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La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Partes: 1, , 3, 4, 5

Un esbozo de solución
práctica a modo de arbitrio

La solución
que me guardaré –la soñada y por tanto
utópica, pero a la que, como demócrata, debo
renunciar en gran parte de su extensión–
pasaría por administrar las recompensas por el trabajo
intelectual desde unas instituciones
universales. Esa es mi solución y aunque no es momento de
realizarla en toda su extensión, siempre es tiempo de
caminar hacia ella por la senda del cambio
pausado. Debemos comprender que la utopía es presentada
como una fantasía por el poder
establecido, tienen su razón: aceptarla como posible es
tanto como aceptar la obsolescencia de la ideología que legitima ese mismo poder. A
nosotros nos servirá de Norte.

Se esbozará
aquí, como mero ejercicio intelectual, una propuesta
concreta y alternativa de retribución a los sabios sin
trastocar en demasía el liberal orden del universo, por
tanto, contaremos en la medida de lo posible con el mercado. No
afirmaré que sea la única solución, sino que
su exposición intenta precisamente demostrar
que existen muchas alternativas y que el modelo de las
rentas del trabajo
intelectual puede llevarse a la práctica. Debo confesar,
no obstante, que esta cuestión práctica, puede
resultar, si se quiere, pretenciosa: sólo es una
demostración a modo de divertimento de que, si se
desea, los caminos están abiertos a la justicia. Si
logro presentar algo práctico y digno a partir de los
principios
propuestos, ¿de qué no serán capaces, me
pregunto, los técnicos y especialistas desde esos mismos
principios?

¿Cómo podemos conseguir un sistema para que
las rentas del trabajo intelectual sean pagadas por la sociedad sin
que se limite la libertad de
materialización del saber y viceversa? A primera vista,
desde luego, parece enormemente complejo concebir tal sistema.
Hay que reconocer, además, que con los actuales procedimientos
puestos en marcha bajo la propiedad
intelectual las cosas parecen más sencillas, una
virtud en general, pero un defecto cuando se trata de justicia.
Si está en nuestro ánimo alcanzar un acuerdo justo
entre las partes dentro de un mercado capitalista, es decir entre
los propietarios del saber –todos lo hombres– y los
sabios que lo desarrollan, la cuestión se complica
todavía más, pero la dificultad no puede ser
razón suficiente para dejar las cosas como están.
Intentaré, por ello, describir a grandes rasgos un sistema
complejo pero, insisto, a mi entender más justo que el
actual.

Enunciemos los
cuatro principales objetivos a
conseguir:

A.- Que se respete
en su integridad el derecho de actuación de acuerdo con el
saber hacer de cada uno.

B.- Que sabios y
empresas
cobren las rentas del trabajo intelectual siempre de forma
porcentual y finita.

C.- Que esas
rentas sean satisfechas por la sociedad.

D.- Que la
competencia
actúe en los mercados, pero no
fuera de ellos. (El saber no pertenece al mercado,
sí, en cambio, el actuar en el mundo directamente generado
por el saber hacer, cuando acudimos al mercado a
trabajar.)

Comencemos, por
ser más urgente, con el caso de los conocimientos que se
generan en el entorno empresarial con fines industriales, ya sea
la fabricación de un sistema de comunicaciones
o un medicamento para luchar contra una determinada enfermedad.
En este caso, al registrar el saber en la oficina de
patentes, habrá que declarar los importes totales a que
ascienden los gastos
atribuibles a la nueva invención o saber concreto.
Serán la base a partir de la cual se calcularán las
rentas del trabajo intelectual. El esquema propuesto será
similar al adoptado para el impuesto sobre el
valor
añadido (IVA). En el
caso concreto del entorno empresarial, los trabajadores del
saber, que lo son por cuenta ajena, ya cobran mensualmente las
rentas de su trabajo. Asumimos que se les debe de por vida el
reconocimiento de la autoría de la obra y, por tanto, los
derechos
económicos generados por esas rentas que se deriven de su
labor concreta pasan a pertenecer a la
empresa.

A diferencia del
sistema de propiedad
intelectual, estos derechos continúan siendo derecho de
rentas, jamás propiedad, y así se tratarán
en todo momento. Los gastos en que incurra la empresa para
desarrollar el saber también tendrán cabida como si
fueran parte de las rentas sobre el trabajo. Si se tratara de
propiedad intelectual, la empresa explotaría en
régimen de monopolio el
nuevo saber obteniendo beneficios monopolísticos
liberándose así de la carga de los
trabajadores.

¿Qué
ocurre en este punto con el sistema de rentas del trabajo
intelectual que propongo? Tenemos que asumir la primera premisa:
que el libre acceso al saber se respete. Nadie se podrá
negar, por más que sea el autor que ha desarrollado el
saber, a que otros lo expresen en la medida de su saber hacer. La
segunda premisa define la primera, pues serán estas rentas
sobre el trabajo lo que habrá que satisfacer, ni un
céntimo más ni uno menos. Pero aquí hay que
reconocer que las empresas no solamente tienen la
obligación de recuperar lo pagado como rentas del trabajo
a los obreros, la inversión realizada y los gastos generales,
sino también la de obtener y repartir beneficios.
Tendremos que incluir, por tanto, un beneficio para que podamos
acceder al saber, puesto que el objeto del trabajo de las
empresas es, ante todo, la obtención de beneficios. En un
entorno de mercado capitalista no podemos negarles su objeto. En
este caso del saber empresarial nos encontramos con, al menos,
tres conceptos que satisfacer:

1º.- Las
rentas y sueldos de los sabios que trabajan en la
empresa.

2º.- Los
gastos en inversiones
asociados a su labor de investigación y desarrollo.

3º.- Una tasa
de beneficio empresarial razonable que hay que determinar para
cada uno de los sectores de actividad. Puede ser el treinta por
ciento, el doble o diez veces más de lo invertido.
Quedémonos aquí en que los beneficios que hay
obligación de satisfacer deben ser razonables y en
proporción directa al esfuerzo realizado. Me niego a
aceptar el argumento de que la determinación de estos
beneficios, siempre arbitrarios, sean siempre injustos: se trata
de alcanzar un acuerdo de sentido común, nada más,
y esto sí se encuentra dentro de los ámbitos de las
convenciones humanas.

La empresa
emprendedora
puede comenzar la venta del
producto final
en el mismo momento de registrarlo en la oficina de registro. Pero,
como decimos, el saber quedará a disposición de los
competidores. Cuando llegue otra empresa interesada,
¿qué cantidad debe abonar para poder materializar
con su saber hacer el saber que, como a toda la humanidad, ya le
pertenece? Abonará estas tres partidas descritas que deben
ser consideradas, como ya hemos aclarado, rentas del trabajo
intelectual. ¿Se verá obligado el competidor a
abonar el total de estas rentas? No, siendo dos los competidores,
la nueva empresa que concurre deberá abonar el cincuenta
por ciento de esas rentas del trabajo intelectual que contienen
esos tres conceptos descritos, con lo que compensará el
esfuerzo y el riesgo asumido
por la empresa emprendedora. Llegará un tercer competidor
y abonará el treinta y tres por ciento de esas rentas
redistribuyéndose lo cobrado entre los dos anteriores
competidores según el nuevo esquema de derechos. El cuarto
abonará el veinticinco por ciento y así
sucesivamente,… siempre con los respectivos beneficios
empresariales que recibirá sólo, y como es
evidente, la empresa emprendedora.

