Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Partes: 1, , 3, 4, 5

La propiedad
intelectual es el poder de
impedirnos por fuerza que con
nuestro saber hacer efectuemos expresiones materiales que
tengan un parecido con la expresión material que sean
capaces de efectuar los supuestos propietarios del "derecho
exclusivo de expresión", o sea, los supuestos propietarios
de la idea.

¿Cómo se concreta cotidianamente este poder
de impedir
? Constituye un monopolio en
el mercado, pero,
¿cómo se construye tal monopolio si limitar la
tenencia y uso natural del conocimiento
es imposible? Para explicar esta cuestión, ya más
cercana a nosotros, nos serviremos de nuevo de un ejemplo: demos
por supuesto que en una sociedad
simonita un sabio ha desarrollado un conocimiento del que se
puede obtener un determinado abanico de expresiones materiales
según el saber hacer de cada uno. El derecho de
expresión de la idea, lo que llamamos propiedad
intelectual, se lo abroga como premio por comunicar la idea a la
sociedad. En este caso el sabio es el simonita, pero la
generalidad que encontramos en la realidad cotidiana es que este
sabio trabaja para un tercero. El sabio es un obrero asalariado.
En este caso, el empresario es
quien se abroga el derecho de expresión de la idea. Tras
su visita a la oficina de
patentes, el simonita puede optar entre dos vías
diferentes pero análogas de obtener beneficio a
través del monopolio:

1ª.- Vender
licencias para que otros puedan expresar esa idea.

2ª.- Vender
las expresiones materiales de la idea en régimen de
monopolio.

En el primer caso,
¿qué se adquiere cuando compramos una licencia de
expresión?

.- Adquirimos una
licencia de utilidad.

.- ¿De la
utilidad de qué bien?

.- Del que
nosotros hemos aprendido trabajando. ¿O acaso no debemos
construir ese bien, en nosotros, para que exista de hecho tal
riqueza? Se comercia con la utilidad que genera nuestro saber
hacer
desde la conciencia que de
las cosas alcanza cada uno. La propiedad intelectual, al
contrario de lo que muchos afirman, no provoca una escasez donde
existe infinita riqueza sino el desperdicio de la utilidad de esa
riqueza.
Locke afirmaba en su Segundo Tratado sobre el
gobierno civil
que todo aquello que exceda lo
utilizable será de otros, pero la mayor parte de la
riqueza que existe en la mente de los hombres pierde gran parte
de su utilidad pues las masas de pobres y de desposeídos
no podrán pagar la licencia para poner en práctica
su saber hacer, independientemente de que puedan ser los
más sabios entre los sabios y los más
hábiles entre los hábiles y de que en su obra
pudiera encontrar la sociedad los mayores beneficios. Ya no
importa quién sabe, sino quién puede liberar la
utilidad que el saber hacer de cada uno genera de los
conocimientos aprendidos: conocimiento y habilidad conforman, ya
puestos en el mercado capitalista, la fuerza de trabajo
que los hombres venden para poder subsistir. La fuerza de
trabajo se
depreciará con cada nueva patente.

Veamos ahora la
segunda vía utilizada por el simonita para obtener
beneficio, la de vender las expresiones materiales de la idea en
régimen de monopolio. El simonita niega la licencia de
expresión a toda posible competencia, se
erige en fabricante de esa expresión y la lanza al mercado
obteniendo unos beneficios monopolísticos.

¿Qué
han conseguido con eso a parte de tales beneficios? ¿Puede
impedir que los demás, observando la expresión,
construyan su conocimiento sobre la misma? Es evidente que no,
tal cosa no la pueden impedir. Tampoco puede impedir que otros
alcancen por su cuenta la misma conclusión. Pero todo este
conocimiento da igual, de nuevo se suspende todo el valor de la
fuerza de trabajo y nadie la podrá liberar en este
caso, ni ricos ni pobres, únicamente el simonita. Ese es
el poder de la propiedad intelectual: suspender la utilidad
mercantil del conocimiento humano para todos menos para el
simonita. El beneficio que se obtiene injustamente de esta
suspensión equivale a la diferencia entre el precio en
competencia y el que nos cobran por la expresión en
monopolio.

Ahora, aclarado el
contenido fenomenológico de la propiedad intelectual,
podemos exponer las dos razones prometidas para negar su verdad:
¿podríamos aceptar la propiedad intelectual como la
propiedad privada sobre todas las conciencias de algo de todos
los seres conscientes?

En primer lugar,
¿qué supone entregar al simonita en
compensación por comunicar el saber a la sociedad la
licencia de utilidad de toda esa ingente riqueza que los hombres
acumulan en su labor de comprensión del mundo argumentando
que es la misma cosa y que, tenga quien la tenga, es propiedad
privada del simonita? Si insistimos en afirmar la existencia de
la propiedad intelectual como propiedad exclusiva, disociamos la
indiscutible tenencia de la supuesta
posesión derivándose enormes problemas
éticos y morales. ¿Qué ocurre cuando tengo
un conocimiento y se me dice que no es mío? ¿Y
cuándo se nos vende un libro para que
interpretemos el mensaje que contiene y se nos dice que ese
conocimiento que hemos adquirido no es nuestro? Si es conocido
por mí, entonces forma parte de mi alma. De
natural es mi conocimiento pues ese conocimiento soy yo.
Pero si perseveramos y disociamos la tenencia de la
posesión, lo que tengo no es poseído por mí.
Si ese saber soy yo, yo soy poseído por otro.
¿Qué nueva clase de
alienación es ésta que pretende que un hombre no
pueda decirse "soy el único señor de mi
espíritu"? ¿Podemos convenir entre los hombres que
nuestra alma no sea nuestra? ¿Podemos emitir una
norma que exprese tal acuerdo? Y contestada tal pregunta,
¿se puede convenir que la utilidad de lo nuestro sea
anulada?

En segundo lugar,
imaginemos ahora que nos pudieran impedir "aprender" el mundo,
que nos pudieran prohibir la tenencia, que adquiriésemos
un libro, que le diésemos el uso "debido" y que, leyéndolo,
no aprendiésemos nada de él -tal y como
sería el ideal de los simonitas para preservar así
su propiedad-; imaginemos que comprando un objeto
cualquiera tuvieran poder suficiente para impedir que
tomáramos conciencia del mismo: si el saber no es otra
cosa que la conciencia de las cosas que son, por tanto yo soy
tanto que conozco a través de los sentidos y
tengo conciencia de lo que conozco; limitar las posibilidades de
saber supone impedir el natural desarrollo de
mi espíritu que anhela sobre todo explicar el mundo.
"La necesidad del aprendizaje
significa que, sin él, el hombre no
llega a serlo
", por lo tanto, limitar el aprendizaje
del saber que debe conformar mi alma supone limitar mi
ser, mi yo.

Como vemos, ni nos
pueden negar el derecho a aprender, pues en esa supuesta defensa
del conocimiento nos condenarían a la ignorancia y por
tanto a no ser nosotros, ni tampoco pueden negarnos la
posesión de nuestro espíritu. De aquí es
fácil llegar a otra conclusión: si todo lo
aprendido conforma en gran medida nuestro yo y es nuestro derecho
el aprender lo que queramos tampoco nos pueden impedir que nos
expresemos libremente en el mundo de acuerdo a nuestro yo, a
nuestras ideas, siendo esa expresión la concreción
que en el mundo material sea capaz de llevar a cabo nuestra
voluntad gracias a nuestro saber hacer y a todos los
conocimientos que haya sido capaz de construir nuestra conciencia
ya sea con ayuda o sin ella.

Tales Derechos son tan
fundamentales como incuestionables y la propiedad intelectual no
solo los cuestiona, sino que los niega. Por tanto, la propiedad
intelectual no puede alcanzar su legitimidad desde una
convención, en contra de lo que argumenta, por ejemplo,
Thomas Jefferson.

