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El personaje de "El Aleph" cuenta la historia que ocultó Borges (página 3)



Partes: 1, 2, 3

 

"Perdona, Ernesto. Infiero que Matilde es tu
esposa… ¿Sí…? Si no lo tomas a mal, me
gustaría que me hables algo más de ella. Como
mujer, me ha
impresionado la sinceridad casi brutal de tu confesión. Me
refiero a ese episodio…

"- ¡Ni me lo recuerdes! Tengo muchos cargos de
conciencia. No le
he faltado sólo una vez… Supongo que es la parte maldita
de mi karma, no sé… Yo amo a esa mujer. La amo
profundamente. Creo.. .no, no creo; estoy seguro de no
merecerla. No sé, no sé…a veces me invade una
sensación libidinosa que está por encima de mis
propias convicciones morales. Si no lo tomás a mal,
prefiero dejar este tema para otra ocasión. Volviendo al
asunto de París, yo he conocido a alguno de tus amigos
surrealistas pero me he tratado mucho más con otros
rebeldes a los que me unían y unen afectos: Dominguez,
Matta, Wilfredo Lam ; en fin? personas más cercanos a
nuestra idiosincrasia. Para que entiendas el momento de mi
existencia en el que me encontraba, una tarde de invierno nos
fuimos con Dominguez al Marche aux Puces. ¡Ah! ¿Vos
también estuviste allí? Bien, bien…. Continuo:
los dos estábamos en medio de una terrible depresión.
No sé cuántas horas divagamos a veces charlando y a
veces en silencio. Recuerdo que hacía un frío
espantoso y yo me decía y le decía a Dominguez que
me sentía un mal parido por lo de Matilde. Después
nos volvimos a Montparnasse en el Metro, donde Domínguez
tenía su estudio…

"-¿Qué te pasa, Ernesto?

"- Nada, nada… Es que de pronto los recuerdos
dolorosos se te meten aquí… y aquì
también, y es como sentir la presencia de aquel otro que
alguna vez fui. La historia…; sí,
sí. Me acuerdo que era de noche y que caía una
nevisca. De pronto, Domínguez se detiene y me dice:
"¿Qué te parece si nos suicidamos
juntos?"

"-¿Era un broma?

"-No, no era una broma, Beatriz. En fin? que yo me
negué, aunque también me atraía el suicidio… pero
me salvó mi instinto y aquí estoy. ¡Dios!
Desde entonces no comenté con nadie este tema… Pero
prefiero no hablar más de mí. Ya hice demasiada
catarsis. Hoy
estoy para escuchar. Me interesa tu historia a la que encuentro
apasionante.

"- Bien, lo celebro; entonces se te hará
más claro mi pensamiento.
Quiero acotarte algo: yo puedo hacer más apretado mi
relato…

"-No, no; de ninguna manera. No siempre se tiene la
suerte de hablar con una mujer tan profunda e ilustrada como
vos…

"¡Otra vez el machista…! Está bien. Lo
que pasa es que para entender bien a fondo lo del Aleph y el
papel de Borges, debo
ampliar estos comentarios que de una u otra forma guardan una
relación. Sigo. Ya sabes…, coincidiendo con esa escuela de
pensamiento nuevo, parece ser que tenemos las facultades de
establecer contacto con Dios, o, si lo prefieres, con entes
poderosos de una concepción muy diferente a la nuestra.
Carlos Argentino estaba loco, pero además, parecía
imbuido de una impronta mística que habría alterado
su sistema nervioso
hasta extremos inimaginables. Personalmente, estoy convencida que
esto convocó al Aleph, Ernesto. No tengo otra respuesta.
Me olvidé de contarte… aquella noche en que el vino puso
en boca de Borges palabras que él no admitiría como
propias en estado de
sobriedad, me dijo también que el Aleph sería un
instrumento de Dios?sí, no pongas esa cara, ya sé
que él no es de los que tienen a Dios en la boca; pero?hay
momentos en que el otro que vive en nosotros también
encuentra la oportunidad de expresarse. En fin?yo creo que ese
costado oculto de Borges lo llevó a decirnos que el Aleph
era una especie de canal que nos permitiría comunicarnos
con ciertos espíritus en estado de vibración
superior: alienados, místicos, o seres que manejan los
secretos de la ultra conciencia, especie de gracia divina que nos
ha sido legada, pero que no hemos aprendido aún a
utilizar… Tú sabes por físico, que el pensamiento
emite ondas?
vibraciones de baja frecuencia eléctrica que se desplazan
a través de los espacios invisibles de nuestro entorno;
que dichas ondas penetran incluso a través de barreras de
concreto o de
acero y que
también lo hacen navegando entre el tiempo y el
espacio…Me causa gracia que yo esté explicándole
a un doctor en física los rudimentos
de esa disciplina.

"-No hay cuidado. Cierto?. Eso ha sido demostrado por
la
ciencia.

"-Pero esa misma ciencia no
acepta – en realidad la combate encarnizadamente -, la idea que,
basados en una nueva concepción del pensamiento, nada es
lo que parece ser y que estamos en medio de una especie de
realismo
fantástico, como tú te encargaste de puntualizar en
el cursillo.

"No todo es dos más dos igual a
cuatro…

"- ¡Exacto! Pienso esto : si hemos sido creados
a semejanza de un ente que maneja estos poderes portentosos, es
obvio que los poseemos pero que no sabemos utilizarlos ; o tal
vez es Dios que aún nos condiciona porque no nos ve
preparados para manejar semejantes poderes..

Beatriz, después de cerrar los ojos, dejó
de hablar durante unos segundos.

"- ¿Té pasa algo?

"- No, Ernesto; recibí un pensamiento. Dice
así: si Dios supera a toda realidad, encontraremos a Dios
cuando conozcamos toda la realidad. Y si el hombre
tiene facultades que le permitan comprender todo el Universo, Dios
es tal vez todo el Universo y algo
más.

"- Bello, ¿de quién
es?

"- Louis Pauwels.

"-Conozco al francés. Al final de la guerra me lo
presentó en París Jacques Bergier. ¿De
qué libro
es?

