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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 6)



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-¡Oh! ¡No hablemos de política!
-gritó Alcide Jolivet-. ¡Lo prohibe la Facultad de
Medicina!
¡No hay nada peor para las heridas de la espalda!… a
menos que le sirva de somnífero.

-Hablemos entonces de lo que tenemos que hacer
-respondió Harry Blount-. Señor Jolivet, yo no
tengo ninguna intención de permanecer indefinidamente
prisionero de los tártaros.

-¡Ni yo, pardiez!

-¿Nos escaparemos a la primera
ocasión?

-Sí, si no hay ningún otro medio de
recuperar la libertad.

-¿Conoce usted algún otro medio?
-preguntó Harry Blount, mirando a su
compañero.

-¡Por supuesto! Nosotros no somos beligerantes,
sino neutrales, y nos reclamarán nuestros
gobiernos.

-¿Reclamar a este bruto de
Féofar-Khan?

-No, él no entendería nada. Pero sí
su lugarteniente, el coronel Ivan Ogareff.

-¡Es un bribón!

-Sin duda, pero es un bribón ruso y sabe que no
puede bromear con los derechos de la gente, aparte
de que no tiene ningún interes en retenernos, sino al
contrario. Únicamente que pedirle cualquier cosa a ese
caballero no me hace ninguna gracia.

-Pero ese caballero no está en el campamento Al
menos yo no lo he visto -agregó Harry Blount

-Vendrá. No puede faltar a la cita. Tiene
necesidad de reunirse con Féofar-Khan. Siberia está
cortada en dos y seguramente el ejército del Emir no
espera mas que reunirse con Ivan Ogareff para lanzarse sobre la
ciudad de Irkutsk.

-¿Qué haremos una vez que estemos
libres?

-Una vez libres, continuaremos nuestra campaña
siguiendo a los tártaros hasta el momento en que los
acontecimientos nos permitan pasar al bando opuesto. ¡No es
preciso abandonar la partida qué diablos! No hemos hecho
mas que comenzar. Usted, colega, ha tenido la suerte de ser
herido al servicio del
Daily Telegraph, mientras que yo todavía no he
recibido nada estando al servicio de mi prima. Vamos, vamos…
Bueno -murmuró Alcide Jolivet-, ya se está
durmiendo. Varias horas de sueño y algunas compresas de
agua fresca y
no será necesario nada más para poner de pie a un
inglés.
¡Esta gente está hecha de hojalata!

Y mientras Harry Blount dormía, Alcide Jolivet
vigilaba su sueño, después de sacar su bloc y
cargarlo de notas, decidido a compartirlas con su colega para
mayor satisfacción de los lectores del Daily
Telegrapb.
Los acontecimientos les habían unido y no
tenían por qué envidiarse.

Así pues, lo que más temía Miguel
Strogoff era lo que más deseaban precisamente los dos
periodistas con todo su vivo interés:
la llegada de Ivan Ogareff

A los dos hombres podía, efectivamente, serles de
utilidad,
porque, una vez reconocida su calidad de
corresponsales inglés y francés, nada había
mas probable que el que fueran puestos en libertad. El
lugarteniente del Emir haría entrar a éste en
razón, seguramente, aunque éste no hubiera dudado
en tratar como simples espías a los dos
periodistas.

El interés de Alcide Jolivet y Harry Blount era,
pues, contrario al del correo del Zar, el cual había
comprendido la situación y tenía otra razón
que sumar a muchas otras de las que tenía para evitar el
encontrarse con sus anteriores compañeros de viaje. Por
ello tenía que arreglárselas de forma que no lo
viesen.

Pasaron cuatro días durante los cuales no
cambió el estado de
la situación. Los prisioneros no oyeron ni una sola
palabra que hiciera alusión a un posible levantamiento del
campamento tártaro. Continuaban siendo severamente
vigilados y si hubiesen intentado escapar les hubiera sido
imposible atravesar el cordón de infantes y jinetes que
les guardaban noche y día.

En cuanto a la comida que les daban, apenas era
suficiente. Dos veces al día les echaban un pedazo de
intestino de cabra asado sobre carbones y unas porciones de ese
queso llamado krut, fabricado con leche agria de
oveja, el cual, mojado con leche de burra, constituye el plato
kirguís conocido comúnmente con el nombre de
kumyss. Y esto era todo lo que comían.

Aparte de esto, el tiempo se puso
detestable y se produjeron grandes perturbaciones
atmosféricas que amenazaban borrascas de
lluvia.

Aquellos desgraciados, sin ningún abrigo,
tuvieron que soportar aquellas inclemencias malsanas sin que nada
se hiciese para atenuar sus miserias. Alguno de los heridos,
mujeres y niños,
murieron, y los mismos prisioneros tuvieron que enterrar sus
cadáveres porque los guardianes ni siquiera se molestaban
en darles sepultura.

Durante estas duras pruebas,
Alcide Jolivet y Miguel Strogoff se multiplicaron, cada uno por
un lado, prestando cuantos servicios
podían prestar. Menos acobardados que muchos otros,
fuertes y vigorosos, resistían mejor la situación y
con sus consejos y sus cuidados, se hicieron imprescindibles para
aquellos que sufrían y se desesperaban.

¿Cuánto iba a durar aquel estado de
cosas? ¿Féofar-Khan, satisfecho de sus primeros
éxitos, quería esperar algún tiempo antes de
lanzarse sobre Irkutsk?

Era de temer, pero no fue así como
ocurrió.

El acontecimiento tan deseado por Alcide Jolivet y Harry
Blount, y tan temido para Miguel Strogoff, se produjo en la
mañana del 12 de agosto.

Ese día sonaron las trompetas, doblaron los
tambores y se oyeron descargas de fusilería. Una enorme
nube de polvo se levantó a lo largo de la ruta de
Kolyvan.

Ivan Ogareff, seguido por varios millares de hombres,
hizo su entrada en el campamento tártaro.

 

2

UNA
ACTITUD DE
ALCIDE JOLIVET

Ivan Ogareff llevaba al Emir todo un cuerpo de
ejército. Aquellos jinetes e infantes formaban parte de la
columna que se había apoderado de Omsk. Ivan Ogareff no
había podido reducir la ciudad alta, en la cual
-según se recordará- habían buscado refugio
el gobernador de la provincia y su guarnición, por lo que
estaba decidido a seguir adelante, sin retrasar las operaciones que
debían culminar con la conquista de la Siberia oriental.
Por eso, después de apostar una fuerte guarnición
en Omsk y reunir las hordas, que habían sido reforzadas en
ruta por los vencedores de Kolyvan, vino a reunirse con el
ejército del Emir.

Los soldados de Ivan Ogareff quedaron en los puestos
avanzados del campamento, sin recibir orden de acampar. El
proyecto de su
jefe era, sin duda, no detenerse, sino seguir adelante y
alcanzar, en el menor plazo posible, la ciudad de Tomsk, centro
importante que estaba destinado a convertirse en el puesto de
partida de las operaciones futuras de los invasores.

Al mismo tiempo que sus soldados, Ivan Ogareff
conducía un convoy de prisioneros rusos y siberianos
capturados en Omsk y en Kolyvan. Estos nuevos desgraciados no
fueron conducidos al encercado general porque era demasiado
pequeño ya para los prisioneros que contenía, por
lo que quedaron en los puestos avanzados del campamento, sin
abrigo y casi sin comida.

¿Qué destino reservaba Féofar-Khan
a estos infortunados? ¿Los internaría en Tomsk para
diezmarlos con una de esas sangrientas ejecuciones, tan
familiares a los jefes tártaros? Éste era uno de
los secretos del caprichoso Emir.

Aquel cuerpo de ejército había salido de
Omsk arrastrando tras de sí a la multitud de mendigos,
merodeadores, comerciantes y bohemios que forman la retaguardia
de todo ejército en marcha. Aquella gente vivía a
costa del lugar que atravesaban y a sus espaldas dejaban pocas
cosas que saquear.

La necesidad de seguir adelante era para asegurar el
aprovisionamiento de las columnas expedicionarias, ya que toda la
región comprendida entre los cursos del Ichim y del Obl
estaba terriblemente devastada y no ofrecía recurso
alguno. Las tropas tártaras dejaban tras de sí un
auténtico desierto y los propios rusos tendrían que
atravesarlo con muchas dificultades.

Entre aquellos innumerables bohemios llegados de las
provincias del oeste, figuraba la tribu de gitanos que
había acompañado a Miguel Strogoff hasta Perm y
entre ellos estaba Sangarra. Esta espía salvaje, alma condenada
de Ivan Ogareff, no dejaba nunca a su dueño. Se les ha
visto a los dos preparando sus maquinaciones en la misma Rusia, en el
gobierno de
Nijni-Novgorod; después de la travesía de los
Urales, se habían separado sólo por unos
días, porque Ivan Ogareff tenía que llegar
rápidamente a Ichim, mientras que Sangarra y su tribu se
dirigieron a Omsk por el sur de la provincia.

Se comprenderá fácilmente cuál era
la ayuda que aportaba aquella mujer a Ivan
Ogareff. Con sus compañeras penetraba en todos los sitios,
escuchaba y lo transmitía todo. Ivan Ogareff estaba al
corriente de todo cuanto ocurría hasta en el corazón de
las provincias invadidas. Eran cien ojos y cien oídos
siempre abiertos para servir a su casa. Ademas, pagaba con
largueza aquel espionaje que le proporcionaba magnífico
provecho.

Sangarra estuvo una vez comprometida en un grave asunto
y fue salvada por el oficial ruso. Jamás olvidó
cuanto le debía y por eso vivía entregada a
él en cuerpo y alma. Cuando Ivan Ogareff entró por
la vía de la traición, había comprendido la
misión
específica que podía desempeñar aquella
mujer. Cualquier orden que se le diera, era prontamente ejecutada
por Sangarra. Un instinto inexplicable, mucho más fuerte
que el agradecimiento, la había impulsado a hacerse
esclava del traidor, a quien venía ligada desde los
tiempos de su exilio en Siberia. Sangarra, confidente y
cómplice, mujer sin patria y sin familia,
había puesto su vida vagabunda al servicio de los
invasores que Ivan Ogareff iba a lanzar sobre Siberia. A la
prodigiosa astucia natural de su raza, unía una feroz
energía que no conocía ni el perdón ni la
piedad. Era una salvaje digna de compartir el wigwan de un
apache o la choza de un andamíano,

Desde su llegada a Omsk con sus gitanas, ya no le
había separado ni un instante de Ivan Ogareff.
Sabía la circunstancia que había enfrentado a
Miguel y Marfa Strogoff y estaba al corriente de los temores de
Ivan Ogareff sobre el paso de un correo del Zar. Los
conocía y participaba de ellos, siendo capaz de torturar a
la prisionera Marfa Strogoff con todo el refinamiento de un
piel roja para
arrancarle su secreto.