Así pues,
cabe preguntarse entonces, puesto que no podemos otorgar a nadie
en exclusiva ni la suma de toda la riqueza que todos los hombres
desarrollen interpretando la obra material del autor, ni la
utilidad de esa riqueza que cada uno desarrolla, ¿le
debemos algo al autor? Desde luego que sí.
¿Qué le debemos? Su trabajo. La propiedad
intelectual no es el pago que debemos a los sabios
, parece
innegable, pero no obstante, existe algo sin lo cual el resto no
podría gozar tan fácilmente del desarrollo
personal de esas ideas.

Ese algo digo que
es trabajo: trabajo de pensar, de desarrollar conocimientos, de
fijarlos -en la medida de lo explicado y como ayuda para que otro
tomen conciencia de las cosas- en un código,
ya sean letras, notas musicales, palabras habladas, etc. y la
plasmación de su saber hacer en cualquier objeto
material, o efectuando cualquier acto en el mundo tangible como
pueda ser un servicio
prestado. Cada uno interpretará lo que quiera
desarrollando un nuevo saber que nace en nuestra mente como fruto
de esa interpretación, pero ayudado desde luego,
en parte, por ese autor; por ese mensaje que alguien se
molestó en esculpir con mayor o menor maestría o
por esa expresión que nadie antes había realizado.
Ya no tendremos que desentrañar el universo sino
reinterpretar la expresión de la visión que
de él proporciona el autor, lo cual, desde luego, nos
facilitará el esfuerzo de comprensión por
más que ésta sea intransferible en la medida de
nuestro yo. En resumen: a los autores les debemos la
simplificación del proceso de
apprehendĕre ya que nos ahorran el desciframiento de
la experiencia directa sustituida así por el de su obra,
algo en teoría
más sencillo, o al menos debería serlo.

Concluyendo: Locke
planteaba que el hombre tiene derecho a la propiedad de la obra
generada con el esfuerzo de su cuerpo; yo añado que
también de su espíritu. Por otro lado, Marx
concluía que a todos nos asiste el derecho a vivir de
nuestro trabajo. Si sumamos ambas sentencias, ¿qué
nos queda? En primer lugar, que el hombre es propietario de todas
las ideas que sea capaz de aprender por cualquier camino,
sólo así es señor de su alma. En segundo
lugar, que el hombre es libre de trabajar y ganarse la vida de
acuerdo a cuanto sepa. Si el actual Derecho de Autor al otorgar
legalmente la propiedad privada sobre la idea impide tanto lo
primero como lo segundo para todos menos para el sabio, es
evidente que debemos cambiarlo y en su lugar debemos situar un
Derecho que respete tales asertos, pero de forma que alcance a
todos los seres humanos incluidos, por supuesto, a los mismos
sabios. No se trata de desnudar a un santo para vestir a otro,
sino de encontrar una solución que reúna lo que la
propiedad intelectual separa.

 

La sociedad simonita: de la
institución a la mentalidad.

"Piensa, imagina,
crea"

Lema de la
Organización Mundial de la Propiedad Intelectual para
el año 2005

Hemos visto
cómo la psicología liberal
arrastra al ser humano a poner en venta su propio
espíritu con la intención, no de perder lo propio,
sino de hacerse con lo ajeno y aumentar así,
aparentemente, su libertad
individual. Aparte de los problemas ya expuestos, si la libertad
reside en el poder de decidir sobre cuantas más cosas sea
posible, nos resultará imprescindible conceptuar el todo,
sea cual sea su naturaleza,
como cosa. Además, la cosa resultante debe
ser intercambiable, pues la libertad liberal no queda liquidada
en la generalidad de una decisión factual como
posesión, sino que da por supuesta que tal posesión
debe orientarse concretamente al intercambio que finalmente haga
aumentar en forma de beneficio contable la libertad del individuo.

Por consiguiente,
la libertad liberal necesita de la igualación, de la
traducción del todo ya reificado a
dinero, sólo con cuyo lenguaje somos
capaces los hombres de vender cualquier cosa. Así hemos
llegado a la objetivación última del hálito
capitalista: todos los espíritus humanos se ven obligados,
les guste o no, a ser expresables y expresados en
moneda.

Según
Emilio Cafassi, "la expresión de equivalente general de
las mercancías, corporizado en la moneda, implica una
modificación cualitativa de la propia esencia de ellas y
un desdoblamiento de equivalentes, dado que es la forma en la
cual se expresan todas las mercancías y que, a su vez,
reduce a todas ellas."
Las ideas de todos los seres humanos
provocarán la misma expresión, la diferencia radica
en que lo hagan con menor o mayor virulencia que acarreará
más o menos sestercios a nuestras manos. Si "las ideas
son la nueva moneda en curso"
¿qué diferencia
podremos encontrar, no ya entre una idea otra, sino entre una
idea y cualquier objeto material, por ejemplo un barril de
petróleo? Evidentemente ninguna diferencia
cualitativa, sólo de cantidad, ya que algunas ideas
alcanzarán una expresión cuantitativa algo
más espectacular que un barril de Brent, y en otros casos
dos kilos de naranjas pesarán más en nuestro
bolsillo que dos kilos de ideas. Así pues, habiendo
querido convertir todas las cosas que encontramos en el mundo a
un lenguaje metalúrgico universal, nos encontramos de
bruces con nuestro espíritu y sin saber qué hacer
con él…, lo hemos puesto a la venta.

La
reificación del conocimiento, su reconstrucción
como objeto del mercado no viene a ser, obviamente, una
cuestión socialmente neutra, sino que implica una profunda
revisión de las mentalidades y cosmovisiones. Con este
nuevo orden social se oprime al individuo, que debe aceptar
sumisamente la reconstrucción de sí mismo para
sobrevivir en el nuevo entorno. Así, obcecado el hombre de
la sociedad de la información en decidir sobre las cosas, son
éstas quienes, con voluntad propia e independiente, desean
ser poseídas y deciden por él. Pero las ideas -en
evidente contradicción con lo que acabo de afirmar, no son
poseídas por el que adquiere el objeto, sino que siempre
le son ajenas, por más que se certifique su
tenencia. Ningún poder legal tiene el hombre para
decidir sobre el pensamiento
"retenido". En la sociedad del conocimiento la libertad
que teóricamente emerge del mero poseer cae en su propia
negación y la acción
mercantil aturde al individuo, por no saberse, al fin, qué
es lo consumido, lo tenido y lo poseído.
Por tanto,
tal acción mercantil debe ser redefinida: el hombre de la
sociedad simonita se conecta a flujos de conocimiento que siempre
le son ajenos aunque no indiferentes.

El poder ha sido
cedido al objeto, a la mercancía, sobre cuyos nuevos
ámbitos inmateriales avanza imparable el designio de
desplazar al hombre del centro de la sociedad. En la sociedad
de la información
se sustituye con redoblada fuerza la
conciencia de homo sapiens por la de homo
economicus
y lo político, definido aquí como
capacidad de autodeterminación de la conciencia social,
por la voluntad autónoma de lo técnico, o dicho de
otra forma: el poder lo deja de detentar el hombre y lo pasa al
instrumento, instrumento que no deja de ser mera materialidad. La
técnica se encuentra al servicio del crecimiento de los
mercados y tiene
sus propias necesidades independientes de la cuestión
social y, desde luego, de la moral. No
existen problemas humanos, sino tecnológicos, de sistemas, de
procesos
"Todo se convierte en un problema técnico. En realidad,
eso es el pensamiento único, no existen problemas
políticos ni sociales desde los que abordar este
mundo".
(Como vemos, en la nueva sociedad simonita se
entrelazan los seculares problemas seculares del decadente
capitalismo y
los nuevos generados por el emergente simonismo) Pero como ya se
ha dicho, el nuevo impulso que recibe el deísmo
técnico, centrado en los procesos de manipulación y
comunicación de conocimientos, viene
prescrito por la divina propiedad intelectual, gracias a la cual
son posibles los procesos generadores de beneficios basados en
las nuevas
tecnologías. Así se define la nueva interacción agencial de la sociedad, y por
ningún lado aparece el hombre como agente constructor,
aunque sea limitado, de su realidad: mercado, tecnología, propiedad
del espíritu interactúan y ordenan el devenir
social. ¿Qué es del hombre y su
libertad?