Quien desee acudir
primero correrá más riesgo, pero dispondrá
de mejores condiciones temporales para competir, mientras que el
último se encontrará con un mercado incluso
saturado. Si nadie acude será porque no resulta rentable
la materialización de ese saber –un saber en parte
"inútil" o al menos no rentable- o porque el mercado no es
lo suficientemente grande como para soportar competidores, con lo
cual se puede aceptar, en este caso, el monopolio natural como
mal menor.

Como vemos,
siempre cabe la posibilidad de competencia desde el saber
hacer,
lo que elimina la posibilidad de tener que soportar
costes basados en la ineficiencia. Además, a veces, la
sola amenaza de la competencia bastará para moderar los
precios. En
esto la empresa emprendedora tendrá siempre la libertad de
optar por lanzar el producto a unos precios tan bajos que
desmotive a los posibles competidores o, por el contrario,
atreverse a cobrar más y arriesgarse a que acuda la
competencia: la sociedad siempre saldrá beneficiada y el
resultado vendrá prescrito por la libertad de cada cual de
competir. Incluso si esa única empresa decide vender a
precios muy bajos y luego, cambiando de política, prueba a
subir los precios en el futuro, rápidamente
acudirán competidores al sonido del
dinero y se
reestablecerá el equilibrio.

Imaginemos ahora,
retomando el hilo, que ya han concurrido cien empresas para
fabricar un artilugio con ese nuevo saber y que atienden el
mercado en buena lid. Se ha eliminado el monopolio y las
rentas del trabajo intelectual han sido satisfechas por todas las
empresas competidoras. Y entonces, ¿qué ocurre? Ya
se ha dicho al principio que el esquema propuesto es similar al
del IVA, y que, además, tienen que ser los usuarios
quienes satisfagan al final las rentas del trabajo intelectual.
Las empresas deben repercutir estas rentas en los precios de los
productos
vendidos, pero ¿con qué porcentaje? Parece justo y
razonable, como señalamos en la tercera premisa, que esas
rentas sean satisfechas por la sociedad. ¿Cómo
convenirlo? No será lo mismo para un producto final al que
se supongan por su naturaleza
unas ventas de
millones de unidades que para aquel que solamente se suponga unos
miles o centenas.

En cualquiera de
los casos, al reintegrarse a los competidores las rentas del
trabajo intelectual, desaparecerá la única
limitación al derecho de libre acceso al saber. Por eso es
importante estudiar la solución. Contamos con la ventaja
de que esas rentas han sido declaradas, son conocidas.
¿Cómo distribuir las rentas del trabajo intelectual
entre las unidades del producto industrial tangible, fruto de ese
saber concreto? Considero que este derecho es justo reservarlo a
la empresa emprendedora. A ella es a quien corresponde determinar
qué porcentaje se imputará como rentas del saber a
cada unidad del producto vendido con un mínimo y
máximo en cada industria de
acuerdo con una ley que ordene
tal horquilla.

De todas formas,
el propio interés de
alcanzar un equilibrio entre el precio de
venta final del producto y la consecución del total de las
rentas supondrá la determinación de unas cargas por
unidad razonables, habida cuenta de la fuerza que
sobre esta decisión tendrá la presencia de la
competencia. Tales cargas por unidad serán de obligado
cumplimento declararlas en el mismo momento de su registro y los
competidores que se añadan al concurso deberán
respetar el esquema decidido por la empresa emprendedora.
Podríamos llamarlo derecho de determinación
sobre la repercusión porcentual de las rentas del trabajo
intelectual
que detentará en exclusiva la empresa
emprendedora.

En el momento en
que el número de unidades totales vendidas del producto
–en relación a la parte del precio que son rentas
del trabajo intelectual– alcance para satisfacer el total
de estas rentas, el derecho prescribirá. Si un fabricante
vende más que otro, por las razones que sean (por fabricar
el cuerpo tangible del producto a precios más baratos, por
prestar mejores servicios, o
bien por ampliar las garantías a su cuenta y riesgo, e
incluso porque es la empresa emprendedora y goza de la mejor
posición de salida), deberá ingresar lo
correspondiente a las rentas del saber que no le corresponde
según el esquema de repartos de cargas final en la oficina
de patentes, que la reintegrará a las empresas que por las
razones que sea no ha alcanzado aún su
satisfacción.

En esto es justo
que se impusiese una penalización que perjudicara al menos
competitivo y premiara al más competitivo. En algo tenemos
que beneficiar a la empresa que, al fin y la postre, por ser
más competitiva se ve en la obligación de recaudar
lo de otros competidores menos avezados. Es decir, se
quedarán con parte de las rentas del trabajo intelectual
de otras empresas en función de
la competitividad
alcanzada en el conjunto de productos y servicios asociados a
él gracias no al saber sino a su saber
hacer
. La cuantía porcentual de esta
penalización corresponderá también fijarla a
los técnicos y juristas.

Queda claro que,
con este sistema o cualquier otro que ideemos para facilitar el
cobro de las rentas del trabajo intelectual a la par que se
respeta la competencia desde la propiedad universal del conocimiento,
se alcanzaría un equilibrio entre los intereses
particulares del autor y los generales de la sociedad que al fin,
como he dejado explicado, son los mismos: que todos, sin
excepción, puedan vivir de su saber hacer, de su
trabajo. Gerald J. Mossinghoff, por traer a colación un
ejemplo ilustrativo de una industria como la farmacéutica,
afirma que "la razón fundamental por la cual el
progreso farmacéutico depende de que se proteja la
propiedad intelectual es el enorme costo del
desarrollo de un fármaco".
Según este ex
secretario adjunto de comercio de
los Estados Unidos y
comisionado de patentes y marcas
registradas, "la creación de un nuevo medicamento
cuesta, en promedio, quinientos millones de dólares".

Mediante el sistema propuesto se garantiza el retorno de estas
enormes inversiones, además de unos precios regulados por
la competencia, beneficiando así a unos y a otros y
favoreciendo el derecho de todo hombre a
acceder y materializar el saber sin más pago que el
trabajo de los autores.

Si lo pensamos con
detenimiento, este sistema propuesto resulta menos complejo y,
sobre todo, mucho más transparente que el actual de la
propiedad intelectual, donde algunas empresas se liberan de las
normas del
mercado que otros deben cumplir. Por otro lado, se evita que
instituciones y organismos -incluso privados- se dediquen a
recaudar derechos para luego repartirlos nadie sabe muy bien
cómo (derechos que nos vemos obligados a pagar todos los
ciudadanos, que nadie ha pedido, pero por los cuales se nos
impone una contraprestación); todo ello en función,
dicen, de la proporción de las ventas en el mercado de tal
o cual autor o empresa. Se recauda de todos los ciudadanos, pero
se reparte exclusivamente entre los asociados, configurando,
desde luego, un sistema muy poco transparente y ajeno a los
esquemas democráticos occidentales.

Respetar esta
paradójica propiedad, que se nos antoja ajena -por
más que Kamil Idris diga lo contrario-, se nos hace muy
difícil pues su aceptación supone un enorme
sacrificio y un mayor desperdicio. Es una evidencia que todos nos
sentimos estafados: todos menos los simonitas. La constante
amenaza y la coacción son el único camino que les
queda a los Estados para que se acate la orden, pero jamás
serán incorporados, aunque quieran, a nuestro esquema de
principios fundamentales y jamás serán obedecidos
desde el convencimiento de que obramos en justicia.
Jamás.

Por otro lado,
¿cómo puede negarse alguien a reconocer el derecho
a ser pagado el trabajo de otro hombre? Lancemos al mundo estas
nuevas rentas del trabajo intelectual y veremos cómo son
respetadas casi automáticamente por la inmensa
mayoría. No tan sólo por tratarse de una medida
justa, sino porque sustituirán al aberrante derecho de
propiedad intelectual que nos vemos obligados a soportar:
agua dulce y
fresca tras la dura travesía por el desierto de la
ferocidad simonita.