Pero aún no había llegado la hora en que
Ivan Ogareff quería enfrentarse a la vieja siberiana.
Sangarra debía aguardar, y esperaba, sin perder de vista a
Marfa Strogoff, fijándose en sus menores gestos, en sus
palabras, observándola día y noche, buscando
escuchar que la palabra «híjo» se escapara de
su boca, pero hasta entonces había sido frustrada por la
inalterable impasibilidad de Marfa Strogoff, la cual ignoraba que
fuera objeto de tal espionaje.

Mientras tanto, a los primeros toques de corneta, los
jefes de la caballería del Emir y de la artillería
tártara, seguidos por una brillante escolta de jinetes
usbecks, se trasladaron a la entrada del campamento para recibir
a Ivan Ogareff.

Llegados a su presencia, le rindieron los más
grandes honores invitándole a que les acompañara
hasta la tienda de Féofar-Khan.

Ivan Ogareff, imperturbable como siempre,
respondió fríamente a las deferencias de que fue
objeto por parte de los altos funcionarios enviados a su
encuentro. Iba vestido muy sencillamente, pero, por una especie
de descarada bravata, lucía aún el uniforme de
oficial ruso.

En el momento en que tiraba de las riendas del caballo
para obligarlo a atravesar el recinto del campamento, Sangarra,
pasando entre los jinetes de la escolta, se aproximó a
él y permaneció inmóvil.

-¿Nada? -preguntó Ivan Ogareff.

-Nada.

-Ten paciencia.

-¿Se acerca la hora en que obligarás a
hablar a la vieja?

-Se acerca, Sangarra.

-¿Cuándo hablará la
vieja?

-Cuando lleguemos a Tomsk.

-¿Y cuándo llegaremos?

-Dentro de tres días…

Los grandes ojos negros de Sangarra adquirieron un
extraordinario brillo, retirándose con paso
tranquilo.

Ivan Ogareff oprimió los flancos de su caballo y,
seguido por su estado mayor de oficiales tártaros, se
dirigió hacia la tienda del Emir.

Féofar-Khan esperaba a su lugarteniente. El
Consejo, formado por el guardador del sello real, el kodja
y algunos otros altos funcionarios, había tomado ya
asiento en la tienda.

Ivan Ogareff descendió del caballo, entró
y se encontró frente al Emir.

Féofar-Khan era un hombre de
cuarenta años, alto de estatura, rostro bastante
pálido, ojos salientes y fisonomía feroz. Una barba
negra, dividida en pequeños bucles, caía sobre su
pecho. Con su traje de campaña, cota de mallas de oro y plata;
tahalí cuajado de resplandecientes piedras preciosas; la
vaina de su sable curvo como un yatagán, cubierta de joyas
brillantes; botas con espuelas de oro y casco coronado por un
penacho de diamantes que despedían mil fulgores,
Féofar ofrecía a la vista el aspecto, más
extraño que imponente, de un Sardanápalo
tártaro, soberano indiscutido que dispone a su capricho de
la vida y la hacienda de sus súbditos; cuyo poder no tiene
límites
y al cual, por privilegio especial, se da en Bukhara la
calificación de Emir.

En el momento en que aparecio Ivan Ogareff, los grandes
dignatarios permanecieron sentados sobre sus cojines festoneados
de oro; pero Féofar-Khan se levantó del rico
diván que ocupaba en el fondo de la tienda, en donde el
suelo
desaparecía bajo una espesa alfombra
bukharlana.

El Emir se aproximó a Ivan Ogareff y le dio un
beso, cuyo significado no dejaba lugar a dudas, ya que con
él le convertía en jefe del Consejo y le situaba
temporalmente por encima del kodja.

Después, Féofar, dirigiéndose a
Ivan Ogareff, dijo:

-No tengo nada que preguntarte. Habla, pues, Ivan.
Aquí no encontrarás más que oídos
dispuestos a escucharte.

-Takhsir -respondió Ivan Ogareff-, he
aquí lo que tengo que comunicarte.

Ivan Ogareff se expresaba en tártaro y daba a sus
frases esa enfática entonación que distingue a las
lenguas orientales.

-Takhstr, no hay tiempo para palabras
inútiles. Lo que he hecho a la cabeza de tus tropas, lo
sabes de sobras. Las líneas del Ichim y del Irtyche
están en nuestro poder y los jinetes turcomanos pueden
bañar sus caballos en esas aguas que ahora se han
convertido en tártaras. Las hordas kirguises se han
sublevado ante la llamada de Féofar-Khan y la principal
ruta de Siberia te pertenece desde Ichim hasta Tomsk. Puedes
dirigir tus columnas tanto hacia el oriente, en donde se levanta
el sol, como
hacia el occidente, en donde se pone.

-¿Y si marcho con el sol? -preguntó el
Emir, el cual escuchaba sin que su mirada traicionara ninguno de
sus pensamientos.

-Marchar con el sol -respondió Ivan Ogareff- es
lanzarte hacia Europa; es
conquistar rápidamente las provincias siberianas de
Tobolsk hasta los Urales.

-¿Y si voy contra la dirección de la antorcha
celeste?

-Significa someter a la dominación
tártara, con Irkutsk, las más ricas comarcas del
Asia
central.

-Pero ¿y los ejércitos del sultán
de Petersburgo? -dijo Féofar-Khan, designando al Emperador
de Rusia con este caprichoso título.

-No tienes nada que temer ni por el levante ni por el
poniente -respondió Ivan Ogareff-. La invasión ha
sido rápida y antes de que el ejército ruso haya
podido acudir en su socorro, Irkutsk o Tobolsk habrán
caído en tu poder. Las tropas del Zar han sido aplastadas
en Kolyvan, como lo serán allá donde los tuyos
luchen con los insensatos soldados de occidente.

-¿Y qué consejo te inspira tu
devoción a la causa tártara? -preguntó el
Emir, después de unos instantes de silencio.

-Mi consejo -respondió vivamente Ivan Ogareff- es
que marchemos en dirección contraria al sol. Que las
hierbas de las estepas orientales sean pasto de los caballos
turcomanos. Mi consejo es que tomemos Irkutsk, la capital de las
provincias del este y, con ella, el rehén cuya
posesión vale toda una comarca. Es preciso que, en defecto
del Zar, caiga en nuestras manos el Gran Duque, su
hermano.

Aquél era el supremo resultado que
perseguía Ivan Ogareff. Escuchándolo, se le hubiera
podido tomar por uno de esos crueles descendientes de Stepan
Razine, el célebre pirata que arrasó la Rusia
meridional en el siglo XVIII. ¡Apoderarse del Gran Duque y
maltratarlo sin piedad, era la más plena
satisfacción que podía dar a su odio!
Además, la caída de Irkutsk pondría
inmediatamente bajo la dominación tártara a toda la
Siberia oriental.

-Así se hará, Ivan -respondió
Féofar.

-¿Cuáles son tus órdenes,
Takhsir?

-Hoy mismo, nuestro cuartel general será
trasladado a Tomsk.

Ivan Ogareff se inclinó y, seguido por el
huschbegui, se retiró para hacer ejecutar las
órdenes del Emir.

En el momento en que iba a montar a caballo, con el fin
de alcanzar los puestos avanzados del campamento, se produjo un
tumulto a una cierta distancia, en la parte del campo destinado a
los prisioneros. Se dejaron oír unos gritos y sonaron
algunos tiros de fusil. ¿Era una tentativa de revuelta o
de evasión que iba a ser rápidamente
reprimida?

Ivan Ogareff y el huschbegui dieron algunos pasos
adelante y, casi inmediatamente, dos hombres a los que los
soldados no pudieron detener, aparecieron ante ellos.

El buschbegui, sin pedir información, hizo un gesto que era una
orden de muerte, y la
cabeza de aquellos prisioneros iba a rodar por los suelos cuando
Ivan Ogareff dijo algunas palabras que detuvieron el sable que ya
se levantaba sobre sus cráneos.

El ruso había comprendido que aquellos
prisioneros eran extranjeros y dio orden de que los acercaran a
él.

Eran Harry Blount y Alcide Jolivet.

Desde la llegada de Ivan Ogareff al campamento,
habían pedido ser conducidos a su presencia, pero los
soldados rechazaron su petición. De ahí la lucha,
tentativa de fuga y tiros de fusil que, afortunadamente, no
alcanzaron a los dos periodistas, pero su castigo no se hubiera
hecho esperar de no haber sido por la intervención del
lugarteniente del Emir.

Éste examinó durante unos instantes a los
dos prisioneros, los cuales le eran absolutamente desconocidos.
Sin embargo, estaban presentes en la escena que tuvo lugar en la
parada de posta de Ichim, en la cual Miguel Strogoff fue golpeado
por Ivan Ogareff; pero el brutal viajero no prestó
atención a las personas que se encontraban
entonces en la sala de espera.

Harry Blount y Alcide Jolivet, por el contrario, le
reconocieron perfectamente y el francés dijo a media
voz:

-¡Toma! Parece que el coronel Ogareff y aquel
grosero personaje de Ichim son la misma persona.

Y agregó al oído de su
compañero:

-Expóngale nuestro asunto, Blount. Hágame
ese favor, porque me disgusta ver un coronel ruso en medio de
estos tártaros y, aunque gracias a él mi cabeza
está todavía sobre mis hombros, mis ojos se
volverían con desprecio si le mirase a la cara.

Dicho esto, Alcide Jolivet tomo una actitud de la
más completa y altanera indiferencia.

¿Ivan Ogareff comprendió lo que la actitud
del prisionero tenía de insultante para él? En
cualquier caso, no lo dio a entender.

-¿Quiénes son ustedes, señores?
-preguntó en ruso con un tono muy frío, pero exento
de su habitual rudeza.

-Dos corresponsales de periódicos, inglés
y frances -respondió lacónicamente Harry
Blount.

