
Habían hecho el camino a pie, porque embarcados en la
chalupa hubiera sido muy penoso.

Como lo había presentido Vázquez, los
bandidos iban al cabo a observar el estado del mar. Seguramente
se darían cuenta que la goleta corría grandes
peligros saliendo de la bahía.

así lo reconocieron Kongre y Carcante. Situados
cerca del lugar del siniestro del Century, del que no
quedaban más que algunos restos, apenas podían
mantenerse contra el viento. Hablaban con animación,
gesticulaban, mostrando con la mano el horizonte, y
retrocedían cuando una ola grande y encrespada amenazaba
anegarles.

Vázquez y su compañero no les
perdieron de vista durante la media l hora que pasaron observando
la entrada de la bahía. Al fin se fueron hacia el
faro.

—Ya se han ido —dijo Vázquez—.
Aún volverán esos canallas a observar el mar. John
Davis movió la cabeza con aire contristado.
No le cabía duda que el temporal cesaría antes de
las cuarenta y ocho horas. El oleaje, y aunque no completamente
calmado, permitiría a la goleta doblar el cabo San Juan.
Aquel día, Vázquez y Davis lo pasaron casi todo en
el litoral. Se acentuaba la modificación del estado
atmosférico.

Al anochecer, Vázquez y Davis entraron en la
gruta y satisficieron su apetito con galleta, carne fiambre y
agua mezclada con brandy. Luego, Vázquez se dispuso
a dormir bajo su manta.

—Antes que se duerma usted, hágame el favor
de escucharme una proposición —le dijo Davis.
—Hable, usted. —Vázquez, le debo a usted la
vida, y no pienso hacer nada que no merezca su aprobación.
He aquí una idea que se me ha ocurrido. Examínela
usted y deme su opinión, sin preocuparse de la mía.
—Le escucho a usted, Davis. —El tiempo cambia, el
temporal toca a su fin; el mar estará tranquilo muy en
breve. Espero que la goleta habrá desaparecido antes de
cuarenta y ocho horas.

—Desgraciadamente, es así —repuso
Vázquez, completando su pensamiento con un gesto que
significaba: "¡No podemos hacer nada!" John Davis repuso:
—Si, antes de dos días habrán salido de la
bahía; la goleta habrá doblado el cabo y
desaparecerá en el oeste, y les camaradas de usted, mi
capitán y mis compañeros del Century no
serán vengados.

Vázquez había bajado la cabeza; luego
levantó la vista y miró a John Davis, cuyo rostro
estaba iluminado por los últimos resplandores del
fuego.

Este continuó:

—Una sola eventualidad podría impedir la
salida de la goleta, o al menos retenerla hasta la llegada del
"aviso": una avería que la obligase a volver al
fondeadero. Pues bien, tenemos un cañón,
pólvora y proyectiles… Montemos el cañón
sobre su afuste en la punta del acantilado; carguémosle, y
cuando pase la goleta disparemos sobre ella. Es posible que no
podamos echarla a pique, pero la tripulación no se
aventurará a una larga navegación con una nueva
avería. Los miserables no tendrán más
remedio que volver al fondeadero para repararla… Será
preciso desembarcar la carga… Esto exigirá toda una
semana, y entre tanto, el Santa Fe... John Davis se
calló; había asido la mano de su compañero y
la oprimía.

Sin vacilar, Vázquez le contestó con una
sola palabra: —¡Convenido!

IV

AL SALIR DE LA
BAHIA

En la mañana del 25 de febrero, el viento se
había aplacado y eran manifiestos los síntomas de
tiempo bonancible.

Aquel día decidieron los piratas hacerse a la mar
con la goleta, y Kongre hizo sus preparativos para zarpar por la
tarde. Era de creer que a esa hora el sol habría ya
disipado la niebla, y la marea descendente favorecería la
salida. La goleta llegaría a la altura del cabo San Juan
hacia las siete y el largo crepúsculo de aquellas
latitudes le permitiría doblarlo antes de
anochecer.

