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Marx: Trabajo asalariado y capital



Partes: 1, 2

    1. Introducción de F. Engels
    2. Trabajo asalariado y
      capital

    _Historia Económica y
    Social General UBA (capítulos I y II)

    _Ciencias Políticas
    UBA

    INTRODUCCIÓN DE F. ENGELS

    El trabajo que
    reproducirnos a continuación se publicó, bajo la
    forma de una serie de artículos editoriales, en la Nueva
    Gaceta del Rin, a partir del 4 de abril de 1849. Le sirvieron de
    base las conferencias dadas por Marx, en 1847, en
    la Asociación Obrera Alemana de Bruselas. La
    publicación de estos artículos quedó
    incompleta; el «se continuará» con que termina
    el artículo publicado en el número 269, no se pudo
    cumplir, por haberse precipitado por aquellos días los
    acontecimientos: la invasión de Hungría por los
    rusos, las insurrecciones de Dresde, Iserlohn, Elberfeld, el
    Palatinado y Baden, y, como consecuencia de está, fue
    suspendido el propio periódico
    (19 de mayo de 1849). Entre los papeles dejados por Marx no
    apareció el manuscrito de la
    continuación.

    De Trabajo asalariado y han visto
    la luz varias
    ediciones de tirada aparte bajo la forma de folleto; la
    última, en 1884 (Gotinga-Zurich, Tipografía
    Cooperativa
    suiza). Todas estas reimpresiones se ajustaban exactamente al
    texto del
    original. Pero la presente edición, va a difundirse como folleto de
    propaganda, en
    una tirada no inferior a 100.000 ejemplares, y esto me ha hecho
    pensar sí el propio Marx abría aprobado, en estas
    condiciones, la simple reimpresión del texto, sin
    introducir en él ninguna modificación.

    En la década del cuarenta,
    Marx no había terminado aún su, crítica
    de la Economía
    política. Fue hacia fines de la década del
    cincuenta cuando dio término a esta obra. Por eso, los
    trabajos publicados por él antes de la aparición de
    la Contribución a la Critica de la Economía política (1859), el
    primer fascículo de su obra grande, difieren en algunos
    puntos de los que vieron la luz después de aquella fecha;
    contienen expresiones y frases enteras que, desde el punto de
    vista de las obras posteriores, parecen poco afortunadas y hasta
    inexactas. Ahora bien, es indudable que en las ediciones
    corrientes, destinadas al Público en general, caben
    también estos puntos de vista anteriores, que forman parte
    de la trayectoria espiritual del autor, y que tanto éste
    corno el público tienen el derecho indiscutible a que
    estas obras antiguas se reediten sin ninguna alteración. Y
    a mí no se me hubiera ocurrido, ni en sueños,
    modificar ni una tilde.

    Pero la cosa cambia cuando se
    trata de una reedición destinada casi exclusivamente a la
    propaganda entre los obreros. En este caso, es Indiscutible que
    Marx habría puesto la antigua redacción, que data ya de 1849, a tono con
    su nuevo punto, de vista. Y estoy absolutamente seguro de obrar
    tal como él lo habría hecho introduciendo en esta
    edición las escasas modificaciones y adiciones que son
    necesarias para conseguir ese resultado en todos los puntos
    esenciales. De antemano advierto, pues, al lector que este
    folleto no es el que Marx redactó en 1849, sino, sobre
    poco más o menos, el que habría escrito en 1891.
    Además, el texto original circula por ahí en tan
    numerosos ejemplares, que por ahora basta con esto, entre tanto
    que yo pueda reproducirlo sin alteración más
    adelante, en una edición de lo obras completas.

    Mis modificaciones giran todas en
    torno a un punto.
    Según el texto original, el obrero vende al capitalista, a
    cambio del
    salario, su
    trabajo; según el texto actual vende su fuerza de
    trabajo. Y acerca de esta modificación, tengo, que dar las
    necesarias explicaciones. Tengo que darlas a los obreros, para
    que vean que no se trata de ninguna sutileza de palabras, ni
    mucho menos, sino de uno de los puntos más importantes
    dé toda la Economía política. Y a los
    burgueses, para que se convenzan de cuán por encima
    están los incultos obreros, a quienes se pueden explicar
    con facilidad las cuestiones económicas más
    difíciles, de esos petulantes hombres
    «cultos», que jamás, mientras vivan,
    llegarán a comprender estos intrincados problemas.