"- De ninguno. Aún no ha sido escrito. Por
ahora sólo está en su mente. ¡Qué
cara, Ernesto; qué cara! Me da la impresión de que
crees que te habla el diablo. ¡Pero no soy el diablo
¿eh?.

"-En todo caso, diablesa… Perdón por el
lapsus. Hay que meter un bocadillo de humor porque el tema es muy
denso, creo…

" Sí. Tienes razón. Parecemos dos
teólogos filosofando en un seminario… En
fin, decía que tal vez Dios nos juzga aún inmaduros
para que podamos servirnos de ese libro que ha editado en nuestro
propio cerebro. Estamos
rompiendo el cascarón. Por ahora es una ínfima
minoría de iniciados los que nos atrevemos a bucear en
esta nueva escala de
valores.
¿Tú crees en Dios, Ernesto?

"-Me remito a Theilard de Chardin. Creo en la
existencia de una supra conciencia cósmica ajena al Dios
que nos han tratado de imponer las distintas religiones.

"- ¡Sabía que podía contar
contigo!

"-¿Qué hay respecto a la casona de la
calle Garay?

El extraño relato de Borges se me había
colado en el cerebro. La historia sentimental que presuntamente
la ligaba al escritor me sonaba creíble. Borges
existía y Beatriz Viterbo también. ¿Por
qué no pensar que Borges había inventado lo del
Aleph sólo para poder evacuar
un sentimiento de amor que lo
descontrolaba? ¿Acaso se trataba de la catarsis mencionada
por Beatriz Viterbo? De ser así, la historia de amor
podría ser posible. Pero lo del Aleph- aún con sus
connotaciones de remotísima posibilidad
científica-, no; lo creía fruto de la inventiva de
Borges y de algún tipo de alineación mental de
Beatriz Viterbo.

En esos momentos, aún pensaba que ella era una
loca moderada, pero loca al fin.

Cuando capté que la mirada de Beatriz se
había quedado extraviada, volví a repetirle la
pregunta.

"¿Qué hay? ¡Una novela, Ernesto!
¡Una novela! Cierto es que mi padre tuvo intención
de venderla. Me refiero a la casona. En parte por el asunto de el
Aleph, y en parte también porque nunca había podido
desprenderse del recuerdo de la muerte de
mi madre. Un siete de julio a las siete de la mañana. Un
jodido cáncer. No, no me expliques nada; te he
leído el pensamiento; ella no supo lo del Aleph.
Recordarás que Borges cuenta que la casa termina siendo
demolida. Esto tampoco es cierto; entiendo que la casona sigue en
pie. Sí es cierto que mi padre fue tentado por un grupo de
inversores – interesados creo en construir un edificio de
apartamentos -, pero luego esto abortó. Las malas lenguas
dijeron entonces que Borges mismo había estado interesado
en adquirirla- supongo por el tema del Aleph- pero esto no pude
nunca confirmarlo.

"- ¿Y nunca volviste a la
casona?

"- Desde mi regreso, he tenido la obsesión de
hacer una visita. Pero sola no me atrevo. Con Carlos Argentino,
menos. Temo que eso ensanche su locura. Sabes…yo había
pensado…

"Que yo podía acompañarte

"-¡Sí, Ernesto!¡Sí!
¡Sería maravilloso…!

Me sorprendí de haberle abierto la puerta.
Beatriz se había levantado de su silla girando como una
peonza en medio de pequeños gritos de
alegría.

"-¿Cuándo quieres ir? ¿Ahora…?
Es una locura, Beatriz; una locura. "-¿Sabés si
está desocupada? ¿Si vive alguien?

"- Tengo el número de teléfono de una vecina; anciana ahora, con
la cuál nos tratábamos con suma amabilidad. La
llamé hace unos meses atrás y me dijo que cada
tanto ve salir y entrar a una persona; con
bastidores y telas y todo eso…

"-¿Un pintor?

Me repetí la pregunta a mí mismo. Tuve la
sensación de que alguien pasaba una gruesa lija a lo largo
de mi columna vertebral. Beatriz leía sin duda los
pensamientos.

"-¿Qué té pasa,
Ernesto?

"- Nada, nada. Un leve mareo. Este wihsky sin
duda.

No quise comentarle a Beatriz que tenía terminada
mi segunda novela – de la primera más valía
olvidarme – en la que el protagonista- Juan Pablo Castel- es un
pintor ¿Casualidad causal que le dicen? De pronto me
oí decir:

"- ¿Querés ir entonces?- antes que
terminara la frase, Beatriz se disculpó diciéndome
que pronto regresaba.

Mientras la observaba camino al toilette, alcancé
a decirle en voz alta -: ¡Te repito que es una locura!
¡Pero sólo la veremos por fuera! ¿Me
escuchás? ¡Sólo por fuera!

???????????????????????????????????.

Cuándo salimos a la calle, las primeras sombras
de la incipiente noche, se recostaban sobre el fondo de la calle.
Llovía. El viento correteaba por la acera levantando
papeles y alguna hojarasca desprendida de las ramas de los
árboles. Debimos caminar hasta la 9 de
Julio porque las adyacencias a la Plaza de Mayo se encontraban
cerradas con motivo de una manifestación de apoyo al
General Perón.

Paseo Colón hacia el Sur…

Pronto llegamos a Juan de Garay. Cerca de la
intersección con una Avenida, ella me señala una
casona: paredes grises, mayólicas doradas y una gran verja
de hierro, circundando un cuidado jardín.
Neoclásico francés, pensé.

En silencio, bajamos del auto. La gran puerta de
hierro estaba
abierta. En una de las ventanas situada a la izquierda de
dónde nos encontrábamos, vimos una luz encendida.
Nos miramos. El silencio parecía haber puesto una morsa en
nuestras bocas.

De pronto sentí que la mirada de Beatriz me
empujaba.

Avanzamos por un corredor abierto hacia un
pórtico. Una enorme puerta de madera se
erigía ante nosotros. La cabeza de un animal indescifrable
remataba el llamador de bronce.

