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Las cartas que no llegaron de Mauricio Rosencof (página 2)




Enviado por GISELA MANCUSO



Partes: 1, 2

 

No puedo precisar con exactitud qué día
decidí estudiar Letras y si pude –al menos- darme
cuenta, en ese momento, de la significación que tal
acontecimiento iba a tener en mi vida.

Pero recuerdo –eso sí- que cuando vi las
aulas por primera vez, mientras

todos analizaban y criticaban la literatura, yo estaba
cursando materias del ciclo básico común para
ingresar a otra carrera. Fue una carrera, me dio muchas
satisfacciones, pero, ahora ahora ahora empezó la c a m i
n a t a.

Pensé, en algún momento pensé, que
esta carta no iba a
llegar nunca..

Sé, no crean que no sé, que hay muchas
cartas que,
aún, no llegaron.

Buenos Aires, 25 de junio de
2003.

Licenciada Marina von der Pahlen:

Referencia: La carta que debe
llegar a tiempo.

12 16 20 20 9 12 5 14 3 9 16 20 18 22
5 20 5 4 9 3 5 14, 12 1 20 6 16 21 16 20 18 22 5 14 16 20 5 19 5
23 5 12 1 19 16 14
.

(Los silencios que se dicen, las fotos que no se
revelaron)

(…) Lo que dice el libro viene
de cierto silencio; su aparición implica la
‘presencia’ de un no dicho, materia a la
que da forma, o fondo sobre el cual toma figura. De este modo,
el libro no se basta a sí mismo: necesariamente lo
acompaña una cierta ausencia, sin la cual no
sería. Conocer el libro implica que esta ausencia
también sea tenida en cuenta.

Pierre Macherey.

No se cuenta todo en lo que se dice; tampoco a "Moische,
¿qué hacés ahí?", le contaron lo que
fue. Y así es que, aún en la ausencia de la
palabra, desde su mismísima soledad, el narrador pudo
encontrar significaciones, aunque reproche a su madre que "solo
una vez dijo tanto sin decir nada"(133), a la manera en que
nosotros descubrimos que el silencio en su escritura es
un signo y que, así, catalogado, "equivale a considerarlo
como algo dotado de sentido y, por tanto, portador de esa
estructura de
significante y significado que va asociada al nombre de
Saussure".

El narrador supo hacerse "escuchar", perdurablemente, de
la mano de su arquitecto. Un constructor que no se quedó
en la crónica de los hechos e hizo, lo que todo escritor:
transformar los ladrillos de datos reales,
mancomunarlos de manera que el todo sea distinto a la suma de sus
partes desdeñadas, aplicar un sabio toque de ficcionalidad
y un resto constitutivo de silencio; todo lo cual nos lleva a
considerar, desde la crítica, la inagotabilidad de la
significación de una obra "que descansa en la
imposibilidad de capturar con palabras eso que se denomina las
‘cosas’"

Se delega al lector una tarea, de casi interminable
cumplimiento, consistente en llenar los espacios sin palabras, a
la manera en que el mismo narrador necesitó cubrir su
propia historia y la
de su entorno familiar, a través de una maratón de
preguntas que formula a destiempo y cuyas respuestas son nuevas
preguntas o indescifrables silencios, vacíos que el osa
llenar con invenciones, porque lo real no hallaba cabida en sus
dos metros por uno. El narrador no tuvo la palabra cuando
necesitaba de ella y debió llenar esa ausencia
imaginativamente; de igual manera, al lector le falta esa palabra
que no se dice, enfrentándose a un desafío similar
que lo estimula en la lectura,
consistente en asumir los silencios y descubrir lo que se dice en
lo que se calla.

