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Los intelectuales. Entre el mito y el mercado (página 2)




Enviado por cschulmaister



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I TRABAJADORES INTELECTUALES
E "INTELECTUALES"

Puesto que la inteligencia
es una facultad común a todos los seres humanos, todos
somos intelectuales lato sensu, independientemente de los
frutos y modalidades de ejercicio de aquella. Así, el
campesino que
ara la tierra
utiliza su inteligencia, lo mismo hace el mecánico que
arregla un auto, el maestro que enseña a sus alumnos, el
contador que lleva la contabilidad
de sus clientes o el
ingeniero que diseña y ejecuta una compleja
maquinaria.

A esta clasificación de intelectuales en sentido
amplio se les contrapone la de intelectuales stricto
sensu
. A su vez, ésta se puede dividir en
trabajadores intelectuales e intelectuales a
secas.

Trabajadores intelectuales son aquellas personas que
trabajan en forma habitual y profesional con ideas de mayor o
menor complejidad, por ej. el empleado de oficina o el
bancario, el contador, el ingeniero, el abogado, etc, los cuales
utilizan un pensamiento
aplicado a cuestiones prácticas de variada
complejidad.

En cambio, se
considera como intelectuales a secas, actualmente, a
aquellos que además de un trabajo
intelectual o racional habitual, ponen en ejercicio un compromiso
axiológico que excede largamente la lógica
del saber y el saber hacer, pues atiende a los fines
últimos del ejercicio social del pensamiento desde
parámetros de ética
política y
social.

En este sentido, mientras que la Facultad de Ciencias
Exactas, Físicas y Naturales está llena de
trabajadores intelectuales altamente especializados
(también llamados simplemente intelectuales), por lo
general dedicados a la investigación y la enseñanza, cuando se piensa en "los
intelectuales" sin aditamentos se alude a aquellos que ponen en
circulación abierta cierta clase de ideas
que pueden llegar mucho más allá de sus
ámbitos inmediatos y específicos de demanda y
consumo.

Existen escritores de ficción provenientes del
campo de las ciencias duras con reputación de
intelectuales en el último sentido apuntado; es decir, no
en base a sus amplios conocimientos sobre física, astronomía o paleobotánica, por
ejemplo, sino por el resto de su pensamiento y su obra que no se
dirigen a consumidores especializados (ya sean individuales,
institucionales o corporativos) sino a todo el mundo; por ejemplo
cuando con fuerte determinación se ponen al frente de
causas humanitarias y difunden un cuerpo de ideas con fuerte
anclaje en el plano ético.

De todos modos, llamar intelectuales, restrictivamente,
a las personas que han sido culturizadas a través de actos
de lectura y
escritura es
un error, tanto como lo es, por demagógico, considerar que
"los intelectuales" no se diferencian en nada de ningún
otro ser humano porque todos utilizan el intelecto; argumento
muchas veces utilizado para oponerse a intelectuales opositores
minimizando su rol o condenando su desempeño en una típica
operación fascista.

En consecuencia, aquí escribo acerca de quienes
se dedican a reflexionar en forma habitual sobre la
relación entre lo que existe y cómo existe
–especialmente en lo atinente a la condición
humana-, y con lo que consideran que debería ser en
relación con determinados planteos
teleológicos.

Por lo tanto, la frase "los intelectuales" alude a un
tipo de actor social cuya identidad, aun
siendo brumosa y compleja para las percepciones mayoritarias, se
vincula a las cuestiones sociales y políticas
de una sociedad
localizada o de toda la humanidad. Pertenecer a esta
categoría de intelectuales supone poseer un patrimonio
personal de
ideas connotadas y de cierta originalidad, y un ejercicio
habitual de pensamiento especulativo, profundo y crítico,
alineado al conocimiento y
beneficio de toda la humanidad, y no ya al servicio de
cientistas, expertos o técnicos particulares.

De modo que, por ejemplo, un profesor de
historia
podría ser un trabajador intelectual pero no
necesariamente será tenido por un intelectual, pues
podría ser que su obra no hubiera sido comunicada
todavía ni por escrito ni oralmente; o porque no poseyera
un capital
intelectual propio y singular a transmitir; o bien porque, aun
teniéndolo, quizá no sea percibido o comprendido
como tal por otras personas, o, sobre todo, porque aun siendo muy
amplio y sólido no guarda relación con los problemas y
los desafíos de la humanidad.

Generalmente, los intelectuales de este tipo son
mencionados como sector o categoría social vinculada con
ámbitos académicos, políticos o
massmediáticos, aludiendo al ejercicio de su función
social como productores de bienes
simbólicos ideológico-políticos con ciertos
sentidos que trascienden la importancia del objeto formal de sus
estudios, investigaciones u
obras.

REPRESENTACIONES Y
ESTEREOTIPOS

ACERCA DE LOS
INTELECTUALES

Las representaciones más frecuentes acerca de
estos intelectuales, por parte de los sectores sociales medios y de la
clase baja o trabajadora, que integran el concepto relativo
de mayorías sociales, aluden a los pensadores,
los genios
o los sabios de la tribu; tipos que piensan
mucho
, incluso demasiado según algunos; tipos
teóricos
desencontrados con la realidad de la vida
cotidiana que se ocupan de pensar en cosas que a la
mayoría de las personas no les interesan.

La mayoría de la gente sólo retiene de
ellos -en rigor, de algunos intelectuales- sus rostros y
apellidos, predominando los de aquellos con alta exposición
en los Mass Media. Agréguese un tanto menos la
referencia al sector artístico o académico en el
que se desenvuelven (literatura, poesía,
y un poco menos si se trata de filosofía, sociología o politología, etc) y a
medida que se asciende en la escala social
podrán aparecer más referencias fragmentarias y
superficiales a su trayectoria pública o a sus
adscripciones político ideológicas.

Todo ello con el telón de fondo de la
iconografía occidental sobre la vida de escritores, poetas
y artistas de otros tiempos, difundidos sobre todo por el
romanticismo
decimonónico a través de la novela, luego
por el cine y por los
productos de
la novísima cultura
audiovisual en la que son socializadas millones de personas que
difícilmente superarán los magros resultados de tal
forma de apropiación cognitiva.

Por consiguiente, lo que de aquellos no se conoce con
amplitud ni profundidad es precisamente lo principal, es decir,
su pensamiento y su obra.

En ocasiones, algunos intelectuales son tenidos por
filósofos aun contando con formaciones
académicas dispares y desarrollos profesionales no
convencionales, intuyendo aquella caracterización como un
plus adicional de originalidad y profundidad de conocimientos;
algo así como un grado superior de cualificación o
de "sabiduría" y no como un quantum de
saber.

También se suele considerar a ciertos poetas como
"intelectuales" aun sin haberlos leído,
suponiéndolos unos seres atormentados a fuer de quejarse y
gritar su incomodidad a los cuatro vientos, y que por su presunta
versación en el dolor son capaces de aliviar los infinitos
sufrimientos ajenos.

Un poeta atormentado se compone con un estereotipo
romántico, propio de otros tiempos: lo imaginamos triste,
sin poder
sonreír por causa de un infinito estertor; con un rostro
demasiado serio, indicio de una probable y rica vida interior.
A contrario sensu, una cara sonriente o un cuerpo con
grosero abdomen delatarán inevitablemente la presencia de
un espíritu tosco, materialista y sensual, con endebles
lazos con el corazón y
el cerebro.

Los estereotipos habituales los pintan como
imposibilitados de trabajar en nada al ocuparse únicamente
de pensar silenciosamente y sentados con la mirada perdida, en
estado de
contemplación, esperando desentrañar los misterios
de la existencia para luego expresarlos con las palabras
cambiadas. Mientras tanto pasan hambre, no tienen casa propia,
han fracasado sentimentalmente, son tremendamente vulnerables por
causa de su exacerbada sensibilidad, son muy profundos, muy
buenos, nobles, solidarios; etc.

Se los presiente como "intelectuales" al creer que sus
poesías
-y más aún sus palabras cotidianas- se hallan
encriptadas en códigos herméticos relacionados con
la condición humana en general; supuesta razón por
la que todos deberíamos tener hacia ellos una actitud de
admiración debido a lo que supuestamente tienen para
decirnos y que ellos se guardan en el corazón y la
conciencia
entre una creación y otra.

Esta actitud cuasi reverente es similar a la que algunas
personas tienen con los sacerdotes o los pastores de sus
respectivas religiones, si bien
últimamente en menor grado por motivos de público
conocimiento.