De no haberlo impedido la bruma, la goleta hubiera
podido partir aprovechando el reflujo de la mañana.
Efectivamente, todo estaba dispuesto a bordo: cargamento
completo, víveres en abundancia, los que procedían
del Century y los que se habían retirado del
almacén
del faro, en el que no quedaba más que el mobiliario y los
utensilios, con los que Kongre no había querido abarrotar
más la cala. Aunque se había aligerado de parte de
su lastre, la goleta calaba más de lo normal y no hubiera
sido prudente rebasar todavía algunas pulgadas su
línea de flotación.

Poco antes de mediodía, en tanto se paseaban
cerca del faro, Carcante dijo a Kongre:

—La niebla empieza a levantarse y pronto el mar
quedará despejado. Con estas brumas suele calmarse el
viento y el mar.

—Creo que al fin saldremos — contestó
Kongre—, y que nada dificultará nuestra
navegación hasta el estrecho.

—No más allá —dijo Carcante.
Sin embargo, Kongre, la noche será obscura; estamos apenas
en el primer cuarto de luna.

—Poco importa. Carcante; no me hacen falta la luna
ni las estrellas. Conozco toda la Costa norte y espero doblar los
islotes New-Year y el cabo Colnett a buena distancia para no
tropezar con sus rocas. —Mañana habremos perdido de
vista el cabo San Bartolomé, y espero que cuando llegue la
noche la Isla de los Estados habrá quedado a unas veinte
millas a popa.

—Ya es hora, Kongre, después del tiempo que
llevamos aquí. —¿Es que lo lamentas,
Carcante? —No, ahora que todo ha concluido, que hemos hecho
fortuna, que un buen barco nos va a llevar con sus riquezas. Pero
¡mil diablos! yo creí que todo estaba perdido cuando
la Maule…, no la Carcante, fondeó
aquí con una vía de agua. Si no hubiéramos
podido reparar las averías, ¡quién sabe el
tiempo que todavía hubiésemos tenido que permanecer
en la isla!… A la llegada del "aviso" hubiéramos tenido
que volvernos al cabo de San Bartolomé.

—Si —contestó Kongre, cuya feroz
fisonomía se obscurecía—, y la
situación hubiera sido más grave todavía. Al
ver el faro sin torreros, el comandante del Santa Fe
hubiera tomado sus medidas, hubiera practicado pesquisas…
Seguramente registraría toda la isla, y quién sabe
si lograría descubrir nuestro refugio… Y luego que acaso
se le uniera el tercer torrero que se nos ha escapado.

—Por este lado no tengas temor alguno, Kongre: no
hemos encontrado sus huellas. ¿Y cómo, sin
ningún recurso, ha podido vivir cerca de dos meses?…
Pues hay que tener en cuenta que pronto hará dos meses que
la Carcante fondeó en la bahía de Elgor; y a
menos que ese individuo haya
vivido todo ese tiempo de pescado crudo. ..

—Después de todo, nosotros habremos partido
antes de la llegada del "aviso", que es lo importante.

—El Santa Fe no debe llegar hasta dentro de
ocho días lo menos, a juzgar por el libro del faro
—declaró Carcante.

—Y en ocho días —añadió
Kongre— estaremos lejos del cabo de Hornos, en ruta hacia
las Salomón o las Nuevas Hébridas.

—Por supuesto, Kongre. Voy a subir por
última vez a la galería para observar el mar. Si
hay algún barco a la vista…

—¡Qué nos importa! —le
interrumpió Kongre, encogiéndose de hombros—.
El Atlántico y el Pacífico son de todo el mundo. La
Carcante tiene sus papeles en regla; yo me he ocupado de
que así sea, y puedes estar tranquilo. Y aunque
encontráramos el Santa Fe a la entrada del
estrecho, le enviaríamos nuestro saludo, pues nunca
está de más la cortesía.