La empresa nada
tiene que decir a estas medidas, pues lo que se garantiza con
ellas es que aquel que invierta en trabajo intelectual
recibirá su justa recompensa, a la par que la sociedad se
asegura la competencia en la producción. Una competencia que debe animar
a las empresas a generar riqueza y no a montar un monopolio. Los
liberales deberían sumarse a la propuesta si, como
aseguran, aman la competencia, pero no lo harán. Seremos
los socialistas y los progresistas en general quienes
defenderemos estas rentas del trabajo intelectual. Nada debemos
esperar de aquellos. Con todo, me permito asegurar que espero
equivocarme y que será la sociedad en su conjunto la que
adopte esta filosofía que propongo. Si fuera así,
con gran satisfacción seré el primero en pedir
humildes disculpas a los liberales por mi
presunción.

Por otro lado, al
desarrollarse la producción en competencia se
anulará la reproducción automática de
beneficios que posibilitan los monopolios fomentados por estas
leyes que
deseamos derogar. Esto supondrá que la competencia se
dará, no exclusivamente en el desarrollo de nuevos
conocimientos para lograr la primera posición en el
mercado y beneficiarse de las rentas del trabajo intelectual,
sino también para conseguir la mejor aplicación
práctica del saber en cuestión y de añadir
todo el valor que se pueda para diferenciarse de la
competencia.

Si el concepto de
calidad detenta importancia en el mundo actual, con las
nuevas propuestas adquiriría todavía mayor
relevancia. Para eso será necesario contar con la
colaboración de numerosos obreros que para la empresa son
imprescindibles ahora, pues sin contar con ellos obtienen
beneficios más fácilmente. En la nueva administración del saber, quien más
venda será el que con menores gastos consiga mejor
provecho y aplicación del uso de ese saber. ¿Nos
suena de algo? Es el saber hacer de nuevo: un actuar en el
mundo para generar riqueza espiritual y material. Nada
más. La competencia reactivará la economía al
producirse una mayor demanda de
trabajo, única herramienta segura para acudir al mercado,
pues sólo el trabajador con su saber hacer puede
crear riqueza. Competirán de nuevo los hombres entre
sí y no contra una ley que hurta el derecho al trabajo. El
industrial se verá en la obligación de poner de
nuevo los pies en la tierra y
nadie correrá de un sitio para otro con la simonita
Ó en busca de la
oportunidad de estamparla en lo que sea, poco importa, con tal
que conceda un monopolio.

Otro caso que
debemos tratar es el de los intelectuales
independientes, autores de libros,
compositores de música,
intérpretes, etc. Para ellos puede regir el mismo esquema
aplicado a los saberes industriales. Tampoco hay mayor
diferencia. A la hora del registro, el autor propondrá un
precio de salida y serán las empresas del mercado las que
acudirán a subasta para poder expresar el saber, previo
pago de las rentas al autor en cuyo caso deberá ser
abonado el cien por cien (el autor no puede ser considerado un
competidor).

A partir de ese
momento cabe aplicar el resto de la propuesta sin temor a
equivocarnos. El siguiente competidor abonará el cincuenta
por ciento, más un beneficio predeterminado para estas
obras que únicamente cobrará, como en el anterior
esquema, aquel que se arriesgue primero y apueste más por
el autor; así seguirá su camino el saber
hacer
de mano de la competencia. Queda claro que este sistema
conlleva algunos problemas como
el que se plantea cuando un autor sea a la vez editor, o si el
autor dispone un precio exorbitado de salida que impida que la
sociedad no se beneficie del saber al no concurrir
nadie.

Existen, no
obstante, mil formas de evitar absurdos, fraudes y soluciones
que, después de todo, y en el peor de los casos,
producirán efectos negativos infinitamente menores a los
causados por los monopolios actuales. Además, con los
fundamentos propuestos en este ensayo, se
podrá legislar contra ello con la razón en la mano
y sin que salte por los aires todo el edificio jurídico.
Ahora sí que podremos considerar pirata al que materialice
un saber sin pagar el trabajo al autor. Y que no se diga que no
resulta rentable publicar la obra de un autor si no existe
monopolio, pues hoy en día hay millones de obras
(musicales, literarias, científicas, industriales,…)
libres de carga alguna que continúan saliendo al mercado,
vendiéndose y, por supuesto, dejando grandes beneficios a
las empresas productoras, pues estas compiten, como siempre,
desde su saber hacer. Quizá, es cierto, ganen
menos, pero ganarán los justo y no es mala
compensación si conseguimos, a la par, que la sociedad no
pague una y cien millones de veces a una persona por
liberar la utilidad de un
saber. Eliminar monopolios es lo que tiene: siempre se enfada
alguien.

En el caso de las
obras únicas e irreproducibles (cuadros, esculturas o
cualquier otro producto realizado por artistas plásticos)
el caso es incluso más fácil, puesto que
acudirán al mercado con su obra y una vez vendida ya
habrán sido satisfechas las rentas del trabajo
intelectual. ¿Qué más se quiere cobrar?
Supongo que nada más.

¿Qué
ocurre con el
conocimiento desarrollado en las universidades y organismos
públicos? Pues que si pagamos el trabajo de los
funcionarios e investigadores entre todos, no es necesario pagar
nada más. La única deuda es el reconocimiento al
autor. ¿No cobra de fondos públicos por desarrollar
conocimientos? Pues las rentas del trabajo ya han sido
satisfechas. Únicamente será necesario cubrir una
solicitud para control
estadístico.

Por otro lado se
nos plantea la necesidad de que el registro de obras pendientes
de cobrar rentas del trabajo intelectual sea de acceso universal
para que el público sepa qué es lo que puede
materializar libremente. Creo que sería una buena
oportunidad para sacarle provecho a Internet, que permite
recibir la información en tiempo real. Valga de
ejemplo lo que ocurre en las bolsas financieras. En este mercado
no existe problema alguno, menos aún si pensamos que nadie
nos informa de todos los conocimientos que se encuentran libres
de patentes en el actual sistema.

Otro beneficio que
obtendría la sociedad con la adopción
de las RTI sería la desaparición de las empresas y
grupos de
poder dedicados a la compra-venta de saber. La
especulación no tendría sentido, pues nadie se
animaría a comprar una licencia de materialización
esperando que suban los precios en el futuro o intentando
mantener un monopolio. Todos estos caminos hacia el
enriquecimiento injusto quedarán cerrados.

Y finalizando el
capítulo como lo he comenzado: todo lo planteado en este
epígrafe de carácter práctico es un esbozo que
en ningún momento pretende ser panacea milagrosa, sino,
como advertí, un arbitrio, mera provocación
intelectual, tanto para los que aseguran la inexistencia de
alternativas realizables a la propiedad intelectual como para
aquellos que, como yo, aseguran que existen mil opciones justas
para retribuir a los sabios. Los caminos prácticos de la
justicia siempre se pueden recorrer siguiendo el norte que nos
marque la brújula de
los principios éticos y morales y la misma naturaleza de
las cosas…

El problema ecológico: riesgo
estratégico y expropiación de las generaciones
futuras

"Descontento de
tu estado
presente, por razones que anuncian tu desventurada posteridad
mayores descontentos aún, quizá querrías
poder retroceder; y este sentimiento debe hacer elogio de tus
antepasados, la crítica
de tus contemporáneos y el espanto de quienes tengan la
desgracia de vivir después que tú".