Estos estereotipos, anacrónicos por lo menos,
constituyen una tonta generalización sobre la base de
viejos mitos,
además de constituir en ocasiones una forma corriente de
estúpido resentimiento, cuando no de envidia, que lleva a
creer que el poeta que ha fracasado, o peor aun, aquel que es un
marginal adicto al vino, o a la bebida blanca, es fatalmente un
genio incomprendido; alguien que si aun no ha sido reconocido lo
será sin duda después de muerto, mientras que otro
que haya triunfado y viva rodeado de halagos y gratificaciones
seguramente es un fraude como
poeta.

Pasemos al escritor o al novelista. ¿Tiene
siempre, fatalmente, algo para transmitir más profundo o
conmovedor que sus obras? Puede que sí, pero
también puede que no. En todo caso, se le deberían
atribuir capacidades y talentos en función de su actividad
probada que es la escritura de ficción. Sin embargo, esos
atributos no necesariamente facultan para desenvolverse en otros
campos, cosa que pareciera que desconocen los periodistas que los
entrevistan y les piden una definición célebre
acerca de cualquier pavada.

¡Y de los filósofos ni hablemos! ¡Con sus
obligadas barbas negligé y sus calvas resignadas,
sus ropas viejas, raídas y con agujeros de polillas, con
los cuellos y los puños de las camisas llenos de grasa,
con sus cuerpos macilentos y desvencijados por comer un
día sí y otro no, apenas mirando sin poder ver a
través de sus viejos anteojos de carey con lentes
desactualizadas…!

Puesto de ese modo, ¡qué duda cabe que la
profundidad y la verdad han de ser hijas de la austeridad y
la pobreza, y
que un intelectual opulento es inevitablemente un estafador y un
enemigo del pueblo!

Si en el pasado se dijo que la poesía es hija
del dolor
, los poetas que buscan empaparse de porciones de
sensibilidad y de gloria de los consagrados, o por lo menos de
los más mentados, huirán de la sonrisa, del buen
apetito y de los placeres porque para ellos el look debido
es el del filántropo disfrazado de
misántropo.

En definitiva, si bien una visión tradicional y
de sentido común percibe al intelectual como a un
hombre de letras, es decir, como un productor o creador,
sea escritor o poeta, filósofo, historiador,
sociólogo, etc, la función y la condición de
intelectual evidentemente implica algo más, ya que nadie
toma por "intelectuales" –pese a que puedan serlo- a poetas
y cuentistas que escriben sobre temas infantiles, ni tampoco a
los grandes físicos que especulan sobre el origen del
cosmos. Y tampoco el rol de intelectual en este sentido especial
se limita a la esfera de la producción escrita.

Entonces, ¿qué implica ser un intelectual
de este tipo? ¿Cuándo alguien pasa a ser un
intelectual "intelectual"?

LA IMPRECISA NOCIÓN DE
INTELECTUAL

El común de la gente se expresa habitualmente
sobre todas las cosas de la vida y toma posiciones con respecto a
ellas. Discute apasionadamente sobre los problemas de la educación, la
economía,
la política, o sobre la misión de
los maestros, los políticos y el gobierno,
quejándose, reclamando y tomando medidas de acción
pues esos temas forman parte de sus preocupaciones
inmediatas.

Ciertamente, el tipo de conocimiento corriente de los
problemas generales de la sociedad suele ser bastante simple y
reactivo. No obstante, existe un generalizado convencimiento
respecto a que por más complejos que aquellos puedan ser,
todos pueden ser traducidos y resueltos a la escala del hombre de la
calle.

Por un lado se reconoce la existencia de especialistas
entrenados en la explicación de los grandes temas
sociales, y simultáneamente no sólo no se teme
involucrarse en la discusión de los mismos sin ser
especialistas sino que, además, se reclama el derecho a
hacerlo y a ser escuchados por los demás, y especialmente
por los gobernantes.

Con todo, la función de los intelectuales en la
sociedad no es suficientemente registrada por la gente, y ni
siquiera es un tema espinoso. Por lo general son poco conocidos,
y si alguno se distingue del resto suele ser porque se ha vuelto
famoso, dándose por descontado que se debe a su gran
inteligencia.

Qué habrá sido lo que escribieron o
manifestaron, o por qué, supuestamente, son importantes
sus ideas, es algo en general desconocido o, por lo menos
superficial e incompletamente conocido a niveles
masivos.

La mayoría, sin embargo, admite que es bueno que
el país tenga esa clase de recursos
humanos. Otros, más jugados en su valorización,
consideran que algunos de ellos hasta integran el patrimonio
cultural de la nación,
en tanto que otros ponen el grito en el cielo por semejante
dislate.

¿Será acaso que la ignorancia de lo que
hacen y representan los intelectuales se debe a la
intuición popular de que las cosas en las que
presuntamente se ocupan revisten mayores dificultades de
comprensión que las de otros temas cotidianos?

En general, para la gran mayoría de las personas
estos intelectuales no son considerados protagonistas o actores
principales de la vida social pues no son vistos como referentes
necesarios, y mucho menos imprescindibles para el curso de sus
propias vidas. De ahí el desconocimiento ya
referido.

Pero uno bien podría preguntarse si no se los
necesita, supuestamente, o no se los requiere porque no se conoce
casi nada sobre lo que hacen, o si en realidad sucede
precisamente a la inversa: porque se los conoce (de alguna
manera) no se los requiere.

No obstante, suponiendo que en principio tal
desconocimiento masivo acerca de los intelectuales se deba a la
creencia de que las mayorías sociales no necesitan nada de
ellos, o casi nada, o muy poco, o bien que aquellos no tienen
nada que aportarles, podría pensarse, sin embargo, que tal
cual sucede con otros temas la gente podría estar aunque
sea ligeramente informada acerca de ellos, independientemente de
cuánto influyan concretamente en sus vidas.

Pero eso no se verifica en los hechos: no se leen
libros en
cantidad suficiente en un país de casi cuarenta millones
de personas ni se miran suficientes programas de
televisión
relacionados con intelectuales conocidos. En principio, ello
demuestra la existencia de carencias culturales generalizadas. Lo
cierto es que la oferta de
información sobre temas y personas del
campo intelectual es muy reducida, tanto como la demanda
correspondiente.

La presencia y la existencia misma de los intelectuales
habitualmente pasa desapercibida en ciertos lugares y niveles
sociales, de modo que las percepciones a nivel popular de lo que
ellos hacen o representan suelen ser como mínimo
inconsistentes. Tampoco existe una visión claramente
predominante. En ciertos niveles sociales sólo se dispone
de una caricatura del intelectual, basada en la
exageración de sus tics, en el snobismo de sus
comportamientos, en sus olvidos, en sus distracciones, en cierta
estética de moda, en sus
gesticulaciones, etc.

Una primera coincidencia, superficial por cierto, tiene
en cuenta el carácter de personas dedicadas a pensar y
escribir sobre asuntos serios, importantes, profundos; en suma, a
trabajar con el pensamiento, bajo el supuesto de que son mucho
más inteligentes que la mayoría de las personas. De
ahí en más, se agrega el reconocimiento de los
insumos con los que operan: los libros, las ideas de otros, la
información, las ciencias (especialmente las ciencias
sociales y la filosofía), etc., y que su tarea
desemboca en transmitir a otros sus ideas para inducirlos a
pensar en el sentido que ellos proponen.

También se toma en cuenta que los intelectuales
no mandan ni gobiernan, salvo que sean gobernantes intelectuales
-que los hay y abundan- por más que en tales funciones tiendan
a privilegiar la lógica política y no la
lógica propia de la actividad intelectual, cosa en general
ignorada por quienes no son intelectuales.

En principio se califica de intelectuales
progresistas
a aquellos que se ocupan de los contenidos de la
agenda social del humanismo
actual y se preocupan con los problemas de la sociedad y del
mundo en relación con valores y
causas como la justicia
social, la solidaridad y la
lucha contra las desigualdades, la oposición a las
variadas formas de opresión, la emancipación de las
mujeres, el rechazo del racismo y de la
xenofobia, la
defensa de la laicidad, la denuncia de la arbitrariedad, la
diversidad, la multiculturalidad, la interculturalidad, el
desarrollo,
etc.

