- Una fiesta en el Palacio
Nuevo - Rusos y
tártaros - Miguel
Strogoff - De Moscù a
Nijni-Novgorod - Un
decreto en dos artículos - Descendiendo
por el Volga - Remontando
el Kama - En
Tarenta noche y día - Una tempestad
en los montes Urales - Viajeros en
apuros - Una
provocación - Sobre todo,
el deber - Madre
e hijo - Los pantanos
de la Baraba - El
último esfuerzo - Versos y
canciones - Segunda
parte. Un campamento tártaro - Una
actitud de Alcide Jolivet - Golpe
por golpe - La
entrada triunfal - ¡Abre bien
los ojos! ¡Ábrelos! - Un
amigo en la gran ruta - El
paso del Yenisei - Una
liebre atraviesa el camino - En
la estepa - El
Baikal y el Angara - Entre dos
orillas - Irkutsk
- Un
correo del Zar - La
noche del 5 al 6 de octubre - Conclusión
PRIMERA PARTE
UNA
FIESTA EN EL PALACIO NUEVO
-Señor, un nuevo mensaje.
-¿De dónde viene?
-De Tomsk.
-¿Está cortada la
comunicación más allá de esta
ciudad?
-Sí, señor; desde ayer.
-General, envíe un mensaje cada hora a Tomsk para
que me tengan al corriente de cuanto ocurra.
-A sus órdenes, señor -respondió el
general Kissoff.
Este diálogo
tenía lugar a las dos de la madrugada, cuando la fiesta
que se celebraba en el Palacio Nuevo estaba en todo su
esplendor.
Durante aquella velada, las bandas de los regimientos de
Preobrajensky y de Paulowsky no habían cesado de
interpretar sus polcas, mazurcas, chotis y valses escogidos entre
lo mejor de sus repertorios.
Las parejas de bailadores se multiplicaban hasta el
infinito a través de los espléndidos salones de
Palacio, construido a poca distancia de la «Vieja casa de
Piedra», donde tantos dramas terribles se habían
desarrollado en otros tiempos y cuyos ecos parecían haber
despertado aquella noche para servir de tema a los
corrillos.
El Gran Mariscal de la Corte estaba, por otra parte,
bien secundado en sus delicadas funciones, ya que
los grandes duques y sus edecanes, los chamberlanes de servicio y los
oficiales de Palacio, cuidaban personalmente de animar los
bailes. Las grandes duquesas, cubiertas de diamantes y las damas
de la Corte, con sus vestidos de gala, rivalizaban con las
señoras de los altos funcionarios, civiles y militares de
la «antigua ciudad de las blancas piedras».
Así, cuando sonó la señal del comienzo de la
polonesa, todos los invitados de alto rango tomaron parte en el
paseo cadencioso que, en este tipo de solemnidades, adquiere el
rango de una danza
nacional; la mezcla de los largos vestidos llenos de encajes y de
los uniformes cuajados de condecoraciones ofrecía un
aspecto indescriptible bajo la luz de cien
candelabros, cuyo resplandor quedaba multiplicado por el reflejo
de los espejos.
El aspecto era deslumbrante.
Por otra parte, el Gran Salón, el más
bello de todos los que poseía el Palacio Nuevo, era, para
este cortejo de altos personajes y damas espléndidamente
ataviadas, un marco digno de la magnificencia. La rica
bóveda, con sus dorados bruñidos por la
pátina del tiempo, era
como un firmamento estrellado. Los brocados de los cortinajes y
visillos, llenos de soberbios pliegues, empurpurábanse con
los tonos cálidos que se quebraban centelleantes en los
ángulos de las pesadas telas.
A través de los cristales de las vastas vidrieras
que rodeaban la bóveda, la luz que iluminaba los salones,
tamizada por un ligero vaho, se proyectaba en el exterior como un
incendio rasgando bruscamente la noche que, desde hacía
varias horas, envolvía el fastuoso palacio.
Este contraste atraía la atención de los invitados que sin estar
absortos por el baile se acercaban a los alféizares de las
ventanas, desde donde se apreciaban algunos campanarios,
confusamente difuminados en la sombra, pero que perfilaban,
aquí y allá, sus enormes siluetas. Por debajo de
los contorneados balcones se veía también a
numerosos centinelas marcar el paso rítmicamente, con el
fusil sobre el hombro y cuyo puntiagudo casco parecia culminar en
un penacho de llamas bajo los efectos del chorro de fuego
recibido del interior. Oíanse también las patrullas
que marcaban el paso sobre la grava, con mayor ritmo que los
propios danzarines sobre el encerado de los salones. De vez en
cuando, el alerta de los centinelas se repetía de puesto
en puesto, y un toque de trompeta, mezclándose con los
acordes de las bandas, lanzaba sus claras notas en medio de la
armonía general.
Más lejos todavía, frente a la fachada y
sobre los grandes conos de luz que proyectaban las ventanas de
Palacio, las masas sombrías de algunas embarcaciones se
deslizaban por el curso del río cuyas aguas, iluminadas a
trechos por la luz de algunos faroles, bañaban los
primeros asientos de las terrazas. El principal personaje del
baile, anfitrión de la fiesta y con el cual el general
Kissoff había tenido atenciones reservadas
únicamente a los soberanos, iba vestido con el uniforme de
simple oficial de la guardia de cazadores. Esto no
constituía afectación por su parte, antes reflejaba
la habitud de un hombre poco
sensible a las exigencias del boato. Su vestimenta contrastaba
con los soberbios trajes que se entrecruzaban a su alrededor y
era esa misma la que lucía la mayoría de las veces
entre su escolta de georgianos, cosacos y lesghienos,
deslumbrantes escuadrones espléndidamente ataviados con
los brillantes uniformes del Cáucaso.
Este personaje, de elevada estatura, afable apariencia y
fisonomía apacible, pero con aspecto de
preocupación en aquellos momentos, iba de un grupo a otro,
pero hablando poco y no parecía prestar más que una
vaga atención tanto a las alegres conversaciones de los
jóvenes invitados como a las frases graves de los altos
funcionarios o de los miembros del cuerpo diplomático, que
representaban a los principales gobiernos de Europa.
Dos o tres de estos perspicaces políticos
-psicólogos por naturaleza–
habían observado en el rostro de su anfitrión una
sombra de inquietud, cuyo motivo se les escapaba, pero que
ninguno de ellos se permitió interrogarle al respecto. En
cualquier caso, la intención del oficial de la guardia de
cazadores era, sin lugar a dudas, la de no turbar con su secreta
preocupación aquella fiesta en ningún momento y
como era uno de esos raros soberanos de los que casi todo el
mundo acostumbra acatar hasta sus pensamientos, el esplendor del
baile no decayó ni un solo instante.
Mientras tanto, el general Kissoff esperaba a que aquel
oficial, al que acababa de comunicar el mensaje transmitido desde
Tomsk, le diera orden de retirarse; pero éste
permanecía silencioso.. Había cogido el telegrama
y, al leerlo, su rostro se ensombreció todavía
más. Su mano se deslizó involuntariamente hasta
apoyarse en la empuñadura de su espada, para elevarse a
continuación, a la altura de los ojos,
cubriéndoselos. Se hubiera dicho que le hería la
luz y buscaba la oscuridad para concentrarse mejor en sí
mismo.
-¿Así que, desde ayer, estamos
incomunicados con mi hermano, el Gran Duque? -dijo el oficial,
después de atraer al general Kissoff junto a una
ventana.
-Incomunicados, señor; y es de temer que los
despachos no puedan atravesar la frontera
siberiana.
-Pero, las tropas de las provincias de Amur, Yakutsk y
Transballkalia, ¿habrán recibido la orden de partir
inmediatamente hacia Irkutsk?
-Esta orden ha sido transmitida en el último
mensaje que ha podido llegar más allá del lago
Baikal.
-¿Estamos en comunicación constante con los gobiernos de
Yeniseisk Omsk, Semipalatinsk y Tobolsk desde el comienzo de la
invasión?
-Sí, señor; nuestros despachos llegan
hasta ellos y tenemos la certeza de que, en estos momentos, los
tártaros no han avanzado más allá del
Irtiche y del Obi.
-¿No se tiene ninguna noticia del traidor Ivan
Ogareff ?
-Ninguna -respondió el general Kissoff-. El jefe
de policía no está seguro de si ha
atravesado o no la frontera.
-¡Que se transmitan inmediatamente sus
señas a Nijni-Novgorod, Perm, Ekaterinburgo, Kassimow,
Tiumen, Ichim, Omsk, Elamsk, Kolivan, Tomsk y a todas las
estaciones telegráficas con las que todavía
mantenemos comunicación!
-Las órdenes de Vuestra Majestad serán
ejecutadas al instante -respondió el general
Kissoff.
-No digas una palabra de todo esto.
El general hizo un gesto de respetuosa adhesión
y, después de una profunda reverencia, se confundió
entre el gentío y abandonó el Palacio sin que nadie
reparase en su partida.
En cuanto al oficial, permaneció pensativo
durante algunos instantes, pero cuando decidió mezclarse
entre los militares y políticos que formaban grupos en varios
puntos de los salones, su rostro había recuperado el
aspecto habitual.
Sin embargo, los graves acontecimientos que
habían motivado la conversación anterior no eran
tan secretos como el oficial de la guardia de cazadores y el
general Kissoff creían. Si bien es verdad que no se
hablaba de ello ni oficialmente, ya que las lenguas, siguiendo
«órdenes oficiales» no podían
desatarse, algunos altos personajes habían sido informados
más o menos extensamente sobre los acontecimientos que se
desarrollaban más allá de la frontera.