Siguiendo a
Aristóteles, "si consideramos la
política
desde el criterio de a qué personas u objetos sirve el
poder ejercido por los que gobiernan"
debemos pensar que si
bien el objeto de este poder es en apariencia sustancia humana,
coincide sólo con una parte de esa sustancia, por
tanto, se provoca una alineación del mismo en sí
mismo como una decadente metamorfosis interna de masas
espirituales. No obstante, no se induce la destrucción
total del espíritu del hombre porque, aun cuando en toda
su riqueza espiritual no sirve a los propósitos del
mercado, la sustancia económica que en él hombre
podamos encontrar le resulta imprescindible a ese mercado para su
existencia: el crecimiento del mercado se induce, entonces, desde
esta alineación interna que produce un hombre que no es
él, por más que se sitúe dentro de sí
mismo.

Es imposible un
hombre sin conciencia, pero no con ella sumida en un sueño
de mecánica materialista. Además, ya se
ha dicho, la política sirve sólo en apariencia a
ese fragmento roto y burdamente recompuesto; tampoco es su fin
último, sino elemento intermedio, orientado y manipulado
por la técnica, pues sobre ella se producen los
movimientos serviciales y erráticos del homo
economicus,
obsesionado por el consumo de
más y más conexiones a masas absurdas de
conocimiento reificado.

Conectarse sin
aprender, aprender sin poseer, pensar sin expresar: demasiadas
contradicciones para que permanezcamos indiferentes. Por eso en
la sociedad simonita la difusa y agonizante sociedad civil se
torna actor molesto: es una rémora de otros tiempos, una
rémora anacrónica a extirpar de la realidad, la
última résistance que se apaga en su
impotencia. Jürgen Habermas nos aclara estos términos
ya denunciados insistentemente desde la primera Escuela de
Francfort: "la idea de asociación de individuos libres
e iguales que regulan ellos mismos su convivencia por vía
de una formación democrática de la voluntad
colectiva ha sido sustituida por la idea de una sociedad que se
ha vuelto anónima, de una sociedad exenta de sujeto. Y,
junto con la confianza en las posibilidades de
transformación, desaparece también la propia
voluntad de transformación"
. El ser humano ya no
importa como tal, ni interesa las ideas que del mundo pueda tener
si éstas rebasan la estricta cuestión mercantil, ni
los sueños que guarde -si aún los guarda- de un
mundo moralmente ideal aún por conseguir. No importa su
voluntad individual ni colectiva en tanto que ser que
necesita de lo abstracto y de lo moral, sino
más bien y de manera exclusiva como usuario de una
tecnología que lo conecte a enormes masas de
información que son, al fin y al cabo, el objeto
último del nuevo proceso mercantil; subsumiéndose
esas voluntades e intereses colectivos y particulares, ya
desconectados de su realidad abstracta, al mercadeo masivo
de lo económico-espiritual. En la sociedad de la
información la mercancía es el saber, y ésos
son los mercados que hoy en día se desean
potenciar.

Dos conclusiones
previas: la primera, la mercancía deja de ser física y es
sustituida por el
conocimiento reificado, del cual, paradójicamente, ha
sido eliminado todo vestigio de espiritualidad. La segunda, el
mercado deja de fundamentarse en el intercambio supuestamente
justo de objetos poseídos y se sustituye por el mercadeo
de licencias de uso orientadas a impedir el uso de la nueva
mercancía. Se produce tanto una desconexión como
una "reconexión" del hombre con una nueva realidad,
realidad que en su dialéctica redefine al ser humano como
ser consumido.

Como decía,
estas son las bases de la sociedad simonita. Los tiempos modernos
finalizan, las tendencias del industrialismo pierden su fuerza y
son sustituidas por nuevas corrientes que nos arrastran a las
playas de la incertidumbre. No me cansaré de repetirlo: la
nueva sociedad que llega tras el postmodernismo es el simonismo,
y su característica distintiva es la orientación de
sus instituciones
hacia la constitución y ampliación de los
mercados de compra venta de las ideas.

A la pregunta de
por qué se toma tal o cual medida dentro del sistema, se nos
contestará con un "porque esto determina la
técnica" y si es bueno técnicamente es porque
también lo es para el mercado del conocimiento y, por
tanto, para la sociedad." De hecho, desde esas esferas la
pregunta planteada es ¿qué se puede hacer para
impulsar un avance de la técnica que mejore los
réditos otorgados por la propiedad intelectual?, en lugar
de ¿qué se puede hacer mediante la técnica
para impulsar el bienestar espiritual del hombre?

En esa premeditada
confusión de conceptos en que se equiparan los contenidos
metafísicos de la idea de mercado y de sociedad, el hombre
pasa a segundo término sin que se produzcan demasiado
ruido, pues se
da por supuesto que el mercado distribuye de forma justa los
bienes que
produce la sociedad. Si así fuese, el mercado
serviría al hombre y siempre se podría imponer una
dirección moral a su actual desarrollo
indiferente e indiferenciado y no haría falta hablar del
tema que nos ocupa: la propiedad intelectual no se
aceptaría sin más. Pero la Justicia es
ajena a él, que es como el mar: sólo sirve en
apariencia. Por encima de todo anhela precisamente su crecimiento
indiferente e indiferenciado. El resultado es que todos sirven al
mercado, pero éste, sin embargo, sólo se sirve a si
mismo. Incluso quienes afirman beneficiarse de la
alteración son asimismo esclavos encargados de dirigir y
manipular el mercado que viven de una ilusión, pues sus
naves también serán tragadas por las aguas cuando
al mercado le interese. No son peones, desde luego, sí
alfiles, incluso poderosas torres, pero jamás reyes. El
mercado no tiene reyes, él es su único amo. No
existiendo en el mercado dimensión moral, consuma su
supremacía sobre el hombre al anexionarse su
espíritu como mercancía. Todos los hombres somos
sus esclavos, de los cuales serán sacrificados cuantos
sean en aras de la supervivencia e incluso del mero crecimiento
de aquél, independientemente del papel que
desempeñen en el tablero.

La
desorientación del individuo permite la dócil
mutación de sus prioridades para servir a los nuevos
mercados y deja de preguntarse por sus necesidades como ser
humano: una posición crítica
con su realidad individual y social se vuelve insoportable y la
sensación de agotamiento le invade desde el mismo
planteamiento del por qué y el para qué de su
existencia y su relación con otros individuos. El mundo de
la vida cotidiana reduce el alcance de su explicación. Nos
simplificamos para salvarnos, pero eso nos hunde más
aún en el absurdo. Sustituimos la idea de un yo
trascendente y moral por la de otro yo intercambiador que
retroalimenta la necesidad de lo material, pues solo a lo
material puede acudir el hombre para colmar el vacío que
lo invade; y la información, al carecer de significado
espiritual, por más que parezca una contradicción,
no trasciende de lo material y se sitúa en sus mismos
ámbitos siendo tan perecedero -o incluso más- que
lo meramente físico. Resulta paradójico -quiero
resaltar- que ese conocimiento sólo sea efímero
para el que lo tiene y lo paga en el mercado, para el otro, para
el simonita el conocimiento es denso e infinito incluso sin
tenerlo. ¡Qué perfecta es la nueva herramienta!
¡Qué descomunal fuerza generadora de valor
económico sin necesidad de engendrar riqueza! Pero al fin
y al cabo es el mismo problema del capitalismo ya denunciado por
Herbert Marcuse, si bien anega ahora en el simonismo otras
dimensiones más profundas y muy apartadas secularmente del
mercado.