    La Economía política
    clásica tomó de la práctica industrial la
    idea, en boga entre los fabricantes, de que éstos compran
    y pagan el trabajo de
    sus obreros. Esta idea servía perfectamente a los
    fabricantes para la práctica de los negocios, para
    la contabilidad y
    el cálculo
    de sus precios. Pero,
    trasplantada simplistamente a la Economía política,
    causó aquí extravíos y embrollos
    verdaderamente notables.

    La economía política
    se encuentra con el hecho de que los precios de todas las
    mercancías, incluyendo el de aquélla a que da el
    nombre de «trabajo», varían constantemente;
    con que suben y bajan por efecto de circunstancias muy diversas,
    que muchas veces no guardan relación alguna con la
    fabricación de la mercancía misma, de tal modo que
    los precios parecen estar determinados generalmente por el azar.
    Por eso, en cuanto la Economía política se
    erigió en ciencia, uno
    de los primeros problemas que se le plantearon fue el de
    investigar la ley oculta
    detrás de este azar que parecía gobernar los
    precios de las mercancías, y que en realidad lo gobierna a
    él. Dentro de las constantes fluctuaciones en los precios
    de las mercancías, que tan pronto suben como bajan, la
    Economía se puso a buscar el punto central fijo en tomo al
    cual se movían estas fluctuaciones. En una palabra,
    arrancó de los precios de las mercancías para
    investigar como ley reguladora de éstos el valor de las
    mercancías, valor que explicaría todas las
    fluctuaciones de los precios y al cual, en último
    término, podrían reducirse todas ellas.

    Así, la Economía
    clásica encontró que el valor de una
    mercancía se determinaba por el trabajo necesario para su
    producción encerrado en ella. Y se
    contentó con esta explicación. También
    nosotros podemos detenemos, provisionalmente, aquí.
    Recordaré tan sólo, para evitar equívocos,
    que hoy esta explicación es del todo insuficiente. Marx
    investigó de un modo minucioso por vez primera la propiedad que
    tiene el trabajo de ser fuente de valor, y descubrió que
    no todo el trabajo aparentemente y aun realmente necesario para
    la producción de una mercancía añade a
    ésta en todo caso un volumen de valor
    equivalente a la cantidad de trabajo consumido. Por tanto,
    cuando

    hoy decimos simplemente,
    economistas corno Ricardo, que el valor de una mercancía
    se determina por el trabajo necesario para, su producción,
    damos por sobreentendidas siempre las reservas hechas por Marx.
    Aquí, basta con dejar sentado esto; lo demás lo
    expone Marx en su Contribución a la Crítica de la
    Economía política (1859), y en el primer tomo de El
    Capital.

    Pero, tan pronto como los
    economistas aplicaban este criterio de determinación
    nación
    del valor por el trabajo a la mercancía
    «trabajo», caían de contradicción en
    contradicción. ¿Cómo se determina el
    «Valor del trabajo»? Por el trabajo necesario
    encerrado en él. Pero, ¿cuánto trabajo se
    encierra en el trabajo de un obrero durante un día, una
    semana, un mes, un año? El trabajo de un día una
    semana, un mes, un año. Si el trabajo es la medida de
    todos los valores,
    el «valor del trabajo» sólo podrá
    expresarse en trabajo. Sin embargo, con saber que el valor de una
    hora de trabajo es igual a una hora de trabajo, es como si no
    supiésemos nada acerca de él. Con esto, no hemos
    avanzado ni un pelo hacia nuestra meta; no hacemos más que
    dar vueltas en un círculo vicioso.

    La Economía clásica
    intentó, entonces, buscar otra salida. Dijo: el valor de
    una mercancía equivale a su coste de producción.
    Pero, ¿cuál es el coste de producción del
    trabajo? Para poder
    contestar a esto, los economistas vense obligados a forzar un
    poquito la lógica.
    En ves del coste de producción del propio trabajo que,
    desgraciadamente, no se puede averiguar, investigan el coste de
    producción del obrero. Este si que puede averiguarse.
    Varía según los tiempos y las circunstancias, pero,
    dentro de un determinado estado de la
    sociedad, de
    una determinada localidad y de una rama de producción
    dada, constituye una magnitud también dada, a lo menos
    dentro de ciertos límites,
    bastante reducidos. Hoy, vivimos bajo el dominio de la
    producción capitalista, en la que una clase numerosa
    y cada vez más extensa de la población sólo puede existir
    trabajando, a cambio de un salario, para los propietarios de los
    medios de
    producción: herramientas,
    máquinas, materias primas y medios de vida.
    Sobre la base de este modo de producción, el coste de
    producción del obrero consiste en la suma de medios de
    vida -o en su correspondiente precio en
    dinero
    necesarios por término medio para que aquél pueda
    trabajar y mantenerse en condiciones de seguir trabajando, y para
    sustituirle por un nuevo obrero cuando muera o quede inservible
    por vejez o
    enfermedad, es decir, para asegurar la reproducción de la clase obrera en la
    medida necesaria.

