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Julio Verne – Miguel Strogoff



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

    1. Una fiesta en el Palacio
      Nuevo
    2. Rusos y
      tártaros
    3. Miguel
      Strogoff
    4. De Moscù a
      Nijni-Novgorod
    5. Un
      decreto en dos artículos
    6. Descendiendo
      por el Volga
    7. Remontando
      el Kama
    8. En
      Tarenta noche y día
    9. Una tempestad
      en los montes Urales
    10. Viajeros en
      apuros
    11. Una
      provocación
    12. Sobre todo,
      el deber
    13. Madre
      e hijo
    14. Los pantanos
      de la Baraba
    15. El
      último esfuerzo
    16. Versos y
      canciones
    17. Segunda
      parte. Un campamento tártaro
    18. Una
      actitud de Alcide Jolivet
    19. Golpe
      por golpe
    20. La
      entrada triunfal
    21. ¡Abre bien
      los ojos! ¡Ábrelos!
    22. Un
      amigo en la gran ruta
    23. El
      paso del Yenisei
    24. Una
      liebre atraviesa el camino
    25. En
      la estepa
    26. El
      Baikal y el Angara
    27. Entre dos
      orillas
    28. Irkutsk
    29. Un
      correo del Zar
    30. La
      noche del 5 al 6 de octubre
    31. Conclusión

    PRIMERA PARTE

    UNA
    FIESTA EN EL PALACIO NUEVO

    -Señor, un nuevo mensaje.

    -¿De dónde viene?

    -De Tomsk.

    -¿Está cortada la
    comunicación más allá de esta
    ciudad?

    -Sí, señor; desde ayer.

    -General, envíe un mensaje cada hora a Tomsk para
    que me tengan al corriente de cuanto ocurra.

    -A sus órdenes, señor -respondió el
    general Kissoff.

    Este diálogo
    tenía lugar a las dos de la madrugada, cuando la fiesta
    que se celebraba en el Palacio Nuevo estaba en todo su
    esplendor.

    Durante aquella velada, las bandas de los regimientos de
    Preobrajensky y de Paulowsky no habían cesado de
    interpretar sus polcas, mazurcas, chotis y valses escogidos entre
    lo mejor de sus repertorios.

    Las parejas de bailadores se multiplicaban hasta el
    infinito a través de los espléndidos salones de
    Palacio, construido a poca distancia de la «Vieja casa de
    Piedra», donde tantos dramas terribles se habían
    desarrollado en otros tiempos y cuyos ecos parecían haber
    despertado aquella noche para servir de tema a los
    corrillos.

    El Gran Mariscal de la Corte estaba, por otra parte,
    bien secundado en sus delicadas funciones, ya que
    los grandes duques y sus edecanes, los chamberlanes de servicio y los
    oficiales de Palacio, cuidaban personalmente de animar los
    bailes. Las grandes duquesas, cubiertas de diamantes y las damas
    de la Corte, con sus vestidos de gala, rivalizaban con las
    señoras de los altos funcionarios, civiles y militares de
    la «antigua ciudad de las blancas piedras».
    Así, cuando sonó la señal del comienzo de la
    polonesa, todos los invitados de alto rango tomaron parte en el
    paseo cadencioso que, en este tipo de solemnidades, adquiere el
    rango de una danza
    nacional; la mezcla de los largos vestidos llenos de encajes y de
    los uniformes cuajados de condecoraciones ofrecía un
    aspecto indescriptible bajo la luz de cien
    candelabros, cuyo resplandor quedaba multiplicado por el reflejo
    de los espejos.

    El aspecto era deslumbrante.

    Por otra parte, el Gran Salón, el más
    bello de todos los que poseía el Palacio Nuevo, era, para
    este cortejo de altos personajes y damas espléndidamente
    ataviadas, un marco digno de la magnificencia. La rica
    bóveda, con sus dorados bruñidos por la
    pátina del tiempo, era
    como un firmamento estrellado. Los brocados de los cortinajes y
    visillos, llenos de soberbios pliegues, empurpurábanse con
    los tonos cálidos que se quebraban centelleantes en los
    ángulos de las pesadas telas.

    A través de los cristales de las vastas vidrieras
    que rodeaban la bóveda, la luz que iluminaba los salones,
    tamizada por un ligero vaho, se proyectaba en el exterior como un
    incendio rasgando bruscamente la noche que, desde hacía
    varias horas, envolvía el fastuoso palacio.

    Este contraste atraía la atención de los invitados que sin estar
    absortos por el baile se acercaban a los alféizares de las
    ventanas, desde donde se apreciaban algunos campanarios,
    confusamente difuminados en la sombra, pero que perfilaban,
    aquí y allá, sus enormes siluetas. Por debajo de
    los contorneados balcones se veía también a
    numerosos centinelas marcar el paso rítmicamente, con el
    fusil sobre el hombro y cuyo puntiagudo casco parecia culminar en
    un penacho de llamas bajo los efectos del chorro de fuego
    recibido del interior. Oíanse también las patrullas
    que marcaban el paso sobre la grava, con mayor ritmo que los
    propios danzarines sobre el encerado de los salones. De vez en
    cuando, el alerta de los centinelas se repetía de puesto
    en puesto, y un toque de trompeta, mezclándose con los
    acordes de las bandas, lanzaba sus claras notas en medio de la
    armonía general.

    Más lejos todavía, frente a la fachada y
    sobre los grandes conos de luz que proyectaban las ventanas de
    Palacio, las masas sombrías de algunas embarcaciones se
    deslizaban por el curso del río cuyas aguas, iluminadas a
    trechos por la luz de algunos faroles, bañaban los
    primeros asientos de las terrazas. El principal personaje del
    baile, anfitrión de la fiesta y con el cual el general
    Kissoff había tenido atenciones reservadas
    únicamente a los soberanos, iba vestido con el uniforme de
    simple oficial de la guardia de cazadores. Esto no
    constituía afectación por su parte, antes reflejaba
    la habitud de un hombre poco
    sensible a las exigencias del boato. Su vestimenta contrastaba
    con los soberbios trajes que se entrecruzaban a su alrededor y
    era esa misma la que lucía la mayoría de las veces
    entre su escolta de georgianos, cosacos y lesghienos,
    deslumbrantes escuadrones espléndidamente ataviados con
    los brillantes uniformes del Cáucaso.

    Este personaje, de elevada estatura, afable apariencia y
    fisonomía apacible, pero con aspecto de
    preocupación en aquellos momentos, iba de un grupo a otro,
    pero hablando poco y no parecía prestar más que una
    vaga atención tanto a las alegres conversaciones de los
    jóvenes invitados como a las frases graves de los altos
    funcionarios o de los miembros del cuerpo diplomático, que
    representaban a los principales gobiernos de Europa.

    Dos o tres de estos perspicaces políticos
    -psicólogos por naturaleza
    habían observado en el rostro de su anfitrión una
    sombra de inquietud, cuyo motivo se les escapaba, pero que
    ninguno de ellos se permitió interrogarle al respecto. En
    cualquier caso, la intención del oficial de la guardia de
    cazadores era, sin lugar a dudas, la de no turbar con su secreta
    preocupación aquella fiesta en ningún momento y
    como era uno de esos raros soberanos de los que casi todo el
    mundo acostumbra acatar hasta sus pensamientos, el esplendor del
    baile no decayó ni un solo instante.

    Mientras tanto, el general Kissoff esperaba a que aquel
    oficial, al que acababa de comunicar el mensaje transmitido desde
    Tomsk, le diera orden de retirarse; pero éste
    permanecía silencioso.. Había cogido el telegrama
    y, al leerlo, su rostro se ensombreció todavía
    más. Su mano se deslizó involuntariamente hasta
    apoyarse en la empuñadura de su espada, para elevarse a
    continuación, a la altura de los ojos,
    cubriéndoselos. Se hubiera dicho que le hería la
    luz y buscaba la oscuridad para concentrarse mejor en sí
    mismo.

    -¿Así que, desde ayer, estamos
    incomunicados con mi hermano, el Gran Duque? -dijo el oficial,
    después de atraer al general Kissoff junto a una
    ventana.

    -Incomunicados, señor; y es de temer que los
    despachos no puedan atravesar la frontera
    siberiana.

    -Pero, las tropas de las provincias de Amur, Yakutsk y
    Transballkalia, ¿habrán recibido la orden de partir
    inmediatamente hacia Irkutsk?

    -Esta orden ha sido transmitida en el último
    mensaje que ha podido llegar más allá del lago
    Baikal.

    -¿Estamos en comunicación constante con los gobiernos de
    Yeniseisk Omsk, Semipalatinsk y Tobolsk desde el comienzo de la
    invasión?

    -Sí, señor; nuestros despachos llegan
    hasta ellos y tenemos la certeza de que, en estos momentos, los
    tártaros no han avanzado más allá del
    Irtiche y del Obi.

    -¿No se tiene ninguna noticia del traidor Ivan
    Ogareff ?

    -Ninguna -respondió el general Kissoff-. El jefe
    de policía no está seguro de si ha
    atravesado o no la frontera.

    -¡Que se transmitan inmediatamente sus
    señas a Nijni-Novgorod, Perm, Ekaterinburgo, Kassimow,
    Tiumen, Ichim, Omsk, Elamsk, Kolivan, Tomsk y a todas las
    estaciones telegráficas con las que todavía
    mantenemos comunicación!

    -Las órdenes de Vuestra Majestad serán
    ejecutadas al instante -respondió el general
    Kissoff.

    -No digas una palabra de todo esto.

    El general hizo un gesto de respetuosa adhesión
    y, después de una profunda reverencia, se confundió
    entre el gentío y abandonó el Palacio sin que nadie
    reparase en su partida.

    En cuanto al oficial, permaneció pensativo
    durante algunos instantes, pero cuando decidió mezclarse
    entre los militares y políticos que formaban grupos en varios
    puntos de los salones, su rostro había recuperado el
    aspecto habitual.