El hombre confunde
sus prioridades y, dando por supuesto nuestra obligación
de consumir para ser felices, la primera pregunta que nos hacemos
es ¿a que nueva información me puedo conectar? y no
¿qué necesita mi espíritu para ser feliz?,
que relegaría tal conexión a la mera posibilidad,
entre otras muchas, de elegir en pro de nuestra felicidad. Por
tanto, situamos nuestra felicidad en algo que no depende nunca de
nuestra voluntad, porque no nos corresponde contestar a la
pregunta de a qué podemos o debemos conectarnos sino que a
tal pregunta debe responder el mercado. A la par conformamos la
felicidad como un objetivo
inasible, fuera de nuestro alcance, porque hasta dónde
puedo conectarme no tiene límite conocido.

Nuestra libertad
de ser y de obrar la hemos cedido al nuevo objeto del mercado, el
saber, que lejos de ser poseído nos posee en la misma
medida que materializa nuestra alma: nuestra alma son cosas, la
información misma, desnuda de significado, no es ajena a
nuestro yo pero sí a nuestro yo trascendente. El cuerpo
simonita
trabaja a favor de la desimbolización del
saber, única forma de que sirva como objeto de supuesto
cambio en los
nuevos circuitos
mercantiles que conforman la nueva noria. "El valor
simbólico resulta así desmantelado en beneficio del
simple y neutro valor monetario de la mercancía, de manera
que ya nada, ninguna otra consideración (moral,
tradicional, trascendente, trascendental . . .) pueda
obstaculizar su libre circulación."

Se sustituye la
clásica concepción del saber y se sustituye
por la de información como concepto que se
refiere a datos, datos que
alcanzan una cierta independencia
de la mente del hombre como único contenedor de
conocimientos por dos razones cruciales: se confunde el mensaje
material con su contenido, dándose por idénticos el
proceso de la información efectuado por la máquina
y el pensamiento humano, y,
desde el mismo momento en que la recepción de
información no provoca en nosotros una reacción
alegórica que trascienda al dato.

Se trata de un
proceso involuntario por el cual nos vemos obligados a
conectarnos a meros datos que sólo nos aportan un
vacío abstracto provocado por la misma inconsciente
sensación de absurdo: conectarse a más datos no
amplia nuestros ámbitos espirituales, más bien los
reduce. Nuestra conciencia y voluntad se diluyen en las
conexiones. Como digo, la mente humana y un ordenador se parecen,
a estos efectos, cada día más: somos máquinas
cuyo sentido de la existencia nos es ajeno, realmente
insondable.

Los datos son
cargas eléctricas y la actuación individual es un
mero reflejo a la orden externa. Somos procesadores
asépticos cuyo contenido carece de significado y
significación para nosotros mismos, y el poco que tengan,
si es alguno, lo reciben del mercado, mercado que se ordena,
recordemos, de acuerdo a las necesidades de desarrollo de la
tecnología, de la máquina que sirve al mercado de
las ideas. Se nos dice que "esto es el nuevo mundo" y sentimos la
necesidad de adaptarnos a él para no perecer; deseamos
información, deseamos mantenernos on-line,
enchufarnos a la máquina que piensa por nosotros, aunque
no sepamos bien qué objetivos
morales queremos alcanzar, por más que intuyamos -y
sólo a veces entre atrevidas y difusas intuiciones– que la
felicidad se encuentra en lugares bien distintos. Pero los
sueños rápidamente se esfuman en la niebla de la
razón práctica y sólo queda en nuestras
manos la sumisión. Damos por supuesto que el éxito
es posible sólo si nos encontramos perfectamente
informados.

Así
concluyo que la visión liberal del mundo nos obliga a
competir como homo economicus en la sociedad de la
información: ya no querremos un saber donde fundamentar
nuestra felicidad, sino datos sobre los que construir nuestro
éxito material, que, por otro lado, no depende de
nosotros, sino sólo en comparación con otros
hombres. Otra vez el juego de suma
cero. La relación es hostil, la sociedad es hostil.
¿Si no me resulta económicamente rentable para
qué me voy a comunicar con otros seres humanos? No les
decimos a nuestros hijos "aprended y sed felices", sino
"informaros y tened éxito". Prueba de ello es que nunca
nos avergonzamos de su éxito, pero sí de muchas
formas de su felicidad.

El conocimiento es
necesario para crear y ampliar los ámbitos de nuestro
espíritu individual y colectivo, pero para el intercambio
nos basta con mera información. Tengo que decir, con
Theodor Adorno, que
"en esta Sociedad Total todo y todos nos vemos abocados a
someternos al principio de cambio, a menos que queramos sucumbir,
y ello independientemente de si, subjetivamente, nuestra
acción está regida por el beneficio o no
." La
subjetividad misma se desvanece en la nada. El individuo ve
reducidos los espacios de su humanidad, que, una vez
reconstruidos desde el exterior, tienen que ver con su
dimensión mercantilista, a favor de una competitividad
que anega el ámbito de los sentimientos, de la conciencia
artística y del espíritu científico, pues
sentimiento, arte y ciencia
detentarán valor si y sólo si el mercado se los
otorga. El Bien, la Belleza, la Verdad, dejan de ser valores
universales ahogados por la escala opresiva
del beneficio material enunciado en un solo debe ser:
debes ser poseedor. ¿Y para qué? Para ser
reconocidos por el mercado: entidad que dicta nuestra identidad.
"Los hombres ya no deben estar de acuerdo con los valores
simbólicos trascendentes, deben simplemente someterse al
juego de la circulación infinita y extendida de la
mercancía."
Soy en tanto que vendo, soy en tanto que
compro: únicas acciones
derivadas y
posibles del poseer por el mero placer de poseer.

La necesidad de
movimiento que
en sí supone la vida nos induce a la deriva perpetua del
intercambio infinito para no convertirnos en espectros. La
libertad liberal –que, como ya han explicado, consiste en
poseer por el mero placer de la superabundancia- se torna
más absurda pues el verbo recae sobre sí mismo
anulándose la autonomía del sujeto que, convertido
en títere, pataleará en todas las direcciones
intentando servirle. Poseer, poseer, poseer, ¿para
qué? Es evidente, para poseer, poseer y poseer.
¿Acaso no es suficiente? Desde luego que no, nunca llega
porque nunca llena. ¿Qué sentido puede aportar a
nuestra existencia? La posesión inútil no llena
porque es inútil. Un título de propiedad de
Júpiter es tan absurdo como poseer cien billones de
dólares.

El único
sentido posible de ambas propiedades nos lo daría el
mercado, es decir, si alguien se encontrará dispuesto a
mercadear con nosotros: te cambio tus billones por
mi Júpiter. (Y lo curioso es que ambos
pensarían que han hecho un buen trato pues han magnificado
la utilidad. ¿Qué utilidad? La utilidad
inútil.) Así la necesidad de "ser moral en
sociedad" se sustituye por la necesidad de "ser en el mercado".
No hay adjetivación. Pero cuando la mercancía
sujeto de la relación mercantil es
información alcanzamos la paradoja de todas las paradojas:
para el ciudadano de a pie es imposible poseer la
mercancía. El conocimiento comprado nunca es nuestro. El
mundo se detiene espantado. ¿Qué libertad liberal
nos dejan los liberales? Ninguna: el poseer por poseer se hace
ahora imposible quedando sustituido por el vacío. Nuestro
espíritu es, tiene sin poseer las pertenencias ajenas y
así cuanto más nos conectamos menos somos nosotros.
Progresivamente queda un yo pasivo y unidireccional anulado como
voluntad que era elección moral, y un verbo imposible de
resolver que todo lo anega: yo consumo información, yo soy
aquello que consumo, lo que consumo no es mío, yo soy
consumido. Es la sublimación hobbesiana: nos devoramos las
almas los unos a los otros. Contemplad la obra de
Leviatán: Llegará un día en que
alguien nos pueda decir ", todo lo que sabes, todo lo que eres no
te pertenece, es de mi entera propiedad".

