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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 9)



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Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

 

Porque, efectivamente, grandes haces de chispas
salían disparadas de las casas, cada una de las cuales era
un verdadero horno ardiendo. En medio de las columnas de humo,
las chispas se remontaban en el aire hasta
alturas de quinientos o seiscientos pies. Sobre la orilla
derecha, expuesta de frente a esta hoguera, los árboles
y los acantilados aparecían como inflamados. Por tanto,
bastaba que una chispa cayera sobre la superficie del Angara,
para que el incendio se propagase sobre las aguas y llevara el
desastre de una a otra orilla. Esto significaba, en breve plazo,
la destrucción de la balsa y la muerte de
quienes transportaba.

Pero, afortunadamente, la débil brisa de la noche
no era suficientemente fuerte de ese lado, sino que soplaba con
más fuerza del
este y proyectaba las llamas y las chispas hacia la parte
izquierda. Era, pues, posible que los fugitivos lograran escapar
a este nuevo peligro.

Efectivamente, dejaron atrás la población en llamas. Poco a poco fue
desapareciendo el estallído del incendio y
disminuyó el ruido de las
crepitaciones, ocultándose las últimas luces por
detrás de los altos acantilados que se elevaban en una
brusca curva del Angara.

Era alrededor de medianoche las sombras espesas
volvieron a proteger la balsa. Sobre las dos orillas del
río iban y venían los tártaros, a los que no
podían ver, pero sí oír. Las hogueras de los
puestos avanzados brillaban extraordinariamente.

Sin embargo, cada vez se hacía más
necesario maniobrar con precisión en medio de los hielos
que se iban estrechando.

El viejo marinero se puso de pie y los campesinos
tomaron sus pértigas. Todos tenían alguna tarea que
realizar porque la conducción de la balsa se volvía
más difícil por momentos, al obstruirse
visiblemente el curso del río.

Miguel Strogoff se deslizó hasta la
proa.

Alcide Jolivet le siguió.

Ambos hombres escucharon lo que decían el viejo
marinero y sus hombres:

-¡Vigila por la derecha!

.¡Los hielos se condensan a la
izquierda!

-¡Aguanta! ¡Aguanta con la
pértiga!

-¡Antes de una hora estaremos
bloqueados…

-¡Dios no lo quiera! -respondió el viejo
marinero-. Contra su voluntad no hay nada que hacer

-¿Ha oído
usted? -preguntó Alcide Jolivet.

-Sí -respondió Miguel Strogoff-, pero Dio
está con nosotros.

Sin embargo, la situación se agravaba cada vez
más. Si la balsa quedaba detenida por el camino, los
fugitivos no solamente no llegarían a Irkutsk, sino que se
verían obligados a abandonar el aparejo flotante, el cual,
aplastado por los témpanos no tardaría en
desaparecer bajo sus pies. Las cuerdas de mimbre se
romperían, los troncos de pino, separados violentamente se
incrustarían bajo aquella dura costra y los desgraciados
no tendrían otro refugio que los mismos bloques de hielo.
Después, una vez que llegase el día, serían
localizados por los tártaros y masacrados sin
piedad.

Miguel Strogoff volvió a popa en donde Nadia le
esperaba y, aproximándose a la joven, tomó su mano
y le hizo la eterna pregunta:

-¿Estás dispuesta, Nadia?

A la cual ella respondió, como
siempre:

-Estoy dispuesta.

Durante algunas verstas todavía, la balsa
continuó deslizándose en medio de los hielos
flotantes. Si el Angara se estrechaba, se formaría una
barrera y, consecuentemente, sería imposible seguir
deslizándose por la corriente. La deriva ya se
hacía muy lentamente, porque a cada instante se
producían choques o tenían que dar rodeos;
aquí tenían que evitar un abordaje y allá
pasar por una estrechura, todo lo cual significaba inquietantes
retrasos.

Efectivamente, no quedaba más que algunas horas
de oscuridad y si los fugitivos no estaban en Irlutsk antes de
las cinco de la madrugada, debían perder todas las
esperanzas de llegar jamás.

Pero, pese a cuantos esfuerzos se realizaron, a la una y
media la balsa chocó contra una barrera y se detuvo
definitivamente. Los bloques de hielo que arrastraba el agua se
precipitaban sobre la balsa, aprisionándola contra aquel
obstáculo, y la inmovilizaron como si hubiera encallado en
un arrecife.

En aquel lugar el Angara se estrechaba y su lecho
quedaba reducido a la mitad de la anchura normal. Allí,
los hielos se habían acumulado poco a poco,
soldándose unos a otros bajo la doble influencia de la
presión, que era muy considerable, y del
frío, que había redoblado su intensidad.

Quinientos pasos más adelante, el lecho del
río se ensancha de nuevo y los bloque,
desprendiéndose lentamente de aquel campo helado,
continuaban derivando hacia Irkutsk. Es probable, pues, que sin
ese estrechamiento de las orillas no se formara la barrera y la
balsa hubiese podido continuar descendiendo por la corriente.
Pero la desgracia era irreparable y los fugitivos debían
abandonar toda esperanza de llegar a su meta.

Si hubieran tenido a su disposición los
útiles que emplean ordinariamente los balleneros para
abrirse canales a través de los hielos; si hubieran podido
cortar ese campo helado hasta el punto donde se ensancha de nuevo
el río, es posible que aún hubiera llegado a
tiempo. Pero
no tenían sierras, ni picos, ni herramienta alguna que les
permitiera romper aquella corteza, dura como el cemento.

¿Qué partido tomar?

En ese momento se oyeron descargas de fusil procedentes
de la orilla derecha del Angara y una lluvia de balas
alcanzó la balsa.

Evidentemente, los desgraciados fugitivos habían
sido localizados, porque otras detonaciones comenzaron a tronar
desde la orilla izquierda.

Los fugitivos, cogidos entre dos fuegos, se convirtieron
en el blanco de los tártaros y algunos de ellos fueron
heridos, pese a que en medio de la oscuridad, las armas
tenían que ser disparadas necesariamente al
albur.

-Ven, Nadia -murmuró Miguel Strogoff al
oído de la joven.

Sin hacer observación alguna, «dispuesta a
todo», Nadia tomó la mano de Miguel
Strogoff.

-Se trata de atravesar la barrera -le dijo en voz baja-,
pero que nadie nos vea abandonar la balsa.

Nadia obedeció. Miguel Strogoff y ella se
deslizaron con rapidez por la superficie helada del rio,
amparándose en la profunda oscuridad que reinaba,
únicamente rota en algunos puntos por los disparos de los
tártaros.

La joven se arrastraba delante del correo del Zar. Las
balas hacían impacto alrededor de ellos, como una violenta
granizada que crepitaba sobre el hielo, cuya superficie escabrosa
y erizada de vivas aristas les dejaba las manos ensangrentadas,
pero ellos continuaban avanzando.

Diez minutos más tarde llegaban al extremo
inferior de la barrera, en donde las aguas del Angara
volvían a discurrir libremente. Algunos bloques se
desprendían, poco a poco, reemprendiendo el curso del
río, y deslizándose hacia Irkutsk.

Nadia comprendió lo que quería intentar
Miguel Strogoff y se dirigió a uno de aquellos bloques que
sólo estaba unido a la barrera por una estrecha lengua.

-Ven –dijo Nadia.

Miguel Strogoff y Nadia oían los disparos, los
gritos de desesperación, los aullidos de los
tártaros, que se dejaban oír río arriba.
Después, poco a poco, aquellos gritos de profunda angustia
y de feroz alegría, se fueron apagando en la
lejanía.

-¡Pobres compañeros! -murmuró
Nadia.

Durante media hora, la corriente arrastró
rápidamente el bloque de hielo que transportaba a Miguel
Strogoff y Nadia. A cada momento temían que se hundiera
bajo ellos, pero aquella improvisada balsa seguía en la
superficie, deslizándose por el centro de la corriente, de
forma que no les sería necesario imprimirle una dirección oblicua hasta que tuvieran que
acercarse a los muelles de Irkutsk.

Miguel Strogoff, con los dientes apretados y el
oído atento, no pronunciaba una sola palabra. ¡Nunca
había estado tan
cerca del objetivo y
presentía que iba a alcanzarlo … !

A la derecha brillaban las luces de Irkutsk y a la
izquierda las hogueras del campamento tártaro.

Miguel Strogoff no se encontraba más que a media
versta de la ciudad.

-¡Por fin! -murmuró.

Pero, de pronto, Nadia lanzó un grito.

Al oírlo, Miguel Strogoff se enderezó
sobre el bloque, haciéndolo balancearse. Su mano
señaló hacia lo alto del curso del Angara; su
rostro, iluminado por reflejos azulados, adquirió un
siniestro aspecto y, entonces, como si sus ojos se hubieran
abierto de nuevo a la luz,
gritó:

-¡Ah! ¡Dios mismo está contra
nosotros!

12

IRKUTSK

Irkutsk, capital de
Siberia oriental, es una ciudad que, en tiempos normales,
está poblada por unos treinta mil habitantes. Una margen
bastante alta que se levanta sobre la orilla derecha del Angara
sirve de asiento a sus iglesias, a las que domina una catedral, y
sus casas, dispuestas en un pintoresco desorden.

Contemplada a cierta distancia, desde lo alto de las
montañas que se elevan a una veintena de verstas sobre la
gran ruta siberiana, con sus cúpulas, sus campanarios, sus
agujas, esbeltas como minaretes, y sus domos, ventrudgs como
tibores japoneses, la ciudad tiene aspecto un tanto
oriental.

Pero a los ojos del viajero, esta impresión
desaparece desde el mismo instante en que traspasa la entrada de
la ciudad. Entonces, Irkutsk, mitad bizantina, mitad china, se
convierte en totalmente europea, con sus calles pavimentadas con
macadán, bordeadas de aceras atravesadas por canales y
sombreadas por gigantescos abedules; por sus casas de piedra y de
madera,
algunas de las cuales tienen varios pisos; por los numerosos
carruajes que circulan por ella, no sólo tarentas y
telegas, sino berlinas y calesas; y, en fin, por toda la
categoría de sus habitantes, muy al corriente de todos los
progresos de la civilización, a los que no resultan
extrañas las más modernas modas procedentes de
París.