    Sin embargo, los graves acontecimientos que
    habían motivado la conversación anterior no eran
    tan secretos como el oficial de la guardia de cazadores y el
    general Kissoff creían. Si bien es verdad que no se
    hablaba de ello ni oficialmente, ya que las lenguas, siguiendo
    «órdenes oficiales» no podían
    desatarse, algunos altos personajes habían sido informados
    más o menos extensamente sobre los acontecimientos que se
    desarrollaban más allá de la frontera.

    Pero lo que ignoraban era que, cerca de ellos, dos
    personajes desconocidos hasta para los miembros del cuerpo
    diplomático, y que no lucían uniforme ni
    condecoración alguna que les distinguiera entre los
    invitados a aquella recepción del Palacio Nuevo,
    conversaban en voz baja y parecían haber recibido información muy precisa.

    ¿Cómo? ¿Por qué medio?
    ¿Gracias a qué estratagemas sabían estos dos
    simples mortales lo que tantos altos personajes apenas
    sospechaban? No era tan fácil de precisar.
    ¿Poseían el don de adivinar o de prevenir?
    ¿Tenían un sexto sentido que les permitía
    ver más allá de los estrechos horizontes a los que
    está limitada la mirada humana? ¿Tenían un
    olfato particular para captar las noticias
    más secretas? ¿Se había transformado su
    naturaleza gracias a ese hábito que era ya connatural en
    ellos? Casi podía afirmarse.

    Estos dos hombres, inglés
    uno y francés el otro, eran ambos altos y delgados.
    Éste, moreno como un provenzal. Aquél, rubio como
    un caballero de Lancashire. El inglés, calmoso,
    frío, flemático, parco en sus gestos y en sus
    palabras, parecía no hablar ni gesticular sino a impulsos
    de un estímulo que operaba a intervalos regulares. El
    galo, por el contrario, vivo, petulante, expresándose a la
    vez con los labios, ojos y manos, tenía mil maneras de
    hacerse entender, mientras que su interlocutor no parecía
    poseer más que una, inmutable y estereotipada,
    postura.

    Lo contradictorio entre estas dos personalidades
    habría sorprendido hasta al menos observador de los
    hombres; pero un fisonomista, observando un poco a estos dos
    extranjeros, habría determinado rápidamente la
    particularidad fisiológica que caracterizaba a cada uno de
    ellos diciendo que el francés era «todo ojos»
    y el inglés «todo oídos».

    En efecto; el hábito de la observación había agudizado
    singularmente su vista. La sensibilidad de su retina era tan
    fulminante como la de los prestidigitadores, que reconocen una
    carta nada
    más que con un rápido movimiento en
    un corte de baraja, o por cualquier marca,
    imperceptible para otra persona. Este
    francés poseía, pues, en el más alto grado,
    lo que se llama «memoria
    visual.»

    El inglés, por el contrario, estaba especialmente
    preparado para oír y captar cualquier sonido. Cuando su
    aparato auditivo había percibido el tono de una voz, no lo
    olvidaba jamás y, al cabo de diez o veinte años, lo
    podía reconocer entre mil. Sus orejas no tenían,
    ciertamente, la facultad de orientarse como las de los animales dotados
    de grandes pabellones auditivos; pero, ya que los sabios han
    dejado constancia de que las orejas humanas no son totalmente
    inmóviles, se hubiera podido decir que las del referido
    inglés se enderezaban, torcían o inclinaban en
    busca de sonidos, de manera poco ostensible para un
    naturalista.

    Es preciso observar que esta perfección de la
    vista y oído de
    estos dos hombres les servía maravillosamente en sus
    tareas. El inglés era corresponsal del Daily
    Telegraph y el francés lo era del… De cuál
    o de qué periódicos era corresponsal, él no
    lo decía jamás. Y cuando alguien se lo preguntaba,
    respondía que era corresponsal de su «prima
    Magdalena». En el fondo, este francés, bajo su
    apariencia de frivolidad, era sumamente perspicaz y astuto. Pese
    a que hablaba un poco a tontas y a locas, puede que para camuflar
    mejor su deseo de oír, no se extravertía
    jamás. Su misma locuacidad era como un mutismo y
    resultaba, si cabe, más cerrado, más discreto que
    su compañero del Daily Telegraph. Si ambos
    asistían a esta fiesta dada en el Palacio Nuevo la noche
    del 15 al 16 de julio, era en calidad de
    periodistas y con el único propósito de informar a
    sus lectores.

    Huelga decir que estos dos hombres amaban
    apasionadamente la misión que
    la vida les había encomendado; disfrutaban
    lanzándose como hurones a la caza de la más
    insignificante noticia, sin que nada ni nadie les amedrentase ni
    les hiciera desistir en su empeño. Poseían una
    imperturbable sangre
    fría y la espartana bravura de los hombres de su
    profesión. Verdaderos jockeys de carreras de
    obstáculos de la información, saltaban vallas,
    atravesaban ríos y sorteaban todos los obstáculos
    con el ardor incomparable de los purasangre, que se matan por
    llegar a la meta los
    primeros.

    Además, sus periódicos no les regateaban
    el dinero -el
    más seguro, rápido y perfecto elemento de
    información conocido hasta hoy-. Pero había que
    reconocer también en su honor que jamás fomentaban
    sensacionalismo y que únicamente se ocupaban en asuntos
    político-sociológicos.

    En resumen, hacían lo que viene llamándose
    desde hace varios años «el gran reportaje
    político-militar. » Siguiéndoles de cerca
    veremos que la mayoría de las veces tenían una
    singular manera de interpretar los hechos y, sobre todo, sus
    consecuencias, poseyendo cada uno de ellos su «propia
    opinión». Pero, al fin y al cabo, como jugaban
    limpio, tenían dinero
    abundante y no lo regateaban dada la ocasión, nadie les
    criticaba.

    El periodista francés se llamaba Alcide Jolivet.
    Harry Blount era el nombre del inglés. Acababan de
    saludarse por primera vez, en esta fiesta del Palacio Nuevo, de
    la cual tenían que informar a sus lectores por encargo
    expreso de sus respectivos periódicos.

    Las diferencias de carácter, unidas a una cierta competencia
    profesional, eran motivos suficientes para que no reinase entre
    ellos una mutua simpatía, sin embargo, no sólo no
    trataron de evadir el encuentro, sino que cada uno de ellos puso
    al otro al corriente de las noticias del momento. Eran,
    después de todo, dos profesionales que cazaban en el mismo
    predio y con las mismas reservas; así, la pieza que a uno
    se le escapaba podía ser abatida por el otro. Por su
    propio interés,
    les convenía estar «a tiro».

    Aquella noche estaban los dos al acecho y,
    efectivamente, algo flotaba en el ambiente.

    -Aunque se trate de falsos rumores -se decía
    Alcide Jolivet- conviene cazarlos.

    Cada uno de los dos periodistas buscó charlar
    intencionadamente con el otro durante el baile, momentos
    después de la partida del general Kissoff, y procuraron
    sondearse mutuamente.

    -A todas luces, señor, es una fiesta encantadora
    -dijo Alcide Jolivet, con sus aires de simpatía, creyendo
    que debía entrar en conversación con esta frase tan
    típicamente francesa.

    -Yo ya he telegrafiado que es sencillamente
    espléndida -respondió Harry Blount con estas
    palabras, reservadas especialmente para expresar la
    admiración de un ciudadano del Reino Unido.

    -Sin embargo -añadió Alcide Jolivet- he
    creído que debía advertir tambien a mi
    prima…

    -¿A su prima? -preguntó Harry Blount a su
    colega, en tono de sorpresa.

    -Sí -respondió Alcide Jolivet-, a mi prima
    Magdalena… Es a ella a quien envío mis crónicas.
    A mi prima le gusta estar bien informada y con rapidez… Por eso
    he creído que debía advertirle que durante esta
    fiesta una especie de nube parece ensombrecer la frente del
    Soberano.

    -Pues a mí me ha parecido que estaba. radiante
    -respondió Harry Blount, queriendo disimular su propio
    pensamiento
    respecto a este asunto.

    -Y, naturalmente, lo habrá hecho usted
    «resplandecer» en las columnas del Daily
    Telegraph.

    -Exactamente.

    -¿Recuerda usted, señor Blount -dijo
    Alcide Jolivet-, lo que ocurrió en Zaket en
    1812?

    -Lo recuerdo como si lo hubiera presenciado
    -respondió el periodista inglés.

    -Entonces -prosiguió Alcide Jolivet- sabrá
    usted que en medio de una fiesta que se celebraba en honor del
    zar Alejandro, se le anunció que Napoleón acababa de franquear el Niemen con
    la vanguardia del
    ejército francés. Sin embargo, el Zar no
    abandonó la fiesta, pese a la gravedad de la noticia, que
    podía costarle el Imperio, ni dejó entrever
    ningún atisbo de inquietud…

    -De la misma manera que nuestro anfitrión no ha
    mostrado ninguna cuando el general Kissoff le ha notificado que
    acaba de ser cortada la comunicación entre la frontera y
    el gobierno de
    Irkutsk.

    -¡Ah! ¿Conocía usted este
    detalle?

    -Sí, lo conocía.

    -Pues a mí me sería difícil
    desconocerlo, ya que con mi último cable ha llegado hasta
    Udinsk -dijo Alcide Jolivet con aire
    satisfecho.

    -Y el mío hasta Krasnoiarsk solamente
    -respondió Harry Blount con no menos
    satisfacción.

    -Entonces ¿sabrá usted que han sido
    transmitidas órdenes a las tropas de
    Nikolaevsk?

    -Sí, señor, al mismo tiempo que se ha
    telegrafiado una orden de concentración a los cosacos del
    gobierno de Tobolsk.

    -Nada tan cierto, señor Blount; conocía
    también esos detalles. Y puede estar seguro de que mi
    querida prima sabrá rápidamente alguna otra
    cosa.

    -Como también lo sabrán los lectores del
    Daily Telegrapb, señor Jolivet.

    -¡Claro! ¡Cuando se ve todo lo que
    ocurre…

    -¡Y cuando se oye todo lo que se dice …
    !

    -Toda una interesante campaña a seguir,
    señor Blount.