Desintegración de la
sociedad

Pierre Levy nos
dice que, "además de la necesaria instrumentación técnica el proyecto para un
espacio del conocimiento llevará a una recreación
del vínculo social basado en el aprendizaje
recíproco, habilidades compartidas, imaginación e
inteligencia
colectiva." Para este autor,
"debería ser obvio que
la inteligencia colectiva no es puramente un objeto cognitivo", y
que "el término Inteligencia debe ser comprendido en su
sentido etimológico de unión (inter legere),
unión no solamente de ideas sino también de
personas, "la construcción de la sociedad".
No deja
de ser una visión demasiado optimista sobre lo que
constituirán las relaciones entre los hombres en la
sociedad de la información. No dudo de las posibilidades
de la técnica y de la tecnología como
facilitadoras de esos vínculos -que nada tienen de
nuevos en su naturaleza primera desde que se comunicaron los dos
primeros seres humanos-, pero desconfío de que uno de los
pilares de las nuevas relaciones sociales sea el aprendizaje
recíproco,
tanto que será una rareza la
transmisión de conocimiento en los dos sentidos durante la
interlocución. Si tenemos en cuenta que el beneficio
empresarial se obtendrá de la mercantilización del
saber, es obvio que, por más que la tecnología
posibilite su comunicación, ésta se
efectuará cuando esos intereses económicos puedan
ser satisfechos. Creo que en estos mercados se desatará la
misma espiral de concentración de poder que se produce en
todos los mercados capitalistas. La misma naturaleza monopolista
del sistema de intercambio catalizará un escenario
caracterizado principalmente por las relaciones
asimétricas entre los actores, nunca por la
interacción entre pares como recíproco acto
mayéutico a la búsqueda del mutuo
enriquecimiento espiritual. La mecánica de la inteligencia
colectiva
quedará desarticulada: la comunión de
espíritus en búsqueda de la verdad será
imposible, (comunión soñada por Levy y que
también fue, mutatis mutandis, el sueño de
Sócrates y
su mayéutica, el sueño de Rousseau y su
Asamblea General directa y soberana y el de Rawls
con su posición de partida, y el de Habermas con la
acción comunicativa y su ética del
discurso
). Lo que de colectivo quede en estos procesos
será una reducción degenerativa, rara avis,
algo puramente residual. Unos agentes desarrollarán saber,
otros adquirirán a precios
monopolísticos el derecho a tenerlo pero no a poseerlo,
otros distintos obtendrán el derecho de expresar
materialmente el saber, también sin poseerlo y sin la
posibilidad de apoyarse en él para generar nuevos
conocimientos; y los últimos, carentes de unos y otros
bienes, serán excluidos sin más. Lo que construimos
es lo contrario de lo propuesto por Levy, pues, lejos de servirse
de la técnica para aprovechar el saber que se enciende
como una chispa en cada uno de nosotros con el contacto mutuo,
permitir que unos privemos del saber a otros –o limitemos
su libertad de materialización- forjará una
sociedad escindida donde lo propio deberá ser considerado
como ajeno y lo ajeno podrá ser tomado como propio.
Sólo falta conocer lo que nuestra estrella nos depare y en
que estamento recalaremos al fin, algo que, por desgracia,
dependerá muy poco de nuestra voluntad y menos aún
de nuestro saber hacer. "Todos tenemos el derecho de
ser reconocidos como una identidad de conocimiento"
nos
recuerda Levy , pero ese derecho será erradicado
por la propiedad intelectual y sustituido por el derecho de
consumir unidireccionalmente sí y sólo sí
nos lo permite nuestro peculio. Además, por más que
nuestro saber y nuestro saber hacer sean
útiles a la sociedad, -como interpretación
única del universo en tanto
que suma de saberes aprendidos y experiencias y habilidades
propias-, no resultará rentable su comunicación y
no se considerará como tal porque, entendido de esa forma,
supondría aceptar una molesta competencia. El objetivo es
acallar el saber en nosotros mismos y eliminar nuestras
habilidades competitivas en un mercado que se desea
monopolístico. La construcción de la
sociedad
a través de la inteligencia colectiva
se vuelve una quimera.

La gran red: el mercado global
del saber

"La
pasión súbita y desenfrenada por la propiedad
privada en el campo de los conocimientos ha creado una
situación paradójica (Foray, 1999). Mientras que se
dan las condiciones tecnológicas (codificación y transmisión a coste
reducido) para que cada uno pueda beneficiarse de un acceso
inmediato y perfecto a los nuevos conocimientos, el número
cada vez mayor de derechos de propiedad intelectual
prohíbe el acceso a esos conocimientos. (…) Se procura
crear una rareza artificial en una esfera en la que la abundancia
es la regla natural. Esto provoca enormes
desperdicios".

En este
capítulo trataremos de ahondar en las fricciones surgidas
entre tecnología y Ley. Las conquistas que se han sucedido
en los últimos años en el ámbito de las
comunicaciones, en especial a través de
Internet, suponen
indiscutiblemente un avance importante en las posibilidades de
transmisión de saber, aunque, ya se ha dicho, no son del
calado suficiente como para considerarlas como quintaesencia de
la sociedad del siglo XXI.

Existe un avance
tecnológico que nos brinda además nuevas
posibilidades de relacionarnos unos con otros, pero la
tecnología, como vengo afirmando, ocupa casi el
último lugar entre los principales factores que van
moldeando la sociedad del conocimiento. Por esto, sin tratar
directamente de las posibilidades técnicas,
que son evidentes, sino de las de uso legal de esa
técnica, cabría preguntarse ahora si realmente
gozaremos de la libertad de aprovechar estas nuevas posibilidades
de propagación del saber, para que todos sepamos
cuánto nos sea posible sin otra limitación que la
impuesta a cada uno por su propia naturaleza y el justo pago del
trabajo ajeno, o si, muy por el contrario, se nos
escatimará la utilidad primera de esas tecnologías,
permitiéndosenos tan sólo el intercambio mercantil
de licencias sobre los conocimientos.

El concepto de
información en tiempo
real
expresa con precisión el punto exacto donde se
sitúan las posibilidades técnicas actuales de
comunicación humana, pero ¿dónde se
encuentra la libertad para usar esa tecnología?,
¿hacia dónde se encamina la creciente
normativización de la red? Cuando escuchamos que Internet
debe ser regulada, ¿qué debemos entender por
regular? En mi opinión, el pensamiento liberal intenta
eliminar del escenario social todo aquello que no sea susceptible
de ser comercializado, por lo que es necesario distinguir entre
el estado de
la tecnología y el de las posibilidades legales de su uso,
porque no todas ellas interesan al mercado. Desde luego, sabemos
que los grupos de poder
se escudan habitualmente en la seguridad para
justificar una reglamentación de la red: "la cultura del
miedo"
, de la que nos habla magistralmente José
Vidal-Beneyto, se erige como fuerza legitimadora de la
acción coercitiva, pero, ¿hacía dónde
se orienta tal reglamentación?