En esta época, Irkutsk estaba abarrotada de gente
a causa de todos los refugiados siberianos de la provincia,
aunque abuntiaban las reservas de todo tipo, por el
depósito de los innumerables mercaderes que realizan sus
intercambios comerciales entre China, Asia central y
Europa. No
había, pues, nada que temer al admitir a los campesinos
del valle del Angar, a los mongoles-kalkas, a los tunguzes y a
los burets, dejando un desierto entre los invasores y la
ciudad.

Irkutsk es la residencia del gobernador general de
Siberia oriental. Por debajo de él se encuentra el
gobierno
civil, en cuyas manos se concentra la
administración de la provincia, el jefe de
policía, muy atareado siempre en una ciudad en la que
abundan los exiliados políticos, y, finalmente, el
alcalde, jefe de los mercaderes, persona muy
considerada por su inmensa fortuna y por la influencia que ejerce
sobre sus administrados.

La guarnición de Irkutsk estaba compuesta
entonces por un regimiento de cosacos a pie, que contaba
alrededor de dos mil hombres, y por un cuerpo permanente de
gendarmes, que llevan casco y un¡forme azul con galones
plateados.

Además, como ya se sabe, a causa de unas
especiales circunstancias, el hermano del Zar se encontraba en la
ciudad desde el comienzo de la invasión.

Vamos a precisar estas circunstancias.

Un viaje de importancia política había
llevado al Gran Duque a esas lejanas provincias de Asia
central.

El Gran Duque, después de haber recorrido las
principales ciudades siberianas, viajando más como militar
que como príncipe, sin ningún aparato oficial,
acompañado de sus oficiales y escoltado por un
destacamento de cosacos, se había trasladado hasta las
comarcas que están más allá del Baikal.
Nikolaevsk, la última ciudad rusa situada en el litoral
del mar de Okhotsk, había sido honrada con su
visita.

Una vez llegado hasta los confines del inmenso Imperio,
el Gran Duque regresaba a Irkutsk, desde donde contaba con
reemprender la ruta de regreso a Europa, cuando llegaron las
noticias de la
invasión tan amenazadora como inesperada. Se dio prisa por
llegar a la ciudad, pero cuando llegó, las comunicaciones
con Rusia iban a
quedar inmediatamente interrumpidas. Recibió
todavía algunos mensajes de Petersburgo y de Moscú,
y hasta pudo contestarlos, pero después el hilo
quedó cortado en las circunstancias que ya
conocemos.

Irkutsk estaba aislada del resto del mundo.

El Gran Duque no podía hacer otra cosa que
organizar la resistencia, a
cuya tarea se entregó con la seguridad y la
sangre
fría de las que había dado muestra en
innumerables ocasiones.

Las noticias de la caída de Ichim, Omsk y Tomsk,
sucesivamente, habían llegado a Irkutsk. Era preciso,
pues, salvar de la ocupación, al precio que
fuera, a la capital de la Siberia oriental.

No se podía confiar en recibir refuerzos
inmediatos. Las escasas tropas diseminadas por las provincias del
Amur y el gobierno de Irkutsk no podían llegar en
suficiente número para detener a las columnas
tártaras. Por lo tanto, era necesario poner la ciudad en
condiciones de resistir un sitio de cierta
duración.

Los trabajos comenzaron el día en que Tomsk cayo
en manos de los invasores y, al mismo tiempo que recibía
esta noticia, el Gran Duque supo que el Emir de Bukhara, junto
con los khanatos aliados, dirigía personalmente el
movimiento;
pero lo que ignoraba era que el lugarteniente del cabecilla de
aquellos bárbaros fuera Ivan Ogareff, un oficial ruso al
que él mismo había degradado y al que no
conocía personalmente.

Inmediatamente, tal como queda dicho, los habitantes de
la provincia de Irkutsk, recibieron la orden de abandonar pueblos
y ciudades. Los que no se refugiaron en la capital, tuvieron que
trasladarse a la parte opuesta del lago Balkal, donde
probablemente no llegarían los estragos de la
invasión.

Fueron requisadas las cosechas de trigo y de forrajes,
con destino al abastecimiento de la capital, y este último
baluarte del poderío
moscovita en el Extremo Oriente quedó en condiciones para
resistir el asedio durante algún tiempo.

Irkutsk, fundada en 1611, está situada en la
confluencia del Irkut y del Angara, sobre la orilla derecha de
este río. Dos puentes de madera suspendidos sobre pilotes,
dispuestos de forma que se abrían a toda la anchura del
canal para facilitar las necesidades de la navegación,
unen la ciudad con los suburbios que se levantan sobre la orilla
izquierda.

Por este lado, la defensa era fácil. Los
suburbios fueron desalojados por sus habitantes y los puentes
destruidos. El paso del Angara, muy ancho en ese lugar, no
hubiera sido posible bajo el fuego de los sitiados.

Pero el río podía ser franqueado
más arriba y más abajo de la ciudad y, por
consiguiente, Irkutsk corría el riesgo de ser
atacada por la parte este, donde no se levanta ninguna muralla
que la proteja.

Todos los brazos disponibles se ocuparon, noche y
día, en los trabajos de fortificación. El Gran
Duque se encontró con una población dedicada
ardorosamente a esta tarea y que más tarde derrochó
coraje en la defensa de la ciudad. Soldados, comerciantes,
exiliados y campesinos, todos se entregaron a la tarea de
salvacion común, y ocho días antes de que los
tártaros aparecieran sobre el Angara, quedaban levantadas
unas murallas de tierra y
cavada una fosa que fue inundada por las aguas del Angara,
cruzándose entre la escarpa y la contraescarpa. La ciudad
ya no podía ser conquistada por un simple golpe de mano,
sino que era necesario atacarla y asediarla.

La tercera columna tártara, que había
llegado remontando el valle del Yenisei, aparecio frente a
Irkutsk el 24 de septiembre, ocupando inmediatamente los
suburbios abandonados, cuyas casas habían sido demolidas
con el fin de que no dificultasen la acción
de la artillería del Gran Duque que, por desgracia, era
insuficiente.

Los tártaros se organizaron, pues, mientras
esperaban la llegada de las otras dos columnas, mandadas por el
Emir y sus aliados.

La reunión de los distintos cuerpos se
operó el 25 de septiembre en el campamento del Angara, y
todo el ejército, salvo las guarniciones dejadas en las
principales ciudades conquistadas, se concentró bajo e
mando de Féofar-Khan.

El paso del Angara fue considerado por Ivan Ogareff como
impracticable, al menos frente a Irkutsk; pero una buena parte de
las tropas atravesaron el río varias verstas más
abajo, sobre puentes de barcas dispuestas al efecto. El Gran
Duque no intentó siquiera oponerse, porque no hubiera
conseguido otra cosa que entorpecer la operación, pero no
impedirla, al no tener a su disposición artillería
de campaña. Con mucho sentido de la prudencia, pues,
quedó encerrado en el interior de Irkutsk.

Los tártaros ocuparon la orilla derecha del
río; después se remontaron hacia la ciudad,
incendiando a su paso la residencia veraniega del gobernador
general, situada en unos bosques que dominan el curso del Angara
desde lo alto de la margen. Los invasores fueron a tomar
definitivamente sus posiciones para el asedio, después de
haber rodeado completamente Irkutsk.

Ivan Ogareff, hábil ingeniero, era, ciertamente,
capaz de dirigir las operaciones de un
asedio regular; pero tenía escasez de
medios
materiales
necesarios para operar con rapidez. Por eso había confiado
sorprender Irkutsk, meta de todos sus esfuerzos.

Las cosas, como se ve, se le habían puesto de
forma muy diferente a como contaba que se presentasen. Por una
parte, la batalla de Tomsk había retrasado la marcha del
ejército; por otra, la rapidez que el Gran Duque
imprimió a los trabajos de defensa. Estas dos razones eran
suficientes para hacer tambalear sus proyectos al
encontrarse en la necesidad de plantear un asedio en toda
regla.

Sin embargo, por inspiración suya, el Emir
intentó por dos veces tomar la ciudad a costa de un gran
sacrificio de hombres, lanzando en masa a sus soldados contra los
puntos que consideraba más débiles de las
fortificaciones improvisadas. Pero ambos asaltos fueron
rechazados con coraje.

El Gran Duque y sus oficiales no dejaron de exponerse en
esta ocasión, poniéndose a la cabeza de la
población en las murallas, donde burgueses y campesinos
cumplieron admirablemente con su deber.

En el segundo asalto los tártaros consiguieron
forzar una de las puertas del recinto, teniendo lugar una lucha
cuerpo a cuerpo en el comienzo de la gran calle Bolchaia, de dos
verstas de longitud, que va a desembocar en la orilla del Angara;
pero los cosacos, los gendarmes y los ciudadanos civiles, les
opusieron tan tenaz resistencia, que los tártaros se
vieron obligados a volver a sus posiciones y esperar otra
oportunidad.

Fue entonces cuando Ivan Ogareff pensó lograr,
apelando a la traición, lo que no había podido
conseguir por la fuerza.

Se sabe que su proyecto era
penetrar en la ciudad, llegar hasta el Gran Duque, captarse su
confianza y, llegado el momento, abrir una de las puertas a los
sitiadores. Una vez hecho esto, saciaría su venganza en el
hermano del Zar.

La gitana Sangarra, que le había seguido hasta e
campamento del Angara, le impulsó a que pusiera en
ejecución su proyecto.

Efectivamente, decidió llevarlo a cabo sin
retraso. Las tropas rusas del gobierno de lakutsk marchaban ya
sobre Irkutsk. Estas tropas estaban concentradas en el curso
superior del río Lena, desde donde remontaban el valle del
Angara. Antes de seis días habrían llegado a las
puertas de la ciudad, por lo que antes de ese plazo, Irkutsk
tenía que haber sido tomada a traición.

Ivan Ogareff ya no dudó.

La noche del 2 de octubre se celebró un consejo
de guerra en el
palacio del gobernador general, donde residía el Gran
Duque.

Este palacio, levantado en un extremo de la calle
Bolchala, domina el curso del río en un amplio sector de
su recorrido. A través de las ventanas de la fachada
principal, se percibía perfectamente todo el movimiento
del campamento tártaro. Una artillería de mayor
alcance que la de los tártaros hubiera hecho inhabitable
este palacio.

El Gran Duque, el general Voranzoff, gobernador de la
ciudad y el alcalde y jefe de los comerciantes, a los que se
sumaba un cierto número de oficiales de alta
graduación, acababan de adoptar diversas
resoluciones.