La palabra recordada, alguna vez explicitada por el
padre, es golpeada; es un golpe que está lejos de
pretender la denotación de un ruido y nos
acerca, una vez más, al inacabado silencio. Nos remite a
los bordes de una obra literaria, en la que los gestos
intentados, los gritos profundamente repetidos, la
revelación frente a las reglas de puntuación, los
golpes simulados, son tan constitutivos como las palabras
visiblemente escritas, con especial empeño en esta
novela. Por
otra parte, la palabra pronunciada por la madre adquiere un
sentido silenciado, muy diverso al utilizado convencionalmente;
porque era una palabra que, aunque simple, subsumía un
todo inenarrable. ¡Y se quiso decir tanto en ese
"¿Comiste?"!(135), aunque se le atribuía
explícitamente solo el ser la palabra del
reconocimiento.

El narrador debió estirar el diminuto camino
dibujado en su calabozo transportándose de la realidad a
la ficción, transformando su sendero en el inmenso mundo
de una escritura para adentro (reproduciendo una conducta que
adoptaba en su infancia en la
que, aún presente en la mesa familiar, hablaba para
sí y gesticulaba) y, a su partir, su "territorio real era
la imaginación"(138), un "enorme infinito desierto de dos
metros cuadrados"(144), donde "reina el silencio"(122); el
resultado, a nuestra vista: "la escritura imaginaria como
construcción de la
memoria…"

Desterritorializado de su vida en libertad, el
narrador se propone sobrevivir, encontrando la salida virtual de
esa muerte lenta
en el exilio, la mudanza obligada de ese calabozo de silencios
hacia el refugio de la lengua; es por
su intermedio, que se salva; es el silencio, entre otros recursos, el que
salva a la narración de estar concluida, nos intimida a
una conexión con lo diverso, dando cuenta así de la
especificidad de la obra literaria y su rasgo autónomo,
que no ha de implicar su independencia
de lo social-histórico.

En este sentido, la falta de referencias directas a la
dictadura militar
uruguaya, nos remite a esa circunstancia, aunque a través
de un narrador que se desprende de la lógica
del testimonio para estrechar su vínculo con figuras
poéticas. Los acontecimientos sociales e históricos
subyacentes a la novela
existen, pero no se los plasma en su cronología pura, sino
que son tenidos en cuenta, pero, para transformarlos, optando por
una estrategia
explicativa que los presenta implícitamente, llamando la
atención de la estética literaria.

Un narrador excluido y aislado, aunque materialmente
presente en el escenario de sus primeros años de
existencia, toma partido, con las armas de la
escritura, para excluir, asimismo, a la palabra, de los espacios
que las páginas le daban. Y el lector debe saber,
necesariamente, que "Es el silencio lo que debes
escuchar/…Pues todo lo que yo, con tanto arte, intento
escribir/ es, por contraste, algo carente de arte, siendo todo su
relleno algo vacío./ Lo que he escrito/lo he escrito entre
líneas."

Se insinúa inveteradamente, la existencia de una
palabra; un lector tentado con la idea de que sea revelada en las
páginas sucesivas, debe indagar a ese silencio y asumirlo
como respuesta. La palabra no es escrita y el narrador poco se
perturba al no recordarla porque, cuando fue pronunciada, "no
tenía donde anotarla y de haber tenido, fija que tampoco
lo hubiera hecho"(118), dando cuenta, así, de una la
palabra que no puede abarcarse, una palabra que no se escribe
para no borrarse, para no perderse. La palabra vive y muere: esto
último tal vez dependa de quien la considere bastante para
expresar un horror que no puede narrarse porque no se agota. Ya,
aunque en diverso sentido, se sufrió la muerte de
tantos sintagmas cuando, expresando lo inefable, "las palabras
perdieron su significado original y adquirieron acepciones de
pesadilla".