Pero lo que ignoraban era que, cerca de ellos, dos
personajes desconocidos hasta para los miembros del cuerpo
diplomático, y que no lucían uniforme ni
condecoración alguna que les distinguiera entre los
invitados a aquella recepción del Palacio Nuevo,
conversaban en voz baja y parecían haber recibido información muy precisa.
¿Cómo? ¿Por qué medio?
¿Gracias a qué estratagemas sabían estos dos
simples mortales lo que tantos altos personajes apenas
sospechaban? No era tan fácil de precisar.
¿Poseían el don de adivinar o de prevenir?
¿Tenían un sexto sentido que les permitía
ver más allá de los estrechos horizontes a los que
está limitada la mirada humana? ¿Tenían un
olfato particular para captar las noticias
más secretas? ¿Se había transformado su
naturaleza gracias a ese hábito que era ya connatural en
ellos? Casi podía afirmarse.
Estos dos hombres, inglés
uno y francés el otro, eran ambos altos y delgados.
Éste, moreno como un provenzal. Aquél, rubio como
un caballero de Lancashire. El inglés, calmoso,
frío, flemático, parco en sus gestos y en sus
palabras, parecía no hablar ni gesticular sino a impulsos
de un estímulo que operaba a intervalos regulares. El
galo, por el contrario, vivo, petulante, expresándose a la
vez con los labios, ojos y manos, tenía mil maneras de
hacerse entender, mientras que su interlocutor no parecía
poseer más que una, inmutable y estereotipada,
postura.
Lo contradictorio entre estas dos personalidades
habría sorprendido hasta al menos observador de los
hombres; pero un fisonomista, observando un poco a estos dos
extranjeros, habría determinado rápidamente la
particularidad fisiológica que caracterizaba a cada uno de
ellos diciendo que el francés era «todo ojos»
y el inglés «todo oídos».
En efecto; el hábito de la observación había agudizado
singularmente su vista. La sensibilidad de su retina era tan
fulminante como la de los prestidigitadores, que reconocen una
carta nada
más que con un rápido movimiento en
un corte de baraja, o por cualquier marca,
imperceptible para otra persona. Este
francés poseía, pues, en el más alto grado,
lo que se llama «memoria
visual.»
El inglés, por el contrario, estaba especialmente
preparado para oír y captar cualquier sonido. Cuando su
aparato auditivo había percibido el tono de una voz, no lo
olvidaba jamás y, al cabo de diez o veinte años, lo
podía reconocer entre mil. Sus orejas no tenían,
ciertamente, la facultad de orientarse como las de los animales dotados
de grandes pabellones auditivos; pero, ya que los sabios han
dejado constancia de que las orejas humanas no son totalmente
inmóviles, se hubiera podido decir que las del referido
inglés se enderezaban, torcían o inclinaban en
busca de sonidos, de manera poco ostensible para un
naturalista.
Es preciso observar que esta perfección de la
vista y oído de
estos dos hombres les servía maravillosamente en sus
tareas. El inglés era corresponsal del Daily
Telegraph y el francés lo era del… De cuál
o de qué periódicos era corresponsal, él no
lo decía jamás. Y cuando alguien se lo preguntaba,
respondía que era corresponsal de su «prima
Magdalena». En el fondo, este francés, bajo su
apariencia de frivolidad, era sumamente perspicaz y astuto. Pese
a que hablaba un poco a tontas y a locas, puede que para camuflar
mejor su deseo de oír, no se extravertía
jamás. Su misma locuacidad era como un mutismo y
resultaba, si cabe, más cerrado, más discreto que
su compañero del Daily Telegraph. Si ambos
asistían a esta fiesta dada en el Palacio Nuevo la noche
del 15 al 16 de julio, era en calidad de
periodistas y con el único propósito de informar a
sus lectores.
Huelga decir que estos dos hombres amaban
apasionadamente la misión que
la vida les había encomendado; disfrutaban
lanzándose como hurones a la caza de la más
insignificante noticia, sin que nada ni nadie les amedrentase ni
les hiciera desistir en su empeño. Poseían una
imperturbable sangre
fría y la espartana bravura de los hombres de su
profesión. Verdaderos jockeys de carreras de
obstáculos de la información, saltaban vallas,
atravesaban ríos y sorteaban todos los obstáculos
con el ardor incomparable de los purasangre, que se matan por
llegar a la meta los
primeros.
Además, sus periódicos no les regateaban
el dinero -el
más seguro, rápido y perfecto elemento de
información conocido hasta hoy-. Pero había que
reconocer también en su honor que jamás fomentaban
sensacionalismo y que únicamente se ocupaban en asuntos
político-sociológicos.
En resumen, hacían lo que viene llamándose
desde hace varios años «el gran reportaje
político-militar. » Siguiéndoles de cerca
veremos que la mayoría de las veces tenían una
singular manera de interpretar los hechos y, sobre todo, sus
consecuencias, poseyendo cada uno de ellos su «propia
opinión». Pero, al fin y al cabo, como jugaban
limpio, tenían dinero
abundante y no lo regateaban dada la ocasión, nadie les
criticaba.
El periodista francés se llamaba Alcide Jolivet.
Harry Blount era el nombre del inglés. Acababan de
saludarse por primera vez, en esta fiesta del Palacio Nuevo, de
la cual tenían que informar a sus lectores por encargo
expreso de sus respectivos periódicos.
Las diferencias de carácter, unidas a una cierta competencia
profesional, eran motivos suficientes para que no reinase entre
ellos una mutua simpatía, sin embargo, no sólo no
trataron de evadir el encuentro, sino que cada uno de ellos puso
al otro al corriente de las noticias del momento. Eran,
después de todo, dos profesionales que cazaban en el mismo
predio y con las mismas reservas; así, la pieza que a uno
se le escapaba podía ser abatida por el otro. Por su
propio interés,
les convenía estar «a tiro».
Aquella noche estaban los dos al acecho y,
efectivamente, algo flotaba en el ambiente.
-Aunque se trate de falsos rumores -se decía
Alcide Jolivet- conviene cazarlos.
Cada uno de los dos periodistas buscó charlar
intencionadamente con el otro durante el baile, momentos
después de la partida del general Kissoff, y procuraron
sondearse mutuamente.
-A todas luces, señor, es una fiesta encantadora
-dijo Alcide Jolivet, con sus aires de simpatía, creyendo
que debía entrar en conversación con esta frase tan
típicamente francesa.
-Yo ya he telegrafiado que es sencillamente
espléndida -respondió Harry Blount con estas
palabras, reservadas especialmente para expresar la
admiración de un ciudadano del Reino Unido.
-Sin embargo -añadió Alcide Jolivet- he
creído que debía advertir tambien a mi
prima…
-¿A su prima? -preguntó Harry Blount a su
colega, en tono de sorpresa.
-Sí -respondió Alcide Jolivet-, a mi prima
Magdalena… Es a ella a quien envío mis crónicas.
A mi prima le gusta estar bien informada y con rapidez… Por eso
he creído que debía advertirle que durante esta
fiesta una especie de nube parece ensombrecer la frente del
Soberano.
-Pues a mí me ha parecido que estaba. radiante
-respondió Harry Blount, queriendo disimular su propio
pensamiento
respecto a este asunto.
-Y, naturalmente, lo habrá hecho usted
«resplandecer» en las columnas del Daily
Telegraph.
-Exactamente.
-¿Recuerda usted, señor Blount -dijo
Alcide Jolivet-, lo que ocurrió en Zaket en
1812?
-Lo recuerdo como si lo hubiera presenciado
-respondió el periodista inglés.
-Entonces -prosiguió Alcide Jolivet- sabrá
usted que en medio de una fiesta que se celebraba en honor del
zar Alejandro, se le anunció que Napoleón acababa de franquear el Niemen con
la vanguardia del
ejército francés. Sin embargo, el Zar no
abandonó la fiesta, pese a la gravedad de la noticia, que
podía costarle el Imperio, ni dejó entrever
ningún atisbo de inquietud…
-De la misma manera que nuestro anfitrión no ha
mostrado ninguna cuando el general Kissoff le ha notificado que
acaba de ser cortada la comunicación entre la frontera y
el gobierno de
Irkutsk.
-¡Ah! ¿Conocía usted este
detalle?
-Sí, lo conocía.
-Pues a mí me sería difícil
desconocerlo, ya que con mi último cable ha llegado hasta
Udinsk -dijo Alcide Jolivet con aire
satisfecho.
-Y el mío hasta Krasnoiarsk solamente
-respondió Harry Blount con no menos
satisfacción.
-Entonces ¿sabrá usted que han sido
transmitidas órdenes a las tropas de
Nikolaevsk?
-Sí, señor, al mismo tiempo que se ha
telegrafiado una orden de concentración a los cosacos del
gobierno de Tobolsk.
-Nada tan cierto, señor Blount; conocía
también esos detalles. Y puede estar seguro de que mi
querida prima sabrá rápidamente alguna otra
cosa.
-Como también lo sabrán los lectores del
Daily Telegrapb, señor Jolivet.
-¡Claro! ¡Cuando se ve todo lo que
ocurre…
-¡Y cuando se oye todo lo que se dice …
!
-Toda una interesante campaña a seguir,
señor Blount.
-La seguiré, señor Jolivet.
-Entonces, es posible que nos encontremos en
algún terreno menos seguro que el encerado de este
salón.
-Menos seguro, si, pero…
-¡Pero también menos resbaladizo!
