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La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Partes: 1, , 3, 4, 5

Beneficio y sacrificio en el
intercambio humano III: La perspectiva contractualista y la
propiedad
intelectual

Para arrojar
luz sobre mis
propuestas puede resultar un ejercicio interesante abordar esta
cuestión de las diferencias entre sacrificio y beneficio
en el intercambio mercantil simonita desde el
contractualismo.

Según
Rousseau, "el orden social es un derecho sagrado que sirve de
base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no
procede de la naturaleza: se
basa, pues, en las convenciones. La cuestión está
en saber cuáles son esas convenciones
". Además,
añade, "la oposición de los intereses
particulares ha hecho necesario el establecimiento de las
sociedades, lo
que lo ha hecho posible es el acuerdo de esos mismo intereses. Lo
que hay de común en esos diferentes intereses constituye
el vínculo social; y si no hubiera un punto en el que
concordaran todos ellos, no podría existir ninguna
sociedad".

El contenido de
estas convenciones no puede ser otro que aquello que todos los
hombres aceptarían como justo si careciesen de
noción alguna sobre su suerte en la vida. Restados todos
los intereses particulares, quedan los generales, aquellos que
son compartidos por todos los hombres por el mero hecho de serlo,
y así el contenido de la convención, del contrato social,
no puede ser otra cosa que aquellos derechos y obligaciones
que cada cual admitiría para sí mismo sabiendo que,
otorgándoselos a sí, los reconoce para los
demás.

Desde la interpretación de la Justicia de
Jonh Rawls, es una evidencia que los componentes de una sociedad
jamás aceptarían de forma previa, en los
prolegómenos del juego, que los
derechos y fueros del fruto del trabajo de
unos hombres fuesen diferentes a los de otros, sencillamente
porque esto rompería la igualdad de
las reglas para todos los jugadores. Si aceptamos por un momento,
como defendieron algunos filósofos y economistas –por ejemplo,
entre otros, Platón
en su República y posteriormente Adam Smith en
La riqueza de las naciones–, que los hombres se unen
para su propio beneficio y suponemos que trabajando cada uno en
la actividad que pueda destacar, ganamos todos –esto es
más fácil de aceptar desde una razón
práctica–, es decir, que la división del
trabajo fortalece a la sociedad, podemos aceptar que unos ganen
más que otros dependiendo de su esfuerzo, pero
jamás podemos consentir distintos fueros atendiendo a la
naturaleza del trabajador. Las reglas serán para todos
iguales. ¿Por qué el fruto de los intelectuales
debe atenerse a un derecho que les beneficia en relación,
por ejemplo, con el fruto del trabajo de un herrero, un piloto o
un juez? ¿No quedamos en que es necesario que beneficio y
sacrificio del intercambio sean ecuánimes, que se repartan
ambos de forma alícuota entre quienes acuden al mercado?
¿Cabría argumentar, desde esa posición
inicial, que el saber desarrollado por un intelectual le
pertenece a él y que eso le garantiza el monopolio de
materialización del mismo durante un periodo arbitrario de
tiempo,
mientras que el resto de los mortales se verán en la
obligación de pagar una y otra vez por el uso de un bien
de utilidad
infinita? Sería difícil que nadie, sin saber de
antemano si será intelectual o artista, o, por el
contrario, carnicero, albañil
o mecánico de automóviles, se atreviera a presentar
argumentación alguna en su defensa. O todos peones o todos
reyes, pero jamás se aceptaría de antemano que unos
se moviesen por el tablero siguiendo unas normas y otros
por otras distintas. ¿Qué interés va
a tener nadie en que las cosas sean así si se desconocen,
además, los intereses particulares que la vida nos
impondrá a cada uno según nuestra
suerte?

Si, por el
contrario, propusiéramos, de acuerdo con la fácil
propagación de los conocimientos en la sociedad de la
información, mecanismos para asegurar el
cobro de las rentas del trabajo de los sabios bajo las mismas
condiciones que el resto de los seres humanos, seguro que todo
el mundo los aceptaría sin mayor problema. La
discusión no duraría mucho, por no decir que ni tan
siquiera se llegaría a plantear y todos afirmarían
la necesidad de entablar conversaciones para encontrar
vías para proteger el trabajo de
los intelectuales en igualdad de condiciones a las disfrutadas
por el resto de los trabajadores. Habermas sería feliz,
pues intuyo que, aun sabiendo la suerte de cada uno y no siendo
la naturaleza del hombre tan vil
como piensan por desgracia los liberales, dejaríamos a un
lado nuestros intereses particulares y tendríamos
presentes en tal conversación nuestros principios, que
no son sino la enunciación de los intereses comunes que
unen a todos los hombres.

Comenzando con
aquella cita de Montesquieu,
en todo el ensayo
predomina la idea de que lo único que une al ser humano
como entidad universal en un destino común es la conciencia, las
ideas de todos, las ideas del hombre que gracias a la
comunicación se encienden en nuestras conciencias de
generación en generación. La inteligencia
colectiva
opera cuando varios seres humanos se comunican
independientemente de que la calidad
intelectual de unos sea enorme comparada con la del resto del
grupo: el
grupo humano genera por sí una entidad cuya naturaleza
trasciende a la simple suma de coeficientes intelectuales y
conocimientos previos resultando una potencia de
análisis, comprensión y
resolución distinta a la de las partes.

La lógica
capitalista destroza tal consideración. El fin natural del
lenguaje
–y es indudable que es natural– se subvierte por un
fin estrictamente mercantil: los seres humanos se
comunicarán para obtener beneficio material y no ya
espiritual. Comunicarse siempre supone un esfuerzo de
entendimiento con el otro, pero ahora, ¿dónde
reside tal intención? ¿La transacción de
información simonita puede ser considerada como comunicación si sabemos que no importan los
contenidos, ni su comprensión, ni su aplicación,
sino sólo certificar legalmente la transacción del
elemento físico soporte del código
que legitima el cobro de la operación
comercial
? Incluso sabemos –como ya he explicado–
que es preferible para el sistema que no se
produzca entendimiento alguno del contenido, pues la
comprensión en tanto que certifica la tenencia de la idea
constituye una amenaza para el comercio
simonita, así como la constatación irrefutable de
la mentira de tal supuesta propiedad.