    Supongamos que el precio en dinero
    de estos medios de vida es, por término medio, de tres
    marcos diarios. En este caso, nuestro obrero recibirá del
    capitalista para quien trabaja un salario de tres marcos al
    día. A cambio de este salario, el capitalista le hace
    trabajar, digamos, doce horas diarias. El capitalista echa sus
    cuentas, sobre
    poco más o menos, del modo siguiente:

    Supongamos que nuestro obrero -un
    mecánico ajustador- tiene que hacer una pieza de una
    máquina, que acaba en un día. La materia prima,
    hierro y
    latón, en el estado de
    elaboración requerido, cuesta, supongamos, 20 marcos. El
    consumo de
    carbón de la máquina de vapor y el desgaste de
    ésta, del torno y de las demás herramientas con que
    trabaja nuestro obrero representan, digamos -calculando la parte
    correspondiente a un día y a un obrero-, un valor de un
    marco. El jornal de un día es, según nuestro
    cálculo, de tres marcos. El total arrojado para nuestra
    pieza es de 24 marcos. Pero el capitalista calcula que su
    cliente le
    abonará, por término medio, un precio de 27 marcos;
    es decir, tres marcos más del coste por él
    desembolsado.

    ¿De dónde salen
    estos tres marcos, que el consta lista se embolsa? la
    Economía clásica sostiene que las mercancías
    se venden, unas u otras, por su valor, es decir, por el precio
    que corresponde a. la cantidad de trabajo necesario encerrado en
    ellas. Según esto, el precio medio de nuestra pieza o sea
    27 marcos debería ser igual a su valor, al trabajo
    encerrado en ella. Pero de estos 27 marcos, 21 eran valores que ya
    existían antes de que nuestro ajustador comenzara á
    trabajar, 20 marcos se contenían en la materia prima,
    un marco en el carbón quemado durante el trabajo o en las
    máquinas y herramientas empleadas en éste, y cuya
    capacidad de rendimiento disminuye por valor de esa suma. Quedan
    seis marcos, que se añaden al valor de las materias
    primas. Según la premisa de que arrancan nuestros
    economistas, estos seis marcos sólo pueden provenir del
    trabajo añadido a la materia prima por nuestro obrero.
    Según esto, sus doce horas de trabajo han creado un valor
    nuevo de seis marcos. Es decir, que el valor de sus doce horas de
    trabajo equivale a esta cantidad. Así habremos
    descubierto, por fin, cuál es el. "valor del
    trabajo".

    ¡Alto ahí! -grita
    nuestro ajustador-. ¿Seis marcos, decís?
    ¡Pero a mí sólo me han entregado tres! Mi
    capitalista jura y perjura que el valor de mis doce horas
    dé trabajo son sólo tres marcos, y si le reclamo
    seis, se reirá de mí. ¿Cómo se
    entiende esto?

    Si antes, con nuestro valor del
    trabajo nos movíamos en un círculo vicioso, ahora
    caemos de lleno en una insoluble contradicción.
    Buscábamos él valor del trabajo, y hemos encontrado
    más de lo que queríamos. Para el obrero, el valor
    de un trabajó de doce horas son tres marcos; para el
    capitalista, seis, de los cuáles paga tres al obrero como
    salario y se embolsa los tres restantes. Resulta, pues, que el
    trabajo no tiene solamente un valor, sino dos, y además
    bastante distintos.

    Más absurda aparece
    todavía la contradicción si reducimos a tiempo de
    trabajo los valores expresados en dinero. En las doce horas de
    trabajo se crea un valor nuevo de seis marcos.

    Por tanto, en seis horas
    serán tres, marcos, o sea lo que el obrero recibe por un
    trabajo de doce horas. Por doce horas de trabajo se le entrega al
    obrero, como valor equivalente, el producto de un
    trabajo de seis horas. Por tanto, o el trabajo tiene dos valores,
    uno de los cuales es doble de grande que el otro, ¡o doce
    son igual a seis! En ambos casos, estamos dentro del más
    puro absurdo.

    Por más vueltas que le
    demos, mientras hablemos de compra y venta del trabajo
    y de valor del trabajo, no saldremos de esta
    contradicción. Y esto es lo que les ocurría a los
    economistas. El último brote de la Economía
    política clásica, la escuela de
    Ricardo, fracasó en gran parte por la imposibilidad de
    resolver esta contradicción, La Economía
    política clásica se había metido en un
    callejón sin salida. El hombre que
    encontró la salida de este atolladero fue Carlos
    Marx.