Otra vez la mirada de ella pareció mover mi mano.
Una acuciante sensación de ambiguo temor había
comenzado a apoderarse de mi cuerpo.

Nadie contestó nuestro llamado. Sin atreverme a
mirar a Beatriz, volví a accionar el llamador. Nada.
Silencio absoluto. La gruesa cortina de la ventana impedía
que mi mirada pudiera penetrar en su interior. Pensé que
sería prudente retirarnos.

Acosado por un temor creciente, me dije que estaba
haciendo un papel ridículo. ¿Cómo me
había dejado arrastrar a semejante locura, producto de la
loca cabeza de una loca?

Recuerdo casi con exactitud microscópica, que al
girar con la intención de marcharme, la sombra de Beatriz
que pasa a mi lado como una exhalación. Antes de soltar el
que haces Beatriz, ella acciona el picaporte y de pronto
veo también que la gran puerta de madera recula en medio
del sonido de resecos
goznes.

Nunca me destaqué por ser demasiado arrojado.
Tampoco por cobarde. De todos modos, la mirada de ella me
llegó desde el fondo de una tenue penumbra. Pronto, me
encontré con Beatriz en una antesala con pisos de
mármol blanco. Miguel Ángel me vino a la
memoria.

Sobre un desnivel, detrás de una armoniosa arcada
de mármol verde, se abría una espaciosa sala. A
nuestra derecha, se extendía un largo pasillo que estaba
casi a oscuras; al final del mismo, una puerta de madera
entreabierta por dónde se filtraba una tenue luz amarilla.
Todo el mobiliario- un juego de
sillones, una mesa de comedor con seis sillas de madera estilo
Luis XV y un baihut- se hallaba cubierto por gruesas telas de
color gris.
Escuché que Beatriz balbucía que se trataba de sus
viejos y queridos muebles – muebles supuestamente cedidos por su
padre antes de morir- los cuáles nunca había
retirado de la casona. No puede ser, no puede ser,
repetía como en busca de su propio
oráculo.

"-¿Hay alguien aquí? ¡Yo soy
Beatriz Viterbo, la antigua moradora!

La voz de Beatriz hizo más ostensible la locura
de nuestra actitud.
Habíamos penetrado en una casa ajena y sin ser invitados.
Una casa que pronto Borges tal vez inmortalizaría por
medio de su fantástico relato.

Creo que fue en esos instantes cuando descubrí
sobre el flanco izquierdo de la sala, el atril con el bastidor.
Se hallaba a un costado de un gran hogar que tenía unos
leños encendidos.

Por obra de un acto reflejo, mientras Beatriz continuaba
llamando a viva voz, me acerqué a la tela. Observando la
imagen pintada
sentí un profundo estremecimiento. Al acercarme al
bastidor, tropecé con el atril; una tarjeta se
desprendió de la tela. La acerqué a mis ojos movido
por una inocultable curiosidad pero la escasa luz me
impidió leer los caracteres en letra imprenta.
Entonces, sin saber porque, la guardé en uno de los
bolsillos de mí abrigo.

En esos momentos, Beatriz, como poseída, me
empujó hacia la entrada de un largo corredor. Le
señalé la tela pintada y mi intención de
observarla pero ella, asiéndome de un brazo de manera
perentoria, seguía empujándome hacia el
pasillo.

De pronto pensé que alguien podría
dispararnos desde las sombras. Lo tendríamos merecido; no
se podía ingresar a una casa ajena de la manera que lo
habíamos hecho. O tal vez ese otro alguien estaría
llamando a la policía. Interrogantes con los cuáles
el miedo se hacía presente, ya instalado sobre mi
psiquis.

Me di vuelta una vez más para observar el lienzo
que parecía brillar por efecto de la luz emitida por los
grandes trozos de quebracho que crepitaban en el centro del
inmenso hogar; las brasas formaban multitud de estrellas rojas y
blancas que estallaban en el aire.

Sin duda había gente viviendo en la casona.
Cabía pensar que el morador hubiera salido
momentáneamente a hacer alguna compra: yerba mate,
azúcar,
cigarrillos?, y que en el apuro- rumié- , se habría
olvidado de pasar llave a la puerta.

"-Vamos hasta el sótano. Quiero mostrarte el
lugar donde estaba el Aleph.

La voz de Beatriz Viterbo parecía surgir desde el
fondo de un recipiente.

Sudaba. Desde la raíz de su frente- en forma de
minúscula catarata-, gotas de diferentes formas y
tamaños se deslizaban en caída a través de
las cejas, o corriendo por la meseta nasal, en la cuál un
fino y retorcido cordón de agua buscaba
los pliegues de sus orejas.

Como si estuviera sacudida por un invisible terremoto,
todo su cuerpo temblaba de manera visible.

"- Hay una luz prendida– me dijo señalando
el largo pasillo-. Tal vez esté el pintor
acotó con un ronquido.

Seguí sus pasos. Creo que ya expliqué que
emanaba algo extraño en la impostación de su voz, y
que un brillo intenso traslucía en su inquietante mirada,
como si ambos hechos anularan los resortes de mi
voluntad.

La puerta estaba entreabierta. A escaso metro de la
misma, Beatriz Viterbo me miró de manera insondable. Creo
que en aquellos momentos, el terror comenzaba a cincelar
retorcidos dibujos sobre
su cara.

"-¿Escuchas lo que yo…?- me dijo desde
el fondo de su abismo.

"- Un zumbido. Un ventilador o algo
así??

Beatriz no contestó. Como empujada por un arcano
sino, había pasado del otro lado de la puerta; en esos
instantes, al darse vuelta, noté que su mirada ya mostraba
signos de
alucinación.

Estiró un brazo, al tiempo que señalaba
escaleras abajo. Y entonces sí lo vi. Me encontré
con una imagen que no podré olvidar mientras viva : Frente
a nosotros, un hombre
encorvado, sentado en una silla, absorto, contemplando un haz de
luz blanquísimo que brillaba casi a la altura del rellano
de la escalera. Parecía normal pero no lo era; la luz
reverberaba entre sus contornos físicos.

