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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

Era necesario ser tan buen jinete como Miguel Strogoff
para no ser derribado por las reacciones del caballo, con sus
bruscas paradas y los saltos que daba para librarse de los
aguijones de los insectos.

Pero el correo del Zar se había vuelto, por
así decirlo, insensible al dolor físico, como si se
encontrase bajo la influencia de una anestesia permanente, no
viviendo más que para el deseo de llegar a su meta,
costara lo que costase, y no veía más que una cosa
en aquella carrera insensata: que la ruta iba quedando
rápidamente detrás de él.

¿Quién hubiera podido creer que en
aquellos lugares de la Baraba, tan malsanos durante la
estación calurosa, pudiera encontrar refugio población alguna?

Sin embargo, así era. Algunos caseríos
siberianos aparecían de tarde en tarde entre los juncos
gigantescos. Hombres, mujeres, niños y
viejos, cubiertos con pieles de animales y
ocultando el rostro bajo vejigas untadas de pez, guardaban sus
rebaños de enflaquecidos carneros; pero para preservar a
estos animales de los ataques de los insectos, los resguardaban
bajo el humo de hogueras de madera verde,
que alimentaban noche y día y cuyo acre olor se propagaba
lentamente por encima de la inmensa marisma.

Cuando Miguel Strogoff notaba que su caballo estaba
rendido de fatiga, a punto de abatirse, se paraba en uno de estos
miserables caseríos y allí, olvidándose de
sus propias fatigas, frotaba él mismo las picaduras del
pobre animal con grasa caliente, según la costumbre
siberiana; después, le daba una buena ración de
forraje, y sólo cuando lo había curado y
alimentado, se preocupaba un poco de sí mismo, reponiendo
sus fuerzas comiendo un poco de pan y carne acompañado con
algunos vasos de kwais. Una hora más tarde, dos a
lo sumo, reemprendía a toda velocidad la
interminable ruta hacia Irkutsk.

De esta forma, Miguel Strogoff franqueó noventa
verstas desde Turumoff, insensible a toda fatiga, llegaba a
Elamsk a las cuatro de la tarde del 30 de julio.

Allí fue necesario darle una noche de reposo al
caballo, porque el vigoroso animal no hubiera podido continuar
por más tiempo el
viaje.

En Elamsk, como en todas partes, no existía
ningun medio de transporte,
por la misma razón que en los pueblos precedentes faltaba
toda clase de
caballos y carruajes.

Esta pequeña ciudad, que los tártaros no
habían visitado todavía, estaba casi enteramente
despoblada, ya que era fácil que fuese invadida por el sur
y, sin embargo, era muy difícil que recibiera refuerzos
por el norte. Así, parada de posta, oficina de
policía y residencia del gobernador habían sido
abandonadas por orden de la superioridad, y los funcionarios por
su parte y los habitantes por otra, todos los vecinos que estaban
en condiciones de emigrar habían decidido refugiarse en
Kamsk, en el centro de la Baraba.

 

Miguel Strogoff tuvo, pues, que resignarse a pasar la
noche en Elamsk, para dar reposo a su caballo durante unas doce
horas. Se acordaba de las instrucciones que se le habían
dado en Moscú: «Atravesar Siberia de
incógnito, llegar cuanto antes a Irkutsk, pero con
precaución, sin sacrificar el resultado de la misión a
la rapidez del viaje.» Por consiguiente, tenía que
conservar el único medio de transporte que le
quedaba.

Al día siguiente dejó Elamsk en el momento
en que, diez verstas más atrás, en el camino de la
Baraba, aparecían los primeros exploradores
tártaros, por lo que se lanzó de nuevo a
través de aquella pantanosa

La ruta era llana, lo cual hacía más
fácil la marcha, pero muy sinuosa, lo que prolongaba el
camino; sin embargo, era imposible dejarla para correr en
línea recta a través de aquella infranqueable
red de estanques
y pantanos.

Al otro día, primero de agosto, Miguel Strogoff
pasó, al mediodía, por la aldea de Spaskoë,
ciento veinte verstas más allá, y dos horas
más tarde se detenía en la de
Pokrowskoë.

Allí tuvo que perder también, por un
reposo que era forzoso, todo el resto del día y la noche
entera; pero reemprendió la marcha al día siguiente
por la mañana, corriendo siempre a través de aquel
suelo
inundado, y el 2 de agosto, a las cuatro de la tarde,
después de una etapa de setenta y cinco verstas, llegaba a
Kamsk.

El país había cambiado. Esta
pequeña ciudad de Kamsk es como una isla, habitable y
sana, en medio de tan inhóspitas comarcas. Ocupa el centro
mismo de la Baraba y merced a los saneamientos realizados y a la
canalización del río Tom, afluente del Irtyche que
pasa por Kamsk, las pestilentes marismas se habían
transformado en ricos terrenos de pasto. Sin embargo, aquellas
mejoras no habían conseguido desarraigar por completo las
fiebres que, sobre todo en otoño, hacían peligrosa
la estancia en la ciudad. Pero así y todo, era un refugio
para los habitantes de la Baraba cuando las fiebres
palúdicas les arrojaban del resto de la
provincia.

La emigracion provocada por la invasión
tártar-a no había despoblado todavía la
pequeña ciudad de Kamsk. Sus habitantes creían
probablemente estar seguros en el
centro de la Baraba o, al menos, pensaban tener tiempo de huir si
se encontraban directamente amenazados.

Miguel Strogoff, pese a sus deseos, no pudo obtener
ninguna noticia en aquel lugar. Antes al contrario, hubiera sido
el gobernador el que se hubiese dirigido a él para conocer
nuevas noticias, de
haber sabido cuál era la verdadera identidad del
pretendido comerciante de Irkutsk. Kamsk, en efecto, por su misma
situacion, parecia encontrarse al margen del mundo siberiano y de
los graves acontecimientos que se desarrollaban.

Miguel Strogoff no se dejó ver ni poco ni mucho.
Pasar desapercibido no le bastaba: hubiera querido ser invisible.
La experiencia del pasado le volvía más desconfiado
para el presente y el porvenir. Así pues, se mantuvo
apartado, poco deseoso de recorrer las calles del lugar, no
queriendo abandonar el albergue en el cual habíase
detenido.

Habría podido encontrar un vehículo en
Kamsk que fuera más cómodo que el caballo que
llevaba desde Omsk; pero después de pararse a reflexionar,
temió que la compra de una tarenta atrajase la atención hacia él y, hasta que
hubiera traspasado las líneas ocupadas ahora por los
tártaros, que cortaban Siberia siguiendo el valle del
Irtyche, no quería arriesgarse a provocar
sospechas.

Además, para llevar a cabo la difícil
travesía de la Baraba; para huir a través de los
pantanos, en caso de que algún peligro le amenazara
directamente; para distanciarse de los jinetes lanzados en su
persecución; para arrojarse, si era necesario, entre la
más densa espesura de los juncos, un caballo era,
evidentemente, mejor que un carruaje. Más allá de
Tomsk, en el mismo Krasnoiarsk, aquel importante centro de la
Siberia occidental, Miguel Strogoff ya vería lo que
convenía hacer.

En cuanto a su caballo, ni siquiera había tenido
el pensamiento de
cambiarlo por otro. Se había acostumbrado ya a aquel
valiente animal y sabía lo que podía dar de
sí. Había tenido mucha suerte al comprarlo en Omsk,
y el campesino que
le había conducido a la parada de postas le había
hecho un gran servicio.

Pero si Miguel Strogoff se había ya acostumbrado
al caballo, éste parecía que poco a poco iba
acostumbrándose a las fatigas de semejante viaje, y a
condición de que se le reservara algunas horas de reposo,
su jinete podía esperar que le conduciría
más allá de las provincias invadidas.

Durante la tarde y la noche del 2 al 3 de agosto, Miguel
Strogoff permaneció confinado en su albergue, sito en la
entrada de la ciudad, por lo que era poco frecuentado y estaba al
abrigo de inoportunos curiosos.

Rendido por la fatiga, se acostó después
de haber cuidado de que a su caballo no le faltase nada; pero no
pudo dormir más que con un sueño intermitente.
Demasiados recuerdos, demasiadas inquietudes le asaltaban a la
vez. Las imágenes
de su anciana madre y de su joven e intrépida
compañera, que habían quedado detrás de
él, sin protección, pasaban alternativamente por su
mente y se confundían a menudo en un solo
pensamiento.

Después su recuerdo volvía a la
misión que había jurado cumplir, y cuya importancia
iba haciéndose cada vez más patente desde su salida
de Moscú. La invasión era extremadamente grave y la
complicidad de Ivan Ogareff la hacía más temible
todavía.

Cuando su mirada se posaba sobre la carta
revestida con el sello imperial -aquella carta que sin
duda contenía el remedio para tantos males; la
salvación de aquel país desolado por la guerra-,
Miguel Strogoff sentía en su interior un deseo feroz de
lanzarse a través de la estepa; de franquear a vuelo de
pájaro la distancia que le separaba de Irkutsk; de ser un
águila para elevarse por encima de los obstáculos;
de ser un huracan para atravesar el aire con una
velocidad de cien verstas a la hora; de llegar, al fin, frente al
Gran Duque y gritarle: «Alteza, de parte de Su Majestad, el
Zar.»