La normativa
promovida desde los grupos de poder desemboca siempre en la misma
dirección, cuyo resultado de todos es conocido: el
ámbito de las libertades legales adquiere siempre una
dimensión menor que el de las posibilidades
legítimas e infinitamente inferior al de sus posibilidades
fácticas. ¿Cuál es la razón para que
se desee reducir la libertad de uso de Internet más
allá del estricto control de las
actividades delictivas? No es, en efecto, la
globalización informática como eliminación de
barreras a la
comunicación la que con tanto empeño se
potencia, sino
su uso como herramienta para ejercer los derechos otorgados por
la propiedad intelectual, la cual les brinda, desde el nuevo
medio, la posibilidad de multiplicar los beneficios eliminando la
competencia molesta. Recordemos lo dicho sobre la
jerarquía de prioridades de los liberales: desean un medio
político que les beneficie teniendo asegurados los
resultados que les interesan, para lo que reclaman una particular
seguridad en el obrar –económico, por supuesto- que
tendrá que proveer el Estado, a cuyo
sostenimiento, por otra parte, contribuimos todos aunque
sólo sirva a algunos; pero cualquier iniciativa de los
gobiernos para fomentar el desarrollo democrático
del conocimiento en la red -o fuera de ella- será
rechazada de plano.

¿Quién puede asegurar que en un futuro no
será exigido por las fuerzas liberales el cierre de las
universidades, museos, bibliotecas y
colegios públicos, aduciendo para ello que sus actividades
suponen competencia
desleal por parte del Estado? Pues no hay que esperar al
futuro, ya se hace: "…la única forma positiva que
tiene el Estado para ayudar a la cultura, en general, y a la
creación característica en particular, es negativa,
o sea haciendo mutis por el foro".
Des esa manera el
Estado, con su laisser faire deja de ser competencia, pero
a la par, y aquí está el meollo, deja de promover
la generación de potenciales competidores.

Cuanto más
aumente el número de usuarios controlados
más serán las oportunidades, no de comunicar saber,
sino de cobrar por su comunicación; pero siempre, y esto
también es importante, recordando que lo comunicado
permanecerá petrificado: no será objeto de nuestra
propiedad para hacer con ello lo que se nos antoje, sino que no
podremos ir más allá de la concreción
impuesta. La máxima a seguir será que la
comunicación no debe producir competencia, sólo
beneficio, lo que conlleva la necesidad de que lo comunicado no
relance la cultura, no despierte la inteligencia del individuo
más allá de lo estrictamente necesario como para
continuar consumiendo. El cliente perfecto
será un ser idiotizado por el mercado del saber, un
ciudadano cuya mente, a fuerza de atiborrarse de datos,
carecerá, no obstante, de cultura propia.

El hombre y
la mujer cultos
serán –máxime si son intelectuales
un peligro para el mercado: siempre pueden optar por competir o
bien por saltarse las normas del
mercado simonita y transmitir el saber desarrollado con total
libertad. Por esta razón los simonitas deben transfigurar
la idílica anarquía de la red en un medio
asfixiante y carente de vida: esta "transformación de los medios de
información en máquinas de identificar consumidores
y vender productos
será más que evidente"
. La horizontalidad de
las redes, tal y como
define Manuel Castell la virtud de estos medios de ser
independientes de todo poder que no sea el de sus mismo usuarios
que se comunican entre sí voluntariamente y en un plano de
igualdad,
será eliminada, reorientada verticalmente para ser
dominada desde arriba, desde el poder del capital.
Interesa la regulación total de la red, pues siendo libre
no es mercado en el sentido que demandan los simonitas, sino
libertad que no soportan, libertad de aprender sin pasar por caja
y, en consecuencia, la posibilidad de construir
gratuitamente el mundo como nos venga en gana.

En este sentido el
saber libre se tacha de competencia desleal que perjudica
al saber simonizado. La maniobra pretende destruir
cualquier competencia, no exclusivamente la procedente de
pequeñas empresas
comerciales alejadas de los grupos de poder, sino también
la que se ejerce desde la libertad de pensamiento y de
expresión. Como resulta muy difícil que nos
prohíban pensar, nos prohíben de facto -y
también legalmente como veremos muy pronto- el
comunicarnos, jurando, al más puro estilo liberal, que lo
hacen por nuestro bien y nuestra seguridad.

La fiebre
reduccionista ha llevado no hace mucho a que una de las grandes
empresas de software cerrara sus chats
libres usados gratuitamente por millones de personas en
todo el mundo, aduciendo para ello como única razón
la protección de los menores; y desde luego que debemos
proteger a nuestro infantes, pero la idea es exigir la
identificación del usuario e incluso el número de
su tarjeta de crédito. ¡Cómo si los
criminales tuvieran la sana costumbre de identificarse cuando se
disponen a cometer un delito!
Además, ¿para qué quieren nuestra tarjeta de
crédito? Con todo esto, en lugar de disuadir a los
delincuentes, se espanta a los "usuarios libres" que era,
según mi opinión, lo verdaderamente
perseguido.

El caso es que
nadie se encuentra más protegido -excepto el beneficio
monopolista del simonita-, pero sí mucho menos comunicado:
todo en pro de nuestra seguridad y de nuestra libertad.
¡Dios salve al rey de las ventanas cerradas! Lejos de
globalizarse el mundo, se mundializa el mercado, porque no se nos
considera como seres humanos que desean compartir experiencia y
saber, sino como meros consumidores de datos. La verdadera
libertad que respetarán con gran celo en la gran red
será sin duda la que tenemos de consumir, nunca la
libertad de
expresión. La aldea global se reduce, pues, al mercado
global, del mismo modo que en el mundo tangible, lejos de
eliminarse las fronteras, se levantan barreras entre los seres
humanos, membranas osmóticas exclusivamente permeables a
lo económico.

Por
analogía con otros medios de
transmisión de saber, ¿cabe imaginar qué
consecuencias habría acarreado a la humanidad que la
escritura
fuese protegida, impulsada y reconocida tan sólo en los
casos en que estuviese orientada hacia el ámbito
económico? ¿Dónde se encontraría
ahora el hombre? ¿Existiría en este caso Internet y
otros medios que se desarrollaron con el único objeto de
unir a los hombres? No, desde luego que no, estaríamos
aún en los albores de una historia de la humanidad
meramente económica.

Por esa
razón, y volviendo a lo ya dicho, se necesita hacer
hincapié en esta idea de la libertad de expresión
como generadora de competencia gratuita y, por tanto, no deseable
para el simonismo: es evidente que si se permite la confluencia
de varios o muchos interlocutores en un lugar digital -en
un foro abierto especializado, por ejemplo, en técnicas de
manufacturación de alimentos
ecológicos- la cantidad de conocimientos que se transmite
y se genera compartiendo cada uno lo que sabe es enorme,
más aún si lo multiplicamos por los millones de
lugares digitales que existen en el cibermundo.

De ahí que
todas las necesidades de saber que se cubran gratuitamente por
este medio reducirán las oportunidades simonitas de hacer
negocio. Desde el simonismo se interpreta que debido a esta
competencia se produce un desperdicio. Dicho de otra forma: esas
posibilidades de comunicación de las que hablamos suponen
un avance para el hombre libre, pero se ciernen como una amenaza
sobre el mercado simonita, porque en muchas ocasiones podemos
prescindir del saber mercantilizado mediante estas
tecnologías e intercambiar, por el contrario, un saber
libre con otros internautas. El dictado normativo debemos
explicarlo como orientación unidimensional dirigida al
mercado. De la red sólo quedará en pie aquello que
beneficie al comercio del
saber, pues parece evidente que, ya domada, brindará
jugosas oportunidades de negocio siempre que se elimina toda
posibilidad de comunicación entre las personas: la
libertad de expresión y el derecho de acceso a la
información no interesan y serán atacados sin
contemplaciones. Y me refiero no solo a la libertad a la
información sino también a la libertad de
expresión porque, sublimada ésta, resulta la
libertad de comunicación, que no es otra cosa que la
libertad de dos personas de entablar una conversación por
cualquier medio.

