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Julio Verne – El faro del fin del mundo (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4

Partes: 1, , 3, 4

V

DURANTE TRES
DIAS

Fácil es imaginarse a qué grado de
exasperación llegarían Kongre, Carcante y los
otros. En el preciso momento en que iban a dejar la isla, les
había detenido un obstáculo imposible de prever…
Y en cuatro o cinco días, tal vez en menos, el "aviso"
podría presentarse en la entrada de la bahía de
Elgor. Seguramente, de haber sido menos graves las averías
de la coleta, Kongre no hubiese dudado en buscas otro fondeadero.
Hubiera ido, por ejemplo, a refugiarse en el abra de San Juan,
que al doblar el cabo se encuentra en la costa septentrional de
la isla. Pero en el estado en
que se encontraba el barco, hubiera sido una locura pretender
realizar semejante travesía; hubiérase ido al fondo
antes de llegar a la altura de la punta. El recorrido
había de hacerlo con viento de popa, y el agua no
hubiese tardado en invadir la bodega; por lo menos la carga se
hubiera perdido irremisiblemente.

Se imponía, por lo tanto, el regreso a la caleta
del faro, y Kongre había obrado muy cuerdamente al
acordarlo. Durante aquella noche nadie durmió a bordo,
dedicándose todos a la vigilancia más estricta, en
prevención de un nuevo ataque.

Era de temer que una tropa numerosa, superior a la banda
Kongre, hubiera desembarcado en la isla. Tal vez se conociera ya
en Buenos Aires
la existencia de esta banda de piratas, y el gobierno
argentino tratase de destruirla.

Sentados a popa Kongre y Carcante, hablaban de todo
esto, mejor dicho, hablaba solamente el segundo, pues Kongre
permanecía absorto y no contestaba más que por
monosílabos.

Carcante fue el primero que expuso esta hipótesis: la llegada a la Isla de los
Estados de soldados argentinos para perseguir a Kongre y sus
compañeros. Pero aun admitiendo que su desembarco hubiese
pasado inadvertido, no era aquel

procedimiento el de una tropa recular. Lo natural era el
ataque inmediato a la plaza, o en caso que les hubiese faltado el
tiempo para
organizarlo, haber dispuesto a la entrada de la bahía
varias embarcaciones para apoderarse de la goleta a su salida, o,
cuando menos, para ponerla en la imposibilidad de continuar su
ruta. En todo caso, era evidente que no se hubiesen limitado a la
única escaramuza de aquellos desconocidos agresores, cuya
prudencia demostraba su debilidad.

Carcante abandonó, pues, aquella
hipótesis y
volvió a la idea de Vargas.

Sí, era evidente que lo único que se
proponían los que atacaron a la goleta era. impedir que
saliera de la isla. Se trataba, indudablemente, algunos
supervivientes del Century que se habían encontrado
con el torrero, quien les pondría en autos de todo
lo sucedido, previéndoles de la próxima llegada del
"aviso"…

—¡Pero el "aviso" no está aquí
todavía! —dijo Kongre con voz que la cólera
hacía temblar—. Antes de su regreso, la goleta
estará lejos de la isla.

Era muy improbable, aun admitiendo que el torrero del
faro hubiera encontrado a los náufragos, que entre todos
sumaran más de tres. ¿Cómo admitir que se
hubiesen salvado más de tan violenta tempestad? ¿Y
qué iba a poder este
puñado

de hombres contra una tropa numerosa y bien
armada?

La goleta, una vez reparada, ganaría alta mar,
saliendo por medio de la bahía. Lo que había
ocurrido una vez era preciso procurar que no se
repitiera.

No era, pues, más que una cuestión de
tiempo. ¿Cuántos días se emplearían
en reparar la nueva avería?

Durante la noche no ocurrió incidente alguno, y
en cuanto hubo amanecido, la tripulación puso manos a la
obra.

El primer trabajo
consistía en desplazar la parte de la carga
correspondiente al flanco de babor. Se necesitaría lo
menos medio día para subir hasta el puente aquella
multitud de objetos. No sería necesario desembarcar el
cargamento ni dejar en seco la goleta, porque
encontrándose los agujeros un poco por encima de la
línea de flotación, se conseguiría taparlos
sin gran trabajo.

Kongre y el carpintero bajaron a la cala, y he
aquí el resultado de su examen:

Los agujeros, situados a dos o tres pies el uno del
otro, eran los dos de bordes limpios, como si hubiesen sido
hechos con un taladrador. Podrían, por tanto, quedar
herméticamente cerrados con trozos de madera.

En suma, no podía decirse que la goleta hubiera
experimentado serias averías. No comprometían el
buen estado del
casco, y podrían ser rápidamente reparadas.
—¿Cuándo? —preguntó Kongre.
—Entre hoy y mañana todo quedará
arreglado.

—; De suerte que podremos volver a colocar la
carga durante la noche y aparejar pasado
mañana?

—Seguramente— declaró el
carpintero.

Sesenta horas bastarían para las reparaciones, y
la partida de la Carcante no se habría al fin y al
cabo retardado más que dos días.

Carcante preguntó a Kongre si no se
proponía volver al cabo San Juan para, procurar saber
qué había sucedido.

—¿Para qué? —contestó
Kongre—. No sabemos con quién nos las tenemos que
haber, y necesitaríamos ir diez o doce, no pudiendo quedar
más que dos o tres al cuidado de la coleta.. ¡Y
quién sabe lo que ocurriría durante nuestra
ausencia!

—Es verdad —convino Carcante—; y
luego, ¿qué ganaríamos con eso? Lo
importante es dejar la isla lo antes posible.

—Pasado mañana, por la mañana,
estaremos en alta mar —declaró terminantemente
Kongre.

Había, pues, muchas probabilidades que el "aviso"
no arribara antes de la partida de la goleta.

Además. Si Kongre y sus compañeros se
hubiesen trasladado al cabo San Juan, no hubieran encontrado
restos de Vázquez y John Davis.

He aquí lo que había sucedido. Durante la
tarde de la víspera la proposición hecha por John
Davis les ocupó por completo. El sitio escogido para
emplazar el cañón fue el ángulo mismo de la
escollera. Entre las rocas que se
amontonaban en aquella punta, John Davis y Vázquez
pudieron fácilmente acoplar el afuste; pero, en cambio, les
costó un gran trabajo trasportar el cañón
hasta el lugar elegido de antemano. Fue necesario atravesar un
espacio erizado de puntas rocosas, por donde no era posible
arrastrarlo. No había más remedio que levantar la
pieza con palancas, lo que exigía mucho tiempo y mucha
fatiga.

Serían las seis cuando el cañoncito
quedó emplazado de manera que enfilara la entrada de la
bahía. John Davis procedió a cargarlo,
introduciendo una fuerte cantidad de pólvora que fue
atascada con hojas secas, encima de las cuales se colocó
el proyectil. Se puso el cebo y la pieza quedó en
disposición de hacer fuego en el momento
preciso.

John Davis dijo entonces a Vázquez:

—He pensado detenidamente en lo que nos conviene
hacer. Es preciso no echar a pique la goleta, pues si así
fuera, todos esos canallas podrían ganar la orilla, y tal
vez no pudiéramos escapar. Lo esencial es que la goleta se
vea precisada a volver a su fondeadero, y permanecer en él
algún tiempo para reponer sus averías.

—Estamos conformes —dijo
Vázquez—; pero la avería que produzca la bala
del cañón puede quedar reparada en una
mañana.

—No —contestó John Davis—,
porque se verán obligados a desembarcar la carga. Estimo
que invertirán lo menos cuarenta y ocho horas, y estamos a
veintiocho.

—Y como el "aviso" puede no llegar en una semana
—objetó Vázquez—, ¿no
sería preferible tirar sobre la arboladura, mejor que
sobre el casco?

—Evidentemente, Vázquez; una vez
desamparada de su mástil de mesana o de su palo mayor
—y no veo medio que pudieran reemplazarlos—, la
goleta quedaría retenida por largo tiempo. Pero atinar a
su mástil es más difícil que dar en el
casco, y es necesario que nuestros proyectiles den en el
blanco.