Como se ve, Kongre confiaba en el éxito.
Verdad es que todo parecía favorecerlo.

En tanto que su capean descendía hacia la playa,
Carcante subió la escalera que conduce a la galería
del faro, y permaneció en observación durante una hora.

El cielo aparecía ya completamente despejado, y
la línea del horizonte se dibujaba con toda
claridad.

Aunque el mar estaba un poco agitado todavía, el
oleaje no era lo suficientemente violento para dificultar la
reparación de la goleta. Además, en cuanto el barco
estuviera en el estrecho encontraría la mar bella, y
navegaría como por un río al abrigo de la tierra y
con viento de popa.

En alta mar no apareció más que un barco,
que navegaba hacia el océano Pacifico y no tardó en
desaparecer.

Una hora más tarde, Carcante tuvo un momento de
inquietud, que pensó comunicar a Kongre.

Una lejana columna de humo apareció hacia el
nordeste. Era un vapor que se dirigía hacia la Isla de los
Estados, o hacia el litoral de la Tierra del Fuego.

Las conciencias de los criminales se sobresaltan por
cualquier cosa.

Bastó una humareda lejana para que Carcante
experimentase serias emociones.

—¿Será el "aviso"? —se
preguntó asustado.

Era el 25 de febrero, y el Santa Fe no
debía arribar hasta los primeros días de marzo.
¿Habría adelantado el viaje? Si era él,
antes de dos horas estaría a la altura del cabo San
Juan… Entonces todo perdido… Era necesario renunciar a la
libertad en el
preciso momento de conquistarla, y volver a la espantosa
existencia del cabo San Bartolomé.

A sus pies. Carcante veía la goleta que se
balanceaba graciosamente. Todo estaba dispuesto. No tenia
más que levar el ancla para zarpar… Pero no le hubiera
sido posible hacerlo con viento contrario y marea ascendente, y
era necesario esperar dos horas y media

Imposible, pues, hacerse a la mar antes de la llegada
del "aviso", si era el Santa Fe aquel barco que estaba a
la vista de la isla.

Carcante soltó un Juramento que le ahogaba. No
quiso, sin embargo, alarmar a Kongre, muy ocupado en los
últimos preparativos, antes de asegurarse por completo, y
continuó en observación en la galería del
faro.

El barco se aproximaba rápidamente, porque
tenía a su favor la corriente y la brisa. El vapor forzaba
la marcha, a Juzgar por la espesa humareda que despedía,
y, de seguir aquella velocidad, no
tardaría en llegar a la altura del cabo.

Carcante iba siguiendo con ansiedad la marcha del barco,
y su inquietud aumentaba a medida que disminuía la
distancia del vapor a la costa. Esta distancia quedó bien
pronto reducida a pocas millas, y el casco del navío se
hizo visible.

En el momento que los temores de Carcante eran
más vivos, desaparecieron como por encanto. El vapor hizo
una maniobra para ganar el estrecho, y el bandido pudo observar
que se trataba de un barco de 1.200 a 1.500 toneladas, y que no
era posible confundir con el Santa Fe.

Todos los de la banda conocían perfectamente el
"aviso" por haberle visto varias veces durante su prolongada
escala en la
bahía de Elgor.

Carcante respiró tranquilo, y se alegró de
no haber alarmado inútilmente a sus compañeros. El
segundo de la banda permaneció todavía una hora en
la galería, hasta que vio desaparecer el vapor hacia el
norte de la isla, a una distancia excesiva para poder enviar su
número al faro, señal que desde luego hubiera
quedado sin correspondencia.

Cuarenta minutos después, el vapor, que navegaba
con una velocidad de lo menos doce nudos por hora,
desaparecía a la altura de la punta Colnett.

Carcante bajó a la playa, después de
haberse asegurado que ningún otro barco aparecía en
toda la extensión del mar.

Se acercaba la hora de la marea baja. Era el momento
fijado para la salida de la goleta. Los preparativos estaban
terminados; las velas prestas a ser izadas.