Pido disculpas por
la sencillez de mis argumentos, que no achaco a mi culpa, sino al
incumplimiento por parte de la propiedad
intelectual de las más elementales normas del sentido
común. Las débiles defensas de la plaza simonita no
reclaman una artillería más pesada. Como podemos
comprobar, el ejercicio y recreamiento responsables y honrados de
la posición inicial rawlsiana nos permiten alcanzar una
visión de la Justicia concisa y libre de contaminaciones
de clase o
estamento. Quizá por eso el contractualismo rawlsiano no
sea del agrado de muchos liberales, los cuales, antes de dejarnos
entablar las conversaciones necesarias para llegar a un acuerdo
beneficioso para todos, lanzarán sobre estas propuestas
todo su arsenal de miedo y terror a lo desconocido, olvidando que
a eso es a lo que nos abocan sus leyes del
no-saber.

No obstante lo
dicho, son muchos los liberales que, sin dejar de sumar paradojas
a las que de por sí ya contiene la defensa numantina de la
propiedad intelectual, afirman que se trata realmente de una
convención. "El derecho de la propiedad intelectual, el
copyright",
nos recuerdan, "fue pensado por la Constitución norteamericana como un
«contrato
social» entre el autor y el público, entre el
inventor y la sociedad".
Tengo la sensación de que a
esa convención olvidaron invitar a los autores, a
los inventores y a la sociedad en su conjunto: fue la
"convención simonita", y pactaron
unánimemente quedarse con el
conocimiento de todos los ausentes.

Beneficio y sacrificio en el
intercambio humano IV: la transustanciación de trabajo
finito en beneficio infinito.

Los tres
capítulos anteriores confluyen en un mismo punto
fundamental en este ensayo: hablan
de lo inmaterial, de lo no excluyente, de lo ubicuo, de lo
infungible, pero, cuando interesa, una propiedad intelectual se
puede comprar entera o en participaciones porcentuales entre
varios capitalistas. En su relación con los obreros
también los capitalistas comercian con el conocimiento
en una dimensión finita, puesto que se suspende la no
exclusividad, la ubicuidad, la infungibilidad. Si la propiedad
intelectual no sufriera la pendular transmutación entre la
indivisibilidad de su administración práctica en el
mercado corriente y la perfecta división porcentual en el
mercado de los poderosos, insisto, si no se produjera tal
metamorfosis, todo de lo que se ha dicho poseería mucho
menos sentido.

He aquí su
secreto: el saber tendrá carácter finito entre nosotros, los
potentados, que compraremos al obrero intelectual su fuerza de
trabajo tal y como se hace con cualquier otro sector en el
mercado, y luego, entre los poderosos, nos repartimos un tanto
por ciento y otro tanto como ciudadanos ejemplares que gustan de
la libertad y de
la igualdad del mercado; pero cuando operemos con lo adquirido en
el mercado general, entonces, y sólo entonces, se
producirá la transustanciación: del pago de un
trabajo finito se conseguirá algo distinto e ilimitado por
obra y gracia de la propiedad intelectual.

¿Por
qué no se vende la propiedad intelectual tal y como se
compra a los obreros, siempre por participaciones? Esto
terminaría con la gran oportunidad de enriquecimiento
ilegítimo. Pero los liberales argumentarán que se
retrasaría el desarrollo,
hijo del conocimiento, al no existir recompensa suficiente
para el intelectual. ¿Para qué intelectual?
¿Acaso el sabio no
cobra por su trabajo del mes mientras el simonita se
enriquecerá noventa y cinco años por el trabajo
comprado y pagado durante un solo mes? Si su comercio fuese
porcentual, finito y fungible, la propiedad intelectual no
existiría al no beneficiar al simonita. ¿Qué
le importarán a él los sabios?

Conocimiento, mercado y fuerza de
trabajo

En este
capítulo ensayaré una aproximación a los
mercados
simonitas usando las herramientas
conceptuales de Marx. Carlos Marx
diferencia entre trabajo y fuerza del trabajo para explicarnos la
generación de la plusvalía capitalista: la fuerza
de trabajo es el potencial generador de trabajo que posee el
empleado y que vende al empleador a cambio de un
salario; el
trabajo es el esfuerzo real obtenido por el empleador en la
explotación del trabajador y la plusvalía es la
diferencia entre lo pagado por tal fuerza de trabajo y el
valor del
trabajo real obtenido.

En los mercados
simonitas la mecánica es similar pero con ciertas
diferencias: el simonita cuenta con la fuerza de trabajo al igual
que el capitalista, pero tal necesidad es concisa, residual e
implosiva. Veremos por qué: la plusvalía no se
refiere sólo a la diferencia entre el valor de la fuerza
de trabajo y el trabajo real obtenido, pues el trabajo real deja
de constituir la única fuerza motora en el proceso de
generación del producto.

Recordemos que
aquí la oferta real se
iguala a cualquier demanda sin
necesidad de mayor esfuerzo, pues las regalías de la
patente simonita son las encargadas de igualarla
aprovechándose de las propiedades del conocimiento
reificado, de su supuesta infungibilidad, generándose, por
tanto, una plusvalía que tiende libremente al infinito. La
relación entre el empleado y su trabajo es
paradójica: lo pierde en el mismo instante en que produce
algo que sea patentable.

En el libro
Metadata Solutions, Adrienne Tannenbaum nos dice que para
el correcto desarrollo de metadatos han ideado un sistema de
análisis a partir de cinco preguntas capitales realizadas
a los datos para
permitir su clasificación y tratamiento de forma
simplificada y clara:

1.- What data
do I have?
¿Qué datos tengo?

2.- What does
it mean?
¿Qué significan?

3.- Where is
it?
¿Dónde están?

4.- How did it
get there?
¿Cómo llegaron
ahí?

5.- How do I
get it?
¿Cómo los consigo?

Un poco más
abajo podemos leer lo siguiente:

"The 5
questions is a trademark of and the questions and method are
copyrighted by Database Solutions, Inc. Bernardsville, New
Jersey".

Pero por
más que nos sorprenda que alguien pueda ser considerado
dueño de cinco preguntas ahora no voy a hablar de tal
asunto. Aún hay algo más sorprendente, pero
que a primera vista nos puede pasar desapercibido: la patente
pertenece a Database Solutions, Inc. y no a los obreros
que la desarrollaron. La base de tal propuesta es grosera: si
todo lo material que producen los obreros en la empresa es
propiedad de la empresa,
también es propiedad de la empresa todo lo inmaterial que
produzcan esos obreros.