-respondió Alcide Jolivet, sujetando a su colega en el
momento en que perdía el equilibrio, al
dar unos pasos hacia atrás:
Después de esto, los dos corresponsales se
separaban, contentos de saber cada uno de ellos que el otro no le
aventajaba en cuanto a noticias se refiriese. En efecto, estaban
empatados.
En aquel momento se abrieron las puertas de las salas
contiguas al Gran Salón, donde aparecían ricas
mesas admirablemente servidas y cargadas profusamente de
preciosas porcelanas y vajillas de oro. Sobre la
grada central, reservada a príncipes, princesas y miembros
del cuerpo diplomático, resplandecía un centro de
mesa de precio
incalculable, procedente de una fábrica londinense, y,
alrededor de esta obra maestra de orfebrería, centelleaban
mil piezas de la más admirable vajilla que saliera
jamás de las manufacturas de Sèvres.
Los invitados empezaron a dirigirse hacia las mesas
donde estaba preparada la cena.
En aquel instante, el general Kissoff, que acababa de
entrar, se acercó apresuradamente al oficial de la guardia
de cazadores.
-¿Qué ocurre? -preguntó
éste, con la misma ansiedad con que lo había hecho
la primera vez.
-Los telegramas no pasan de Tomsk,
señor.
-¡Un correo, rápido!
El oficial abandonó el Gran Salón y
quedó esperando en otra pieza del Palacio Nuevo. Era un
vasto gabinete de trabajo,
sencillamente amueblado en roble y situado en un ángulo de
la residencia. Colgadas de sus paredes se veían, entre
otras telas, algunos cuadros firmados por Horacio
Vemet.
El oficial abrió la ventana con ansiedad, como si
el aire escaseara en sus pulmones y salió al gran
balcón para respirar el aire puro de aquella hermosa noche
de julio.
Ante sus ojos, bañado por la luz de la luna, se
perfilaba un recinto fortificado en el cual se elevaban dos
catedrales, tres palacios y un arsenal. Alrededor de este recinto
se distinguían hasta tres ciudades distintas:
Kiltdi-Gorod, Beloï-Gorod y Zemlianoï-Gorod, inmensos
barrios europeo, tártaro y chino, que dominaban las
torres, los campanarios, los minaretes, las cúpulas de
trescientas iglesias, cuyos verdes domos estaban coronados por
cruces plateadas. Las aguas de un pequeño río, de
curso sinuoso, reflejaban los rayos de la luna. Todo este
conjunto formaba un curioso mosaico de diverso colorido que se
enmarcaba en un vasto cuadro de diez leguas.
Este río era el Moskova; la ciudad era
Moscú; el recinto amurallado era el Kremln, y el oficial
de la guardia de cazadores que con los brazos cruzados y el
ceño fruncido oía vagamente el murmullo que
salía del Palacio Nuevo de la vieja ciudad moscovita, era
el Zar.
2
Si el Zar había abandonado tan inopinadamente los
salones del Palacio Nuevo en un momento en que la fiesta dedicada
a las autoridades civiles y militares y a los principales
personajes de Moscú estaba en pleno apogeo, era porque
graves acontecimientos estaban desarrollándose más
allá de la frontera de los Urales. Ya no cabía
ninguna duda. Una formidable invasión estaba amenazando
con sustraer las provincias siberianas al dominio
ruso.
La Rusia
asiática, o Siberia, cubre una superficie de quinientas
sesenta mil leguas, pobladas por unos dos millones de habitantes.
Se extiende desde los Urales, que la separan de la Rusia europea,
hasta la costa del Pacífico. Limita al sur con el
Turquestán y el Imperio chino, a través de una
frontera bastante indefinida, y en el norte limita con el
océano Glacial, desde el mar de Kara hasta el estrecho de
Behring. Está formada por los gobiernos o provincias de
Tobolsk, Yeniseisk, Irkutsk, Omsk y Yakutsk; comprende los
distritos de Okotsk y Kamtschatka y posee también los
países kirguises y chutches, cuyos pueblos están
también sometidos en la actualidad a la dominación
moscovita.
Esta inmensa extensión de estepas, que comprende
más de ciento diez grados de oeste a este, es, a la vez,
una tierra de
deportación de criminales y de exilio para aquellos que
han sido condenados a la expulsión. La autoridad
suprema de los zares está representada en este inmenso
país por dos gobernadores generales. Uno reside en
Irkutsk, capital de la
Siberia oriental. El otro en Tobolsk, capital de la Siberia
occidental. El río Tchuna, afluente del Yenisei, separa
ambas Siberias.
Ningún ferrocarril surca todavía estas
planicies, algunas de las cuales son verdaderamente
fértiles, ni facilita la explotación de los
yacimientos de minerales
preciosos que convierten a esas inmensas extensiones siberianas
en más ricas por su subsuelo que por su superficie. Se
viaja en diligencias o en carros durante el verano, y en trineo
durante el invierno.
Un solo sistema de
comunicaciones, el telegráfico, une los
límites
este y oeste de Siberia, a través de un cable que mide
más de ocho mil verstas de longitud (8.536
kilómetros). Más allá de los Urales pasa por
Ekaterinburgo, Kassimow, Ichim, Tiumen, Omsk, Elamsk, KoliVan,
Tomsk, Krasnoiarsk, Nijni-Udinsk, Irkutsk, Verkne-Nertschink,
Strelink, Albacine, Blagowstensk, Radde, Orlomskaya,
Alexandrowskoe y Nikolaevsk. Cada palabra transmitida de uno a
otro extremo del cable vale seis rublos y diecinueve kopeks. De
Irkutsk parte un ramal de línea que va hasta Kiatka, en la
frontera mongol y, desde allí, a treinta kopeks por
palabra, se transmiten telegramas a Pekín en catorce
días.
Ha sido esta línea, tendida entre Ekaterinburgo y
Nikolaevsk, la que acaba de ser cortada, primeramente más
allá de Tomsk y, algunas horas después, entre Tomsk
y Kolivan. Por eso el Zar, al escuchar al general Kissoff cuando
se presentó a él por segunda vez, sólo dio
por respuesta una orden: «Un correo rápido.»
Hacía sólo unos instantes que el Zar
permanecía inmóvil frente a la ventana de su
gabinete cuando los ujieres abrieron de nuevo la puerta, por la
que entró el jefe superior de policía.
-Pasa, general -dijo el Zar con gravedad- y dime lo que
sepas acerca de Ivan Ogareff.
-Es un hombre extremadamente peligroso, señor
-respondió el jefe superior de policía.
-¿Tenía el grado de coronel?
-Sí, señor.
-¿Era un jefe inteligente?
-Muy inteligente, pero imposible de dominar y de una
ambición tan desenfrenada que no retrocede ante nada ni
ante nadie. Pronto se metió en intriga secretas y fue por
lo que Su Alteza, el Gran Duque lo degradó y más
tarde envió exiliado a Siberia.
–¿En qué época?
-Hace dos años. Después de seis meses de
exilio fue perdonado por Vuestra Majestad y volvió a
Rusia.
-¿Y desde esa época no ha vuelto a
Siberia?
-Sí, señor. Volvió; pero esta vez
voluntariamente -respondió el jefe superior de
policía, añadiendo en voz baja-: hubo un tiempo,
señor, en que (cuan do se iba a Siberia) ya no se
regresaba.
-Siberia, mientras yo viva, es y será un
país de que se vuelva.
El Zar tenía sobrados motivos para pronunciar
estas palabras con verdadero orgullo, ya que había
demostrado muy a menudo, con su clemencia, que la justicia rusa
sabía perdonar.
El jefe superior de policía no respondió,
pero era evidente que no se mostraba partidario de las medias
tintas. Según él, todo hombre que atraviesa los
Urales conducido por la policía, no debía volverlos
a franquear; el que esto no ocurriera así en el nuevo
reinado, él lo deploraba sinceramente. ¡Cómo!
¡No más condenas a perpetuidad por otros
crímenes que los del derecho común! ¡Exilados
políticos regresando de Tobolsk, Yakutsk,
Irkutsk!
En realidad, el jefe superior de policía,
acostumbrado a las decisiones autocráticas de los ucases,
que no perdonaban jamás, no podía admitir esta
forma de gobernar. Pero se calló, esperando a que el Zar
le hiciera más preguntas. Éstas no se hicieron
esperar.
-¿Ivan Ogareff -preguntó el Zar- no ha
vuelto por segunda vez a Rusia, después de ese viaje a las
provincias siberianas, cuyo verdadero motivo
desconocemos?
-Ha vuelto.
-¿Y, después de su regreso, la
policía ha perdido su pista?
-No, señor, porque un condenado no se convierte
en verdadero peligro más que el día en que se le
indulta.
El ceño del Zar se frunció por un
instante, haciendo temer al jefe superior de policía que
había ido demasiado lejos, pese a que el empecinamiento
que mostraba en sus ideas era, al menos, igual a la
devoción que sentía por su soberano. Pero el Zar,
desdeñando estos indirectos reproches respecto a su
política
interior, continuo con sus concisas preguntas.
-Últimamente, ¿dónde estaba Ivan
Ogareff ?
-En el gobierno de Perm.
-¿En qué ciudad?
-En el mismo Perm.
-¿ Qué hacía?
-Al parecer, no tenía ninguna ocupación y
su conducta no
levantaba sospecha alguna.
-¿No estaba bajo la vigilancia de la
policía?
-No, señor.
-¿Cuándo abandonó Perm?
-Hacia el mes de marzo.
-¿Para ir a … ?