—Sí, es verdad —contestó
Vázquez—; tanto más que, si estos miserables
no salen hasta la marea de la tarde, que es lo más
probable, habrá ya poca claridad. Haga usted, pues, lo que
mejor le parezca, Davis.

Vázquez y su compañero no tenían
más que esperar, y se apostaron cerca de la pieza,
dispuestos a hacer fuego en cuanto la goleta pasara frente a
ellos.

Ya se sabe cuál fue el resultado del ataque y en
qué condiciones tuvo la Carcante que volver a su
fondeadero. John Davis y Vázquez no

dejaron su puesto hasta ver que la goleta estaba de
nuevo en el fondo ¿e la bahía.

Y ahora lo que les aconsejaba la prudencia era buscar
otro refugio en cualquier otro punto de la isla.

Podía suceder, como Vázquez había
dicho, que Kongre y una parte de los suyos fueran al cabo San
Juan en persecución de los agresores.

Su decisión fue rápidamente adoptada.
Dejar la gruta, buscar a una o dos millas de allí un nuevo
refugio, situado de tal suerte que pudieran ver todo barco que
llegase por el norte. Si el Santa Fe aparecía, se
trasladarían al cabo San Juan, para desde allí
hacerle señales. El comandante Lafayate les
enviaría un bote para recogerlos a bordo, donde le
pondrían al tanto de la situación; situación
que al fin se desenlazaría, bien que la goleta
permaneciera retenida en la caleta, o que, desgraciadamente,
estuviera ya en alta mar.

—Dios quiera que esto no ocurra
—repetía Vázquez.

A medianoche se pusieron en marcha llevándose las
provisiones, las armas y la
reserva de pólvora. Siguieron la orilla del mar durante
seis millas, aproximadamente, dando la vuelta al abra de San
Juan. Después de algunas pesquisas, acabaron, por
descubrir una cavidad suficiente para poderse refugiar hasta la
llegada del "aviso". Vázquez y John Davis estuvieron en
observación. Sabían que la goleta no
podía aparejar mientras estuviera subiendo la marea, y
estaban tranquilos. Pero con el reflujo volvía la
posibilidad que los bandidos se largaran si durante la noche
lograban reparar las averías. Seguramente que Kongre no
retardaría ni una hora su salida, ante el temor que el
Santa Fe apareciera a la vista de la isla.

Ni uno solo de los de la banda apareció en el
litoral. Ya se sabe que Kongre había decidido no perder
tiempo en pesquisas, que habrían resultado
inútiles. Activar el trabajo,
terminar las reparaciones en el más breve plazo posible,
era lo mejor que podían hacer.

Vázquez y John Davis no observaron novedad alguna
durante todo el 1º de marzo. ¡Pero qué largo se
les hacía el día!…

Al anochecer, después de observar la bahía
y obtener la seguridad que la
goleta no había levado anclas, se retiraron a su refugio
en busca del reposo, que tanto necesitaban.

Se levantaron al lucir el sol, y sus
primeras miradas fueron hacia el horizonte.

Ningún barco aparecía a la vista de la
isla. El Santa Fe no se anunciaba por la columna de humo
de su chimenea. ¿Estaría dispuesta la goleta para
hacerse a la mar? Empezaba el reflujo, y si lo aprovechaban, en
una hora habrían doblado el cabo San Juan.

Era inútil pensar en repetir la tentativa de la
víspera, porque Kongre estaba ya sobre aviso y
tendría muy buen cuidado en pasar fuera del alcance de la
pieza.

Se comprende qué de angustiosas inquietudes
pasarían Vázquez y John Davis durante todo el
tiempo que duró la marea. Hacia las siete se hizo sentir
la marea ascendente, y con ella la seguridad que Kongre no
podría aparejar hasta por la tarde.

El tiempo estaba hermoso, el viento se mantenía
al nordeste y en el mar no quedaban vestigios de la última
tempestad. El sol brillaba entre ligeras nubes, muy elevadas, que
la brisa no desvanecía.

Un día más de incertidumbre y de alerta
para Vázquez y su compañero. La banda no
había dejado las inmediaciones del faro y no era probable
que ninguno de los piratas se alejase de allí en todo el
día. —Esto prueba que esos canallas se afanan en la
tarea —dijo Vázquez.

—Si, se dan prisa —contestó John
Davis—. Dentro de poco las averías producidas por
los proyectiles quedarán reparadas y nada les
detendrá.

—Y tal vez… esta misma noche … aunque la marea
sea tardía —añadió
Vázquez—. No tienen necesidad de un faro que les
alumbre, la conocen perfectamente. Así como la
última noche la remontaron, esta noche descenderán
por

ella al mar; la goleta se los llevará…
¡Qué desgracia que no la haya usted
desmantelado!…

—¡Qué quiere usted, Vázquez!
—contestó Davis

—. ¡Se ha hecho lo que se ha podido!
¡Dios hará lo demás!

—Nosotros le ayudaremos —dijo entre dientes
Vázquez, que parecía haber tomado de pronto una
enérgica resolución.

John Davis permanecía pensativo ; iba y
venía por la playa, la vista fija en el norte. ¡Nada
en el horizonte … ¡Nada!

Se detuvo bruscamente, y acercándose a su
compañero, le dijo:

—¿Y si fuéramos a ver lo que pasa en
el faro?

—¿Al fondo de la bahía,
Davis?

—Sí, reconoceremos si la goleta está
en disposición de hacerse a la mar.

—¿Y qué habremos adelantado con
eso?

—¡Saber, Vázquez!
—exclamó John Davis—. Me muero de
impaciencia… ¡No puedo más! ¡Es más
fuerte que yo!

Y verdaderamente, se veía que el segundo del
Century no era dueño de SÍ.

—¿Cuánto hay de aquí al faro?
—preguntó Davis.

—Tres millas, todo lo más, pasando por las
colinas y yendo en línea recta hacia la
bahía.

—Pues bien, yo iré, Vázquez…
partiré a las cuatro… llegaré antes de las seis y
me deslizaré hasta donde pueda. Aunque haya amanecido no
me descubrirán, y yo podré observar…

Hubiera sido inútil tratar de disuadir a John
Davis. Vázquez ni siquiera lo intentó, y cuando su
compañero dijo: "Usted se quedará aquí
vigilando el mar… Iré solo y estaré de vuelta
ante de anochecer", contestó como hombre que
tiene su plan:

—Le acompañaré a usted, Davis. .. Yo
también quiero dar una vuelta por el faro. Estaba decidido
y así se haría. Durante las horas que faltaban para
ponerse /en camino, Vázquez dejó a su
compañero en la playa y se aisló en la cavidad que
les había servido de refugio, entregándose a una
misteriosa tarea.

El segundo del Century le sorprendió una
vez en disposición de. afilar cuidadosamente su largo
cuchillo en la roca, y otra desgarrando una camisa en tiras que
luego trenzaba haciendo una cuerda.

A las preguntas que le fueron hechas, Vázquez
respondió de un modo evasivo, asegurando que se
explicaría más claramente cuando llegara la noche.
John Davis no insistió.

A las cuatro de la madrugada, después de comer un
poco de galleta y un trozo de carne fiambre, los dos, armados de
sus revólveres, se pusieron en marcha, escalando sin
grandes dificultades las crestas de las colinas. Ante ellos se
extendía una extensa llanura árida. Ni un solo
árbol se divisaba en todo el alcance de la vista. Algunas
aves de mar,
chillonas y ensordecedoras, volaban por bandadas en dirección sur.

La ruta que habían de seguir para llegar al fondo
de la bahía de Elgor estaba perfectamente indicada.
—Allí — dijo Vázquez. Y con la mano
señaló el faro, que se alzaba a menos de dos
millas.

—Marchemos — respondió John
Davis.

Los dos caminaban con paso rápido. Las
precauciones no eran necesarias hasta que estuviesen cerca de la
caleta.