-Señores -dijo el Gran Duque-, ustedes conocen
exactamente nuestra situación. Abrigo la firme esperanza
de que podremos mantenernos firmes hasta que lleguen las tropas
de Iakutsk. Entonces rechazaremos perfectamente a las hordas
tártaras y no seré yo quien impida que paguen cara
la invasión del territorio moscovita.

-Vuestra Alteza sabe que puede contar con toda la
población de Irkutsk -dijo el general
Voranzoff.

-Sí, general -respondió el Gran Duque-, y
rindo homenaje a su patriotismo. Gracias a Dios todavía no
ha sido víctima de los horrores de la epidemía y el
hambre y creo que conseguirá escapar; pero mientras tanto
sólo puedo admirar su coraje en la defensa de las
murallas. Recuerde bien mis palabras, señor alcalde,
porque quiero que las transmita literalmente.

-Doy las gracias a Vuestra Alteza, en nombre de la
ciudad -respondió el alcalde, continuando-. Me atrevo a
preguntar a Vuestra Alteza qué plazo máximo de
tiempo concede hasta la llegada de las tropas de
socorro.

-Seis días como máximo, señores
-respondió el Gran Duque-. Esta mañana ha
conseguido entrar en la ciudad un hábil y valiente
emisario y me ha comunicado que cincuenta mil rusos avanzan a
marchas forzadas bajo las órdenes del general Kisselef.
Hace dos días estaban en las orillas del Lena, en Kirensk,
y ahora, ni el frío ni la nieve les impedirán
llegar. Cincuenta mil hombres pertenecientes a tropas escogidas,
atacando a los tártaros por el flanco, nos librarán
pronto del asedio.

-Agregaré –dijo el alcalde- que el día en
que Vuestra Alteza ordene una salida, estaremos preparados para
ejecutar sus órdenes.

-Bien, señores. Esperemos a que la vanguardia de
nuestras fuerzas aparezca por las alturas y aplastaremos a los
invasores –dijo el Gran Duque, volviéndose después
hacia el general Voranzoff, añadiendo-: Mañana
visitaremos los trabajos de la orilla derecha. El Angara baja
lleno de témpanos que no tardarán en cimentarse, en
cuyo caso los tártaros puede que consiguieran pasar el
río.

-Permltidme Vuestra Alteza que haga una
observación –dijo el alcalde.

-Hacedla, señor.

-He visto más de una vez bajar la temperatura a
treinta o cuarenta grados bajo cero y el Angara siempre ha
arrastrado trozos de hielo, sin congelarse enteramente. Esto se
debe, sin duda, a la rapidez de su curso. Si los tártaros
no disponen de otros medios para franquear el río, yo
puedo garantizar a Vuestra Alteza que ellos no entrarán
así en Irkutsk.

El gobernador general confirmó las palabras de
alcalde.

-Es una afortunada circunstancia –dijo el Grar Duque-.
No obstante, estaremos preparados par, afrontar cualquier
eventualidad.

Volviéndose entonces hacia el jefe de
policía, le preguntó:

-¿No tiene usted nada que decirme,
señor…?

-He de hacer llegar a Vuestra Alteza una súplica
que se le dirige por mediación mía.

-¿Dirigida por … ?

-Los exiliados, de los que, como Vuestra Alteza sabe,
hay quinientos en la ciudad. ,

Los exillados políticos, repartidos por toda la
provincia, quedaban concentrados en Irkutsk desde el comienzo de
la invasión. Obedeciendo la orden de refugiarse en la
ciudad, abandonando los lugares donde ejercían diversas
profesiones, unos de médicos, otros de profesores, bien en
el Instituto, en la Escuela Japonesa
o en la Escuela de Navegación. Desde el primer momento el
Gran Duque, confiando como el Zar en su patriotismo, los
había armado, encontrando en ellos unos valientes
defensores.

-¿Qué piden los exiliados?
-preguntó el Gran Duque.

-Piden la autorización de Vuestra Alteza para
formar un cuerpo de elite, que sea situado a la cabeza de la
primera salida -repondió el jefe de
policía.

-Sí -dijo el Gran Duque, embargado por una
emocion que no intentó disimular-. ¡Estos exilados
son rusos y tienen derecho a luchar por su
país!

-Creo poder afirmar -agregó el gobernador
general- que Vuestra Alteza no tendrá mejores
soldados.

-Pero necesitan un jefe. ¿Quién va a ser?
-preguntó el Gran Duque.

-Les gustaría que Vuestra Alteza nombrase a uno
de ellos que se ha distinguido en diversas ocasiones.

-¿Es ruso?

-Sí, de las provincias
bálticas.

-¿Se llama … ?

-Wassili Fedor.

Este exiliado era el padre de Nadia.

Como se sabe, Wassili Fedor ejercía en Irkutsk su
profesión de médico. Era un hombre
bondadoso e instruido, dotado de un gran valor y del
más sincero patriotismo. Todo el tiempo que le dejaba
libre su dedicación a los enfermos y heridos lo empleaba
en organizar la resistencia. Fue él quien unió a
sus compañeros de exilio en una acción
común. Los exiliados, hasta entonces mezclados entre las
filas de la población, se habían comportado de tal
forma que llamaron la atención del Gran Duque. En varias salidas
habían pagado con su sangre la deuda contraída con
la santa Rusia.

¡Santa, en verdad, y amada por sus
hijos!

Wassili Fedor se había portado heroicamente y su
nombre había sido citado en varias ocasiones, pero nunca
pidió gracias ni favores y cuando los ex¡liados de
Irkutsk tuvieron el pensamiento de
formar un cuerpo de elite, él mismo ignoraba que tuvieran
la intención de elegirle su jefe.

Cuando el jefe de policía hubo pronunciado el
nombre, el Gran Duque respondió que no le era
desconocido.

-En efecto –dijo el general Voranzoff-, Wassili Fedor
es un hombre con gran valor y coraje. Es muy grande la influencia
que ejerce entre sus compañeros.

-¿Desde cuándo está en
Irkutsk?

-Desde hace dos años.

-¿Y su conducta
?

-Su conducta -dijo el jefe de policía-, es la de
un hombre sometido a las leyes especiales
que lo rigen.

-General –dijo el Gran Duque-, ¿quiere
presentármelo inmediatamente?

Las órdenes del Gran Duque fueron ejecutadas
enseguida, y no había transcurrido ni media hora cuando
Wassili Fedor era introducido en su presencia.

Era un hombre de unos cuarenta años a lo sumo, de
fisonomía severa y triste. Se notaba en él que toda
su vida se resumía en una palabra: lucha, y que
había luchado y sufrido. Sus rasgos recordaban
extraordinariamente los de Nadia Fedor.

A él, más que a ningun otro, la invasion
tartara lo había herido en su más querido afecto y
arruinado su suprema esperanza de padre, exiliado a ocho mil
verstas de su ciudad natal.

Una carta le
había llevado la noticia de la muerte de su
esposa y, al mismo tiempo, la partida de su hija, que
había obtenido autorización para reunirse con
él en Irkutsk.

Nadia debía haber salido de Riga el 10 de julio y
la invasión se produjo el 15. Si en esa época Nadia
había pasado la frontera.
¿Qué podía haber sido de ella en medio de
los invasores? Se concibe que este desgraciado padre estuviera
devorado por la inquietud, ya que desde aquellas fechas no
tenía ninguna noticia de su hija.

Wassili Fedor, una vez en presencia del Gran Duque, se
inclinó y esperó a ser interrogado.

-Wassili Fedor -le dijo el Gran Duque-, tus
compañeros de exilio han pedido formar un cuerpo de elite.
¿Ignoran que en esta clase de
cuerpos es preciso saber morir hasta el último
hombre?

-No lo ignoran -respondió Wassili
Fedor.

-Te quieren a ti por jefe.

-¿A mí, Alteza?

-¿Consientes ponerte al frente de
ellos?

-Sí, si el bien de Rusia lo precisa.

-Comandante Fedor -dijo el Gran Duque-, tu ya no eres un
exiliado.

-Gracias, Alteza, pero ¿puedo mandar a los que
todavía lo son?

-¡Ya no lo son!

¡Lo que acababa de otorgar el hermano del Zar era
el perdón para sus compañeros de exilio, ahora ya
sus compañeros de armas!

Wassili Fedor estrechó con emoción la mano
que le tendió el Gran Duque y salió de
palacio.

Éste, volviéndose hacia sus oficiales,
dijo sonriendo:

-El Zar no dejará de aceptar la letra de
perdón que he girado a su cargo. Nos hacen falta
héroes que defiendan la capital de Siberia y acabo de
hacerlos.

Era, efectivamente, un acto de justicia y de
buena política este perdón tan generosamente
otorgado a los exiliados de Irkutsk.

La noche había llegado ya, y a través de
las ventanas del palacio del gobernador general brillaban las
hogueras del campamento de los tártaros, que con sus
resplandores iluminaban más allá de la orilla del
Angara.

El río arrastraba numerosos bloques de hielo,
algunos de los cuales quedaban detenidos en su deslizarse sobre
las aguas por los pilotes de los antiguos puentes de
madera.

Los que la corriente mantenía en el canal
derivaban con extrema rapidez. Era evidente, como había
observado el alcalde, que el Angara difícilmente se
helaría en toda su superficie. El peligró, pues,
estaba conjurado por aquella parte, no debiendo preocupar a los
defensores.

Acababan de dar las diez de la noche y ya iba el Gran
Duque a despedir a sus oficiales, retirándose a sus
habitaciones, cuando se produjo un revuelo fuera de
palacio.

Casi al instante, se abrió la puerta del
salón, apareciendo un ayudante de campo del Gran Duque, el
cual, dirigiéndose hacia él, le dijo:

-¡Alteza, un correo del Zar!

13

UN
CORREO DEL ZAR

Un movimiento simultáneo impulsó a todos
los miembros del Consejo hacia la puerta entreabierta del
salón: ¡Un correo del Zar había llegado a
Irkutsk!

Si los oficiales hubieran reflexionado por un instante
la improbabilidad de este hecho, lo hubieran tomado, ciertamente,
como por un imposible.

El Gran Duque se dirigió con impaciencia hacia su
ayudante de campo, diciéndole:

-¡El correo!

Entró un hombre. Tenía el aspecto de estar
abrumado por la fatiga. Llevaba un vestido de campesino
siberiano, usado, hecho jirones, y en el cual se apreciaban
agujeros practicados por el impacto de las balas. Un gorro
moscovita le cubría la cabeza y una cuchillada, mal
cicatrizada aún, le cruzaba la mejilla. Este hombre,
evidentemente, había hecho un largo y penoso camino. Su
calzado, completamente destrozado, indicaba que había
tenido que recorrer a pie una parte del viaje.