-Se ignora.
-¿Y desde entonces, no se sabe qué ha sido
de él? -Nada, señor.
-Pues bien, yo lo sé -respondió el Zar-.
He recibido algunos avisos anónimos que no han pasado por
las manos de la policía y, a juzgar por los hechos que se
están desarrollando más allá de la frontera,
tengo motivos para creer que son exactos.
-¿Quiere decir, señor, que Ivan Ogareff
tiene algo que ver con la invasión
tártara?
-Exactamente. Y voy a ponerte al corriente de lo que
ignoras. Ivan Ogareff, después de abandonar Perm, ha
pasado los Urales y se ha internado en Siberia, entre las estepas
kirguises, intentando allí, no sin éxito,
sublevar a la población nómada. Se dirigió
despues hacia el sur, hacia el Turquestán libre, y en los
khanatos de Bukhara, Khokhand y Kunduze ha encontrado jefes
dispuestos a lanzar sus hordas tártaras sobre las
provincias siberianas, provocando una invasión general del
Imperio ruso en Asia. El
movimiento fomentado secretamente acaba de estallar como un rayo
y ahora tenemos cortadas las vías de comunicación
entre Siberia oriental y Siberia occidental. Además, Ivan
Ogareff, ansiando vengarse, quiere atentar contra la vida de mi
hermano.
El Zar iba excitándose mientras hablaba y cruzaba
la estancias con pasos nerviosos. El jefe superior de
policía no respondió nada, pero se decía a
sí mismo que, en los tiempos en que un emperador de Rusia
no perdonaba jamás a un exilado, los proyectos de Ivan
Ogareff no hubieran podido realizarse. Transcurrieron algunos
instantes de silencio, después de los cuales el jefe
superior de policía se acercó al Zar, que se
había dejado caer en un sillón,
diciéndole:
-Vuestra Majestad habrá dado, sin duda, las
órdenes necesarias para que la invasión sea
rechazada inmediatamente.
-Sí -respondió el Zar-. El último
mensaje que ha podido llegar a Nijni-Udinsk ordenaba poner en
movimiento a las tropas de los gobiernos de Yeniseisk, Irkutsk y
Yakutsk y las de las provincias de Amur y del lago Baikal. Al
mismo tiempo, los regimientos de Perm y Nijni-Novgorod y los
cosacos de la frontera se dirigen a marchas forzadas hacia los
Urales, pero, desgraciadamente, transcurrirán varias
semanas antes de que se encuentren frente a las columnas
tártaras.
-Y el hermano de Vuestra Majestad, Su Alteza el Gran
Duque, aislado en estos momentos en el gobierno de Irkutsk,
¿no ha tomado más contactos directos con
Moscú?
-No.
-Pero, gracias a los últimos mensajes, debe
conocer las medidas que ha tomado Vuestra Majestad y qué
refuerzos puede esperar de los gobiernos más cercanos al
de Irkutsk.
-Lo sabe -respondió el Zar-, pero lo que ignora
es que Ivan Ogareff, al mismo tiempo que el papel de rebelde, se
dispone a desempeñar el de traidor, y mi hermano tiene en
él un encarnizado enemígo personal. La
primera gran desgracia de Ivan Ogareff se debe a mi hermano y, lo
que es peor, no conoce a este hombre. El proyecto de Ivan
Ogareff es entrar en Irkutsk con nombre falso, ofrecer sus
servicios al
Gran Duque y ganarse su confianza. Así, cuando los
tártaros cerquen la ciudad, él la entregará,
franqueándoles la entrada y con ella a mi hermano, cuya
vida estará directamente amenazada. Éstos son los
informes que
tengo; esto es lo que ignora mi hermano y que necesita
saber.
-Pues bien, señor, un correo inteligente, con
coraje…
-Lo estoy esperando.
-Y que actúe con rapidez -agregó el jefe
de policia- porque, permitidme que lo recalque, señor, no
hay tierra más propicia a las rebeliones que
Siberia.
-¿Quieres decir que los exiliados
políticos harán causa común con los
invasores? -gritó el Zar, perdiendo su dominio ante la
insinuación del jefe superior de
policía.
-Perdóneme Vuestra Majestad… -respondió,
balbuceando, el interlocutor del Zar, pues era evidente que
ése había sido el pensamiento que había
atravesado por su mente inquieta y desconfiada.
-¡Yo supongo mayor patriotismo en los exiliados!
-replicó el Zar.
-Hay otros condenados, aparte de los políticos,
en Siberia -respondió el jefe superior de
policía.
-¡Los criminales! ¡Oh, general, a
ésos los dejo de tu cuenta! ¡Son el desecho del
género
humano! ¡No pertenecen a ningún país!
Además, la sublevación, y mucho menos la
invasión, no va contra el Emperador, sino contra Rusia,
contra este país al que los exiliados no han perdido la
esperanza de volver… ¡y al que volverán!
¡No, un ruso no se unirá jamás a un
tártaro para debilitar, ni siquiera por una sola hora, el
poderío
de Moscú!
El Zar tenía sus razones para creer en el
patriotismo de aquellos a quienes su política
momentáneamente había alejado. La clemencia (que
era la base de su justicia cuando podía controlarla
personalmente) y la dulcificación tan considerable que
había adoptado en la aplicación de los ucases, le
garantizaban que no podía equivocarse. Pero, aun sin que
estos poderosos elementos apoyasen la invasión
tártara, las circunstancias no podían ser
más graves, porque era de temer que una gran parte de la
población kirguise se uniera a los invasores.
Los kirguises se dividen en tres hordas: la grande, la
pequeña y la mediana, y cuentan alrededor de cuatrocientas
mil «tiendas», o sea, unos dos millones de almas. De
estas diversas tribus, unas son independientes y otras reconocen
la soberanía, ya sea de Rusia, ya sea de los
khanatos de Khiva, Khokhand y Bukhara, es decir, de los
más terribles jefes del Turquestán. La horda
más rica, la mediana, es, al mismo tiempo, la más
numerosa y sus campamentos ocupan todo el espacio comprendido
entre los cursos del Sara-Su, Irtiche e Ichim superior, el lago
Hadisang y el Aksakal. La horda grande, que ocupa las comarcas al
este de la mediana, se extiende hasta los gobiernos de Omsk y de
Tobolsk.
Por tanto, si estas poblaciones kirguises se sublevaran,
significaría la invasión de la Rusia
asiática y, por tanto, la separación de Siberia al
este del Yenisei.
Ciertamente, los kirguises son verdaderos novatos en el
arte de la
guerra y
constituyen más bien una banda de rateros nocturnos y
asaltantes de caravanas que una formación de tropas
regulares. Por eso ha dicho Levchine que «un frente cerrado
o un cuadro de buena infantería podría resistir a
una masa de kirguises diez veces más numerosa y un solo
cañón provocaría en ellos una verdadera
carnicería». Pero para ello es necesario que ese
cuadro de buena infantería llegue al país sublevado
y que los cañones se trasladen desde los parques de las
provincias rusas hasta lugares alejados dos o tres mil verstas.
Aparte, salvo la ruta directa que une Ekaterinburgo con Irkutsk,
las estepas, frecuentemente pantanosas, no son fácilmente
practicables, y pasarían varias semanas antes de que las
tropas rusas se encontraran en condiciones para enfrentarse a las
hordas tártaras.
Omsk es el centro de la
organización militar de Siberia occidental, encargada
de mantener sumisas a las poblaciones kirguises. Allí se
encuentran los límites de estos nómadas, no
sometidos totalmente y que se han sublevado en más de una
ocasión, por lo que al Ministerio de la Guerra no le
faltaban motivos para temer que Omsk se viera ya seriamente
amenazada. La línea de colonias militares, es decir, de
puestos de cosacos que se escalonan desde Omsk hasta
Semipalatinsk, era de temer que hubiera sido cortada en varios
puntos. Además, posiblemente los grandes sultanes que
gobiernan aquellos distritos kirguises habían aceptado
voluntariamente la dominación de los tártaros,
musulmanes como ellos, que aportarían a la lucha el rencor
provocado por la servidumbre a que estaban sometidos y el
antagonismo de las religiones griega y
musulmana. Porque desde hace mucho tiempo, los tártaros
del Turquestán y, principalmente, los de los khanatos de
Bukhara, Khokhand y Kunduze, buscaban, tanto por la fuerza como
por la persuasión, sustraer a las hordas kirguises de la
dominación moscovita.
Pero digamos algo sobre los tártaros.
Pertenecen principalmente a dos razas distintas: la
caucásica y la mongol. La raza caucasica, que segun Abel
de Rémusat «se considera en Europa el prototipo de
la belleza de nuestra especie porque de ella proceden todos los
pueblos de esta parte del mundo», reúne bajo una
misma denominación a los turcos y a los indígenas
de puro origen persa. La raza puramente mongólica
comprende, en cambio, a los
mongoles, manchúes y tibetanos. Los tártaros que
amenazaban el Imperio ruso eran de raza caucásica y
habitaban principalmente el Turquestán, extenso
país dividido en diferentes estados, gobernados por
khanes, de cuyo nombre procedía la denominación de
khanatos. Los principales khanatos son los de Bukhara, Khiva,
Khokhand,, Kunduze, etc.
En la época a que nos referimos, el khanato
más importante era el de Bukhara. Rusia había
tenido que enfrentarse varias veces con sus jefes que, por
interés personal y por imponerles otro yugo, habían
mantenido la independencia
de los kirguises contra la dominación moscovita. Su jefe
actual, Féofar-Khan, seguía las huellas de sus
predecesores.