-¿Tendrán, sin duda, documentos que
les permitan establecer su identidad?

-He aquí dos cartas que nos
acreditan, en Rusia, ante las cancillerías inglesa y
francesa.

Ivan Ogareff tomó las cartas que le
entregó Harry Blount y las leyó con
atención, diciendo después:

-¿Piden autorización para seguir nuestras
operaciones militares en Siberia?

-Pedimos la libertad, eso es todo
–respondió secamente el corresponsal
inglés.

-Son ustedes libres, señores -respondió
Ivan Ogareff-, y siento curiosidad por leer sus crónicas
en el Daily Telegraph.

-Señor -contestó Harry Blount con su
más imperturbable flema-, cuesta seis peniques por numero,
además del franqueo.

Y, dicho esto, Harry Blount se volvió hacia su
compañero, el cual pareció aprobar completamente su
respuesta.

Ivan Ogareff no pestañeó y, montando en su
caballo, se puso a la cabeza de su escolta, desapareciendo
enseguida en una nube de polvo.

-Y bien, señor Jolivet, ¿qué piensa
de Ivan Ogareff, general en jefe de las fuerzas tártaras?
-preguntó Harry Blount.

-Pienso, querido colega, que ese huschbegui tuvo
un gesto muy hermoso cuando ordenó que no nos cortaran la
cabeza.

Fuera cual fuese el motivo que hubiera tenido Ivan
Ogareff para tratar de aquella manera a los dos corresponsales,
el caso es que estaban libres y que podían recorrer a su
gusto el teatro de la
guerra.
Así que su intención era no abandonar la
partida.

Aquella especie de antipatía que les enfrentaba
en otro tiempo se había convertido en una amistad sincera.
Unidos por las circunstancias, no deseaban ya separarse y las
mezquinas cuestiones de rivalidad profesional estaban enterradas
para siempre. Harry Blount no podía olvidar lo que
debía a su compañero, el cual no se lo recordaba en
ninguna ocasión y, en suma, aquel acercamiento, al
facilitar las operaciones necesarias para los reportajes,
redundaría en beneficio de sus lectores.

-Y ahora -preguntó Harry Blount-,
¿qué vamos a hacer de nuestra libertad?

-¡Abusar, pardiez! -respondió Alcide
Jolivet-. Irnos tranquilamente a Tomsk a ver lo que
pasa.

-¿Hasta el momento, que espero sea pronto, en que
podamos unirnos a cualquier cuerpo de ejército
ruso?

-¡Usted lo ha dicho, mi querido Blount! No es
preciso tartarizarse demasiado. El buen papel es todavía
para aquellos cuyos ejércitos llevan la
civilización, y es evidente que los pueblos de Asia
central lo tienen todo que perder y absolutamente nada que ganar
en esta invasión. Pero los rusos responderán bien.
No es más que cuestión de tiempo.

Sin embargo, la llegada de Ivan Ogareff, que acababa de
dar la libertad a Alcide Jolivet y Harry Blount, era, por el
contrario, un grave peligro para Miguel Strogoff. Si el destino
ponía al correo del Zar en presencia de Ivan Ogareff,
éste no dejaría de reconocerlo como el viajero al
que tan brutalmente había golpeado en la parada de posta
de Ichim y, aunque Miguel Strogoff no respondió al insulto
como hubiera hecho en cualquier otra circunstancia,
atraería la, atención sobre él, todo lo cual
dificultaba la ejecución de sus proyectos.

Ahí estaba el aspecto desagradable que
significaba la presencia de Ivan Ogareff.

No obstante, una feliz circunstancia que provocó
su llegada fue la orden dada de levantar aquel mismo día
el campamento y trasladar a Tomsk el cuartel general.

Esto significaba el cumplimiento del más vivo
deseo de Miguel Strogoff. Su intención, como se sabe, era
llegar a Tomsk confundido entre el resto de los prisioneros; es
decir, sin riesgo de caer en
manos de los exploradores que hormigueaban en las inmediaciones
de aquella importante ciudad. Sin embargo, a causa de la llegada
de Ivan Ogareff y ante el temor de ser reconocido por él,
debió de preguntarse si no le convendría renunciar
a aquel primer proyecto e intentar huir durante el
viaje.

Miguel Strogoff iba, sin duda, a decidirse por esta
segunda solución, cuando supo que Féofar-Khan e
Ivan Ogareff habían partido ya hacia la ciudad, al frente
de algunos millares de jinetes.

-Esperaré, pues -se dijo-, a menos que se me
presente alguna ocasión excepcional para huir. Las
oportunidades malas son numerosas más acá de Tomsk,
mientras que más allá crecerán las buenas,
ya que en varias horas habré traspasado los puestos
más avanzados de los tártaros hacia el este.
¡Tres días de paciencia aún y que Dios venga
en mi ayuda!

Efectivamente, era un viaje de tres días el que
los prisioneros, bajo la vigilancia de un numeroso destacamento
de tártaros, debía hacer a través de la
estepa. Ciento cincuenta verstas separaban el campamento de la
ciudad y el viaje era fácil para los soldados del Emir,
que tenían abundancia de todo, pero muy penoso para
aquellos desgraciados, debilitados ya por las privaciones.
Más de un cadáver jalonaría aquella ruta
siberiana.

A las dos de la tarde de aquel 12 de agosto, con una
temperatura
muy elevada y bajo un cielo sin nubes, el toptschi-baschi
dio la orden de partir.

Alcide Jolivet y Harry Blount, después de comprar
dos caballos, habían tomado ya la ruta de Tomsk, en donde
la lógica
de los acontecimientos iba a reunir a los principales
protagonistas de esta historia.

Entre los numerosos prisioneros que Ivan Ogareff
había conducido al campamento tártaro, había
una anciana mujer cuya taciturnidad hasta parecia aislarla en
medio de todos aquellos que compartían su desgracia. Ni
una sola queja salía de sus labios. Se hubiera dicho que
era la imagen del dolor.
Aquella mujer, casi siempre inmóvil, más
estrechamente vigilada que ningún otro prisionero, era,
sin que ella pareciera darse cuenta, observada por la gitana
Sangarra. Pese a su edad, había tenido que seguir a pie al
convoy de prisioneros, sin que nada atenuara sus
miserias.

Sin embargo, algún providencial designio
había situado a su lado a un ser valiente, caritativo,
hecho para comprenderla y asistirla. Entre sus compañeros
de infortunio había una joven, notable por su belleza y
por su impasividad, que no cedía en nada a la de la
anciana siberiana, que parecía haberse impuesto la tarea
de velar por ella. Ninguna palabra habían cruzado las dos
cautivas, pero la joven se encontraba siempre cerca de la
anciana, en todos los momento en que su ayuda podía serle
útil.

Marfa Strogoff no había aceptado enseguida, sin
desconfiar, los cuidados que le prodigaba aquella desconocida.
Sin embargo, poco a poco, la evidente rectitud de la mirada de la
joven, su reserva y la misteriosa simpatia que un dolor
común establece entre los que sufren iguales infortunios,
habían hecho desvanecer la frialdad altanera de Marfa
Strogoff.

Nadia -porque era ella-, había podido así,
sin conocerla, dar a la madre los cuidados y atenciones que
había recibido del hijo. Su instintiva bondad la
había inspirado doblemente porque al socorrer a la
anciana, aseguraba a su juventud y
belleza la protección de la edad de la vieja prisionera.
En medio de aquella multitud de infelices a los que los
sufrimientos habían agriado el carácter, el grupo
silencioso que formaban las dos mujeres, una de las cuales
parecía la abuela y la otra la nieta, imponía a
todos cierto respeto.

Nadia, después de ser arrojada por los
exploradores tártaros sobre una de sus barcas, fue
conducida a Omsk. Retenida como prisionera en la ciudad,
participó de la suerte de todos los que la columna de Ivan
Ogareff había capturado hasta entonces y, por
consecuencia, de la propia suerte de Marfa Strogoff.

De no haber sido tan enérgica, Nadia hubiera
sucumbido a aquel doble golpe que acababa de recibir. La
interrupción de su viaje y la muerte de
Miguel Strogoff la habían, a la vez, desesperado y
enardecido. Alejada quizá para siempre de su padre,
después de tantos esfuerzos para hallarle y, para colmo de
dolor, separada del intrépido compañero al que el
mismo Dios parecía haber puesto en su camino para
conducirla hasta el final, lo había perdido todo de
repente y en un mismo golpe.

La imagen de Miguel Strogoff, cayendo ante sus ojos
víctima de un golpe de lanza y desapareciendo en las aguas
del Irtyche, no abandonaba su pensamiento.
¿Cómo había podido morir así un
hombre como aquél? ¿Para quién reservaba
Dios sus milagros si un hombre tan justo, al que a ciencia cierta
impulsaba un noble deseo, había podido ser tan
miserablemente detenido en su marcha? Algunas veces la cólera
superaba a su dolor y cuando le venía a la memoria la
escena de la afrenta tan extrañamente sufrida por su
compañero en la parada de posta de Ichim, su sangre
hervía a borbotones.

«¿Quién vengará a ese muerto
que no puede vengarse a si mismo?», se
decía.

Y, dirigiéndose a Dios con todo su
corazón, exclamaba:

-¡Señor, haz que sea yo quien lo
vengue!

¡Si al menos, antes de morir, Miguel Strogoff le
hubiera confiado su secreto! ¡Si aun siendo mujer, casi
niña, ella hubiera podido llevar a buen fin la tarea
interrumpida de este hermano que Dios no hubiera debido darle,
puesto que tan pronto se lo había quitado … !

Absorta en estos pensamientos, se comprende que Nadia se
volviera insensible a las miserias de su cautiverio.

Fue entonces cuando el azar, sin que ella lo hubiera
sospechado, la había reunido con Marfa Strogoff.
¿Cómo podía imaginar que aquella anciana
mujer, prisionera como ella, fuera la madre de su
compañero, el cual no había sido nunca para ella
más que el comerciante Nicolás Korpanoff? Y, por su
parte, ¿cómo Marfa Strogoff habría podido
adivinar que un lazo de gratitud unía a aquella joven con
su hijo?