"-¡Es Jorge Luis! ¡Es Jorge Luis!-
comenzó a gritar en sordina Beatriz Viterbo-. ¡Es
Borges, Ernesto! ¡Te dije que quería el Aleph para
él!

"-¿Pero estás segura?-
acoté, aguzando mi vista, aunque consciente que en
el sótano se encontraba el inefable Borges.

Pero entonces, ¿el Aleph existía?
¿Qué hacía sino el mismísimo Borges
sentado frente a aquella fulgurante esfera, tan bien descrita en
su inédito relato?

De pronto me sentí mal. Una inasible piedra
parecía ascender y descender descontroladamente entre mi
esófago y la raíz de mi garganta.

Sentí deseos de marcharme. Se lo dije a
Beatriz.

"-¡Yo no me marcho!- su voz se había
desprendido de la sordina y retumbó entre los gruesos
muros de la mampostería.

En medio del caos de mi mente traté de pensar.
¿Qué le diría a Borges cuándo se
diera vuelta sorprendido por el agudo grito? Pero Borges no se
dio vuelta.

Inmutable a nuestra presencia, permanecía
rígido frente al temible haz de luz.

Beatriz Viterbo comenzó a llamarlo pero Borges
continuaba impertérrito. De pronto, ella lanzó un
sentido y largo ¡¡Jorge Luiiiiss!!, una octava
por encima del registro agudo de
su voz.

Al ver que la humanidad de Borges no daba señales
de atender sus reclamos, Beatriz comenzó a bajar por la
escalera. Y entonces ocurrió lo inesperado y sorprendente:
cuándo ella puso sus manos sobre los hombros de Borges,
pude ver con espanto que se introducían en el cuerpo del
consagrado escritor. ¡Las manos de Beatriz se habían
hundido en el cuerpo de Borges! ¡Un cuerpo visible pero
inasible!

El personaje del Aleph retrocedió espantado. En
esos instantes, se oyó

un siseo agudo- como si decenas de cobras acecharan
nuestros pasos -, y el rayo de luz condensado del Aleph se
apagó abruptamente.

Me di cuenta que estaba sólo, parado en el
decimonono
escalón de la escalera.

El morador de la casa no había vuelto aún
y Beatriz Viterbo no daba señales de vida desde el fondo
del sótano.

………………………………………………………………………………………………………………..

"He perdido noción respecto al tiempo
transcurrido desde nuestra llegada a la extraña casona.
Pienso que Beatriz estará en medio de la imagen
holográfica de Borges, sumida en la penumbra. La llamo. El
sonido de mi voz rebota en los intersticios de las paredes y
parece filtrarse como un silbido entre los marcos de las puertas.
No escucho su respuesta. Vuelvo a llamarla y otra vez el silencio
abre espacios insondables en mi mente.

Repentinamente, me dejo llevar por mi cuerpo hacia las
oscuras aristas del maldito sótano.

"- ¡Beatriz! ¡Beatriz Viterbo!- grito
como un poseído.

Al llegar al misterioso recinto, contengo la respiración: ¡La imagen inasible de
Borges ha desaparecido! A escasos metros de donde me encuentro,
debajo del recodo de la escalera, veo a Beatriz tirada sobre el
piso húmedo. Tiene una de sus manos sobre la cerradura del
arcón prohibido al que hiciera alusión el relato de
Borges.

Vuelvo a llamarla. Beatriz, Beatriz Viterbo, soy yo,
Ernesto. Ernesto
Sábato.

Cada palabra parece sonar como un cristal que se hace
añicos contra el piso. La zamarreo. Cuando mis manos la
toman de los hombros siento que su cuerpo se ha vuelto fantasmal,
al igual que el de Borges contemplando el Aleph.

Subo por la escalera y vuelvo a la sala.

Confundido, observo el bastidor del supuesto pintor. La
tela está pintada pero las formas de la expresión
artística apenas son visibles por efecto de la
penumbra.

De pronto me veo empujado en dirección al bastidor. Avanzo
atropelladamente Dos tonos predominan en la pintura: el
azul y el marrón.

Sobre el flanco derecho de la tela, un niño de
pantalón corto; 10 ó 12 años, calculo. A la
izquierda del cuadro y casi en forma perpendicular al mismo, otro
niño que sostiene algo entre sus manos. Fuerzo la mirada.
Se trata de un gorrión- inconfundibles los trazos marrones
con algunas pinceladas negras a lo largo de su cabeza -; me
parece ver una mirada perversa en el niño que sostiene el
pájaro. El otro parece con el miedo colgado a su ojos;
pienso en que sólo el supuesto pintor ha de saber que tipo
de mirada palpita en ese otro niño que ha
creado.

Acompaño a este niño. De alguna manera,
siento que está vivo. Lo percibo. Oigo el fino
sonido del roce sobre la piel que hacen
sus desnudos brazos al moverse hacia delante. Hace calor. La
pintura ha dejado de ser pintura y por un extraño
sortilegio, yo siento que he penetrado en esa realidad sensitiva,
perversa y ominosa.

Los niños
tienen el torso desnudo y están descalzos.

La calle de tierra es
ancha y el viento forma pequeños remolinos de polvo. A lo
lejos se ven algunas casas aisladas.

Momentáneamente me he olvidado de Beatriz
Viterbo. Estoy sólo en medio de la soledad de una siesta
pueblerina. Es Rojas; es mi pueblo natal.

Animado por un propósito concreto, pienso que
Dios- o nuestra representación de Dios-, me ha llevado a
esa casona de la calle Garay. Fagocitado por un sino
incomprensible, siento que los fantasmas de
mi niñez se abroquelan en mi cerebro. He retrocedido en el
tiempo. 1921, tal vez el 22.

Las voces de mi madre y mi padre parecen aferrarse entre
los corpúsculos invisibles del viento. Pero también
percibo las voces ancestrales consustanciadas con paisajes vivos
de mi historia familiar, remitidas a los peculiares aromas de las
tierras de mis progenitores: Italia y El
Líbano.

Penetro en la casa de mi infancia; el
silencio parece asirse a cada uno de los ladrillos.