Al cabo de media hora de marcha se detuvieron
anhelantes, pero no sentían la fatiga. Quedaba
todavía una media milla que franquear.

La prudencia era ya necesaria en prevención de
que Kongre o alguno de sus hombres estuviese en
observación desde el faro. A esta distancia podían
ya ser advertidos.

Como la atmósfera estaba
diáfana, la galería era perfectamente visible. No
había nadie en ella en aquel momento, pero acaso Carcante
o algún otro se encontraran en la cámara de cuarto,
desde donde por las estrechas ventanas, orientadas a todos los
puntos cardinales, la mirada podía observar la isla en una
vasta extensión. John Davis y Vázquez se deslizaron
entre las rocas esparcidas por doquier en un desorden
caótico. Pasaban de una a otra deslizándose
cuidadosamente, a veces arrastrándose por el suelo para
atravesar un espacio descubierto. Su marcha se retardó
considerablemente durante esta última parte del
camino.

Eran cerca de las seis cuando alcanzaron la
última de las colinas que encuadraban la
caleta.

No era posible que fuesen descubiertos, a menos que uno
de los de la banda se hubiera destacado en dirección a
ellos. Aun desde lo alto del faro no hubieran podido ser visibles
en medio de las rocas, entre las que se
confundían.

La Carcante estaba allí, flotando en la
caleta. La tripulación se ocupaba en volver a la cala la
parte de la carga que había sido preciso subir al puente
durante las reparaciones. Todo indicaba que la reparación
estaba concluida, que los agujeros producidos por los proyectiles
quedaban completamente cerrados.

—¡Están en disposición de
partir! — exclamó John Davis, comprimiendo su
cólera, próxima a estallar.

—Quién sabe si zarparán antes de la
marea, de aquí a dos o tres horas — decía
Vázquez.

—¡Y no poder nada! ¡Nada!
—repetía John Davis.

Efectivamente, el carpintero Vargas había
cumplido su palabra. Su tarea había sido rápida y
convenientemente ejecutada. No quedaba huella de la
avería. Habían bastado los dos días.
Colocada la carga en su sitio, cerradas las escotillas, la
Carcante estaba en disposición de hacerse a la
mar.

Sin embargo, transcurrió el día y
desapareció el sol sin que a bordo se notasen
señales de una próxima partida. Desde su abrigo,
Vázquez y John Davis escuchaban los ruidos que llegaban
hasta ellos desde la bahía. Eran gritos, risas,
juramentos, el arrastrar de los fardos sobre el puente. A eso de
las diez oyeron distintamente el ruido de una
escotilla que se cerraba. Luego, el más completo
silencio.

Davis y Vázquez sintieron que se les
oprimía el corazón.

Sin duda, terminado el trabajo, había llegado el
momento de partir…

Pero no, la goleta continuaba balanceándose en la
caleta, sujeta a su ancla, que no había sido elevada del
fondo de la bahía.

Pasó una hora. El segundo del Century y
tomó la mano de Vázquez, diciendo: —La marea
vuelve a subir. —¡No partirán!… —Hoy
no; pero, ¿y mañana? —Ni mañana, ni
nunca —afirmó Vázquez—. Venga usted
— añadió, saliendo de la concavidad donde
estaban emboscados.

Davis, muy intrigado, siguió a Vázquez,
que avanzaba prudentemente hacia la playa. En pocos minutos
estuvieron al pie del faro. Una vez allí, Vázquez,
después de una ligera pesquisa, desplazó una roca,
que hizo girar sin gran esfuerzo.

—Metase usted ahí dentro —dijo a
Davis, designándole el hueco que había quedado al
descubierto—. Este es un escondrijo que por casualidad
descubrí cuando estaba en el faro. Estaba lejos de
sospechar que podía serme útil. No es una caverna,
es un agujero en el que apenas podremos estar los dos; pero
pasarán mil veces a nuestro lado sin sospechar que la casa
está habitada.

Davis se deslizó en la cavidad, donde
inmediatamente entró Vázquez. Apretados el uno
contra el otro, hasta el punto de no poderse mover, hablaban a
media voz.

—He aquí mi plan —dijo
Vázquez—. Usted me esperará aquí.
—¿Esperarle a usted? —Sí; voy a la
goleta. —¿A la goleta? — dio Davis
estupefacto.

—He resuelto que los bandidos no salgan de la
bahía — declaró Vázquez con
firmeza.

Y sacó del bolsillo dos paquetes y un
cuchillo.

—Este es un cartucho que he confeccionado con
nuestra pólvora y un trozo de camisa. Con otro pedazo de
tela y el resto de la pólvora he fabricado esta mecha. Voy
a ponerlo todo encima de mi cabeza para ganar a nado la goleta.
Con el cuchillo haré un agujero bajo la bóveda. En
este agujero colocaré la carga de pólvora, y una
vez encendida la mecha, volveré a tierra. Tal es
mi proyecto, que por
nada del mundo dejaré de poner en
práctica.

—¡Es maravilloso! —exclamó John
Davis entusiasmado—. Pero no permitiré que corra
usted solo tan gran peligro. Le acompañaré a
usted.

¿Para qué?
—replicó Vázquez—. Un hombre solo pasa
más inadvertido, y para lo que quiero hacer, uno
basta.

Davis creyó que debía insistir; pero
Vázquez se mantuvo inflexible. La idea era suya, y a
él le competía ponerla en ejecución. Davis
no tuvo más remedio que ceder ante la firme
resolución de su compañero.

De noche cerrada, Vázquez, después de
despojarse de sus vestidos, salió del escondrijo y fue
bajando la colina. Una vez en el mar, se echó al agua y
nadó con brazo vigoroso hacia la goleta, que se balanceaba
muellemente a un cable de la orilla.

A medida que se aproximaba, la masa del barco se
hacía más negra y más imponente. Bien pronto
advirtió el nadador la silueta del hombre de guardia.
Sentado en la borda, con las piernas pendientes hacia el agua, el
marinero silbaba una canción, cuyas notas se oían
distintamente en el silencio de la noche.

Vázquez describió una curva y se
aproximó a la popa del barco, ocultándose en la
sombra. El timón se dibujaba por encima de él, y
con sobrehumanos esfuerzos logró gatear hasta la parte
superior, colocándose a horcajadas.

De esta suerte, con sus dos manos libres, pudo asir el
saco que llevaba en la cabeza, y manteniéndolo entre los
dientes, explorar su contenido. Sacando el cuchillo, se puso
inmediatamente a la tarea. Poco a. poco, el agujero practicado en
el codaste iba siendo más ancho y más profundo.
Después de una hora de trabajo, la hoja del cuchillo
salió por la parte opuesta. En este agujero metió
Vázquez el cartucho que llevaba preparado, y le
adaptó la mecha, buscando luego su mechero en el fondo del
saco.

En aquel momento aflojó un instante las piernas,
y sintió que se deslizaba. Aquello era el irremediable
fracaso de su tentativa. Si se le mojaba la mecha, tenía
que renunciar a hacer fuego.

En el involuntario movimiento que
hizo para mantenerse en equilibrio, el
barco osciló y el cuchillo cayó al agua produciendo
un ligero ruido.

La canción del hombre de a bordo había
cesado bruscamente. Vázquez le oyó marchar por el
puente e inclinarse hacia el agua. Su sombra se dibujó en
la superficie del mar. el marinero buscaba, sin duda, la causa
del ruido insólito que había atraido su atencion.
Permanenció largo tiempo en esta actitud, en
tanto que Vázquez, las piernas agarrotadas, las
uñas crispadas sobre la resbaladiza madera, sentía
que le iba faltando la fueza tranquilizado por el sielencio el
marinero se alejó hacia la proa, reanudando su
interrumpida canción

Vázquez sacó del saco el mechero y
batió el pedernal dándole golpecitos con el
eslabón. Se desprendieron ligeras chispas y la mecha
comenzó a chisporrotear.

Rápidamente, se deslizó a lo largo del
timón y entrando de nuevo en el agua, se dirigió a
la orilla a grandes brazadas silenciosas.