Al día siguiente por la mañana, a la seis,
Miguel Strogoff reemprendió el camino con intención
de recorrer en esta jornada las ochenta verstas que separan Kamsk
de la aldea de Ubinsk. Al cabo de unas veinte verstas,
encontró de nuevo los pantanos de la Baraba que ninguna
derivación desecaba ya y el suelo quedaba a menudo
sumergido bajo un pie de agua. El
camino era allí difícil de reconocer, pero gracias
a su extrema prudencia, ningún incidente interrumplo su
marcha.

Miguel Strogoff llegó a Ubinsk y dejó
reposar a su caballo durante toda la noche, porque quería,
en la jornada siguiente, recorrer sin desmontar las cien verstas
que separan Ubinsk de lkulskoë. Partió, pues, al
alba, pero,
desgraciadamente, en esta parte de la Baraba el suelo era cada
vez más detestable.

Efectivamente, entre Ubinsk y Kamakova, las lluvias, muy
copiosas unas semanas antes, habían depositado las aguas
en aquella estrecha depresión
como sobre una cuenca impermeable. No había
solución de continuidad en aquellos estanques, pantanos y
lagos. Uno de estos lagos -lo suficientemente considerable como
para merecer esa denominación geográfica-, el Chang
-nombre chino-, tuvo que bordearlo Miguel Strogoff a lo largo de
veinte verstas y a costa de grandes esfuerzos y dificultades
extremas, lo cual ocasionó retrasos que toda la
impaciencia del correo del Zar no podía impedir.
Había hecho bien en no tomar un vehículo en Kamsk,
porque su caballo pasaba por lugares por los que ningún
carruaje hubiera podido pasar.

A las nueve de la tarde, Miguel Strogoff llegaba a
lkulskoë, en donde se detuvo toda la noche. En esa aldea
perdida en la Baraba no se tenía absolutamente ninguna
noticia sobre la guerra y es que, por su misma naturaleza,
esta parte de la provincia quedaba dentro de la
bifurcación que formaban las dos columnas tártaras
que avanzaban una sobre Omsk y la otra sobre Tomsk, por eso
había escapado hasta aquel momento de los horrores de la
invasión.

Pero las dificultades de aquella inhospita naturaleza
iban, al fin, a terminarse, ya que si no sobrevenía
ningún retraso, al día siguiente acabaría de
atravesar la Baraba, y después de las ciento veinticinco
verstas que aún le separaban de Kolyvan, volvería a
encontrar una ruta mucho más practicable.

Al llegar a esta importante aldea, se encontraría
a igual distancia de Tomsk y, posiblemente, siguiendc el consejo
de las circunstancias, se decidiría por rodear esta ciudad
que, si las noticias eran exactas, estaba ocupada por
Féofar-Khan.

Pero si aquellas aldeas, tales como Ikulskoë y
Karguinsk, que atravesaría al día siguiente,
estaban tranquilas gracias a que su situación
geográfica nc era apropiada para que pudieran maniobrar
las columnas tártaras, ¿podía temer Miguel
Strogoff que en las ricas margenes del Obi, si no tenía
que enfrentarse con las dificultades de la naturaleza,
tendría que enfrentarse con el hombre? Era
verosímil.

No obstante, si era necesario, no dudaría en
lanzarse fuera de la ruta de Irkutsk y viajar entonce, a
través de la estepa, con evidente riesgo de
encontrarse sin recursos, ya que
por allí, efectivamente, nc habían caminos
trazados, ni ciudades, ni aldeas. Apenas si se encuentran algunas
aldeas perdidas o simples cabañas habitadas por gente muy
pobre y muy hospitalaria, sin duda, pero que apenas posee lo
necesario Sin embargo, no dudaría ni un
instante.

Al fin, hacia las tres y media de la tarde,
después de haber pasado la estación de Kargatsk,
Miguel Strogoff dejó las últimas depresiones de la
Baraba y el suelo duro y seco del territorio siberiano sonaba de
nuevo bajo los cascos de su caballo.

Había dejado Moscú el 15 de julio. Aquel
día pues, 5 de agosto, habían transcurrido ya
veinte jornadas desde su partida, incluyendo las setenta hora,,
perdidas en las orillas del Irtyche.

Mil quinientas verstas le separaban todavía de
Irkutsk.

 

 

16

EL
ÚLTIMO ESFUERZO

Miguel Strogoff tenía razón al temer
algún mal encuentro en aquellas planicies que se
prolongaban más allá de la Baraba, porque los
campos, hollados por los cascos de los caballos, mostraban
claramente que los tártaros habían pasado por
allí, y de aquellos bárbaros podía decirse
lo mismo que se dice de los turcos: «Por allá por
donde pasa el turco, no vuelve a crecer la
hierba.»

El correo del Zar debía, pues, tomar las
más minuciosas precauciones para atravesar aquellas
comarcas. Algunas columnas de humo que se elevaban por encima del
horizonte indicaban que todavía ardían las aldeas y
los caseríos. Aquellos incendios
¿habían sido provocados por la vanguardia de
las fuerzas tártaras, o el ejército del Emir
había llegado ya a los últimos limites de la
provincia? ¿Se encontraba Féofar-Khan personalmente
en el gobierno del
Yeniseisk? Miguel Strogoff no lo sabía y no podía
decidir nada mientras no estuviera seguro sobre este
punto. ¿Estaba el país tan abandonado que no
encontraría un solo siberiano a quien
dirigirse?

Miguel Strogoff anduvo dos verstas sobre una ruta
absolutamente desierta, buscando con la mirada, a derecha e
izquierda, alguna casa que no hubiera sido abandonada, pero todas
las que visitó estaban completamente
vacías.

Finalmente distinguió una cabaña entre los
árboles
que todavía humeaba y, al aproximarse, vio, a algunos
pasos de los restos de la casa, a un anciano rodeado de
niños que lloraban y una mujer, joven
todavía, que sin duda debía de ser su hija y madre
de los pequeños, arrodillada sobre el suelo y contemplando
con mirada extraviada aquella escena de desolación. Estaba
amamantando a un niño de pocos meses, al que pronto le
faltaría hasta la leche.
¡Todo eran ruinas y miseria alrededor de esta desgraciada
familia!

Miguel Strogoff se dirigió hacia el anciano con
voz grave:

-¿Puedes responderme?

-Habla -contestó el viejo.

-¿Han pasado por aquí los
tártaros?

-Sí, puesto que mi casa está
ardiendo.

-¿Eran un ejército o un
destacamento?

-Un ejército, puesto que por lejos que alcance tu
vista, todos los campos están devastados.

-¿Iba comandado Por el Emir?

-Por el Emir, puesto que las aguas del Obi se han
teñido de rojo.

-¿Y Féofar-Khan ha entrado en
Tomsk?

-Sí.

-¿Sabes si los tártaros se han apoderado
de Kolyvan?

-No, puesto que Kolyvan no está
ardiendo.

-Gracias, amigo. ¿Puedo hacer algo por ti y por
los tuyos?

-Nada.

-Hasta la vista.

-Adiós.

Y Miguel Strogoff, después de depositar
veinticinco rublos sobre las rodillas de la desgraciada mujer,
que ni siquiera tuvo fuerzas para dar las gracias, montó
de nuevo sobre su caballo y reemprendió la marcha que por
un instante había interrumpido.

Ahora ya sabía que debía evitar pasar a
todo trance por Tomsk. Dirigirse a Kolyvan, adonde los
tártaros aún no habían llegado,
todavía era posible y lo que debía hacer en esta
ciudad era reavituallarse para una larga etapa y lanzarse fuera
de la ruta de Irkutsk, dando un rodeo para no pasar por Tomsk,
después de haber franqueado el Obi. No había otro
camino a seguir.

Una vez decidido este nuevo itinerario, Miguel Strogoff
no dudó ni un instante, e imprimiendo a su caballo una
marcha rápida y regular, siguió la ruta directa que
le llevaba a la orilla izquierda del Obi, del que le separaban
aún cuarenta verstas. ¿Encontraría un
transbordador para poder
atravesar el río, o los tártaros habrían
destruido todo tipo de embarcaciones, viéndose obligado a
atravesar el río a nado? Ya lo
resolvería.

En cuanto al caballo, muy agotado ya, después de
pedirle que empleara el resto de sus fuerzas en esta etapa,
Miguel Strogoff intentaría cambiarlo por otro en Kolyvan.
Sentía el que dentro de poco el pobre animal se
quedaría sin su dueño.

Kolyvan debía ser, pues, como un nuevo punto de
partida, porque a partir de esta ciudad su viaje se
efectuaría en unas nuevas condiciones. Mientras recorriese
el país devastado, las dificultades serían grandes
todavía, pero si después de evitar Tomsk
podía reemprender la marcha por la ruta de Irkutsk a
través de la provincia de Yeniseisk, que los invasores no
habían desolado todavía, esperaba llegar al final
de su viaje en pocos días.

Después de una calurosa jornada, llegó el
atardecer y, a medianoche, una profunda oscuridad envolvía
la estepa. El viento, que había desaparecido al ponerse
el sol, dejaba
la atmósfera en una calma absoluta.
Únicamente dejaban oírse sobre la desierta ruta el
galope del caballo y algunas palabras con las que su dueño
le animaba. En medio de aquellas tinieblas era preciso poner una
atención extrema para no lanzarse fuera del camino,
bordeado de estanques y de pequeñas corrientes de agua,
tributarias del Obi.

Miguel Strogoff avanzó tan rápidamente
como le era posible, pero con una cierta circunspeccion,
confiando tanto en su excelente vista, que penetraba las sombras,
como en la prudencia de su caballo, cuya sagacidad le era
sobradamente conocida.