-¿Su Alteza, el Gran Duque? -preguntó al
entrar.

El Gran Duque fue hacia él.

-¿Tú eres correo del Zar?
-preguntó.

-Sí, Alteza.

-¿Vienes…?

-De Moscú.

-¿Cuándo saliste de
Moscú?

-El 15 de julio.

-¿Cómo te llamas?

-Miguel Strogoff.

Era Ivan Ogareff. Había usurpado el nombre y la
condición de aquel al que creía reducido a la
impotencia. Ni el Gran Duque ni nadie le conocía en
Irkutsk y ni siquiera había tenido necesidad de cambiar
sus rasgos, y como estaba en condiciones de poder probar su
pretendida personalidad,
nadie dudaría de él.

Venía, pues, a precipitar el desarrollo del
drama de la invasión apelando a la traición y al
asesinato.

Después de la respuesta de Ivan Ogareff, el Gran
Duque hizo un gesto y todos sus oficiales se
retiraron.

El falso Miguel Strogoff y él quedaron solos en
el salón.

El Gran Duque miró a Ivan Ogareff durante algunos
instantes, con extrema atención. Después le
preguntó:

-¿Estabas en Moscu el 15 de julio?

-Sí, Alteza , y en la noche del 14 al 15, vi a su
Majestad, el Zar, en el Palacio Nuevo.

-¿Traes una carta del Zar?

-Aquí está.

Ivan Ogareff entregó al Gran Duque la carta
imperial, reducida a dimensiones casi
microscópicas.

-¿Esta carta la recibiste en tal estado?
-preguntó el Gran Duque, extrañado.

-No, Alteza, pero tuve que romper el sobre con el fin de
ocultarla mejor a los soldados del Emir.

-¿Has estado prisionero de los
tártaros?

-Sí, Alteza, durante varios días
-respondió Ivan Ogareff-, por eso, habiendo salido de
Moscú el 15 de julio, no he llegado a Irkutsk hasta el 2
de octubre, después de setenta y nueve días de
viaje.

El Gran Duque tomó la carta, la desplegó y
reconoció la firma del Zar, precedida de la fórmula
sacramental escrita de su propia mano. No había, pues,
ninguna duda sobre la autenticidad de la carta ni sobre la
identidad del
correo. Si su feroz fisonomía había inspirado, de
pronto, desconfianza en el Gran Duque, esta desconfianza
desapareció enseguida.

El Gran Duque permaneció callado durante algunos
instantes, leyendo atentamente la carta con el fin de captar
perfectamente todo su sentido.

A continuación, tomó de nuevo la
palabra.

-Miguel Strogoff, ¿conoces el contenido de esta
carta? -preguntó.

-Sí, Alteza. Podía verme forzado a
destruirla para que no cayera en manos de los tártaros y,
si llegaba ese caso, quería transmitir su texto exacto a
Vuestra Alteza.

-¿Sabes que esta carta nos conmina a morir antes
que rendir la ciudad?

-Lo sé.

-¿Sabes también que en ella se indican los
movimientos de tropas que han sido combinados para detener la
invasión?

-Sí, Alteza, pero esos movimientos no han tenido
éxito.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que Ichim, Omsk, Tomsk, por no citar
más que las ciudades importantes de las dos Siberias, han
sido sucesivamente ocupadas por los soldados de
Féofar-Khan.

-¿Pero ha habido combates? ¿Se han
enfrentado nuestros cosacos con los tártaros?

-Varias veces, Alteza.

-¿Y han sido rechazados?

-Eran unas fuerzas insuficientes.

-¿Dónde han tenido lugar esos
encuentros?

-En Kolyvan, en Tomsk…

Hasta aquí, Ivan Ogareff no había dicho
más que la verdad, pero con la intención de
desmoralizar a los defensores de Irkutsk, exagerando las ventajas
obtenidas por las tropas del Emir,
añadió:

-Y por tercera vez en Krasnolarsk.

-¿Y en esta última escaramuza … ?
-preguntó el Gran Duque, apretando los dientes tan
fuertemente que apenas dejó salir las palabras.

-Fue mucho más que una escaramuza, Alteza, fue
una batalla -respondió Ivan Ogareff.

-¿Una batalla?

-Veinte mil rusos, llegados de las provincias
fronterizas y del gobierno de Tobolsk, lucharon contra ciento
cincuenta mil tártaros y, pese a su valor, fueron
aniquilados.

-¡Mientes! -gritó el Gran Duque, intentando
vanamente contener su cólera.

-¡Digo la verdad, Alteza! -respondió
fríamente Ivan Ogareff– ¡Estuve presente en la
batalla de Krasnolarsk y fue allí donde caí
prisionero!

El Gran Duque consiguió calmarse y con una
seña dio a entender a Ivan Ogareff que no dudaba de la
veracidad de sus palabras.

-¿Qué día tuvo lugar la batalla de
Krasnoiarsk?

-El 22 de septiembre.

-¿Y ahora, todas las fuerzas tártaras
están concentradas alrededor de Irkutsk?

-Todas.

-¿En cuánto las valoras?

-En unos cuatrocientos mil hombres.

Nueva exageración de Ivan Ogareff, al evaluar los
efectivos de los tártaros, que pretendía el mismo
fin.

-¿No debo esperar refuerzos de las provincias del
oeste? -preguntó el Gran Duque.

-No, Alteza, al menos antes de que finalice el
invierno.

-¡Pues bien, Miguel Strogoff, escucha esto: aunque
no me llegue ninguna ayuda del este ni del oeste y aunque esos
bárbaros fuesen seiscientos mil, jamás
rendiré Irkutsk!

Ivan Ogareff entornó ligeramente los
párpados, como si el traidor quisiera decir que el hermano
del Zar no contaba con la traición.

El Gran Duque, de temperamento nervioso, apenas
había conseguido conservar la calma al conocer tan
desastrosas noticias. Iba y venía por el salón,
bajo la mirada de Ivan Ogareff, que le contemplaba como a presa
reservada para su venganza.

Se detenía delante de las ventanas, miraba hacia
las hogueras del campamento tártaro, intentaba percibir
los sonidos, cuya mayor parte provenía de los choques de
los bloques de hielo arrastrados por la corriente del
Angara.

Se pasó así un cuarto de hora, sin
formular ninguna pregunta. Después, volviendo a desplegar
la carta, releyó un pasaje y dijo:

-¿Sabes, Miguel Strogoff, que en esta carta se
habla de un traidor del que tengo que prevenirme?

-Sí, Alteza.

-Ha de intentar entrar en Irkutsk bajo un disfraz,
captar mi confianza y después, llegado el momento,
entregar la ciudad a los tártaros.

-Sé todo eso, Alteza, y también sé
que Ivan Ogareff ha jurado vengarse personalmente del hermano del
Zar.

-Pero ¿por qué?

-Se dice que este oficial fue condenado por Vuestra
Alteza a una humillante degradación.

-Sí… ya me acuerdo… ¡Pero lo
merecía, ese miserable, que ahora ha traicionado a su
país conduciendo una invasión de
bárbaros!

-Su Majestad, el Zar -respondió Ivan Ogareff-
quería, por encima de todo, que Vuestra Alteza fuera
advertido de los criminales proyectos de Ivan Ogareff contra
vuestra persona.

-Sí… La carta me informa…

-Su Majestad me dijo personalmente que durante mi viaje
por Siberia tenía que desconfiar, sobre todo, de ese
traidor.

-¿Has tropezado con él?

-Sí, Alteza, después de la batalla de
Krasnoiarsk. Si hubiera podido sospechar que era portador de una
carta dirigida a Vuestra Alteza en la que se descubrían
sus proyectos, no me habría perdonado.

-¡Sí, hubieras estado perdido!
-respondió el Gran Duque-. ¿Y cómo has
podido escapar?

-Lanzándome al Irtyche.

-¿Cómo has entrado en Irkutsk?

-Gracias a una salida que se ha efectuado esta misma
noche para rechazar a un destacamento tártaro. Me he
mezclado entre los defensores de la ciudad y he podido darme a
conocer, haciendo que se me condujera inmediatamente ante Vuestra
Alteza.

-Bien, Miguel Strogoff -respondió el Gran Duque-.
Has mostrado valor y celo en esta difícil misión. No
te olvidaré. ¿Quieres pedirme algún
favor?

-Ninguno, Alteza, a no ser el de batirme a vuestro lado
-respondió Ivan Ogareff.

-Sea, Miguel Strogoff. Quedas desde hoy agregado a mi
persona y te alojarás en Palacio.

-¿Y si, conforme a su intención, Ivan
Ogareff se presenta ante Vuestra Alteza con nombre
falso?

-Le desenmascararemos gracias a ti y haré que
muera a golpes de knut. Puedes retirarte.

Ivan Ogareff acababa de desempenar con éxito su
indigno papel. El Gran Duque le había dado plena y
enteramente su confianza; podía abusar de ella donde y
cuando le conviniera. Habitaría en el mismo palacio y
estaría al corriente del secreto de las operaciones de
defensa. Tenía, pues, la situación en sus manos.
Nadie en Irkutsk le conocía; nadie podía arrancarle
su máscara. Estaba resuelto a poner manos a la obra sin
retraso.

En efecto, el tiempo apremíaba, porque era
preciso que la ciudad cayera antes de la llegada de las tropas
rusas del norte y del este, lo cual era cuestión de pocos
días.

Una vez dueños de Irkutsk, los tártaros no
la perderían fácilmente y, en caso de verse
obligados a abandonar la ciudad, no sería sin antes
haberla arrasado hasta los cimientos y sin que rodara la cabeza
del Gran Duque a los pies de Féofar-Khan.

Ivan Ogareff, teniendo toda clase de facilidades para
ver, observar y disponer, se preocupó al día
siguiente de visitar las defensas.

Por todas partes fue acogido con cordiales
felicitaciones por parte de oficiales, soldados y civiles. Para
ellos, el correo del Zar era como el lazo que había venido
a atarles al Imperio.

Ivan Ogareff contó, con ese aplomo que nunca le
faltaba, las falsas peripecias de su viaje. Después,
hábilmente y sin insistir demasiado al principio,
habló de la gravedad de la situación, exagerando
los éxitos de los tártaros, tal como había
hecho ante el Gran Duque, así como el número de las
fuerzas de que disponían aquellos
bárbaros.