Mi habitación está delante de mis ojos; la
cama tendida, la prolija disposición de cada objeto. Oigo
las cálidas palabras de mi madre y las palabras
rígidas e imaginarias que emanan de la mirada de mi padre.
Como siempre, trato de huir de esa mirada donde los afectos
parecen jugar a las escondidas.

Vuelvo a la calle. A dos metros de distancia, me
pregunto si mis amigos serán capaces de clavar la aguja en
los ojos del pequeño gorrión.

Cierro los ojos. Imagino el momento que el fino estilete
romperá la pared fibrosa del cuerpo ocular; la
córnea comenzará a deshacerse en filamentos; luego
los vasos coroides cederán trazando diminutos ríos
de sangre que se
esparcirán por el iris y el cristalino. La aguja ha
llegado al corazón
del nervio óptico; se abrirá paso al fin entre el
humor acuoso y la materia
gelatinosa de la sustancia vítrea. Entonces, la oscuridad
será total, y el pájaro, desprovisto de luz, se
convertirá en un pájaro ciego.

Los sentimientos se mezclan como si de pronto el tiempo
hubiera detenido su fluir, confundido como yo.

Parado en medio de la calle, detrás de mis
amigos, ignoro aún las secuelas de la gran guerra mundial;
ignoro los últimos quejidos de millones de moribundos;
también ignoro que incontables esqueletos, millares de
cráneos destrozados por la metralla, se hallan esparcidos
a lo largo de tortuosas trincheras en las cuáles la
naturaleza ha
tendido ahora un verde manto de olvido como prueba irrefutable de
su supremacía( ahora, este niño- hombre, piensa que
la ignorancia suele ser el refugio preferido de la
inocencia).

He vuelto 25 años después, y sin embargo,
tengo la impresión de que aún no me he movido de
ese lugar -como si pasado, presente y futuro fueren sólo
una engañosa ilusión -, a la espera de asistir como
testigo de un acto despiadado y perverso que desmitifica la
supuesta bondad de los niños.

Sé que en cuestión de segundos, uno de mis
amigos de la infancia – algo se ha desgarrado en la fragilidad de
mi memoria
impidiéndome recordar su nombre- va a atravesar con la
aguja los ojos del gorrión. Mi corazón de
niño tiembla de espanto pero en alguna zona oscura de mi
cerebro, ciertos e infinitesimales resortes químicos,
activarán las neuronas de la perversidad, pujando
imaginariamente la mano de mi compañero para que la aguja
penetre en el centro de cada uno de los ojos de la indefensa
bestezuela.

No me atrevo a dar un sólo paso pero quiero
volver hacia atrás, salirme de la pintura para poder ver
con claridad que es lo que hacen los niños con el
pájaro cautivo. Siento que debo hacerlo porque el miedo y
la angustia del traumático recuerdo han comenzado a
resecar mi boca. No soporto más la
incertidumbre.

Me salgo del cuadro; vuelvo a la casona de Garay
mientras pienso que Borges y Beatriz Viterbo continúan
atrapados en el sótano por obra del Aleph.

Algo en mi interior me dice que tengo que huir,
abandonar deprisa esa extraña casona; por momentos,
también me digo que debo de estar en medio de una horrible
pesadilla. Sin embargo, pese a que la puerta de calle aún
permanece abierta, un sino inexplicable parece atornillarme en el
tenebroso interior de la gran sala.

Como un poseído, me acerco otra vez a la
pintura.

El chico que está de espaldas jala sus brazos
hacia delante. Ahora veo con claridad la aguja- alfiler, el largo
y puntiagudo objeto de acero que pronto atravesará el otro
ojo del inocente pájaro. Puedo presentir su silencioso
grito.

El espanto me domina. Me digo que nada tiene sentido;
que la vida es sólo una espantosa ironía, un
perverso y lúdico ejercicio de Dios; que la puerca
existencia humana no es más que un haz de luz
infinitesimal en medio de las ominosas tinieblas condicionadas
por la cuna y el ataúd.

Vuelvo al sótano. Necesito saber en qué
lugar se metió Beatriz. Tal vez lo de Borges sólo
haya sido una ilusión óptica
pero Beatriz es un ser sufriente que merece mi
consideración.

Estoy sobre el rellano de la escalera. Debo bajar con
cuidado por estos escalones resbaladizos. Sé que no estoy
loco. Yo también he visto a Borges sentado en la silla
mirando hacia arriba. ¿Puedo estar soñando acaso?
Qué poco ilumina esa lámpara. Este es el lugar
dónde Beatriz se cayó. ¿Pero dónde
puede estar esta mujer? ¡Beatriz! ¡Beatriz!
¡Soy yo, Ernesto! Es inútil. Beatriz no responde. Al
llegar al pie de la escalera, escucho otra vez ese extraño
zumbido, similar al de un ventilador. Toco la silla dónde
estaba sentado Borges contemplando el Aleph. Avanzo en
medio de la semi penumbra del sótano. Mi cerebelo me
guía. Vuelvo a llamar a Beatriz. El miedo hace que mi voz
suene temblorosa .Voy palpando cada rincón de las paredes.
¿Qué pudo haber pasado? ¿Acaso Beatriz,
tomada por el terror habría huido durante la
confusión de los primeros momentos? ¿Pero como no
me di cuenta? Creo que yo también debo marcharme. A
tientas, busco la salida. La pequeña bombilla ha empezado
a oscilar. Al tratar de ganar el primer escalón, vuelvo a
tropezar con la silla. Me siento. En esos momentos, una luz
fulgurante se enciende escaleras arriba. Es el Aleph sin duda.
Recuerdo la exacta descripción del relato de Borges. Beatriz
no había mentido. Tampoco Borges.

Repentinamente, siento que un estado ambivalente me
domina; el temor no ha desaparecido. Pero al mismo tiempo, una
paz extraña circula por mi espíritu. El silencio se
muestra, ora
luminoso, ora tenebroso.

Observo el Aleph y pienso.