El khanato de Bukhara se extiende de norte a sur entre
los paralelos 37 y 40, y de este a oeste entre los 61 y 66 grados
de longitud, es decir, sobre la superficie de unas diez mil
leguas cuadradas. Este estado cuenta
con una población de dos millones y medio de habitantes,
un ejército de sesenta mil hombres, que se triplicaban en
tiempos de guerra, y treinta mil soldados de caballería.
Es un país rico, con una producción variada en ganadería,
agricultura y
minería y
engrandecido considerablemente por la anexión de los
territorios de Balk, Aukoi y Meimaneh. Posee diecinueve grandes
ciudades, entre las que se encuentran Bukhara, rodeada de una
muralla flanqueada por torres, que mide más de ocho millas
inglesas; ciudad gloriosa que fue cantada por Avicena y otros
sabios del siglo X, está considerada como el centro del
saber musulmán y es una de las ciudades más
célebres del Asia central; Samarcanda (donde se encuentra
la tumba de Tamerlan) posee el célebre palacio donde se
guarda la piedra azul sobre la que ha de venir a sentarse todo
nuevo khan que suba al poder y está defendida por una
ciudadela extremadamente fortificada; Karschi, con su triple
recinto, situada en un oasis envuelto por un pantano lleno de
tortugas y lagartos, es casi impenetrable; Chardjui, defendida
por una población de más de veinte mil almas y,
finalmente, Katta-Kurgan, Nurata, Dyzah, Paikanda, Karakul,
Kuzar, etc., forman un conjunto de ciudades difíciles de
someter. El khanato de Bukhara, protegido por sus montañas
y rodeado por sus estepas es, por tanto, un estado verdaderamente
temible y Rusia iba a verse obligada a oponerle fuerzas
importantes.
El ambicioso y feroz Féofar-Khan, que gobernaba
entonces ese rincón de Tartaria apoyado por otros khanes,
principalmente los de Khokhand y Kunduze, guerreros crueles y
rapaces, dispuestos siempre a lanzarse a las empresas mas
gratas al instinto tártaro, y ayudado por los jefes que
mandaban las hordas de Asia central, se había puesto a la
cabeza de esta invasión, de la que Ivan Ogareff era el
verdadero cerebro. Este
traidor, impulsado tanto por su insensata ambicion como por su
odio, había organizado el movimiento de los invasores de
forma que cortase la gran ruta siberiana.
¡Estaba loco si, de verdad, creía debilitar
el Imperio moscovita! Bajo su inspiración, el Emir
-éste era el título que tomaban los khanes de
Bukhara- había lanzado sus hordas más allá
de la frontera rusa, invadiendo el gobierno de Semipalatinsk, en
donde los cosacos, poco numerosos en ese punto, habían
tenido que retroceder ante ellas. Había avanzado luego
más allá del lago Baljax, arrastrando a su paso a
la población kirguise, saqueando, asolando, enrolando a
los que se sometían, apresando a los que ofrecían
resistencia, iba
trasladándose de una ciudad a otra, seguido de toda la
impedimenta típica de un soberano oriental (lo que
podría llamarse su casa civil, mujeres y esclavas), todo
ello con la audacia de un moderno Gengis-Khan.
¿Dónde se encontraba en este momento?
¿Hasta dónde habían llegado sus soldados a
la hora en que la noticia de la invasión llegó a
Moscú? ¿Hasta qué lugar de Siberia
habían tenido que retroceder las tropas rusas? Imposible
saberlo. Las comunicaciones estaban interrumpidas. El cable,
entre Kolivan y Tomsk, ¿había sido cortado por unas
avanzadillas del ejército tártaro, o era el grueso
de las fuerzas quien había llegado hasta las provincias de
Yeniseisk? ¿Estaba en llamas toda la baja Siberia
occidental? ¿Se extendía ya la sublevación
hasta las regiones del este? No podía decirse. El
único agente que no teme ni al frío ni al calor, al que
no detienen las inclemencias del invierno ni los rigores del
verano; que vuela con la rapidez del rayo: la corriente
eléctrica no podía circular a través de
la estepa, ni era posible advertir al Gran Duque, encerrado en
Irkutsk, sobre el grave peligro que le amenazaba por la
traición de Ivan Ogareff.
Únicamente un correo podría reemplazar a
la corriente eléctrica, pero ese hombre necesitaba tiempo
para franquear las cinco mil doscientas verstas (5.523
kilómetros) que separan Moscú de Irkutsk. Para
atravesar las filas de los sublevados e invasores, necesitaba
desplegar una inteligencia y
un coraje sobrehumanos. Pero con esas cualidades se va
lejos.
«¿ Encontraré tanta inteligencia y
tal corazón?
», se preguntaba el Zar.
3
Poco después se abrió el gabinete imperial
y un ujier anunció al general Kissoff.
-¿Y el correo? -le preguntó con
impaciencia el Zar.
-Está ahí, señor -respondió
el general Kissoff
-¿Has encontrado ya al hombre que
necesitamos?
-Respondo de él ante Vuestra Majestad.
-¿Estaba de servicio en Palacio?
-Sí, señor.
-¿Lo conoces?
-Personalmente. Varias veces ha desempeñado con
éxito misiones difíciles.
-¿En el extranjero?
-En la misma Siberia.
-¿De dónde es?
-De Omsk. Es siberiano.
-¿Tiene sangre fría, inteligencia, coraje
… ?
-Sí, señor. Tiene todo lo necesario para
triunfar allí donde otros fracasarían.
-¿Su edad?
-Treinta años.
-¿Es fuerte?
-Puede soportar hasta los extremos límites del
frío, hambre, sed y fatiga.
-¿Tiene un cuerpo de hierro?
-Sí, señor.
-¿Y su corazón?
-De oro, señor.
-¿ Cómo se llama?
-Miguel Strogoff.
-¿Está dispuesto a partir?
-Espera en la sala de guardia las órdenes de
Vuestra Majestad.
-Que pase -dijo el Zar.
Instantes después, el correo Miguel Strogoff
entraba en el gabinete imperial.
Miguel Strogoff era alto de talla, vigoroso, de anchas
espaldas y pecho robusto. Su poderosa cabeza presentaba los
hermosos caracteres de la raza caucásica y sus miembros,
bien proporcionados, eran como palancas dispuestas
mecánicamente para efectuar a la perfección
cualquier esfuerzo. Este hermoso y robusto joven, cuando estaba
asentado en un sitio, no era fácil de desplazar contra su
voluntad, ya que cuando afirmaba sus pies sobre el suelo, daba la
impresión de que echaba raíces. Sobre su cabeza, de
frente ancha, se encrespaba una cabellera abundante, cuyos rizos
escapaban por debajo de su casco moscovita. Su rostro,
ordinariamente pálido, se modificaba únicamente
cuando se aceleraba el batir de su corazón bajo la
influencia de una mayor rapidez en la circulación
arterial. Sus ojos, de un azul oscuro, de mirada recta, franca,
inalterable, brillaban bajo el arco de sus cejas, donde unos
músculos supercillares levemente contraídos
denotaban un elevado valor -el
valor sin cólera
de los héroes, según expresión de los
psicólogos- y su poderosa nariz, de anchas ventanas,
dominaba una boca simétrica con sus labios salientes
propios de los hombres generosos y buenos.
Miguel Strogoff tenía el temperamento del hombre
decidido, de rápidas soluciones,
que no se muerde las uñas ante la incertidumbre ni se
rasca la cabeza ante la duda y que jamás se muestra
indeciso.
Sobrio de gestos y de palabras, sabía permanecer
inmóvil como un poste ante un superior; pero cuando
caminaba, sus pasos denotaban gran seguridad y una
notable firmeza en sus movimientos, exponentes de su
férrea voluntad y de la confianza que tenía en
sí mismo. Era uno de esos hombres que agarran siempre las
ocasiones por los pelos; figura un poco forzada pero que lo
retrataba de un solo trazo.
Vestía uniforme militar parecido al de los
oficiales de la caballería de cazadores en campaña:
botas, espuelas, pantalón semiceñido, pelliza
bordada en pieles y adornada con cordones amarillos sobre fondo
oscuro. Sobre su pecho brillaban una cruz y varias medallas.
Pertenecía al cuerpo especial de correos del Zar y entre
esta elite de hombres tenía el grado de oficial. Lo que se
notaba particularmente en sus ademanes, en su fisonomía,
en toda su persona (y que el Zar comprendió al instante),
era que se trataba de un «ejecutor de
órdenes». Poseía, pues, una de las cualidades
más reconocidas en Rusia -según la
observación del célebre novelista Turgueniev-, y
que conducía a las más elevadas posiciones del
Imperio moscovita.
En verdad, si un hombre podía llevar a feliz
término este viaje de Moscú a Irkutsk a
través de un territorio invadido, superar todos los
obstáculos y afrontar todos los peligros de cualquier
tipo, era, sin duda alguna, Miguel Strogoff, en el cual
concurrían circunstancias muy favorables para llevar a
cabo con éxito el proyecto, ya que conocía
admirablemente el país que iba a atravesar y
comprendía sus diversos idiomas, no sólo por
haberlo recorrido, sino porque él mismo era
siberiano.