J.J. Rousseau.

A primera vista
podríamos pensar que la propiedad intelectual no guarda
relación directa con la ecología y menos aun
con el problema de la subsistencia de la especie humana; pero se
trata sólo de una apariencia. Si pensamos en el papel que
desempeña el conocimiento en nuestra adaptación al
medio, vislumbramos que la rarefacción artificial no del
saber sino de su utilidad, la ralentización en su
transmisión y los obstáculos que levantan los
simonitas para su libre uso suponen un riesgo de considerables
proporciones que embarga nuestro futuro y reduce innecesariamente
nuestras expectativas globales de supervivencia. Explicaré
las razones.

El Informe
Brundtland de 1992 define el desarrollo
sostenible como aquél "que satisface las
necesidades de las generación presente sin comprometer la
capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias
necesidades".
Tal definición, desde luego, resulta tan
ambigua que recurriré, al menos en cuanto a las
necesidades, a los mínimos establecidos por la ley de los
factores limitantes de Blackman. Dicha ley ecológica
afirma que siendo muchos los factores necesarios para que se
dé la vida, ésta se hace imposible faltando uno
sólo de ellos. Cada especie tiene en infinidad de factores
unos límites
superiores e inferiores, fuera de los cuales la población se reduce y, de sostenerse la
situación en el tiempo, la especie desaparece por
completo.

La solución
adoptada por el ser humano para mantener a unos niveles
óptimos de subsistencia dichos factores ha consistido en
adaptar el entorno usando la conciencia que
tiene del mismo: la expresión material de un saber
efectuada por los seres humanos desde su saber hacer se ha
orienta en muchos casos a mantener tales niveles
óptimos.

Pero –y es
aquí donde encontramos el centro del argumento– a la
par que el conocimiento le sirve al hombre para encajar el
entorno dentro de esos niveles convierte al mismo conocimiento en
un factor limitante. Uno de los factores necesarios para que se
sostenga la vida humana es el de la abundancia óptima de
conocimiento, la conciencia de lo que somos y del mundo que nos
permita elegir en libertad y superar los obstáculos que
encontramos para alcanzar la felicidad.

Podríamos
decir que la evolución biológica como
adaptación física al medio ambiente
se ha quedado parcialmente obsoleta en el caso del homo
sapiens
, pero en la misma medida que aceptemos este aserto
debemos asumir que dicha adaptación ha sido sustituida por
la única evolución alternativa, que es la de su
espíritu, ya que las variables
ambientales negativas son neutralizadas en gran parte –que
no toda– desde ese mismo conocimiento: no nos adaptamos al
medio físico seleccionándonos, sino que adaptamos
el medio desde nuestro conocimiento a nuestras necesidades para
dejar de seleccionarnos, al menos en menor medida. El hombre pasa
de ser seleccionado a ser selector desde la conciencia de la
cosas. Aunque renuncie aquí expresamente al paradigma
exencionalista, –
defiendo precisamente que "la naturaleza
es un continente ineludible en el cual fluye la vida social-

lo cierto es que si bien el hombre debe contar con la naturaleza
con la que se relaciona desde el conocimiento, esa
interactuación puede ser planificada y dirigida en gran
medida. Por esta razón tal exención es falsa
en su absoluto y cierta en la medida en que el estado del
conocimiento nos permita dirigir nuestra relación con la
naturaleza, por más que, personalmente, intuya que esa
programación mal comprendida signifique una
subyugación de lo natural que antes o después
pasará cuentas a la
generación que tenga la desgracia de contemplar las
consecuencias acumuladas de lo que históricamente
construimos.

Ahora ya sabemos
que el conocimiento es para el hombre un factor limitante y que
el modelo vigente de propiedad intelectual no es sostenible, ya
que supone el menoscabo artificial, por ley, de la utilidad del
conocimiento. Al constituir el factor conocimiento un
componente que se reproduce sobre la abundancia del mismo (como
si el aire se
reprodujera con la presencia de grandes masas de aire puro?!), el
desperdicio de su utilidad y la monopolización de sus
expresiones físicas supone embargar a las generaciones
futuras la posibilidad de desarrollar a tiempo los conocimientos
necesarios para enfrentarse a los problemas
ambientales y coyunturales de su tiempo y a sus necesidades
mínimas de subsistencia.

El aprendizaje
recíproco ha sido el mecanismo que ha situado a la cabeza
de la evolución al ser humano. Su capacidad de comunicación, –definida como el acto
de relanzar mutuamente la comprensión del mundo– se
sostiene sobre un substrato biológico, unos órganos
y unos procesos
fisiológicos que son obra de la selección
y que nos permiten al mismo tiempo independizarnos en cierta
medida de ella: la medida, como ya he explicado, será la
amplitud del conocimiento. La propiedad intelectual es una
suspensión –disfrazada de norma humana justa e
insoslayable– de tal mecanismo evolutivo que define
específicamente al hombre.

Si el simonismo
desestima todo aprendizaje recíproco que no se someta al
criterio económico y aquel que se produzca conlleva la
suspensión de la utilidad del conocimiento, nos vemos en
el trance de perder un tiempo precioso que quizá nos sobre
en este instante, pero que posiblemente escaseará
mañana. Incapaces de diseñar un sistema mejor para
retribuir el trabajo de los sabios, reducimos con la propiedad
intelectual los beneficios que el conocimiento debía
distribuir entre toda la sociedad. La tenaza que aprisiona el
espíritu de la generación presente ahogará
la vida de las generaciones futuras.

Cuando nuestros
nietos nazcan no se desarrollará en la Tierra un
conocimiento que no se patente al instante y por el que no se
deba pagar tributo una y otra vez por su mera expresión.
El complejo entramado de patentes, aún en fase de
desarrollo e inoculación, fagocitará cualquier otro
sistema de relación espiritual humana hasta convertirse en
la norma incuestionable. Los seres humanos no se
comunicarán para aprender mutuamente, sino para comerciar,
de tal manera que, de los veinte interminables años de las
patentes europeas pasaremos a cuarenta y luego a sesenta hasta
que se conviertan en casi eternas, como de hecho ocurre ya en
EE.UU. Quizás algún día contentemos a los
iusnaturalistas con la proclamación de su
eternidad.

Mejor alargar el
derecho sobre la materialización del saber, de forma que
se perpetuará la miseria de las masas que nunca
dejarán de serlo en una repetición casi absurda de
la historia, salvo
porque debemos tener presente que estas miserias no pertenecen
sino al espíritu capitalista y que, además, la
historia tendrá lugar mientras no hagamos algo por cambiar
el curso de nuestra existencia, aunque no parece que algunos la
quiera cambiar. Serán, por tanto, las generaciones futuras
las que se verán obligadas a destruir lo que nosotros no
tenemos valor de impedir que se levante. Y será nuestra
vergüenza.

No obstante, me
pregunto si las generaciones que están por llegar
dispondrán de conocimientos suficientes para repensar la
indigencia espiritual a la que nos dejamos conducir, pues, en
términos absolutos, impedir que cada cual se enfrente al
mundo con lo que sea capaz de aprender debilita a la sociedad:
nosotros la estamos debilitando evitando su evolución
intelectual y espiritual. Las posibilidades de supervivencia del
ser humano serán inversamente proporcionales a las trabas
que pongamos al libre aprendizaje recíproco, pues es el
único mecanismo de perfeccionamiento de la inteligencia
colectiva. La patente es muerte.