En aquel momento, Miguel Strogoff, habiendo puesto pie a
tierra para
cerciorarse de la dirección exacta que tomaba el camino,
creyo oir un murmullo confuso que procedía del oeste. Era
como el ruido de una
cabalgata lejana sobre la tierra
reseca. No había duda. A una o dos verstas detrás
de él se producía una cierta cadencia de pasos que
golpeaban regularmente el suelo.

Miguel Strogoff escuchó con mayor
atención, después de haber puesto su oído en el
eje mismo del camino.

-Es un destacamento de jinetes que vienen por la ruta de
Omsk -se dijo-. Marchan a paso rápido, porque el ruido
aumenta. ¿Serán rusos o tártaros?

Miguel Strogoff escuchó
todavía.

-Sí, estos jinetes vienen a todo galope.
¡Estarán aquí antes de diez minutos! Mi
caballo no podrá mantener la distancia. Si son rusos, me
uniré a ellos, pero si son tártaros, es preciso
evitarlos. ¿Pero cómo? ¿Donde puedo
esconderme en esta estepa?

Miguel Strogoff miró a su alrededor y su
penetrante mirada descubrió una masa confusamente
perfilada en las sombras, a un centenar de pasos delante de
él, a la derecha del camino.

-Allí hay una espesura -se dijo-, aunque buscar
refugio es exponerme a ser apresado si los jinetes la registran;
no tengo elección. ¡Aquí están!
¡aquí están!

Instantes después, Miguel Strogoff, llevando a su
caballo por la brida, llegaba a un pequeño bosque de
maleza, al cual tuvo acceso por una vereda. Aquí y
allá, completamente desprovista de árboles,
discurría aquella senda entre barrancos y estanques,
separados por matas de juncos y brezos nacientes. A ambos lados,
el terreno era absolutamente impracticable y el destacamento
debía pasar forzosamente por delante de aquel bosquecillo,
ya que seguía la gran ruta hacia Irkutsk.

Miguel Strogoff buscó la protección de la
maleza, pero apenas se había internado unos cuarenta pasos
cuando se vio detenido por una corriente de agua que encerraba la
espesura en un recinto semicircular.

Las sombras eran tan espesas que el correo del Zar no
corria ningún peligro de ser visto, a menos que el
bosquecillo fuera minuciosamente registrado. Condujo, pues, su
caballo hasta la orilla del riachuelo y, después de atarlo
a un árbol, volvió al lindero del bosque para
cerciorarse de a qué bando pertenecían los
jinetes.

Apenas acababa de agazaparse detrás de la maleza,
cuando un resplandor bastante confuso, del que se destacaban
aquí y allá algunos puntos brillantes,
apareció entre las sombras.

-¡Antorchas! -se dijo.

Y retrocedió vivamente, deslizándose como
un felino, hasta ocultarse en la parte más densa de la
espesura.

A medida que iban aproximándose al bosquecillo,
el paso de los caballos comenzaba a hacerse más lento.
¿Registrarían aquellos jinetes la ruta, con la
intención de observar hasta los más pequeños
detalles?

Miguel Strogoff debió de temerlo y
retrocedió hasta la orilla del curso de agua, dispuesto a
sumergirse si era preciso.

El destacamento, al llegar a la altura de aquella
espesura, se detuvo. Los jinetes descabalgaron. Eran alrededor de
una cincuentena y diez de ellos llevaban antorchas que iluminaban
la ruta en una amplia extensión.

Por ciertos preparativos, Miguel Strogoff se dio cuenta
de que por una fortuna inesperada, el destacamento no iba a
registrar la espesura, sino que iba a vivaquear en aquel lugar
para dar reposo a los caballos y permitir a los hombres que
tomaran algún alimento.

Efectivamente, los caballos fueron desensillados y
comenzaron a pastar por la espesa hierba que tapizaba el suelo.
En cuanto a los jinetes, se tendieron a lo largo del camino y
comenzaron a repartirse la comida que llevaban en sus
mochilas.

Miguel Strogoff conservaba toda su sangre
fría y deslizándose entre los matorrales,
intentó ver y oír.

Era un destacamento que procedía de Omsk y estaba
compuesto por jinetes usbecks, raza dominante en Tartaria, cuyo
tipo se asemeja sensiblemente al mongol. Estos hombres, bien
constituidos, de una talla superior a la media, de rasgos duros y
salvajes, estaban cubiertos con un talpak, especie de gorro de
piel de
carnero negra, e iban calzados con botas amarillas de
tacón alto, cuyas puntas se dirigían hacia arriba,
como los zapatos de la Edad Media. Su
pelliza era de indiana y estaba guateada con algodón
crudo, sujetándola a la cintura mediante un
cinturón de cuero con
pintas rojas. Sus armas defensivas
eran un escudo y las ofensivas estaban constituidas por un sable
curvo, un largo cuchillo y un fusil de mecha suspendido del
arzón de la silla. Una capa de fieltro de colores
brillantes cubría sus espaldas.

Los caballos, que pastaban con toda libertad por
los linderos de la espesura, eran de raza usbecka, como los
jinetes que los montaban. Esta circunstancia podía
distinguirse perfectamente a la luz de las
antorchas que proyectaban una viva claridad sobre el ramaje de la
maleza.

Estos animales, un poco más pequeños que
el caballo turcomano, pero dotados de una notable fortaleza, son
bestias de fondo que no conocen otro tipo de marcha que el
galope.

El destacamento estaba mandado por un
pendjabaschi, es decir, un comandante de cincuenta
hombres, que tenía bajo sus órdenes a un
deh-baschzi, simple jefe de diez hombres. Estos dos
oficiales llevaban un casco y una media cota de malla y el
distintivo que indicaba su grado eran unas pequeñas
trompetas colgadas del arzón de su silla.

El pendja-baschi había tenido que dejar
reposar a sus hombres, que estaban fatigados a causa de una larga
marcha. Conversando con su subordinado mientras iban y
venían, fumando sendos cigarrillos de beng, hoja de
cáñamo que constituye la base del hachís,
del que los asiáticos hacen tan gran uso, paseaban por el
bosque, de manera que Miguel Strogoff, sin ser visto,
podía captar su conversación y comprenderla, ya que
se expresaban en lengua
tártara.

Ya desde las primeras palabras que llegaron a los
oídos del fugitivo, la atención de Miguel Strogoff
se sobreexcitó.

Efectivamente, era a él a quien se estaban
refiriendo.

-Este correo no puede habernos sacado tanta ventaja
-decía el pendja-baschi- y, por otra parte, es
absolutamente imposible que haya tomado otra ruta que la de la
Baraba.

-¿Quién sabe si ni siquiera ha abandonado
Omsk? -respondió el deb-bascbi-. Puede ser que
todavía esté escondido en alguna casa de la
ciudad.

-Se dice que es natural del país; un siberiano y,
por tanto, debe de conocer estas comarcas; puede que haya salido
de la ruta de Irkutsk para volver a ella más
tarde.

-Pero entonces le habremos adelantado -respondió
el pendja-baschi- porque hemos salido de Omsk menos de una
hora después de su partida y hemos seguido el camino
más corto con los caballos a todo galope. Por tanto, o se
ha quedado en Omsk o llegaremos a Tomsk antes que él para
cortarle la retirada y, en cualquiera de los dos casos, no
llegará a Irkutsk.

-¡Es una mujer fuerte, aquella vieja siberiana que
es, evidentemente, su madre! –dijo el
deh-baschi.

Al oír esta frase, el corazón de
Miguel Strogoff aceleró sus latidos y pareció que
fuera a romperse.

-Sí -respondió el pendja-baschi-,
continúa sosteniendo que aquel pretendido comerciante no
es su hijo, pero ya es demasiado tarde. El coronel Ogareff no se
ha dejado engañar y, tal como ha dicho, ya sabrá
hacer hablar a esa vieja bruja cuando llegue el
momento.

Cada una de estas palabras era como una puñalada
que se asestara a Miguel Strogoff. ¡Había sido
identificado como correo del Zar! ¡Un destacamento de
caballería, lanzado en su persecución no podia
dejar de cortarle la ruta! Y, ¡supremo dolor!, ¡su
madre estaba en manos de los tártaros y el cruel Ivan
Ogareff se vanagloriaba de que la haría hablar cuando
quisiera!

Miguel Strogoff sabía perfectamente que la
enérgica siberiana no hablaría nunca y eso le
costaría la vida.

No creía ya que pudiera odiar a Ivan Ogareff
más de lo que lo había odiado hasta aquel instante,
pero, sin embargo, una nueva oleada de odio le subió al
corazón.

¡El infame que había traicionado a su
país, amenazaba ahora con torturar a su madre!

Los dos oficiales continuaron conversando y Miguel
Strogoff creyó entender que en los alrededores de Kolyvan
era inminente un enfrentamiento entre las tropas tartaras y las
moscovitas, que habían llegado procedentes del
norte.

Un pequeño cuerpo del ejército ruso,
compuesto por unos dos mil hombres, había aparecido sobre
el curso inferior del Obi, dirigiéndose hacia Tomsk a
marchas forzadas.

Si era cierto, este cuerpo de tropas gubernamentales iba
a encontrarse con el grueso de las fuerzas de Féofar-Khan
y sería inevitablemente aniquilado, quedando toda la ruta
de Irkutsk en poder de los invasores.

En cuanto a lo que se refería a él mismo,
por algunas palabras del pendja-baschi, Miguel Strogoff
supo que habían puesto precio a su
cabeza y que se había dado orden de capturarlo, vivo o
muerto.