Como enseguida
comprendemos, para que el verbo se desarrolle en toda su
extensión el sujeto debe ser siempre plural: "nos
comunicamos". Si se nos impide utilizar todos los medios a
nuestro alcance se menoscaba nuestra libertad para expresarnos:
ya no se trata de decir lo que queramos, sino de decírselo
a quien queramos, pues los medios actuales permiten conectarnos
con todos los seres humanos. En 1969, Jean D'Arcy introdujo el
derecho a comunicarse por escrito, vendrá el día en
que la Declaración Universal de los Derechos Humanos
tendrá que incluir un derecho más amplio que el
derecho del hombre a la información… Este es el
derecho de los hombres a comunicarse' (D'Arcy, 1969). La fuerza
motivadora para este nuevo enfoque era la observación de que las disposiciones en las
actuales leyes de derechos
humanos (como la Declaración Universal de los Derechos
Humanos o el Pacto de los Derechos Civiles y Políticos)
eran inadecuadas para tratar con la comunicación como un
proceso interactivo.

En cuanto al
cibermundo, las cosas no se quedan aquí, la red
también se regulará como medio de control y
coacción: no basta con limitar la libertad de
expresión para garantizar los monopolios, sino que la red
se utilizará como un arma para detectar y disparar a todo
sospechoso que sepa de más: saber de más en
la sociedad simonita es saber sin previo pago. Con cada
nuevo triunfo de los derechos de los propietarios del saber se da
un paso hacia la nueva Edad Media,
donde los muros de las bibliotecas monásticas y el temor
de Dios serán sustituidos por el miedo a que se abalancen
las hordas simonitas y arremetan contra nosotros con todas sus
leyes del no-saber. Somos vigilados impunemente por organizaciones
estatales e incluso privadas, "y así nos enteramos de
que el uso del ordenador, o la navegación por Internet
desvelan, sin que lo sepamos, nuestros gustos, simpatías e
ideas. Como la telepantalla de 1984, nuestro ordenador nos
espía permanentemente" .
A través del
cibermundo "se obtiene más información de
nosotros que la que nosotros somos capaces de obtener de
él"
; nadie, curiosamente, nos paga por la
información que obtienen de nosotros, por más que
ese saber coincida con nuestro ámbito más
íntimo y sea parte de nuestro yo. Pero la propiedad
intelectual no ha sido concebida para proteger al ciudadano
común así como tampoco la red de redes se ha
desarrollado en los últimos años para que la gente
hable cotidianamente con sus congéneres, sino para que el
poder simonita sepa permanentemente de nosotros todo aquello que
le interese.

Las redes de
comunicación vierten todo conocimiento que pueda ser
rentable en los centros de desarrollo y control del saber. La
concentración monopolística de los medios de
producción no bastaría para el
dominio
absoluto de la sociedad, son imprescindibles estos embudos
caleidoscópicos que con sus luces en continua parpadeo nos
hacen creer que otra libertad humana está por llegar, pero
en realidad, la red nos aliena de todo aquello que
imprudentemente hayamos "colgado" en el site y, una vez
patentado, pueda revestir algún interés
económico.

Si este descomunal
avance tecnológico que supone Internet viniese
acompañado de la anulación de los monopolios sobre
el saber, y, por tanto, por el respeto hacia la
libertad de expresión y comunicación, todo
tendría mucho más sentido. La globalización informática como medio
para unir a los hombres de todo el mundo se transmuta en un nuevo
elemento de dominación, es un espejismo que se desvanece
por la propiedad intelectual.

Beneficio y sacrificio en el
intercambio humano I

En los
capítulos que siguen, y después de estos apuntes
sobre los perniciosos efectos que la propiedad intelectual
provoca sobre nuestra mentalidad y sobre la nueva forma en que
los seres humanos se relacionan con la realidad, trataré
de analizar algunos de los problemas que se plantean al dar por
supuesto la infungibilidad del saber cosificado. Una
cuestión que abordaré también, como en el
resto de este ensayo, desde
la lógica
socialdemócrata, orientada a paliar las consecuencias
negativas del mercado capitalista, pero que no propugna su
completa sustitución de forma inmediata, sino entablar un
diálogo
constructivo entre los puntos de vista acordes con el socialismo y con
las instituciones propias del capitalismo.

Es una verdad
irrefutable que el producto del
trabajo o del esfuerzo inversor de cualquier ciudadano es siempre
limitado y que por cada objeto que enajena tiene que descontarlo,
como es natural, de sus haberes. Si un artesano es capaz de hacer
al día cinco lámparas y trabaja cinco días a
la semana tendrá la posibilidad de fabricar cien
lámparas al mes.

Cuando quiera
vender sus lámparas se verá obligado a descontar de
su almacén
cada unidad vendida. Por el fruto de su esfuerzo recibirá
a cambio una cantidad de dinero tal que
justifique tanto la inversión de tiempo realizada como su
saber hacer, pero perderá irremediablemente ese
bien manufacturado cuya propiedad pasará al comprador.
Resulta imposible, entonces, que este artesano pueda vender
más de las cien lámparas que es capaz de fabricar,
ya que sus clientes las
quieren -y no otra cosa- a cambio de su dinero y no tiene forma
de fabricar más, salvo que contrate a más personal o
máquinas más rápidas y eficaces, lo que
supondría siempre un esfuerzo inversor en bienes de equipo
más potentes o más modernos, un incremento del
gasto o un mayor esfuerzo de trabajo.

Supongamos ahora
que nuestro artesano se convierte en empresario y multiplica por
mil su producción. Es la misma cosa: a cambio de su
trabajo, y ahora también de su inversión, no
podrá fabricar más de mil quinientas
lámparas al mes ni vender más de las que sea capaz
de elaborar. El esfuerzo productivo incrementará en
proporción a la cantidad producida, pero en ningún
caso llegará, por más dinero que invierta, a un
estado de cosas en que de su almacén no haya que descontar
una lámpara cada vez que venda alguna. Los bienes que
nacen de su esfuerzo son finitos y se ven mermados cuando se
producen las ventas, a
cambio, claro está, de recibir otros bienes que pierde el
comprador. Así funciona el mercado: riqueza que se produce
con esfuerzo a cambio de dinero que también se adquiere
con esfuerzo. No hay otra forma de verlo. La competencia del
mercado –la relación entre la libre oferta y
demanda– marcará los precios de las
lámparas vendidas y su beneficio total quedará
limitado por su capacidad de producción. Sería
imposible pasar de ahí.

Si un
catedrático de Filosofía imparte clases en una
Universidad [a
estos efectos, es lo mismo pública que privada], se le
paga por cada hora invertida en sus clases, pero dispone de unas
horas limitadas para vender su fuerza de trabajo a los alumnos.
En este caso también el fruto de su esfuerzo es finito, y
si imparte clases en un aula no podrá realizar otra
actividad distinta al mismo tiempo, a no ser que posea el divino
don de la ubicuidad.

Si un
médico trabaja por las mañanas en un consultorio de
la Seguridad
Social, velará con ayuda de su conocimiento y su
experiencia por la salud de los enfermos, y el
Estado le pagará por los servicios
prestados a la sociedad; pero resulta evidente que no
podrá despachar esas mismas mañanas en una
clínica privada, ¿o acaso sería razonable
que esto ocurriese? Así pues, el beneficio que puede
obtener a cambio de su trabajo será limitado y tan
conocido como las horas que tiene un día.

Podríamos
exponer aquí, uno por uno, todos los ejemplos que
quisiéramos y en todos ellos encontraríamos que los
beneficios que cualquier trabajador puede obtener a cambio de los
bienes o servicios producidos es siempre finito, en tanto en
cuanto lo sean su saber hacer y su capacidad productiva.
Todos menos en un caso, que no es otro que la venta de
conocimiento. Aquí la mercancía detenta unas
propiedades particulares muy concisas, ya descritas, que han sido
manipuladas en el proceso de reificación para que pueda
funcionar el mercado simonita.