Una extraña conjunción de factores me ha
llevado a enfrentarme con este portentoso e inexplicable
fenómeno de la naturaleza. ¿O acaso Dios se
manifiesta a través de él, a modo de prueba
irrefutable de su existencia? Como científico, sé
que la vida puede ser explicada racionalmente, desde la
complejísima trama molecular que construye la catedral
humana, una planta, un collar de insectos o la magnificencia de
una gigantesca galaxia. Cada uno tiene su propio patrón
genético y todos obedecen a leyes naturales
inmutables.

Observo el Aleph y pienso.

Sí, el raciocinio humano puede explicar el
universo de las cosas. Sin embargo, no todo es tan simple.
Existen demasiados cabos sueltos, saltos al vacío que no
pueden ser llenados con fundamentos biológicos y menos
aún, con teorías
que una y otra vez son puntillosamente descartadas y
reemplazadas. Siempre he especulado al respecto. Suelo decirme a
mí mismo que Dios nos ha hecho para todas las preguntas
pero ese mismo Dios, no nos ha hecho para todas las
respuestas.

Observo el Aleph y pienso.

Pienso en Borges. Recuerdo las charlas, el
espíritu exquisito pero corrosivo de ese hombre que se
niega a la esperanza. Claro que yo también tengo mis
propios tormentos. Siento repugnancia por el costado
pútrido de Adán. Al igual que mi colega, hay
momentos en que me gana el desaliento y entonces, yo tampoco le
encuentro sentido a la existencia humana. Podría describir
con lujo de detalles la composición química de esa masa
cerebral que cobijamos en nuestro cráneo. Pero aún
así, y pese a que incontables veces me digo que no existe
un Dios que le de sentido a la existencia, no dejo de pensar
?como una monstruosa paradoja- que la existencia carece de
sentido sin Dios.

Observo el Aleph y pienso.

Soy consciente que un invisible e inasible ente ha
penetrado las profundidades de mi cerebro haciendo que mi mente
se extienda con un potencial casi infinito hacia fronteras
desconocidas del pensamiento. Por primera vez percibo el sonido
de las patas de una cucaracha corriendo hacia un pequeño
intersticio abierto en el zócalo. Escucho con nitidez el
desplazamiento de una araña sobre los finísimos
filamentos que conforman su trampa mortal. Una mosca ha
caído en las redes pegajosas.

Observo el Aleph y pienso.

La víctima y el victimario. Puedo sentir como la
araña envuelve a la mosca con el miasma líquido que
brota de su boca y presentir el momento exacto que
comienza a libar el jugo de su inerme víctima. El sino
asesino que infecta la tierra.
Seres concebidos para matar. El mecanismo de la muerte fijado
como sello indeleble en los genes de millones de criaturas
vivientes, desde organismos microscópicos hasta el hombre,
el gran depredador, el rey de los instintos asesinos que goza
matando a sus congéneres.

Observo el Aleph y pienso.

La maldita historia de siempre. ¿Qué
somos, qué representamos de verdad? Vida y muerte; muerte
y vida; vocablos que se aferran a mi cerebro insidiosamente.
También aquel eterno asunto del huevo o la gallina. Todas
conjeturas, meras especulaciones filosóficas.

El bien y el mal. ¿Qué es lo uno y lo
otro?¿Qué habrá de cierto respecto al
Apocalipsis? ¿Será verdad acaso que las
profecías se cumplen inexorablemente? Preguntas.
Preguntas. Sin embargo, una cosa sí resulta cierta: la
auto-destrucción de la raza humana. No tengo dudas de que
somos cómplices de la sangre.

Sin embargo, reconozco que esta humanidad perversa es
capaz de parir un Cristo, un Albert Scheiwtzer o un Mahatma
Ghandi. ¿No será que, por encima de nuestras
propias y miserables lacras, la verdadera lucha tendría
connotaciones metafísicas? ¿Algo así como
una dura porfía entre el bien y el mal, la luz y las
tinieblas…?

Si comulgamos con la idea de que un Dios controla y
digita nuestras propias conductas, la existencia puede tornarse
comprensible, aunque jamás justificable, claro.

De cualquier manera ¿cómo evaluar al
hombre? ¿Qué podía haber en común
entre Jack, el destripador y San Francisco Solano?
¿Qué, entre la Judith que exhibe en bandeja la
cabeza de Holofernes, con Florencia Nithingale?

Se puede pensar que todo nos une y nada nos diferencia.
¿Paradójico? Tal vez. ¿Pero no es todo
paradójico? ¿No estamos presos acaso de nuestro
pensamiento binario? : La antorcha marca el camino
pero también concibe la hoguera. Lo que está arriba
está abajo, según un aserto antiguo. La luz vive en
las tinieblas y las tinieblas son parte de la luz. Vida y muerte.
Muerte y vida.

Repentinamente, el Aleph se pone en marcha. Una babel de
imágenes y sonidos se desprende del
estrecho rectángulo y toma forma y presencia a lo largo de
la escalera y luego se extiende en el volumen global
del sótano en forma tridimensional.

Me sumerjo en el sonido y las imágenes. Una
música
desconocida inunda el recinto y se hace pentagrama auditivo en
mis oídos, como si de pronto, Bach, Hâendel,
Vivaldi, Mozart y
Beethoven, se hubieren aunado en componer una melodía
sublime y excluyente.

Me veo a mí mismo en el exuberante escenario del
paraíso bíblico. A mis espaldas resuena un grito de
dolor y al darme vuelta, veo a Caín en el momento que se
arroja sobre el cuerpo ensangrentando de su hermano, como
preludio de la sangre y los asesinatos posteriores.

Veo a Fulcanelli contemplando una grandiosa
catedral.

Veo y palpo con mis manos, las húmedas tinieblas
en el momento de descender sobre unos campos yermos; luego, las
mismas tinieblas penetrando en viviendas miserables, mientras
gritos horrendos atraviesan las puertas y ventanas.

Veo a un hombre de vestimenta negra corriendo
detrás de unos niños de inmaculada
blancura.

Veo abortos en medio de la noche.

Veo ratas negras y ratas grises despellejando
cadáveres a lo largo de kilómetros de trincheras
abandonadas.

Veo una enorme boca abierta y llena de gusanos; veo
gusanos grises, gusanos negros y gusanos blancos, y todos se
deslizan por los labios agrietados de esa boca
inmunda.