La globalización simonita

"los pobres ya
no son haraganes sino incultos"

Pierre
Bourdieu

La WOPI no ceja en
su empeño para que todos los países de la periferia
asuman los tratados
internacionales sobre propiedad intelectual, al mismo tiempo
que no se promueve el acceso al saber de forma gratuita, o con
ciertas ventajas, para fomentar su desarrollo. ¿Recordamos
aquellas palabras de Anthoni Wayne? Tampoco se envían o se
financian los medios para
que desarrollen "sus conocimientos", sino que se promueve,
incluso desde organismos como la UNESCO, la implantación
de las leyes de propiedad intelectual. ¿Para proteger
qué?, se pregunta uno. Seguramente para que funcionen los
mismos mecanismos que en Occidente y podamos venderles nuestros
saberes. Según la UNESCO, "Puesto que en muchos
países no se entiende bien la función del derecho
de autor
, la UNESCO alienta a los gobiernos a adoptar
medidas que puedan favorecer la creatividad y
aumentar la producción de obras nacionales, ya sean
literarias, científicas, musicales o artísticas, a
fin de reducir la dependencia con el exterior. Un primer paso
consiste en ayudarlos a elaborar leyes y políticas
para aplicarlas…."

Con esto podemos
hacernos una idea exacta de lo que digo: les queremos imponer
leyes que limiten el uso del saber para impedir que desarrollen
lo que no tienen. Y se incita "a adherirse a los diversos
convenios internacionales relacionados con el derecho de
autor y los derechos conexos",
prosigue el anterior
párrafo
tomado de la página oficial del organismo internacional,
por si todavía alguien albergaba alguna duda acerca de las
intenciones que abrigan algunos. ¿Lo importante no era su
desarrollo interno? ¿Los convenios internacionales sobre
comercio no son para regular el comercio? ¿Será que
esperan que Occidente les compre muchas patentes?
¿Patentes sobre sistemas
digitales de comunicación vía satélite
que seguro que
desarrollarán espontáneamente gracias a estas leyes
asombrosas? ¿O será más bien que los
necesitados somos nosotros? Veamos, como muestra,
qué nos dice el informe especial 301 de la Oficina del
Representante de Comercio de EE.UU. en Bolivia:
"el Representante Comercial de EE.UU. debe  identificar a
los países que niegan protección adecuada y eficaz
a los Derechos de Propiedad Intelectual (DPI), o que niegan
acceso justo y equitativo al mercado a personas que dependen de
la protección a la propiedad intelectual. Los
países que cometan actos o incurran en las
políticas o prácticas más onerosas y
notorias, las que tengan el efecto más adverso sobre
productos relevantes de EE.UU. deberán ser identificados
como Países Prioritarios, los cuáles, luego de una
investigación, arriesgan la imposición de sanciones
comerciales en su contra".

Afirmar que lo
necesario para favorecer el desarrollo del Tercer Mundo es un
montón de leyes es una temeridad cometida siempre en
nombre de la protección del saber. A ellos, a los pobres
más que a nadie, les es imprescindible que cada uno use el
saber de forma absolutamente libre de trabas. Tal y como
argumentamos, Joseph E. Stiglitz nos dice refiriéndose a
las TRIPS: "Como han señalado muchos investigadores,
las cláusulas, adoptadas bajo presión de
las empresas farmacéuticas, eran tan desequilibradas que
acabaron por entorpecer el desarrollo científico"
. Y
desde luego que se refiere principalmente al desarrollo
científico del Tercer Mundo, pues son ellos quienes
más trabas encontrarán a la hora de comprar una
patente. En el conocimiento reside la base sobre la que se
levantan las civilizaciones. Negarle la libertad de acceso al
conocimiento y a su materialización a los países
que no pueden pagarlo es un atentado contra el futuro de esas
mismas naciones.

Todos sabemos que
no tienen recursos para
competir con el conocimiento de Occidente, al menos en el entorno
que les imponemos como único modelo posible, por lo que se
verán en la necesidad de pagar al Norte cada uno de los
pasos del modelo de desarrollo impuesto. Los simonitas desean
beneficiarse de esta necesidad, para lo cual primero han de
obligarles a que firmen los acuerdos que protegerán no los
intereses de los países pobres que nada tienen que perder
si el saber es libre, sino de los ricos que serán
más ricos vendiendo conocimiento a cambio de oro, petróleo, madera o
diamantes. Y se les venderá el saber cada vez que
necesiten de su uso. Y no sólo el desarrollado en
Occidente, sino también el propio, su saber común,
patentado por cualquier avispado cazador de conocimientos que,
escondido tras un papel y un sello de una oficina de patentes del
Norte, tendrá derecho a un monopolio en el Sur.
¿Pero el conocimiento no era propiedad secular del Sur?
Sí, pero el Derecho es del Norte, que es desde donde se
impone. ¿No ha sido siempre así?

No cabe dudar de
que "los países industrializados han sido los
principales autores y defensores del Acuerdo sobre TRIPS. Esto se
debe a que la mayoría de los proveedores de
tecnología
son empresas procedentes de dichos países y detentan la
mayor parte de las patentes del mundo
". Se trata, pues, como
decía, de una nueva forma para que estos países
continúen de rodillas, imaginativa manera de mantener la
supremacía con el mínimo esfuerzo. "Un
rápido estudio del sistema de propiedad intelectual en
Ghana hasta la década de 1970",
nos dice Betty
Mould-Iddrisu, "revela que el Registro Ghanés de Marcas
Comerciales tenía cerca de 17.000 marcas registradas, 90%
de las cuales eran propiedad de compañías e
individuos extranjeros. En 1996, constaban en el registro 27.625
marcas y los ghaneses eran propietarios del 15 ó 20% de
ellas. En 2001, la OMPI recibió el récord de
104,000 solicitudes de patentes internacionales solo de las
industrias de la
información. El 38.5% de estas solicitudes vinieron

[sólo] de los EE.UU., mientras que el mundo en
desarrollo
[en su conjunto] apenas manejó el
5%.
No creo que puedan quedar dudas de cuáles son los
intereses que se protegen.

Pero aunque ya lo
he nombrado y parezca contradictorio, no voy a profundizar en la
cuestión de la apropiación -por parte de cazadores
de patentes- de conocimientos desarrollados por tribus y pueblos
del Tercer Mundo, así como tampoco hablaré de la
aceptación de patentes sobre especies y formas vivas o de
vida -que habitan en el 99,9 % en estos países-, pues
aunque constituye una de las cristalizaciones más extremas
y aberrantes de este ingenioso proceso para
mantener al Tercer Mundo en dependencia de Occidente, polemizar
aquí sobre si la vida es patentable o si lo son los
conocimientos seculares de los pueblos indígenas, se me
antoja un propósito francamente lejano a las intenciones
de este ensayo. Es letra pequeña, que de tan menuda se
desvanece toda posibilidad de ilación
teleológica.

Cabe tan
sólo expresar mi perplejidad, y quizás
también manifestar una indignación
melancólica que se esconde tras las tinieblas de la
vergüenza. Pretendemos no sólo que nos paguen por los
conocimientos generados aquí, en Occidente, al mismo
tiempo no nos conformamos con atribuirnos el asimétrico
derecho a materializar sus conocimientos sin dar nada a cambio,
sino que para más inri les obligamos a pagarnos por
los que ellos mismos han desarrollado. ¿Cómo
queremos que encuentren su lugar en un mundo unilateralmente
globalizado? Les impedimos que construyan su conciencia de
acuerdo con nuestra conciencia y además les negamos la
posibilidad de que vivan de acuerdo a la suya, se la hemos robado
estampando sobre ella una © y unas tibias
cruzadas.