Pero se utiliza el popular progres, con sentido
descalificatorio y paródico, para referirse a aquellos
intelectuales ocupados más en la exteriorización
formal, para su visualización por terceros, de los tics y
lugares comunes de la intelectualidad de izquierda antes que en
la asunción sustantiva de las funciones y misiones
supuestamente correspondientes a su rol.

Y a aquellos intelectuales que frecuentan las
preocupaciones de los progresistas, u otras, desde posiciones
antisistema, contraculturales, contrahegemónicas,
socialistas o marxistas, se los considera y designa
corrientemente como intelectuales de izquierda, en tanto
que los que no sostienen dicha agenda ni esos posicionamientos
ideológicos sino que con mayor o menor énfasis se
dedican a defender al sistema
capitalista se los tiene como intelectuales de derecha o
del Poder.

En principio, se da por supuesto que los progresistas y
los izquierdistas tienen un fuerte basamento ético; en
tanto que los de derecha son intuidos como sosteniendo la
obediencia debida al Poder opresor. Los primeros, en
consecuencia, son considerados como intelectuales libres y los
derechistas como empleados del Poder capitalista. Los primeros
poseerían una adhesión voluntaria y no mercantil a
sus planteos ideológicos y a sus luchas, en tanto los
segundos se vincularían mercenariamente a sus mandantes
directos que integran el campo del Poder, y éstos los
recompensarían con holgura de muchas maneras
gratificantes.

A esta altura, cabe preguntarse si el de los
intelectuales es un estado o una esencia psicológica,
espiritual o moral en tanto
que personas; o una característica particular que
convierte a cierto tipo de proposiciones en "intelectuales"; o
bien que cierta clase específica de éstas
convierten a alguien en intelectual.

Yo opto por esta última posibilidad, tomando por
intelectuales a los productores ideológico-culturales que
tienen un elevado sentido crítico, moral y creativo, cuyos
productos se relacionan con la humanidad aun cuando no todos
perciban tales relaciones.

Pongo el acento en el contenido de sus producciones, en
una clase de discursos o
proposiciones referidos a la condición humana en sus
múltiples aspectos que encierran sentidos que los
trascienden y se encaminan al bien común, en lugar de
considerarlos una clase especial de hombre o de mujer poseedores
de cierta esencia inefable que los distinga a nivel
personal

Sin embargo, en los hechos se tiende a pensar en los
intelectuales como personas antes que en sus propuestas; y a
menudo sólo en eso, del mismo modo que sucede con los
artisitas. Por eso, cuando la gente compra libros u otras obras
creativas, más que pagar por ideas y significados paga por
poseer un trozo de vida de sus autores.

II

¿QUÉ DICEN, QUIÉNES LO DICEN,
CÓMO LO DICEN Y DÓNDE LO DICEN?

En parte debido a ese generalizado y superficial
conocimiento acerca de lo que hace y lo que representa
socialmente este tipo de intelectuales, oscilan entre la
desvalorización, la indiferencia o el olvido por parte de
la sociedad, ligada superficialmente al recuerdo de sus rostros y
sus nombres y muy escasamente a su pensamiento.

Si bien las vanguardias intelectuales no suelen ser
reconocidas con facilidad y rapidez en sus momentos inaugurales,
pasado cierto tiempo suelen
ser objeto de gran estimación por la importancia atribuida
a su pensamiento o a sus intenciones, al punto de poder llegar a
constituirse en la base de nuevos movimientos de ideas o de
acción.

En consecuencia, expresarse, expedirse, pronunciarse, no
constituyen simples recursos de la
necesidad de comunicarse sino también un conjunto de
actitudes y
gestos que transmiten más mensajes que los que se pueden
albergar en una producción escrita y en las
representaciones que construyan sus lectores.

Esta clase de intelectuales es la de los que dicen,
quieren decir, y siempre tienen más que decir que lo que
han dicho en sus libros.

Son los que además de expresarse por medio de sus
libros lo hacen a través del manifiesto, la carta
pública o abierta, la entrevista,
la polémica, un comportamiento
escandaloso, y por qué no por medio de un acto de
transgresión con suficiente difusión
mediática, capaz de atribuir a su realizador la
prestigiosa condición de enfant terrible, estilo
más propio de otras épocas, como los sesentas y
setentas en otras latitudes aunque también entre nosotros,
y que hoy ya no resulta efectivo en consonancia con la creciente
inmunización colectiva contra la sorpresa.

Es típico de los intelectuales polemizar entre
si. En Europa y América, lo mismo que en Argentina, hemos
conocido en otros tiempos brillantes y largas polémicas
entre intelectuales de alto nivel con ideologías
diferentes, lo cual las tornaba muy interesantes y atrapantes en
los estrechos círculos intelectuales
contemporáneos. Y hasta el día de hoy es de buen
tono intelectual conocerlas y ser didácticos para
explicarlas, pero como eso hoy también está al
alcance de un buen estudiante no alcanza para obtener
status de intelectual, lo mismo que establecer relaciones
filogenéticas entre polémicas actuales, reales o
potenciales, y las del pasado.

Hoy la polémica ha regresado sobre bases muy
distintas, como monólogos contrapuestos de
acción y reacción que se van
ampliando a nuevos polemistas cuyo verdadero interés no
es discutir en el sentido orteguiano, sino tan sólo que se
registre su presencia en la asamblea virtual (si es por Internet mejor), y sin
pretensiones de un resultado final.

Las razones las provee la
globalización fragmentada y sus efectos en los propios
intelectuales respecto a su confianza en la eficacia o
ineficacia de su propia metralla ante objetivos
enemigos totalmente distintos a los que estaban acostumbrados a
enfrentar. Pero también el hecho de que antes
tenían escapatorias, en cambio hoy están
condenados a vivir en la contradicción de permanecer en el
mercado o dejar
de existir como intelectuales. Y como cualquier humano, los
intelectuales, posmodernos o no, también quieren
existir.

De lo que se trata entonces es de estar en el
mercado
. Y éste tendrá la última palabra
respecto a la proporción de ser y estar que a cada
uno de ellos le toque en suerte. Quiero decir que si uno
está en el mercado y produce mercancías y las
vende, uno es un mercader aunque no sea eso solo. Bueno, los
intelectuales también lo son.

Por tanto, cada vez más es el mercado el que
define la oportunidad, los contenidos y la orientación del
discurso de la
mayoría de ellos, y la riqueza y profundidad de la
percepción y comprensión de quienes
los hagan suyos. La polémica siempre vende, da ganancias
económicas a los polemistas y fundamentalmente -pero en
mayor medida que a ellos- a las industrias
culturales. En suma, es el mercado quien puede despejar los
caminos de estos intelectuales o llenárselos de
obstáculos.

La experiencia indica la conveniencia para los
intelectuales de eludir dar definiciones o dictámenes
tajantes como si se tratara de trampas colocadas por el enemigo,
comenzando por establecer que se trata de…, o que a
un intelectual quieren ponerlo frente
a¡una falsa opción! Para nada
importa que también esta afirmación pueda ser
falsa. Eso es otro problema. ¡Total, ya se sabe que
establecer la verdad sobre algo es muy difícil! Pero esta
actitud, llevada al grado de extrema indefinición,
está a la orden del día.

A diferencia de un pasado relativamente cercano y lejano
a la vez, hoy ya no rinde buenos frutos al oficio de intelectual
rápido de reflejos el optar por uno u otro término
de una contradicción teórica o política en
una discusión o una opción concreta, toda vez que
el punto de observación de la realidad se ha vuelto
crecientemente móvil para todos, pero especialmente para
ellos.

En general, los intelectuales se definen y definen
ciertos temas y puntos solamente cuando éstos les ofrecen
una relativa seguridad, pero
respecto de otros los circundan sin penetrar en ellos por varias
razones: por ej., porque aún no es el momento adecuado
para su abordaje, o porque temen una represión real o
simbólica, o porque son definiciones de retaguardia frente
a la corporación intelectual, o porque corren riesgos de ser
desplazados a los confines de la popularidad y del
mercado.

Esto último es lo más frecuente, por eso
ya casi no polemizan personalmente, a lo sumo lo hacen desde
ciertos lugares. Podrán odiarse e insultarse pero
no debaten a fondo, o lo hacen apenas. Prefieren
cartelizar su mercado de influencias efectuando menciones
y citas de colegas a la espera de reciprocidad, en lugar de
eliminarse mutuamente aun en los casos en que se odian, para no
perder la identidad cobrada por cada uno en torno al otro.
Siempre un enemigo de fuste realza la propia autoestima.