De dar crédito
a sus palabras, los refuerzos que se esperaban, si llegaban,
serían insuficientes, y era de temer que una batalla
librada bajo los muros de Irkutsk tuviera resultados tan funestos
como las de Kolyvan, Tomsk y Krasnoiarsk.

Ivan Ogareff no prodigaba estas aviesas insinuaciones,
sino que tenía buen cuidado de hacer que penetraran poco a
poco en el ánimo de los defensores de Irkutsk. Daba la
impresión de que no respondía más que cuando
se le apremíaba a preguntas y como si fuera a pesar suyo.
En todo caso, siempre añadía que era preciso
defenderse hasta el último hombre y hacer volar la ciudad
antes que rendirla.

Con esta labor de zapa, hubiera podido causar mucho
daño de
no ser porque la guarnición y la población de
Irkutsk eran demasiado patriotas para dejarse amilanar. De entre
aquellos soldados y aquellos ciudadanos, cercados en una ciudad
aislada en el extremo del mundo asiático, no hubo uno solo
que pensara en la capitulación. El desprecio de los rusos
por aquellos bárbaros no tenía límites.

De todas formas le supuso el papel odioso que estaba
desempeñando Ivan Ogareff, porque nadie podía
adivinar que el pretendido correo del Zar fuese un
traidor.

Las naturales circunstancias hicieron que desde su
llegada a Irkutsk se establecieran frecuentes contactos entre
Ivan Ogareff y uno de los más valientes defensores de la
ciudad, Wassili Fedor.

Se sabe qué inquietudes devoraban a aquel
desgraciado padre. Si su hija, Nadia Fedor, había
abandonado Rusia en la fecha señalada, en su última
carta enviada desde Riga, ¿qué le habría
ocurrido? ¿Estaba todavía intentando atravesar las
comarcas invadidas, o ya había caído prisionera
hacía tiempo? Wassili Fedor no encontraba tregua en su
dolor más que cuando tenía ocasión de
batirse con los tártaros, pero, con gran disgusto suyo,
las ocasiones'no se presentaban muy frecuentemente.

Por lo tanto, cuando se enteró de la inesperada
llegada del correo del Zar, tuvo el presentimiento de que
éste podría darle noticias de su hija.
Probablemente no era mas que una esperanza quimerica, pero se
agarró a ella. ¿No había estado el correo
del Zar prisionero de los tártaros como probablemente lo
estaba Nadia?

Wassill Fedor fue al encuentro de Ivan Ogareff, el cual
aprovechó la ocasión para entrar en franco contacto
con el comandante. ¿Pensaba el renegado explotar esa
circunstancia? ¿Juzgaba a todos los hombres por el mismo
rasero? ¿Creía que un ruso incluso un exiliado
político, podía ser lo bastante miserable como para
traicionar a su país?

Sea como fuere, Ivan Ogareff respondió con una
cortesía hábilmente fingida a los intentos del
acercamiento del padre de Nadia. Éste, al día
siguiente de la llegada del pretendido correo, se dirigió
al palacio del gobernador general y allí dio a conocer a
Ivan Ogareff las circunstancias en las cuales su hija
había debido de salir de la Rusia europea,
exponiéndole cuáles eran sus
inquietudes.

Ivan Ogareff no conocía a Nadia, pese a que se
habían encontrado en la parada de postas de Ichim el
día en que ella iba todavía con Miguel Strogoff.
Pero entonces había prestado tan poca atención a la
joven como a los dos periodistas que se encontraban
también allí. No podía, pues, dar a Wassili
Fedor ninguna noticia de su hija.

-¿En qué época -preguntó
Ivan Ogareff debió de salir su hija del territorio
ruso?

-Casi al mismo tiempo que usted -respondió
Wassili Fedor.

-Yo salí de Moscú el 15 de
julio.

-Nadia debió de salir también por esas
fechas. Su carta me lo aseguraba formalmente.

-¿Estaba en Moscú el 15 de
julio?

-En esa fecha, seguramente sí.

-Pues bien… -respondió Ivan Ogareff; y
después, recapacitando, agregó-: Pero no… Me
equivoco… Iba a confundir las fechas. Desgraciadamente es muy
probable que haya podido traspasar la frontera y no le queda a
usted mas que una esperanza, y es que se haya quedado esperando
noticias de la invasión.

Wassili Fedor bajó la cabeza. Conocía a
Nadia y sabía perfectamente que nada le impediría
continuar.

Ivan Ogareff, con aquellas palabras, acababa de cometer
gratuitamente un acto de verdadera crueldad. Con otras palabras,
podía haber tranquilizado a Wassili Fedor, pese a que
Nadia había pasado la frontera en las circunstancias que
conocemos; Wassili Fedor, al relacionar la fecha en que su hija
se encontraba en Nijni-Novgorod con la del decreto que
prohibía la salida, hubiera llegado, sin duda, a la
conclusión de que Nadia no había podido quedar
expuesta a los peligros de la invasion porque, pese a ella,
continuaba todavía en el territorio europeo del
Imperio.

Ivan Ogareff, obedeciendo a su naturaleza de
hombre que no se conmovía por los sufrimientos ajenos,
podía haber dicho estas otras palabras, pero no las
dijo…

Wassili Fedor, con el corazón
partido, se retiró. Después de aquella entrevista se
había disipado su última esperanza.

Durante los dos días que siguieron, el 3 y 4 de
octubre, el Gran Duque interrogó varias veces al
pretendido Miguel Strogoff, haciéndole repetir todo lo que
se había hablado en el gabinete imperial del Palacio
Nuevo. Ivan Ogareff se había preparado para afrontar
cualquier cuestión que se le planteara, por lo que
respondió a todo sin vacilación alguna.

No ocultó, intencionadamente, que el Gobierno del
Zar había sido sorprendido completamente por la invasion y
que la sublevación fue preparada en el mayor secreto; que
los tártaros eran ya dueños de la línea del
Obi cuando llegaron a Moscú las primeras noticias de la
invasión y que, finalmente, nada se había decidido
en las provincias rusas para mandar a Siberia las tropas
necesarias para rechazar a los invasores.

Después, Ivan Ogareff, enteramente libre de
movimientos, comenzó a estudiar Irkutsk, el estado de
las fortificaciones y sus puntos débiles, con el fin de
aprovechar ulteriormente sus observaciones, en el caso de que
cualquier eventualidad le impidiera consumar su
traición.

Se detuvo a examinar particularmente la puerta de
Bolchaia, que era lo que quería librar a las fuerzas
tártaras.

Por la noche se acerco por dos veces a la explanada de
la puerta y, sin temor a ser descubierto por los sitiadores,
cuyos puestos más avanzados se hallaban a menos de una
versta de las murallas, se paseó por el glacis.
Sabía perfectamente que no se exponía a
ningún peligro y que hasta había sido reconocido,
porque distinguió una sombra que se deslizaba hasta el pie
de las murallas.

Sangarra, arriesgando su vida, venía a ponerse en
comunicación con Ivan Ogareff.

Los sitiados, por otra parte, desde hacía dos
días gozaban de una tranquilidad a la que no les
habían acostumbrado los tártaros desde el comienzo
del asedio.

Era por orden de Ivan Ogareff. El lugarteniente de
Féofar-Khan había querido que se suspendiera toda
tentativa de tomar la ciudad por asalto. Por eso desde su llegada
a Irkutsk, la artillería había quedado
completamente muda. Esperaba, además, que así se
relajaría la estrecha vigilancia de los sitiados. En
cualquier caso, en los puestos avanzados, varios millares de
tártaros se mantenían preparados para lanzarse
contra la puerta, que estaría desguarnecida de defensores
en el instante en que Ivan Ogareff les diera la señal de
actuar.

Sin embargo, no podía demorarse ese momento,
porque era preciso terminar el asedio antes de que las tropas
rusas llegaran a la vista de Irkutsk.

Ivan Ogareff tomó su decisión y aquella
misma noche, desde lo alto del glacis, cayó un papel en
manos de Sangarra.

El traidor había resuelto entregar Irkutsk la
noche siguiente, 5 de octubre, a las dos de la
madrugada.

14

LA
NOCHE DEL 5 AL 6 DE OCTUBRE

El plan de Ivan
Ogareff había sido combinado con el mayor cuidado y, salvo
circunstancias imponderables, debía tener éxito.
Era preciso que la puerta de Bolchaia estuviera libre de
defensores en el momento en que la abriera. Por lo tanto, era
indispensable que en aquel momento, la atención de los
mismos se dirigiera hacia otro punto de la ciudad. Para ello
había combinado con el Emir una serie de acciones que
dispersaran la atención de los defensores.

Estas acciones debían llevarse a cabo por el lado
de los suburbios de Irkutsk, hacia arriba y hacia abajo del
río, sobre su orilla derecha.

El ataque contra los dos puntos debía realizarse
con la mayor meticulosidad y, al mismo tiempo, se llevaría
a cabo una tentativa de atravesar el Angara sobre la orilla
izquierda. La puerta de Bolchaia, probablemente, quedaría
casi abandonada, mientras que los puestos avanzados
simularían levantar el campo.

Era el 5 de octubre. Antes de veinticuatro horas, la
capital de Siberia oriental debía caer en manos del Emir y
el Gran Duque, en poder de Ivar Ogareff.

Durante el día se produjo un movimiento
desacostumbrado en el campamento tártaro del Angara. Desde
las ventanas del palacio y desde las casas de la orilla derecha,
podían distinguirse perfectamente los importantes
preparativos que se estaban llevando a cabo en la orilla opuesta.
Numerosos destacamentos tártaros convergían hacia
el campamento y venían a reforzar las tropas del Emir.
Eran los ataques convenidos que se estaban preparando de manera
ostensible.

Además, Ivan Ogareff no ocultó al Gran
Duque que era de temer un ataque por ese lado. Sabía,
según dijo, que se llevaría a cabo un asalto por
arriba y por abajo de la ciudad, aconsejando al Gran Duque
reforzar esos dos puestos más directamente
amenazados.

Los preparativos observados venían en apoyo de
las recomendaciones hechas por Ivan Ogareff y era urgente
tenerlas en cuenta. Así que, después de un consejo
de guerra que se reunió con urgencia en el palacio, se
dieron órdenes de que se concentrara la defensa sobre la
orilla derecha del Angara y en los extremos de la ciudad, en
donde las murallas de tierra iban a apoyarse sobre el
río.