En el escondrijo donde se había quedado solo, el
tiempo se le hacía eterno a John Davis. Transcurrió
media hora, tres cuartos, una hora… Davis no pudiendo dominar
su impaciencia, se deslizó fuera del agujero, mirando
ansiosamente hacia el mar.

¿Qué le ocurriría a
Vázquez?, ¿Habría fracasado su
tentativa?

De todos modos no debía haber sido descubierto
puesto que continuaba reinando el silencio más
absoluto.

De pronto, repercutida por el eco de la colina,
estalló una explosión sorda, seguida de un clamoreo
de lamentaciones y de gritos. Momentos después, un hombre,
completamente mojado, llegaba a todo correr, y empujando a Davis,
se deslizaba Junto a él en el escondrijo, haciendo girar
el bloque que disimulaba la entrada.

Casi al mismo tiempo, un pelotón de hombres
pasó gritando. Sus gruesos zapatones golpeando en las
piedras no lograban apagar sus voces.

—¡Es nuestro! — Decía uno de
ellos.

—Le he visto como te estoy viendo a ti —
añadió otro. —Iba solo. —Seguramente
que no está a cien metros de nosotros.

—¡Ah canalla! ¡Ya te
cazaremos!…

El ruido se fue extinguiendo con la
distancia.

—¿Está hecho? —
preguntó Davis en voz baja. —Sí —
contestó Vázquez. —¿Y cree usted que
ha conseguido su propósito? —Espero que sí.
Al lucir el alba, el
martilleo de a bordo hizo desaparecer las dudas. Puesto que se
trabajaba en la goleta es que tenía averías, y que
la tentativa de Vázquez había tenido éxito.

Pero lo que ni uno ni otro podían saber era la
importancia de estas averías.

—Puede ser que tengan que permanecer un mes en la
bahía — exclamo Davis, olvidando que si tal cosa
ocurriera, su compañero y él se morirían de
hambre en el fondo de su escondite.

—¡Silencio! — dijo Vázquez,
asiéndole una mano.

Se aproximaba un nuevo grupo de
hombres, acaso el mismo que regresaba de la infructuosa caza. Los
que lo constituían no pronunciaban una palabra. No se
oía más que el ruido de las pisadas.

Toda la mañana estuvieron Vázquez y Davis
oyendo patear alrededor de ellos. Los bandidos pasaban y
repasaban en persecución del agresor de la
goleta.

Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría,
esta persecución pareció disminuir. Hacía
largo tiempo que no se oía ningún ruido del
exterior, cuando a mediodía se detuvieron tres o cuatro
hombres a dos pasos del agujero en que Davis y Vázquez
estaban embutidos.

—Decididamente, no hay medio de dar con él
— dijo uno de ellos, sentándose sobre la roca misma
que obstruía el orificio.

—Más vale que renunciemos a ello
—afirmó otro—; los camaradas están ya a
bordo.

—Y nosotros vamos a hacer otro tanto.
Después de todo, ese bribón ha dado un golpe en
vago.

Vázquez y Davis se estremecieron, prestando gran
atención a lo que decían sus
enemigos.

—Si — aprobó un cuarto interlocutor.
Lo que él quería era hacer saltar el
timón.

—¡El alma y el
corazón de un barco!…

—¡Bonita obra nos hubiera hecho ese
pillo!…

—Afortunadamente, no lo ha conseguido. El mal se
reduce a un agujero en la bóveda y a un herraje arrancado.
El timón no ha sufrido nada, o casi nada.

—Hoy mismo quedará todo reparado
—repuso el que había iniciado esta
conversación, y esta tarde, antes que suba la marea, nos
habremos largado y que se quede ese maldito en la isla
muriéndose de hambre.

—Bueno, López, ¿has descansado ya
bastante? —interrumpió bruscamente una voz
ruda—. ¿A qué charlar tanto? Vamos a
bordo.

—¡Vamos! — contestaron los otros tres,
poniéndose en marcha.

En la reducidísima caverna donde se ocultaban
Vázquez y Davis, aplanados por lo que acababan de
oír, se miraron en silencio. Dos gruesas lágrimas
aparecieron en los ojos de Vázquez, deslizándose
por sus curtidas mejillas, sin que el rudo marino se preocupara
de disimular este testimonio de su impotente
desesperación.

He aquí a qué irrisorio resultado le
había conducido su heroica tentativa. Doce horas de
retraso suplementario; a esto se reducía todo el perjuicio
sufrido por la banda de piratas.

Aquella misma tarde, con sus averías reparadas,
la goleta se alejaría por el extenso mar, desapareciendo
en el horizonte.

El ruido del martilleo que subía de la caleta
probaba que Kongre hacía trabajar con ardor para poner a
la Carcante en disposición de hacerse a la
mar.

A las cinco y cuarto, este ruido cesó
bruscamente, con gran desesperación de Vázquez y
Davis, que comprendieran que había dado fin el trabajo de
reparación.

Pocos minutos después, el chirrido de la cadena
les comunicó que Kongre había mandado levar el
ancla, disponiéndose para zarpar.

Vázquez no pudo contenerse y, haciendo girar la
roca, se arriesgó a echar una ojeada al
exterior.

Hacia el oeste, el sol declinaba detrás de las
montañas que limitaban la vista por esta parte.

No transcurriría una hora sin que la luz solar se
hubiera extinguido por completo.

La goleta continuaba en el fondo de la bahía sin
que mostrase ninguna visible huella de sus recientes
averías. A bordo todo parecía estar dispuesto. La
cadena, vertical y rígida, indicaba que bastaría un
último esfuerzo para levar el ancla en el momento
deseado.

Vázquez, olvidando toda prudencia, había
sacado la mitad del cuerpo fuera del agujero. Davis,
detrás de él, estaba pegado a su espalda. Ambos
miraban anhelantes.

La mayor parte de los piratas estaban ya a bordo. Sin
embargo, algunos quedaban todavía en tierra. Entre
éstos, Vázquez reconoció perfectamente a
Kongre, que se paseaba con Carcante.

Poco después se separaron, y Carcante se
dirigió hacia la puerta del faro.

—Cuidado —dijo Vázquez— ; sin
duda ese bandido va a subir a la galería.

Los dos se deslizaron hasta el fondo de su
escondrijo.

Efectivamente, Carcante subía por última
vez al faro. La goleta, iba a partir enseguida, y quería
inspeccionar el horizonte para ver si algún barco
aparecía a la vista de la isla.

La noche prometía ser hermosa, el viento
había amainado y seguramente tendrían buena
navegación. Cuando Carcante hubo llegado a la
galería del faro, John Davis y Vázquez le vieron
muy distintamente que daba la vuelta, dirigiendo su larga vista
sobre todos los puntos del horizonte.

De pronto se escapó de su boca un verdadero
rugido. Kongre y los demás habían levantado
la vista hacia él. Entonces, con una voz que todos oyeron
perfectamente. Carcante gritó:

—¡El "aviso"!… ¡El
"aviso"!…

VI

EL AVISO "SANTA
FE"

¿Cómo describir la agitación que se
produjo entre los piratas?…

El grito de: "¡El aviso!… ¡El aviso!",
había caído como una bomba, como una sentencia de
muerte sobre
la cabeza de Gatos miserables. El Santa Fe era la justicia que
llegaba sobre la isla, era el castigo de tantos y tantos
crímenes que no podían quedar impunes.

¿Pero se habría equivocado
Carcante? ¿Aquel barco que se aproximaba era en realidad
el "aviso" de la marina argentina?… ¿Navegaría
con rumbo a la bahía de Elgor?… ¿No sería
más bien otro vapor cualquiera que se dirigiera hacia el
estrecho de Lemaire o hacia la punta Several, pasando al sur de
la isla?

En cuanto Kongre hubo oído el
grito de Carcante, echó a correr hacia el faro,
precipitándose escalera arriba a unirse con su
segundo.

—¿Dónde está el barco?
— preguntó. —Allí, al
nortenordeste.

—¿A qué distancia? —A unas
diez millas. —¿De suerte que no puede llegar a la
bahía antes de la noche? —No.