Los trabajadores
tendrán que trabajar todos los días de su vida
–si tienen la gran suerte de que se les permita tal
cosa– por más conocimientos patentables que
desarrollen: la patente no les alcanza, no les protege. Es una
falacia afirmar que la propiedad intelectual existe para proteger
a los sabios. ¿Cabe imaginar a los capitalistas aceptando
pagar durante toda la vida a los obreros por haber desarrollado
un conocimiento patentable? ¿Qué les
otorgarán un porcentaje de las ganancias generadas por el
monopolio y mandarlos a su casa a vivir de los réditos?
Jamás, nos dirán que el conocimiento es de la
empresa, tanto que la empresa ha comprado la fuerza de trabajo
por la cual el conocimiento existe: el autor es el empresario:
"En el caso de obras hechas por contrato, es el patrono y no
el empleado el cual está considerado el autor."

Fijémonos en la sutileza del mensaje: no se produce
intercambio entre patrono y autor, sino que el autor es
directamente el patrono. Así quedan liquidados todos los
problemas que
los autores reales podrían ocasionar a los autores
legales: el autor real no sostiene relación alguna con la
obra, sólo con el trabajo, la obra no es suya aunque sea
hija, expresión y parte constituyente de su alma.

Con la propiedad
intelectual se normaliza la forma más extrema y atroz de
alienación: la reconstrucción del conocimiento como
mercancía aliena el alma del obrero del saber hasta tal
punto que ni siquiera su propio pensamiento le
pertenece, para que así la idea pueda constituir una
propiedad privada. Todo conocimiento desarrollado acabará
indefectiblemente en manos de un simonita y la propiedad
intelectual, lejos de proteger al sabio certificará su
miseria.

La
explotación simonita es más refinada que la
capitalista. El capitalismo
degradaba al hombre a un grado inferior al de las bestias, a
olvidar todo vestigio de necesidad creativa, de voluntad
generadora de un nuevo mundo y lo condenaba a la insensibilidad.
La explotación simonita obliga, sin embargo, a la persona a
sostener su calidad espiritual, elemento imprescindible del
engranaje productivo. Su creatividad es
necesaria y debe mantener tal creatividad en las mejores
condiciones para servir a su dueño. Se le exige,
además, que lo haga con plena conciencia de sí, por
más que tal conciencia no sea generadora de acto volitivo
alguno más allá de la evidente sumisión. Esa
conciencia ya no es conciencia humana, sino alienada en su misma
espiritualidad, pues debe contemplar su obra espiritual no como
su ser mismo, sino como una mercancía que nunca le
pertenece.

Podríamos
afirmar que es la expresión de sí que no es de
sí. Su idea no es su idea, su idea es del simonita. A este
trabajador no se le permite dormir el sueño idiota del
irracional, sino que, sumido en la más brutal de las
domesticaciones –la opresión simonita–, debe
contemplar impasible su propia degradación. El sabio es un
ser gris y anónimo cuya relación con su obra no es
directa, se relega como mucho a la venta de su
fuerza de trabajo a cambio de unas monedas que igualan en su
destino a todos los trabajadores: a los sabios que desarrollan
nuevos conocimientos, a los que los que los aprenden y a quienes
necesitan de sus manos para trabajar. ¿Qué
diferencia existe, pues, entre estos tres grupos?
¿No son acaso todos por igual ajenos a su obra?

El simonismo, en
la búsqueda de magnificar los beneficios del propietario
toma algunas de sus grandes ideas del capitalismo, pero esconde
la intención debajo de una mortaja: la figura permanece,
el contorno la delata. La propiedad intelectual no deja de
parecer una insólita forma de proteger a los sabios de la
misma forma que la sacrosanta propiedad de los burgueses sobre
las cosas materiales no
buscaba proteger a los obreros sino a sí
mismos.

En las nuevas
relaciones de dominación el sabio es anónimo, como
aquel obrero del siglo XVIII, inexistente más allá
de figurar como mero elemento productivo. La única
diferencia entre unos y otros radica en que los parias de la
sociedad del conocimiento saben leer y son conscientes y, en
consecuencia, cómplices sumisos de su propia
explotación, o seres tan decepcionados de la vida que han
claudicado definitivamente ante una realidad que creen imposible
cambiar.

A fin de cuentas el
simonita, ahora el autor, ha conseguido lo que deseaba:
cuando la empresa paga la fuerza de trabajo se adjudica la
riqueza generada en primera instancia y sin pasos intermedios que
podrían abrogar a los trabajadores incómodos
derechos imposibles de resolver en beneficio del simonita. Se
certifica su independencia
casi total de las clases trabajadoras. El valor de sus
bienes ya no guarda relación proporcional con el trabajo
ni con el capital
invertido. El efecto producido por su reconstrucción como
bien infungible es que la plusvalía tiende al
infinito. Y se intenta justificar la legitimidad natural de tal
plusvalía afirmando que el coste de producción marginal es cero. La pena es que
los economistas hayan sido tan frívolos tanto a la hora de
aceptar tales propiedades inexistentes como en el momento de
construir las políticas
económicas que reinarán en el siglo XXI. Me
pregunto cuándo los economistas neoclásicos, los
seguidores de Solow por ejemplo, se pondrán manos a la
obra para cuantificar en sus estudios sobre el crecimiento
económico qué peso tiene realmente en el total
del residuo conferido al estado de la
técnica la cuestión de las regalías
otorgadas a las patentes. ¿Por qué ningún
economista comienza a estudiar los efectos de las patentes sobre
el crecimiento económico? ¿Y su incidencia en el
mercado de trabajo?

El aumento
progresivo de la exclusión podemos imaginarla en el tiempo
según se desarrollen las regalías de las patentes,
terminando por ser sólo necesarias unas élites que
producirán lo suficiente para que; apoyados en las leyes
de propiedad intelectual, puedan satisfacer las necesidades de
acopio de beneficio de los antiguos capitalistas. Los
trabajadores activos
serán principalmente intelectuales, el resto incultos
abandonados a la productividad.
"Como cada vez se pone más de relieve por la
comunidad
intelectual",
nos recuerda, entre otros muchos, Ramón
Soriano, "nos encontramos inmersos en una tendencia a
recuperar el pensamiento marxista tanto en cuanto la
decimonónica lucha del binomio burgueses–
proletarios se constituirá de nuevo como la lucha
trabajadores-parados"
. Lo que pretendo aportar en este
capítulo como aspecto central completamente nuevo es que
el origen de tales extremos descansa –y en qué
medida esto se produce deberá ser estudiado por
otros– en la articulación de las leyes de propiedad
intelectual.