Lo que impresionó a Nadia y a Marfa Strogoff fue
la especie de secreta conformidad en la manera con que cada una,
por su parte, soportaba su dura condición. Esa
indiferencia estoica de la vieja muj er hacia los dolores
materiales de
su vida cotidiana, el desprecio por los sufrimientos corporales,
Marfa no podía superarlos más que por un dolor
moral igual al
suyo. Eso era lo que pensó Nadia y no se
equivocó.

Fue, pues, una simpatía instintiva por aquella
parte de sus miserias que Marfa Strogoff no mostraba
jamás, lo que impulsó enseguida a Nadia hacia ella.
Esa forma de soportar sus males iba en armonía con el alma
valiente de la joven, por eso no le ofreció sus servicios,
sino que se los dio. Marfa no tuvo que rehusarlos ni
aceptarlos.

En los trozos en que el camino se hacía
difícil, allí estaba Nadia para ayudarla con sus
brazos. A las horas de la distribución de víveres, la anciana
no se movía, pero la joven compartía con ella su
escaso alimento y fue así como aquel penoso viaje fue de
mutuo consuelo, tanto para una como para la otra.

Gracias a su joven compañera, Marfa Strogoff pudo
seguir en el convoy de prisioneros, sin ser atada al arzón
de una silla como tantos otros desgraciados, arrastrados
así sobre ese camino de dolor.

-Que Dios te recompense, hija mía, de lo que
haces por mis viejos años -le dijo una vez Marfa Strogoff,
y éstas fueron, durante algún tiempo, las
únicas palabras que se cruzaron entre las dos infortunadas
mujeres.

Durante aquellos días (que les parecieron largos
como siglos), la anciana y la joven parecía lógico
que se sintieran impulsadas a comentar entre ellas su
recíproca situación. Pero Marfa Strogoff, por una
circunspección fácil de comprender, no había
hablado, y aun con mucha brevedad, más que sobre sí
misma. No había hecho ninguna alusión ni a su hijo
ni al funesto encuentro que les había puesto cara a
cara.

Nadia, por su parte, también permaneció,
si no muda, sin pronunciar ninguna palabra inútil. Sin
embargo, un día, sintiendo que estaba delante de un alma
sencilla y noble, su corazón se desbordó y
contó a la anciana, sin ocultar ningún detalle,
todos los acontecimientos, tal como habían sucedido desde
su salida de Wladimir hasta la muerte de Nicolás
Korpanoff. Lo que dijo de su joven compañero
interesó vivamente a la anciana siberiana.

-¡Nicolás Korpanoff ! -dijo-.
Háblame de ese Nicolás. No sé más que
era un hombre, uno sólo entre toda la juventud de estos
tiempos, en el que no me extraña una conducta tal.
¿Nicolás Korpanoff era su verdadero nombre?
¿Estás segura, hija mía?

-¿Por qué tenía que
engañarme sobre este punto si no lo había hecho en
ningún otro? -respondió Nadia.

Sin embargo, impulsada por una especie de
presentimiento, Marfa Strogoff dirigía a Nadia pregunta
tras pregunta.

-¿Dijiste que era intrépido, hija
mía? ¡Has demostrado que lo era!

-¡Sí, intrépido! -respondió
Nadia.

« ¡Así se hubiera portado mi hijo!
», repetía Marfa Strogoff para sí.

Después continuó la
conversación:

-Me has dicho también que nada le detenía,
que nada le acobardaba, que era dulce en su misma fortaleza, que
tenías en él tanto como un hermano y que ha velado
por ti como una madre…

-¡Sí, sí! -dijo Nadia-.
¡Hermano, hermana, madre, lo ha sido todo para
mí!

-¿También, un león
defendiéndote?

-¡Un león de verdad! ¡Sí, un
león, un héroe!

«Mi hijo, mi hijo», pensaba la anciana
siberiana.

-Pero, sin embargo, me has dicho que soportó una
terrible afrenta en esa casa de postas de Ichim.

-La soportó -respondió Nadia bajando la
cabeza.

-¿La soportó? -murmuró Marfa
Strogoff estremeciéndose.

-¡Madre, madre! -gritó Nadia-. ¡No lo
condene! ¡Tenía un secreto. Un secreto del cual
sólo Dios, a estas horas, es juez!

-¿Y en aquel momento de humillación, le
despreciaste? -preguntó Marfa, levantando la cabeza y
mirando a Nadia como si hubiera querido leer hasta en lo
más profundo de su alma.

-¡Le admiré sin comprenderlo!
-respondió la joven-. ¡Nunca le vi tan digno de
respeto!

La anciana calló unos instantes.

-¿Era alto? -preguntó
después.

-Muy alto.

-Y muy guapo, ¿no es así? Vamos, habla,
hija mía.

-Era muy guapo -respondió Nadia,
enrojeciendo.

-¡Era mi hijo! ¡Te digo que era mi hijo!
-grito la anciana abrazando a la joven.

-¡Tu hijo! ¡Tu hijo! -exclamó Nadia,
confusa.

-¡Vamos! -dijo Marfa-. ¡Termina, hija
mía! ¿Tu compañero, tu amigo, tu protector,
tenía madre? ¿No te habló nunca de su
madre?

-¿De su madre? -replicó Nadia-. Me hablaba
de su madre a menudo, como yo le hablaba de mi padre; siempre,
todos los días. ¡Él adoraba a su
madre!

-¡Nadia, Nadia! ¡Acabas de contarme la
historia de mi hijo! -dijo la anciana, agregando impetuosamente-.
¿No debía ver en Omsk a esa madre a la que tanto
dices que adoraba?

-No -respondió la joven-, no debía
verla.

-¿No? -gritó la anciana-. ¿Te
atreves a decirme que no?

-Lo he dicho, pero me falta añadir que, por
motivos muy poderosos que yo desconozco, comprendí que
Nicolás Korpanoff debía atravesar el país en
el más absoluto secreto. Para él era una
cuestión de vida o muerte, más aún, un
compromiso de deber y de honor.

-Una cuestión de deber, en efecto; de imperioso
deber -dijo Marfa Strogoff-, de esos deberes a los que se
sacrifica todo; de esos que, para llevarlos a cabo, se rechaza
todo, hasta la alegría de dar un beso, que puede ser el
último, a su vieja madre. Todo lo que no sabes, Nadia,
todo lo que ni yo misma sabía, lo sé ahora.
¡Tú me lo has hecho comprender todo! Pero la
luz que has
hecho penetrar hasta lo más profundo de las tinieblas de
mi corazon, esa luz, yo no puedo hacer que entre en el tuyo. El
secreto de mi hijo, Nadia, ya que él no te lo ha revelado,
es preciso que yo se lo guarde. ¡Perdóname, Nadia!
¡El bien que me has hecho no te lo puedo
devolver!

-Madre, yo no le pregunto nada -replicó
Nadia.

Todo quedaba, de este modo, explicado para la vieja
siberiana; todo, hasta la inexplicable conducta de su hijo cuando
la vio en el albergue de Omsk, en presencia de los testigos de su
encuentro. Ya no existía la menor duda de que el
compañero de la joven era Miguel Strogoff, al que una
misión secreta, algún importante mensaje secreto
que tenía que llevar a través de las comarcas
invadidas, le obligaba a ocultar su calidad de correo del
Zar.

«¡Ah, mi valeroso niño! -pensó
Marfa Strogoff-. ¡No, note traicionaré y las
torturas no podrán arrancarme jamas que fue a ti a quien
vi en Omsk!»

Marfa Strogoff habría podido, con una sola
palabra, pagar a Nadia toda la devoción que le
había demostrado. Hubiera podido decirle que su
compañero Nicolás Korpanoff o, lo que era lo mismo,
Miguel Strogoff, no había muerto entre las aguas del
Irtyche, ya que varios días después de aquel
incidente, ella lo había encontrado y le había
hablado…

Pero se contuvo y guardó silencio,
limitándose a decir:

-¡Espera, hija mía! ¡La desgracia no
se cebará siempre sobre ti! ¡Tengo el presentimiento
de que verás a tu padre y, tal vez aquel que te dio el
nombre de hermana no haya muerto! ¡Dios no puede permitir
que haya perecido tan noble compañero … ! ¡Espera,
hija mía, espera! ¡Haz como yo! ¡El luto que
llevo no es por mi hijo!

3

GOLPE
POR GOLPE

Tal era entonces la situación de Marfa Strogoff y
de Nadia, la una junto a la otra. La vieja siberiana lo
había comprendido todo; y si la joven ignoraba que su
añorado compañero aún vivía, por lo
menos sabía quién era la mujer a la que
había tenido por madre y le daba las gracias a Dios por
haberle dado la alegría de poder reemplazar al lado de la
prisionera al hijo que había perdido.

Pero lo que ninguna de las dos podía saber es que
Miguel Strogoff, cogido prisionero en Kolyvan, formaba parte del
mismo convoy y que le llevaban a Tomsk como a ellas.

Los prisioneros que trajera consigo Ivan Ogareff
quedaron unidos a los que el Emir tenía ya en el
campamento tártaro. Esos desgraciados, rusos o siberianos,
militares o civiles, constituían varios millares y
formaban una columna que se extendía sobre una longitud de
varias verstas.

Entre ellos los había que eran considerados
más peligrosos y fueron esposados y sujetos a una larga
cadena. Había también mujeres y niños atados
o suspendidos de los pomos de las sillas de montar, y
despiadadamente arrastrados a través del camino. Se les
conducía como un rebaño. Los jinetes encargados de
su escolta les obligaban a guardar cierto orden y un ritmo de
marcha, por lo que muchos de los que quedaban rezagados
caían para no levantarse más.

Como consecuencia de esta disposición en la
marcha, resultó que Miguel Strogoff, que iba en las
primeras filas de los que habían salido del campamento
tártaro, es decir, entre los prisioneros hechos en
Kolyvan, no podía mezclarse con los prisioneros llegados
de Omsk y situados en último lugar. De ahí que no
podía suponer la presencia de su madre y de Nadia en el
convoy, como ellas no podían sospechar la suya.

El viaje desde el campamento a Tomsk, hecho en aquellas
condiciones, bajo el látigo de los soldados, mortal para
muchos de los prisioneros, se hacía terrible para todos.
Se iba a atravesar la estepa por una ruta más polvorienta
todavía, después del paso del Emir y su vanguardia.

Se dio orden de marcha con rapidez y los descansos eran
pocos y muy cortos. Aquellas ciento cincuenta verstas que
debían franquear bajo un sol abrasador, por muy
rápidamente que fueran recorridas, tenían que
parecerles interminables.