    Lo que los economistas
    consideraban como coste, de producción "del trabajo", era
    el coste de producción,

    no del trabajo, sino del propio
    obrero viviente. Y lo que éste obrero vendía al
    capitalista no era su trabajo. "Allí donde comienza
    realmente su trabajo –dice Marx-, éste ha dejado ya
    de pertenecerle a él- y no puede, por tanto, venderlo".
    Podrá, a lo sumo, vender su trabajo futuro; es decir,
    comprometerse a ejecutar un determinado trabajo en un tiempo
    dado. -Pero con ello no vende el trabajo (pues éste
    todavía está por hacer), sino que pone a
    disposición del capitalista, a cambio de una determinada
    remuneración, su fuerza de trabajo, sea por un cierto
    tiempo (si trabaja a jornal) o para efectuar una tarea
    determinada (si trabaja a destajo): alquila o vende su fuerza de
    trabajo. Pero esta fuerza de trabajo está unida
    orgánicamente a su persona y es
    inseparable de ella. Por eso su coste de producción
    coincide con el coste de producción de su propia persona,
    lo que los economistas llamaban coste de producción del
    trabajo es el coste de producción del obrero, y, por
    tanto, de la fuerza de trabajo. Y ahora, ya podemos pasar del
    coste de producción de la fuerza de trabajo al valor de
    ésta y determinar la cantidad de trabajo socialmente
    necesario que se requiere para crear una fuerza de trabajo de
    determinada calidad, como lo
    ha hecho Marx en el capítulo sobré la compra y la
    venta de la fuerza de trabajo (EL, Capital, tomo I,
    capítulo 4, apartado 3).

    Ahora bien, ¿qué
    ocurre, después que el obrero vende al capitalista su
    fuerza de trabajo; es decir, después que la pone a su
    disposición, a cambio del salario convenido, por jornal o
    a destajo? El capitalista lleva al obrero a su taller o a su
    fábrica, donde se encuentran ya preparados todos los
    elementos necesarios para el trabajo: materias primas y materias
    auxiliares (carbón, -materias colorantes, etc.),
    herramientas y maquinaria. Aquí, el obrero comienza a
    trabajar. Supongamos que su salario es, como antes, de tres
    marcos al día, siendo indiferente que los obtenga como
    jornal o a destajo. Volvamos a suponer que en doce horas el
    obrero, con su trabajo, añade a las materias primas
    consumidas un nuevo valor de seis marcos, valor que el
    capitalista realiza al vender la mercancía terminada. De
    estos seis marcos, paga al obrero los tres que le corresponden y
    se guarda los tres restantes. Ahora bien, si el obrero, en doce
    horas, crea un valor de seis marcos, en seis horas cread un valor
    de tres. Es decir, que con seis horas que trabaje
    resarcirá al capitalista el equivalente de los tres marcos
    que éste le entrega como salario. Al cabo de seis horas de
    trabajo, ambos están en paz y ninguno adeuda un
    céntimo al otro.

    ¡Alto ahí! -grita
    ahora el capitalista-. Yo he alquilado al obrero por un
    día entero, por doce horas. Seis horas no son más
    que media jornada. De modo que la seguir trabajando, hasta cubrir
    las otras seis, horas, y sólo entonces estaremos en paz.
    Y, en efecto, el obrero no tiene más remedio que someterse
    al contrato que
    «voluntariamente» pactó y en el que se obliga
    a trabajar doce horas enteras por un producto de trabajo que
    sólo cuesta seis horas.

    Exactamente lo mismo acontece con
    el salario a destajo. Supongamos que' nuestro obrero fabrica en
    doce horas doce piezas de mercancías, y que cada una de
    ellas cuesta, en materias primas y desgaste de maquinaria, dos
    marcos y se vende a dos y medio. En igualdad de
    circunstancias con nuestro ejemplo anterior, el capitalista
    pagará al, obrero 25 pfennigs por pieza. Las doce piezas
    arrojan total de tres mar cos, para ganar los cuales el obrero
    tiene que trabajar doce horas. El capitalista obtiene por las
    doce piezas treinta marcos; descontando veinticuatro marcos para
    materias primas y desgaste, quedan seis marcos, de los que
    entrega tres al obrero, como salario y se embolsa los tres
    restantes. Exactamente lo mismo que arriba. También
    aquí trabaja el obrero seis horas para sí, es
    decir, para reponer su salario (media hora de cada una de las
    doce) y seis horas para el capitalista.