Yo soy el hambre de todas las hambres, me grita
la boca repulsiva mientras retuerce una lengua rojiza
y grotesca.

Veo celdas en hilera, con una sucesión de rostros
signados por el espanto. La música ahora se ha convertido
en un responso; sin saber porque imagino que Mozart compone un
nuevo y doliente Réquiem por encargo de Dios; un solista
en clavicordio acompaña la letanía de quejidos que
surgen de esa cárcel que parece no tener límites.
Son las cárceles del mundo en una sola cárcel. Se
quejan los ladrones; se quejan los asesinos impiadosos; se quejan
los asesinos seriales, pero también escucho la queja de
multitud de hombres y mujeres presos por portación de
ideas; exiliados y desterrados que esperan el momento en que
otros hombres y mujeres los lleven al cadalso.

Veo la oscuridad ominosa de las cárceles sin
barrotes de los ciegos del mundo.

Escucho una voz densa como el acero derretido que me
habla no sé qué de la fragilidad humana.

Veo una ciudad en medio de la campiña. El reloj
de un campanario marca las 8,14. Puedo sentir el perfume de
incontables flores, santuario del jardín de cada casa.
Tengo la impresión de percibir también el perfume
espeso y peculiar de miles de sauces. Veo mujeres caminando con
sus bolsas de compras en las
manos. Veo oficinistas sin apuro. Veo niños mamando la
dulce leche de los
senos de sus madres; veo niños durmiendo; niños
jugando y niños haciendo las tareas escolares. Veo a
hombres y mujeres haciendo el amor antes
de exhalar el orgasmo, el inútil y visceral grito de
protesta frente a la muerte.

La luz del sol corre por las calles y las plazas, trepa
sobre casas y edificios y se desparrama sobre la sabana de
colores que
circunda la ciudad.

Veo el haz de luz blanquísimo, en el instante
preciso que estalla la materia liberada y comprendo que estoy en
Hiroshima a la hora exacta en que la bomba de todas las bombas, troncha y
aniquila en una fracción de segundo, los pequeños
sueños de seres pequeños e inocentes.

Veo a San Martín hablando con Lord Mc Duff en el
momento que recibe un sobre con precisas
instrucciones.

Veo la imagen de un gran Banco y luego un
despacho privado de ese mismo Banco en el momento en que unos
hombres hacen planes financieros para después de
Waterloo.

Veo a Isabel II nombrando caballero a Francis
Drake.

Veo la Catedral de San Pedro en el Vaticano y a
Jesucristo caminando descalzo por la nave central.

Veo una cadena de ADN rotando con
una perfecta sincronía, mientras los síntomas de
los males físicos y espirituales, se fijan en precisos y
determinados rincones cerebrales.

Veo el Guernica de Picasso.

Veo las muertes en el Coliseo romano, los asesinatos
colectivos de hombres y mujeres ruidosamente festejados por otros
hombres y mujeres.

Creo escuchar una voz de mujer que me llama, pero no
puedo sustraerme a la obsesión que me producen las
imágenes.

Me veo en medio de una urbe intemporal. Es Buenos Aires, mi
ciudad. Los colores se funden en un tono gris borroso. Estoy en
medio de hombres, mujeres y niños que pasan a mi lado
perseguidos por hombres que empuñan revólveres y
metralletas. A diestra y siniestra se escuchan explosiones. Los
gritos de dolor suben desde las plantas de mis
pies y ascienden hasta mi cerebro haciendo estallar mis neuronas
en un holocausto de
angustia.

Veo a Dostoievski corriendo por una oscura callejuela de
Moscú perseguido por un iracundo Raskolnikoff.

Veo a Oppenheimer y a dos uniformados, rezando con las
manos en alto frente al púlpito de una Iglesia
franciscana.

Veo el rostro de La dama del velo de gasa que
inmortalizara Leonardo.

Veo a un pequeño grupo de hombres escribiendo
afanosamente por encargo de un actor inglés
de un pueblo de extraño nombre.

Veo a Galileo en el momento de pronunciar su famosa
frase.

Veo a Freud
soñando que sueña.

Veo a Einstein, arrepentido, tratando de borrar de la
pizarra la frase que habría encolerizado a
Dios.

Veo a Judith con la cabeza de Holofernes en la
bandeja.

Veo a Nietsche abrazado al cuello de un
caballo.

Veo a Schweitzer en su dispensario selvático,
interpretando a Bach frente a negros muy pobres

Veo un salón. La imagen traspasa las paredes del
sótano en una visión tridimensional de fondo plano.
La mampostería es ciega de ventanas.

Veo ingresar a la sala a hombres jóvenes,
mujeres, ancianos y niños. Una mezcla de espanto y
angustia intolerable se dibuja en sus rostros. Hay algo de
grotesco en los cuerpos y las expresiones; parecen
imágenes salidas de lienzos ignotos de Brueghel y
Goya.

De pronto, desde varios orificios a la altura del
zócalo, surge un vapor blanco y grisáceo que
empieza a extenderse a lo largo y ancho de la sala.

Veo como cada uno de los integrantes del compacto grupo,
se miran e interrogan entre sí.

Veo a niños llorando aferrados a sus
madres.

Veo a hombres y mujeres haciendo nones con la cabeza; a
otros que alzan los brazos y a unos pocos golpeando la puerta que
ha sido cerrada desde el exterior.

Mientras la mancha lechosa rapta por el piso y asciende
lenta y sostenidamente hacia arriba en forma de inasible niebla,
los miedos individuales parecen hincharse hasta convertirse en
gritos aislados que también crecen en
desmesura.

Todas las manos tratan de cubrirse las bocas y las
narices.

Se oyen toses roncas y guturales.

Un sordo zumbido de motores se
extiende por la sala.

Cuando la mancha lechosa tiene varios pies de altura,
los cuerpos de los niños y ancianos son los primeros en
caer. Se oye el sonido seco de los cráneos golpeando
contra el piso. Caen y se quedan rígidos.