En consecuencia, sus discursos suelen ser
monólogos en los que la referencia a los otros es un
soporte para la construcción del edificio retórico
de los productos que comercializan en el mercado. Con todo, lo
más criticable no es eso sino la paradoja de que sean
ellos quienes pregonen con tanta insistencia la necesidad y las
bondades del diálogo en
la vida social.

Habitualmente podemos hallar dos tipos distintos de
discursos entre ellos. Uno, un discurso con mayor complejidad y
tal vez profundidad; y otro más sencillo, deliberadamente
buscado con propósitos didácticos y por qué
no, como facilitador de ventas.

En los tiempos que corren existe una amplia
preocupación en muchos intelectuales por aparecer claros
en sus expresiones para llegar al mayor número posible de
personas a convencer, especialmente cuando ellos se hallan
trepando la ladera de la montaña.

Constantemente los intelectuales escriben libros acerca
de las ideas de otros intelectuales destacando su importancia,
sus logros, sus peripecias y su fuerza, o
lamentando el desconocimiento masivo de su obra o de su
influencia, o la destrucción u ocultamiento de la misma, o
su olvido, o su no reconocimiento, etc.

Pero también escriben libros en los que se
critican elípticamente las más de las veces.
Señal de que sobre un tema, como sobre cualquiera, existen
como mínimos dos puntos de vista posibles, por lo general
antitéticos. En este caso, a favor o en contra de su
tarea, y del sentido y consecuencias de su rol y de su
obra.

Esta última característica de la
producción escrita sobrepasa holgadamente a la primera,
con lo cual los disensos se vuelven omnipresentes. Y si las
mutuas críticas no sobrepasan cierto nivel de urbanidad
para convertirse en sicalípticas es porque deliberadamente
las reprimen.

Al margen de esta realidad, los intelectuales han tomado
buena parte en la tarea de difundir una determinada
percepción social acerca de si mismos, centrada en un
perfil de hombres y mujeres que trabajan con el pensamiento
propio y ajeno para recrearlo especulativamente,
adscribiéndolo conscientemente a un compromiso
personal con la búsqueda de respuestas a los grandes
problemas de la sociedad y a la lucha contra los
obstáculos a la conquista creciente de nuestra plena
humanidad.

El siglo XX produjo intelectuales que coincidieron en
exaltar su rol como si fuera el de un gigante que puede mirar
más lejos que sus congéneres y anticipar el
más allá, y que al mismo tiempo se halla rodeado de
viles enanos que lo hostigan. Un pequeño gigante luchador
dispuesto a resistir hasta el fin de sus fuerzas los embates de
la sinrazón y la reacción.

Este concepto sintético acerca del intelectual
continúa vigente. Se refiere a quien además de
conocer, y conocer y leer entre líneas o debajo del
agua, puede
pensar el futuro, y que además tiene un compromiso social
que lo convierte en una referencia para otros pues ilumina y a la
vez puede ser avistado desde lejos.

Siendo que los sectores sociales más numerosos
apenas sí tienen una aproximación al significado
primario de "los intelectuales", y si los pocos que hablan y
escriben sobre los intelectuales en el sentido en que nos estamos
refiriendo son generalmente otros intelectuales, y si sus
conversaciones y sus escritos no sobrepasan sus propios
ámbitos de resonancia, imaginemos cuanto menos conocida
sea la cuestión de que esos humanos presuntamente
constituyen un problema en si mismos, o que tienen un problema
("el problema de los intelectuales"), y menos aún que
presuntamente son traidores ("la traición de los
intelectuales"), o que se callaron la boca ("el silencio de los
intelectuales"), o que son unos miserables ("la miseria de los
intelectuales"), o que están agotados ("el cansancio de
los intelectuales"), o que están en crisis ("la
crisis de los intelectuales"), o en quiebra ("la
bancarrota de los intelectuales"), por hacer referencia a unos
tópicos clásicos del tema que parecen haber sido
primeramente títulos provocadores en torno a los cuales se
realizaron o podrían realizarse elucubraciones
posteriores. Por cierto, en todo momento los lectores
podrían proponer otros más actualizados o
representativos.

A estos hipotéticos debates de los intelectuales
los sectores mayoritarios no los registran. Dado su
carácter de discusiones restringidas resultan en si mismas
un preciosismo cultural, en tanto que como objeto de consumo
social son objetos muy caros, podría decirse de lujo, de
consumo exclusivo y excluyente, de catálogo, y en ciertos
reductos intelectuales un consumo "de culto".

¿Dónde se producen estos "debates" hoy?
¿Por dónde circulan? Obviamente, no en las calles;
no recorren los bares, ni los estadios deportivos, ni los
programas radiales ni televisivos, salvo en casos muy
excepcionales. En principio, están acotados a ciertas
universidades, facultades, institutos, ateneos, etc,
públicos y privados, aunque es posible hallarlos
dosificadamente en algún suplemento cultural de unos
diarios muy "cultos", siempre en determinados días de la
semana, cuando el lector de dichos medios se pone al día
en su relación filosófica con el mundo y revisa su
agenda de pre- ocupaciones existenciales para la semana que
viene. Y también, sistemáticamente, en revistas
para consumo exclusivo de intelectuales.

Lo dicho hasta acá para marcar el nivel social de
instalación de esos supuestos debates intelectuales no
implica adoptar la posición de reconocer como valioso y
significativo únicamente a aquello que hacen y quieren las
masas o "los colectivos sociales". Tampoco significa no reconocer
o no admitir la distinta complejidad de las cuestiones sociales
en sentido amplio, o considerar que el
conocimiento siempre es posible, ni tampoco que siempre sea
imposible.

De todos modos, la complejidad propia de cada campo del
conocimiento ha determinado la aparición de los
expertos, los especialistas, los
intermediarios, que surgieron para facilitar y canalizar
los procesos de
acceso al saber por parte de otros hombres que no podían,
no sabían, no querían, o a quienes no se les
permitía conocer ciertas cosas, según fuere cada
caso.

Hay especialistas y especialidades necesarios y valiosos
como resultado de los progresos de la ciencia, y
en el futuro los habrá en mayor número sin duda,
señal de su importancia y su utilidad en la
vida.

Sin embargo, la gente no se comporta coherentemente en
sus relaciones con todos los especialistas. Los políticos
y los economistas, por ejemplo, pese a la desmesura de sus
especulaciones y acciones, en
general no reciben bastante respeto ni
confianza últimamente por sobradas razones, y muchas veces
se oye desde ámbitos populares que la macroeconomía no es un galimatías
sino que exige nada más y nada menos que las mismas
capacidades y recaudos que se necesitan para tener un buen manejo
de la economía familiar, tales como los que puede poseer
un ama de casa. Razón por la que hace unos pocos
años, ante muchos fracasos acumulados, los argentinos se
emanciparon durante un breve lapso (o por lo menos así
pareció) y les gritaron a la cara a los políticos
que se fueran todos.

Por cierto, ninguno se fue.

Pero… ¿qué habría sucedido
en aquellos momentos si la gente hubiera sabido que los
desaguisados de los políticos no obedecían
exclusivamente a sus agudizadas condiciones de perversión
sino también a los estímulos e inducciones de
ciertos intelectuales, de los cuales los economistas
también forman parte?

¿Qué significa lo anterior? Que en algunos
casos existe un entusiasmo febril por recuperar el ejercicio
individual y social de derechos soberanos delegados
por la sociedad a cierta clase de actores sociales como los
políticos, los abogados o los economistas, debido a que
los resultados de su accionar público e institucional no
convencen a la gente o directamente la han perjudicado, y sin
embargo esa misma gente que en ocasiones se ha rebelado no
actúa de la misma manera frente a otra clase de
intelectuales, o sea "los intelectuales", o más bien los
"ideólogos", aquellos que diseñaron los planes de
los ejecutores, o los codiseñaron, o los
pulieron.

Una vez más, ello demuestra que la interacción entre sociedad e intelectuales
de este tipo es insuficiente e ineficiente a niveles masivos, por
lo que cabría suponer que las muestras de
aceptación y de rechazo que habitualmente puedan recibir
no representan decisiones reflexivas del pueblo o de los sectores
mayoritarios, sino que están originadas más bien en
los ambientes culturales en los que tienen registros
interesados. De estos ambientes es de donde la gente suele
recibir versiones descafeinadas de múltiples asuntos por
parte de "los intelectuales".

III
¿QUÉ SE ESPERA DE LOS
INTELECTUALES?