En esto los
liberales son marxistas a su manera y a su pesar y se
empeñan en conseguir que Marx lleve razón. Si
decíamos que desde el socialdempocracia se acepta que en
el mercado el trabajo sea la vía de inserción
social allí donde existan los derechos sociales, teniendo
presentes las leyes simonitas no podemos concluir lo mismo,
porque la inserción y la normalidad sociales serán
imposibles.

Marx nos recordaba
que "el obrero es más pobre cuanta más riqueza
produce, cuanto más crece su producción en potencia
y en volumen. El
objeto que el trabajo produce, su producto, se enfrenta a
él como un ser extraño, como un poder
independiente del productor".
Y concluía: La
pérdida del objeto y su servidumbre a él son los
caminos que conducen a la enajenación de su alma
. En la economía simonita se
da un paso más allá pues se reifica el conocimiento
y la enajenación del hombre no es subjetiva, sino
objetiva: el alma se vende en parcelitas. "La
objetivación aparece hasta tal punto como pérdida
del objeto,
continúa Marx, "que el trabajador se ve
privado de los objetos más necesarios no sólo para
la vida sino para el trabajo. Es más, el trabajo mismo se
convierte en un objeto de que el trabajador sólo puede
apoderarse con el mayor esfuerzo y las más extraordinarias
interrupciones, (…) todas estas consecuencias están
determinadas por el hecho de que el trabajador se relaciona con
el producto de su trabajo como un objeto extraño, (…) la
vida que ha prestado al objeto se le enfrenta como cosa
extraña y hostil"
. Comprendamos el objeto del
trabajador del saber como el saber que él mismo
desarrolla.

Cuando un
trabajador genera un nuevo conocimiento automáticamente se
producirá una patente, por cuya culpa el simonita
dejará de necesitar en la misma medida a ese mismo
trabajador o a cualquier otro. Al fin el objeto se revuelve
contra el trabajador, lo excluye por innecesario, fortaleciendo
al simonita. Cuantas más ideas patentadas, mayor
será el beneficio obtenido al margen de los trabajadores,
más fuerza cobrará la patente.

Cuanto más
largo sea el periodo de tiempo que arbitrariamente se adjudique a
la patente o mayores regalías se determinen para
ésta, menos necesarios serán los trabajadores, de
los cuales miles acabarán engrosando el ejército
de reserva
. Así pues, el saber del hombre se vuelve
contra el hombre y el
ejército de reserva se amplía como nunca. El
extrañamiento es indudable, ya que ahora se trata de un
objeto que se mantiene como generador de beneficio mientras el
obrero sucumbe al comprobar que las plusvalías no le
alcanzan por la aplicación de la fuerza de trabajo, sino
por el imperativo de la Ley. "El
trabajador sólo existe como trabajador en la medida que
existe para sí como capital"
, nos recuerda de nuevo
Marx, "y sólo existe como capital en cuanto existe para
él un capital"
y concluye, "El salario del
trabajador pertenece así a los costos necesarios
del capital y del capitalista…
". Pero las cosas
han cambiado, con la existencia de la propiedad intelectual deja
de existir para el trabajador el capital porque se independiza de
él, puede existir sin él.

Siguiendo a Marx,
"ahora el salario de los trabajadores deja de ser un costo necesario
del capital".
Se puede extinguir, por tanto, la raza de los
trabajadores sin temor a que el capital cese de reproducirse,
porque en realidad el capital deja de ser capital y el
capitalista deja de ser capitalista, pasando directamente a
cobrar beneficios de la nada, que no es otra cosa que la
propiedad intelectual. Es necesario comprender que el camino
seguido por el simonita para hacerse con el conocimiento ha sido
el de pagar un salario al obrero del saber, que queda
alienado de su obra desde el mismo momento en que recibe tal
salario.

Tras esta primera
fase se produce una segunda alienación: aquel que desee
usar el conocimiento aprendido con su esfuerzo –y
facilitada tal toma de conciencia de la cosas por aquel primer
obrero del saber, deberá abonar por
liberar la utilidad de la riqueza generada por el mismo comprando
la licencia para ejecutar la materialización y
expresión de sus ideas. Si Marx levantara la cabeza
argumentaría que no sólo pretenden apropiarse de
los bienes
materiales de producción sino del hombre mismo: impiden
que se relacione libremente con el mundo, anulan su fuerza de
trabajo
y el obrero nada tiene que vender para vivir, pues su
fuerza de trabajo, como poder de actuar en el mundo, es
fruto del saber hacer de cada uno. Si ningún valor
detenta lo que sea capaz de hacer, ¿cuál es
el valor de su fuerza de trabajo?

El conocimiento
transmutado en objeto, si lo analizamos con detenimiento, deja de
ser fuente de valor para el conjunto de la sociedad, porque
únicamente genera beneficios para el simonita, ya no es
riqueza para la sociedad porque el valor intrínseco que
detenta se anula para todos menos para uno. Aunque pueda adoptar
la forma de dinero la
patente arruina a la sociedad, pues crea el espejismo de que no
es necesaria la producción de riqueza. La patente no es
trabajo ni necesita de la fuerza de trabajo para existir y
cumplir con la única obligación que interesa al
capitalista que es la obtención directa de
beneficios.

El simonita ya no
es, de alguna forma, capitalista, por más que vista sus
atuendos y desee ocupar su lugar en la sociedad. En este punto
comenzamos a echar de menos a los capitalistas tradicionales.
Parece lógico que nadie pudiera imaginarse –ni tan
siquiera Adam Smith– que se dieran las condiciones para que
apareciera una especie más interesada que aquellos, pero
éstos, los nuevos simonitas, son peores incluso que
los esclavistas. De alguna manera el simonita es enemigo del
capitalista pues no compite con él: tiene un monopolio y
no se encuentra obligado a mejorar; tampoco debe sostener una
plantilla de trabajadores como la del capitalista, su beneficio
es independiente de la fuerza de trabajo.

Por otra parte, el
simonita no se ve obligado a nuevas inversiones,
le basta con esperar a que reaccione la demanda e incluso, en no
pocos casos, podrá cerrar la empresa como entidad
productiva y dedicarse –quizá con el asesoramiento
de un grupo externo de abogados– a administrar su
patente.

El capitalista,
por el contrario, si deja de producir algún bien –el
que sea, con buena calidad y precios
competitivos– acaba indefectiblemente en la ruina. El
capitalista administra la actividad, el simonita la inactividad.
El capitalista ha sido despiadado en muchas ocasiones, en algunas
otras no: durante buena parte del siglo XX
desempeñó en la sociedad del bienestar una labor
que debemos reconocer porque muchas veces observaba con celo el
objeto social de la empresa como generadora y distribuidora de
riqueza; el simonita, en cambio, será
siempre despreciable: su subsistencia misma depende del mantenimiento
de la injusticia. Su beneficio se medirá en
proporción inversa al trabajo necesario para obtener ese
beneficio, pero no por el efecto que sufre el capitalista quien
debe incrementar la productividad del trabajo para competir en
mejores condiciones que los otros capitalistas.