Otros contenidos del derecho de
autor

El resto de
los actuales Derechos de Autor

No es este el
lugar más indicado para pormenorizar el futuro del resto
del contenido de los Derechos de
Autor, este ensayo no es técnico, ni pretende serlo,
pero conviene añadir que desde la perspectiva de las
Rentas del Trabajo Intelectual, que en él presento, deben
desaparecer muchos de estos derechos conexos a la propiedad
intelectual y desarrollarse, además, otros completamente
nuevos. Siendo irracional el fundamento de los actuales,
desmontado el basamento del arbitrio sobre la propiedad
intelectual, necesitaremos levantar un pilar sobre la nueva base
que nos brindan las Rentas del Trabajo Intelectual.

Así, el
canon por copia privada, el Droit de Suite, el canon de
lcos CD,s; todo
esto desaparecerá engullido por su propia estulticia para
solaz de la civilización conglobada. No obstante, todos
aquellos derechos que no chocan con lo que digo (por ejemplo, el
derecho moral a la
integridad física de la obra única, que aunque
tiene mucho que ver con el reconocimiento debido al autor y a su
obra también lo tiene con el derecho de la sociedad a que
se preserven todas las expresiones de un conocimiento),
serán potenciados desde la misma fuerza moral que aportan
al edificio legal las Rentas del Trabajo Intelectual. Y algo muy
importante, anulados algunos extremos, los autores serán
reconocidos otra vez por sus virtudes intelectuales, por ser la
luz de la
humanidad que expulsa con su quehacer las sombras del mundo.
Dejará de correr como un reguero de pólvora la
sensación de que los autores son un grupo de
personajes que desean una patente para echarse a dormir a costa
del trabajo de los demás. Dejarán de ser el chivo
expiatorio concebido para salvaguarda de los
simonitas.

La inviolable
autoría

Como
excepción y por constituir un contenido al cual le otorgo
suma importancia, comentaré muy brevemente el derecho al
reconocimiento de la autoría que ya se tiene en cuenta en
el actual derecho de autor.

El individuo
tiene derecho a que su contribución a la humanidad sea
reconocida por todos. La autoría es la verdadera propiedad
inalienable del autor, no la propiedad sobre el conocimiento,
sino sobre el reconocimiento. Es la grandeza del hombre de
letras, del artista, del músico, del científico,
del autor que sueña con un mundo mejor para todos, no para
sí mismo, sino para toda la sociedad que comprende la
razonable necesidad que tiene de que se le reconozca su esfuerzo.
Realmente creo que sin el debido reconocimiento al trabajo de los
autores la raza de los intelectuales se extinguiría y nos
quedaríamos solos con los utilitaristas, que ven en el
saber únicamente un camino hacia la propia
satisfacción material.

La necesidad de
reconocimiento no es comprensible exclusivamente en los
intelectuales, también es el orgullo del viejo albañil
que ante el embalse que ayudó a levantar en su juventud
exclama con satisfacción: "¡aquí
trabajé yo… y lleva dando agua a nuestra ciudad desde
entonces!" Esto es humano, porque nos sentimos orgullosos de
aquello que hacemos bien, ante nosotros mismos y ante los
demás. El reconocimiento es un pago ineludible que la
sociedad debe tener para con todos los trabajadores, laboren en
lo que laboren. Es el premio moral a su saber
hacer
.

Las leyes sobre
marcas, o sobre la Denominación de Origen atienden al
precepto de respetar la autoría del trabajo, pues
sólo existen para que los ciudadanos puedan diferenciar en
el mercado a unas empresas de otras o por el empeño de una
región -en el caso de la Denominación de Origen- en
alcanzar la mejor calidad de cierto
producto o servicio.
Sirven, en definitiva, para que todos podamos reconocer a unos u
otros trabajadores y pagarles con nuestra renovada confianza o
ignorarlos con nuestra indiferencia. Las empresas como las
personas, tienen también derecho al reconocimiento de su
labor y por esa razón que sus obras sean diferenciadas de
otras por su nombre constituirá el reconocimiento a su
saber hacer. Esto es razonable y a nadie produce mal
alguno. Después de todo, creo que esta cuestión
tiene más que ver con el derecho de todos a tener un
nombre que nos identifique que con el conocimiento en
sí.

La República del
Saber

No es la
industria, ni las fizanzas, ni lo on-line, lo que
caracterizará la sociedad del siglo XXI, sino las nuevas
relaciones de producción que se establezcan a partir de
las patentes y del copyright como mecanismos de
reproducción espontánea de beneficios que provoca
la posibilidad de atender cualquier demanda sin necesidad de
aumentar proporcionalmente la mano de obra o el capital
invertido que supone, al fin, la independencia
del capital del proletario. Esta independencia del capital
implica una supremacía del mismo sobre una clase obrera
menguante que no encuentra dónde situarse en la sociedad y
es excluida de la misma. Ya no es necesaria, no detenta fuerza
alguna en la mesa de negociación y verá mermar sus
derechos a la par que sus posibilidades de supervivencia. Estas
nuevas relaciones son las que caracterizarán a la nueva
sociedad que se está fraguando ya en las oficinas de
patentes, en las sociedades de
recaudación colectiva y en organizaciones
como la OMPI. ¿Para qué se quiere al obrero si
sólo se necesitará una élite de
intelectuales para producir un mínimo de conocimientos
cuya utilidad será administrada con
cuentagotas?

Por todo eso las
ideas marxistas –ideas que no dejan de conformar el grueso
del discurso del
socialismo
democrático por más que algunas "terceras
vías" nos propongan la sumisión al pensamiento
único, edulcorado con esa especie de voluntarismo social
que sabe a derrota– están lejos de caer en la
obsolescencia. Son más necesarias que nunca para
comprender el nuevo modelo de sociedad. ¿Cómo
llamarla? ¿Financiera?, ¿de la
comunicación?, ¿del saber o de la
información? Ya hemos dicho que esto último
sería un esperpento. ¿Cómo llamaremos a esta
sociedad emergente donde se comercia con la sustancia del
alma? No
teniendo nombre la he llamado sociedad
simonita
.

Visto lo expuesto,
lo que se propone en este ensayo es la resocialización de
todo el saber del hombre. Es decir, invertir el proceso de
recesión simonita que nos aboca a una sociedad
fragmentada en estamentos: uno lo constituye el de los poderosos,
que posee el saber y los medios de producción del nuevo
saber, y el otro es el "tercer estado", formado por quienes nada
poseen, nada saben y para nada se necesitan.

El socialismo no
debe, pues, contribuir a la creación de una sociedad donde
el hombre ya no compartirá nada que no sea elementalmente
biológico, donde para ser lo que se es por necesidad se
deberá abonar las correspondientes tasas, que gravaran
sobre su misma alma. Propongo que consideremos el saber como
propiedad inalienable de toda la humanidad, que hagamos coincidir
la propiedad con la evidente tenencia para que nadie pueda
sentirse excluido de la verdad. El saber se ha construido, se
construye y se construirá –si así lo
queremos– con el esfuerzo de millones de seres humanos
durante miles de años. Siendo propiedad común, la
sociedad deberá corresponder con unos beneficios
razonables al esfuerzo realizado por quienes desarrollen nuevos
conocimientos. Lo contrario constituiría un injustificable
robo, no de propiedad alguna, sino del derecho a las rentas del
trabajo.