Tenía, pues, necesidad imperiosa de adelantar al
destacamento de jinetes usbecks sobre la ruta de Irkutsk y dejar
de por medio el río Obi. Pero para ello era necesario huir
antes de que levantaran el campamento.

Tomada esta resolución, Miguel Strogoff se
preparó para ejecutarla.

El alto en el camino del destacamento no podía
prolongarse mucho porque el pendja-baschi no tenía
intención de permitir a sus hombres más de una hora
de descanso, aunque sus caballos no pudieran ser cambiados en
Omsk por otros de refresco y debían de estar, por tanto,
tan fatigados como el de Miguel Strogoff, por las mismas razones
de tan largo viaje.

No había, pues, ni un instante que
perder.

Era la una de la madrugada y necesitaba aprovechar la
oscuridad de la noche, que pronto sería invadida por las
luces del alba, para abandonar el bosquecillo y lanzarse de nuevo
sobre la ruta.

Pero aunque le favoreciera la noche, el éxito
de la huida, en aquellas condiciones, parecía casi
imposible.

Miguel Strogoff no quería dejar ningún
cabo suelto. Tomó el tiempo necesario para reflexionar y
sopesar minuciosamente los factores que tenía en contra
con el fin de mejorar las condiciones a su favor.

De la disposición del terreno sacó las
siguientes conclusiones: no podía escapar por la parte de
atrás del soto, formado por un arco de maleza cuya cuerda
era el camino principal; el curso de agua que rodeaba este arco
era, no solamente profundo, sino bastante ancho y muy fangoso;
grandes matas de juncos hacían absolutamente impracticable
el paso de este curso; bajo aquellas turbias aguas se
presentía un fondo cenagoso sobre el que los pies no
podían encontrar ningun punto de apoyo; además,
más allá del curso de agua, el suelo estaba
cubierto de matorrales y difícilmente se prestaba a las
maniobras de una rápida huida; una vez dada la alarma,
Miguel Strogoff sería perseguido tenazmente y pronto
rodeado, cayendo irremisiblemente en manos de los jinetes
tártaros.

No había, pues, mas que un camino practicable;
uno sólo, y éste era la gran ruta.

Lo que Miguel Strogoff debía intentar era llegar
hasta ella rodeando el lindero del bosque y, sin llamar la
atención, franquear un cuarto de versta antes de ser
descubierto, pidiendo a su caballo que empleara lo que le quedaba
de energía y vigor y que no cayera muerto de agotamiento
antes de llegar a la orilla del Obi; después, bien con una
barca, o a nado si no había ningún otro medio de
transporte, atravesar este importante río.

Su energía y su coraje se decuplicaban cuando se
encontraba cara al peligro. Con aquella huida iba su vida, la
misión que se le había encomendado, el honor de su
país y puede que la salvación de su propia
madre.

No podía dudar y puso manos a la obra.

El tiempo apremíaba porque ya se producían
ciertos movimientos entre los hombres del destacamento. Algunos
jinetes iban y venían por el camino, frente al lindero del
bosque; otros estaban todavía echados al pie de los
árboles, pero los caballos iban reuniéndose poco a
poco en la parte central del soto.

Miguel Strogoff tuvo, en principio, la intención
de apoderarse de algunos de aquellos caballos, pero se dijo, con
razón, que debían de estar tan cansados como el
suyo y que, por tanto, más valía confiar en
éste, que tan seguro era y tan buenos servicios le
había prestado hasta aquel momento.

El enérgico animal, escondido tras altas malezas
de brezo, había escapado a las miradas de los jinetes
usbecks, ya que éstos no se habían adentrado hasta
el límite extremo del bosquecillo.

Miguel Strogoff, deslizándose sobre la hierba, se
aproximó a su caballo, que estaba acostado sobre el suelo.
Le acarició con la mano y le habló con dulzura para
hacer que se levantara sin ruido alguno.

En aquel momento se produjo una circunstancia favorable:
las antorchas, completamente consumidas, se apagaron, y la
oscuridad se hizo aún mas profunda, sobre todo en aquellos
lugares que estaban cubiertos de maleza.

Después de ponerle el bocado al caballo,
aseguró la cincha de la silla, apretó la correa de
los estribos y comenzó a llevar al caballo de la brida con
toda lentitud.

El inteligente animal, como si hubiera comprendido lo
que de él se esperaba, siguió a su dueño
dócilmente, sin que se le escapase el más ligero
relincho, pese a lo cual, algunos caballos usbecks, levantaron
sus cabezas y se dirigieron, poco a poco, hacia los linderos de
la espesura.

Miguel Strogoff llevaba su revólver en la mano
derecha, presto a volarle la cabeza al primer jinete
tártaro que se le aproximara. Pero, afortunadamente, no
fue dada la alarma y pudo alcanzar el ángulo que formaba
el bosque por la parte derecha, encontrándose de nuevo
sobre el duro suelo de la ruta.

La intención de Miguel Strogoff, para evitar ser
visto, era no montar sobre el caballo hasta que se encontrara a
una prudente distancia de la espesura; cuando hubiese conseguido
llegar a una curva del camino que se encontraba a unos doscientos
pasos de allí.

Desgraciadamente, en el momento en que Miguel Strogoff
iba a franquear el lindero del bosque, el caballo de alguno de
los jinetes, al olfatearlo, relinchó y se lanzó al
galope por el camino.

Su propietario se precipitó en su seguimiento
para detenerle, pero al percibir una silueta que se destacaba con
las primeras luces del amanecer, gritó:

-¡Alerta!

Al oír este grito, todos los hombres del
destacamento se precipitaron sobre sus caballos para lanzarse a
la ruta. Miguel Strogoff no tuvo más remedio que montar y
lanzarse a todo galope.

Los dos oficiales se pusieron a dar órdenes,
gritando y arengando a sus hombres, pero en aquel momento el
correo del Zar ya había iniciado su carrera.

Se oyó entonces una detonación y Miguel
Strogoff sintió que una bala atravesaba su
pelliza.

Sin volver la cabeza ni responder al ataque, picó
espuelas y, franqueando el lindero del bosquecillo de un
formidable salto, se lanzó a rienda suelta en
dirección al Obi.

Los caballos de los jinetes usbecks estaban
desensillados y podía, por tanto, tomar una cierta ventaja
sobre sus perseguidores; pero no podían tardar mucho en
lanzarse tras sus pasos. Efectivamente, menos de dos minutos
después de haber abandonado el bosquecillo, oyó el
galope de varios caballos que, poco a poco, iban ganando
terreno.

La luz del alba comenzaba a clarear el día y los
objetos se hacían visibles en un radio
mayor.

Miguel Strogoff, volviendo la cabeza, se
apercibió de que un jinete se le iba acercando
rápidamente.

Se trataba del deh-baschi. Este oficial, contando
con un magnífico caballo, iba a la cabeza de los
perseguidores y amenazaba con alcanzar al fugitivo.

Sin pararse, Miguel Strogoff dirigió hacia
él su revólver y mirándole sólo un
instante, con pulso seguro, apretó el gatillo.

El oficial usbeck, alcanzado en pleno pecho, rodó
por el suelo.

Pero los otros jinetes le seguían de cerca y, sin
prestar atención al estado del
deh-baschi, excitados por sus propias vociferaciones,
hundiendo las espuelas en los flancos de sus caballos, iban
acortando poco a poco la distancia que les separaba de Miguel
Strogoff.

Durante una media hora, sin embargo, el correo del Zar
pudo mantenerse fuera del alcance de las armas tártaras,
pero notaba que su caballo se agotaba por momentos y, a cada
instante, temía que tropezara con cualquier
obstáculo y cayera para no levantarse
más.

El día era ya bastante claro, aunque el sol no
había aparecido por encima del horizonte.

A una distancia de poco más de dos verstas, se
distinguía una pálida línea bordeada por
árboles bastante espaciados entre sí. Era el Obi,
que discurría de sudoeste a noreste casi al mismo nivel
del suelo, cuyo valle estaba formado por la misma estepa
siberiana.

Los jinetes tártaros dispararon varias veces sus
fusiles contra Miguel Strogoff, pero sin alcanzarle, y varias
veces también el correo del Zar se vio obligado a
descargar su revólver contra algunos de los jinetes que se
acercaban demasiado a él. Cada vez que su revólver
vomitó fuego, un usbeck rodó por el suelo, en medio
de los gritos de rabia de sus compañeros.

Pero esta persecución no podía acabar
más que con desventaja para Miguel Strogoff, porque su
caballo estaba ya reventado.

Sin embargo, consiguió llevar a su jinete hasta
la orilla del río.

Sobre el Obi, absolutamente desierto, no había
una sola barca ni un transbordador que le pudiera servir para
atravesar la corriente.

Valor, mi buen
caballo! -gritó Miguel Strogoff-. ¡Vamos! ¡Un
último esfuerzo!

Y se precipitó al río, que en aquel lugar
debía de tener una media versta de anchura.

Aquella corriente tan rápida era extremadamente
difícil de remontar y el caballo de Miguel Strogoff no
hacía pie en ninguna parte. Sin ningún punto de
apoyo, no había más remedio que atravesar a nado
aquellas aguas, tan rápidas como las de un torrente.
Afrontarlas era, por parte de Miguel StrogOff, un verdadero
alarde de valor.

Los jinetes se habían parado en la orilla,
dudando en adentrarse en la corriente.