El simonita gana
porque excluye, gana cuando excluye. Su beneficio
es destrucción para el prójimo. Y no podemos decir
lo mismo de los capitalistas, porque si bien prescindirán
del trabajo en la medida que puedan, siempre les resulta
necesario en esa misma medida. De aquella necesidad de
emancipación nace esta solución a su dependencia:
lo han conseguido, su naturaleza es distinta, y, logrando sus
objetivos,
nace una nueva sociedad que va mucho más allá del
capitalismo aunque lo contenga, y a la que he dado en llamar
sociedad simonita, pues comercian con el alma de los
hombres. Sus señales
y símbolos de exclusión –como la
©, la ®, el TM y tantos otros, ya perfectamente
reificados– marcan el territorio y avisan a los excluidos
del peligro que corren si osan rebasar los límites
del nuevo, intangible e incalculable coto de propiedad. Si por
equivocación lo invades, se te dará caza a lazo, y,
ya rendido en el juzgado, se te marcará con la divisa
correspondiente, que no quemará tu piel,
restañará tu alma. ¿Posees dinero para
comprar la propiedad de tus conocimientos? ¿Guardas al
menos haberes materiales para comprar la licencia de
materialización de los conocimientos que por desgracia
hayas aprendido? ¿No? Si no dispones de propiedades para
comprar tu alma, ¿cómo quieres ser
libre?

Los simonitas
consiguen finalmente que libertad y propiedad privada sean la
misma cosa. Los pobres no pueden comprar su alma, no pueden ser
libres, no pueden ser hombres. Un hombre sin posesión
material alguna es un hombre libre –quizás el
más libre de todos– pues es alma y voluntad, pero un
hombre al cual la sociedad le dice que no es dueño de su
alma, ¿qué es? Es un espectro, aún menos que
eso. El "alma en pena" carece de vida, pero es dueña de
sí misma, vaga en muerte por
donde quiere, pero el pobre ni tan siquiera guarda el derecho a
morirse: su fallecimiento puede constituir una agresión a
la propiedad ajena y ser demandado por ello. ¿Qué
ha hecho usted con las ideas aprendidas que no le
pertenecían? ¿Se las ha llevado al otro mundo?
¿Sin permiso del dueño? Usted, muerto, es un
ladrón de ideas, un traficante peligroso tras el cual
enviaremos a la policía del pensamiento.
Paradójicamente, en la sociedad del conocimiento, el
ignorante es el único que puede afirmar que es libre,
sólo él es dueño de su
espíritu.

Por todo esto he
afirmado que los liberales son marxistas a su manera y a su
pesar, pues con su terquedad quieren que la realidad le dé
otra vez la razón a Marx. Y no sólo lo consiguen,
sino que lo superan con celo e inducen una realidad incluso
más extremista que la que inspiró al genio
alemán, pero que, por otro lado, él mismo supo
predecir. Marx nunca dio por finalizada la historia y predijo que el
modo de producción capitalista podía ser superado
tanto como lo fueron los anteriores. Lo estamos rebasando y, tal
y como aventuró Marx, el nuevo sistema, el que sea, el que
es, debe contener y contiene al anterior.

El modo de
producción simonita ya no es sólo capitalismo, se
eleva sobre él sustituyendo producción de riqueza
por autoreproducción de beneficios. La destrucción
creadora del capitalismo se sustituye por la destrucción
destructiva. Es un sistema de autogeneración implosivo,
basado en una falaz plusvalía relativa infinita,
imposible en su mentira pues no se puede sostener en el tiempo al
no crear nada nuevo cuando destruye. Nos devoramos a nosotros
mismos y crecemos sobre nuestra propia muerte. La sociedad es
más rica con cada nuevo saber que se desarrolla,
más rica cuando alguien aprende algo que
desconocía, pero más pobre, más
débil, con cada nueva patente.

Con estas
maniobras estratégicas, casi perfectas, se busca, de paso,
una cabeza de turco a la que se querrá hacer pagar,
llegado el momento, las culpas de todo el desaguisado. Desde
estas páginas no me cansaré de afirmar que los
sabios no son los culpables, son más bien víctimas,
como nosotros. Salvo excepciones que confirman la regla, no son
ellos los grandes beneficiados de la operación, sino que
conforman la legión de trabajadores que se
extinguirá, absolutamente necesarios pero prescindibles a
largo plazo, en el caso de que el PIB alcance en
su totalidad a ser un beneficio reproducido por
monopolio.

En torno al
monopolio sobre la licencia de materialización del saber,
se generarán enormes grupos de poder que se harán
con todo los mecanismos existentes orientados, o susceptibles de
serlo, al desarrollo de nuevos conocimientos. Sobre el monopolio
del saber se construye el monopolio de los medios de
generación de saber. Es decir, no sólo se han
asegurado la propiedad del conocimiento y de los bienes de
producción de conocimientos, sino que en la misma fase de
desarrollo del nuevo modo de producción han erigido
también el monopolio sobre esos medios. Si no fuese
posible esta tercera maniobra no habría un interés
tan brutal por imponer la propiedad intelectual. Y no hablamos de
suposiciones. Ya hoy en día "la conexión
más fuerte de la ciencia y
la tecnología, la que da forma y orden al
desarrollo tecnológico panorámico, se concentra en
unas cuantas docenas de centros de investigación"
.

Los datos hablan
por sí solos: en Estados Unidos
durante el año 2000, por ejemplo, se generaron 38 billones
de dólares en regalías. Los únicos que
trabajaron fueron los sabios pero fueron los simonitas
–ahora los autores- quienes obtuvieron beneficios
gracias a su patente. Me imagino que alcanzar cotas
totales será imposible porque la sociedad saltará
por los aires mucho antes de que suceda. Que conste que no
pretendo ser tremendista, máxime cuando de lo que tratamos
es de evitar que se llegue a esa tensión a la que la
sociedad se verá abocada mientras se nos obligue a
respetar esa dudosa forma de propiedad, pero las prerrogativas de
tales fueros crecen, se desarrollan, avanzan imparables. La
tendencia es justo la contraria de la que se precisa.