En menos de un minuto se ha formado una pira que va
tomando la forma de una pirámide. Los cuerpos se
atropellan tratando de ganar altura.

Ahora los gritos han perdido identidad y
sólo se oye un formidable y sostenido aullido.

Las mujeres y los hombres jóvenes trepan
desesperadamente por la masa de carne conformada por los ancianos
y los niños. Algunas madres se abrazan a los cuerpos
inertes de sus hijos, en medio de espasmódicas
convulsiones. Pero otras madres y otros padres, pisotean los
cadáveres de los más pequeños. Luego se
toman de brazos retorcidos, pisan espaldas y piernas, tratando de
abrirse paso hacia la cima.

La mancha lechosa crece y crece. Los hombres
jóvenes golpean ferozmente a las mujeres en el afán
de alcanzar la parte más alta de la pirámide
humana.

Pronto, cesan las toses y los gritos de espanto
femeninos.

Durante unos segundos, oigo las voces masculinas que
parecen pugnar por lanzar el último alarido.

El más fuerte de todos conquista la última
cota de cadáveres. Segundos después, también
muere por efecto del monóxido de carbono.

En esos momentos oigo una voz de mujer que me llama.
Pienso que es Beatriz Viterbo reclamando mi presencia desde el
sótano. Yo respondo pero ella no me oye. De alguna manera,
el inasible Borges ha cerrado la puerta del
sótano.

Ahora lo comprendo todo. Borges ha sido engañado.
Beatriz Viterbo y Carlos Argentino han sido engañados.
Todos los espíritus mesiánicos también. El
Aleph no está en un punto definido del espacio tiempo. Ni
siquiera en varios a la vez. El Aleph es la vida. La vida es El
aleph.

????????????????????????????????????

"-Ernesto, despierta. Hace rato que te estoy
llamando
.

Abro los ojos. Es Matilde; la abnegada Matilde, la mujer que no
creo merecer.

El recuerdo de Beatriz Viterbo, de mi infancia en Rojas,
de Borges y el Aleph, aún está fresco en la
memoria. El estropicio neuronal no puede disipar las tinieblas;
sin embargo, respiro aliviado ante la idea de que no ha sido
más que una extraña pesadilla.

"-Creo que tuve una pesadilla,
Matilde.

"-Ni me lo digas. Desde que llegaste a la madrugada
no he podido dormir…

"-¿La madrugada…?

Matilde ríe, mientras trata de poner en mis
temblorosas manos una regocijante taza de café.

-La borrachera, Ernesto, la borrachera. Tu ropa
rezumaba alcohol.

Siento que la confusión se instala nuevamente en
mí.

Creo ver en el rostro de Matilde un halo de
preocupación.

Necesito recomponer mi propio rompecabezas. Por cierto,
no recuerdo de manera precisa dónde había estado
luego del curso de Teosofía. Como si fuere obra de un
hecho absurdo, lo único coherente parece ser mi
incursión onírica. Por suerte, Beatriz
continúa siendo la Beatriz Viterbo de los buenos
días y hasta el sábado que viene.
¿Qué había hecho entonces desde el momento
que me despidiera de mis compañeros de curso? Recordaba
vagamente- sólo vagamente- que había estado toda la
tarde con el editor de mi nueva novela, con el cuál- entre
otras cosas- habíamos acordado definir el título-
ya había tomado la decisión de que fuera El
Túnel y no otro- y hablar sobre las pruebas de
galera; luego una invitación para cenar, con el fin de
celebrar el inminente lanzamiento de mi nueva obra ;lo
único que tengo en claro es que por primera vez, desde mi
nueva vocación, pienso estar en condiciones de hacerme un
pequeño lugar en el mundo de las letras. Más
allá de los resultados concretos librados a la
opinión de la crítica
especializada y a la de los propios lectores, al menos
tenía la íntima satisfacción de que a
través de Juan Pablo Castel, su personaje medular,
había podido expresar parte de las dudas existenciales que
me atormentan cotidianamente.

Mientras me ducho decido no transmitirle a Matilde mi
angustia respecto a la incipiente amnesia. Amnesia atribuida a mi
excesivo cansancio intelectual y -por qué no- a las
tribulaciones del alcohol al cuál no soy
afecto.

Le digo a Matilde que yo mismo buscaré el
periódico del domingo, a fin de despejarme un poco.
Solícita como siempre, me regaña amablemente,
advirtiéndome que el frío es intenso y que no salga
sin el abrigo. Así lo hago.

Ya en la calle, no puedo evitar que las insidiosas
imágenes del tortuoso sueño se instalen nuevamente
en mi cerebro. Me digo entonces que Freud sólo
había dado la puntada inicial respecto a los intrincados
laberintos psicológicos que subyacen en la naturaleza de
los sueños, pero que aún estábamos muy lejos
de desentrañar el arcano mecanismo de los
mismos.

Literalmente tomado por los pensamientos, no me
doy cuenta que tengo el periódico
en mis manos y que el canillita me mira con cierta indulgencia
aguardando que le pague.

"-Se lo nota un poco cansado,
Doctor…

"-Sí, cansado; un poco cansado.
Cóbrese, por favor.

En esos momentos, junto con el dinero,
extraigo de mi bolsillo una tarjeta. La memoria me remite a uno
de los avatares de la pesadilla; más precisamente, en el
momento que había guardado en el abrigo la tarjeta
caída del bastidor. La leo: Juan Pablo Castel.
Pintor.

(*) Textual, de un reportaje del diario
"Clarín" a Ernesto Sábato.

(**)Versos del autor.

NOTA: Algunos pasajes de los diálogos que
tiene como protagonista al entrañable Ernesto
Sábato( de quien me considero condiscípulo) han
sido extraídos de reportajes realizados al escritor por el
diario "Clarín".

 

José Manuel López
Gómez

lopezgomez7[arroba]yahoo.com.ar

Español.

ARGENTINA.

Página Web en español:
www.sanesociety.org/es/JoseManuel

Página Web en inglés: www.sanesociety.org/en/JoseManuel

Blog: http://JoseManuelLopezGomez.tripod/blog

 

Partes: 1, 2, 3
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