En ese momento, el pendja-baschi, tomando su
fusil, miro con rencor al fugitivo, que se encontraba ya en medio
de la corriente, y disparo contra él.

El caballo de Miguel Strogoff, herido en un flanco, se
hundió bajo su dueño.

Éste no tuvo más que el tiempo justo de
desembarazarse de los estribos en el mismo momento en que el
pobre animal desaparecía bajo las aguas del río.
Después, sumergiéndose para evitar la lluvia de
balas que hendían el agua a su
alrededor, consiguió llegar a la orilla derecha del
río, desapareciendo entre los cañaverales que
crecían en la margen del Obi.

 

17

VERSOS Y CANCIONES

Miguel Strogóff se encontraba ya relativamente
seguro, aunque su situación continuaba siendo
terrible.

Ahora que aquel valiente animal que tan fielmente le
había servido acababa de encontrar la muerte
entre las aguas del río, ¿cómo podría
él continuar el viaje?

Tenía que proseguir a pie, sin víveres, en
un país arruinado por la invasión, batido por los
exploradores del Emir y encontrándose todavía a una
distancia considerable del final de su viaje.

-¡Por el Cielo! -gritó, haciendo
desaparecer todas las razones de desánimo que acababan de
embargar su espíritu-. ¡Llegaré! ¡Dios
proteja a la santa Rusia!

Miguel Strogoff se encontraba entonces fuera del alcance
de los jinetes tártaros.

Éstos no se habían atrevido a perseguirle
a través del río y, por tanto, debían de
creer que se había ahogado porque, tras su
desaparición bajo las aguas, no habían podido verle
llegar a la orilla derecha del Obi.

Pero el correo del Zar, deslizándose entre los
gigantescos cañaverales de la orilla, había
alcanzado la parte más elevada de la margen, aunque con
muchas dificultades, ya que un espeso limo depositado durante la
época de los desbordamientos de las aguas la hacía
poco practicable.

Una vez sobre terreno más sólido, Miguel
Strogoff se paró para meditar lo que le convenía
hacer.

Lo que quería, en primer lugar, era evitar la
localidad de Tomsk, ocupada por los tártaros, no obstante,
le era preciso llegar a algún caserío o alguna casa
de postas para agenciarse algún caballo. Una vez en
posesión del animal, se lanzaría fuera de los
caminos controlados por las fuerzas tártaras y no
volvería a recuperar la ruta de Irkutsk hasta llegar a los
alrededores de Krasnoiarsk.

A partir de este punto, si se apresuraba, podía
aún encontrar el camino libre y descender hacia el sudeste
por las provincias del lago Balkal.

A continuación, Miguel Strogoff comenzó a
buscar una orientación.

Dos verstas más adelante, siguiendo el curso del
Obi, se veía una pequeña ciudad, pintorescamente
elevada sobre un ligero promontorio del suelo, y algunas iglesias
con cúpulas bizantinas, pintadas de verde y oro,
perfilaban sus siluetas sobre el fondo gris del cielo.

Era Kolyvan, adonde iban a refugiarse durante el verano
los funcionarios y empleados de Kamsk y otras ciudades, para huir
del clima malsano de
la Baraba.

Kolyvan, según las noticias que el correo del Zar
había podido conseguir, no debía de estar
aún en manos de los invasores. Las tropas tártaras,
divididas en dos columnas, habíanse dirigido por la
izquierda hacia Omsk y por la derecha hacia Tomsk, descuidando la
parte del país que quedaba entre ambas.

El propósito, simple y lógico, de Miguel
Strogoff, era llegar a Kolyvan antes que los jinetes
tártaros, que, remontando la orilla izquierda del Obi,
hubieran alcanzado la ciudad. Allí, pagando diez veces su
valor, se procuraría nuevas ropas y un caballo y
volvería sobre la ruta de Irkutsk, a través de la
estepa meridional.

Eran las tres de la madrugada y los alrededores de
Kolyvan, en una calma absoluta, parecían completamente
abandonados.

Evidentemente, la población campesina, huyendo de
los invasores, a los que no podían oponerse, habían
emigrado hacia el norte, refugiándose en las provincias
del Yeniseisk.

Miguel Strogoff se dirigía a paso rápido
hacia Kolyvan, cuando llegaron hasta él lejanas
detonaciones.

Se paró, distinguiendo netamente unos sordos
ruidos que atravesaban las capas de la atmósfera y una
crepitación cuyo origen no podía escapársele
al correo del Zar.

-¡Son cañones! ¡Y descargas de
fusilería! -se dijo-. ¿El pequeño cuerpo de
ejército ruso se enfrenta ya con los tártaros?
¡Quiera el Cielo que llegue antes que ellos a
Kolyvan!

Miguel Strogoff no se equivocaba.

Muy pronto se fue acentuando poco a poco el ruido de las
detonaciones, y tras él, sobre la parte izquierda de
Kolyvan, los vapores se condensaban por encima del horizonte; y
no eran nubes de humo, sino las grandes columnas blanquecinas muy
claramente perfiladas que producen las descargas de
artillería.

Sobre la izquierda del Obi, los jinetes usbecks que
perseguían a Miguel Strogoff se detuvieron a esperar el
resultado de la batalla entre aquellas desiguales
fuerzas.

Por esta parte, Miguel Strogoff no tenía nada que
temer, de manera que apresuró su marcha hacia la
ciudad.

Sin embargo, las detonaciones se intensificaban,
aproximándose sensiblemente. No se trataba de un ruido
confuso, sino de cañonazos disparados uno tras otro. Al
mismo tiempo la humareda, empujada por el viento, se elevaba en
el aire, haciendo evidente que los combatientes se desplazaban
con rapidez hacia el sur.

Kolyvan iba a ser, con toda seguridad,
atacada por su parte septentrional.

Pero ¿intentaban las tropas rusas defenderla
contra los tártaros o, por el contrario, lo que
pretendían era recuperarla porque estaba en manos de las
fuerzas de Féofar-Khan?

Era imposible saberlo, y ello sumergía a Miguel
Strogoff en un mar de dudas.

No se encontraba más que a una media versta de
Kolyvan cuando una gran llamarada se produjo entre las casas de
la ciudad y el campanario de una iglesia se
derrumbó en medio de un torrente de polvo y
llamas.

¿Se desarrollaba la batalla dentro del mismo
Kolyvan?

Así debió de creerlo Miguel Strogoff y,
siendo evidente que rusos y tártaros estaban
batiéndose por las calles de la ciudad, se detuvo un
instante.

¿No era mejor, aunque tuviera que ir a pie,
dirigirse hacia el sur y el este, llegar a cualquier pueblecito,
como Diachinsk, u otro cualquiera, y agenciarse allí a
cualquier precio un caballo?

Era la única salida que tenía y,
enseguida, abandonando la orilla del Obi, Miguel Strogoff se
dirigió rapidamente hacia la derecha de la ciudad de
Kolyvan.

En ese momento, las detonaciones eran extremadamente
violentas. Muy Pronto las llamas se elevaron por encima de la
parte izquierda de la ciudad y el incendio devoraba todo un
barrio.

Miguel Strogoff corría a través de la
estepa, buscando la protección de los árboles
diseminados por el campo, cuando un destacamento de
caballería tártara apareció por la
derecha.

Era evidente que no podía continuar huyendo en
aquella dirección, porque los jinetes avanzaban
rapidamente hacia la ciudad y le hubiera sido imposible
escapar.

De pronto, en un ángulo de un frondoso grupo de
árboles, vio una casa aislada, a la cual le era posible
llegar antes de ser descubierto.

Miguel Strogoff, pues, no tenía otra cosa que
hacer mas que correr, esconderse, y pedir que le proporcionaran
algún alimento, pues sus fuerzas estaban agotadas y
tenía necesidad de reponerlas.

Se dirigió precipitadamente hacia la casa, que
estaba a una media versta de distancia, y al aproximarse la
identificó como una estación telegráfica.
Dos cables se extendían en dirección oeste-este y
un tercero estaba tendido hacia Kolyvan.

Era de suponer que, en aquellas circunstancias, la
estación estaría abandonada, pero al menos Miguel
Strogoff podría refugiarse en ella y esperar la
caída de la noche, si no tenía más remedio,
para lanzarse de nuevo a través de la estepa, batida por
los exploradores tártaros en toda su
extensión.

Lanzose, pues, hacia la puerta, abriéndola de un
violento empujón.

Sólo una persona se
hallaba en la sala donde se hacían las transmisiones
telegráficas.

Era un empleado calmoso, flemático, indiferente a
todo cuanto sucedía fuera de allí. Fiel a su
estación, esperaba detrás de su ventanilla a que el
público llegase a solicitar sus servicios.

Miguel Strogoff, al verlo, corrió hacia
él, preguntándole con voz apagada por la
fatiga:

-¿Qué sabe usted?

-Nada -respondió el empleado,
sonriendo.

-¿Son los rusos y los tártaros quienes
combaten?

-Eso se dice.

-Pero ¿quiénes son los
vencedores?

-Lo ignoro…

Tanta tranquilidad en medio de aquellas terribles
circunstancias, tanta indiferencia, apenas podía
creerse.

-¿No está cortada la
comunicación? -preguntó Miguel
Strogoff.

-Está cortada entre Kolyvan y Krasnoiarsk, pero
todavía funciona entre Kolyvan y la frontera
rusa.

-¿Para el Gobierno?