La comarca que se extiende sobre la derecha del Obi
hasta la base de las estribaciones de los montes Sayansk, cuya
orientación es de norte a sur, es una comarca muy
estéril. Apenas algunos raquíticos y abrasados
arbustos rompen de vez en cuando la monotonía de la
inmensa planicie. No hay cultivos porque todo es secano y, sin
embargo, el agua es lo
que más falta hacía a los prisioneros, sedientos
por una marcha tan penosa.

Para encontrar una corriente de agua hubiera sido
necesario desviarse unas cincuenta verstas hacia el este, hasta
el pie mismo de las estribaciones, que determinan la
partición de las cuencas del Obi y el Yenisei. Allá
discurre el Tom, pequeño afluente del Obi, que pasa por
Tomsk antes de perderse en una de las grandes arterias del norte.
Allí hubieran tenido agua abundante, una estepa menos
árida y una temperatura menos agobiante. Pero los jefes
del convoy de prisioneros habían recibido órdenes
estrictas de dirigirse a Tomsk por el camino más corto,
porque el Emir temía que algunas columnas rusas que
pudieran descender de las provincias del norte les atacasen por
el flanco, cortándoles el camino. La gran ruta siberiana
no costea las orillas del Tom, al menos en la parte comprendida
entre Kolyvan y un pequeño pueblo llamado Zabediero, por
lo tanto, era preciso seguir esta gran ruta sin acercarse al
sitio donde pudiera aplacarse la sed.

Es inútil insistir sobre los sufrimientos de los
desgraciados prisioneros. Varios centenares de ellos cayeron
sobre la estepa y sus cadáveres debían quedar
allí hasta que los lobos, llegado el invierno, devoraran
sus últimos restos.

Del mismo modo que Nadia estaba siempre presta a
socorrer a la anciana siberiana, Miguel Strogoff, libre de
movimientos, prestaba a sus compañeros de infortunio,
más débiles que él, todos los cuidados que
la situación le permitía.

Daba ánimos a unos, sostenía a otros, se
multiplicaba, iba y venía hasta qúe la lanza de
algún soldado le obligaba a volver al sitio que se le
había asignado en la fila.

¿Por qué no intentaba la huida?
Había decidido, después de pensarlo detenidamente,
no lanzarse por la estepa hasta que fuese segura para él,
y se había empeñado en la idea de ir hasta Tomsk a
expensas del Emir y, decididamente, tenía razón.
Viendo los numerosos destacamentos que batían la llanura
sobre ambos flancos del convoy, tanto hacia el sur como hacia el
norte, era evidente que no hubiese podido recorrer dos verstas
sin ser capturado de nuevo. Los jinetes tártaros pululaban
por todas partes. Muchas veces hasta parecía que salieran
de la tierra
semejantes a esos insectos dañinos que la lluvia hace
aparecer sobre el suelo como un hormiguero.

Además, la huida en esas condiciones hubiera sido
extremadamente difícil, si no imposible, porque los
soldados de la escolta desplegaban una estrecha vigilancia, ya
que se jugaban la cabeza si escapaba alguno de los
prisioneros.

Al fin, el 15 de agosto, a la caída de la tarde,
el convoy llegaba al pueblecito de Zabediero, a una treintena de
verstas de Tomsk. A partir de aquel lugar, la ruta seguía
el curso del Tom.

El primer impulso de los prisioneros hubiera sido el
precipitarse en las aguas del río, pero los guardianes no
les permitieron romper filas hasta que estuviera organizada la
parada. Pese a que la corriente del Tom era casi torrencial en
esa época, podía favorecer la huida de algunos
audaces o desesperados, por lo que fueron tomadas las más
severas medidas de vigilancia. Con barcas requisadas en Zabediero
se formó una barrera de obstáculos imposible de
franquear. En cuanto a la línea del campamento, apoyada en
las primeras casas del pueblo, quedaba guardada por un
cordón de centinelas igualmente impenetrable.

Miguel Strogoff, que en aquellos momentos habría
podido pensar en lanzarse a la estepa, comprendió,
después de haber estudiado detenidamente la
situación, que sus proyectos de fuga eran casi
inejecutables en aquellas condiciones y, no queriendo
comprometerse en nada, esperó.

Los prisioneros debían acampar la noche entera a
orillas del Tom. Efectivamente, el Emir había aplazado
hasta el día siguiente la instalación de sus tropas
en la ciudad de Tomsk, decidiendo una fiesta militar que
señalara la inauguración del cuartel general
tártaro en esta importante ciudad. Féofar-Khan
ocupaba ya la fortaleza, pero su ejército vivaqueaba en
los alrededores, esperando el momento de hacer su entrada
solemne.

Ivan Ogareff dejó al Emir en Tomsk, adonde ambos
habían llegado la víspera, volviendo al campamento
de Zabediero. Desde este punto debía partir al día
siguiente la retaguardia del ejército tártaro.
Tenía dispuesta una casa para que pasase la noche y, al
amanecer, al frente de sus jinetes e infantes, se dirigía
hacia Tomsk, en donde el Emir quería recibirle con la
pompa que es habitual entre los soberanos
asiáticos.

Cuando, por fin, quedó organizada la parada, los
prisioneros, destrozados por los tres días de viaje y
víctimas de ardiente sed, pudieron apagarla y reposar un
poco.

El sol ya se había ocultado, aunque el horizonte
todavía estaba iluminado por las luces del
crepúsculo, cuando Nadia, sosteniendo a Marfa Strogoff,
llegó a la orilla del Tom. Hasta entonces ninguna
había podido abrirse paso entre las filas de los que se
agolpaban para beber.

La vieja siberiana se inclinó sobre la fresca
corriente y Nadia, con el cuenco de su mano, llevó el agua
a los labios de Marfa, bebiendo luego a su vez. La anciana y la
joven encontraron gran alivio con aquellas aguas
bienhechoras.

De pronto, Nadia, en el momento en que iba a retirarse
de la orilla, se enderezó y un grito involuntario se
escapó de sus labios.

¡Allí estaba Miguel Strogoff, a sólo
unos pasos de ella! ¡Era él! ¡Todavía
podía verle bajo las últimas luces del
crepúsculo!

El grito de Nadia hizo estremecer al correo del Zar…
Pero tuvo bastante dominio sobre
sí mismo como para no pronunciar ni una sola palabra que
pudiera comprometerle.

¡Sin embargo, al mismo tiempo que a Nadia,
había reconocido a su madre!

Miguel Strogoff, ante este inesperado encuentro,
temiendo no ser dueño de sí mismo, llevó la
mano a los ojos y se alejó de aquel lugar en
seguida.

Nadia se había lanzado instintivamente a su
encuentro, pero la anciana murmuró unas palabras a su
oído:

-¡Quieta, hija mía!

-¡Es él! -respondió Nadia con la voz
rota por la emoción-. ¡Vive, madre! ¡Es
él!

-Es mi hijo -replicó Marfa Strogoff-, es Miguel
Strogoff y ya ves que no he dado el menor paso hacia él.
¡Imítame, hija mía!

Miguel Strogoff acababa de experimentar una de las
más violentas emociones que le
fuera dado sentir a un hombre. Su madre y Nadia estaban
allí… Las dos prisioneras que casi se confundían
en su corazón, Dios las había puesto una junto a la
otra en este común infortunio. ¿Sabía Nadia,
pues, quién era él? No, porque había visto
el gesto de Marfa Strogoff deteniéndola en el momento en
que iba a lanzarse hacia él. Su madre había
comprendido y guardaba el secreto.

Durante aquella noche Miguel Strogoff estuvo veinte
veces tentado de reunirse con su madre, pero comprendió
que debía resistir a ese inmenso deseo de estrecharla
entre sus brazos, de apretar una vez más las manos de su
joven compañera entre las suyas. La menor imprudencia
podía perderlo. Además, había jurado no ver
a su madre… y no la vería voluntariamente. Una vez que
hubieran llegado a Tomsk, ya que no podía huir aquella
misma noche, se lanzaría a través de la estepa sin
siquiera haber abrazado a los dos seres que resumían toda
su vida y a los cuales dejaba expuestos a todos los
peligros.

Miguel Strogoff esperaba, pues, que este nuevo encuentro
en el campamento de Zabediero no trajese funestas consecuencias
ni para su madre ni para él. Pero no sabía que
ciertos detalles de esa escena, pese a lo rápidamente que
se había desarrollado, fueron captados por Sangarra, la
espía de Ivan Ogareff.

La gitana estaba allí, a pocos pasos, espiando,
como siempre, a la vieja siberiana sin que ésta lo
sospechara. No había podido ver a Miguel Strogoff, que ya
había desaparecido cuando ella se volvió; pero el
gesto de la madre reteniendo a Nadia no le había pasado
desapercibido y un especial brillo de los ojos de Marfa se lo
había dicho todo.

No albergaba ninguna duda de que el hijo de Marfa
Strogoff, el correo del Zar, se encontraba en aquel momento en el
campamento de Zabediero, entre los numerosos prisioneros de Ivan
Ogareff.

Sangarra no lo conocía, pero sabía que
estaba allí. No intentó siquiera descubrirlo porque
hubiera sido imposible en las sombras de la noche y entre aquella
multitud de prisioneros.

En cuanto a continuar espiando a Nadia y Marfa Strogoff,
era inútil, puesto que era evidente que las dos mujeres se
mantendrían alerta y sería imposible captarles
cualquier palabra o gesto que pudiera comprometer al correo del
Zar.

La gitana no tuvo mas que un pensamiento: prevenir a
Ivan Ogareff. Y, con esta intención, abandonó
enseguida el campamento.

Un cuarto de hora después llegaba a Zabediero y
era introducida en la casa que ocupaba el lugarteniente del
Emir.

Ivan Ogareff la recibió
inmediatamente.

-¿Qué deseas de mí, Sangarra? -le
preguntó.

-El hijo de Marfa Strogoff está en el campamento
-respondió Sangarra.

-¿Prisionero?

-Prisionero.

-¡Ah! –exclamó Ivan Ogareff-. Yo
sabré…

-Tú no sabrás nada -le cortó la
gitana-, porque ni siquiera lo conoces.

-¡Pero lo conoces tú! ¡Tú lo
has visto, Sangarra!