De los intelectuales a secas que estoy considerando se
espera algo que va más allá de sus tareas
básicas profesionales basadas en sus carreras
académicas o artísticas, y que incluso para muchas
personas tiene mucho más valor que todo
el eventual relumbre que puedan alcanzar en
éstas.

Más que demandas explícitas son
expectativas sobre sus comportamientos como integrantes de
un sector o grupo de la
sociedad, equivalentes a las que algunos católicos tienen
sobre los sacerdotes respecto al cumplimiento estricto de sus
tres famosos votos.

Pero así como la violación de aquellos
votos ya no asusta a ningún cristiano y se da por sentado
que en algún momento de la vida de los sacerdotes aquella
tendrá lugar fatalmente, la gente que conoce algo acerca
de los intelectuales toma sus correspondientes expectativas cada
vez menos seriamente.

Claro, el grado de incidencia directa que sacerdotes,
pastores e intelectuales tienen en la vida cotidiana de la gente
es insignificante. Por eso mismo no se entiende que la gente no
deposite en los dirigentes políticos expectativas
equivalentes al grado de incidencia que éstos sí
tienen en su vida cotidiana, tremendamente mayor que la de los
intelectuales, los sacerdotes y los pastores, y siendo que
aquellos se hallan legal y moralmente obligados a representarlos
correctamente.

¿En qué consisten, pues, tales
expectativas acerca del comportamiento de los
intelectuales?

En líneas generales, en que estén
dispuestos a ofrecer a la sociedad un conjunto de actitudes y
respuestas
a las problemáticas del hombre en si y de
cada sociedad en particular. Esto que en principio suena muy
interesante es una construcción propia del siglo XX que ni
siquiera se halla extendida en todas las clases
sociales, sino únicamente en sus sectores
universitarios e instruidos de clase media para
arriba.

En materia de
actitudes se halla la presunción de verdad que ha de
encerrar la palabra de los intelectuales, y en cuanto a
expectativas la de que siempre digan la verdad y toda la verdad y
jamás se vendan a ningún precio.

Si cumplen lo que se espera de ellos se harán
acreedores al respeto general por sus talentos y su valía,
tanto por parte de quienes acuerden con sus ideas como de los que
opinen en forma diferente. No siendo así, esos
intelectuales no alcanzarán prestigio en el hit
parade
, o no sobrepasarán el que hayan alcanzado hasta
cierto momento, o directamente lo perderán y
comenzarán un cursus honorum descendente, si es que
antes no lograron atornillarse a alguna silla de funcionarios de
planta permanente en la que aguardarán sentados, con muy
bajo perfil, y fumando, la llegada de la jubilación, o tal
vez el retiro anticipado.

Otra expectativa, en realidad más bien escasa, es
que no prioricen sus obligaciones,
aspiraciones o anhelos particulares en desmedro de la honestidad
intelectual y científica que es dable esperar de su rol,
con ocasión de desarrollar su obra. Es decir, si las
certezas a las que arriben cumplimentando rigurosos patrones
epistémicos y marcos éticos han de resultar
lamentablemente, inquietantemente, o peligrosamente heterodoxas
para los intereses del partido, la corporación o el
empleador de que se tratare, lo mismo que para la sociedad, los
derechos de la verdad académica deberán primar
sobre los intereses afectados y deberán darse a
conocimiento público.

Tal proceder también los volverá
respetables ante sus pares y ante la gente. Además, los
riesgos que afronten para actuar con honor serán un buen
ejemplo para éstos y un estímulo a la
revalorización social de las conductas dignas de los
hombres. Es la docencia de
los ejemplos que vivifican los principios
implícitos en ellos.

No obstante, vale una aclaración. La anterior es
la percepción más generalizada acerca de lo que
debe ser el perfil de los intelectuales, pero tal poder popular
de derribar ídolos inmerecidamente erigidos no suele
verificarse muy seguido en los hechos.

Generalmente la aprobación social a una conducta como la
del ejemplo precedente no se produce automáticamente en
todos los casos, tal como debería ocurrir.

En ocasiones, la gente premia a los intelectuales que,
enfrentándose a un gobierno que no goza de la
simpatía de las mayorías populares, demuelen sus
iniciativas, sus planes, sus ideas, sus finalidades. Otras veces,
un paquete de ideas y acciones de un gobierno, que estrictamente
son erróneas, inconvenientes, impolíticas,
antipopulares y hasta antinacionales (en un abanico de
posibilidades crecientes) puede merecer entusiasta
aprobación social cuando son impulsadas por un gobierno
autoritario y demagógico de amplia base social, es decir,
populista. Por consiguiente, los intelectuales probos que
denuncien su verdadero carácter serán castigados
socialmente con una variada gama de acciones de repulsa popular y
oficial, que en ciertos momentos históricos les han
deparado penas crecientes, incluida la de muerte.

En este ejemplo, el rechazo de los intelectuales
honestos a los planes del Poder no sólo cuestiona a
éste, sino que indirectamente también está
interpelando a la sociedad en su conjunto cuando ésta no
se atreve a reaccionar con valentía o a procesar
debidamente sus consensos y disensos internos. En estos casos,
como las sociedades en
general no se autocritican lo suficiente sino que se justifican,
continúan cometiendo más y más novedosos
errores con tal de no admitir los viejos.

Las expectativas de la gente sobre los intelectuales
operan como una suerte de demandas informes, no
pronunciadas, en suspenso, pues en rigor pocas veces llegan a
instalarse como debates de la agenda pública, o
simplemente como parte de la opinión
pública.

Otra expectativa es la de la coherencia que se espera de
los intelectuales a lo largo de su vida, lo cual no
debería significar clausurar la posibilidad de criticarlos
ni de que ellos mismos como tales revisen sus propias ideas en
algún momento. Pero esto tampoco es habitual. La
autocrítica siempre es temida y hasta puede ser
caracterizada de debilidad pequeño burguesa.

Últimamente existe un doble
standard para enjuiciar a los políticos y a los
intelectuales. ¿Por qué mientras que a los primeros
se los insta desde diversos lugares a cambiar de posiciones y de
principios y se les festeja el abandono de los mismos o su
aggiornamento calificándolo de saludable, se
pretende que el intelectual "comprometido" a los 30 años
de edad deba morirse cuarenta años después
enarbolando las mismas banderas que antaño, en lugar de
reconocer el derecho al saludable ejercicio de pensar,
autocriticarse y corregir sus errores? A este último
proceder se lo reputa de coherente, e implica afirmar que el
intelectual morirá "con las botas puestas".

Esta rígida concepción de la coherencia
torna respetables ante la gente a los convencidos (a veces
testarudos y obcecados) de cualquier signo político,
filosófico o ideológico que asumen
públicamente sus posiciones y las mantienen con firmeza a
lo largo de los tiempos sin claudicar jamás pese a
cualquier adversidad, aun cuando dichas posiciones acaben
resultando claramente negativas u obsoletas en la
realidad.

Probablemente lo que concite simpatías en la
gente no sea tanto la supuesta coherencia señalada sino la
rareza de un espécimen semejante en los tiempos actuales,
cuando lo habitual y corriente es subir por la izquierda en la
juventud, sea
por la extrema izquierda o el centro izquierda, trepar a la
derecha liberal en la edad mediana permaneciendo allí en
la edad provecta, incluso pasando a la extrema derecha si fuere
propicia la oportunidad, como sucedió en nuestra historia
muchísimas veces con tantos personajes famosos.

Asimismo, si la historia da un inesperado brinco a la
izquierda, ¿por qué no mudarse con bártulos
y petates desde el centro izquierda hasta la extrema izquierda
con la Armada Brancaleone de viejos ex izquierdistas devenidos
testimoniales a los setenta años de edad?

Lo cierto es que cada mudanza sitúa y
reditúa como catedrático, funcionario
político electivo o designado, diplomático,
presidente o empresario
millonario, e incluso con varios de estos premios
juntos.

Lamentablemente, la gente no suele reparar en que los
locos morales y los tiranos también suelen sostener con
mucha coherencia y determinación sus nefastas ideas hasta
el fin de sus días. Por lo cual, de los intelectuales se
espera que su coherencia gire en torno a ideas lúcidas y
no a obcecaciones ni al Mal de Alzheimer Y
aquí entramos en la demanda de respuestas a los grandes
problemas del hombre, de la sociedad concreta y de la
humanidad.