    -La seguiré, señor Jolivet.

    -Entonces, es posible que nos encontremos en
    algún terreno menos seguro que el encerado de este
    salón.

    -Menos seguro, si, pero…

    -¡Pero también menos resbaladizo!
    -respondió Alcide Jolivet, sujetando a su colega en el
    momento en que perdía el equilibrio, al
    dar unos pasos hacia atrás:

    Después de esto, los dos corresponsales se
    separaban, contentos de saber cada uno de ellos que el otro no le
    aventajaba en cuanto a noticias se refiriese. En efecto, estaban
    empatados.

    En aquel momento se abrieron las puertas de las salas
    contiguas al Gran Salón, donde aparecían ricas
    mesas admirablemente servidas y cargadas profusamente de
    preciosas porcelanas y vajillas de oro. Sobre la
    grada central, reservada a príncipes, princesas y miembros
    del cuerpo diplomático, resplandecía un centro de
    mesa de precio
    incalculable, procedente de una fábrica londinense, y,
    alrededor de esta obra maestra de orfebrería, centelleaban
    mil piezas de la más admirable vajilla que saliera
    jamás de las manufacturas de Sèvres.

    Los invitados empezaron a dirigirse hacia las mesas
    donde estaba preparada la cena.

    En aquel instante, el general Kissoff, que acababa de
    entrar, se acercó apresuradamente al oficial de la guardia
    de cazadores.

    -¿Qué ocurre? -preguntó
    éste, con la misma ansiedad con que lo había hecho
    la primera vez.

    -Los telegramas no pasan de Tomsk,
    señor.

    -¡Un correo, rápido!

    El oficial abandonó el Gran Salón y
    quedó esperando en otra pieza del Palacio Nuevo. Era un
    vasto gabinete de trabajo,
    sencillamente amueblado en roble y situado en un ángulo de
    la residencia. Colgadas de sus paredes se veían, entre
    otras telas, algunos cuadros firmados por Horacio
    Vemet.

    El oficial abrió la ventana con ansiedad, como si
    el aire escaseara en sus pulmones y salió al gran
    balcón para respirar el aire puro de aquella hermosa noche
    de julio.

    Ante sus ojos, bañado por la luz de la luna, se
    perfilaba un recinto fortificado en el cual se elevaban dos
    catedrales, tres palacios y un arsenal. Alrededor de este recinto
    se distinguían hasta tres ciudades distintas:
    Kiltdi-Gorod, Beloï-Gorod y Zemlianoï-Gorod, inmensos
    barrios europeo, tártaro y chino, que dominaban las
    torres, los campanarios, los minaretes, las cúpulas de
    trescientas iglesias, cuyos verdes domos estaban coronados por
    cruces plateadas. Las aguas de un pequeño río, de
    curso sinuoso, reflejaban los rayos de la luna. Todo este
    conjunto formaba un curioso mosaico de diverso colorido que se
    enmarcaba en un vasto cuadro de diez leguas.

    Este río era el Moskova; la ciudad era
    Moscú; el recinto amurallado era el Kremln, y el oficial
    de la guardia de cazadores que con los brazos cruzados y el
    ceño fruncido oía vagamente el murmullo que
    salía del Palacio Nuevo de la vieja ciudad moscovita, era
    el Zar.

    2

    RUSOS Y
    TÁRTAROS

    Si el Zar había abandonado tan inopinadamente los
    salones del Palacio Nuevo en un momento en que la fiesta dedicada
    a las autoridades civiles y militares y a los principales
    personajes de Moscú estaba en pleno apogeo, era porque
    graves acontecimientos estaban desarrollándose más
    allá de la frontera de los Urales. Ya no cabía
    ninguna duda. Una formidable invasión estaba amenazando
    con sustraer las provincias siberianas al dominio
    ruso.

    La Rusia
    asiática, o Siberia, cubre una superficie de quinientas
    sesenta mil leguas, pobladas por unos dos millones de habitantes.
    Se extiende desde los Urales, que la separan de la Rusia europea,
    hasta la costa del Pacífico. Limita al sur con el
    Turquestán y el Imperio chino, a través de una
    frontera bastante indefinida, y en el norte limita con el
    océano Glacial, desde el mar de Kara hasta el estrecho de
    Behring. Está formada por los gobiernos o provincias de
    Tobolsk, Yeniseisk, Irkutsk, Omsk y Yakutsk; comprende los
    distritos de Okotsk y Kamtschatka y posee también los
    países kirguises y chutches, cuyos pueblos están
    también sometidos en la actualidad a la dominación
    moscovita.

    Esta inmensa extensión de estepas, que comprende
    más de ciento diez grados de oeste a este, es, a la vez,
    una tierra de
    deportación de criminales y de exilio para aquellos que
    han sido condenados a la expulsión. La autoridad
    suprema de los zares está representada en este inmenso
    país por dos gobernadores generales. Uno reside en
    Irkutsk, capital de la
    Siberia oriental. El otro en Tobolsk, capital de la Siberia
    occidental. El río Tchuna, afluente del Yenisei, separa
    ambas Siberias.

    Ningún ferrocarril surca todavía estas
    planicies, algunas de las cuales son verdaderamente
    fértiles, ni facilita la explotación de los
    yacimientos de minerales
    preciosos que convierten a esas inmensas extensiones siberianas
    en más ricas por su subsuelo que por su superficie. Se
    viaja en diligencias o en carros durante el verano, y en trineo
    durante el invierno.

    Un solo sistema de
    comunicaciones, el telegráfico, une los
    límites
    este y oeste de Siberia, a través de un cable que mide
    más de ocho mil verstas de longitud (8.536
    kilómetros). Más allá de los Urales pasa por
    Ekaterinburgo, Kassimow, Ichim, Tiumen, Omsk, Elamsk, KoliVan,
    Tomsk, Krasnoiarsk, Nijni-Udinsk, Irkutsk, Verkne-Nertschink,
    Strelink, Albacine, Blagowstensk, Radde, Orlomskaya,
    Alexandrowskoe y Nikolaevsk. Cada palabra transmitida de uno a
    otro extremo del cable vale seis rublos y diecinueve kopeks. De
    Irkutsk parte un ramal de línea que va hasta Kiatka, en la
    frontera mongol y, desde allí, a treinta kopeks por
    palabra, se transmiten telegramas a Pekín en catorce
    días.

    Ha sido esta línea, tendida entre Ekaterinburgo y
    Nikolaevsk, la que acaba de ser cortada, primeramente más
    allá de Tomsk y, algunas horas después, entre Tomsk
    y Kolivan. Por eso el Zar, al escuchar al general Kissoff cuando
    se presentó a él por segunda vez, sólo dio
    por respuesta una orden: «Un correo rápido.»
    Hacía sólo unos instantes que el Zar
    permanecía inmóvil frente a la ventana de su
    gabinete cuando los ujieres abrieron de nuevo la puerta, por la
    que entró el jefe superior de policía.

    -Pasa, general -dijo el Zar con gravedad- y dime lo que
    sepas acerca de Ivan Ogareff.

    -Es un hombre extremadamente peligroso, señor
    -respondió el jefe superior de policía.

    -¿Tenía el grado de coronel?

    -Sí, señor.

    -¿Era un jefe inteligente?

    -Muy inteligente, pero imposible de dominar y de una
    ambición tan desenfrenada que no retrocede ante nada ni
    ante nadie. Pronto se metió en intriga secretas y fue por
    lo que Su Alteza, el Gran Duque lo degradó y más
    tarde envió exiliado a Siberia.

    –¿En qué época?

    -Hace dos años. Después de seis meses de
    exilio fue perdonado por Vuestra Majestad y volvió a
    Rusia.

    -¿Y desde esa época no ha vuelto a
    Siberia?

    -Sí, señor. Volvió; pero esta vez
    voluntariamente -respondió el jefe superior de
    policía, añadiendo en voz baja-: hubo un tiempo,
    señor, en que (cuan do se iba a Siberia) ya no se
    regresaba.

    -Siberia, mientras yo viva, es y será un
    país de que se vuelva.

    El Zar tenía sobrados motivos para pronunciar
    estas palabras con verdadero orgullo, ya que había
    demostrado muy a menudo, con su clemencia, que la justicia rusa
    sabía perdonar.

    El jefe superior de policía no respondió,
    pero era evidente que no se mostraba partidario de las medias
    tintas. Según él, todo hombre que atraviesa los
    Urales conducido por la policía, no debía volverlos
    a franquear; el que esto no ocurriera así en el nuevo
    reinado, él lo deploraba sinceramente. ¡Cómo!
    ¡No más condenas a perpetuidad por otros
    crímenes que los del derecho común! ¡Exilados
    políticos regresando de Tobolsk, Yakutsk,
    Irkutsk!

    En realidad, el jefe superior de policía,
    acostumbrado a las decisiones autocráticas de los ucases,
    que no perdonaban jamás, no podía admitir esta
    forma de gobernar. Pero se calló, esperando a que el Zar
    le hiciera más preguntas. Éstas no se hicieron
    esperar.

    -¿Ivan Ogareff -preguntó el Zar- no ha
    vuelto por segunda vez a Rusia, después de ese viaje a las
    provincias siberianas, cuyo verdadero motivo
    desconocemos?

    -Ha vuelto.

    -¿Y, después de su regreso, la
    policía ha perdido su pista?

    -No, señor, porque un condenado no se convierte
    en verdadero peligro más que el día en que se le
    indulta.

    El ceño del Zar se frunció por un
    instante, haciendo temer al jefe superior de policía que
    había ido demasiado lejos, pese a que el empecinamiento
    que mostraba en sus ideas era, al menos, igual a la
    devoción que sentía por su soberano. Pero el Zar,
    desdeñando estos indirectos reproches respecto a su
    política
    interior, continuo con sus concisas preguntas.

    -Últimamente, ¿dónde estaba Ivan
    Ogareff ?

    -En el gobierno de Perm.

    -¿En qué ciudad?

    -En el mismo Perm.

    -¿ Qué hacía?

    -Al parecer, no tenía ninguna ocupación y
    su conducta no
    levantaba sospecha alguna.