Su padre, el anciano Pedro Strogoff, fallecido diez
años antes, vivía en la ciudad de Omsk, situada en
el gobierno de este mismo nombre, donde su madre, Marfa Strogoff,
seguía residiendo. En ese lugar, entre las salvajes
estepas de las provincias de Omsk, fue donde el bravo cazador
siberiano educó «con dureza» a su hijo Miguel,
según expresión popular. La verdadera
profesión de Pedro Strogoff era la de cazador. Y tanto en
verano como en invierno, bajo los rigores de un calor
tórrido o de un frío que sobrepasaba muchas veces
los cincuenta grados bajo cero, recorría la dura planicie,
las espesuras de maleza y abedules o los bosques de abetos,
tendiendo sus trampas, acechando la caza menor con el fusil y la
mayor con el cuchillo. La caza mayor era nada menos que el oso
siberiano, temible y feroz animal de igual talla que sus
congéneres de los mares glaciales. Pedro Strogoff
había cazado más de treinta y nueve osos, lo cual
indica que igualmente el número cuarenta había
caído bajo su cuchillo. Pero si hemos de creer la leyenda
que circula entre los cazadores rusos, todos aquellos que hayan
muerto treinta y nueve osos han sucumbido ante el número
cuarenta.
Sin embargo, Pedro Strogoff había traspasado esa
fatídica cifra sin recibir un solo
rasguño.
Desde entonces, Miguel, que tenía once
años de edad, no dejó de acompañar a su
padre, llevando la ragatina, es decir, la horquilla para
acudir en su ayuda cuando sólo iba armado con un cuchillo.
A los catorce años Miguel Strogoff mató su primer
oso sin ayuda de nadie, lo cual no era poca cosa; pero,
además, después de deshollarlo, arrastró la
piel del
gigantesco animal hasta la casa de sus padres, distante muchas
verstas, lo cual revelaba que el muchacho poseía un vigor
poco comun.
Este género de vida le fue muy provechoso y
así, cuando llegó a la edad de hombre hecho, era
capaz de soportarlo todo: frío, calor, hambre, sed y
fatiga. Era, como el yakute de las tierras
septentrionales, de hierro. Podía permanecer veinticuatro
horas sin comer, diez noches consecutivas sin dormir y
sabía construirse un refugio en plena estepa, allí
donde otros quedarían a merced de los vientos.
Dotado de sentidos extremadamente finos, guiado por unos
instintos de Delaware en medio de la blanca planicie, cuando la
niebla cubría todo el horizonte, aun cuando se encontrase
en las más altas latitudes (allí donde la noche
polar se prolonga durante largos días), encontraba su
camino donde otros no hubieran podido orientar sus
pasos.
Su padre le había puesto al corriente de todos
sus secretos y las más imperceptibles señales, como: proyección de las
agujas del hielo, disposición de las pequeñas ramas
de los árboles, emanaciones que le llegaban de los
últimos límites del horizonte, pisadas sobre la
hierba de los bosques, sonidos vagos que cruzaban el aire,
lejanos ruidos, vuelo de los pájaros en la atmósfera brumosa y
otros mil detalles que eran fieles jalones para quien supiera
reconocerlos. Y Miguel Strogoff había aprendido a guiarse
por ellos. Templado en las nieves como el acero de Damasco
en las aguas sirias, tenía, además, una salud de hierro, como
había dicho el general Kissoff y, lo que no era menos
cierto, un corazón de oro.
La unica pasion de Miguel Strogoff era su madre, la
vieja Marfa, que jamás había querido abandonar la
casa de los Strogoff, a orillas del Irtiche, en Omsk, donde el
viejo cazador y ella habían vivido juntos tanto tiempo.
Cuando su hijo partió de allí fue un duro golpe
para ella, pero se tranquilizó con la promesa que le hizo
de volver siempre que tuviera una oportunidad; promesa que fue
escrupulosamente cumplida.
Cuando Miguel Strogoff contaba veinte años,
decidieron que entrase al servicio personal del emperador de
Rusia, en el cuerpo de correos del Zar. El joven siberiano,
audaz, inteligente, activo y de buena conducta, tuvo la
oportunidad de distinguirse especialmente con ocasión de
un viaje al Cáucaso, a través de un
país difícil, hostigado por unos turbulentos
sucesores de Samil. Posteriormente volvió a distinguirse
en una misión que le llevó hasta Petropolowsky, en
Kamtschatka, el límite oriental de la Rusia
asiática. Durante estos largos viajes
desplegó tan maravillosas dotes de sangre fría,
prudencia y coraje que le valieron la aprobación y
protección de sus superiores, quienes le ascendieron con
rapidez.
En cuanto a los permisos que le correspondían una
vez realizadas tan lejanas misiones, jamás olvidó
consagrarlos a su anciana madre, aunque estuviera separado de
ella por miles de verstas y el invierno hubiese convertido los
caminos en rutas impracticables. Sin embargo, Miguel Strogoff,
recién llegado de una misión en el sur del imperio,
por primera vez había dejado de visitar a su
madre.
Varios días antes se le había concedido el
permiso reglamentarlo y estaba haciendo los preparativos para el
viaje, cuando se produjeron los sucesos que ya conocemos. Miguel
Strogoff fue, pues, llamado a presencia del Zar ignorando
totalmente lo que el Emperador esperaba de él.
El Zar, sin dirigirle la palabra, lo miró durante
algunos instantes con su penetrante mirada, mientras Miguel
Strogoff permanecía absolutamente inmóvil.
Después, el Zar, satisfecho sin duda de este examen, se
acercó de nuevo a su mesa y, haciendo una seña al
jefe superior de policía para que se sentara ante ella, le
dictó en voz baja una carta que sólo
contenía algunas líneas.
Redactada la carta, el Zar
la releyó con extrema atención y la firmó,
anteponiendo a su nombre las palabras bytpo semou, que
significan «así sea», fórmula
sacramental de los emperadores rusos.
La carta, introducida en un sobre, fue cerrada y sellada
con las armas imperiales
y el Zar, levantándose, hizo ademán a Miguel
Strogoff para que se acercara.
Miguel Strogoff avanzó algunos pasos y
quedó nuevamente inmóvil, presto a
responder.
El Zar volvió a mirarle cara a cara y le
preguntó escuetamente:
-¿Tu nombre?
-Miguel Strogoff, señor.
-¿Tu grado?
-Capitán del cuerpo de correos del
Zar.
-¿Conoces Siberia?
-Soy siberiano.
-¿Dónde has nacido?
-En Omsk.
-¿Tienes parientes en Omsk?
-Sí, señor.
-¿Qué parientes?
-Mi anciana madre.
El Zar interrumpió un instante su serie de
preguntas. Después, mostrando la carta que tenía en
la mano, dijo:
-Miguel Strogoff; he aquí una carta que te
confío para que la entregues personalmente al Gran Duque y
a nadie más que a él.
-La entregaré, señor.
-El Gran Duque está en Irkutsk.
-Iré a Irkutsk.
-Pero tendrás que atravesar un país
plagado de rebeldes e invadido por los tártaros, quienes
tendrán mucho interés en interceptar esta
carta.
-Lo atravesaré.
-Desconfiarás, sobre todo, de un traidor llamado
Ivan Ogareff, a quien es probable que encuentres en tu
camino.
-Desconfiaré.
-¿Pasarás por Omsk?
-Está en la ruta, señor.
-Si ves a tu madre, corres el riesgo de ser
reconocido. Es necesario que no la veas.
Miguel Strogoff tuvo unos instantes de
vacilación, pero dijo:
-No la veré.
-Júrame que por nada confesaras quien eres ni
adónde vas.
-Lo juro.
-Miguel Strogoff -agregó el Zar, entregando el
pliego al joven correo-, toma esta carta, de la cual depende la
salvación de toda Siberia y puede que también la
vida del Gran Duque, mi hermano.
-Esta carta será entregada a Su Alteza, el Gran
Duque.
-¿Así que pasarás, a todo
trance?
-Pasaré o moriré.
-Es preciso que vivas.
-Viviré y pasaré -respondió Miguel
Strogoff.
El Zar parecía estar satisfecho con la sencilla y
reposada seguridad con que le había contestado Miguel
Strogoff.
-Vete, pues, Miguel Strogoff -dijo-. Vete, por Dios, por
Rusia, por mi hermano y por mí.
Miguel Strogoff, saludando militarmente, salió
del gabinete imperial y, algunos instantes después,
abandonaba el Palacio Nuevo.
-Creo que has acertado, general -dijo el Zar.
-Yo también lo creo, señor
-respondió el general Kissoff-, y Vuestra Majestad puede
estar seguro de que Miguel Strogoff hará todo cuanto le
sea posible a un hombre valiente y decidido.
-Es todo un hombre, en efecto –dijo el Zar.
4
La distancia que Miguel Strogoff tenía que
franquear entre Moscú e Irkutsk era de cinco mil
doscientas verstas (5.523 kilómetros). Cuando la
línea telegráfica aún no existía
entre los montes Urales y la frontera oriental de Siberia, el
servicio de despachos oficiales se hacía mediante correos,
el más rápido de los cuales empleaba dieciocho
días en recorrer la distancia de Moscú a Irkutsk.
Pero esto era una excepción y lo general era que para
atravesar la Rusia asiática se emplease, ordinariamente,
de cuatro a cinco semanas, aunque todos los medios de
transporte
estaban a disposición de estos emisarios del
Zar.
Como hombre que no temía al frío ni a la
nieve, Miguel Strogoff hubiera preferido viajar durante la ruda
estación invernal, que permite organizar un servicio de
trineos en toda la extensión del recorrido. De esta
manera, las dificultades que entraña el empleo de
diversos medios de locomoción quedaban, en parte,
disminuidas sobre aquellas inmensas estepas cubiertas de nieve,
ya que hay menos cursos de agua que
atravesar y el trineo se desliza fácilmente sobre aquel
manto helado.