¿Cuáles son las ideas lúcidas de
los intelectuales? ¿Desde qué puntos de vista se
determina la lucidez de sus ideas? ¿Quiénes lo
hacen? ¿Desde qué sectores sociales se legitiman
dichas ideas? Estas preguntas son cruciales para reconocer las
necesidades y proyectos de los
diversos sectores sociales y las respuestas, propuestas y
soluciones
reales o imaginarias más acomodadas a cada una de
ellas.

Cada época tiene temas centrales alrededor de los
cuales se desarrolla la historia política de una sociedad.
Tales fueron en distintas épocas la conquista de derechos
políticos y civiles, su ejercicio efectivo y universal, la
conquista de derechos laborales y sociales, el desarrollo de
igualdad de
oportunidades para todos, la justicia social, la lucha contra las
diversas formas de discriminación, la
industrialización, el ambientalismo, etc, etc.

Lo que define la centralidad de un tema en la agenda
pública, aun cuando ésta no coincida con la agenda
oficial, es el mayor o menor grado de importancia que se le
asigna socialmente en función de la mayor o menor
incidencia real que tenga en el curso de las vidas concretas de
los miembros de una sociedad.

Por cierto, la importancia de un asunto puede ser
superlativa sin que por ello logre instalarse en la agenda de los
gobiernos o los actores decisorios. El reconocimiento de los
problemas coyunturales depende del desarrollo de la conciencia
social acerca de los problemas estructurales que experimenta una
sociedad.

Cuanto más abarcativo sea un problema social, en
cuanto a la mayor o menor cantidad de actores cuyos intereses o
su calidad de
vida se puedan ver favorecidos o perjudicados por las ideas o
soluciones propuestas, más nos acercaremos a la
clarificación de su representatividad.

En la vida real una idea será tenida por
lúcida cuando involucre y beneficie a las mayorías
sociales sin perjudicar a ninguna minoría, siempre dando
por descontado el carácter democrático de ambas; o
bien, cuando -si beneficia a alguna minoría- no crea
privilegios a su favor y menos aún a costa o en perjuicio
de las mayorías. Obviamente, no me refiero a cualquier
idea que fácilmente se traduzca en una medida
administrativa corriente, sino a aquellas cuya
implementación constituyen logros sociales
importantísimos para el conjunto de la sociedad, y cuya
aceptación, instalación y verificación en la
práctica social suelen lograrse con muchos
esfuerzos.

En consecuencia, la legitimación o deslegitimación de
una idea y de una medida político administrativa
consiguiente correrá a cargo de los sectores sociales
involucrados en el concepto de mayorías sociales. Algo
inestable y difícil de establecer con precisión
porque las personas expresan imperfectamente su situación,
sus posiciones e intereses, sus deseos y sus opciones a
través de la actividad social con motivaciones cambiantes
a lo largo del tiempo, tanto en su condición de individuos
como de integrantes de grupos
diversos.

Las mayorías sociales no son una masa estática
de composición invariable, sino todo lo contrario. En el
2003, el candidato presidencial Kirchner obtuvo menos votos que
su oponente en primera vuelta, representando entonces la
minoría, pero ese mismo candidato para la eventual segunda
vuelta se había convertido en mayoría. Aun
así, este mayoritario apoyo popular se debió a
razones coyunturales determinadas por el generalizado rechazo al
Innombrable, quien diez años antes supo ser El
Deseado.

Por lo cual vale recordar una simpleza: que las
"mayorías populares" no se definen simplemente
"cuantitativamente" sino además cualitativamente. Y esto
también es relativo pues aquellas nunca son iguales a si
mismas, como lo demuestra el hecho de que los argentinos que
ahora rechazaban al Engendro eran los mismos que antes lo
habían elevado. Lo cual no implica un desmedro o un
reproche a su carácter voluble sino un registro de que
en todas partes lo popular, o lo que el pueblo
quiere
, y mejor aun lo que la sociedad anhela se revela
siempre cualitativamente por la negativa, es decir, asumiendo la
conciencia de lo que en principio se rechaza, de lo que no se
quiere más, de lo que lo cansa y lo harta, llámese
Alfonsín o Angeloz, o el mismo Innombrable y sus cuarenta
mil… funcionarios después.

A partir de tal reconocimiento se desprende
teóricamente la posibilidad de otra lucha en la que los
intelectuales tienen potencialmente un gran campo de
acción para la afirmación positiva de ese querer
confuso de la sociedad. Tarea mucho más difícil que
la anterior, ciertamente.

El criterio de las mayorías como representativas
y legitimadoras es el que estamos acostumbrados a usar sobre una
base cuantitativa. Pero este criterio hoy ya no es suficiente.
¿De qué razones depende, en definitiva, la
aceptación o el rechazo de una misma propuesta
política o ideológica en distintas circunstancias?
¿Qué razones explican que un programa
neoliberal con zonas oscuras y a cargo de una vanguardia
conquistadora extranjera con un vicario argentino al frente, con
previsibles y probadas evidencias de
constituir un robo organizado a gran escala en contra de la
Argentina pudo ser apoyado por "el pueblo" en las elecciones de
1995 y luego en las de 1999?

¿Acaso fue porque las mayorías populares
apoyaban conscientemente un programa neoliberal como el que
tenían a la mano? De haber sido así habría
significado un salto cualitativo en cuanto al hecho de que,
abstrayéndonos por un instante de consideraciones
cualitativas, un hipotético apoyo consciente a dicha
ideología habría implicado a las
mayorías sociales en la difícil tarea de pensar por
si misma, de abandonar su esencial condición propopulista.
Pero no fue así. Y precisamente por lo que resultó
después sin un apoyo ideológico consciente a nivel
popular, ¡menos mal que no fue así!, porque de
haberlo sido la catástrofe habría resultado
muchísimo peor. De todos modos, el modelo
neoliberal no se agotó ni entró en decadencia por
las supuestas luchas del pueblo sino por el exceso de
expoliación que tuvieron los miembros del
Poder.

Vale decir que la sociedad tiene gravísimas
responsabilidades en lo que ocurrió en nuestro
país. No es para nada inocente de los siniestros
resultados de esa década. La responsabilidad colectiva, además de la de
los Jinetes del Apocalipsis, es fruto de nuestra inveterada
delegación de la tarea y del deber de pensar las cosas de
la vida política y social por nosotros mismos.

El pueblo legitima pero la legitimación
popular, que a veces se inclina hacia la izquierda y otras veces
hacia la derecha, no necesariamente implica involucramiento real
o consciente del pueblo, participación consciente, estudio
de los problemas nacionales. La mayoría de las veces el
pueblo sólo aplaude y festeja lo que tras bambalinas le
soplan en la oreja. Y esas inducciones a legitimar o deslegitimar
cada nuevo ciclo político, o un nuevo proyecto, nacen o
son promovidas por los políticos alineados junto al Poder
y, ¡oh, casualidad!, por los intelectuales a su
servicio.

Por otra parte, si no es el número lo
verdaderamente importante, sino los contenidos ideológicos
y programáticos y la eventual conciencia política
de quienes integran el pueblo en cada circunstancia, esto tampoco
es ya una garantía. ¿Cómo los trabajadores
pudieron haber votado nuevamente al Innombrable en 1995,
después de haber conocido lo que era y lo que
representaba? Salvo que no se hubieran dado
cuenta…

Con lo cual se confirma que el gran decisor, no
en el sentido de sujeto consciente sino simplemente como el legal
fiel de la balanza, no es la presunta "conciencia popular", algo
muy brumoso en realidad, sino el número, la
cantidad o magnitud, por lo que representa como
potencia de
energías y voluntades agregadas.

Lo que existen son millones de conciencias más o
menos lúcidas, más o menos llenas de
contradicciones, más o menos llenas de defectos y
más o menos manipulables por los interesados en volcarlas
de su lado. Y así, hemos vuelto al punto de
partida.

INCUMPLIMIENTO DE LAS
EXPECTATIVAS

Quienes de alguna manera manejan el tema de
los intelectuales (otros intelectuales, periodistas,
estudiantes, trabajadores intelectuales, etc), tienen sobre
aquellos ciertas expectativas más imperiosas que las que
deberían depositar en los políticos. Por ej., se
les pide una lealtad a toda prueba a los intereses de la gente
según lo que ésta cree que son sus intereses y
conveniencias de conjunto. Pero…¿por qué a
los intelectuales sí, siendo que no son sus representantes
políticos, y a los políticos no cuando éstos
sí lo son y están legalmente obligados con sus
mandantes? ¿Por qué a éstos ya no se les
exige nada?