A las seis, Kongre y la mayor parte de sus
compañeros estaban a bordo. Poco después, el bote
conducía a los que aún estaban en
tierra.

La marea empezaba a bajar lentamente. Ya se
descubría el lugar donde la goleta había estado
durante las reparaciones. Del otro lado de la caleta, las rocas
mostraban sus cabezas puntiagudas. Una ligera resaca iba a morir
en la arena de la playa.

Había llegado el momento de zarpar, y Kongre dio
la orden de levar el ancla.

Las velas fueron orientadas, y la goleta comenzó
lentamente su movimiento hacia el mar.

El viento soplaba de estesudeste, y la Carcante
doblaría sin dificultad el cabo San Juan.

Kongre, que conocía perfectamente la
bahía, estaba seguro que ningún peligro le
amenazaba, y con la mano en el timón, dejaba que la goleta
fuera aumentando su velocidad.

A las seis y media, la Carcante no estaba
más que a una milla de la extrema punta. Kongre
veía todo el mar, hasta el límite del horizonte. El
sol iba descendiendo hacia su ocaso, y bien pronto las estrellas
brillarían en el cenit, que se ensombrecía bajo el
velo del crepúsculo.

Carcante se aproximó en aquel momento a su
Jefe.

—¡Al fin vamos a vernos fuera de la
bahía! —dijo con satisfacción.

—Dentro de veinte minutos doblaremos el cabo San
Juan —contestó Kongre—. La estación
está ya muy avanzada, y creo que podemos contar con la
persistencia de estos vientos del este.

En aquel momento, el hombre de guardia,
exclamó:

—¡Atención a proa!…
—¿Qué ocurre? —preguntó
Kongre.

Carcante acudió para ver lo que
pasaba.

La goleta pasaba precisamente por frente a la caverna
donde la banda había vivido tan largo tiempo.

En este lugar de la bahía derivaba parte de la
quilla del Century, rechazada hacia el mar por el reflujo.
Un choque hubiera podido tener lamentables consecuencias, y no
había instante que perder para apartarse de este
obstáculo. Kongre viró ligeramente. La maniobra
produjo el efecto deseado, pues apenas si la quilla de la
Carcante rozó aquel pedazo del casco del
Century. En aquel preciso momento, un agudo silbido
desgarró el aire, y un violento choque hizo estremecerse a
la goleta, seguido inmediatamente por una
detonación.

Al mismo tiempo se elevó del litoral una humareda
blanquecina que el aire rechazó hacia el interior de la
bahía,

—¿Qué es esto? —exclamó
Kongre.

—¡Han disparado contra nosotros?
—contestó Carcante.

—¡Toma la barra! —ordenó
Kongre.

Y precipitándose a babor, se inclinó sobre
la borda, advirtiendo un agujero en el casco, a medio pie de
altura sobre la línea de flotación.

Toda la tripulación se agrupó
inmediatamente en la proa de la goleta.

¡Era un ataque procedente de aquella parte del
litoral!… Un proyectil que la Carcante recibía en
su flanco en el momento de salir de la bahía, y que si le
hubiera dado un poco más abajo seguramente la hubiese
echado a pique.

Se comprenderá fácilmente la Sorpresa y el
espanto que produjo a bordo tan inesperada
agresión.

¿Qué podían hacer Kongre y
sus compañeros?… ¿Echar el bote al agua remar
hacia la orilla y apoderarse de los que habían disparado
contra ellos?… Pero ¿no serían los enemigos
superiores en número?

Lo más cuerdo era alejarse, a fin de reconocer la
importancia de la avería.

Se imponía esta determinación, tanto
más que los agresores persistían.

Se alzó otro fogonazo en el mismo sitio, y la
goleta recibió un nuevo choque. Un segundo proyectil
acababa de herirla un poco más a popa que el
primero.

Kongre ordenó precipitadamente virar a estribor.
En menos de cinco minutos empezó a alejarse de la orilla,
y bien pronto estuvo fuera del alcance de la pieza de
fuego.