-Para el Gobierno cuando lo juzga conveniente. Para el
público cuando paga… Son diez kopeks por palabra. Cuando
quiera, señor…

Miguel Strogoff iba a gritarle a este extraño
empleado que él no tenía ningún mensaje que
transmitir, que no pedía más que un poco de pan y
agua, cuando la puerta de la casa se abrió
violentamente.

Miguel Strogoff, creyendo que la estación
había sido invadida por los tártaros, se
apresuró a saltar por la ventana, cuando vio que en la
sala solamente habían entrado dos hombres que no
tenían ninguna semejanza con los soldados
tártaros.

Uno de ellos llevaba en la mano un despacho escrito a
lápiz y, adelantándose al otro, se precipitó
hacia la ventanilla del impasible empleado de telégrafos.

En aquellos dos hombres Miguel Strogoff
reconoció, con la sorpresa que es de suponer, a los dos
personajes en quienes menos pensaba y a los que no creía
encontrar ya nunca más.

Eran los corresponsales Harry Blount y Alcide Jolivet,
que ya no eran compañeros de viaje, sino enemigos, ahora
que operaban sobre el campo de batalla.

Habían salido de Ichim solamente unas horas
después de la partida de Miguel Strogoff, y si
habían llegado a Kolyvan antes que él era porque
había perdido tres días a orillas del
Irtyche.

Ahora, después de haber presenciado ambos la
batalla que acababan de librar rusos y tártaros frente a
la ciudad, saliendo de Kolyvan en el momento en que la lucha se
extendía por sus calles, se habían precipitado
hacia la estación telegráfica, con el fin de enviar
a Europa sus
mensajes rivales, disputándose uno al otro la
primacía de los acontecimientos.

Miguel Strogoff se apartó de en medio,
retirándose a un rincón en sombras, desde donde,
sin ser visto, podría escuchar, porque era evidente que
los periodistas le proporcionarían noticias que le eran
necesarias para saber si debía entrar en Kolyvan o
no.

Harry Blount, más rápido que su colega,
había tomado posesión de la ventanilla y
tendía su mensaje al empleado, mientras Alcide Jolivet,
contrariamente a su costumbre, pateaba de impaciencia.

-Son diez kopeks por palabra -dijo el empleado al tomar
el despacho del inglés.

Harry Blount depositó sobre el pequeño
mostrador un puñado de rublos, bajo la mirada estupefacta
de su colega.

-Bien -dijo el empleado.

Y con la mayor sangre fría del mundo,
comenzó a telegrafiar el siguiente despacho:

Daily Telegraph, Londres.

De Kolyvan, gobierno de Omsk, Siberia, 6 de
agosto.

Enfrentamiento de las tropas rusas y
tártaras…

Esta lectura era
hecha en alta voz, por lo que Miguel Strogoff oyó
perfectamente lo que el corresponsal inglés
transmitía a un periódico
londinense.

Tropas rusas rechazadas con grandes pérdidas.
Tártaros entrado hoy mismo en Kolyvan…

Con estas palabras terminaba el mensaje.

-¡Me toca a mí ahora! -gritó Alcide
Jolivet, que quería transmitir el despacho dirigido a su
prima en el faubourg Montmartre.

Pero el periodista inglés no tenía
intención de abandonar la ventanilla, para poder ir
transmitiendo las noticias a medida que se desarrollaban los
acontecimientos. Por tanto, no cedió el sitio a su
colega.

-¡Pero usted ya ha terminado! -gritó Alcide
Jolivet.

-No he terminado aún -respondió
tranquilamente Harry Blount.

Y continuó escribiendo una serie de frases que
iba entregando al empleado con toda rapidez, mientras leía
en voz alta sin perder su impasibilidad.

Al principio, Dios creó el Cielo y la
Tierra…

Harry Blount telegrafiaba los versículos de la
Biblia, para dejar pasar el tiempo sin tener que ceder el sitio a
su rival. Aquello costaría a su periódico sus
buenos millares de rublos, pero seria el primero en estar
informado de los acontecimientos. ¡Que esperase Francia!

Se concibe el furor de Alcide Jolivet, que en cualquier
otra circunstancia hubiera encontrado que aquélla era una
buena jugada, pero en aquella ocasión incluso
quería obligar al empleado de telégrafos a aceptar
su mensaje, con preferencia al de su colega.

-El señor está en su derecho
-respondió tranquilamente el empleado, señalando a
Harry Blount y sonriendo con aires de la mayor
amabilidad.

Pero continuó transmitiendo al Daily
Telegraph los primeros versículos de las Sagradas
Escrituras.

Mientras el empleado operaba, Harry Blount se acercaba
tranquilamente a la ventana y observaba con los prismaticos
cuanto ocurría en los alrededores de Kolyvan, con el fin
de completar sus informaciones.

Dos iglesias están ardiendo. El incendio
pa-

rece extenderse hacia la derecha. La Tierra
era

informe y estaba desnuda; las tinieblas
cubrían

la faz del abismo…

Alcide Jolivet sentía un feroz deseo de
estrangular al honorable corresponsal del Daily
Telegraph.

Interpeló nuevamente al empleado, el cual,
siempre impasible, le respondió:

-Está en su derecho, señor… Está
en su derecho… A diez kopeks por palabra.

Y telegrafió la siguiente noticia que le fue
facilitada por Harry Blount:

Fugitivos rusos huyen de la ciudad. Y Dios
dijo:

hágase la luz. Y la luz fue
hecha…

Alcide Jolivet estaba literalmente rabiando.

Mientras tanto, Harry Blount había vuelto junto a
la ventana, pero esta vez, distraído sin duda por el
interés
del espectáculo que tenía ante sus ojos,
prolongó su observación demasiado tiempo y cuando el
empleado de telégrafos hubo transmitido el tercer
versículo de la Biblia, Alcide Jolivet se apresuró
a llegar hasta la ventanilla, sin hacer ruido y, tal como
había hecho su colega, después de depositar
nuevamente un respetable fajo de rublos sobre la tablilla,
entregó su despacho, el cual el empleado leyó en
voz alta:

Madeleine Jolivet,

10, Faubourg-Montmartre
(París)

De Kolyvan, gobierno de Omsk, Siberia, 6 de
agosto.

Fugitivos huyendo de la ciudad. Rusos derrotados.
Persecución encarnizada de la caballería
tártara…

Y cuando Harry Blount volvió de la ventana,
oyó a Alcide Jolivet que completaba su telegrama,
tarareando con voz burlona:

Hay un hombrecito,

vestido todo de gris,

en París…

Pareciéndole una irreverencia el mezclar lo
sagrado con lo profano, como había hecho su colega, Alcide
Jolivet sustituía los versículos de la Biblia por
un alegre refrán de Beranger.

-¡Ah! -gritó Harry Blount.

-Es la vida… -respondió Alcide
Jolivet.

Mientras tanto, la situación se agravaba en los
alrededores de Kolyvan. La batalla se aproximaba y las
detonaciones estallaban con extrema violencia.

En aquel momento, una explosión conmocionó
la estación telegráfica; un obús acababa de
hacer impacto en uno de los muros, derribándolo en medio
de nubes de polvo que invadieron la sala de
transmisiones.

Alcide Jolivet acababa entonces de escribir sus
versos:

rechoncho como una manzana,

que, sin contar con un ochavo…

pero se paró, se precipitó sobre un
obús y, tomándolo con las dos manos, lo
lanzó por la ventana antes de que estallase, volviendo
tranquilamente a ocupar su sitio delante de la ventanilla.
Ésta fue tarea que realizó en cuestión de
segundos.

Cinco segundos más tarde, el obús
estalló fuera de la estación
telegráfica.

Pero, continuando transmitiendo su mensaje con la mayor
sangre fría del mundo. Alcide Jolivet
escribió:

Obús del seis ha hecho saltar la pared de
la

estación telegráfica. Esperamos otros
del mismo

calibre…

Para Miguel Strogoff no existía ninguna duda de
que los rusos habían sido derrotados por los
tártaros. Su último recurso era, pues, lanzarse a
través de la estepa meridional.

Pero en aquel momento se oyó una terrible
descarga de fusilería, disparada de muy cerca de la
estación telegráfica, y una lluvia de balas hizo
añicos los cristales de la ventana.

Harry Blount, herido en la espalda, se
desplomó.

Alcide Jolivet iba, en aquel momento, a transmitir una
noticia suplementaria:

Harry Blount, corresponsal del Daily Telegraph,
caído a mi lado, herido por casco de
metralla..
.

cuando el impasible empleado le dijo con su inalterable
calma:

-Señor, la comunicación está
cortada.

Y, abandonando su ventanilla, tomó tranquilamente
su sombrero, limpiándolo con la manga y, siempre
sonriente, salió por una pequeña puerta que Miguel
Strogoff no había visto.

La estación telegráfica fue entonces
invadida por soldados tártaros, sin que el correo del Zar
ni los periodistas tuvieran tiempo de batirse en
retirada.

Alcide Jolivet, con su inútil mensaje en la mano,
se había precipitado hacia Harry Blount, tendido en el
suelo y, con todo su noble coraje, lo había cargado sobre
su espalda, con la intención de salir huyendo con su
compañero.

¡Pero era ya demasiado tarde!

Ambos cayeron prisioneros y, al mismo tiempo que ellos,
Miguel Strogoff, sorprendido de improviso en el momento en que
iba a saltar por la ventana, cayó en manos de los
tártaros.

SEGUNDA PARTE

1

UN CAMPAMENTO TÁRTARO

A una jornada de camino de Kolyvan, algunas verstas
más allá de la aldea de Diachinsk, se extiende una
vasta planicie que dominan algunos árboles gigantescos,
principalmente pinos y cedros.