La respuesta es sencilla. Mucha gente ha perdido la fe
en las posibilidades de modificar la decadencia de la llamada
clase política, que de clase no tiene nada, y
sólo sustituye ocasionalmente sus reclamos institucionales
en demanda de justicia con otros mecanismos aparentemente
compensatorios pero que no representan sino un agravamiento de la
crisis de representación, pese a la opinión opuesta
de algunos intelectuales de izquierda que los consideran un
formidable avance.

La sociedad mitifica a los intelectuales para no
enfrentar la realidad por si misma ya que aquellos no son sus
representantes ni mediadores en los problemas
sociales, más allá del sentido normal de
solidaridad que todos los seres humanos se deben entre sí,
pero la tarea de los intelectuales no es la de ser "defensores
del pueblo", algo muy distinto a pensar en orden favorable a la
promoción humana y social de todos los
seres humanos.

Todo el mundo se siente autorizado a efectuarles
reclamos y a reconvenirlos por no haberse inmolado en la denuncia
contra el sistema o contra la Tiranía; ello siempre de
acuerdo a las particulares opiniones de cada uno, signadas por
las diferencias, las vaguedades, los prejuicios, la razón
y la ignorancia, y las infinitas disensiones. ¡Pero si
tanto sabemos a la hora de enjuiciar al otro, en este caso
a tal o cual intelectual respecto de lo que debió decir o
hacer… por qué no lo hicimos directamente nosotros
mismos!

Desde otro punto de vista, también es una demanda
indebida e inmoral porque no se debe exigir sacrificios a los
demás si antes no somos capaces de realizarlos nosotros,
lo cual pone en foco las peligrosas consecuencias de esa
tercerización de esa carga pública que nunca
debió ni debe dejar de ser un ejercicio absolutamente
personal e irrenunciable individualmente: la de ser cada
habitante y cada ciudadano un protagonista activo de la vida
política y social en función de la alícuota
de soberanía nacional y de la propia
soberanía individual sobre uno mismo.

Pese a ello, desde todas partes se oyen fiscales de la
república contra los intelectuales, ocultando que el
principal acusado debería ser la propia sociedad en su
conjunto y cada uno de sus integrantes.

Ésta es la responsabilidad
social alienada, una vez más, sustituida por un nuevo
combate de retaguardia que no es malo en sí mismo, sino
que ocupa un lugar que debería ser llenado por debates
superiores.

Pero, atención, recuperar social e
individualmente el derecho y la obligación de
autogestionar nuestra racionalidad en los aspectos más
importantes de la vida colectiva no significa que eso nos
librará de equivocarnos socialmente. El ejercicio
colectivo a recuperar o a reconquistar no debe estar en
relación a las seguridades previas de éxito,
porque así nunca será expresión de la
soberanía popular. La vida colectiva es ensayo y error
y por más que debamos crecer y ser prolijos y conscientes,
los errores, y también los errores inducidos, siempre
estarán presentes pues son consustanciales a la
condición humana.

IV

EL
"COMPROMISO".

Una cosa es lo que se cree popularmente acerca de los
intelectuales, y otra bien distinta la descripción y explicación acerca de
cómo se comportan concretamente, lo cual depende no
sólo del punto de observación sino también
de los cristales con los que se observe, sobre todo si
éstos son de propiedad del
observador o no, y en qué medida le son propios o
ajenos.

Lo mismo vale para el debate acerca
de lo que los intelectuales deben ser. De todos modos, tal debate
se enfrenta con el hecho de que actualmente existe un paradigma
instalado y extensamente avalado respecto a los intelectuales que
ha devenido en mito: es el
del intelectual "comprometido".

Y este paradigma no sólo condiciona la
discusión sino también el comportamiento y la
asunción de un determinado tipo de perfil de intelectual
por parte de los propios intelectuales. Es que este paradigma
tiene peso en los ámbitos culturales y no cabe duda de que
ejerce presión
sobre sus pensamientos y conductas, especialmente sobre aquellos
intelectuales que se hallan en su etapa de formación,
convirtiéndose en un debate entre intelectuales en torno a
las finalidades atribuidas a su rol.

Desde la perspectiva común y corriente de la
gente no se piensa en ellos como una clase más de
especialistas o estudiosos, ni como realizadores de tareas de
alta complejidad, lo cual seguramente lo son, pero en los
ambientes estudiantiles universitarios y culturales se los suele
considerar como misioneros en cumplimiento de mandatos
morales y políticos de representación popular que
se dan por naturales o lógicos, cuando en realidad son
inducidos por los apropiadores simbólicos del
"Pueblo": los grupos y partidos que lo manipulan para que sus
direcciones se instalen en el Poder.

En principio, este cliché del intelectual
predicador, resistente, insobornable, lúcido, etc, etc, se
asocia a la figura canónica del intelectual "conciencia de
su época", una suerte de enjuiciador permanente de lo
existente y del Poder, desde una óptica
que supuestamente refleja las necesidades, los intereses y las
conveniencias de las mayorías sociales dominadas y
explotadas.

Esta socorrida visión de los intelectuales como
voceros de los intereses colectivos de las masas, o de las
mayorías si se prefiere el término por una
cuestión de pudor, es un producto
ideológico de origen romántico y socialista.
Primero, porque el pueblo no tiene un cuerpo ni una cabeza con un
cerebro que piense por todos los habitantes de un país, de
modo que auscultar sus pensamientos y sus deseos es algo muy
difícil de realizar correctamente. Eso es otra forma del
fantasmagórico "ser nacional".

Tampoco puede ser suplida tal carencia por el partido
político único del pueblo, es decir por un partido
que le baje la línea oficial, explícita o
implícitamente a sus intelectuales, sin que dicho
país se convierta en la tumba de la libertad y la
democracia, y
en consecuencia, del acto individual de creación
intelectual.

Luego, porque los intelectuales de izquierda reducen los
intereses colectivos a los de la clase proletaria.

Por otra parte, en todos los totalitarismos y
dictaduras, y también en sociedades que se jactan de ser
democráticas y liberales, los intelectuales han servido y
sirven como otra clase de soldados con sus propios
encuadramientos y jerarquías para lograr eficiencia y
productividad
para sus mandantes.

Por eso, es imposible que los intelectuales sean en
bloque, u obligatoriamente, o por definición, la
conciencia de su época en ninguna época. Más
allá de ser bastante elitista la consideración de
que el pueblo no tenga ningún grado ni forma de conciencia
salvo en sus élites o vanguardias intelectuales, y
sin pretender abonar tampoco la demagógica tesis del
alumbramiento espontáneo de la conciencia popular
revolucionaria, conciencia es la de los ojos abiertos, los
oídos alertas y las neuronas en movimiento que
también hacen mover las manos, la lengua y los
pies cuando hace falta. Y ello no es precisamente una
condición muy extendida ni natural entre los
intelectuales, como indica la experiencia.

Mirando hacia el pasado, se puede reconocer que cada vez
que hubo una crisis, o mejor dicho, debido a su carácter
crónico, pareciera que muchos intelectuales las
consideraron normales cuando en realidad ocurría que no
las estaban registrando, y como el mayor desafío que
tienen en un mercado de alta competitividad
es el de la anticipación, por lo que representa
como consagración y relegitimación de su rol,
profetizar ha sido su forma de escapar a la
realidad.

Casi siempre se equivocaron en sus oráculos pero
fundamentalmente en los diagnósticos de los que
partían. Pienso en los "intelectuales del sistema", o sea
los mal llamados de "la derecha" por la arbitrariedad que implica
la falsa connotación cualitativa aplicada a un posicionamiento
que sólo es relacional, cuando en la realidad
empírica en ocasiones la derecha formal opera como
izquierda y la izquierda formal como derecha.

Pero también, y especialmente, pienso en los
"intelectuales de izquierda".

Si conciencia es vigilia, pareciera que en las crisis
los intelectuales están dormidos porque sus
manifestaciones y profecías marchan por otros lados: lo
que está en crisis no lo reconocen como tal y lo que no
está intentan ponerlo en crisis. Pero siempre la
configuración de una crisis y su instalación en la
opinión pública los sorprende por atrás y
les pisa los talones.