Ciertos fenómenos atmosféricos de esta
época son temibles, como la persistencia e intensidad de
las nieblas, el frío extremado, además de las
largas y terribles ventiscas, cuyos torbellinos lo envuelven todo
y hacen desaparecer caravanas enteras. Ocurre también que
los lobos, acosados por el hambre, cubren a millares las
llanuras. Pero era preferible correr esos riesgos
porque, con la crudeza del invierno, los invasores
tártaros se verían obligados a acantonarse en las
ciudades, sus Merodeadores no correrían por la estepa,
todo movimiento de tropas sería impracticable y Miguel
Strogoff podría pasar más fácilmente. Pero
él no había podido elegir su tiempo ni su hora y
debía aceptar las circunstancias para partir, cualesquiera
que fueran.
Ésta era la situación que Miguel Strogoff
apreció claramente, preparándose para
afrontarla.
Además, no se encontraba en las condiciones
habituales de un correo del Zar, ya que era preciso que nadie
sospechara esta circunstancia mientras realizara su viaje, porque
en un país invadido, los espías abundan y él
sabía que su misión era muy comprometida. Por eso
el general Kissoff se limitó a entregarle una importante
suma de dinero para el viaje, e, incluso, el medio de
facilitárselo hasta cierto punto, pero sin entregarle
ninguna orden escrita en la que constara que estaba al servicio
del Emperador, «Sésamo» que abría todas
las puertas; entrególe úmcamente un
podaroshna.
Este podaroshna, extendido a nombre de
Nicolás Korpanoff, comerciante domiciliado en Irkutsk,
autorizaba a su titular para hacerse acompañar en caso
necesario por una o varias personas, y era valedero hasta en los
casos en que el gobierno moscovita prohibía a sus
súbditos abandonar el territorio ruso. El
podaroshna es una autorizacion para tomar caballos de posta,
pero Miguel Strogoff no podía emplearlo más que en
las ocasiones en que poseer este documento no le hiciera
sospechoso, es decir, que únicamente podía hacer
uso de él mientras estuviera en territorio europeo. En
resumen, cuando se encontrase en Siberia, es decir, cuando
atravesara las provincias sublevadas, no podría actuar
como dueño de las paradas de posta, ni hacerse entregar
caballos con preferencia a cualquier otro, ni requisar medios de
transporte para su uso personal. Miguel Strogoff no debía
olvidar esto: él no era un correo, sino un simple
comerciante llamado Nicolás Korpanoff, que iba de
Moscú a Irkutsk y, como a tal, sometido a todas las
eventualidades de un viaje ordinario.
Pasar desapercibido, con más o menos rapidez,
pero pasar. Tal debía ser su programa.
Treinta años atrás, la escolta de un
viajero importante no comprendía menos de doscientos
cosacos a caballo, doscientos infantes, veinticinco jinetes
baskires, trescientos camellos, cuatrocientos caballos,
veinticinco carros, dos lanchas transportables y dos
cañones. Tal era el material necesario para un viaje por
Siberia. Pero él, Miguel Strogoff, no tenía
cañones, ni jinetes, ni infantes, ni bestias de
carga.
Iría, si podía, en coche o a caballo; si
no había más remedio, iría a pie.
Las primeras mil cuatrocientas verstas (1.493
kilómetros), que comprendían la distancia entre
Moscú y la frontera rusa, no debían ofrecer
dificultad alguna. Ferrocarriles, diligencias, buques a vapor y
caballos de refresco en todas las paradas, estaban a
disposición de todo el mundo y, por consiguiente, a la
merced del correo del Zar.
Aquella mañana del 16 de julio, desprovisto de su
uniforme, portando un saco de viaje sobre sus espaldas y ataviado
con un simple traje ruso compuesto de túnica ceñida
al talle, cinturón tradicional de mujik, anchos calzones y
botas cinchadas al jarrete, Miguel Strogoff se dirigió a
la estación para tomar el primer tren que le
conviniera.
No llevaba ningún tipo de armas, al menos
ostensiblemente; pero bajo su cinturón se ocultaba un
revólver y en su bolsillo una especie de machete, de esos
que tienen tanto de puñal como de alfanje y con los cuales
un cazador siberiano sabe destripar a un oso tan limpiamente que
no deteriora en lo más mínimo su preciosa
piel.
La estación de Moscú estaba a rebosar de
viajeros y es que las estaciones de los ferrocarriles rusos son
lugares de reunión muy frecuentados, tanto por los que
parten como por los que son simples espectadores de la partida de
trenes. Se toma como una pequeña bolsa de
noticias.
El tren en el que tomó asiento Miguel Strogoff
debía llevarle hasta Nijni-Novgorod, en donde, por aquella
época, se detenía el ferrocarril que, enlazando
Moscú con San Petersburgo, debía proseguir hasta la
frontera rusa. Esto significaba un trayecto de unas cuatrocientas
verstas (426 kilómetros), que el tren franqueaba en una
decena de horas.
Una vez en Nijni-Novgorod, Miguel Strogoff
tomaría, según las circunstancias, la ruta
terrestre o uno de los buques a vapor del Volga, con el fin de
llegar a los Urales lo antes posible. Se acomodó, pues, en
su rincón, como digno burgués a quien no inquieta
demasiado la marcha de sus negocios y
busca matar el tiempo durmiendo. Pero como no iba solo en el
compartimiento, no durmio mas que con un ojo y escuchó con
los dos oídos.
Sus vecinos, como la mayor parte de los viajeros que
transportaba el tren, eran mercaderes que se dirigían a la
célebre feria de Nijni-Novgorod; conjunto necesariamente
heterogeneo, compuesto por judíos,
turcos, cosacos, rusos, georgianos, calmucos y otros, pero casi
todos ellos hablando la lengua
nacional.
En efecto, el rumor de la sublevación de las
hordas kirguises y de la invasión tártara
había trascendido algo y los viajeros que el azar le
destinó como compañeros de viaje lo comentaban con
cierta circunspección. Se discutía, pues, los pros
y contras de los graves acontecimientos que se desarrollaban
más allá de los Urales, y los comerciantes
temían que el gobierno ruso se hubiera visto obligado a
tomar medidas restrictivas, sobre todo en las provincias
limítrofes con la frontera, con lo cual se
resentiría el comercio.
Naturalmente, estos egoístas no consideraban la
guerra, es decir, la represión de la revuelta y la lucha
contra la invasión, más que bajo el punto de vista
de sus intereses particulares amenazados. La sola presencia de un
simple soldado uniformado hubiera sido suficiente para contener
las lenguas de estos mercaderes, pues ya se sabe cuán
grande es la importancia que se da al uniforme en Rusia. Pero en
el compartimiento ocupado por Miguel Strogoff, nada hacía
sospechar la presencia de un militar, y el correo del Zar,
viajando de incógnito, no era de los hombres que se
traicionan.
Limitábase, pues, a escuchar.
-Se afirma que el té de las caravanas está
en alza -dijo un persa, que se identificaba por su gorro forrado
de astracán y su oscura tunica de anchos pliegues, rozada
por el uso.
-¡Oh! El té no ha de temer la baja
-respondió un viejo judío, de gesto ceñudo-.
El que se encuentre en el mercado de
Nijni-Novgorod se expenderá fácilmente por el
oeste, pero, desgraciadamente, no ocurrirá lo mismo con
los tapices de Bukhara.
-¡Cómo! ¿Está usted esperando
algún envío de Bukhara? -preguntó el
persa.
-No, pero sí lo espero de Samarcanda, y no
está menos expuesto. ¡Cuenta con las expediciones de
un país en el que se han sublevado todos los khanes desde
Khiva hasta la frontera china!
-¡Bueno! -respondió el persa-. Si no llegan
los tapices, supongo que tampoco llegarán las letras de
cambio.
-¡Y los beneficios, Dios de Israel!
¿No significan nada para usted? -exclamó el
pequeño judío.
-Tiene razón -dijo otro viajero-. Los
artículos de Asia central corren el peligro de escasear en
el mercado. Y ocurrirá lo mismo con los tapices de
Samarcanda, las lanas, sebos y chales de Oriente.
-¡Pues tenga cuidado, padrecito! -respondió
un viajero ruso de aspecto socarrón-. ¡No vaya usted
a engrasar horriblemente los chales si los mezcla con los
sebos!
-¡No es cosa de risa! -respondió el
comerciante, a quien no parecían gustarle mucho esta
clase de
bromas.
-Aunque nos tiremos de los pelos y nos rasguemos las
vestiduras no haremos cambiar el curso de los acontecimientos.
¡Y menos el de las mercancías! -respondió el
viajero.
-¡Bien se ve que no es comerciante! -hizo observar
el judío.
-No, a fe mía, digno descendiente de Abraham. No
vendo lúpulo, ni edredón, ni miel, ni cera, ni
cañamones, ni carne salada, ni caviar, ni lana, ni
madera, ni
cintas, ni cáñamo, ni lino, ni
marroquinería, ni..
-Pero, ¿compra usted? -preguntó el persa,
cortando la retahíla del viajero.
-Lo menos posible, y sólo para mi consumo
particular -respondió éste,
guiñándole un ojo.
-¡Es un bufón! -dijo el judío
dirigiéndose al persa.
-¡O un espía! -respondió éste
bajando la voz.
-No nos fiemos y hablemos lo menos posible. La
policía no es precisamente blanda en los tiempos que
corren y uno no sabe nunca al lado de quién
viaja.