Era esto precisamente lo que quería Ivan Ogareff.
Evidentemente, no cojitaba con que la puerta de Bolchaia quedara
completamente desguarnecida de defensores, pero confiaba en que
sólo hubiera un pequeño número de ellos.
Además, iba a imprimir a los asaltos una importancia tal
que el Gran Duque se vería obligado a oponerles todas las
fuerzas disponibles.

En efecto, un incidente de una gravedad excepcional,
imaginado por Ivan Ogareff, debía ayudar poderosamente a
la ejecución de sus proyectos.

Aunque Irkutsk no fuera atacada por los dos puntos
alejados de la puerta de Bolchaia y por la orilla derecha del
Angara, este incidente hubiera sido suficiente, por si solo, para
emplear a fondo a todos los defensores, precisamente allá
en donde Ivan Ogareff quería atraerlos, porque iba a
provocar una espantosa catástrofe.

Por tanto, todas las precauciones quedaban tomadas para
que a la hora indicada, la puerta de Bolchaia estuviera libre de
defensores, entregándola a los millares de tártaros
que esperaban cubiertos en los espesos bosques del
este.

Durante esta jornada, la guarnicion y la
población civil de Irkutsk se mantuvieron constantemente
alerta.

Estaban tomadas todas las medidas que exigía un
ataque inminente en los puntos respetados hasta entonces. El Gran
Duque y el general Voranzoff visitaron los puestos que, por orden
suya, habían sido reforzados.

El cuerpo especial de Wassili Fedor ocupaba el norte de
la ciudad, pero con la orden de acudir allí donde el
peligro fuera más inminente. La orilla derecha del Angara
quedaba reforzada con la poca artillería de que se
disponía.

Con estas medidas, tomadas a tiempo gracias a las
recomendaciones de Ivan Ogareff, hechas tan oportunamente, se
esperaba que el ataque no tuviera éxito. En ese caso, los
tártaros, momentáneamente desmoralizados,
tardarían varios días en hacer cualquier otra
tentativa de asaltar la ciudad. Entretanto, las tropas que el
Gran Duque esperaba podían llegar de un momento a otro. La
salvación o la pérdida de Irkutsk estaban, pues,
pendientes de un hilo.

Ese día, el sol, que
había salido a las seis y veinte de la mañana, se
ponía a las cinco y cuarenta de la tarde, después
de haber trazado su arco diurno por encima del horizonte durante
once horas. El crepúsculo se resistiría a dejar
paso a la noche durante dos horas todavía. Después,
el espacio se llenaría de tinieblas porque grandes nubes
se inmovilizarían en el aire, no permitiendo que la luna
hiciera su aparicion.

Esta profunda oscuridad iba a favorecer los proyectos de
Ivan Ogareff.

Desde hacía varios días, un frío
extremado preludiaba los rigores del invierno siberiano y,
aquella noche, se dejaba sentir más intensamente
todavía.

Los soldados apostados sobre la orilla derecha del
Angara, forzados a no revelar su presencia, no habían
podido encender hogueras, por lo que sufrían cruelmente
con este terrible descenso de la temperatura. Varios pies por
debajo de ellos pasaban los hielos que eran arrastrados por la
corriente del río. Durante el día se les
había visto, en hileras apretadas, derivar
rápidamente entre las dos orillas.

Esta circunstancia observada por el Gran Duque y sus
oficiales había sido considerada como favorable, porque
era evidente que si el lecho del río se obstruía,
el paso se haría impracticable, porque los tartaros no
podrían maniobrar con balsas ni barcas. En cuanto a
admitir que pudieran atravesar el río sobre el hielo, era
de todo punto imposible, pues la barrera recientemente formada no
ofrecería suficiente consistencia al paso de una columna
de asalto.

Esta favorable circunstancia para los defensores de
Irkutsk hubiera debido ser indeseable para Ivan Ogareff. Pero no
era asi, porque el traidor sabía perfectamente que los
tártaros no intentarían pasar el Angara y que, al
menos por ese lado, la tentativa no sería más que
un simulacro.

No obstante, hacia las diez de la noche, se
modificó sensiblemente el estado del río, con gran
sorpresa de los asediados, y ahora en desventaja para ellos. El
paso, impracticable hasta aquel momento, de golpe se hizo
posible. El lecho del Angara quedo libre; Los hielos que se
deslizaban en número creciente desde hacía varios
días desaparecieron aguas abajo y apenas cinco o seis
bloques quedaron ocupando entonces el espacio comprendido entre
las dos orillas. Pero no presentaban la estructura de
los bloques que se forman en condiciones normales y bajo la
influencia de un frío intenso. No eran más que
simples pedazos arrancados a algún glaciar, cuyas aristas,
netamente cortadas, no presentaban rugosidades.

Los oficiales rusos que constataron esta
modificación en las condiciones del río, la dieron
a conocer al Gran Duque.

Aquello no tenía otra explicación de que
en alguna parte, más arriba, en una zona más
estrecha del Angara, los hielos debían de haberse
acumulado hasta formar una barrera.

Ya se sabe que así era, efectivamente.

El paso del Angara estaba, pues, abierto a los
asaltantes, viéndose los rusos en la necesidad de
estrechar la vigilancia más que nunca.

Hasta medianoche no se produjo ningún incidente.
Por la parte este, más allá de la puerta de
Bolchaia, la calma era absoluta. Ni una sola hoguera había
encendida en los frondosos bosques que en el horizonte se
confundían con las nubes.

En el campamento del Angara había una gran
agitación que era atestiguada por el continuo
desplazamiento de luces.

A una versta por arriba y por abajo del punto donde la
escarpa iba a apoyarse sobre la margen del río, se
podía oír un sordo murmullo que probaba que los
tártaros estaban de pie, esperando una señal
cualquiera para entrar en accion.

Todavía transcurrió una hora sin que se
produjera la nueva novedad.

Iban a dar las dos de la madrugada en las campanas de la
catedral de Irkutsk y ningún movimiento había
mostrado aún las intenciones hostiles de los
asaltantes.

El Gran Duque y sus oficiales se preguntaban si no
habían sido inducidos a error y si realmente entraba en
los planes de los tártaros el intentar sorprender la
ciudad. Las noches precedentes no habían gozado, ni mucho
menos, de tanta tranquilidad. Las descargas estallaban
frecuentemente en dirección a los puestos avanzados y los
obuses rasgaban el aire. Sin embargo, esti noche no
ocurría nada.

El Gran Duque, el general Voranzoff y su ayudante de
campo, pues, esperaban, dispuestos a dar las órdenes
según las circunstancias.

Se sabe que Ivan Ogareff ocupaba una habitación
del palacio. Era una amplia sala situada en el piso bajo, cuyas
ventanas daban a una terraza lateral. Bastaba cruzar esa terraza
para dominar el curso del Angara.

Una profunda oscuridad reinaba en la sala.

Ivan Ogareff, de pie, cerca de una ventana, esperaba que
llegase el momento de actuar. Evidentemente, la señal no
podía darla nadie más que él. Una vez dada,
cuando la mayor parte de los defensores de Irkutsk hubieran sido
llamados a los puntos abiertamente atacados, tenía el
proyecto de salir del palacio para ir a cumplir su
obra.

Esperaba, pues, en las tinieblas, como una fiera
dispuesta a lanzarse sobre su presa.

Sin embargo, algunos minutos antes de las dos, el Gran
Duque pidió que Miguel Strogoff -era el unico nombre que
podía darle a Ivan Ogareff- fuese llevado a su presencia.
Un ayudante de campo se acercó a la habitación cuya
puerta estaba cerrada y llamó…

Ivan Ogareff, inmóvil cerca de la ventana e
invisible en las sombras, se guardó muy bien de
responder.

El ayudante comunicó al Gran Duque que el correo
del Zar no se encontraba en Palacio en aquel momento.

Dieron las dos. Era el momento de iniciar el asalto
convenido con los tártaros, los cuales estaban ya
preparados.

Ivan Ogareff abrió la ventana de su
habitación, cruzó la terraza y fue a apostarse en
el ángulo norte de la misma.

Por debajo de él, entre las sombras, pasaban las
agua del
Angara, que rugían al chocar contra las aristas de los
pilares.

Ivan Ogareff sacó un fósforo del bolsillo,
lo encendió y prendió fuego a un puñado de
estopa impregnado en pólvora, el cual lanzó al
agua.

¡Los torrentes de aceite mineral
que flotaban sobre la superficie del Angara habían sido
arrojados por orden de Ivan Ogareff!

Más arriba de Irkutsk, entre el pueblo de
Poshkarsk y la ciudad, estaban en explotación varios
yacimientos de nafta. Ivan
Ogareff había decidido emplear este terrible medio para
llevar el incendio a la capital, por lo que se apoderó de
las incalculables reservas acumuladas en los depósitos de
combustible líquido que había allí, siendo
suficiente demoler un muro para que se derramara a
borbotones.

Esto había sido realizado durante la noche,
varias horas antes, y es por lo que la balsa que transportaba al
verdadero correo del Zar, a Nadia y los demás fugitivos,
flotaba sobre una corriente de aceite mineral.

A través de las brechas abiertas en los
depósitos que contenían rmllones de metros
cúbicos, la nafta se había precipitado como un
torrente y, siguiendo la pendiente natural del terreno, se
había esparcido sobre la superficie del río, donde
su densidad le
permitía flotar.

¡Así era como entendía la guerra
Ivan Ogareff!

Aliado de los tártaros, se comportaba como ellos.
¡Y contra sus propios compatriotas!

La estopa cayó sobre las aguas del Angara y, en
un instante, como si la corriente hubiera sido de alcohol, todo
el río se inflamó arriba y abajo con la rapidez de
un rayo. Volutas de llamas azuladas se retorcían,
deslizándose entre las dos orillas. Espesos vapores de
humo negro se elevaban por encima de ellas. Los pocos
témpanos que iban a la deriva, rodeados por el fuego, se
fundían como la cera sobre la superficie de un horno, y el
agua, vaporizada, se escapaba en el aire con un silbido
ensordecedor.

En ese mismo momento estalló el fuego de
fusilería en el norte y en el sur de la ciudad. Las
baterías del campamento del Angara disparaban sin tregua.
Varios millares de tártaro se lanzaron al asalto de las
fortificaciones. Las balsas de la orilla, hechas de madera,
ardían por todas partes. Una inmensa claridad
disipó las sombras de la noche.

-¡Al fin! —dijo Ivan Ogareff.