Esta parte de la estepa está ordinariamente
ocupada, durante la estación estival, por pastores
siberianos, que encuentran en ella pasto suficiente para
alimentar a sus numerosos ganados; pero en estos días se
hubiera buscado vanamente uno solo de estos pobladores
nómadas de la estepa.

Esto no quería decir que la planicie estuviera
desierta. Por el contrario, presentaba una gran
animación.

Allí, efectivamente, se levantaban las tiendas de
las tropas tártaras; allí acampaba
Féofar-Khan, el feroz Emir de Bukhara, y allí era
adonde al día siguiente, 7 de agosto, habían sido
conducidos los prisioneros hechos por los tártaros en
Kolyvan, después del desastre sufrido por el
pequeño cuerpo de ejército ruso.

De aquellos cerca de dos millares de soldados rusos que
se habían enfrentado a las dos columnas enemigas, apoyadas
a la vez en Omsk y en Tomsk, no habían quedado con vida
más que unos pocos centenares.

Los acontecimientos iban, pues, de mal en peor, y el
gobierno imperial parecía estar verdaderamente
comprometido más allá de la frontera de los
Urales.

Momentáneamente, al menos, así era, pero
era de esperar que las tropas rusas respondieran, más
pronto o más tarde, a la agresión de aquellas
hordas invasoras.

De todas formas, la invasión había ya
alcanzado el centro de Siberia y, a través de las comarcas
sublevadas, iba a extenderse, bien a las provincias del este,
bien a las del oeste. Irkutsk estaba ahora aislada y cortadas
todas las comunicaciones
con Europa. Si las fuerzas de los gobiernos de Amur y de la
provincia de Irkutsk no llegaban a tiempo para reforzar a su
reducida e insuficiente guarnición, esta capital de la
Rusia asiática caería irremisiblemente en manos de
los tártaros y, antes de que hubiera podido ser
recuperada, el Gran Duque, hermano del Emperador, habría
sido víctima de la venganza de Ivan Ogareff.

¿Qué había sido de Miguel Strogoff?
¿Había al fin sucumbido bajo el peso de las
pruebas por
las que había atravesado? ¿Se daba por vencido ante
la serie de desgracias que le habían ido siempre
persiguiendo después de su aventura en Ichim?
¿Consideraba perdida la partida, fallída su
misión y en la imposibilidad de cumplir la orden que le
habían encomendado sus superiores?

Miguel Strogoff era uno de esos hombres que no se
detienen mientras les quede vida.

Por el momento aún vivía y no había
sido herido, conservaba la carta imperial y no había sido
descubierta su identidad. Se encontraba, sin duda, entre aquella
innumerable cantidad de prisioneros a los que los tártaros
arrastraban tras de sí como si se tratase de un vil
rebaño; pero, al aproximarse a Tomsk, se iba
también acercando a Irkutsk y, fuera como fuese, iba
siempre por delante de Ivan Ogareff.

«¡Llegaré! », se
repetía.

Y desde los acontecimientos de Kolyvan, toda su vida
estaba concentrada en este único pensamiento: ¡Verse
libre!

¿Cómo escaparía, sin embargo, de
los soldados del Emir? Cuando llegase el momento, ya
vería.

El campamento de Féofar-Khan presentaba un
soberbio espectáculo. Innumerables tiendas, hechas de
piel, de fieltro o de tela de seda, brillaban bajo los rayos del
sol. Los altos penachos que coronaban sus conicas cúpulas,
se balanceaban entre una nube de gallardetes y estandartes
multicolores. De entre estas tiendas, las más ricas
pertenecían a los seides y a los khodjas,
que son los personajes mas importantes del khanato. Un
pabellón especial, adornado con una cola de caballo cuyo
mástil sobresalía por encima de una serie de palos
pintados de rojo y blanco, artísticamente conjuntados,
indicaban el alto rango de los jefes tártaros.
Extendiéndose hasta el infinito se levantaban millares de
tiendas turcorromanas, que reciben el nombre de karaoy y
que habían sido transportadas a lomo de
camellos.

El campo contenía al menos ciento cincuenta mil
soldados, entre infantes y jinetes, reunidos bajo la
denominación común de alamanos.

Entre ellos, y como tipos mas principales del
Turquestán, distingulanse inmediatamente aquellos tadjiks
de regulares rasgos, piel blanca, estatura elevada y ojos y
cabellos negros que constituían el grueso del
ejército tártaro y cuyos khanatos de Khokhand y
Kunduze, de donde eran oriundos, habían aportado un
contingente casi igual que el de Bukhara. Entre estos tadjiks se
mezclaban otros componentes de las diversas razas que residen en
el Turquestán, o que son originarios de los países
lindantes, estos otros hombres eran usbecks, de baja estatura y
pelo rojizo, semejantes a los que se habían lanzado en
persecución de Miguel Strogoff, kirguises, de rostro
achatado como el de los kalmucos, revestidos con cotas de malla,
armados unos con lanza, arco y flechas de fabricación
asiática y otros con un sable, fusil de mecha y el
tchakan, pequeña hacha de mango corto cuya herida
es siempre mortal.

Había mongoles de talla mediana, cabellos negros
y atados en una trenza que les caía sobre la espalda, cara
redonda, tez curtida, ojos hundidos y vivos y
barbilampiños, que vestían ropas de mahón
azul guarnecidas con piel negra, ajustadas al cuerpo mediante
cinturones de cuero con hebilla de plata, calzados con botas
adornadas con vistosas trencillas y cuya cabeza cubrían
con gorros de seda, adornados con tres cintas que ondeaban tras
ellos.

Por último, veíanse también a los
afganos, de piel curtida, árabes de tipo primitivo de las
bellas razas semíticas, y turcomanos, a cuyos ojos
parecían faltarles los párpados. Todo este
conglomerado estaba alistado bajo la bandera del Emir; bandera de
los incendiarios y devastadores.

Además de estos soldados libres, había
también un cierto numero de soldados esclavos,
principalmente persas, que iban mandados por oficiales del mismo
origen y que, ciertamente, no eran los menos estimados en el
ejército de Féofar-Khan.

Aparte de todos estos soldados, había numerosos
judíos
encargados de los servicios domésticos, que llevaban la
ropa ceñida al cuerpo con una cuerda y cubrían su
cabeza con pequeños bonetes de paño oscuro, porque
tenían prohibido llevar el clásico turbante.
Mezclados con todos estos grupos de
hombres, había unos centenares de los llamados
kalendarios, especie de religiosos mendicantes, que
vestían ropas hechas jirones, recubiertas con pieles de
leopardo.

Con esta descripcion se puede tener una idea bastante
completa de la enorme aglomeración de tribus diversas,
todas ellas comprendidas bajo la denominación de
ejército tártaro.

Cincuenta mil de esos soldados iban a caballo y los
animales no ofrecían una menor variedad que los hombres.
Entre ellos, sujetos de diez en diez a dos cuerdas paralelas, con
la cola atada y la grupa cubierta por una red de seda negra,
distinguíanse los caballos turcomanos, de patas finas,
cuerpo largo, pelo brillante y cuello elegante; los usbecks, que
son bestias de gran resistencia; los
khokhandianos, que transportan, además del jinete, dos
tiendas y toda una batería de cocina; los kirguises, de
colores claros, llegados de las orillas del río Emba,
donde son cazados a lazo por los tártaros, lazo que recibe
el nombre de arcane; y muchos otros, producto de
los cruces de razas, que eran de menor calidad.

Las bestias de carga contábanse por millares.
Eran camellos de pequeña talla, pero bien constituidos,
pelo largo y crin espesa cayéndoles sobre el cuello;
animales dóciles y mucho más fáciles de
aparejar que el dromedario; nars de una sola jiba, de
pelaje rojo como el fuego, ensortijado en forma de bucles, y
asnos, rudos para el trabajo,
cuyas carnes son muy estimadas por los tártaros y forman
parte de su alimentación.

Sobre todo aquel conjunto de hombres y bestias; sobre
toda aquella inmensa aglomeración de tiendas, grandes
grupos de pinos y cedros proyectaban una sombra fresca,
atravesada aquí y allá por algunos rayos de sol.
Nada más pintoresco que aquel cuadro, en cuya
realización el más violento de los coloristas
hubiera empleado todos los colores de su paleta.

Cuando los prisioneros que los tártaros hicieron
en Kolyvan llegaron frente a las tiendas de Féofar-Khan y
de los grandes dignatarios del khanato, los tambores se pusieron
a batir, extendiendo sus sones por todo el campamento. Sonaron
las trompetas y a estos sonidos, ya de por sí
ensordecedores, se mezclaron las descargas de fusilería y
de los cañones del calibre cuatro y seis, con sus graves
detonaciones, que formaban la artillería del
Emir.

La instalación de Féofar-Khan era
puramente militar, pues lo que pudiéramos llamar su casa
civil, su harén y el de sus aliados, había sido
instalado en Tomsk, ahora ya en poder de los
tártaros.

Una vez levantado el campo, Tomsk iba a convertirse en
la residencia del Emir hasta el momento en que pudiera
trasladarse a la capital de la Siberia oriental.

La tienda de Féofar-Khan dominaba a las vecinas.
Revestida de amplias cortinas de brillante seda, suspendidas de
cordones con borlas de oro, y coronada con espesos penachos que
el viento agitaba, estaba situada en el centro de una amplia
planicie, cercada por una especie de valla de magníficos
abedules y gigantescos pinos.