Si decimos que los
autores se ven perjudicados por la libre circulación y uso
del saber en este momento histórico, es por el mero hecho
de que la propiedad intelectual es tan imperfecta como modelo de
retribución que ocasiona esta fatal contradicción,
no porque la contradicción exista realmente. Aquí
no se postula la anulación de los derechos de los sabios,
sino su igualación con los derechos del resto de los
trabajadores. Se defiende la abolición de los sistemas de
propiedad intelectual y su sustitución por las rentas del
trabajo intelectual, único derecho pecuniario que,
según he intentado demostrar, debemos reconocer a los
autores.

Esto
supondrá, desde luego, eliminar cualquier posibilidad de
monopolio sobre saber alguno, y, no existiendo propiedad ni
dándose ésta por supuesta, resulta fácil
evitar los monopolios. La única limitación posible
a la libertad de acceso al saber será la de satisfacer
estas rentas del trabajo intelectual porque en igualdad de
condición se encuentra tanto el derecho a saber como el
derecho a que todos los trabajadores puedan vivir del sudor de su
"frente". Todos aquellos que no puedan satisfacer estas rentas
para que su vida discurra de acuerdo con los principios recogidos
en la Declaración de los Derechos de Hombre deberán
ser auxiliados por la res publica, entre todos pagaremos
el trabajo de los sabios para que el desposeído guarde, al
menos, la libertad de construirse a sí mismo y la libertad
de ser dueño de sí mismo.

Si abolimos la
propiedad intelectual y la sustituimos por las rentas del trabajo
intelectual, el hombre recuperará la libertad para conocer
todo aquello que se le antoje y de usar libremente tales
conocimientos siempre que respete estas justas rentas de los
sabios que definen aquella libertad. Serán así
reconocidos como iguales los frutos del trabajo de todos los
seres humanos. Y no serán esclavos unos de otros por el
mero hecho de poseer, unos capacidades para desarrollar nuevos
saberes, y otros para ponerlos en práctica.

El saber se
multiplicará de la misma forma que en otros momentos de la
historia, al no existir fueros especiales ni restricciones a su
circulación. Los capitalistas tendrán que contar de
nuevo con los trabajadores, pues el PIB
retornará a las estratificaciones anteriores donde el
factor industrial tradicional recuperará importancia desde
un saber libre que no eliminará la competencia, ocupando
de nuevo a millones de personas que ya hoy en día son
innecesarias, víctimas de la propiedad intelectual. Los
equilibrios se recuperarán, las fuerzas volverán a
templarse en su igualdad y en su mutua dependencia, la mesa donde
nos sentamos todos los seres humanos para dar vigencia al
contrato
dará sus frutos de paz y de progreso para todos.
Dejará de estar mal visto que las empresas aumenten sus
plantillas, pues el hombre recuperará su puesto en la
sociedad como imprescindible agente productor de riqueza; y el
trabajo, con su saber hacer, será de nuevo el
factor más importante en la ecuación de
producción de la sociedad del siglo XXI. Habrá que
contar con él para crear valor. Si se impide al capital
que obtenga beneficios desde las trincheras de la propiedad
intelectual, se verá obligado a retomar el camino de la
producción de riqueza, la que todos conocemos, pero ahora
a partir del saber libre. Esto supondrá una
potenciación de la economía al recuperarse el papel
central del trabajo como productor de riqueza que evitará,
en parte, la recesión que todos adivinamos (que
será estructural y, en cierta medida, culpa de estos
modelos
aproductivos que deseamos eliminar), y un bienestar que
podrá alcanzar a muchas más personas.

El hombre
encontrará otra vez su dignidad
perdida, robada por la propiedad intelectual que le escatima el
sagrado derecho a pensar en lo que desee y a ganarse la vida con
lo que sepa unido a sus artes y habilidades personales. Las tasas
de paro
descenderán al encontrarse la generación de riqueza
otra vez en el trabajo, y el beneficio en el intercambio
igualitario de bienes y
servicios: tanto en el beneficio adquirido como en el sacrificio
realizado. Los sabios recuperarán la dignidad perdida,
robada por la aceptación de prebendas dudosamente justas:
ahora cobrarán las rentas del trabajo intelectual, las
rentas de su trabajo, y como todos los hombres tendrán que
laborar todos los días.

El saber
común será otra vez común y desde esta
propiedad de todos los seres humanos, la República del
saber,
tendremos la obligación de encontrar las
dimensiones materiales de
esa misma República en búsqueda de la
felicidad de todos los pueblos y de todas las personas. Seremos
todos iguales ante la Ley porque permaneceremos unidos por el
conocimiento y compartiremos de nuevo lo que de natural es de
todos: la sabiduría que es en sí el alma humana. El
hombre es saber y no quiere ser de nadie.

Una denuncia y un
manifiesto

La
traición a nuestros mayores

¿Cuántos seres humanos han luchado hasta el
agotamiento para librarnos de las sombras de la incertidumbre y
de la ignorancia? ¿Cuántos han sucumbido en las
infernales hogueras por atreverse a dilucidar los misterios del
Universo? ¿Cuántos por sostener unas ideas sin las
cuales nuestra sociedad no sería posible?
¿Cuántos por osar plasmar su visión del
mundo en una pintura, en
un ensayo, en
un verso, en una canción? ¿Cuántos por
transitar lugares prohibidos para hacerlos libres para los que
lleguen después? ¿Cuántos por decir en alto
una verdad y sólo una verdad? La obra más sublime
de todos los tiempos se ha escrito con sangre: de ella
debía resultar la comunión universal en el
conocimiento. Tal idea movió a nuestros antepasados a
buscar la verdad y por ello muchos fueron despreciados,
perseguidos y asesinados.

El viento arrastra
a través de las edades y de las civilizaciones las
venerables cenizas del sacrificio. Podemos sentirlas en nuestro
interior, tocarlas con la aguda punta del entendimiento. Fueron
traídas para nosotros. Es nuestro derecho de hombres
gozarlas, pues con tan elevada sustancia hemos sido creados: esas
cenizas somos nosotros. Tocadlas y contemplar cómo en
ellas se entremezcla el espanto por las letras ausentes, la ruina
de la palabra caída, el dolor de las víctimas, pero
también, aún a pesar de lo perdido, contemplad la
gloria y la victoria incontestable sobre la inmundicia del
egoísmo, sobre el poder corrupto del trono, la sotana y el
mercado, sobre la hipocresía que anida en el corazón de
los hombres.

Si enormes han
sido las fuerzas que se han sumado para impedir el camino hacia
la luz, mayores fueron las convocadas para vencer la resistencia del
amo, del rey, del necio, del impostor, del hechicero, del
criminal. A su pesar, la humanidad se mueve, avanza como entidad
universal: nosotros somos aquellos, yo soy todos los hombres.
Leyendo estos párrafos vosotros sois yo. Por todo ello nos
asiste el derecho a disfrutar del legado, y la obligación
de preservarlo, aumentarlo, sublimarlo y con la misma generosidad
que nos fue transmitido, entregarlo a nuestros hermanos, a
nuestros hijos. Pero, ¿qué ha resultado de tan
formidable contrato universal? Dilapidamos la herencia con la
irresponsabilidad propia de un hijo criado en la abundancia y,
con soberbia, afirmamos que "este pensamiento es mío y
sólo mío".
¿Qué le ocurre a la
humanidad? ¿Quiénes somos nosotros, que vivimos
iluminados por el inmenso poder de nuestros mayores, para poner
precio a las ideas? Ellos soñaron con la grandeza del
hombre universal y sabio, libre de saber cuanto quisiera saber en
todo lugar y en todo momento. Ningún saber de ahora
existiría sin su magnánima herencia, y su mandato
es libertad: libertad de saber, libertad de poner en
práctica nuestro saber hacer, libertad de vivir de
acuerdo con todo cuanto sepamos. Su mandato nos alcanza con la
grandiosidad y el peso de su legado.