    -¿No estaba bajo la vigilancia de la
    policía?

    -No, señor.

    -¿Cuándo abandonó Perm?

    -Hacia el mes de marzo.

    -¿Para ir a … ?

    -Se ignora.

    -¿Y desde entonces, no se sabe qué ha sido
    de él? -Nada, señor.

    -Pues bien, yo lo sé -respondió el Zar-.
    He recibido algunos avisos anónimos que no han pasado por
    las manos de la policía y, a juzgar por los hechos que se
    están desarrollando más allá de la frontera,
    tengo motivos para creer que son exactos.

    -¿Quiere decir, señor, que Ivan Ogareff
    tiene algo que ver con la invasión
    tártara?

    -Exactamente. Y voy a ponerte al corriente de lo que
    ignoras. Ivan Ogareff, después de abandonar Perm, ha
    pasado los Urales y se ha internado en Siberia, entre las estepas
    kirguises, intentando allí, no sin éxito,
    sublevar a la población nómada. Se dirigió
    despues hacia el sur, hacia el Turquestán libre, y en los
    khanatos de Bukhara, Khokhand y Kunduze ha encontrado jefes
    dispuestos a lanzar sus hordas tártaras sobre las
    provincias siberianas, provocando una invasión general del
    Imperio ruso en Asia. El
    movimiento fomentado secretamente acaba de estallar como un rayo
    y ahora tenemos cortadas las vías de comunicación
    entre Siberia oriental y Siberia occidental. Además, Ivan
    Ogareff, ansiando vengarse, quiere atentar contra la vida de mi
    hermano.

    El Zar iba excitándose mientras hablaba y cruzaba
    la estancias con pasos nerviosos. El jefe superior de
    policía no respondió nada, pero se decía a
    sí mismo que, en los tiempos en que un emperador de Rusia
    no perdonaba jamás a un exilado, los proyectos de Ivan
    Ogareff no hubieran podido realizarse. Transcurrieron algunos
    instantes de silencio, después de los cuales el jefe
    superior de policía se acercó al Zar, que se
    había dejado caer en un sillón,
    diciéndole:

    -Vuestra Majestad habrá dado, sin duda, las
    órdenes necesarias para que la invasión sea
    rechazada inmediatamente.

    -Sí -respondió el Zar-. El último
    mensaje que ha podido llegar a Nijni-Udinsk ordenaba poner en
    movimiento a las tropas de los gobiernos de Yeniseisk, Irkutsk y
    Yakutsk y las de las provincias de Amur y del lago Baikal. Al
    mismo tiempo, los regimientos de Perm y Nijni-Novgorod y los
    cosacos de la frontera se dirigen a marchas forzadas hacia los
    Urales, pero, desgraciadamente, transcurrirán varias
    semanas antes de que se encuentren frente a las columnas
    tártaras.

    -Y el hermano de Vuestra Majestad, Su Alteza el Gran
    Duque, aislado en estos momentos en el gobierno de Irkutsk,
    ¿no ha tomado más contactos directos con
    Moscú?

    -No.

    -Pero, gracias a los últimos mensajes, debe
    conocer las medidas que ha tomado Vuestra Majestad y qué
    refuerzos puede esperar de los gobiernos más cercanos al
    de Irkutsk.

    -Lo sabe -respondió el Zar-, pero lo que ignora
    es que Ivan Ogareff, al mismo tiempo que el papel de rebelde, se
    dispone a desempeñar el de traidor, y mi hermano tiene en
    él un encarnizado enemígo personal. La
    primera gran desgracia de Ivan Ogareff se debe a mi hermano y, lo
    que es peor, no conoce a este hombre. El proyecto de Ivan
    Ogareff es entrar en Irkutsk con nombre falso, ofrecer sus
    servicios al
    Gran Duque y ganarse su confianza. Así, cuando los
    tártaros cerquen la ciudad, él la entregará,
    franqueándoles la entrada y con ella a mi hermano, cuya
    vida estará directamente amenazada. Éstos son los
    informes que
    tengo; esto es lo que ignora mi hermano y que necesita
    saber.

    -Pues bien, señor, un correo inteligente, con
    coraje…

    -Lo estoy esperando.

    -Y que actúe con rapidez -agregó el jefe
    de policia- porque, permitidme que lo recalque, señor, no
    hay tierra más propicia a las rebeliones que
    Siberia.

    -¿Quieres decir que los exiliados
    políticos harán causa común con los
    invasores? -gritó el Zar, perdiendo su dominio ante la
    insinuación del jefe superior de
    policía.

    -Perdóneme Vuestra Majestad… -respondió,
    balbuceando, el interlocutor del Zar, pues era evidente que
    ése había sido el pensamiento que había
    atravesado por su mente inquieta y desconfiada.

    -¡Yo supongo mayor patriotismo en los exiliados!
    -replicó el Zar.

    -Hay otros condenados, aparte de los políticos,
    en Siberia -respondió el jefe superior de
    policía.

    -¡Los criminales! ¡Oh, general, a
    ésos los dejo de tu cuenta! ¡Son el desecho del
    género
    humano! ¡No pertenecen a ningún país!
    Además, la sublevación, y mucho menos la
    invasión, no va contra el Emperador, sino contra Rusia,
    contra este país al que los exiliados no han perdido la
    esperanza de volver… ¡y al que volverán!
    ¡No, un ruso no se unirá jamás a un
    tártaro para debilitar, ni siquiera por una sola hora, el
    poderío
    de Moscú!

    El Zar tenía sus razones para creer en el
    patriotismo de aquellos a quienes su política
    momentáneamente había alejado. La clemencia (que
    era la base de su justicia cuando podía controlarla
    personalmente) y la dulcificación tan considerable que
    había adoptado en la aplicación de los ucases, le
    garantizaban que no podía equivocarse. Pero, aun sin que
    estos poderosos elementos apoyasen la invasión
    tártara, las circunstancias no podían ser
    más graves, porque era de temer que una gran parte de la
    población kirguise se uniera a los invasores.

    Los kirguises se dividen en tres hordas: la grande, la
    pequeña y la mediana, y cuentan alrededor de cuatrocientas
    mil «tiendas», o sea, unos dos millones de almas. De
    estas diversas tribus, unas son independientes y otras reconocen
    la soberanía, ya sea de Rusia, ya sea de los
    khanatos de Khiva, Khokhand y Bukhara, es decir, de los
    más terribles jefes del Turquestán. La horda
    más rica, la mediana, es, al mismo tiempo, la más
    numerosa y sus campamentos ocupan todo el espacio comprendido
    entre los cursos del Sara-Su, Irtiche e Ichim superior, el lago
    Hadisang y el Aksakal. La horda grande, que ocupa las comarcas al
    este de la mediana, se extiende hasta los gobiernos de Omsk y de
    Tobolsk.

    Por tanto, si estas poblaciones kirguises se sublevaran,
    significaría la invasión de la Rusia
    asiática y, por tanto, la separación de Siberia al
    este del Yenisei.

    Ciertamente, los kirguises son verdaderos novatos en el
    arte de la
    guerra y
    constituyen más bien una banda de rateros nocturnos y
    asaltantes de caravanas que una formación de tropas
    regulares. Por eso ha dicho Levchine que «un frente cerrado
    o un cuadro de buena infantería podría resistir a
    una masa de kirguises diez veces más numerosa y un solo
    cañón provocaría en ellos una verdadera
    carnicería». Pero para ello es necesario que ese
    cuadro de buena infantería llegue al país sublevado
    y que los cañones se trasladen desde los parques de las
    provincias rusas hasta lugares alejados dos o tres mil verstas.
    Aparte, salvo la ruta directa que une Ekaterinburgo con Irkutsk,
    las estepas, frecuentemente pantanosas, no son fácilmente
    practicables, y pasarían varias semanas antes de que las
    tropas rusas se encontraran en condiciones para enfrentarse a las
    hordas tártaras.

    Omsk es el centro de la
    organización militar de Siberia occidental, encargada
    de mantener sumisas a las poblaciones kirguises. Allí se
    encuentran los límites de estos nómadas, no
    sometidos totalmente y que se han sublevado en más de una
    ocasión, por lo que al Ministerio de la Guerra no le
    faltaban motivos para temer que Omsk se viera ya seriamente
    amenazada. La línea de colonias militares, es decir, de
    puestos de cosacos que se escalonan desde Omsk hasta
    Semipalatinsk, era de temer que hubiera sido cortada en varios
    puntos. Además, posiblemente los grandes sultanes que
    gobiernan aquellos distritos kirguises habían aceptado
    voluntariamente la dominación de los tártaros,
    musulmanes como ellos, que aportarían a la lucha el rencor
    provocado por la servidumbre a que estaban sometidos y el
    antagonismo de las religiones griega y
    musulmana. Porque desde hace mucho tiempo, los tártaros
    del Turquestán y, principalmente, los de los khanatos de
    Bukhara, Khokhand y Kunduze, buscaban, tanto por la fuerza como
    por la persuasión, sustraer a las hordas kirguises de la
    dominación moscovita.

    Pero digamos algo sobre los tártaros.

    Pertenecen principalmente a dos razas distintas: la
    caucásica y la mongol. La raza caucasica, que segun Abel
    de Rémusat «se considera en Europa el prototipo de
    la belleza de nuestra especie porque de ella proceden todos los
    pueblos de esta parte del mundo», reúne bajo una
    misma denominación a los turcos y a los indígenas
    de puro origen persa. La raza puramente mongólica
    comprende, en cambio, a los
    mongoles, manchúes y tibetanos. Los tártaros que
    amenazaban el Imperio ruso eran de raza caucásica y
    habitaban principalmente el Turquestán, extenso
    país dividido en diferentes estados, gobernados por
    khanes, de cuyo nombre procedía la denominación de
    khanatos. Los principales khanatos son los de Bukhara, Khiva,
    Khokhand,, Kunduze, etc.