Sí, las
clases trabajadoras ya no son necesarias, parece evidente que no
pueden ganarse el sustento, pero para los simonitas esta
cuestión no reviste importancia alguna: si lo obreros no
son necesarios, mejor que desaparezcan. Ahora bien,
¿cómo podrán consumir los productos
propios de esta sociedad de la información?
¿Cómo podrán seguir consumiendo
conocimientos reificados si no pueden trabajar?
¿Cómo se espera que funcione el mercado del saber
si la mayoría de los consumidores no tiene posibilidad
alguna de ganarse el sustento en ese mismo mercado emergente? Los
liberales no van más allá de su propio
interés y a muy corto plazo, pero estas leyes
también traerán su ruina, empezando por la
pequeña burguesía, que ya agoniza, y acabando a la
larga con los más poderosos. También esto es
cuestión de tiempo.

De principio nos
encontramos con que "un número significativo de
personas que están siendo excluidas del acceso al empleo fijo,
están cayendo en la criminalidad. Se podría decir
que algunas de ellas no tienen otra alternativa. Las personas a
las que no se les necesita en la era de la información no
desaparecen: siguen ahí".
Pero tal y como
vaticinó Marx, no deja de ser cierto que "la Economía
Política no conoce al trabajador parado, (…) son
figuras que no existen para ella, (…) son fantasmas que
quedan fuera de su reino. Por eso para ella las necesidades del
trabajador se reducen solamente a la necesidad de mantenerlo
durante el trabajo
de manera que no se extinga la raza de
los trabajadores".
Por esta sombría razón la
restauración de las asimetrías en la sociedad
traerá la necesidad del uso de la coacción e
incluso de la fuerza real para mantener el orden; entonces,
paradójicamente, la ruptura del contrato de Rousseau
traerá consigo la restauración del contrato de
Hobbes. En
este sentido la realidad se hará coincidir con el modelo
liberal, pero también con la idea marxista de la realidad
liberal: cuando una existe, existe la otra, ambas se actualizan
mutuamente.

Como he apuntado,
no son pocos los sociólogos que afirman que el objetivo del
pleno empleo se encuentra cada día más lejos. Pero,
y no deja de sorprendernos, se quedan sin aportar nada
más, pues no aciertan, a mi entender, con una de las
razones de peso de que cada año sean necesarios menos y
menos trabajadores. Es prudente pensar que ante la evidencia de
los argumentos aquí presentados nos queden dos
opciones:

A/ Abolir la
propiedad intelectual y sustituirla por unas rentas del trabajo
intelectual que trataré de definir más
adelante.

B/ No siendo
necesarios los obreros, en lugar de contemplar su muerte por
inanición, cabe otorgarles en la práctica el
derecho de sustento al serles negado el del trabajo que produce
su sustento. Propongo la paradoja de las paradojas: si no somos
útiles produciendo, seremos útiles consumiendo en
la sociedad de la información, aquella en que el hombre se
libera de la necesidad de trabajar y dedica todo su tiempo a
cultivar su espíritu –por más que no sepamos
bien con que riqueza espiritual podremos afrontar tal consumo ni con
que objeto querremos saber nada–, mientras contemplamos
cómo la propiedad intelectual reproduce los beneficios de
las nuevas élites. Si la República les quita un
derecho, la misma debe compensar a sus ciudadanos con otro que en
justicia lo sustituya.

El trabajo de los
hombres será así el consumir de forma ordenada,
exigente y racional para no desvirtuar el mercado de los nuevos
señores feudales del conocimiento. Y de esta manera,
felices en nuestra ignorancia, podremos dormir tranquilamente dos
mil años hasta que llegue un nuevo Renacimiento.

Algunas notas sobre la
producción industrial en la economía
simonita

Analicemos ahora
el problema desde otro punto de vista, partiendo de nuevo de un
texto de
Pierre Lévy, para quien "el conocimiento humano deviene
el principal factor de producción de riquezas, mientras
que los servicios e
informaciones que engendra, tiende a convertirse en los bienes
esenciales cambiados en el mercado". "Continuamos y se
continuará siempre",
añade, "vendiendo y
comprando objetos materiales".
Esto sería
estrictamente cierto si no existiese la propiedad intelectual.
Aceptar que el conocimiento humano deviene el principal factor
de producción de riquezas,
teniendo en cuenta la
existencia de la propiedad intelectual como institución,
supone obviar la consustancialidad del hombre y del
saber.

El saber no es
sino en el hombre y el hombre no es sino en el saber. Aceptar la
independencia de uno es someter a la muerte al
otro. La cuestión estriba en que, asumida la propiedad
intelectual, se acepta la independencia del saber, pues en un
ambiente
monopolista el saber como objeto de la propiedad intelectual
produce beneficios con independencia del hombre, tal y como ya se
ha explicado, anulándose la competencia en
donde se debía dar: en los bienes esenciales
cambiados en el mercado.

A partir de este
momento resulta arriesgado afirmar que se continuará
siempre vendiendo y comprando objetos materiales
en
términos absolutos. Desde luego dejará de
constituir el primer objetivo, pero hacerlo, producir y vender
objetos materiales,
será muy poco apetecible ante
cualquier oportunidad de patentar un saber. Y si se
continúa produciendo y vendiendo objetos materiales
se procurará que sea siempre en régimen de
monopolio.

También nos
dice Lévy que en lo que él denomina capitalismo
informacional
"la materia se
sobrecarga de información. Las cosas son acumuladores de
conocimientos".
Dos cuestiones, en la primera, como vemos,
Lévy oficializa la reificación del conocimiento sin
pestañear; en la segunda, si nos colocamos cabeza abajo
con su misma alegría podríamos afirmar que
Lévy no nos dice nada nuevo, siempre ha sido así:
lo que ocurre es que el conocimiento que acumulan las cosas gana
importancia en ese capitalismo informacional precisamente
en la medida en que la propiedad intelectual posibilita la
reproducción de beneficio a partir de la
utilidad de ese conocimiento: el saber que acumulan las cosas se
hace ahora más evidente, sobre todo para quién paga
infinitas veces. Lo importante, en conclusión, no es que
la materia se sobrecargue de conocimiento, sino que el
conocimiento se carga de poder por ser, gracias a la propiedad
intelectual, la materia prima
de la nueva industria
simonita, quedando anulado el saber hacer.