Kongre tomó el anteojo y observó el barco
con extrema atención, sin pronunciar una
palabra.

Nada más cierto que se trataba de un vapor.
Distinguíase el humo, que se escapaba en volutas espesas;
lo que demostraba que la máquina activaba sus
fuegos.

Y que este vapor fuera el "aviso" era cosa indudable
para Kongre y Carcante, que habían visto varias veces el
barco argentino durante los trabajos de construcción del faro. Además, este
navío se dirigía directamente sobre la
bahía. Si la intención de su capitán hubiera
sido dar en el estrecho de Lemaire, hubiera puesto la proa
más al oeste, y más al sur si su intención
era pasar a la altura de la punta Several.

—¡Sí! —dijo al fin
Kongre—

¡Es el "aviso"!

—¡Maldita suerte, que nos ha retenido
aquí tanto tiempo! —exclamó Carcante—.
Sin la intervención de esos pillos, que por dos veces nos
han retardado, ya estaríamos en pleno
Pacífico.

—Bueno; la situación no se arregla con
palabras —dijo Kongre—. Es necesario adoptar una
resolución. —¿Cuál? —Zarpar
—¿Cuándo? —Inmediatamente. —Pero
antes que estemos lejos, el "aviso" estará en la entrada
de la bahía. —Sí, pero no podrá
entrar. —¿Y por qué? —Porque como no
verá la luz del faro, no se arriesgará hacia la
caleta en medio de la oscuridad.

Estas atinadas consideraciones que Kongre hacía,
se les ocurrían también a Vázquez y Davis.
No podían salir de su agujero porque se arriesgaban a ser
vistos desde lo alto de la galería. En su estrecho
escondrijo participaban del modo de pensar del jefe de los
piratas. El faro debía ya lucir, puesto que el sol acababa
de desaparecer. Aunque conociera la situación de la isla,
lo natural era que el comandante Lafayate no se decidiera a
continuar su ruta en medio de la oscuridad. No pudiendo
explicarse esta extinción, lo lógico era que no
entrara en la bahía hasta el amanecer. Verdad es que
había entrado ya diez veces en aquel fondeadero, pero
siempre de día y no teniendo el faro para indicarle la
ruta no se aventuraría, seguramente, por entre los
peligrosos arrecifes. Además, el comandante del "aviso"
pensaría que la isla era teatro de graves
acontecimientos, puesto que los torreros no estaban en su
puesto.

—Pero si el comandante no ha divisado la isla
—observó Vázquez—, si continúa
marchando con la esperanza de descubrir la luz del faro,
¿no podrá ocurrirle lo que al Century?
¿No corre el peligro de perderse contra las rocas del cabo
San Juan?

John Davis no contestó más que por un
gesto evasivo. La eventualidad de la que hablaba Vázquez
podía muy bien producirse. Desde luego, el viento no
soplaba furioso para colocar al Santa Fe en la
situación del Century; pero, no obstante, estaba en
lo posible y aun en lo probable que le ocurriera algún
grave accidente.

—Corramos al litoral — dijo Vázquez
—. En dos horas podemos llegar a la punta del cabo y
encender fuego para señalar la costa.

—No —contestó Davis—,
sería demasiado tarde. Tal vez antes de una hora el
"aviso" estará a la entrada de la bahía.
—¿Qué hacer entonces? —¡Esperar!
Eran más de las seis y el crepúsculo empezaba a
envolver la isla.

Sin embargo, los preparativos de salida se hacían
con la mayor actividad a bordo de la Carcante. Kongre
quería zarpar a toda costa. Devorado por la inquietud,
había resuelto dejar inmediatamente el fondeadero; si lo
demoraba hasta la marea del siguiente día, se
exponía a encontrar el "aviso", y el comandante Lafayete
no la dejaría pasar sin interrogar al capitán de la
goleta. Seguramente querría saber por qué el faro
no había sido encendido. La presencia de la
Carcante le parecería, con sobrada razón,
sospechosa. Cuando la goleta se hubiera detenido iría a
bordo, inspeccionarla la tripulación, y solamente la facha
de sus hombres sería lo bastante para concebir las
más legítimas sospechas, que obligarían al
barco a virar en redondo y a seguirle hasta la caleta para tercer
torrero del faro, Kongre y ampliar su información.

Y cuando el comandante del Santa Fe no encontrase
los tres torreros, no podría explicar su ausencia
más que por un atentado. ¿Y no creería que
los autores de este crimen era precisamente la gente del
navío que trataba de escapar?

Por último, tal vez se produjera otra
complicación.

Así como los piratas habían divisado al
Santa Fe a la vista de la isla, pudiera suceder que lo
hubieran descubierto los que por dos veces atacaron s. la
Carcante cuando se disponía a lanzarse a la mar. Si
los incógnitos enemigos habían seguido todos los
movimientos del "aviso", se presentarían al llegar el
barco a la caleta; y si, como era de suponer, se encontraba entre
ellos el tercer torrero del faro, Kongre y los suyos no
escaparían, seguramente al castigo de sus
crímenes.

Kongre había tenido en cuenta todas estas
eventualidades y sus consecuencias. De aquí la decidida
resolución que había adoptado: zarpar
inmediatamente; y puesto que el viento que soplaba del norte le
era favorable, aprovechar la noche para ganar alta mar a toda
vela. La goleta tendría ante ella el vasto océano,
y lo probable era que el "aviso", en la imposibilidad de
descubrir la luz del faro, y no queriendo aproximarse a tierra en
medio de las tinieblas, permaneciese bastante alejado de la Isla
de los Estados. Si era preciso, extremando más la
prudencia, en vez de dirigirse hacia el estrecho de Lemaire,
Kongre pondría la proa al sur e iría a doblar la
punta Several.

Después de hacerse todas estas consideraciones,
el jefe de la banda dio las órdenes para apresurar los
preparativos de marcha.

John Davis y Vázquez adivinaban el plan de los
piratas: se preguntaban de qué manera se las
arreglarían para frustrarlo, y sentían,
desesperados, toda la magnitud de su impotencia.

A las siete y media, Carcante llamó a los hombres
que aún quedaban en tierra. En cuanto la
tripulación estuvo a bordo, se izó el bote, y
Kongre ordenó levar el ancla.

John Davis y Vázquez oyeron el chirrido regular
de la cadena recogida bajo la acción
del molinete..

Al cabo de cinco minutos, el ancla estaba recogida al
servirla. Inmediatamente, la goleta empezó su evolución, y desplegando las altas y bajas
velas, con el fin de aprovechar toda la brisa que ya iba cayendo,
empezó a navegar lentamente.

Bien pronto la navegación se le hizo muy
difícil. La mar estaba baja, la corriente no le
favorecía, y en estas condiciones poco podían
avanzar en las dos horas que faltaban para la marea
ascendente.

Poniendo las cosas muy favorablemente, podía
asegurarse que no estaría a la altura del cabo San Juan
antes de medianoche.

Sin embargo, poco importaba que así fuera. Desde
el momento que el Santa Fe no entraba en la bahía
de Elgor. Kongre no arriesgaba un encuentro con el "aviso".
Aunque tuviese que esperar la marea siguiente, al amanecer
estaría bien lejos de la isla.

La tripulación se esforzaba en apresurar la
marcha de la Carcante. Aunque Kongre conocía esta
orilla, sabía cuan peligrosa era por el sinnúmero
de arrecifes que la desbordan. Una hora después de la
partida se creyó tan cerca de las rocas, que le
pareció prudente virar a fin de apartarse del
peligro.

No sin trabajo podría ejecutarse este cambio de
amarras con aquella brisa que caía más y más
con la noche.

Sin embargo, la maniobra era urgente, y todos se
pusieron presurosos a la faena. Pero, a falta de velocidad, la
goleta no consiguió orzar, y continuó derivando
hacia la costa.