El autor de Las cartas que no llegaron funda su obra con
el deseo, finalmente concretado, de que las palabras que cuenta
su narrador no mueran. Su constructor supo que el hecho real que
subyacía a la novela fue tantas veces contado, como
jamás leído. Y que la historia debía tener
vida, para trascender y no yacer al culminar el furor del
acontecimiento histórico desencadenante. Que no
debía contar más que sugerir, que no debía
escribir más que dejar al lector la labor del
descubrimiento a partir de la ausencia, la desesperación
de su intriga a partir de la carencia. Y el recurso narrativo fue
el silencio y el grito mismo del silencio. La novela de Mauricio
Rosencoff no está en los módulos de un programa de
Historia, "obligado" a ser leído durante una cursada
catedrática, no es, tampoco un testimonio, de "…una
funcionalidad coyuntural y un pragmatismo de
lo inmediato…"; es, en cambio,
leída a partir de un deseo que no se disuelve, porque la
obra no se agota en la escritura deletreada en ella; el lector
advierte su sensación inacabada de que, en verdad, las
cartas no llegaron nunca, que muchos renglones escritos
están siendo cómplices del aire de otros
renglones no colmados, o perdidos, o encontrados en tantos otros
textos, en las voces de otros narradores creados, incluso, por el
mismo autor. Y una explicación puede ser hallada en la
importancia de la estrategia poética del narrador, de
manera que "…el trabajo
estético favorece la articulación reflexiva de la
vivienda particular con otros registros,
proyectando y multiplicando su poder
operativo en la sociedad y en
el tiempo…" Es así, que en vano resultará la
pretensión de una crítica que intente agotar la
significación de estas líneas.

Y nos encontramos con el primero, de una serie
innumerable de silencios, en el título mismo que nos
convoca: Las cartas que no llegaron. Un inicio que nos advierte
que el silencio será tan constitutivo de la novela, como
la palabra misma. Y, aún más, se tentará al
lector con la existencia de "la palabra", iluminando su sentido,
pero callando su nombre. Aún lo escrito, da cuenta de lo
que no se escribe, es que "el lenguaje no
puede abarcarlo todo…" y "…no todo lo que se puede
pensar se puede decir…"

Las cartas no llegaron, tampoco fueron escritas en el
momento en que sus palabras, irreversiblemente reemplazadas por
el silencio como consecuencia de la condición de
prisionero del narrador, fueron escribiéndose en los
renglones de su mente. Un primer capítulo nos presenta a
un narrador infantil que referencia, particularmente la
característica de las hojas en las que escribía el
padre: "tienen rayas y las letras las pone arriba de las rayas
para que no se caigan"(28). En ese sentido es que el
narrador-prisionero sufre la caída de las palabras: frente
a una pronunciación anulada y a un acceso a la
expresión cerrado herméticamente, aún "los
pensamientos rebotan…las palabras, pensadas,
rebotan"(122), se caen, vuelven a su mente y escribe para
adentro, disgregándose los sintagmas, sin respetar
cronologías, en los tantos casilleros en blanco de su
memoria.
Así es que, al salir de su prisión, el narrador
cristalizó ese silencio sobre hojas rayadas; parte de lo
pensado tomo forma en la escritura, intercalándose en
ésta las sensaciones del pasado con las del presente;
narrando lo que, literalmente, se lee como un recuerdo de la
infancia, pero que, silenciadamente, da cuenta de un recurso
multiplicado en el que se vincula al recuerdo, con las vejaciones
de que fue víctima como
rehén-prisionero.

Así, entre tantas otras ocasiones, el narrador
intercepta al pasado más remoto con su dolor más
próximo; rememora y cuenta el ritual mediante el que la
madre degollaba una gallina, y culmina poniéndose en su
lugar: "Y lo que le dolería, pobre, imaginate, Viejo, lo
que duele, papá, eso de que te vayan arrancando"(57).
Tampoco es inconsciente la inclusión en la obra de
tópicos recurrentes que la atraviesan en su casi
totalidad. Uno de ellos, el mencionado lema de la comida,
explicable si se descubre implícito en sus menciones, el
hambre inenarrable de su narrador.