A esta industria
no le interesa el enriquecimiento de la sociedad gracias a las
ideas, sino la rarefacción de éstas por cualquier
vía e incluso la eliminación o congelación
de aquellas que puedan competir con los precios
monopolísticos fijados por los simonitas. En resumen, al
simonita le interesará adquirir patentes de otros
conocimientos susceptibles de competir con las suyas desde
soluciones
diferentes pero análogas, no para lanzarlas al mercado en
pro del enriquecimiento de la sociedad, sino para mantener la
propia rareza de su conocimiento y ocultar los nuevos saberes
bajo una maraña de leyes. (¿Qué ocurre
cuando un simonita detecta que alguien puede superar su patente?
Lo primero será amenazar al posible competidor con
enterrarlo bajo una montaña de demandas, procesos
judiciales enormemente costosos y reclamaciones
millonarias.

Si amenazas y
demandas no surten efecto intentará hacerse con la patente
del nuevo conocimiento, pero no para materializarlo
inmediatamente sino para esconderlo y sostener su primer
monopolio. Un ritmo de sustitución demasiado
rápido
perjudica al simonita, pues necesita exprimir
al máximo la productividad de cada una de sus patentes. La
rarificación del saber es la vía preferida por el
simonita para obtener beneficios sin trabajar, pero,
¿podrá asumir la humanidad tal desperdicio?) Como
vemos, la importancia del objeto nacido de la idea no detenta un
valor significativamente singular en la economía del
conocimiento si lo comparamos con ese mismo objeto físico
de la economía capitalista tradicional.

Supuestamente las
variaciones impuestas en el sistema no influyen directamente
sobre el objeto concreto, sino
sobre la idea y ésta a su vez en la concreción
material que, como ya he dicho, es lo que importa. Lo cierto es
que en la economía de la información lo tangible
pierde importancia desde el momento en que se ha anulado la
competencia de los saberes. Y esto es así porque no
pudiendo, unos y otros, materializar un saber en igualdad de
condiciones, se anula la competencia más apetecible, que
no es la producida cuando unos saben más a costa de que
otros no sepan o no puedan trabajar con esos conocimientos, sino
aquella en la que todos los que acuden al mercado lo hacen con
los mayores conocimientos posibles y con total libertad para
ejecutar su cristalización.

En este sentido
todo saber patentado es información privilegiada, tal y
como la define el diccionario de
la RAE, "la que, por referirse a hechos o circunstancias que
otros desconocen, puede generar ventajas a quien dispone de
ella".
Y no saber, o no poder materializar por ley ese saber,
devenga los mismos réditos en la práctica. Como ya
quedó establecido, una cosa es saber y otra
saber hacer. Unos sabrán hacer mejor, pero
no podrán hacer mejor, no porque carezcan de
capacidades, sino porque sobre el saber pesa una patente
imprescindible para trabajar.

De esta manera,
por ejemplo, si dos personas saben una cosa, y una de ellas se
acerca a la oficina de
patentes, sólo ella e convierte oficialmente en
dueña de ese conocimiento. La sociedad se perderá,
por tanto, el producto del saber hacer de la otra persona.
Sólo sumando los efectos acumulados durante años
por los cientos de miles de patentes que existen –y
existirán– nos podemos hacer una idea aproximada de
las perdidas que afronta la sociedad. Y aquí nos
encontramos ya en el principio del aserto: en el actual estado de
las cosas el pretendido propietario del saber elimina la
competencia también en el objeto material con su veto a
compartir la patente.

En este sentido
también el objeto material del trabajo del hombre se
vuelve contra él con mayor violencia,
pues no sólo el conocimiento se independiza, obteniendo un
beneficio, sino que sin competencia también se hace
innecesario el trabajo del hombre en la cuestión material
en proporción a las prerrogativas de la patente.
¿Qué razón podemos aducir a una empresa que
fabrica en exclusiva un producto material para que mejore su
presentación, garantías, la calidad de los
materiales, el servicio de
asistencia técnica? ¿Acaso no detenta un monopolio
erigido desde la propiedad del saber? Si la patente certifica,
sin más, que él es el mejor en lo suyo, obviando
las capacidades del resto, ¿para qué mejorar? Si no
hay nadie que pueda competir, ¿para qué aumentar la
producción añadiendo trabajo, entrenamiento y
capacitación, capital o mejoras
tecnológicas y abaratar el precio de
venta si con cuotas menores de mercado se alcanza el mismo
beneficio con menor esfuerzo y riesgo?
¿Para qué contratar más personal?
¿Para qué, pues, competir sin competencia?
¿Para qué trabajar? En un mercado así no
tiene sentido mejorar mientras sólo uno detente el
monopolio gracias a la propiedad intelectual. Nada nos indica,
sin embargo, que sea el más capacitado para materializar
ese conocimiento, ni que, aún siéndolo, tenga
voluntad alguna de llevarlo a la práctica. La diferencia
entre pagar con o sin competencia se la lleva el monopolista a
cambio de su ineficiencia. También se llama
incompetencia. Por tanto, concluyo que la patente
también es enemiga del hombre desde el objeto material. El
trabajo pierde inexorablemente importancia en los mercados, el
objeto material se revuelve con redoblada fuerza contra el
trabajador, excluyéndolo de la sociedad,
devorándolo desde su misma necesidad, ocupando su lugar en
la economía como generador de beneficio…

Fundamento y definición
de Las Rentas del Trabajo Intelectual

"La
alegría de contemplar y conocer es el regalo
más hermoso de la Naturaleza"

Albert
Einstein

Los simonitas, al
otorgar la propiedad exclusiva sobre el alma de los hombres e
impedir así la materialización del saber,
imposibilitan que el trabajador se relacione libremente con el
mundo, anulan su fuerza de trabajo, hasta tal punto que el
obrero nada tiene que vender para vivir, pues su fuerza de
trabajo,
como poder de actuar en el mundo, es fruto del
saber hacer de cada uno. Si ningún valor guarda lo
que sea capaz de hacer, ¿cuál es el valor de
su trabajo?

Pero, y por otro
lado, si el trabajador del saber carece de la oportunidad de
cobrar su trabajo, ¿cuál es el valor de su
trabajo? (Aquí recuperamos el hilo del
capítulo titulado "Metafísica y propiedad
intelectual"
). La Declaración Universal de los
Derechos
Humanos proclama en su artículo 27/2 que "toda
persona tiene derecho a la protección de los intereses
morales y materiales que le correspondan por razón de las
producciones científicas, literarias o artísticas
de que sea autora"
. Y a la par que la Declaración
reconoce tales derechos, en su artículo 27/1 reconoce que:
"Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la
vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a
participar en el progreso científico y en los beneficios
que de él resulten".