Kongre comprendió el peligro. No le quedaba
más que un recurso: echaron el bote al agua, se embarcaron
en él seis hombres, y a fuerza de
remos lograron hacer evolucionar la goleta, que tomó las
amuras a estribor. Un cuarto de hora, después pudo navegar
en su primitiva dirección, sin temor de ser arrojada
contra los arrecifes del sur.

Desgraciadamente, no se sentía un soplo de
viento: las velas batían contra los mástiles. El
bote hubiera intentado en vano remolcar la Carcante hasta
la entrada de la bahía. Todo lo más que
podía conseguirse era resistir la marea ascendente que
empezaba a hacerse sentir. Kongre no iba a tener más
remedio que fondear en aquel sitio a menos de dos millas de
distancia de la caleta.

Después que la Carcante hubo zarpado, John
Davis y Vázquez descendieron hasta la orilla del mar,
siguiendo anhelosos todos los movimientos de la goleta. Habiendo
caído completamente la brisa, comprendieron que Kongre no
tendría más remedio que mantenerse al pairo en
espera del próximo reflujo. Pero tendría tiempo de
ganar la salida de la bahía antes de amanecer,
quedándole grandes probabilidades de partir sin ser
advertido.

—¡No, no partirá!… ¡Le
tenemos atrapado! — exclamó de pronto
Vázquez. —¿Y cómo? —
preguntó Davis. —¡Venga usted, venga usted!…
Vázquez arrastró rápidamente a su
compañero en la dirección del faro.

Era de parecer que el Santa Fe debía de
cruzar ya delante de la isla. Hasta pudiera estar muy cerca; lo
que, después de todo, no ofrecía un gran peligro,
dada la tranquilidad del mar.

No había duda que el comandante Lafayete, muy
sorprendido de la extinción del faro, estaría
frente a la isla esperando que amaneciese.

Así pensaba también Kongre; pero al mismo
tiempo veía grandes probabilidades de poder despistar al
"aviso". En cuanto el reflujo empujara las aguas de la
bahía hacia el mar, la Carcante, sin necesidad de viento,
reanudaría su marcha, y en menos de una hora
estaría en pleno océano.

Una vez fuera, Kongre no se alejaría hacia alta
mar, sino que, al amparo de la
brisa, que no falta ni aun en las noches más tranquilas,
iría costeando hacia el sur en medio de la oscuridad de la
noche. En cuanto lograse doblar la punta Several, distante de
siete a ocho millas, la goleta quedaría al abrigo del
acantilado y nada tendría que temer. El único
peligro era ser advertidos por los vigías del Santa
Fe;
pues seguramente que el comandante Lafayate no
dejaría alejarte a la Carcante sin interrogar a su
capitán a propósito del faro.

Forzando la máquina, el "aviso" alcanzaría
a la goleta antes que ésta pudiera desaparecer
detrás de las alturas del sur.

Eran más de las nueve. Kongre tuvo que resignarse
a fondear para resistir la marea, esperando el momento en que se
hiciera sentir el reflujo. Era necesario esperar seis horas
próximamente, porque antes de las tres no sería
favorable la corriente. El bote se había izado nuevamente
a bordo y Kongre permaneció vigilante para no perder un
minuto en cuanto pudiera ponerse en marcha.

De pronto, la tripulación lanzó un grito
que hubiera podido oírse desde las dos orillas de la
bahía.

Un extenso haz luminoso acababa de alumbrar las
tinieblas. La luz del faro brillaba en todo su esplendor
iluminando el mar.

—¡Ah, canallas! ¡Han encendido el
faro! —exclamó Carcante. —¡A tierra!
— ordenó Kongre. Efectivamente, para escapar al
apremiante peligro que les amenazaba, no había más
que un recurso: desembarcar, dejando a bordo de la goleta un
reducido número de hombres; correr hacia el faro, subir la
escalera de la torre, arrojarse sobre el torrero y los que le
acompañasen, desembarazarse de ellos y apagar aquella luz
que era su perdición…

Si el "aviso" se había puesto en marcha para
entrar en la bahía, se detendría seguramente al
restablecerse la oscuridad… Si llegase a. rebasar la entrada,
procuraría salir al ver que le faltaba la luz que le
guiara hasta la caleta, o, a lo sumo, fondearía esperando
el alba.

Kongre mandó echar al agua el bote, en el que se
acomodaron el jefe, Carcante y diez de sus hombres, armados de
fusiles, revólveres y cuchillos.

En un minuto atracaron a la orilla,
precipitándose hacia el faro, que no distaba más
que milla y media.

Este trayecto fue recorrido en un cuarto de hora
caminando en compacto grupo. Toda la banda, menos los hombres
dejados a bordo, se encontraba reunida al pie del
faro.

Arriba estaban Vázquez y John Davis. A todo
correr, sin tomar precauciones, puesto que sabían que
nadie había de interponérseles, llegaron hasta la
puerta del faro, que Vázquez quería encender para
que el "aviso" pudiera ganar la caleta sin tener que esperar el
día. Lo que él temía, temor que le devoraba,
era que Kongre hubiese destruido las lentes, roto las
lámparas y que el aparato no estuviese en
disposición de funcionar. SÍ así era, la
goleta tenía grandes probabilidades de huir sin ser
advertida del Santa Fe.

Ambas se lanzaron hacia las habitaciones de los
torreros, se introdujeron en el corredor, empujaron la puerta de
la escalera, que cerraron tras de sí con todos los
cerrojos, subieron la escalera y llegaron a la cámara de
cuarto.

La linterna estaba en buen estado, las lámparas
en su lugar, provistas de las mechas y el aceite con que
las dejaron el día en que por última vez
habían lucido. Kongre no había destruido el aparato
de la linterna, no queriendo más que impedir el
funcionamiento del faro durante el tiempo de su permanencia en la
bahía de Elgor. ¿Y cómo iba a prever en
qué circunstancias tendría que
abandonarla?

El faro volvía a lucir de nuevo. El "aviso"
podía, sin riesgo, entrar en
su antiguo fondeadero.

Golpes violentos resonaron al pie de la torre. La banda
entera trataba de forzar la puerta para subir a la galería
y apagar el faro. Todos arriesgaban su vida por retardar la
llegada del Santa Fe.

No habían encontrado a nadie ni a la entrada ni
en las habitaciones de los torreros. Los que estaban en la
cámara de cuarto no podían ser muchos y se les
podría reducir fácilmente. Los matarían a
todos, y el faro no proyectaría más en la noche sus
temibles rayos.

Sabido es que la puerta que daba acceso a la escalera
estaba recubierta con una gruesa capa de hierro. Era
imposible quebrantar los cerrojos; imposible también
hacerla saltar a golpes de hacha. Carcante, que quiso hacerlo,
comprendió bien pronto lo estéril de su intento.
Después de inútiles esfuerzos fue a unirse con
Kongre y otros que se habían quedado fuera.

¿Qué hacer? ¿Habla algún
medio de elevarse por el exterior hasta la linterna del
faro?

Si este recurso no existía, la banda
tendría que huir hacia el interior de la isla para evitar
caer en manos del comandante Lafayate y de su
tripulación.

En cuanto a regresar a bordo de la goleta, ¿para
qué? Además el tiempo faltaba. No había
dudas que el "aviso" estaría ya en marcha hacia la
caleta.

Si, por el contrario, el faro se extinguía, el
Santa Fe no solamente no podría continuar su
marcha, sino que acaso tuviera que retroceder y tal vez la goleta
pudiera pasar.

Existía un medio de llegar hasta la
galería del faro.

—¡La cadena del pararrayos!
—exclamó Kongre.

Efectivamente, a lo largo de la torre se tendía
una cadena metálica, mantenida de tres en tres pies por
garfios de hierro. Elevándose a pulso, a fuerza de
puños, era posible ganar la galería, y acaso
sorprender a los que ocupaban la cámara de
cuarto.

Kongre iba a intentar este último medio de
salvación. Carcante y Vargas le precedieron. Agarrados a
la cadena, empezaron a gatear el uno cerca del otro, esperando
pasar inadvertidos en la oscuridad de la noche.

Sus manos alcanzaban ya los barrotes de la
galería, y sólo les faltaba escalarla para estar en
la cámara del cuarto.