    En la época a que nos referimos, el khanato
    más importante era el de Bukhara. Rusia había
    tenido que enfrentarse varias veces con sus jefes que, por
    interés personal y por imponerles otro yugo, habían
    mantenido la independencia
    de los kirguises contra la dominación moscovita. Su jefe
    actual, Féofar-Khan, seguía las huellas de sus
    predecesores.

    El khanato de Bukhara se extiende de norte a sur entre
    los paralelos 37 y 40, y de este a oeste entre los 61 y 66 grados
    de longitud, es decir, sobre la superficie de unas diez mil
    leguas cuadradas. Este estado cuenta
    con una población de dos millones y medio de habitantes,
    un ejército de sesenta mil hombres, que se triplicaban en
    tiempos de guerra, y treinta mil soldados de caballería.
    Es un país rico, con una producción variada en ganadería,
    agricultura y
    minería y
    engrandecido considerablemente por la anexión de los
    territorios de Balk, Aukoi y Meimaneh. Posee diecinueve grandes
    ciudades, entre las que se encuentran Bukhara, rodeada de una
    muralla flanqueada por torres, que mide más de ocho millas
    inglesas; ciudad gloriosa que fue cantada por Avicena y otros
    sabios del siglo X, está considerada como el centro del
    saber musulmán y es una de las ciudades más
    célebres del Asia central; Samarcanda (donde se encuentra
    la tumba de Tamerlan) posee el célebre palacio donde se
    guarda la piedra azul sobre la que ha de venir a sentarse todo
    nuevo khan que suba al poder y está defendida por una
    ciudadela extremadamente fortificada; Karschi, con su triple
    recinto, situada en un oasis envuelto por un pantano lleno de
    tortugas y lagartos, es casi impenetrable; Chardjui, defendida
    por una población de más de veinte mil almas y,
    finalmente, Katta-Kurgan, Nurata, Dyzah, Paikanda, Karakul,
    Kuzar, etc., forman un conjunto de ciudades difíciles de
    someter. El khanato de Bukhara, protegido por sus montañas
    y rodeado por sus estepas es, por tanto, un estado verdaderamente
    temible y Rusia iba a verse obligada a oponerle fuerzas
    importantes.

    El ambicioso y feroz Féofar-Khan, que gobernaba
    entonces ese rincón de Tartaria apoyado por otros khanes,
    principalmente los de Khokhand y Kunduze, guerreros crueles y
    rapaces, dispuestos siempre a lanzarse a las empresas mas
    gratas al instinto tártaro, y ayudado por los jefes que
    mandaban las hordas de Asia central, se había puesto a la
    cabeza de esta invasión, de la que Ivan Ogareff era el
    verdadero cerebro. Este
    traidor, impulsado tanto por su insensata ambicion como por su
    odio, había organizado el movimiento de los invasores de
    forma que cortase la gran ruta siberiana.

    ¡Estaba loco si, de verdad, creía debilitar
    el Imperio moscovita! Bajo su inspiración, el Emir
    -éste era el título que tomaban los khanes de
    Bukhara- había lanzado sus hordas más allá
    de la frontera rusa, invadiendo el gobierno de Semipalatinsk, en
    donde los cosacos, poco numerosos en ese punto, habían
    tenido que retroceder ante ellas. Había avanzado luego
    más allá del lago Baljax, arrastrando a su paso a
    la población kirguise, saqueando, asolando, enrolando a
    los que se sometían, apresando a los que ofrecían
    resistencia, iba
    trasladándose de una ciudad a otra, seguido de toda la
    impedimenta típica de un soberano oriental (lo que
    podría llamarse su casa civil, mujeres y esclavas), todo
    ello con la audacia de un moderno Gengis-Khan.

    ¿Dónde se encontraba en este momento?
    ¿Hasta dónde habían llegado sus soldados a
    la hora en que la noticia de la invasión llegó a
    Moscú? ¿Hasta qué lugar de Siberia
    habían tenido que retroceder las tropas rusas? Imposible
    saberlo. Las comunicaciones estaban interrumpidas. El cable,
    entre Kolivan y Tomsk, ¿había sido cortado por unas
    avanzadillas del ejército tártaro, o era el grueso
    de las fuerzas quien había llegado hasta las provincias de
    Yeniseisk? ¿Estaba en llamas toda la baja Siberia
    occidental? ¿Se extendía ya la sublevación
    hasta las regiones del este? No podía decirse. El
    único agente que no teme ni al frío ni al calor, al que
    no detienen las inclemencias del invierno ni los rigores del
    verano; que vuela con la rapidez del rayo: la corriente
    eléctrica no podía circular a través de
    la estepa, ni era posible advertir al Gran Duque, encerrado en
    Irkutsk, sobre el grave peligro que le amenazaba por la
    traición de Ivan Ogareff.

    Únicamente un correo podría reemplazar a
    la corriente eléctrica, pero ese hombre necesitaba tiempo
    para franquear las cinco mil doscientas verstas (5.523
    kilómetros) que separan Moscú de Irkutsk. Para
    atravesar las filas de los sublevados e invasores, necesitaba
    desplegar una inteligencia y
    un coraje sobrehumanos. Pero con esas cualidades se va
    lejos.

    «¿ Encontraré tanta inteligencia y
    tal corazón?
    », se preguntaba el Zar.

    3

    MIGUEL STROGOFF

    Poco después se abrió el gabinete imperial
    y un ujier anunció al general Kissoff.

    -¿Y el correo? -le preguntó con
    impaciencia el Zar.

    -Está ahí, señor -respondió
    el general Kissoff

    -¿Has encontrado ya al hombre que
    necesitamos?

    -Respondo de él ante Vuestra Majestad.

    -¿Estaba de servicio en Palacio?

    -Sí, señor.

    -¿Lo conoces?

    -Personalmente. Varias veces ha desempeñado con
    éxito misiones difíciles.

    -¿En el extranjero?

    -En la misma Siberia.

    -¿De dónde es?

    -De Omsk. Es siberiano.

    -¿Tiene sangre fría, inteligencia, coraje
    … ?

    -Sí, señor. Tiene todo lo necesario para
    triunfar allí donde otros fracasarían.

    -¿Su edad?

    -Treinta años.

    -¿Es fuerte?

    -Puede soportar hasta los extremos límites del
    frío, hambre, sed y fatiga.

    -¿Tiene un cuerpo de hierro?

    -Sí, señor.

    -¿Y su corazón?

    -De oro, señor.

    -¿ Cómo se llama?

    -Miguel Strogoff.

    -¿Está dispuesto a partir?

    -Espera en la sala de guardia las órdenes de
    Vuestra Majestad.

    -Que pase -dijo el Zar.

    Instantes después, el correo Miguel Strogoff
    entraba en el gabinete imperial.

    Miguel Strogoff era alto de talla, vigoroso, de anchas
    espaldas y pecho robusto. Su poderosa cabeza presentaba los
    hermosos caracteres de la raza caucásica y sus miembros,
    bien proporcionados, eran como palancas dispuestas
    mecánicamente para efectuar a la perfección
    cualquier esfuerzo. Este hermoso y robusto joven, cuando estaba
    asentado en un sitio, no era fácil de desplazar contra su
    voluntad, ya que cuando afirmaba sus pies sobre el suelo, daba la
    impresión de que echaba raíces. Sobre su cabeza, de
    frente ancha, se encrespaba una cabellera abundante, cuyos rizos
    escapaban por debajo de su casco moscovita. Su rostro,
    ordinariamente pálido, se modificaba únicamente
    cuando se aceleraba el batir de su corazón bajo la
    influencia de una mayor rapidez en la circulación
    arterial. Sus ojos, de un azul oscuro, de mirada recta, franca,
    inalterable, brillaban bajo el arco de sus cejas, donde unos
    músculos supercillares levemente contraídos
    denotaban un elevado valor -el
    valor sin cólera
    de los héroes, según expresión de los
    psicólogos- y su poderosa nariz, de anchas ventanas,
    dominaba una boca simétrica con sus labios salientes
    propios de los hombres generosos y buenos.

    Miguel Strogoff tenía el temperamento del hombre
    decidido, de rápidas soluciones,
    que no se muerde las uñas ante la incertidumbre ni se
    rasca la cabeza ante la duda y que jamás se muestra
    indeciso.

    Sobrio de gestos y de palabras, sabía permanecer
    inmóvil como un poste ante un superior; pero cuando
    caminaba, sus pasos denotaban gran seguridad y una
    notable firmeza en sus movimientos, exponentes de su
    férrea voluntad y de la confianza que tenía en
    sí mismo. Era uno de esos hombres que agarran siempre las
    ocasiones por los pelos; figura un poco forzada pero que lo
    retrataba de un solo trazo.

    Vestía uniforme militar parecido al de los
    oficiales de la caballería de cazadores en campaña:
    botas, espuelas, pantalón semiceñido, pelliza
    bordada en pieles y adornada con cordones amarillos sobre fondo
    oscuro. Sobre su pecho brillaban una cruz y varias medallas.
    Pertenecía al cuerpo especial de correos del Zar y entre
    esta elite de hombres tenía el grado de oficial. Lo que se
    notaba particularmente en sus ademanes, en su fisonomía,
    en toda su persona (y que el Zar comprendió al instante),
    era que se trataba de un «ejecutor de
    órdenes». Poseía, pues, una de las cualidades
    más reconocidas en Rusia -según la
    observación del célebre novelista Turgueniev-, y
    que conducía a las más elevadas posiciones del
    Imperio moscovita.

    En verdad, si un hombre podía llevar a feliz
    término este viaje de Moscú a Irkutsk a
    través de un territorio invadido, superar todos los
    obstáculos y afrontar todos los peligros de cualquier
    tipo, era, sin duda alguna, Miguel Strogoff, en el cual
    concurrían circunstancias muy favorables para llevar a
    cabo con éxito el proyecto, ya que conocía
    admirablemente el país que iba a atravesar y
    comprendía sus diversos idiomas, no sólo por
    haberlo recorrido, sino porque él mismo era
    siberiano.