-No lo he visto, pero su madre se ha traicionado con un
movimiento que
me lo ha revelado todo.

-¿No te equivocas?

-No.

-Tú sabes la importancia que para mí tiene
la detención del correo -dijo Ivan Ogareff-. Si la carta que le
entregaron en Moscú llegara a Irkutsk, si consigue
llevarla al Gran Duque, éste estará sobre aviso y
no podré llegar hasta él. ¡Es preciso que
consiga esa carta a cualquier
precio!
¡Ahora vienes a decirme que el portador de esa carta esta
en mi poder! ¡Te lo repito, Sangarra, ¿no te
equivocas?!

Ivan Ogareff había hablado con gran vehemencia.
Su emoción evidenciaba la gran importancia que
concedía a la posesión de la carta imperial, pero
Sangarra no se sintió turbada en ningun momento por la
insistencia del lugarteniente del Emir al repetirle su
pregunta.

-No me equivoco, Ivan -respondió.

-¡Pero, Sangarra, en este campamento hay varios
millares de prisioneros y tú dices que no conoces a Miguel
Strogoff !

-No -replicó la gitana, cuya mirada se impregno
de una salvaje alegría-, yo no lo conozco, pero su madre
sí. Ivan, sera preciso hacerla hablar.

-¡Mañana hablará! -exclamó
Ivan Ogareff.

Después, tendió su mano a la gitana, la
cual la besó, sin que en este gesto de respeto, habitual
en las razas del norte, hubiera nada de servil.

Sangarra volvió al campamento para situarse junto
al lugar que ocupaba Nadia y Marfa Strogoff, y pasó la
noche observando a ambas mujeres. La anciana y la joven no
pudieron dormir, pese a que la fatiga les abrumaba, porque las
inquietudes las mantenían desveladas ¡Miguel
Strogoff había sido hecho prisionero como ellas!
¿Lo sabía Ivan Ogareff y, si no lo sabía, no
acabaría enterándose? Nadia no tenía otro
pensamiento que el de que su compañero, a quien
había llorado como muerto, aún vivía. Pero
Marfa Strogoff veía más allá en el futuro y,
si era sincera consigo mismo, tenía sobrados motivos para
temer por la seguridad de su
hijo.

Sangarra, que, amparándose en las sombras se
había deslizado hasta situarse justo detrás de las
dos mujeres, se quedó allí durante varias horas
aguzando el oído. Pero nada pudo oír, porque un
instintivo sentimiento de prudencia hizo que Nadia y Marfa no
intercambiaran ni una sola palabra.

Al día siguiente, 16 de agosto, alrededor de las
diez de la mañana, sonaron las trompetas en los linderos
del campamento» y los soldados tártaros se
apresuraron a tomar inmediatamente sus armas.

Ivan Ogareff, después de salir de Zabediero,
llegaba al campamento en medio de su numeroso estado mayor de
oficiales tártaros. Su mirada era más
sombría que de costumbre y su gesto indicaba estar
poseído de una sorda cólera que sólo buscaba
una oportunidad para estallar.

Miguel Strogoff, perdido entre un grupo de prisioneros,
vio pasar a aquel hombre y tuvo el presentimiento de que iba a
producirse alguna catástrofe, porque Ivan Ogareff
sabía ya que Marfa Strogoff era madre de Miguel Strogoff,
capitán del cuerpo de correos del Zar.

Ivan Ogareff llegó al centro del campamento,
descendió de su caballo y los jinetes de su escolta
formaron un amplio círculo a su alrededor.

En aquel momento, Sangarra se le acercó
murmurándole:

-No tengo nada nuevo que decirte, Ivan.

Ivan Ogareff respondió dando una breve orden a
uno de sus oficiales.

Enseguida, las filas de prisioneros fueron brutalmente
recorridas por los soldados. Aquellos desgraciados, estimulados a
golpes de látigo o empujados a punta de lanza, tuvieron
que levantarse con toda rapidez y formar en la circunferencia del
campamento. Un cuádruple cordón de infantes y
jinetes dispuestos tras ellos hacía imposible cualquier
tentativa de evasión.

Pronto se hizo el silencio y, a una señal de Ivan
Ogareff, Sangarra se dirigió hacia el grupo entre el cual
se encontraba Marfa Strogoff.

La anciana la vio venir y comprendió lo que iba a
pasar. Una sonrisa desdeñosa apareció en sus
labios; después, inclinándose hacia Nadia, le dijo
en voz baja:

-¡Tú no me conoces, hija mía! Ocurra
lo que ocurra y por dura que fuese la prueba, no digas una
palabra ni hagas ningún gesto. Se trata de él, y no
de mí.

En ese momento, Sangarra, después de haberla
mirado por unos instantes, puso su mano sobre el hombro de la
anciana.

-¿Qué quieres de mí? -le
preguntó Marfa Strogoff.

-Ven -respondió Sangarra.

Y, empujándola con la mano, la condujo frente a
Ivan Ogareff, en el centro de aquel espacio cerrado.

Marfa Strogoff, al encontrarse cara a cara con Ivan
Ogareff, enderezó el cuerpo, cruzó los brazos y
esperó.

-Tú eres Marfa Strogoff, ¿no es cierto?
-preguntó el traidor.

-Sí -respondió la anciana con
calma.

-¿Rectificas lo que me constestaste cuando te
interrogué en Omsk, hace tres días?

-No.

-¿Asi pues, ignoras que tu hijo, Miguel Strogoff,
correo del Zar, ha pasado por Omsk?

-Lo ignoro.

-Y el hombre en
el que creíste reconocer a tu hijo en la parada de posta
¿no era él? ¿No era tu hijo?

-No era mi hijo.

-¿Y no lo has visto después, entre los
prisioneros?

-No.

Tras esta respuesta, que denotaba una inquebrantable
resolución de no confesar nada, un murmullo se
levantó entre la multitud de prisioneros.

Ivan Ogareff no pudo contener un gesto de
amenaza.

-¡Escucha! -gritó a Marfa Strogoff-.
¡Tu hijo está aquí y tú vas a
señalarlo inmediatamente!

-No.

-¡Todos estos hombres, capturados en Omsk y en
Kolyvan, van a desfilar ante ti y si no señalas a Miguel
Strogoff recibirás tantos golpes de knut como
hombres hayan desfilado!

Ivan Ogareff había comprendido que, cualesquiera
que fuesen sus amenazas y las torturas a que sometiera a la
anciana, la indomable siberiana no hablaría. Para
descubrir al correo del Zar contaba, pues, no con ella, sino con
el mismo Miguel Strogoff. No creía posible que cuando
madre e hijo se encontraran frente a frente, dejara de
traicionarles algún movimiento irresistible.

Ciertamente, si sólo hubiera querido apoderarse
de la carta imperial, le bastaba con dar orden de que se
registrara a todos los prisioneros; pero Miguel Strogoff
podía haberla destruido, no sin antes informarse de su
contenido y, si no era reconocido, podía llegar a Irkutsk,
desbaratando los planes de Ivan Ogareff. No era únicamente
la carta lo que necesitaba el traidor, sino también a su
mismo portador.

Nadia lo había oído todo y ahora ya
sabía qué era Miguel Strogoff y por qué
había querido atravesar las provincias invadidas sin ser
reconocido.

Cumpliendo la orden de Ivan Ogareff, los prisioneros
desfilaron uno a uno por delante de Marfa Strogoff, la cual
permanecía inmóvil como una estatua y cuya mirada
expresaba la más completa indiferencia.

Su hijo se encontraba en las últimas filas y
cuando le tocó el turno de pasar delante de su madre,
Nadia cerró los ojos para no verlo.

Miguel Strogoff permanecía aparentemente
impasible, pero las palmas de sus manos sangraban a causa de las
uñas que se habían clavado en ellas.

¡Ivan Ogareff había sido vencido por la
madre y el hijo!

Sangarra, situada cerca de él, no
pronunció más que dos palabras:

-¡El knut!

-¡Sí! -gritó Ivan Ogareff, que no
era dueño de sí mismo-. ¡El knut para
esta vieja bruja! ¡Hasta que muera!

Un soldado tártaro, llevando en la mano ese
terrible instrumento de tortura, se acercó lentamente a
Marfa Strogoff.

El knut está compuesto por una serie de
tíras de cuero, en
cuyos extremos llevan varios alambres retorcidos. Se estima que
una condena a ciento veinte de estos latigazos equivale a una
condena de muerte. Marfa Strogoff lo sabía; pero
sabía también que ninguna tortura le haría
hablar y estaba dispuesta a sacrificar su vida.

Marfa Strogoff, asida por dos soldados, fue puesta de
rodillas. Su ropa fue rasgada para dejar al descubierto la
espalda y delante de su pecho, a solo unas pulgadas, colocaron un
sable. En el caso de que el dolor la hiciera flaquear, aquella
afilada punta atravesaría su pecho.

El tártaro que iba a actuar de verdugo estaba de
pie a su lado.

Esperaba.

-¡Va! –dijo Ivan Ogareff.

El látigo rasgó el aire

Pero antes de que hubiera golpeado, una poderosa mano lo
había arrancado de las manos del
tártaro.

¡Allí estaba Miguel Strogoff!
¡Aquella horrible escena le había hecho saltar! Si
en la parada de Ichim se había contenido cuando el
látigo de Ivan Ogareff lo había golpeado, ahora, al
ver que su madre iba a ser azotada, no había podido
dominarse.

Ivan Ogareff había triunfado.

-¡Miguel Strogoff! -gritó.

Después, avanzando hacia él,
dijo:

-¡Ah! ¡El hombre de Ichim!

-¡El mismo! -exclamó Miguel
Strogoff.

Y levantando el knut, cruzó con él
la cara de Ivan Ogareff.

-¡Golpe por golpe! -dijo.

-¡Bien dado! -gritó la voz de un espectador
que, afortunadamente para él, se perdió entre la
multitud.

Veinte soldados se lanzaron sobre Miguel Strogoff con la
intención de matarlo, pero Ivan Ogareff, al que se le
había escapado un grito de rabia y de dolor, los contuvo
con un gesto.

-¡Este hombre está reservado a la justicia del
Emir! ¡Que se le registre!

La carta con el escudo imperial fue encontrada en el
pecho de Miguel Strogoff, el cual no había tenido tiempo
de destruirla, y fue entregada a Ivan Ogareff.