Aquellos que se
apresuran a poner precio al conocimiento incumplen el mandato de
nuestros mayores que se aseguraron el comunicarnos todo el saber
humano, reconociendo en los demás su misma sed de
sabiduría y no para que, apoyándose sobre sus
hombros, algunos se atrevan a mancillar su memoria afirmando
que el saber es propiedad particular de acuerdo a unas
hipócritas y miserables razones económicas.
La sentencia simonita es patética: sólo los
afortunados que lo puedan pagar podrán saber, trabajar y
vivir de sus conocimientos. Cuánto horror y soledad se
esconden tras esta sencilla frase. Es la traición que los
simonitas han consumado contra aquellos formidables hombres,
contra todos los hombres: los que fueron, los que somos y los que
serán. Nada queda ya que nos una. Es el fracaso de la
Humanidad.

El manifiesto: La Revolución
de los Sabios

Los que
debéis comenzar la revolución sois vosotros, los
científicos, investigadores, escritores, compositores,
programadores, interpretes, actores, pintores, los que saben que
saben, porque vosotros sois los necesarios. Para que se dé
un saber rentable para el mercado de los liberales, es necesario
que los que piensan, piensen. Vosotros sois los imprescindibles y
estáis llamados a luchar contra la injusticia, por todos
aquellos que en el decurso de los siglos entregaron su vida al
desarrollo del conocimiento humano. Los simonitas os ofrecen la
propiedad intelectual jurando defenderos, pero es la sutil
estratagema donde fundamentar su poder. ¿Quiénes
son los beneficiados? ¿Quiénes son los propietarios
del conocimiento? ¿Acaso vosotros? Ni tan siquiera sois
reconocidos como los autores. Vosotros sois los primeros
desposeídos. No debéis pensar que
pertenecéis a una nueva élite. No os
acomodéis a un nuevo estamento social que sueña con
ser dirigente, porque sería una imprudencia no comprender
que el poder no es vuestro. El poder pertenece a quienes gracias
a esas leyes puedan poseer el conocimiento que vuestros
espíritus desarrollan.

¿Entre
tanta sabiduría no resta un ápice de sentido
común para comprender que un día seréis
señalados como culpables? ¿Os ensordece el sonido
del oro? ¿Os conformaréis con ser los nuevos
comparsas que rindiendo la espada del conocimiento a los pies del
simonismo obtendrán unas monedas respaldados por la nueva
ley divina? ¿Arrojaréis las letras, las artes y las
ciencias a los
pies de la curia simonita que os abriga con la cola de su
hábito? ¿Os postraréis de rodillas a cambio
de veinte monedas y en el mejor de los casos con un sepulcro en
el Panteón de los Hombres Ilustres? ¿Servirá
vuestro silencio cómplice?

Debéis
comprender que para alimentar el mercado simonita no es necesaria
la ciencia, ni
el arte, sino
exclusivamente la ciencia
rentable, la literatura rentable, la
pintura rentable, la poesía
rentable; y esto limita drásticamente la libertad de los
hombres de pensar en lo que les plazca, porque a los simonitas no
les importa la belleza, la profundidad de la obra que explica el
mundo, no les importa proteger al artista y al científico
y su inseparable libertad que alimenta su misma creatividad que
lo convierte en ese mismo artista o científico. Os quieren
como esclavos, anulados, productivos, sumisos y sumidos en la
universal espiral de mediocridad intelectual que engulle a la
"sociedad del conocimiento".

Los simonitas no
pueden ser confundidos con la familia
Medici; no son mecenas a los que se les altera el pulso al
contemplar la belleza de una obra o que aprecian el valor del
saber científico como voluntad de desentrañar los
misterios del universo. ¿Qué les importa a ellos
todo esto si no se puede vender en el mercado? Los simonitas,
lejos de amar el saber, aman el beneficio que se reproduce con
la
administración de su utilidad. ¿Cómo van
a amar un saber que son capaces de comprar pero no de adquirir?
Los simonitas son aquellos activos
capitalistas, ahora sentados en las escaleras de sus empresas,
esperando que aparezca la oportunidad de enriquecerse con una
suculenta patente, y vosotros, los sabios, de nuevo los obreros
de las fábricas del XVIII. Sois tan poderosos como
aquellos trabajadores que consiguieron que la democracia
fuese una realidad porque eran necesarios. En el estado actual de
las cosas los trabajadores tradicionales ya no son necesarios. A
nadie le importa que se pongan en huelga los
parados. ¿Qué haréis los sabios?
¿Olvidar que la mejor arma de la Justicia, el saber, la
blandís en vuestra mano? En cualquier caso, uníos
contra la barbarie o seréis engullidos por esa misma
sinrazón: con cada patente también dejáis de
ser imprescindibles. El individuo siempre puede elegir y los
sabios debéis renegar de la suculenta merced que os ofrece
el simonismo. ¿Abandonaréis a los hombres en
las tinieblas de otra Edad Media?
Sois la única salida frente a la rapaz recesión
simonita. Podemos ganar un mundo nuevo desde vuestra
revolución, desde la categórica negativa a aceptar
monopolio alguno sobre el conocimiento, desde el rechazo a
aceptar la propiedad sobre saber alguno, desde la aversión
a mercantilizar el saber y esclavizar el alma. ¿Nos
abandonaréis a nuestra suerte?

Con vosotros
debemos llamar a todos los contestatarios a la
movilización contra la propiedad intelectual y en favor de
las rentas del trabajo intelectual. El movimiento en
contra de estas leyes se encuentra dividido en mil facciones sin
conexión, cuando en realidad la tienen, y es que, con sus
más y sus menos, son millones de seres humanos los que
niegan la verdad de la propiedad intelectual, pero la
división de los contestatarios no es una casualidad de la
historia. Ha sido provocada sosteniendo a cada uno en la lucha
contra una u otra norma menor. En nuestra división
encuentran ellos su fuerza.

Luchemos todos
juntos contra la propiedad intelectual, desenmascaremos la
falacia universal: quienes se indignan ante el droit de
suite
, quienes discuten el canon por copia privada, quienes
se sublevan contra la patente de un software, quienes
escuchan humillados al Gran Hermano en los videos de sus
casas, los que pagan con su sangre el precio de la patente del
medicamento que preservará la vida de su hijo, los que
mueren indefensos sin el auxilio del conocimiento de los
hombres…, todos nosotros tenemos la obligación de luchar
juntos, porque no son sus leyes tomadas una a una las que nos
matan, sino el principio que soporta a todas ellas.
Luchemos, pues, contra la propiedad intelectual y por las rentas
del trabajo intelectual. Erradiquémosla y propongamos la
adopción de las rentas del trabajo intelectual. La falta
de orientación y coordinación es el mayor mal de los
millones de personas que no creen en la propiedad
intelectual.

Enarbolando la
bandera del conocimiento libre unámonos todos aquellos que
necesitamos de nuestra conciencia para ser libres y vivir con
dignidad. Y en la vanguardia os
debéis situar vosotros, los sabios, que lideraréis
con vuestro pronunciamiento nuestro pronunciamiento, pues lo que
está en juego es el
alma del hombre. Con vosotros a nuestro lado debemos encontrar
las alternativas que promueven estos ideales para que así
se cristalicen en las mil reformas normativas necesarias para que
se convierta en realidad el sueño de un saber tan libre
como los seres humanos que lo poseen. Construyamos la
República del Saber. Ya es hora de que comience la
Revolución de los Sabios.

 

Carlos Raya de
Blas

 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5

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