    Su padre, el anciano Pedro Strogoff, fallecido diez
    años antes, vivía en la ciudad de Omsk, situada en
    el gobierno de este mismo nombre, donde su madre, Marfa Strogoff,
    seguía residiendo. En ese lugar, entre las salvajes
    estepas de las provincias de Omsk, fue donde el bravo cazador
    siberiano educó «con dureza» a su hijo Miguel,
    según expresión popular. La verdadera
    profesión de Pedro Strogoff era la de cazador. Y tanto en
    verano como en invierno, bajo los rigores de un calor
    tórrido o de un frío que sobrepasaba muchas veces
    los cincuenta grados bajo cero, recorría la dura planicie,
    las espesuras de maleza y abedules o los bosques de abetos,
    tendiendo sus trampas, acechando la caza menor con el fusil y la
    mayor con el cuchillo. La caza mayor era nada menos que el oso
    siberiano, temible y feroz animal de igual talla que sus
    congéneres de los mares glaciales. Pedro Strogoff
    había cazado más de treinta y nueve osos, lo cual
    indica que igualmente el número cuarenta había
    caído bajo su cuchillo. Pero si hemos de creer la leyenda
    que circula entre los cazadores rusos, todos aquellos que hayan
    muerto treinta y nueve osos han sucumbido ante el número
    cuarenta.

    Sin embargo, Pedro Strogoff había traspasado esa
    fatídica cifra sin recibir un solo
    rasguño.

    Desde entonces, Miguel, que tenía once
    años de edad, no dejó de acompañar a su
    padre, llevando la ragatina, es decir, la horquilla para
    acudir en su ayuda cuando sólo iba armado con un cuchillo.
    A los catorce años Miguel Strogoff mató su primer
    oso sin ayuda de nadie, lo cual no era poca cosa; pero,
    además, después de deshollarlo, arrastró la
    piel del
    gigantesco animal hasta la casa de sus padres, distante muchas
    verstas, lo cual revelaba que el muchacho poseía un vigor
    poco comun.

    Este género de vida le fue muy provechoso y
    así, cuando llegó a la edad de hombre hecho, era
    capaz de soportarlo todo: frío, calor, hambre, sed y
    fatiga. Era, como el yakute de las tierras
    septentrionales, de hierro. Podía permanecer veinticuatro
    horas sin comer, diez noches consecutivas sin dormir y
    sabía construirse un refugio en plena estepa, allí
    donde otros quedarían a merced de los vientos.

    Dotado de sentidos extremadamente finos, guiado por unos
    instintos de Delaware en medio de la blanca planicie, cuando la
    niebla cubría todo el horizonte, aun cuando se encontrase
    en las más altas latitudes (allí donde la noche
    polar se prolonga durante largos días), encontraba su
    camino donde otros no hubieran podido orientar sus
    pasos.

    Su padre le había puesto al corriente de todos
    sus secretos y las más imperceptibles señales, como: proyección de las
    agujas del hielo, disposición de las pequeñas ramas
    de los árboles, emanaciones que le llegaban de los
    últimos límites del horizonte, pisadas sobre la
    hierba de los bosques, sonidos vagos que cruzaban el aire,
    lejanos ruidos, vuelo de los pájaros en la atmósfera brumosa y
    otros mil detalles que eran fieles jalones para quien supiera
    reconocerlos. Y Miguel Strogoff había aprendido a guiarse
    por ellos. Templado en las nieves como el acero de Damasco
    en las aguas sirias, tenía, además, una salud de hierro, como
    había dicho el general Kissoff y, lo que no era menos
    cierto, un corazón de oro.

    La unica pasion de Miguel Strogoff era su madre, la
    vieja Marfa, que jamás había querido abandonar la
    casa de los Strogoff, a orillas del Irtiche, en Omsk, donde el
    viejo cazador y ella habían vivido juntos tanto tiempo.
    Cuando su hijo partió de allí fue un duro golpe
    para ella, pero se tranquilizó con la promesa que le hizo
    de volver siempre que tuviera una oportunidad; promesa que fue
    escrupulosamente cumplida.

    Cuando Miguel Strogoff contaba veinte años,
    decidieron que entrase al servicio personal del emperador de
    Rusia, en el cuerpo de correos del Zar. El joven siberiano,
    audaz, inteligente, activo y de buena conducta, tuvo la
    oportunidad de distinguirse especialmente con ocasión de
    un viaje al Cáucaso, a través de un
    país difícil, hostigado por unos turbulentos
    sucesores de Samil. Posteriormente volvió a distinguirse
    en una misión que le llevó hasta Petropolowsky, en
    Kamtschatka, el límite oriental de la Rusia
    asiática. Durante estos largos viajes
    desplegó tan maravillosas dotes de sangre fría,
    prudencia y coraje que le valieron la aprobación y
    protección de sus superiores, quienes le ascendieron con
    rapidez.

    En cuanto a los permisos que le correspondían una
    vez realizadas tan lejanas misiones, jamás olvidó
    consagrarlos a su anciana madre, aunque estuviera separado de
    ella por miles de verstas y el invierno hubiese convertido los
    caminos en rutas impracticables. Sin embargo, Miguel Strogoff,
    recién llegado de una misión en el sur del imperio,
    por primera vez había dejado de visitar a su
    madre.

    Varios días antes se le había concedido el
    permiso reglamentarlo y estaba haciendo los preparativos para el
    viaje, cuando se produjeron los sucesos que ya conocemos. Miguel
    Strogoff fue, pues, llamado a presencia del Zar ignorando
    totalmente lo que el Emperador esperaba de él.

    El Zar, sin dirigirle la palabra, lo miró durante
    algunos instantes con su penetrante mirada, mientras Miguel
    Strogoff permanecía absolutamente inmóvil.
    Después, el Zar, satisfecho sin duda de este examen, se
    acercó de nuevo a su mesa y, haciendo una seña al
    jefe superior de policía para que se sentara ante ella, le
    dictó en voz baja una carta que sólo
    contenía algunas líneas.

    Redactada la carta, el Zar
    la releyó con extrema atención y la firmó,
    anteponiendo a su nombre las palabras bytpo semou, que
    significan «así sea», fórmula
    sacramental de los emperadores rusos.

    La carta, introducida en un sobre, fue cerrada y sellada
    con las armas imperiales
    y el Zar, levantándose, hizo ademán a Miguel
    Strogoff para que se acercara.

    Miguel Strogoff avanzó algunos pasos y
    quedó nuevamente inmóvil, presto a
    responder.

    El Zar volvió a mirarle cara a cara y le
    preguntó escuetamente:

    -¿Tu nombre?

    -Miguel Strogoff, señor.

    -¿Tu grado?

    -Capitán del cuerpo de correos del
    Zar.

    -¿Conoces Siberia?

    -Soy siberiano.

    -¿Dónde has nacido?

    -En Omsk.

    -¿Tienes parientes en Omsk?

    -Sí, señor.

    -¿Qué parientes?

    -Mi anciana madre.

    El Zar interrumpió un instante su serie de
    preguntas. Después, mostrando la carta que tenía en
    la mano, dijo:

    -Miguel Strogoff; he aquí una carta que te
    confío para que la entregues personalmente al Gran Duque y
    a nadie más que a él.

    -La entregaré, señor.

    -El Gran Duque está en Irkutsk.

    -Iré a Irkutsk.

    -Pero tendrás que atravesar un país
    plagado de rebeldes e invadido por los tártaros, quienes
    tendrán mucho interés en interceptar esta
    carta.

    -Lo atravesaré.

    -Desconfiarás, sobre todo, de un traidor llamado
    Ivan Ogareff, a quien es probable que encuentres en tu
    camino.

    -Desconfiaré.

    -¿Pasarás por Omsk?

    -Está en la ruta, señor.

    -Si ves a tu madre, corres el riesgo de ser
    reconocido. Es necesario que no la veas.

    Miguel Strogoff tuvo unos instantes de
    vacilación, pero dijo:

    -No la veré.

    -Júrame que por nada confesaras quien eres ni
    adónde vas.

    -Lo juro.

    -Miguel Strogoff -agregó el Zar, entregando el
    pliego al joven correo-, toma esta carta, de la cual depende la
    salvación de toda Siberia y puede que también la
    vida del Gran Duque, mi hermano.

    -Esta carta será entregada a Su Alteza, el Gran
    Duque.

    -¿Así que pasarás, a todo
    trance?

    -Pasaré o moriré.

    -Es preciso que vivas.

    -Viviré y pasaré -respondió Miguel
    Strogoff.

    El Zar parecía estar satisfecho con la sencilla y
    reposada seguridad con que le había contestado Miguel
    Strogoff.

    -Vete, pues, Miguel Strogoff -dijo-. Vete, por Dios, por
    Rusia, por mi hermano y por mí.

    Miguel Strogoff, saludando militarmente, salió
    del gabinete imperial y, algunos instantes después,
    abandonaba el Palacio Nuevo.

    -Creo que has acertado, general -dijo el Zar.

    -Yo también lo creo, señor
    -respondió el general Kissoff-, y Vuestra Majestad puede
    estar seguro de que Miguel Strogoff hará todo cuanto le
    sea posible a un hombre valiente y decidido.

    -Es todo un hombre, en efecto –dijo el Zar.

    4

    DE
    MOSCÙ A NIJNI-NOVGOROD

    La distancia que Miguel Strogoff tenía que
    franquear entre Moscú e Irkutsk era de cinco mil
    doscientas verstas (5.523 kilómetros). Cuando la
    línea telegráfica aún no existía
    entre los montes Urales y la frontera oriental de Siberia, el
    servicio de despachos oficiales se hacía mediante correos,
    el más rápido de los cuales empleaba dieciocho
    días en recorrer la distancia de Moscú a Irkutsk.
    Pero esto era una excepción y lo general era que para
    atravesar la Rusia asiática se emplease, ordinariamente,
    de cuatro a cinco semanas, aunque todos los medios de
    transporte
    estaban a disposición de estos emisarios del
    Zar.

    Como hombre que no temía al frío ni a la
    nieve, Miguel Strogoff hubiera preferido viajar durante la ruda
    estación invernal, que permite organizar un servicio de
    trineos en toda la extensión del recorrido. De esta
    manera, las dificultades que entraña el empleo de
    diversos medios de locomoción quedaban, en parte,
    disminuidas sobre aquellas inmensas estepas cubiertas de nieve,
    ya que hay menos cursos de agua que
    atravesar y el trineo se desliza fácilmente sobre aquel
    manto helado.