    La dificultad contra la que se
    estrellaban los mejores economistas, cuando partían del
    valor del «trabajo», desaparece tan pronto como, en
    vez de esto, partimos del valor de la «fuerza de
    trabajo». La fuerza de trabajo es, en nuestra actual
    sociedad capitalista, una mercancía; una mercancía
    como otra cualquiera, y sin embargo muy peculiar. Esta
    mercancía tiene, en efecto, la especial virtud de ser una
    fuerza creadora de valor, una fuente de valor, y, si se la sabe
    emplear, de mayor valor que el que en sí misma posee. Con
    el estado actual de la producción, la fuerza humana de
    trabajo no sólo produce en un día más valor
    del que ella misma encierra y cuesta, sino que, con cada nuevo
    descubrimiento científico, con cada nuevo invento
    técnico, crece este remanente de su producción
    diaria sobre su coste diario, reduciéndose, por tanto,
    aquella parte de la jornada de trabajo en que el obrero produce
    el equivalente de su jornal, y alargándose, por otro lado,
    la parte de la jornada de trabajo en que tiene que regalar su
    trabajo al capitalista sin que éste le pague
    nada.

    Tal es el régimen
    económico sobre el que descansa toda la sociedad actual:
    la clase obrera es la que produce todos los valores, pues el
    valor no es más que un término para expresar el
    trabajo, el término con que en nuestra actual sociedad
    capitalista se de signa la cantidad de trabajo socialmente
    necesario encerrado en una determinada mercancía. Pero
    estos valores producidos por los obreros, no les pertenecen a
    ellos. Pertenecen a los propietarios de las materias primas de
    las máquinas y herramientas y de los recursos
    anticipados que permiten a estos propietarios comprar la fuerza
    de trabajo de la clase obrera. Por tanto, de toda masa de
    productos
    creados por ella, la clase obrera sólo recobra para
    sí una parte. Y como acabamos de ver, la otra parte, la
    que retiene para sí la clase capitalista, viéndose
    a lo sumo obligada a compartirla con la clase de los
    terratenientes, se acrecienta con cada nuevo invento y cada nuevo
    descubrimiento, mientras que la parte correspondiente a la clase
    obrera (calculándola por persona), sólo aumenta muy
    lentamente y en proporciones insignificantes, cuando no se
    estanca o incluso disminuye, como acontece en algunas
    circunstancias.

    Pero estos descubrimientos e
    invenciones, que se desplazan rápidamente unos a otros,
    este rendimiento del trabajo humano que va creciendo día
    tras día en proporciones antes insospechadas, acaban por
    crear un conflicto, en
    el que forzosamente tiene que perecer la actual economía
    capitalista. De un lado, riquezas inmensas y una plétora
    de productos que rebasan la capacidad de consumo del comprador.
    Del otro, la gran masa de la sociedad proletarizada, convertida
    en una masa de obreros asalariados, e incapacitada con ello para
    adquirir aquella plétora de, productos. La división
    de la sociedad en una reducida clase fabulosamente rica y una
    enorme clase de asalariados que no poseen nada, hace que esta
    sociedad se asfixie en su propia abundancia, mientras la gran
    mayoría de sus individuos están apenas
    garantizados, o no lo están en absoluto, contra la
    más extrema penuria. Con cada día que pasa, este
    estado de cosas va haciéndose más absurdo y
    más innecesario. Debe eliminarse, y puede eliminarse. Es
    posible un nuevo orden social en el que desaparecerán las
    actuales diferencias de clase y en el que tal vez después
    de un breve período de transición,
    acompañado de ciertas privaciones, pero en todo caso muy
    provechoso moralmente, mediante el aprovechamiento y el desarrollo con
    arreglo a un plan de las
    inmensas fuerzas productivas ya existentes de todos los
    individuos de la sociedad e imponiendo el deber general de
    trabajar, se dispondrá por igual para todos, en
    proporciones cada vez mayores, de los medios necesarios para
    vivir, para disfrutar de la vida y para educar y ejercer todas
    las facultades físicas y espirituales. Que los obreros van
    estando cada vez más resueltos a conquistar, luchando,
    este nuevo orden social, lo patentizarán en ambos lados
    del Océano, el día de mañana, 1° de
    mayo, y el domingo, 3 de mayo.

    Federico Engels

    Londres, 30 de abril de 1891 Se
    publica de acuerdo con la Escrito por F. Engels para la
    edición en folleto aparte de la obra de C. Marx Trabajo
    asalariado y capital, que se publicó en Berlín en
    1891.

    Se publica de acuerdo con la
    edición de 1891. Traducido del alemán.

     

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