Teniendo en cuenta su participación real en la
experiencia de los 90´s en Argentina, conviene aclarar que
no fueron sorprendidos en su buena fe, como fácilmente se
tiende a creer. No fue que estuvieran hibernando como marmotas,
sino que se hicieron los dormidos; resolvieron "abrirse",
renunciaron a expedirse con seriedad, responsabilidad y coraje;
renunciaron a la lucidez no por pereza sino por miedo a los
desafíos que ella implicaba y a los riesgos consiguientes.
Fue una opción consciente por los beneficios de su
silencio.

Desde el retorno de la democracia, en 1983, hasta el
presente, se fue produciendo un intenso reciclaje de
intelectuales setentistas que llega hasta el presente. A los que
hay que sumarles los propios intelectuales oficialistas de cada
etapa reciclados en las siguientes ya sea como funcionarios o
como proveedores de
bienes y servicios al
Estado desde empresas
privadas, ONG´s,
fundaciones, consultoras, etc.

Cuando estalló la debacle, aquellos ex
izquierdistas que se habían reciclado
ideológicamente hicieron mutis por el foro discretamente a la espera de
tiempos mejores, y aquellos que aun no habían alcanzado a
repetir el camino de los anteriores, o que habían estado
en otra galaxia durante el decenio, fueron reapareciendo como el
bicherío después de la lluvia, presumiendo de haber
sido los únicos que anticiparon lo que sucedió:
"nuestro partido ya advertía lo que iba a
suceder…"
, mientras en menos que canta un gallo
reestructuraban sus discursos reacomodando lo viejo en
relación con lo nuevo, y lo nuevo con lo viejo.

Es que los intelectuales, salvo excepciones, no son
independientes, no son libres, tienen alineamientos, compromisos,
simpatías, expectativas y aspiraciones de inserción
en la estructura del
Poder.

Buscadores insaciables de Poder, para unos;
animales peligrosos que traicionan con facilidad, para
otros; lo cierto es que el Poder no sólo no les es
indiferente sino que les atrae como a cualquier ser humano, pero
por su función como intelectuales se hallan mejor
preparados para buscarlo y ejercerlo en su propio
beneficio.

Por consiguiente, de su adaptación al Poder
resulta habitualmente que sus prácticas transiten por la
ruta de la autocensura, la prudencia, la complacencia con el
Poder, la artificiosidad y el encarajinamiento de las cuestiones,
antes que a la denuncia insobornable con firmeza y
transparencia.

Eso fue lo que sucedió en los 90´s: su
silencio se mimetizó en el jolgorio de millones de
ingenuos, indiferentes, oportunistas y cómplices, mientras
las voces discordantes, críticas y destempladas
provenían de sectores en riesgo,
vulnerables y desesperados buscando formas de organización y expresión
novedosas.

Por eso no resulta convincente pontificar acerca del
compromiso de los intelectuales en esa década porque
escribieron o hicieron películas o firmaron un manifiesto.
¡Por qué no se hacen estadísticas de consumo cultural por clases
o niveles sociales! ¡Por qué no las hacen en el
interior del país en lugar de atenerse exclusivamente a la
ciudad de Buenos Aires
donde siempre habrá una cantidad de consumidores de clase
media que compre novedades para poner en la mesa ratona y que no
se pierde ningún estreno de cine o teatro!

Los 90´s nos dieron esa caterva de intelectuales
economistas, politólogos y comunicólogos,
gurúes del fracaso constante de lo argentino, que por un
plato de lentejas vendieron sus conocimientos tenidos por
talentos y que sirvieron a la peor dominación del capital
multinacional sobre el Estado, las
empresas y el pueblo argentino.

Ese grupo lo componían tanto los convencidos -y
convictos- como los oportunistas que abundan en el flanco
derecho. Obviamente, su actitud no sorprende pues estos
intelectuales, equivalentes a un cáncer que corroe hasta
matar al cuerpo social, han actuado en tal carácter desde
1810 hasta el presente, salvo honrosísimas
excepciones.

Pero como las traiciones se han producido
indistintamente por derecha y por izquierda en todas partes,
tampoco nos debería sorprender su realización por
intelectuales que se identificaban o eran reputados como
izquierdistas o progresistas. Sin embargo, en este caso sus
defecciones han configurado muy tristes espectáculos por
ser precisamente ellos los abonados permanentes a la tesis
misional de los intelectuales, y por haber resultado en muchos
casos más oportunistas y pragmáticos que los de la
derecha económica, al servicio directo o indirecto de las
multinacionales, y que los de la derecha nacionalista pagados con
un puestito estable en la
administración pública, al dedicarse a buscar
desesperadamente un nicho culturoso de mercado en el gobierno de
turno, en las universidades privadas y en los MM, porque si no se
enganchaban en ese momento no lo harían nunca
más.

Por eso, el cliché de la "misión" de los
intelectuales no responde, si es que existe, a una firme
convicción ni a una determinación libre de su
voluntad, pues el intelectual no puede pensar lo que quiera
pensar y tal como él lo piensa, sino como debe
pensarlo
, pero no en función de su conciencia sino de
su empleador y del circunstancial chamán de su
tribu, y hasta de los factores de presión social
existentes en torno al pensamiento.

Ésta es la contradicción básica de
la condición intelectual. La ideología y el partido
son dos fuentes,
separadas o conjuntas, que nutren el pensamiento de los
intelectuales y condicionan su comportamiento en diversos grados
tanto como los MM y las ondas del mercado
y el tono social.

De este modo, casi todos los intelectuales terminan
pensando y expresando lo mismo que deben pensar y expresar de
acuerdo a los esquemas ideológicos, filosóficos o
doctrinales que deben reflejar de acuerdo a sus
compromisos concretos -y no sólo retóricos- y a sus
respectivos cálculos.

Los intelectuales de izquierda se parecen a los
religiosos atenidos a un Libro
considerado sagrado, siempre preocupados por ver si los problemas
del presente resisten la prueba de ser confrontados con la
Palabra. Con sus Cánones bajo el brazo los citan
constantemente para marcarle el rumbo a la sociedad. "Como dijo
Fulano de Tal…", es su frase habitual al comienzo o al
final de sus intervenciones.

Si los Libros tienen la Verdad y son infalibles, y si
todos los intelectuales deben pensar y expresarse de la misma
manera en base a sus lecturas, no harían falta tantos
intelectuales en realidad. Con uno o dos por país
sería suficiente y hasta resultaría más
barato contar con un robot, como sucede en los totalitarismos que
hemos conocido, donde cien mil intelectuales de izquierda o de
derecha son iguales a uno solo por más que todos ellos
estén y sean muy
comprometidos.

De modo que para la postura misional los intelectuales
no importan en si mismos sino por la interpretación que hagan de la realidad
aplicando la teología correspondiente a su
teoría científica o al manual de
prácticas institucionales de que se trate. Algo compartido
a izquierda y a derecha por los que se basan en el marxismo de
todas las subsectas, tanto como los más acendrados
servidores del
sistema capitalista.

Entonces, los intelectuales son percibidos en
función de sus posicionamientos frente a los debates
instalados en la sociedad, que no son, por lo general, ni los
necesarios ni los principales. Pero en última instancia,
quien fija la agenda es el propio sistema vigente. Con lo cual,
cualquiera sea la ideología de los intelectuales, si
ésta se corresponde con la del sistema su función
será la de apoyar y contribuir a reproducir el mismo,
nunca a transformarlo. Con lo cual se volverán
conservadores al interior de un marco ideológico
político tanto como en el opuesto.

Sólo en función de luchar contra el
sistema los intelectuales se propondrán transformarlo y
trascenderlo, es decir cambiar la lógica y los mecanismos
más íntimos de su funcionamiento o tirarlo abajo en
su totalidad. En tal caso tendrán la oportunidad de
enfrentar las ideas de los intelectuales que se dedican a
defenderlo. Unos se aferrarán a lo existente, que se
relaciona con el pasado, para conservarlo unido y en
funcionamiento. Otros mirarán hacia adelante, en gran
medida hacia la nada, o hacia el vacío, donde
teóricamente todo está por construirse.

En ambos casos, los intelectuales de uno y otro lado de
la trinchera intelectual abonarán gradualmente,
imperceptiblemente, la necesidad de utilizar por otros, y
quizá tal vez por ellos mismos, otros mecanismos y
métodos de
conocimiento, convencimiento o persuasión
de sus
contemporáneos para contribuir al logro de sus fines, a
los que reputarán como los fines que necesitan esperar y
sostener sus compatriotas. Y en ambos casos apelarán como
último recurso a cubrirse con el paraguas irracional y
nada científico de la Patria.

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