    Ciertos fenómenos atmosféricos de esta
    época son temibles, como la persistencia e intensidad de
    las nieblas, el frío extremado, además de las
    largas y terribles ventiscas, cuyos torbellinos lo envuelven todo
    y hacen desaparecer caravanas enteras. Ocurre también que
    los lobos, acosados por el hambre, cubren a millares las
    llanuras. Pero era preferible correr esos riesgos
    porque, con la crudeza del invierno, los invasores
    tártaros se verían obligados a acantonarse en las
    ciudades, sus Merodeadores no correrían por la estepa,
    todo movimiento de tropas sería impracticable y Miguel
    Strogoff podría pasar más fácilmente. Pero
    él no había podido elegir su tiempo ni su hora y
    debía aceptar las circunstancias para partir, cualesquiera
    que fueran.

    Ésta era la situación que Miguel Strogoff
    apreció claramente, preparándose para
    afrontarla.

    Además, no se encontraba en las condiciones
    habituales de un correo del Zar, ya que era preciso que nadie
    sospechara esta circunstancia mientras realizara su viaje, porque
    en un país invadido, los espías abundan y él
    sabía que su misión era muy comprometida. Por eso
    el general Kissoff se limitó a entregarle una importante
    suma de dinero para el viaje, e, incluso, el medio de
    facilitárselo hasta cierto punto, pero sin entregarle
    ninguna orden escrita en la que constara que estaba al servicio
    del Emperador, «Sésamo» que abría todas
    las puertas; entrególe úmcamente un
    podaroshna.

    Este podaroshna, extendido a nombre de
    Nicolás Korpanoff, comerciante domiciliado en Irkutsk,
    autorizaba a su titular para hacerse acompañar en caso
    necesario por una o varias personas, y era valedero hasta en los
    casos en que el gobierno moscovita prohibía a sus
    súbditos abandonar el territorio ruso. El
    podaroshna
    es una autorizacion para tomar caballos de posta,
    pero Miguel Strogoff no podía emplearlo más que en
    las ocasiones en que poseer este documento no le hiciera
    sospechoso, es decir, que únicamente podía hacer
    uso de él mientras estuviera en territorio europeo. En
    resumen, cuando se encontrase en Siberia, es decir, cuando
    atravesara las provincias sublevadas, no podría actuar
    como dueño de las paradas de posta, ni hacerse entregar
    caballos con preferencia a cualquier otro, ni requisar medios de
    transporte para su uso personal. Miguel Strogoff no debía
    olvidar esto: él no era un correo, sino un simple
    comerciante llamado Nicolás Korpanoff, que iba de
    Moscú a Irkutsk y, como a tal, sometido a todas las
    eventualidades de un viaje ordinario.

    Pasar desapercibido, con más o menos rapidez,
    pero pasar. Tal debía ser su programa.

    Treinta años atrás, la escolta de un
    viajero importante no comprendía menos de doscientos
    cosacos a caballo, doscientos infantes, veinticinco jinetes
    baskires, trescientos camellos, cuatrocientos caballos,
    veinticinco carros, dos lanchas transportables y dos
    cañones. Tal era el material necesario para un viaje por
    Siberia. Pero él, Miguel Strogoff, no tenía
    cañones, ni jinetes, ni infantes, ni bestias de
    carga.

    Iría, si podía, en coche o a caballo; si
    no había más remedio, iría a pie.

    Las primeras mil cuatrocientas verstas (1.493
    kilómetros), que comprendían la distancia entre
    Moscú y la frontera rusa, no debían ofrecer
    dificultad alguna. Ferrocarriles, diligencias, buques a vapor y
    caballos de refresco en todas las paradas, estaban a
    disposición de todo el mundo y, por consiguiente, a la
    merced del correo del Zar.

    Aquella mañana del 16 de julio, desprovisto de su
    uniforme, portando un saco de viaje sobre sus espaldas y ataviado
    con un simple traje ruso compuesto de túnica ceñida
    al talle, cinturón tradicional de mujik, anchos calzones y
    botas cinchadas al jarrete, Miguel Strogoff se dirigió a
    la estación para tomar el primer tren que le
    conviniera.

    No llevaba ningún tipo de armas, al menos
    ostensiblemente; pero bajo su cinturón se ocultaba un
    revólver y en su bolsillo una especie de machete, de esos
    que tienen tanto de puñal como de alfanje y con los cuales
    un cazador siberiano sabe destripar a un oso tan limpiamente que
    no deteriora en lo más mínimo su preciosa
    piel.

    La estación de Moscú estaba a rebosar de
    viajeros y es que las estaciones de los ferrocarriles rusos son
    lugares de reunión muy frecuentados, tanto por los que
    parten como por los que son simples espectadores de la partida de
    trenes. Se toma como una pequeña bolsa de
    noticias.

    El tren en el que tomó asiento Miguel Strogoff
    debía llevarle hasta Nijni-Novgorod, en donde, por aquella
    época, se detenía el ferrocarril que, enlazando
    Moscú con San Petersburgo, debía proseguir hasta la
    frontera rusa. Esto significaba un trayecto de unas cuatrocientas
    verstas (426 kilómetros), que el tren franqueaba en una
    decena de horas.

    Una vez en Nijni-Novgorod, Miguel Strogoff
    tomaría, según las circunstancias, la ruta
    terrestre o uno de los buques a vapor del Volga, con el fin de
    llegar a los Urales lo antes posible. Se acomodó, pues, en
    su rincón, como digno burgués a quien no inquieta
    demasiado la marcha de sus negocios y
    busca matar el tiempo durmiendo. Pero como no iba solo en el
    compartimiento, no durmio mas que con un ojo y escuchó con
    los dos oídos.

    Sus vecinos, como la mayor parte de los viajeros que
    transportaba el tren, eran mercaderes que se dirigían a la
    célebre feria de Nijni-Novgorod; conjunto necesariamente
    heterogeneo, compuesto por judíos,
    turcos, cosacos, rusos, georgianos, calmucos y otros, pero casi
    todos ellos hablando la lengua
    nacional.

    En efecto, el rumor de la sublevación de las
    hordas kirguises y de la invasión tártara
    había trascendido algo y los viajeros que el azar le
    destinó como compañeros de viaje lo comentaban con
    cierta circunspección. Se discutía, pues, los pros
    y contras de los graves acontecimientos que se desarrollaban
    más allá de los Urales, y los comerciantes
    temían que el gobierno ruso se hubiera visto obligado a
    tomar medidas restrictivas, sobre todo en las provincias
    limítrofes con la frontera, con lo cual se
    resentiría el comercio.

    Naturalmente, estos egoístas no consideraban la
    guerra, es decir, la represión de la revuelta y la lucha
    contra la invasión, más que bajo el punto de vista
    de sus intereses particulares amenazados. La sola presencia de un
    simple soldado uniformado hubiera sido suficiente para contener
    las lenguas de estos mercaderes, pues ya se sabe cuán
    grande es la importancia que se da al uniforme en Rusia. Pero en
    el compartimiento ocupado por Miguel Strogoff, nada hacía
    sospechar la presencia de un militar, y el correo del Zar,
    viajando de incógnito, no era de los hombres que se
    traicionan.

    Limitábase, pues, a escuchar.

    -Se afirma que el té de las caravanas está
    en alza -dijo un persa, que se identificaba por su gorro forrado
    de astracán y su oscura tunica de anchos pliegues, rozada
    por el uso.

    -¡Oh! El té no ha de temer la baja
    -respondió un viejo judío, de gesto ceñudo-.
    El que se encuentre en el mercado de
    Nijni-Novgorod se expenderá fácilmente por el
    oeste, pero, desgraciadamente, no ocurrirá lo mismo con
    los tapices de Bukhara.

    -¡Cómo! ¿Está usted esperando
    algún envío de Bukhara? -preguntó el
    persa.

    -No, pero sí lo espero de Samarcanda, y no
    está menos expuesto. ¡Cuenta con las expediciones de
    un país en el que se han sublevado todos los khanes desde
    Khiva hasta la frontera china!

    -¡Bueno! -respondió el persa-. Si no llegan
    los tapices, supongo que tampoco llegarán las letras de
    cambio.

    -¡Y los beneficios, Dios de Israel!
    ¿No significan nada para usted? -exclamó el
    pequeño judío.

    -Tiene razón -dijo otro viajero-. Los
    artículos de Asia central corren el peligro de escasear en
    el mercado. Y ocurrirá lo mismo con los tapices de
    Samarcanda, las lanas, sebos y chales de Oriente.

    -¡Pues tenga cuidado, padrecito! -respondió
    un viajero ruso de aspecto socarrón-. ¡No vaya usted
    a engrasar horriblemente los chales si los mezcla con los
    sebos!

    -¡No es cosa de risa! -respondió el
    comerciante, a quien no parecían gustarle mucho esta
    clase de
    bromas.

    -Aunque nos tiremos de los pelos y nos rasguemos las
    vestiduras no haremos cambiar el curso de los acontecimientos.
    ¡Y menos el de las mercancías! -respondió el
    viajero.

    -¡Bien se ve que no es comerciante! -hizo observar
    el judío.

    -No, a fe mía, digno descendiente de Abraham. No
    vendo lúpulo, ni edredón, ni miel, ni cera, ni
    cañamones, ni carne salada, ni caviar, ni lana, ni
    madera, ni
    cintas, ni cáñamo, ni lino, ni
    marroquinería, ni..

    -Pero, ¿compra usted? -preguntó el persa,
    cortando la retahíla del viajero.

    -Lo menos posible, y sólo para mi consumo
    particular -respondió éste,
    guiñándole un ojo.

    -¡Es un bufón! -dijo el judío
    dirigiéndose al persa.

    -¡O un espía! -respondió éste
    bajando la voz.

    -No nos fiemos y hablemos lo menos posible. La
    policía no es precisamente blanda en los tiempos que
    corren y uno no sabe nunca al lado de quién
    viaja.