Por su parte, la repetida mención de los
pájaros enjaulados y la plantilla de diarios que el padre
armaba en el fondo de las jaulas, nos remite a una
condición de encierro que, a su pesar, no anulaba la
capacidad de vuelo del narrador, cristalizada en la
imaginación, en su deseo de comunicarse, en su sana
envidia frente a los pájaros que tenían forrada la
tabla del piso de sus jaulas con siete hojas de diarios y
podían cambiar su lectura, tan
pronto como su padre extraía las páginas
superiores, a la manera en que él solo tenía la
posibilidad de la lectura cuando sus dueños lo llevaban al
baño y utilizaba algún resto de papel de diario
para higienizarse. Y, si un niño se dibujaba en su
lectura, no dudada en llevárselo consigo, tal vez porque
los niños
son los mentores del futuro, que él dudaba tendría
alguna vez, pero que da cuenta, asimismo, de una cuota de
esperanza que todavía sobrevivía: la esperanza,
quizás, de tener una hoja de papel frente de sí,
para escribir las cartas que no llegaron, las cartas que
arrojó en el buzón de su memoria, como para
recordar la deuda que le obligaron a contraer.

Y se lee a un narrador vociferando: – ¡Quiero
hablar y no puedo! ¡Quiero escribir y no me dejan!,
entonces entonces entonces gritooooo para que sepan todo lo que
me falta, gritooooo para que descubran mis carencias, gritooooo
porque "es la forma, tal vez la única, que tiene un
hombre de
dejar una huella, de decir a los demás cómo
vivió y murió"(33) Y ese grito esta
señalando la ausencia de formulaciones, la
prohibición de articular el lenguaje,
porque es "un grito puro…sin consonantes…", un
grito que se parece al silencio.

Y se descubre, asimismo, una escritura a partir de la
ausencia. Una multiplicidad de oraciones negativas en el texto que dan
cuenta de la infinidad de las carencias, de una falta que no
puede ser escrita porque no quedaría subsumida en las
palabras, una falta que se enfatiza, recurriendo al "no", al
"sin", al "ni", al "no sé" y a la ausencia misma de
signos de
puntuación: "mi mundo es este, de dos metros por uno,
sin luz sin libro sin
un rostro sin sol sin agua sin sin y
te escribo…"(72).

La novela comienza con las marcas de la
ausencia y el recuerdo: "No puedo precisar con exactitud
qué día conocía a mis padres"(11), "Pero
recuerdo…"(11); así el narrador intentará, a
lo largo de la novela, cubrir la una con el otro en los
años de encierro. Concordantemente, la novela termina con
el silencio de esas fotos que a "Moische , ¿qué
haces ahí?"(3) le permitieron conocer, parcialmente, a sus
raíces.

Si le hubieran sacado una multiplicidad de fotos al
narrador encerrado, probablemente la imagen sea,
irremediablemente, similar en todas ellas, pero en su mente las
fotografías de sus pensamientos eran diversas, los
desplazamientos eran continuos en el inmenso territorio
imaginado, el personaje errabundeaba por los senderos de su
memoria; aún deambulaba por caminos hipotéticamente
trasuntados por sus padres en su juventud. Su
mente era una caja de zapatos. "Las cajas son para guardar cosas.
En las cajas hay de todo…"(25) Moische guardó en la
memoria las cartas que no se remitieron y, que, inevitablemente,
no llegaron, sino después, mucho infinitamente mucho
después, cuando para el destinatario el cartero
había dejado de existir.

Las fotos que no se revelaron estarían, sin duda,
un tanto veladas, dando cuenta del silencio que lo abordó
en su condición de prisionero y, aunque fueron reveladas,
en parte, al ser liberado, el cansancio acumulado, la fobia
frente a la esclavitud, lo
condujo a la determinación de no ser, esta vez, nuevamente
prisionero, se rehusó a ser esclavo de sus palabras y
optó por callar una vez más.

"Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que
dice" y si no recordamos el nombre del autor de esta frase, y
alcanzamos a vislumbrar el sentido que la emparenta con este
análisis, no ha de ser importante esta
carencia si, al fin de cuentas, solo nos
está faltando una palabra.

No es todo cuanto puede decirse de la novela de Mauricio
Rosencof, pero esta exposición, como el lenguaje mismo, tiene
un límite. Estas son palabras que constituyen un modesto
intento de crítica. El resto es silencio.

 

Por

Gisela Vanesa Mancuso

 

Partes: 1, 2
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