El espectador que había pronunciado las palabras
« ¡Bien dado! », no era otro que Alcide
Jolivet. Él y su colega se habían detenido en el
campamento, siendo testigos de la escena.

– ¡Pardiez! -dijo Alcide Jolivet-. ¡Estos
hombres del norte son gente ruda! ¡Debemos una
reparación a nuestro compañero de viaje, porque
Korpanoff, o Strogoff, la merece! ¡Hermosa revancha del
asunto de Ichim!

-Sí, revancha -respondió Harry Blount-,
pero Strogoff es hombre muerto. En su propio interés
hubiera hecho mejor no acordándose tan pronto.

-¿Y dejar morir a su madre bajo el
knut?

-¿Cree usted que tanto ella como su hermana
correran mejor suerte con su comportamiento?

-Yo no creo nada; yo no sé nada -respondió
Alcide Jolivet-. ¡Únicamente sé lo que yo
hubiera hecho en su lugar! ¡Qué cicatriz!
¡Qué diablos, es necesario que a uno le hierva la
sangre alguna vez! ¡Dios nos habría puesto agua en
las venas, en lugar de sangre, si nos hubiera querido conservar
siempre imperturbables ante todo!

-¡Bonito incidente para una crónica! -dijo
Harry Blount-. Si Ivan Ogareff quisiera comunicamos el contenido
de la carta…

Ivan Ogareff, después de manchar la carta con la
sangre que le cubría el rostro, había roto el sello
y la leyó y releyó largamente, como si hubiera
querido penetrar todo su contenido.

Terminada la lectura,
dio órdenes para que Miguel Strogoff fuera estrechamente
agarrotado y conducido a Tomsk con los otros prisioneros,
tomó el mando de las tropas acampadas en Zabediero y, al
ruido
ensordecedor de los tambores y trompetas, se dirigió hacia
la ciudad donde esperaba el Emir.

4

LA
ENTRADA TRIUNFAL

Tomsk, fundada en 1604, casi en el corazón mismo
de las provincias siberianas, es una de las más
importantes ciudades de la Rusia asiática. Tobolsk,
situada por encima del paralelo sesenta, e Irkutsk, que se
levanta más allá del meridiano cien, han visto
crecer Tomsk a sus expensas.

Sin embargo, Tomsk, como queda dicho, no es la capital
de esta importante provincia, sino que es en Omsk en donde reside
el gobernador general y todos los elementos oficiales.

Pese a ello, Tomsk es la ciudad más importante de
este territorio, que limita con los montes Altai, es decir, en la
frontera
china del
país de los jalcas. Desde las pendientes de estas
montañas son incesantemente transportados hasta el valle
del Tom cargamentos de platino, oro, plata, cobre y plomo
aurífero. Siendo tan rico el país, la ciudad
también lo es, porque es el centro de estas
fructíferas explotaciones. De ahí el lujo de sus
mansiones, de sus mobiliarios y de sus costumbres, que puede
rivalizar con las más grandes capitales de
Europa.

Es una ciudad de millonarios enriquecidos por el pico y
la pala que, si no tiene el honor de ser la residencia de los
representantes del Zar, tiene el consuelo de contar con los
más importantes hombres de negocios que
residen en la ciudad concesionaria de minas más
importantes del gobierno imperial.

Antiguamente Tomsk pasaba por estar situada en el fin
del mundo, y si se quería ir a ella había que hacer
todo un largo viaje. Pero en la actualidad esto no es más
que un simple paseo, cuando el país no está hollado
por las plantas de los
invasores. Pronto será construido el ferrocarril que la
enlazará con Perm, atravesando la cadena de los
Urales.

¿Es bonita la ciudad? Hay que convenir en que los
viajeros no están de acuerdo con este punto de vista. La
señora de Bourboulon, que permaneció varios
días en ella durante su viaje desde Shangai a
Moscú, la describe como una ciudad poco pintoresca. Si nos
atenemos a su descripción, ésta es una ciudad
insignificante, con viejas casas de piedra y ladrillo, con calles
estrechas y muy diferentes de las que se encuentran
ordinariamente en las ciudades siberianas más importantes;
sucios barrios donde se amontonan particularmente los
tártaros y en los cuales pululan con toda tranquilidad los
borrachos, «cuya embriaguez es apática, como la de
todos los pueblos del norte».

El viajero Henri Russel-Killough, sin embargo, se
declara entusiasta admirador de Tomsk. ¿Será a
causa de que la visitó en pleno invierno, cuando la ciudad
está bajo su manto de nieve, y la señora Bourboulon
la visitó durante el verano? Podría ser, lo cual
confirmaría la opinión de que ciertos países
fríos no pueden apreciarse en toda su belleza más
que durante la estación fría, como ciertos
países cálidos, durante la estación
calurosa.

Sea como fuere, el señor Russel-Killough
afirmó positivamente que Tomsk no es solamente la
más hermosa ciudad de Siberia, sino una de las más
hermosas ciudades del mundo, con sus casas de columnas y
peristilos, sus aceras de madera, sus
calles largas y regulares y sus quince magníficas iglesias
que se reflejan en las aguas del Tom, más largo que
ningún río de Francia.

La verdad está seguramente en el término
medio de las dos opiniones. Tomsk cuenta con una población de veinticinco mil habitantes y
está pintorescamente situada sobre una amplia colina, cuyo
declive es bastante áspero.

Pero la ciudad más hermosa del mundo se convierte
en la más fea cuando se ve ocupada por invasores.
¿Quién hubiera querido admirarla en esta epoca?
Defendida únicamente por varios batallones de cosacos a
pie, que residen allí permanentemente, no había
podido resistir los ataques de las columnas del Emir. Una cierta
parte de su población, que es de origen tártaro, no
había acogido desfavorablemente a esas hordas de
tártaros como ellos y, en estos momentos, Tomsk no
parecía ser más rusa o más siberiana que en
el caso de que hubiera sido trasladada al centro de los khanatos
de Khokhand o de Bukhara.

Era, pues, en Tomsk donde el Emir iba a recibir a sus
tropas victoriosas. Una fiesta con cantos, danzas y
fantasías, seguida de una ruidosa orgía, iba a
celebrarse en honor de estas tropas.

El teatro elegido para la ceremonia, dispuesto siguiendo
el gusto asiático, era un vasto anfiteatro situado sobre
una parte de la colina, que domina a un centenar de pies el curso
del Tom. Todo este horizonte, con su amplia perspectiva de
elegantes mansiones y de iglesias con sus ventrudas
cúpulas, los numerosos meandros del río y los
bosques sumergidos en la cálida bruma, aparecía
todo dentro de un admirable cuadro de verdor que le
proporcionaban algunos soberbios grupos de pinos y
de gigantescos cedros.

A la izquierda del anfiteatro se había levantado
una especie de brillante decorado, representando un palacio de
bizarra arquitectura -sin
duda, imitaba algún espécimen de esos monumentos
bukharlanos, semimoriscos y semitártaros-, colocado
provisionalmente sobre anchas terrazas. Por encima de ese
palacio, en la punta de los minaretes de que estaba erizado por
todas partes, entre las ramas más altas de los árboles
que daban sombra al anfiteatro, revoloteaban a centenares las
cigüeñas domésticas que habían llegado
de Bukhara siguiendo al ejército
tártaro.

Estas terrazas estaban reservadas para la corte del
Emir, los khanes aliados suyos, los grandes dignatarios de los
khanatos y los harenes de cada uno de estos soberanos del
Turquestán.

De estas sultanas, cuya mayor parte no son más
que esclavas compradas en los mercados de
Transcaucasia o Persia, unas tenían el rostro descubierto
y otras llevaban un velo que las ocultaba a todas las miradas,
pero todas iban vestidas con un lujo extremo. Sus elegantes
túnicas, cuyas mangas recogidas hacia atrás
anudábanse a la manera del puf europeo, dejaban ver
sus brazos desnudos, cuajados de brazaletes unidos por cadenas de
piedras preciosas, y sus diminutas manos, en cuyos dedos
brillaban las uñas pintadas con jugo de henneb. Al
menor movimiento de sus túnicas, unas de seda, comparables
por su suavidad a las telas de araña, y otras de flexible
aladja, que es un tejido de algodón
a rayas estrechas, percibíase el fru-fru tan agradable a
los oídos de los orientales. Bajo estos vestidos llevaban
brillantes faldas de brocado que cubrían el
pantalón de seda, sujeto un poco más arriba de sus
finas botas, de graciosas formas y bordadas de perlas.

Algunas de las mujeres que no iban cubiertas con velos
mostraban sus cabellos hermosamente trenzados, que escapaban de
sus turbantes de colores variados,
ojos admirables, dientes magníficos y tez brillante, cuya
belleza acrecentaba la negrura de sus cejas, unidas por un ligero
tinte artificial y sus párpados pintados con
lápiz.

Al pie de las terrazas, abrigadas por estandartes y
orifiamas, vigilaba la guardia personal del
Emir, con su doble sable curvado pendiendo de la cadera,
puñal en la cintura y lanza de diez pies de longitud en la
mano. Algunos de estos tártaros llevaban bastones blancos
y otros eran portadores de enormes alabardas, adornadas con
cintas de plata y oro.

En todo el contorno, hasta los últimos planos de
este vasto anfiteatro, sobre los escarpados taludes cuya base
bañaba el Tom, se amontonaba una multitud cosmopolita,
compuesta por todos los elementos oriundos de Asia central.
Allí estaban los usbecks con sus grandes gorros de piel de
oveja negra, su barba roja, sus ojos grises y sus arkaluk,
especie de túnica cortada a la moda
tártara; allí se encontraban los turcomanos,
vestidos con su traje nacional, consistente en pantalón
ancho de color claro,
dormán y manto de piel de camello, gorro rojo,
cómco o plano, botas altas de cuero de Rusia y el
puñal suspendido de la cintura por medio de una correa;
allí, cerca de sus dueños, agrupábanse las
mujeres turcomanas que, llevando en los cabellos postizos de pelo
de cabra en forma de trenzas, dejaban ver bajo la djuba
rayada en azul, púrpura y verde la camisa abierta, y
mostraban sus piernas adornadas con cintas de colores,
entrecruzadas desde las rodillas hasta los chanclos de cuero; y,
como si todos los pueblos de la frontera ruso-china se hubiesen
levantado a la voz del Emir, veíanse también
allí manchúes con la frente y las sienes rasuradas,
los cabellos trenzados, las túnicas largas, camisa de seda
ajustada al cuerpo por medio de un cinturón y gorros
ovales de satén de color cereza, bordados en negro y con
franjas rojas, y, con ellos, los admirables tipos de las mujeres
manchúes, coquetonamente adornadas con flores artificiales
prendidas con agujas de oro y mariposas delicadamente posadas
sobre sus negras cabelleras. Completaban aquella multitud
invitada a la fiesta tártara numerosos mongoles,
bukharianos, persas y chinos del Turquestán.