    En el otro rincón del compartimiento se hablaba
    un poco menos de las transacciones mercantiles y un poco
    más de la invasión tártara y sus funestas
    consecuencias.

    -Los caballos de Siberia van a ser requisados -dijo un
    viajero- y las comunicaciones entre las distintas provincias de
    Asia central se harán bien difíciles.

    -¿Es cierto -pregunto su vecino- que los
    kirguises de la horda mediana han hecho causa común con
    los tártaros?

    -Eso se dice -respondió el viajero, bajando la
    voz-, pero quién puede presumir de saber algo en este
    país.

    -He oído hablar de concentraciones de tropas en
    la frontera. Los cosacos del Don se han reunido en el curso del
    Volga y se les va a enfrentar con los kirguises
    sublevados.

    -Si los kirguises han descendido por el curso del
    Irtiche, la ruta a Irkutsk no debe de ser muy segura
    -respondió el vecino-. Además, ayer intenté
    enviar un telegrama a Krasnoiarsk y no pudo pasar. Me temo que
    las columnas tártaras hayan aislado la Siberia
    oriental.

    -En suma, padrecito -replicó el primer
    interlocutor-, estos comerciantes tienen razón al estar
    inquietos por sus negocios y por sus pedidos. Después de
    requisar los caballos se requisarán los barcos, los coches
    y todos los medios de transporte, hasta que llegue el momento en
    que no se pueda dar un paso en toda la extensión del
    Imperio.

    -Me temo que la feria de Nijni-Novgorod no termine tan
    brillantemente como comenzó -respondió el segundo
    interlocutor, moviendo la cabeza-, pero la seguridad y la
    integridad del territorio ruso está ante todo. ¡Los
    negocios no son más que negocios!

    Si en este compartimiento el tema de las conversaciones
    no variaba mucho, tampoco era distinto en los otros coches que
    componían el tren; Pero en todas partes un buen observador
    hubiera advertido la extrema prudencia en el planteamiento de las
    impresiones que intercambiaban. Cuando alguna vez se adentraban
    en el terreno de los hechos, jamás llegaban a insinuar las
    intenciones del gobierno moscovita, ni siquiera a
    apreciarlas.

    Esto fue justamente advertido por uno de los pasajeros
    que iban en el vagón de cabeza. Este viajero,
    evidentemente extranjero, lo miraba todo con ojos bien abiertos y
    no paraba de hacer preguntas a las cuales sólo se le
    respondía con evasivas. A cada instante sacaba la cabeza
    fuera de la ventanilla, de la que tenía el cristal bajado,
    con vivo desagrado de sus vecinos, y no perdía detalle del
    paisaje de la derecha; preguntaba el nombre de las más
    insignificantes localidades, su situación, cuál era
    su comercio, su industria, el
    número de sus habitantes, el nivel medio de vida de cada
    sexo, etc.; y
    todo lo iba anotando en un bloc ya sobrecargado de
    citas.

    Era el corresponsal Alcide Jolivet, que si hacía
    tantas preguntas insignificantes era porque entre tantas
    respuestas como provocaba, esperaba sorprender algún hecho
    interesante para su prima. Pero, naturalmente, se le tomó
    por un espía y delante de él no se decía ni
    una sola palabra que tuviera relación con los
    acontecimientos del día.

    Viendo, pues, que no podría averiguar nada sobre
    la invasión tártara, escribió en su bloc:
    «Viajeros, de una discreción absoluta. En materia
    política, muy duros de gatillo.»

    Y mientras Alcide Jolivet anotaba minuciosamente todas
    sus impresiones sobre el viaje, su colega, que había
    embarcado en el mismo tren y con igual motivo, estaba entregado a
    idéntico trabajo de observación en otro
    compartimiento. Ninguno de los dos había visto al otro
    aquel día en la estación de Moscú e
    ignoraban recíprocamente que iban a visitar el teatro de la
    guerra. únicamente que Harry Blount, hablando poco y
    escuchando mucho, no había inspirado a sus
    compañeros de viaje la desconfianza que Alcide Jolivet con
    sus preguntas. De manera que no le habían tomado por un
    espía y sus vecinos, sin apurarse, conversaban ante
    él, llegando a veces más lejos de lo que su
    circunspección natural les hubiera debido
    permitir.

    Por tanto, el corresponsal del Daily Telegraph
    había podido comprobar hasta qué punto los
    acontecimientos preocupaban a los hombres de negocios que se
    dirigían a Nijni-Novgorod y la amenaza que pesaba sobre
    los intercambios comerciales con Asia central; por lo que no
    dudó en anotar en su bloc esta justa observación:
    «Los viajeros, extremadamente inquietos. Sólo se
    habla de la guerra, y con una libertad que
    asombra entre el Vístula y el Volga.»

    Los lectores del Daily Telegraph no podían
    estar menos informados que la prima de Alcide Jolivet.
    Además, como Harry Blount iba sentado en la parte
    izquierda del tren y no se había fijado más que en
    esta mitad del paisaje, sin molestarse en contemplar una sola vez
    el de la derecha, formado por amplias planicies, no tuvo
    ningún reparo en apuntar en su bloc, con todo su aplomo
    británico: «Paisaje montañoso entre
    Moscú y Wladimir.»

    Sin embargo, era evidente que el gobierno moscovita, en
    presencia de tan graves eventualidades, estaba tomando severas
    medidas hasta en el interior del Imperio. La sublevación
    no había franqueado la frontera siberiana, pero en estas
    provincias del Volga vecinas del país de los kirguises,
    eran de temer desagradables influencias.

    En efecto, la policía no había encontrado
    aún la pista de Ivan Ogareff, el traidor que había
    provocado una intervención extranjera para vengar sus
    rencores particulares y parecía haberse reunido con
    Féofar-Khan, o puede que intentara fomentar la revuelta en
    el gobierno de Nijni-Novgorod que, en esta época del
    año, encerraba una población compuesta por
    elementos tan diversos. ¿No habría entre tantos
    persas, armenios y calmucos que afluían al gran mercado,
    agentes suyos encargados de provocar un movimiento interior?
    Todas las hipótesis eran posibles en un país
    como Rusia.

    Este vasto imperio, que tiene una extensión de
    doce millones de kilómetros cuadrados, no puede tener la
    homogeneidad de los estados de Europa occidental.

    Entre los diversos pueblos que lo componen, forzosamente
    han de existir diferencias que van más allá de los
    simples matices autóctonos. El territorio ruso en Europa,
    Asia y América, se extiende desde los 15 grados de
    longitud este hasta los 133 de longitud oeste, es decir, a lo
    largo de cerca de 200 grados (unas 2.500 leguas) y desde el
    paralelo 38 al 81 de latitud norte, o sea, 43 grados (unas 1.000
    leguas). Cuenta con setenta millones de habitantes que hablan
    treinta lenguas distintas. La raza eslava es, sin duda, la
    dominante y comprende, además de los rusos, a los polacos,
    lituanos y curlandeses, y si a ellos añadimos los fineses,
    estonianos, lapones, chesmiros, chubaches, permios, alemanes,
    griegos, tártaros, las tribus caucasianas, las hordas
    mongoles, los calmucos, samoyedos, kamchadalas y aleutios, se
    comprenderá que la unidad de tan vasto estado es
    difícil de mantener y no podía ser más que
    obra del tiempo, ayudado por la sagacidad de los
    gobernantes.

    Sea como fuere, Ivan Ogareff había sabido, hasta
    entonces, escabullirse de las pesquisas de la policía y,
    probablemente, debía de haberse unido a los
    ejércitos tártaros. Pero en cada estación
    donde se detenía el tren, se presentaban inspectores de
    policía que revisaban a todos los pasajeros y les
    sometían a minuciosa identificacion, pues tenían
    orden expresa del jefe superior de policía de buscar a
    Ivan Ogareff. El Gobierno, en efecto, creía saber que el
    traidor aún no, había tenido tiempo de abandonar la
    Rusia europea. Cuando un viajero parecía sospechoso,
    tenía que identificarse en el puesto de policía y
    el tren volvía a ponerse en marcha sin ninguna inquietud
    por el que quedaba atrás.

    Con la policía rusa, excesivamente expeditiva, es
    inútil razonar. Sus miembros ostentan graduaciones
    militares. No hay más remedio que obedecer sin rechistar
    las órdenes de un soberano que tiene potestad para
    encabezar sus ucases con la fórmula: «Nos, por la
    gracia de Dios, Emperador y Autócrata de todas las Rusias,
    de Moscú, Kiev, Wladimir y
    Novgorod; Zar de Kazan, de Astrakán; Zar de Polonia, Zar
    de Siberia, Zar del Quersoneso Táurico; Señor de
    Pskof; Gran Príncipe de Smolensko, de Lituania, de
    Volinia, de Podolla y Finlandia; Príncipe de Estonia, de
    Livonia, de Curlandia y de Semigalia, de Bialistok, de Karella,
    de Iugria, de Perm, de Viatka, de Bulgaria y de muchos otros
    países; Señor y Gran Príncipe del territorio
    de Nijni-Novgorod, de Chernigof, de Riazan, de Polotosk, de
    Rostof, de Jaroslav, de Bielozersk, de Udoria, de Obdoria, de
    Kondinia, de Vitepsk, de Mstislaf; dominador de las regiones
    hiperbóreas; Señor de los países de Iveria,
    de Kartalinia, de Gruzinia, de Kabardinia y de Armenia;
    Señor hereditario y soberano de los príncipes
    cherquesos, de los de las montañas y otros; Heredero de
    Noruega; Duque de Schlewig-Holstein, de Stormarn, de Dittmarsen y
    de Holdenburg.» ¡Poderoso soberano, en verdad, aquel
    cuyo emblema es un águila de dos cabezas que sostiene un
    cetro y un globo, rodeada de los escudos de Novgorod, Wladimir,
    Kiev, Kazan, Astrakán y Siberia, y que está
    envuelta por el collar de la Orden de San Andrés y
    remadada con una corona real!

     

     

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