Tenía motivos para aplaudirse. El asalto que
había sido imaginado era terrible. Los defensores de
Irkutsk se encontraban entre el ataque de los tártaros y
el desastre del incendio. Sonaron las campanas y toda persona que
estuviera en condiciones se dirigió a los puntos atacados
y a las casas que devoraba el fuego y que amenazaba con
extenderse por toda la ciudad.

La puerta de Bolchaia estaba casi libre. Apenas si
habían quedado algunos defensores que, por
inspiración del traidor y para que los acontecimientos que
iban a producirse pudieran ser explicados dejándole a
él al margen (siendo atribuidos al odio político),
esos pocos defensores habían sido escogidos entre el
pequeño cuerpo de exiliados.

Ivan Ogareff volvió a entrar en su
habitación, ahora brillantemente iluminada por las llamas
del Angara, que sobrepasaban la balaustrada de la terraza,
disponiéndose a abandonar el palacio.

Pero, apenas había abierto la puerta, cuando una
mujer, con las
ropas destrozadas y el cabello en completo desorden, se
precipitó dentro de la habitación.

-¡Sangarra! -gritó Ivan Ogareff en el
primer momento de sorpresa, no imaginando que aquella mujer
pudiera ser otra que la gitana.

Pero no era Sangarra, sino Nadia.

En el momento en que, estando refugiada sobre el bloque
de hielo, la joven había lanzado un grito al ver
propagarse el incendio sobre la corriente del Angara, Miguel
Strogoff la había tomado en sus brazos y se había
lanzado con ella al agua para buscar en las profundidades del
río un abrigo contra las llamas.

Como se sabe, el bloque de hielo que los transportaba no
se encontraba mas que a una treintena de brazas del primer
muelle, más arriba de Irkutsk.

Después de haber nadado bajo las aguas, Miguel
Strogoff consiguió llegar al muelle con Nadia.

¡Al fin había llegado al final de su viaje!
¡Estaba en Irkutsk!

-¡Al palacio del gobernador! -dijo a
Nadia.

Menos de diez minutos después, ambos llegaban a
la entrada del palacio, cuyos asientos de piedra eran lamidos por
las llamas del Angara que, sin embargo, no podían
incendiarlo.

Más allá ardían las casas situadas
cerca de la orilla.

Miguel Strogoff y Nadia entraron sin ninguna dificultad
en el palacio, abierto a todo el mundo. En medio de la
confusión general, nadie reparaba en ellos, pese a que su
aspecto era lamentable.

Una multitud de oficiales acudía en busca de
órdenes y los soldados corrían a ejecutarlas,
llenando la gran sala del piso bajo. Allí, Miguel Strogoff
y la joven, en un brusco remolino de la multitud, se vieron
separados.

Nadia, perdida, corrió a través de las
salas bajas, llamando a su compañero y pidiendo ser
conducida ante el Gran Duque.

Frente a ella se abrió una puerta que daba a una
habitación inundada de luz. Entró en ella y se
encontró, inopinadamente, cara a cara con aquel que
había visto en Ichim y más tarde en Tomsk; cara a
cara con aquel que un instante más tarde, con su mano
criminal, entregaría la ciudad a los invasores.

-¡Ivan Ogareff ! -gritó Nadia.

Al oír pronunciar su nombre, el miserable se
estremeció, porque si alguien le conocía, todos sus
planes se vendrían abajo. No tenía más que
una cosa por hacer: matar a quien acababa de pronunciar su
nombre, fuera quien fuese.

Ivan Ogareff se lanzó sobre Nadia, pero la joven
con un cuchillo en la mano, se apoyó contra la pared
decidida a defenderse.

-¡Ivan Ogareff! -gritó de nuevo Nadia,
sabiendo perfectamente que este nombre atraería en su
socorro a quien lo oyese.

-¡Ah! ¡Te callarás! –dijo el
traidor.

-¡Ivan Ogareff! -gritó por tercera vez la
intrépida joven, con una voz a la que el odio redoblaba la
potencia.

Ebrio de furia, Ivan Ogareff sacó un puñal
de su cintura, lanzándose sobre Nadia,
acorralándola en una esquina de la sala.

Se disponía a asesinarla cuando el miserable,
levantado del suelo por una
fuerza irresistible, fue a rodar por tierra.

-¡Miguel! -gritó Nadia.

Era Miguel Strogoff.

El correo del Zar había oído las llamadas
de Nadia. Guiado por su voz había llegado hasta la
habitación, entrando por la puerta que permanecía
entreabierta.

-¡No temas, Nadia! -dijo, interponiéndose
entre ella e Ivan Ogareff.

-¡Ah! -gritó la joven-. ¡Ten mucho
cuidado, hermano! ¡El traidor está armado y ve claro
… !

Ivan Ogareff se había levantado, y creyendo que
podía dar buena cuenta del ciego, se lanzó sobre
Miguel Strogoff.

Pero, con una mano, el ciego asió el brazo del
traidor y con la otra desvió su arma, lanzándolo de
nuevo al suelo.

Ivan Ogareff, pálido de furor y de rabia, se
acordó que llevaba una espada y, desenvainándola,
volvió a la carga.

Había reconocido también a Miguel
Strogoff. ¡Un ciego! ¡Se enfrentaba, en suma, con un
ciego! ¡Tenía la partida ganada!

Nadia, espantada por el peligro que amenazaba a su
compañero en una lucha tan desigual, se lanzó hacia
la puerta en busca de ayuda.

-¡Cierra la puerta, Nadia! -dijo Miguel Strogoff-.
¡No llames a nadie y déjame hacer! ¡El correo
del Zar no tiene hoy nada que temer de ese miserable! ¡Que
venga a mí, si se atreve, lo espero!

Mientras tanto, Ivan Ogareff, que se había
revuelto sobre sí mismo como un tigre, no pronunció
ninguna palabra. Hubiera querido sustraer al oído del
ciego el ruido de sus pasos, hasta el de su respiración. Quería abatirle antes
de que hubiera advertido su proximidad. El traidor no buscaba la
lucha, sino que iba a asesinar a aquel al que había robado
el nombre.

Nadia, aterrorizada y confiada a la vez, contemplaba con
una muda admiración la terrible escena. Parecía que
la calma de Miguel Strogoff la hubiera tranquilizado
súbitamente.

Por toda arma el correo del Zar no tenía
más que su cuchillo siberiano, y no veía a su
adversario, armado con una espada. Esto era cierto. ¿Pero,
por qué gracia del cielo parecía dominar al traidor
desde una altura increíble? ¿Cómo, casi sin
moverse, hacía siempre frente a la punta de la
espada?

Ivan Ogareff espiaba con visible ansiedad a su
extraño adversario. Esa calma sobrehumana lo intimidaba.
En vano hacía llamadas a su razón
repitiéndose que en un combate tan desigual toda la
ventaja estaba de su parte. Esa inmovilidad del ciego le helaba.
Había escogido con la mirada el sitio donde iba a herir a
su víctima… y lo había encontrado.
¿Qué le impedía terminar de una
vez?

Finalmente, dio un salto, dirigiendo una estocada al
pecho del correo del Zar.

Un movimiento imperceptible del cuchillo del ciego
paro el golpe.
Miguel Strogoff no había sido tocado y, fríamente,
sin mostrar desafío, espero un segundo ataque.

Un sudor helado rodaba por la frente de Ivan Ogareff.
Retrocedió un paso y se lanzó de nuevo al ataque.
Pero obtuvo el mismo resultado que la primera vez. Un simple
movimiento del largo cuchillo bastó para desviar la
inútil espada del traidor.

Éste, ciego de rabia y de terror en presencia de
aquella estatua viviente, fijó su aterrorizada mirada en
los ojos totalmente abiertos del ciego. Esos ojos parecían
leer hasta el fondo de su alma y, sin
embargo, no veían, no podían ver; esos ojos
ejercían sobre él una espantosa
fascinación.

De pronto, Ivan Ogareff dio un grito. Inesperadamente,
la luz se había hecho en su cerebro.

-¡Ve! -gritó-. ¡Ve!

Y como una fiera que trata de volver a su cubil, paso a
paso, aterrorizado, retrocedió hasta el fondo de la
sala.

Entonces, la estatua viviente se animó; el ciego
marchó directamente hacia Ivan Ogareff y,
situándose frente a él, dijo:

-¡Sí, veo! ¡Veo la señal con
la que te marqué, cobarde traidor! ¡Veo el sitio en
donde voy a hundirte el cuchillo! ¡Defiende tu vida!
¡Es un duelo lo que me digno ofrecerte! ¡El cuchillo
me basta contra tu espada!

-¡Ve! -se dijo Nadia-. Dios misericordioso,
¿es esto posible?

Ivan Ogareff se vio perdido. Pero con un esfuerzo de
voluntad, recobró valor y se lanzó, con la espada
por delante, contra su impasible enemigo.

Las dos hojas se cruzaron, pero el cuchillo de Miguel
Strogoff, manejado por esa mano de cazador siberiano, hizo volar
la espada en dos pedazos y el miserable, con el corazón
atravesado, cayó sin vida al suelo.

En ese momento se abrió la puerta, empujada desde
fuera, y el Gran Duque, acompañado por varios oficiales,
entró en la estancia que había pertenecido a Ivan
Ogareff.

-¿Quién ha matado a este hombre?
-preguntó.

-Yo -respondió Miguel Strogoff.

Uno de los oficiales apoyó su revólver
contra la sien del correo del Zar, dispuesto a hacer
fuego.

-¿Tu nombre? -preguntó el Gran Duque,
antes de dar la orden de que se le volara la cabeza.

-Alteza -respondió Miguel Strogoff-. ¿Por
que no preguntáis antes el nombre del que está
tendido a vuestros pies?

-¡A este hombre le conozco yo! ¡Es un
servidor de mi
hermano, un correo del Zar!

-¡Este hombre, Alteza, no es un correo del Zar!
¡Es Ivan Ogareff!

-¿Ivan Ogareff? -gritó el Gran
Duque.

-¡Sí, Ivan el traidor!

-Entonces ¿quién eres
tú?

-Miguel Strogoff.

15

CONCLUSION

Miguel Strogoff no estaba, no había estado nunca
ciego. Un fenómeno puramente humano, a la vez
físico y moral,
había neutralizado la acción de la lámina
incandescente que el ejecutor de Féofar-Khan había
pasado por delante de sus ojos.

Se recordará que en el momento del suplicio,
Marfa Strogoff estaba allí, tendiendo las manos hacia su
hijo. Miguel Strogoff la miraba como un hijo puede mirar a su
madre cuando es por última vez.