En el otro rincón del compartimiento se hablaba
un poco menos de las transacciones mercantiles y un poco
más de la invasión tártara y sus funestas
consecuencias.
-Los caballos de Siberia van a ser requisados -dijo un
viajero- y las comunicaciones entre las distintas provincias de
Asia central se harán bien difíciles.
-¿Es cierto -pregunto su vecino- que los
kirguises de la horda mediana han hecho causa común con
los tártaros?
-Eso se dice -respondió el viajero, bajando la
voz-, pero quién puede presumir de saber algo en este
país.
-He oído hablar de concentraciones de tropas en
la frontera. Los cosacos del Don se han reunido en el curso del
Volga y se les va a enfrentar con los kirguises
sublevados.
-Si los kirguises han descendido por el curso del
Irtiche, la ruta a Irkutsk no debe de ser muy segura
-respondió el vecino-. Además, ayer intenté
enviar un telegrama a Krasnoiarsk y no pudo pasar. Me temo que
las columnas tártaras hayan aislado la Siberia
oriental.
-En suma, padrecito -replicó el primer
interlocutor-, estos comerciantes tienen razón al estar
inquietos por sus negocios y por sus pedidos. Después de
requisar los caballos se requisarán los barcos, los coches
y todos los medios de transporte, hasta que llegue el momento en
que no se pueda dar un paso en toda la extensión del
Imperio.
-Me temo que la feria de Nijni-Novgorod no termine tan
brillantemente como comenzó -respondió el segundo
interlocutor, moviendo la cabeza-, pero la seguridad y la
integridad del territorio ruso está ante todo. ¡Los
negocios no son más que negocios!
Si en este compartimiento el tema de las conversaciones
no variaba mucho, tampoco era distinto en los otros coches que
componían el tren; Pero en todas partes un buen observador
hubiera advertido la extrema prudencia en el planteamiento de las
impresiones que intercambiaban. Cuando alguna vez se adentraban
en el terreno de los hechos, jamás llegaban a insinuar las
intenciones del gobierno moscovita, ni siquiera a
apreciarlas.
Esto fue justamente advertido por uno de los pasajeros
que iban en el vagón de cabeza. Este viajero,
evidentemente extranjero, lo miraba todo con ojos bien abiertos y
no paraba de hacer preguntas a las cuales sólo se le
respondía con evasivas. A cada instante sacaba la cabeza
fuera de la ventanilla, de la que tenía el cristal bajado,
con vivo desagrado de sus vecinos, y no perdía detalle del
paisaje de la derecha; preguntaba el nombre de las más
insignificantes localidades, su situación, cuál era
su comercio, su industria, el
número de sus habitantes, el nivel medio de vida de cada
sexo, etc.; y
todo lo iba anotando en un bloc ya sobrecargado de
citas.
Era el corresponsal Alcide Jolivet, que si hacía
tantas preguntas insignificantes era porque entre tantas
respuestas como provocaba, esperaba sorprender algún hecho
interesante para su prima. Pero, naturalmente, se le tomó
por un espía y delante de él no se decía ni
una sola palabra que tuviera relación con los
acontecimientos del día.
Viendo, pues, que no podría averiguar nada sobre
la invasión tártara, escribió en su bloc:
«Viajeros, de una discreción absoluta. En materia
política, muy duros de gatillo.»
Y mientras Alcide Jolivet anotaba minuciosamente todas
sus impresiones sobre el viaje, su colega, que había
embarcado en el mismo tren y con igual motivo, estaba entregado a
idéntico trabajo de observación en otro
compartimiento. Ninguno de los dos había visto al otro
aquel día en la estación de Moscú e
ignoraban recíprocamente que iban a visitar el teatro de la
guerra. únicamente que Harry Blount, hablando poco y
escuchando mucho, no había inspirado a sus
compañeros de viaje la desconfianza que Alcide Jolivet con
sus preguntas. De manera que no le habían tomado por un
espía y sus vecinos, sin apurarse, conversaban ante
él, llegando a veces más lejos de lo que su
circunspección natural les hubiera debido
permitir.
Por tanto, el corresponsal del Daily Telegraph
había podido comprobar hasta qué punto los
acontecimientos preocupaban a los hombres de negocios que se
dirigían a Nijni-Novgorod y la amenaza que pesaba sobre
los intercambios comerciales con Asia central; por lo que no
dudó en anotar en su bloc esta justa observación:
«Los viajeros, extremadamente inquietos. Sólo se
habla de la guerra, y con una libertad que
asombra entre el Vístula y el Volga.»
Los lectores del Daily Telegraph no podían
estar menos informados que la prima de Alcide Jolivet.
Además, como Harry Blount iba sentado en la parte
izquierda del tren y no se había fijado más que en
esta mitad del paisaje, sin molestarse en contemplar una sola vez
el de la derecha, formado por amplias planicies, no tuvo
ningún reparo en apuntar en su bloc, con todo su aplomo
británico: «Paisaje montañoso entre
Moscú y Wladimir.»
Sin embargo, era evidente que el gobierno moscovita, en
presencia de tan graves eventualidades, estaba tomando severas
medidas hasta en el interior del Imperio. La sublevación
no había franqueado la frontera siberiana, pero en estas
provincias del Volga vecinas del país de los kirguises,
eran de temer desagradables influencias.
En efecto, la policía no había encontrado
aún la pista de Ivan Ogareff, el traidor que había
provocado una intervención extranjera para vengar sus
rencores particulares y parecía haberse reunido con
Féofar-Khan, o puede que intentara fomentar la revuelta en
el gobierno de Nijni-Novgorod que, en esta época del
año, encerraba una población compuesta por
elementos tan diversos. ¿No habría entre tantos
persas, armenios y calmucos que afluían al gran mercado,
agentes suyos encargados de provocar un movimiento interior?
Todas las hipótesis eran posibles en un país
como Rusia.
Este vasto imperio, que tiene una extensión de
doce millones de kilómetros cuadrados, no puede tener la
homogeneidad de los estados de Europa occidental.
Entre los diversos pueblos que lo componen, forzosamente
han de existir diferencias que van más allá de los
simples matices autóctonos. El territorio ruso en Europa,
Asia y América, se extiende desde los 15 grados de
longitud este hasta los 133 de longitud oeste, es decir, a lo
largo de cerca de 200 grados (unas 2.500 leguas) y desde el
paralelo 38 al 81 de latitud norte, o sea, 43 grados (unas 1.000
leguas). Cuenta con setenta millones de habitantes que hablan
treinta lenguas distintas. La raza eslava es, sin duda, la
dominante y comprende, además de los rusos, a los polacos,
lituanos y curlandeses, y si a ellos añadimos los fineses,
estonianos, lapones, chesmiros, chubaches, permios, alemanes,
griegos, tártaros, las tribus caucasianas, las hordas
mongoles, los calmucos, samoyedos, kamchadalas y aleutios, se
comprenderá que la unidad de tan vasto estado es
difícil de mantener y no podía ser más que
obra del tiempo, ayudado por la sagacidad de los
gobernantes.
Sea como fuere, Ivan Ogareff había sabido, hasta
entonces, escabullirse de las pesquisas de la policía y,
probablemente, debía de haberse unido a los
ejércitos tártaros. Pero en cada estación
donde se detenía el tren, se presentaban inspectores de
policía que revisaban a todos los pasajeros y les
sometían a minuciosa identificacion, pues tenían
orden expresa del jefe superior de policía de buscar a
Ivan Ogareff. El Gobierno, en efecto, creía saber que el
traidor aún no, había tenido tiempo de abandonar la
Rusia europea. Cuando un viajero parecía sospechoso,
tenía que identificarse en el puesto de policía y
el tren volvía a ponerse en marcha sin ninguna inquietud
por el que quedaba atrás.
Con la policía rusa, excesivamente expeditiva, es
inútil razonar. Sus miembros ostentan graduaciones
militares. No hay más remedio que obedecer sin rechistar
las órdenes de un soberano que tiene potestad para
encabezar sus ucases con la fórmula: «Nos, por la
gracia de Dios, Emperador y Autócrata de todas las Rusias,
de Moscú, Kiev, Wladimir y
Novgorod; Zar de Kazan, de Astrakán; Zar de Polonia, Zar
de Siberia, Zar del Quersoneso Táurico; Señor de
Pskof; Gran Príncipe de Smolensko, de Lituania, de
Volinia, de Podolla y Finlandia; Príncipe de Estonia, de
Livonia, de Curlandia y de Semigalia, de Bialistok, de Karella,
de Iugria, de Perm, de Viatka, de Bulgaria y de muchos otros
países; Señor y Gran Príncipe del territorio
de Nijni-Novgorod, de Chernigof, de Riazan, de Polotosk, de
Rostof, de Jaroslav, de Bielozersk, de Udoria, de Obdoria, de
Kondinia, de Vitepsk, de Mstislaf; dominador de las regiones
hiperbóreas; Señor de los países de Iveria,
de Kartalinia, de Gruzinia, de Kabardinia y de Armenia;
Señor hereditario y soberano de los príncipes
cherquesos, de los de las montañas y otros; Heredero de
Noruega; Duque de Schlewig-Holstein, de Stormarn, de Dittmarsen y
de Holdenburg.» ¡Poderoso soberano, en verdad, aquel
cuyo emblema es un águila de dos cabezas que sostiene un
cetro y un globo, rodeada de los escudos de Novgorod, Wladimir,
Kiev, Kazan, Astrakán y Siberia, y que está
envuelta por el collar de la Orden de San Andrés y
remadada con una corona real!
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