En aquel preciso momento sonaron dos
detonaciones.

John Davis y Vázquez, que estaban a la defensiva,
habían disparado sus revólveres.

Los dos malvados cayeron heridos por las certeras
balas.

Entonces se oyeron distintamente los silbidos del
"aviso" que llegaba a la caleta, y los agudos mugidos que lanzaba
la sirena del vapor. a través del espacio. Ya no era
tiempo de huir. En

pocos minutos, el Santa Fe fondearía
frente al faro.

Kongre y sus compañeros, comprendiendo que era ya
inútil toda tentativa, se precipitaron al exterior,
huyendo tierra adentro.

Un cuarto de hora después, en el momento en que
el comandante

Lafayate echaba el ancla, la reconquistada chalupa de
los torreros atracaba al costado del navío de guerra en unos
cuantos golpes de remo. John Davis y Vázquez estaban a
bordo del "aviso".

EL
DESENLACE

El "aviso" Santa Fe había salido de Buenos
Aires el 19 de febrero, llevando a bordo el relevo del faro de la
Isla de los Estados. Favorecida por el viento y el mar, la
travesía fue muy rápida. La gran tempestad, que
duró casi ocho días, no se había extendido
más allá del estrecho de Magallanes. El comandante
Lafayate no había sentido sus efectos, llegando a su
destino con algunos días de
anticipación.

Doce horas más tarde hubiera sido inútil
perseguir a la banda Kongre, porque la goleta estaría en
pleno océano.

El comandante Lafayate no dejó que pasara la
noche sin ponerse al corriente de lo que había sucedido en
la bahía de Elgor durante los tres pasados
meses.

Si Vázquez estaba a bordo, sus camaradas Felipe y
Moriz no le acompañaban. El otro, John Davis. era
completamente desconocido.

El capitán del Santa Fe les
hizo

entrar en su camarote, y dijo dirigiéndose a
Vázquez: —El faro se ha encendido tarde. —Hace
nueve semanas que no funciona — respondió
Vázquez.

—¡Nueve semanas! ¿Qué
significa esto? ¿Y sus dos compañeros?

—Felipe y Moriz no existen. Veintiún
días después de la partida del Santa Fe, el
faro no tenía más que un torrero, mi
comandante.

Vázquez relató los acontecimientos que
había sido teatro la Isla de los Estados. Una banda de
piratas, bajo las órdenes de un tal Kongre, hacía
varios años que estaba instalada en la bahía de
Elgor, atrayendo los navíos hacia los arrecifes del cabo
San Juan, recogiendo los restos de los naufragios y asesinando a
los supervivientes. Nadie sospechó su presencia durante el
tiempo que duró la construcción del faro, porque
los bandidos se habían refugiado en el cabo San
Bartolomé, extremo occidental de la isla. Cuando
partió el

Santa Fe y los torreros quedaron solos, la banda
Kongre remontó la bahía de Elgor en una goleta que
por casualidad cayó en su poder.

Minutos después de fondear en la caleta, Moriz y
Felipe caían muertos sobre la cubierta del barco pirata.
SÍ Vázquez escapó a la catástrofe,
fue por encontrarse en aquel momento en la cámara de
cuarto. Huyendo de los bandidos, se refugió en el litoral
del cabo San Juan, donde pudo sostenerse, gracias a las
provisiones descubiertas en una caverna, donde los piratas
almacenaban sus reservas.

Luego, Vázquez refirió el naufragio del
Century y la suerte que tuvo de poder salvar al segundo de
a bordo, y cómo vivieron los dos esperando la llegada del
Santa Fe. Su más viva esperanza era que la goleta,
retenida por importantes reparaciones, no pudiera hacerse a la
mar para ganar los parajes del Pacifico antes del regreso del
"aviso" en los primeros días de marzo. Pero seguramente
hubiera podido abandonar la isla antes de esta fecha, si los dos
proyectiles que John Davis le metió en el casco no la
hubiesen detenido unos días más.

Vázquez concluyó su relato, guardando
silencio acerca del último accidente que tanto
decía en honor suyo. Entonces intervino John Davis
diciendo:

—Lo que Vázquez olvida decir a usted, mi
comandante, es que nuestros dos proyectiles no alcanzaron el
éxito. A pesar de los agujeros que le hicimos en el casco,
la Maule hubiera zarpado si Vázquez, con gran
peligro de su vida, no hubiera llegado a nado hasta la goleta,
colocando en ella un cartucho de pólvora. Verdad es que no
se obtuvo todo el resultado apetecido. Las averías fueron
ligeras, pudiendo ser reparadas en doce horas ; pero ese breve
tiempo fue el suficiente para que pudiese usted encontrar la
goleta en la bahía. Es a Vázquez, por lo tanto, a
quien se debe este resultado, y a él también se le
ocurrió la idea de correr hacia el faro y encenderle para
que el "aviso" pudiera entrar en la bahía.

El comandante Lafayate estrechó afectuosamente
las manos de Vázquez y John Davis, quienes por su valerosa
intervención habían logrado que el Santa Fe
llegase a la bahía de Elgor antes de la partida de la
goleta.

El capitán del "aviso", a la hora en que el
crepúsculo empezaba a oscurecer el cielo, había
distinguido perfectamente, si no la costa este de la isla, al
menos los elevados picos que se alzan en segundo término.
Se encontraba entonces a unas diez millas, y contaba con estar en
el fondeadero dos horas más tarde.

Era el momento en que el Santa Fe había
sido divisado por John Davis y Vázquez.

Entonces fue también cuando Carcante, desde lo
alto del faro, le señaló a Kongre, quien
tomó sus disposiciones para aparejar a toda prisa, a fin
de salir de la bahía antes que el Santa Fe entrase
en ella.

Durante este tiempo, el Santa Fe continuaba
navegando hacia el cabo San Juan. El mar estaba en calma, y
apenas se sentían los últimos soplos de la brisa de
alta mar.

Seguramente, antes de establecerse el Faro del Fin
del Mundo,
el comandante Lafayate no hubiese cometido la
imprudencia de aproximarse tanto a tierra durante la noche, y
menos de aventurarse en la bahía de Elgor para ganar la
caleta. Pero ahora, la costa y la bahía estaban
alumbradas, y no le pareció necesario esperar hasta el
siguiente día. El "aviso" continuó, por lo tanto,
su ruta hacia el sudoeste, y cuando la noche cayó por
completo, se hallaba a menos de una milla de la bahía de
Elgor.

El Santa Fe se mantuvo allí sobre la
máquina, esperando a que luciera el faro.

Transcurrió una hora sin que se divisara
ningún punto luminoso sobre la isla. El comandante
Lafayate no podía equivocarse acerca de su
posición; indudablemente allí estaba la
bahía de Elgor. Seguramente estaba a la vista del faro…
¡y el faro no se encendía!…

Los del "aviso" pensaron que algún accidente
había ocurrido al aparato. Tal vez durante la
última tempestad, que tan violenta había sido.
hablase roto la linterna, desmontadas las lentes y las
lámparas puestas fuera de servicio. No
se les pudo pasar por la mente que los terreros habían
sido victimas del ataque de una banda de piratas; que dos de
ellos hubiesen caído bajo los golpes de los asesinos, y
que el tercero se hubiera visto obligado a huir para no sufrir la
misma suerte.

—Yo no sabia qué hacer —dijo el
comandante Lafayate—. La noche era muy oscura y no
podía aventurarme en la bahía. No tenía
más remedio que mantenerme a distancia hasta que
amaneciera. Mis oficiales, mi tripulación, todos
éramos presa de mortal ansiedad presintiendo alguna
desgracia. Por último, a eso de las nueve, el faro
brilló. El retraso debía depender de algún
accidente. Entonces ordené aumentar la presión y
puse la proa hacia la entrada de la bahía. Una hora
después, el Santa Fe entraba en ella. A milla y
media de la caleta encontré fondeado un barco que
parecía abandonado… Iba a enviar unos cuantos hombres a
bordo, cuando resonaron tiros, disparados desde la galería
del faro… Comprendimos que los torreros eran atacados, y que se
defendían, probablemente, contra la tripulación de
aquella goleta. Hice mugir la sirena para asustar a los
agresores. y un cuarto de hora después el Santa Fe
echaba el ancla.