Subiéndole del corazón a los ojos, las
lágrimas que su valor trataba en vano de reprimir se
habían acumulado bajo sus párpados y, al
volatilizarse sobre la córnea, le habían salvado la
vista. La capa de vapor formada por sus lágrimas, al
interponerse entre el sable al rojo vivo y sus pupilas,
había sido suficiente para anular la acción del
calor. Es un
efecto idéntico al que se produce cuando un obrero
fundidor, después de haber mojado en agua su mano, la hace
atravesar impunemente un chorro de metal fundido.

Miguel Strogoff comprendió inmediatamente el
peligro que corría si daba a conocer su secreto, fuera a
quien fuese. Presentía el partido que, por el contrario,
podía sacar a esta situación para lograr el
cumplimiento de sus proyectos.

Le dejaron libre porque lo creían ciego. Era
preciso, pues, ser ciego, serlo para todos, incluso para Nadia, y
que ningún gesto, en ningún momento, hiciera dudar
de la veracidad de su ceguera. Su resolución estaba tomada
y hasta debía arriesgar la misma vida para dar a todo el
mundo la prueba de esta ceguera. Ya se sabe cómo la
arriesgó.

Únicamente su madre conocía la verdad,
porque él se lo había dicho al oído en la
misma plaza de Tomsk cuando, inclinado sobre ella en la
oscuridad, la cubría de besos.

Se comprende, pues, que cuando Ivan Ogareff con
ironía situó la carta delante de sus ojos, que
creía ciegos, Miguel Strogoff la había podido leer,
descubriendo los odiosos proyectos del traidor. De ahí la
energía que desplegaba durante la segunda parte del viaje;
y por tanto, esa indestructible voluntad de llegar a Irkutsk y
transmitir el mensaje de viva voz. ¡Sabía que la
ciudad iba a ser entregada y que la vida del Gran Duque estaba
amenazada! La salvación del hermano del Zar y de Siberia
estaba, pues, todavía en sus manos.

En pocas palabras contaron toda esta historia al Gran Duque y
Miguel Strogoff dijo también -¡y con qué
emoción!-, la parte que Nadia había
desempeñado en los acontecimientos.

-¿Quién es esta joven? -preguntó el
Gran Duque.

-La hija del exiliado Wassili Fedor -respondió
Miguel Strogoff.

-La hija del comandante Fedor ha dejado de ser la hija
de un exiliado -dijo el Gran Duque-. ¡Ya no hay exiliados
en Irkutsk!

Nadia, menos fuerte en la alegría de lo que
había sido en el dolor, cayó de rodillas delante
del Gran Duque, el cual la levantó con una mano, mientras
tendía la otra a Miguel Strogoff.

Una hora después, Nadia estaba en brazos de su
padre.

Miguel Strogoff, Nadia y Wassili Fedor estaban reunidos
y unos y otros pudieron expansionar su felicidad.

Los tártaros fueron rechazados en su doble ataque
contra la ciudad. Wassili Fedor, con su pequeña tropa,
había aplastado a los primeros asaltantes que se
presentaron ante la puerta de Bolchaia, confiando en que les
sería abierta. El padre de Nadia, por un instintivo
presentimiento, se había obstinado en quedarse entre los
defensores.

Al mismo tiempo que los tártaros eran rechazados,
los asediados habían dominado el incendio porque la nafta
líquida se había consumido rápidamente sobre
la superficie del Angara, y las llamas, concentradas en las casas
de la orilla, habían respetado los otros barrios de la
ciudad.

Antes de que se hiciera de día, las tropas de
Féofar-Khan habían regresado a sus campamentos,
dejando gran número de muertos alrededor de las
fortificaciones.

Entre esos muertos estaba la gitana Sangarra, que
había intentado vanamente reunirse con Ivan
Ogareff.

Durante dos días los sitiadores no intentaron
ningun nuevo asalto. Estaban desmoralizados por la muerte de Ivan
Ogareff. Este hombre era el alma de la invasión y
únicamente él, con sus intrigas urdidas durante
largo tiempo, había tenido bastante influencla sobre los
khanes y sus hordas para lanzarlos a la conquista de la Rusia
asiática.

Sin embargo, los defensores de Irkutsk permanecieron en
guardia porque el asedio continuaba.

Pero el 17 de octubre, desde las primeras luces del
alba,
retumbó un tiro de cañón desde las alturas
que rodean Irkutsk.

Era el ejército de socorro que llegaba a las
órdenes del general Kisselef y, de esta forma,
señalaba al Gran Duque su presencia.

Los tártaros no esperaron mucho tiempo. No
querían tentar la suerte en una batalla que se librase
bajo los muros de Irkutsk y levantaron inmediatamente el
campamento del Angara.

Por fin, Irkutsk había sido salvada.

Con los primeros soldados rusos llegaron dos amigos de
Miguel Strogoff. Eran los inseparables Blount y Jolivet. Lograron
llegar a la orilla derecha del Angara deslizándose por la
barrera de hielo, pudiendo escapar, así como los otros
fugitivos, antes de que las llamas del río llegaran a la
balsa, lo cual fue reflejado por Alcide Jolivet en su bloc, de
esta forma:

«Nos faltó poco para acabar como un
limón en una ponchera.»

Su alegría fue grande al encontrar sanos y salvos
a Nadia y Miguel Strogoff y, sobre todo, cuando supieron que su
antiguo compañero no estaba ciego, lo cual indujo a Harry
Blount a escribir en su bloc de notas la observación
siguiente:

«El hierro al rojo
vivo puede ser insuficiente para eliminar la sensibilidad del
nervio óptico. ¡Hay que modificar el sistema!
»

Después, los dos corresponsales, bien instalados
en Irkutsk, se ocuparon en poner en orden sus impresiones del
viaje. Como consecuencia, se enviaron a Londres y París
dos interesantes crónicas relativas a la invasión
tártara y que, cosa rara, no se contradecían en
nada mas que en pequeños detalles sin
importancia.

Por lo demás, la campaña fue funesta para
el Emir y sus aliados. Esta invasión, inútil como
todas las que intentan atacar al coloso ruso, les dio malos
resultados. Pronto se encontraron cortados por las tropas del
Zar, que recuperaron sucesivamente todas las ciudades ocupadas.
Además, el invierno fue terrible y de esas hordas,
diezmadas por el frío, sólo una pequena parte
consiguió volver a las estepas de Tartaria.

La ruta de Irkutsk a los montes Urales estaba, pues,
libre. El Gran Duque tenía deseos de volver a
Moscú, pero retrasó su viaje para asistir a una
tierna ceremonia que tuvo lugar varios días después
de la entrada de las tropas rusas.

Miguel Strogoff había ido al encuentro de Nadia y
delante de su padre le dijo:

-Nadia, todavía eres mi hermana; cuando dejaste
Riga para venir a Irkutsk, ¿dejaste atrás
algún otro recuerdo que no fuera el de tu
madre?

-No -respondió Nadia-, ninguno y de ninguna
clase.

-Así, ¿ninguna parte de tu corazón
quedó allí?

-Ninguna, hermano.

-Entonces, Nadia -dijo Miguel Strogoff-, yo no creo que
Dios, al hacer que nos conociéramos y que atravesaramos
juntos tan duras pruebas, haya
querido otra cosa que el que nos uniéramos para
siempre.

-¡Ah! -exclamó Nadia, cayendo en los brazos
de Miguel Strogoff.

Y volviéndose hacia Wassill Fedor, dijo
enrojeciendo:

-¡Padre mío!

-Nadia -respondió Wassili Fedor-, mi mayor
alegría será llamaros a los dos hijos
míos.

La ceremonia del casamiento tuvo lugar en la catedral de
Irkutsk. Fue muy sencilla en sus detalles y hermosa por la
concurrencia de toda la población, tanto militar como
civil, que quería testimoniar su profundo agradecimiento a
los dos jovenes, cuya
odisea ya se había convertido en legendaria.

Alcide Jolivet y Harry Blount asistían,
naturalmente, al casamiento, del cual querían dar cuenta a
sus lectores.

-¿No experimenta usted deseos de imitarles?
-preguntó Alcide Jolivet a su colega.

-¡Pche … ! -respondió Harry Blount-.
¡Si tuviera, como usted, una prima … !

-¡Mi prima no está en condiciones de
casarse! -respondió riendo Alcide Jolivet.

-Tanto mejor -agregó Harry Blount-, porque se
habla de las dificultades que van a surgir entre Londres y
Pekín. ¿Es que no tiene usted deseos de saber
qué pasa por allá?

-¡Pardiez, mi querido Blount! ¡Iba a
proponérselo! -gritó Alcide Jolivet.

Y así fue como los dos inseparables se fueron a
China.

Algunos días después de la ceremonia,
Miguel y Nadia Strogoff, acompañados por Wassili Fedor,
reemprendieron la ruta de Europa. El camino de dolor de la ida
fue un camino de felicidad a la vuelta. Viajaban con extrema
velocidad en
uno de esos trineos que se deslizan como expresos sobre las
estepas heladas de Siberia.

Sin embargo, cuando llegaron a las orillas del Dinka,
antes de Birskoe, se detuvieron un día entero.

Miguel Strogoff encontró el sitio en donde
habían enterrado al pobre Nicolás. Plantaron una
cruz en la tumba y Nadia rezó por última vez sobre
los restos del humilde y heroico amigo al que ninguno de los dos
olvidaría jamás.

En Omsk, la vieja Marfa les esperaba en la pequena casa
de los Strogoff y la anciana apretó con pasión
entre sus brazos a aquella que en su interior había ya
llamado hija cientos de veces. La valiente siberiana tuvo, aquel
día, el derecho de reconocer a su hijo y de mostrarse
orgullosa de él.

Después de pasar algunos días en Omsk,
Miguel y Nadia Strogoff regresaron a Europa y, como Wassili Fedor
fijó su residencia en San Petersburgo, ni su hijo ni su
hija volvieron a separarse de él más que cuando
iban a visitar a su vieja madre.

El joven correo fue recibido por el Zar, el cual lo
agrego especialmente a su escolta y le impuso la Cruz de San
Jorge.

Más adelante, Miguel Strogoff llegó a una
alta situación en el Imperio. Pero no es la historia de
sus éxitos, sino la de sus sufrimientos, la que
merecía ser contada.

FIN

 

 

 

Autor:

Alfredo Ramirez Puentes

Estudiante de Ingeniería aeronáutica.

Bogotá Colombia.

 

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Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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