Ninguna otra detonación volvió a
oírse La orilla aparecía desierta liaste la punta
del cabo, y era de creer que el ataque no se
reproduciría.

Lo que más urgía era comprobar el estado
del casco. Este examen no podía hacerse por el interior
del barco, porque hubiera sido necesario desembarcar la carga.
Pero lo que no dejaba lugar a duda era que los dos proyectiles
habían atravesado el casco, alojándose en la
cala.

Fue echado al agua el bote, desde el cual Kongre y el
carpintero examinaron el casco de la goleta, a fin de ver si
podían reparar allí mismo la
avería.

Pronto pudieron cerciorarse que los proyectiles
habían atravesado hasta la cala. Afortunadamente, no
hablan interesado más que la obra muerta.

Los dos agujeros estaban cerca de la línea de
flotación. Unos cuantos centímetros más
abajo, y se hubiera producido una vía de agua que tal vez
no hubiera habido tiempo de cegar antes que la cala se hubiera
inundado, y hubiera sumergido la Carcante a la entrada de
la bahía.

Seguramente, Kongre y los suyos se hubieran salvado en
el bote, pero la goleta se habría perdido sin
remisión.

En suma, la avería no era de extrema gravedad,
pero de bastante importancia para impedir que la Carcante
se aventurase en una larga navegación. Al menor bandazo
que diese sobre babor, el agua penetraría en el
interior.

Era necesario, por lo tanto, tapar los dos agujeros
hechos por los proyectiles antes de continuar la
marcha.

—¿Pero quién será el canalla
que nos ha enviado esto? —preguntaba reiteradamente
Carcante.

—Tal vez ese torrero que se nos ha escapado
—contestó Vargas—. Acaso, acaso algún
superviviente del Century a quien ese torrero habrá
salvado. Pero, en fin, para disparar proyectiles hace falta un
cañón, y ese cañón no habrá
caído de la luna.

—Evidentemente —aprobó
Carcante—. No hay duda que procede del barco
náufrago. ¡Qué lástima que no hayamos
dado con él entre los restos!…

—No se trata ahora de eso
—interrumpió bruscamente Kongre—, sino de
reparar lo antes posible la avería.

En efecto, no era cosa de entretenerse en discutir
acerca del ataque contra la goleta, sino de proceder a las
necesarias reparaciones.

En rigor, se la podría conducir a la orilla
opuesta de la bahía, a la punta Diegos. Una hora
bastaría para ello. Pero en este lugar la goleta hubiera
estado muy expuesta a los vientos de alta mar, y hasta la punta
Several la costa no ofrecía ningún seguro
abrigo.

Kongre resolvió, por lo tanto, volver aquella
misma noche al fondo de la bahía de Elgor, donde el trabajo
podría llevarse a cabo con toda seguridad y lo más
rápidamente posible.

Pero en aquel momento la marea descendía y la
goleta no podía vencer el reflujo. Forzoso era esperar la
marca
ascendente, que no se haría sentir hasta las tres de la
madrugada.

La Carcante se balanceaba vivamente por la
acción
del oleaje, y la corriente amenazaba arrastrarla hasta la punta
Several. De vez en cuando se oía el ruido del agua
precipitándose por los dos agujeros que los proyectiles
habían hecho en el casco.

Kongre no tuvo más remedio que resignarse a echar
el ancla a unos cuantos cables de la punta Diegos.

En resumen, la situación era poco
tranquilizadora. La noche se echó encima, y bien pronto la
oscuridad fue profunda.

Era necesario todo el conocimiento
que Kongre tenía de aquellos parajes para no estrellarse
contra alguno de los numerosos arrecifes que impiden el acceso a
la costa.

Al fin se dejó sentir la marea ascendente. El
ancla fue recogida a bordo, y la Carcante, no sin haber
corrido serios peligros, fondeó de nuevo en la caleta de
la bahía de Elgor.

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