—A tiempo, mi comandante — dijo
Vázquez.

—Lo que no hubiera podido hacer si usted no
hubiese arriesgado su vida para alumbrar el faro. Ahora la goleta
estaría en alta mar. Nosotros no la hubiéramos
visto salir de la bahía, y esos miserables se nos hubieran
escapado.

Conocida bien pronto la historia ,. por todos los
del "aviso", Vázquez y John Davis no cesaron de recibir
entusiastas felicitaciones.

La noche se pasó tranquilamente, y al día
siguiente, Vázquez conoció a los tres torreros que
iban a relevar a sus compañeros en el servicio del
faro.

No hay para qué decir que durante la noche se
envió a la goleta un fuerte destacamento de marineros para
tomar posesión del barco, a fin de evitar que Kongre
intentase reembarcar y salir de la bahía aprovechando el
reflujo.

El comandante Lafayate comprendió que era
necesario, para garantir la seguridad de los torreros del faro,
purgar la isla de los bandidos que la infestaban, y que,
después de la muerte de
Carcante y de Vargas, eran aún en número de trece,
comprendido entre ellos su jefe Kongre.

Dada la extensión de la isla, la
persecución sería larga y acaso no se tuvo todo el
éxito deseado. ¿Cómo era posible que la
tripulación del Santa Fe pudiera dar una batida en
regla? Seguramente que Kongre y sus compañeros no
cometerían la imprudencia de volver

al cabo San Bartolomé, en previsión de que
hubiera sido descubierto el secreto de su retiro; pero
disponían del resto de la isla, y tal vez transcurrieran
semanas, y aun meses, antes que se capturara a todos los
individuos de la banda. Y, sin embargo, el comandante Lafayate
estaba en el deber de no abandonar la isla antes de dejar a los
torreros al abrigo de toda agresión y de haber asegurado
el funcionamiento regular del faro.

Lo que, en verdad, podía precipitar el resultado
era la situación en que Kongre y los suyos iban a
encontrarse. No les quedaban provisiones ni en la caverna del
cabo San Bartolomé ni en la de la bahía de Elgor.
El comandante Lafayate, guiado por Vázquez, pudo comprobar
que, cuando menos en esta última, no existía
ninguna reserva de galleta, salazón ni conservas de
ninguna clase. Todo lo
que quedaba de víveres había sido transportado a
bordo de la goleta, que fue conducida a la caleta por los
marineros del "aviso". La, caverna no conservaba más que
restos de naufragios, telas, vestidos, utensilios, que
también fueron transportados a los almacenes del
faro. Aun admitiendo que Kongre fuese durante la noche a
registrar su antiguo alojamiento, era seguro que nada
había de encontrar provechoso para su subsistencia en la
isla. Tampoco debían disponer de armas de caza, dada la
cantidad de fusiles y municiones encontrados a bordo de la
Carcante. Se verían forzados; por lo tanto, a no
alimentarse más que de la pesca, y en
tales condiciones no tardarían en rendirse o en morirse de
hambre.

Empezaron inmediatamente las pesquisas. Destacamentos de
marineros, a las órdenes de un oficial o de un
contramaestre, se dirigieron, los unos hacia el interior de la
isla y el resto hacia el litoral. El comandante Lafayate se
trasladó al cabo San Bartolomé, donde no
encontró vestigio alguno de la banda.

Transcurrieron varios días sin descubrir la
presencia de ningún pirata, cuando en la mañana del
10 de marzo llegaron al faro siete miserables pescadores
extenuados por el hambre. Recibidos a bordo del Santa Fe,
donde se les dio alimento, quedaron bajo guardia, en la
imposibilidad de huir.

Cuatro días después, el segundo, Riegal,
que visitaba la costa meridional en los alrededores del cabo
Webster, descubría cinco cadáveres, entre los
cuales Vázquez pudo reconocer a dos de los chilenos de la
banda. Los restos que se encontraron en sus inmediaciones
atestiguaban que habían tratado de alimentarse de pescados
y de crustáceos; pero por ninguna parte se
descubrían carbones ni cenizas, siendo evidente que no se
habían podido procurar lumbre.

En fin, en la tarde del siguiente día, un poco
antes de ponerse el sol, un hombre apareció en medio de
las rocas que bordean la caleta, a menos de quinientos metros del
faro. Estaba casi en el mismo sitio desde donde Vázquez y
John Davis habían estado en observación la
víspera de la llegada del "aviso". Este hombre era Kongre.
Vázquez que se paseaba con los nuevos torreros, le
reconoció enseguida y exclamó:
—¡allí está! ¡Allí esta!
Al oír este grito acudió el comandante Lafayate con
su segundo. John Davis y algunos marineros se habían
lanzado en su persecución, y todos pudieron ver la silueta
de aquel jefe, único superviviente de la banda que
mandaba.

¿Qué venía a hacer en aquel lugar?
¿Por qué se mostraba tan sin reserva? ¿Era
su intención rendirse?…

No debía forjarse ilusiones sobre la suerte que
le esperaba. Sería conducido a Buenos Aires, donde
pagaría con su cabeza toda una existencia de robos y de
crímenes.

Kongre permanecía inmóvil sobre la roca
más elevada, contra la cual rompía el mar
dulcemente. Sus miradas recorrían la caleta. Cerca del
"aviso" pudo ver aquella goleta que la suerte le había
enviado tan oportunamente al cabo San Bartolomé y que un
azar contrario se la había arrebatado.

¡Qué de pensamientos debían
amontonarse en aquel cerebro!
¡Qué de amarguras!… De no haber llegado el
Santa Fe, ya estaría en pleno Pacifico, donde le
hubiera sido más fácil sustraerse a todas las
persecuciones y asegurar su impunidad.

Se comprende el interés
que el comandante Lafayate tenía en apoderarse de
Kongre.

Dio sus órdenes, y el segundo, Riegal, seguido de
media docena de marineros, se lanzó por la izquierda para
flanquear las rocas, a fin de apoderarse del bandido.

Vázquez guiaba este grupo por el camino
más corto.

No habían andado cien metros cuando se oyó
una detonación, y se vio caer un cuerpo en el vacío
y abismarse entre las aguas del mar.

Kongre había sacado un revólver de su
cinto y se había disparado un tiro en la
cabeza.

El miserable se había hecho justicia, y la marea
descendente arrastraba su cadáver hacia alta
mar.

Tal fue el desenlace de este drama de la Isla de los
Estados.

Inútil es advertir que desde la noche del 3 de
marzo, el faro no había dejado de funcionar. Los nuevos
torreros fueron puestos al corriente del servicio por el valeroso
Vázquez.

Ya no quedaba ni un solo hombre de la banda de piratas.
John Davis y Vázquez embarcarían en el "aviso" con
rumbo a Buenos Aires; de allí, el primero sería
repatriado a Móbile, donde no tardaría en obtener
el mando de un barco, al que le hacían acreedor su
energía y su valor personal.

Vázquez iría a su pueblo natal a reposar
de las rudas pruebas tan
resueltamente soportadas… Pero iría solo, sin que sus
pobres compañeros le pudieran acompañar.

En la tarde del 18 de marzo, completamente seguro de que
ningún riesgo amenazaba ya a los torreros ni al faro, el
comandante Lafayate dio la orden de zarpar.

Cuando el "aviso" dejaba la bahía de Elgor, se
ocultaba el sol bajo el horizonte, y el Santa Fe se fue
alejando sobre la mar ensombrecida, acompañado del haz
luminoso que proyectaba de nuevo el Faro del Fin del
Mundo.

FIN

 

 

 

Autor:

Alfredo Ramírez
Puentes

Estudiante de Ingeniería aeronáutica.

Bogotá Colombia.

 

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Partes: 1, 2, 3, 4
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