Argumentamos que
ponerle vallas al conocimiento es poner freno y cota al
desarrollo natural del ser humano y aminorar las posibilidades de
progreso y bienestar universal pero por otro decimos que si no
recompensamos el trabajo del sabio nadie podría trabajar
desarrollando conocimientos. La apariencia indica que existe un
conflicto
natural de intereses entre los sabios y el resto de la humanidad,
pero tal conflicto tiene muy poco de natural y ha sido construido
por los simonitas para su solo beneficio. El conflicto natural se
produce entre los simonitas, que anhelan enriquecerse
fácilmente mediante monopolios y el resto de la sociedad
que trabaja de sol a sol en dura competencia. Es necesario
encontrar y recuperar los derechos que reunían a los que
fueron divididos por la propiedad intelectual.

Hasta el momento
sólo he sugerido el contenido del concepto de
Rentas del Trabajo Intelectual; procede ahora exponerlo en toda
su extensión. Comenzaré por enumerar los
fundamentos de tal institución: en primer lugar, en
reconocer el derecho a que cada cual sea dueño de la
sustancia que compone su propio espíritu: cada ser humano
es señor de las ideas que sea capaz de desarrollar o
aprender.

En segundo lugar,
se fundamenta en contemplar esos otros dos derechos que
insistentemente reclamo como insoslayables y que son, con el
anterior principio, el núcleo argumentativo del presente
ensayo: el derecho de aprender cuanto uno quiera por el medio que
prefiera con la sola limitación de su voluntad y
capacidad, y el derecho a ganarse la vida trabajando de acuerdo
con lo aprendido. Se instituye así, sobre estos tres
pilares, la República del Saber, en la cual quedan
igualados los seres humanos ante la propiedad universal del
conocimiento.

De tal derecho
nace la obligación de comunicar a la sociedad todo cuanto
conocimiento seamos capaces de desarrollar. Por otro lado, la
República debe a todo ser humano una recompensa material y
espiritual no por las ideas sino por el esfuerzo y el trabajo que
suponga desarrollarlas. Afirmo, por tanto, que el hombre debe ser
propietario exclusivo de su obra material, pero no de su obra
espiritual si tal derecho se enuncia como el poder de impedir al
resto que expresen tal idea como mejor puedan, pero
también afirmo que los sabios son propietarios de su
conciencia tanto como el resto de los seres humanos. Sólo
así, la República del Saber protege a todos por
igual. (El argumento utilitarista, dónde se deseaba apoyar
la propiedad privada sobre las ideas, se desvanece: sólo
era razonable contraponiéndolo al absurdo de negar toda
recompensa a los sabios. "La teoría
del Utilitarismo se basa en la suposición de que dichos
creadores no invertirían el tiempo o capital necesarios
para producir dichos productos, si otros pudiesen copiarlos con
impunidad."
Pero, ¿quién propone
negarles su merecida recompensa? ¿Por qué ese
empeño en contraponer la propiedad privada a la nada? A
primera vista parece sencillo: porque es la única forma de
que se sostenga. Cualquier alternativa evidencia la debilidad de
un utilitarismo construido a posteriori como discurso de
legitimación de hechos consumados. La
propiedad intelectual era una oportunidad única de
enriquecerse fácilmente y había que justificarla
por cualquier medio. Pero el argumento utilitarista acaba de
morir ahogado en su propia trivialidad. Ya pertenece al
pasado.)

Explicado su
fundamento, y aclarando que lo que intentamos es determinar
cuáles son, en nuestra razón, esos "intereses
morales y materiales que le correspondan"
a los sabios, nos
preguntamos ¿qué son en sí las rentas del
trabajo intelectual? Éstas equivalen, en esencia, a las
rentas del trabajo de cualquier otra categoría de
trabajador. ¿Es posible en una economía de mercado
pagar unas rentas del trabajo a los sabios? Desde luego:
actualmente los simonitas pagan al obrero intelectual unas rentas
de trabajo finitas, nada hay de particular en ello, pero en
contrapartida se apropian del conocimiento que ya reificado
será mercancía en los nuevos mercados
monopolísticos creados por las LPI. Anulemos, por tanto,
la segunda premisa. ¿Qué nos queda? Las rentas del
trabajo serán siempre rentas y continuarán siendo
finitas; no se otorga, por tanto, la propiedad privada sobre el
conocimiento a nadie y en ningún momento.

La empresa se hace
dueña del producto material que sus obreros generan, pero
no de sus ideas, que ni son mercancía ni atañen al
mercado, pero sí el trabajo. La empresa, por tanto,
tendrá el derecho y la obligación de trasladar esas
cuantías a la sociedad, que es, al fin y al cabo, quien
debe asumirlas. Si argumentamos que la sociedad es la propietaria
de todo conocimiento, es evidente que debe asumir en su
integridad la cuantía que supongan las Rentas del Trabajo
Intelectual. Cualquiera podrá materializar el saber
reinterpretándolo como quiera y sólo habrá
que satisfacer esas rentas, recuperándose, en el acto, la
competencia desde el saber hacer que elimina las
ineficiencias del sistema monopolístico.

Nadie podrá
oponerse a que otros expresen sus ideas, pues ese
sus es universal. Las rentas del trabajo intelectual son
en concepto de servicios prestados a la humanidad,
intraducibles a la propiedad de la obra, como cualquier
otro servicio que los profesionales realizan en la vida
cotidiana. ¿Alguien propondría que la salud restituida de un
paciente pertenece al médico?, ¿la seguridad al
policía?, ¿el movimiento al
transportista? Estos bienes, fruto del trabajo, la obra en
sí, no pertenecen a su creador, sus servicios no se
traducen en un derecho de
propiedad privada sobre la obra, por su naturaleza son
intraducibles, como las ideas, pero tales servicios sí
producen unas rentas del trabajo, como los servicios de los
sabios.

La
obligación de satisfacer las rentas del trabajo
intelectual no constituye una minoración de la libertad de
expresión del hombre sino el punto de
equilibrio dónde los trabajadores intelectuales y no
intelectuales son protegidos por una misma convención: la
libertad será la misma para unos que para otros. Aparte
del problema de la posesión de nuestro propio
espíritu, si yo no satisfago esas rentas suspendo la
fuerza de trabajo del intelectual y lo condeno a la muerte. Si le
concedemos al intelectual el poder de impedir que yo exprese todo
cuanto sé, será mi fuerza de trabajo la que queda
suspendida. No existe minoración sino definición de
legitimidad. Estos son los fundamentos de mi
propuesta.

 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5

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