Delante de la tienda había una mesa de laca con
incrustaciones de piedras preciosas, y abierto encima de ella
estaba el Corán, libro sagrado
de los musulmanes, cada una de cuyas hojas era una lámina
de oro finamente labrada. Esta maravillosa obra de arte ostentaba en
su cubierta el escudo tártaro en el que campeaban las
armas del Emir.

Alrededor de aquel espacio despejado, se elevaban en
semicírculo las tiendas de los altos funcionarios de
Bukhara. En ellas residía el jefe de la caballeriza, que
tenía el honor de seguir a caballo al Emir hasta la
entrada de su palacio; el halconero mayor; el huscbbegui,
portador del sello real; el toptschi-baschi, jefe supremo
de la artillería; el khodja, presidente del
Consejo, que recibe el beso del príncipe y puede
presentarse ante él sin cinturón; el
cheikh-ulislam, jefe de los ulemas, representante de los
sacerdotes; el cazi-askev, quien, en ausencia del Emir,
juzga todas las diferencias que se suscitan entre los militares
y, finalmente, el jefe supremo de los astrólogos, cuya
misión es consultar a las estrellas cada vez que el Khan
piensa trasladarse de un sitio a otro.

Cuando los prisioneros llegaron al campamento, el Emir
se encontraba en su tienda, pero no se dejó ver. Esta
circunstancia fue favorable, sin duda, porque una palabra suya,
un solo gesto, podía haber ocasionado una sangrienta
ejecución.

Féofar-Khan se mantuvo retirado, en aquel tipo de
aislamiento que forma parte del majestuoso rito de los monarcas
orientales, a quienes más se admira y sobre todo se teme,
cuanto menos se dejan ver.

En cuanto a los prisioneros, iban a ser encerrados en
cualquier lugar, maltratados, alimentados apenas y expuestos a
todas las inclemencias del tiempo, en espera de que
Féofar-Khan resolviera.

Entre todos aquellos desgraciados, Miguel Strogoff era
el más dócil y el más paciente. Se dejaba
conducir porque lo llevaban adonde él quería ir y
por supuesto, en mejores condiciones para su seguridad que si se
encontrara libre en el camino de Kolyvan a Tomsk. Escapar antes
de haber llegado a esta ciudad era exponerse a caer nuevamente en
manos de los invasores, que eran dueños de la estepa. El
límite más oriental ocupado hasta entonces por los
ejércitos enemigos no estaba situado más
allá del meridiano ochenta y dos, que pasa por Tomsk, y
por tanto, cuando el correo del Zar consiguiera franquear este
meridiano, contaba con estar fuera de la zona invadida, pudiendo
atravesar el Yenisei sin peligro llegando a Krasnoiarsk antes de
que Féofar-Khan invadiera la provincia.

«Una vez hayamos llegado a Tomsk -se
repetía continuamente Miguel Strogoff para reprimir
algunos movimientos de impaciencia que a menudo le asaltaban-, en
pocos minutos me pondré fuera del alcance de la vanguardia
tártara, y con solo doce horas que gane a
Féofar-Khan, serán doce horas ganadas
también a Ivan Ogareff, que me bastarán para llegar
antes que éste a Irkutsk.»

Lo que Miguel Strogoff temía, por encima de todo,
era encontrarse en presencia de Ivan Ogareff en el campamento
tártaro porque, además de que se exponía a
ser reconocido, presentía, por una especie de
intuición, que a quien más le interesaba tomar la
delantera era a aquel traidor. Comprendía, además,
que al reunirse las tropas de Ivan Ogareff con las de
Féofar-Khan, se completarían los efectivos del
ejército invasor y que, tan pronto como se llevase a cabo
esta reunión, todas las fuerzas enemigas marcharían
masivamente contra la capital de la Siberia oriental.

Todos sus temores estaban, por tanto, dirigidos hacia
ese lado y trataba de escuchar con toda atención para ver
si algún toque de trompeta anunciaba la llegada del
lugarteniente del Emir.

A estos pensamientos se unía el recuerdo de su
madre y de Nadia, prisionera una en Omsk y la otra transportada
sobre una de las barcas del Irtyche y, sin duda, ahora una
cautiva más, como Marfa Strogoff. ¡Y no podía
hacer nada por ellas! ¿Las volvería a ver
algún día? Ante esta pregunta, a la que no osaba
responderse, se le oprimía dolorosamente el corazón
a Miguel Strogoff.

Harry Blount y Alcide Jolivet habían sido
conducidos al campamento tártaro al mismo tiempo que
Miguel Strogoff y muchos otros prisioneros. Su compañero
de viaje en otros tiempos, hecho prisionero a la vez que ellos en
la estación telegráfica, sabía que estaban
encerrados, como él, en aquel estrecho recinto vigilado
por numerosos centinelas, pero no había hecho
intención de acercarse a ellos. En aquellos momentos, al
menos, le importaba muy poco lo que pudieran pensar de él
después de los sucesos de la parada de posta de Ichim. Por
otra parte, quería estar solo para obrar con entera
libertad en caso necesario, por lo que procuró mantenerse
retirado y permanecer a la escucha.

Alcide Jolivet, desde que su compañero
había caído herido a su lado, no había
cesado de prodigarle sus cuidados.

Durante el trayecto de Kolyvan hasta el campamento, es
decir, durante varias horas de marcha, Harry Blount, apoyado en
su rival, había podido seguir al convoy de
prisioneros.

Habían querido hacer valer su calidad de
súbditos francés e inglés, pero de nada les
sirvió frente a aquellos bárbaros que sólo
respondían con golpes de lanza o de sable.

El periodista inglés tuvo, pues, que seguir la
suerte de todos los demas y esperar a reclamar más tarde
para obtener satisfacciones sobre semejante trato.

El trayecto, de todas formas, fue doloroso para
él porque su herida le hacía sufrir y, sin la
asistencia de Alcide Jolivet puede que no hubiera podido llegar
al campamento.

El corresponsal francés, que no abandonaba nunca
su filosofía práctica, había reconfortado
física y
moralmente a su colega por medio de todos los recursos que
tenía a su alcance. Su primer cuidado, cuando se vio
definitivamente encerrado en el campamento, fue inspeccionar la
herida de Harry Blount, despojándole hábilmente de
las ropas que le molestaban y comprobando, afortunadamente, que
la metralla solamente había rozado la espalda, provocando
una herida superficial.

-No es nada -dijo-, una simple rozadura. Después
de dos o tres curas, querido colega, quedará como
nuevo.

-¿Pero, esas curas … ?

-Las haré yo mismo.

-¿Tiene usted algo de médico?

-¡Todos los franceses somos un poco
médicos!

Hecha esta afirmación, Alcide Jolivet
desgarró su pañuelo haciendo tiras con uno de los
pedazos y compresas con el otro, sacó agua de un pozo
situado en el centro del recinto, lavó la herida que, por
fortuna, no era grave y sujetó hábilmente las tiras
mojadas en el hombro de Harry Blount.

-Le curaré con agua -dijo-. Este líquido
es todavía el sedante más eficaz que se conoce para
el tratamiento de las heridas y el que más se emplea
ahora. ¡Los médicos han tardado seis mil años
en descubrir esto! ¡Sí! ¡Seis mil años,
en cifras redondas!

-Le estoy muy agradecido, señor Jolivet
-respondió Harry Blount, tendiéndose sobre un lecho
de hojas secas que, a modo de cama, le había preparado su
compañero.

-¡Bah! ¡No vale la pena! Usted, en mi lugar,
habría hecho lo mismo por mi.

-Yo no sé nada… -respondió un poco
ingenuamente Harry Blount.

-¡No bromee! ¡Todos los ingleses son
generosos!

-Sin duda, pero los franceses…

-Pues sí, los franceses son buenos; un poco
bestias, si usted quiere, pero se les disculpa porque son
franceses. Pero no hablemos de eso y, si quiere hacerme caso, no
hablemos de nada. El reposo le es ahora absolutamente
necesario.

Pero Harry Blount no tenía ningún deseo de
callarse. Si el herido debía, por prudencia, guardar
reposo, el corresponsal del Daily Telegraph no era
hombre que se
limitase sólo a escuchar.

-Señor Jolivet -preguntó-. ¿Cree
usted que nuestros últimos mensajes habrán podido
traspasar la frontera?

-¿Por qué no? -respondió Alcide
Jolivet-. Le aseguro que en estos momentos, mi bien amada prima
sabe ya lo ocurrido en Kolyvan.

-¿Cuántos ejemplares de sus noticias tira
su prima? -preguntó Harry Blount quien, por primera vez,
le hizo esta pregunta directa a su colega.

-¡Bueno! -respondió riendo Alcide Jolivet-.
Mi prima es una persona muy discreta y no le gusta que se hable
de ella y se desesperaría si supiera que turbaba el
sueño del que tiene usted tanta necesidad.

-No quiero dormir -respondió Harry Blount-.
¿Qué debe de pensar su prima de los acontecimientos
de Rusia?

-Que, por el momento, parecen ir por mal camino.
¡Pero, bah! El gobierno moscovita es poderoso y no puede
ser verdaderamente inquietado por una invasión de
bárbaros. Siberia no se les escapará de las
manos.

-¡La excesiva ambición ha perdido a los
más grandes imperios! -sentenció Harry Blount, que
no estaba exento de unos ciertos «celos ingleses»
hacia las pretensiones rusas en Asia
central.

 

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