Unicamente los siberianos faltaban a esta
recepción dada por los invasores. Los que no habían
podido huir estaban confinados en sus casas, con el temor de que
Féofar-Khan ordenase el pillaje de la ciudad como digno
remate a esta ceremonia triunfal.

A las cuatro, el Emir hizo su entrada en la plaza, bajo
el ensordecedor ruido de las trompetas, de los tambores y las
descargas de artillería y fusilería.

Féofar montaba sobre su caballo favorito, que
ostentaba en la cabeza un penacho de diamantes.

El Emir se había puesto su traje de guerra y a su
lado marchaban los khanes de Khokhand y de Kunduze, los grandes
dignatarios de los khanatos y todo su numeroso estado
mayor.

En ese momento hizo su aparicion sobre la terraza la
favorita de Féofar, la reina, si esta calificación
puede darse a los sultanes de los estados bukharianos. Pero,
reina o esclava, esta mujer de origen persa era admirablemente
bella. Contrariamente a la costumbre mahometana y, seguramente,
por capricho del Emir, llevaba el rostro descubierto. Su
cabellera, Partida en cuatro partes, acariciaba sus hombros de
brillante blancura, apenas cubiertos con un velo de seda laminado
en oro que, por detrás, iba sujeto a un gorro recamado de
piedras preciosas de incalculable valor. Bajo su
falda de seda azul, con anchas rayas de tonos más oscuros,
caía el zir-djameh, de gasa de seda, y por encima
de la cintura sobresalía el pirahn, camisa del
mismo tejido que se abría graciosamente subiendo alrededor
de su cuello; pero desde la cabeza a los pies, calzados con
pantuflas persas, era tal la profusión de joyas, tomanes
de oro enhebrados en hilos de plata, rosarios de turquesas
firuzehs extraídas de las célebres minas de
Elburz, collares de cornalinas, de ágatas, de esmeraldas,
de ópalos y de zafiros que llevaba sobre su corpiño
y su falda, que parecía que estas prendas estaban tejidas
con piedras preciosas.

En cuanto a los millares de diamantes que brillaban en
su cuello, brazos, manos, cintura y pies, millones de rublos no
hubieran bastado para pagar su valor y, a la intensidad de los
fulgores que despedían, se hubiera podido creer que en el
interior de cada uno de ellos, una corriente
eléctrica provocaba un arco voltalco hecho de rayo de
sol.

El Emir y los khanes pusieron pie a tierra, al
igual que los dignatarios que componían su cortejo,
ocupando todos ellos su sitio en una magnífica tienda
elevada en el centro de la primera terraza. Delante de la tienda,
como siempre, el Corán estaba sobre la mesa
sagrada.

El lugarteniente de Féofar-Khan no se hizo
esperar y, antes de las cinco, los sones de las trompetas
anunciaron su llegada.

Ivan Ogareff -el «cariacuchillado», como ya
se le llamaba-, vistiendo esta vez uniforme de oficial
tártaro, llegó a caballo frente a la tienda del
Emir. Iba acompañado por una parte de los soldados del
campamento de Zabediero, que situaron a los lados de la plaza, en
medio de la cual no quedaba más que el espacio justo
reservado a los espectáculos.

En el rostro del traidor se veía una ancha
cicatriz que cruzaba oblicuamente su mejilla de parte a
parte.

Ivan Ogareff presentó al Emir a sus principales
oficiales y Féofar-Khan, sin apartarse de la frialdad que
constituía el fondo de su rango, los acogió de
manera que quedaron satisfechos del recibimiento.

Esa fue, al menos, la impresión de Harry Blount y
Alcide Jolivet, los dos inseparables que ahora se habían
asociado para la caza de noticias.

Después de haber dejado Zabediero, habían
llegado a Tomsk con toda rapidez. Su proyecto era abandonar
cuanto antes la compañía de los tártaros y
unirse a cualquier cuerpo de ejército ruso lo más
pronto posible y, si podían, llegar con ellos hasta
Irkutsk.

Lo que habían visto de la invasión, sus
incendios,
pillaje y muertes, les había horrorizado profundamente y
sentían el deseo de encontrarse entre las filas del
ejército siberiano.

Sin embargo, Alcide Jolivet había hecho
comprender a su colega que no podían abandonar Tomsk sin
tomar algunas notas sobre aquella entrada triunfal de las tropas
tártaras -aunque sólo fuera para satisfacer la
curiosidad de su prima-, y Harry Blount se decidió a
quedarse durante unas horas; pero la misma tarde debían
partir ambos para volver sobre la ruta de Irkutsk y, bien
montados como iban, esperaban adelantarse a los exploradores del
Emir.

Alcide Jolivet y Harry Blount estaban, pues, mezclados
entre la multitud y miraban la forma de no perderse ningún
detalle de una fiesta que les proporcionaría motivo para
una buena crónica. Admiraron la magnificencia de
Féofar-Khan, sus mujeres, sus oficiales, su guardia y toda
esa pompa oriental, de la que las ceremonias europeas no pueden
dar ni una ligera idea. Pero se volvieron con desprecio cuando
Ivan Ogareff se presentó ante el Emir y esperaron, con
cierta impaciencia, a que la fiesta comenzase.

-Lo ve usted, mi querido Blount –dijo Alcide Jolivet-,
hemos venido demasiado pronto, como buenos burgueses que velan
por su dinero. Todo
esto no es mas que un levantamiento de telón y hubiera
sido de mejor gusto llegar en el momento que comenzase el
ballet.

-¿Qué ballet? -preguntó Harry
Blount.

-¡El ballet obligatorio, pardiez! Pero creo que va
a levantarse el telón.

Alcide Jolivet hablaba como si se encontrase en la
ópera y, sacando sus gemelos se preparó a observar,
como buen entendido, a las primeras figuras de la troupe de
Féofar.

Pero una penosa ceremonia iba a proceder a las
diversiones.

En efecto, el triunfo del vencedor no podía ser
completo sin la humillación pública de los
vencidos, por lo que varios centenares de prisioneros, conducidos
a latigazos por los soldados, fueron obligados a desfilar delante
de Féofar-Khan y sus aliados, antes de ser encerrados con
el resto de sus compañeros en la cárcel de la
ciudad.

Entre aquellos prisioneros figuraba, en primera fila,
Miguel Strogoff, que iba especialmente custodiado por un
pelotón de soldados. Su madre y Nadia estaban
también allí.

La vieja siberiana, siempre tan enérgica cuando
se trataba de sus propios sufrimientos, tenía ahora el
rostro horriblemente pálido. Esperaba alguna horrible
escena, porque su hijo no había sido conducido ante el
Emir sin una razón determinada. Temía por
él. Ivan Ogareff había sido golpeado
públicamente con el knut que ya se había
levantado sobre ella y no era hombre que perdonase las ofensas.
Su venganza no tendría piedad. Algún insoportable
suplicio, habitual en los bárbaros de Asia central,
amenazaba con certeza a Miguel Strogoff. Si Ivan Ogareff
había impedido que lo mataran los soldados que se
habían lanzado sobre él, era porque sabía
muy bien lo que hacía reservándole a la justicia
del Emir.

Además, madre e hijo no habían podido
hablarse después de la funesta escena del campamento de
Zabediero, porque les mantenían implacablemente separados
el uno del otro. Esto agravaba aún más sus penas,
las cuales se hubieran suavizado de haber podido vivir juntos
unos pocos días de cautiverio. Marfa Strogoff hubiera
querido pedir perdón a su hijo por todo el mal que le
había causado involuntariamente, ya que se acusaba a
sí misma de no haber sabido dominar sus sentimientos
maternales. ¡Si hubiera sabido contenerse en Omsk, en
aquella parada de posta, cuando se encontró cara a cara
con él, Miguel Strogoff hubiera pasado sin ser reconocido
y cuántas desgracias hubieran evitado!

Y Miguel Strogoff pensaba, por su parte, que si su madre
estaba allí, era para que sufriera también su
propio suplicio. ¡Puede que, como a él, le estuviera
reservada una espantosa muerte!

En cuanto a Nadia, se preguntaba qué podía
hacer para salvar a uno y otra; cómo poder ayudar al hijo
y a la madre. No sabía qué cosa imaginar, pero
presentía vagamente que antes que nada debía evitar
llamar la atención sobre ella. ¡Era preciso
disimular, hacerse pequeña! Puede que entonces pudiera
romper la red que
aprisionaba al león. En cualquier caso, si se le
presentara cualquier ocasión, intentaría
aprovecharla aunque tuviera que sacrificar su vida por el hijo de
Marfa Strogoff.

Mientras tanto, la mayor parte de los prisioneros
acababa de desfilar por delante del Emir y, al pasar por delante
de él, cada uno de los cautivos había tenido que
postrarse, clavando la frente en el suelo en señal de
servidumbre. ¡La esclavitud
comenzaba por la humillación! Cuando alguno de aquellos
infortunados era demasiado lento al inclinarse, las rudas manos
de los guardias les lanzaban violentamente contra el
suelo.

Alcide Jolivet y su compañero no podían
presenciar parecido espectáculo sin experimentar una
verdadera indignación.

-¡Es infame! ¡Vámonos! -dijo Alcide
Jolivet.

-¡No! -respondió Harry Blount-. ¡Es
preciso verlo todo!

-¡Verlo todo … ! ¡Ah! -gritó de
pronto Alcide Jolivet, agarrando el brazo de su
compañero.

-¿Qué le pasa? -preguntó Harry
Blount.

-¡Mire, Blount! ¡Es ellal

-¿Ella?

-¡La hermana de nuestro compañero de viaje!
¡Sola y prisionera! ¡Es preciso salvarla!

-Conténgase -respondió Harry Blount
fríamente-. Nuestra intervención en favor de esta
joven podría serle más perjudicial
todavía.

 

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