Teniendo todo esto
en cuenta, ¿deseamos dar a unos hombres el poder de
enriquecerse con el conocimiento devenido en mercancía infungible, siendo conscientes
de que supone incurrir en una diferencia brutal con el resto de
los trabajadores que producen bienes finitos como concreciones de
ese mismo saber? ¿Es justo con el resto de la humanidad
tal premio a los simonitas?

Veamos un ejemplo
muy manido pero resplandeciente: para producir un software
es necesario un equipo que lo diseña. La inversión
en capital humano –tratándose de personal
altamente especializado– y medios
tecnológicos puede ascender a cifras considerables. Es
razonable pensar que el producto se lance al mercado a un precio relativamente alto si
atendemos a tal inversión. Esto es justo si partimos de
que se aplica el mismo criterio que a cualquier otro bien. Pero
no es el caso: se cobrará cada una de las copias como si
fuese el original y sin la consiguiente merma en la propiedad que
se produce con la comercialización de cualquier otro
producto. Y en consecuencia, el coste de la creación del
software deja de ser elevada al perderse la
relación proporcionada entre sacrificio y beneficio. Se
rompen, por tanto, las reglas de juego que tanto gustan a los
neoliberales, se reinventa la economía y se
dinamita el orden establecido por el mercado.

Este caos no
importa, no duele, pues las reglas son para los pobres y
sólo cuando molestan a los ricos, se saltan o se anulan,
olvidadas siempre en nombre del bien común y del
sacrosanto y sistemático utilitarismo. Así pues, en
este nuevo mercado del saber no hay existencias limitadas, se
vende todo lo que haga falta, puesto que en realidad no se vende
nada. La oferta se
iguala a la demanda de
forma automática ya que el stock siempre es suficiente
para cubrir cualquier venta. El ciudadano no compra la propiedad
de nada y de esta forma el fruto del esfuerzo de algunos hombres
se pierde, transmutado en algo indeterminado, esclavizando al
resto de los mortales que pagarán una y otra vez con su
esfuerzo el supuesto uso de un bien que nuca les
pertenece.

Los haberes de
estos últimos sí que se verán mermados cada
vez que paguen por estos derechos de uso, y su merma será
determinada en proporción a los beneficios del propietario
de la patente. Esto es una injusticia porque no existe igualdad
en el intercambio.

Unos y otros
acuden al mercado con el fruto de su trabajo, pero los primeros
tendrán sus réditos "por las nubes", más
propios de los dioses en tanto que infinitos, y los segundos
presentarán sus rentas tan concretas como humanas y
terrenales. El intercambio es justo si ambas partes entregan
algo, pierden lo que entregan y reciben algo a cambio. Para
ofrecer cosas nuevas, tendrán que trabajar de nuevo. Esto
no será necesario para algunos gracias a las leyes de
propiedad intelectual.

Beneficio y
sacrificio deben ser similares para ambos: si la carga de la
operación sólo es soportada por una de las partes
el negocio es evidentemente injusto en tanto en cuanto se rompe
la relación de ecuanimidad, fundamento bien habido de
cualquier intercambio humano. Los liberales nos quieren convencer
de que los precios son justos cuando son libres, cuando se acata
su imposición desde la oferta y la demanda, pero
aquí dicen que el precio justo es el otorgado por el
monopolio. La disposición a pagar por algo no supone la
justicia del intercambio, pues no es justo que nadie pague por no
ser torturado y sin embargo todos nos encontraríamos
dispuestos a pagar lo que sea para evitarnos tal trance, o para
hacernos con un tratamiento que salve la vida de nuestros hijos
aunque sepamos que pagamos diez mil veces el coste de
fabricación total, incluidos los gastos
proporcionales de la investigación. Cabría quizás
tachar de demagógica tal argumentación, pero
sólo debemos contemplar la realidad para comprender que lo
que digo es cierto, es, insisto, la pura realidad cotidiana para
millones de personas que con su esfuerzo competitivo deben
adquirir bienes fabricados en monopolio.

La
psicología liberal necesita que nos fijemos en los
beneficios generados con el intercambio, pues muchos fueron, son
y serán los que no pagan con el sudor de su frente las
cosas buenas del mundo, algo que no nos debe llevar a
equívocos, pues también en la ecuanimidad del
sacrificio encuentra justicia el intercambio, por más que
la necesidad nos lleve también a los pobres a obviar tal
relación y por mucho que suframos en todos los casos en
que conocemos que entregamos haberes conseguidos con gran
esfuerzo a cambio de un producto o servicio que poco ha costado
al vendedor. ¿Pero cómo se puede aceptar tal
propuesta desde un mercado cuya primera ley es que cobres todo lo
que puedas por tus productos para así incrementar tu
propio beneficio?

Esta ley te dice
que da igual el esfuerzo que realices, como si no es ninguno,
cualquier beneficio que obtengas en el mercado será
legítimo. Y por otro lado, ¿cómo
podría defender tal cosa quien poco o nada hace y, sin
embargo, vive la gloria material? Si aceptara el sacrificio como
fundamento del intercambio, ¿acaso no se sentiría
un miserable contemplando a los demás hombres trabajar de
sol a sol mientras él disfruta de los mismos bienes sin
hacer nada?

La cuestión
estriba en que todos debemos contribuir al sostenimiento y
continua construcción de la sociedad con nuestro esfuerzo
y en la medida de nuestras capacidades. Parece injusto establecer
una sociedad que exija un esfuerzo continuo a unos hombres y no a
otros, ya sea por poseer una patente, por derechos de cuna al
trono de un país cualquiera o por disfrutar de una
herencia que
les exima de ganarse el pan con el trabajo
diario.

Beneficio y sacrificio en el
intercambio humano II: Las rentas de la tierra y
propiedad intelectual

Demos por supuesto
que la propiedad intelectual es una propiedad, olvidando, por
tanto, todo lo dicho. Se podría argumentar entonces que se
pueda dar un estado de derecho
análogo al que encontramos en las rentas de la tierra, pero
pensar esto sería un error. Cuando el propietario de un
bien raíz arrienda una tierra, o alquila un edificio, es
cierto que no ve menoscabado el valor de sus bienes, y que con
los años fluctúa el valor de cambio según dicte la ley de la oferta y
la demanda, y que, a parte de cobrar las rentas, las
participaciones de propiedad sobre el bien no disminuyen y en
ningún punto decrece su derecho de
propiedad sobre la tierra. Esto es una realidad, pero
también lo es que, arrendando el bien raíz, el
propietario no podrá emplearlo o disfrutarlo ni como
vivienda, explotación agrícola o minera o cualquier
otro fin; ni tan siquiera podrá acceder sin permiso del
arrendatario a las propiedades, pues el pago introduce un cambio
en los derechos sobre las mismas, no de propiedad, pero sí
de usofructo y de explotación que quedan restringidos para
el dueño, al menos temporalmente. Por el contrario, cuando
un ciudadano compra una licencia de expresión de un
conocimiento, que ahora se nos antoja considerar como un
arrendamiento, no se produce cambio alguno que suponga un
menoscabo en la capacidad de explotación, uso o disfrute
por parte del arrendador.

Por esta
razón no se pude comparar el derecho que rige las rentas
de la tierra y el que se quiere imponer sobre la propiedad
intelectual. La propiedad intelectual permite el milagro de los
panes y los peces cuando
tal milagro no se produce con ninguna otra obra desarrollada por
trabajador alguno ni con ninguna otra propiedad existente, ni tan
siquiera en el derecho sobre las rentas de los bienes
raíces.

 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter