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Huellas de una noche ? Cuento (página 2)




Enviado por dpenanina



Partes: 1, 2

-Por la mañana sólo deseo fruta, al
mediodía una sopa y por la noche, pescado frito -le
respondió Porfirio, sin desatender lo que
hacía.

-Me parece muy bien lo de la sopa al mediodía y
el pescado frito por la noche. A mi también se me antojan
ambas cosas, sólo que, como me gusta complacerte, no te
las quise sugerir -observó Elvira.

Una hora más tarde, con la claridad del
día y el bullicio de la calle, despertaron los niños y
todos desayunaron juntos. Una que otra broma de Porfirio sobre la
forma en que comían los niños y la inevitable y
característica risa de Elvira, hicieron que el rato fuera
ameno.

Poco después, Porfirio se despidió con
besos de su mujer y de sus
hijos; Elvira se dispuso a continuar con sus labores
hogareñas y los niños salieron al solar
vacío, que estaba a un lado de la casa, a iniciar sus
interminables juegos, que
sólo finalizarían después que su madre los
llamara varias veces, a la hora de comer, al
mediodía.

La mañana resultó agotadora para Porfirio.
Muchos pedidos se hicieron, a su oficina, y todos,
curiosamente, como cómplices enlazados, con el
colofón resaltado de ¡urgente! El teléfono no dejó de sonar y las dos
secretarias se pasaron las horas tomando notas que luego pasaban
a Porfirio.

Eran tantas, que él no sabía a cuál
debía atender primero, aunque de manera instintiva las fue
acomodando en un orden que daba preferencia a los amigos y
clientes
habituales, dejando al final las peticiones de los clientes
esporádicos y los desconocidos.

La magnitud del trabajo no
permitió que él ni las secretarias pudieran hacer
el receso habitual para ir a sus casas a comer. El recuerdo de la
sopa encargada a su mujer no tuvo ocasión de aflorar en su
memoria. No
recordó la sopa ni ninguna otra comida. El tanto trabajo
no le permitió sentir la sensación de hambre,
aunque en varias ocasiones tomó agua fresca
para mitigar la sed. No obstante, en un momento oportuno
solicitó por teléfono una pizza y refrescos paras
las secretarias y el mensajero.

Eran casi las seis de la tarde cuando Porfirio
ordenó a su gente que suspendieran las labores.

-Mañana será otro día.
Váyanse ahora a descansar. Después de todo no hay
que olvidar que los excesos son malos.

-¡Qué buen jefe es Porfirio!, y qué
comprensivo -comentaban los empleados al salir y buscar la forma
de llegar a sus hogares cuanto antes.

Iban a dar las siete cuando Porfirio llegó a su
casa. Todavía el sol brillaba,
aunque tenuemente. Fue inevitable darle explicaciones a Elvira
por no haber ido a comer al mediodía y llegar una hora
más tarde de lo acostumbrado.

En cuanto a ella, Porfirio no sabía si darle
más importancia a la preocupación que le
causó su ausencia o a su fastidio por haberle preparado la
sopa; misma que tendría que tirar, si él
persistía en su interés
por cenar pescado frito, ya que a ninguno en la casa le gustaba
comer, recalentada, la comida que había sobrado el
día anterior.

Para salir del apuro, a Porfirio no le quedó
más remedio que valerse de algunas tácticas
afectivas. Dando un giro total a la conversación
comenzó a estimular el ego natural de su mujer,
diciéndole que a pesar del cansancio se sentía muy
bien porque ella lo había esperado reluciente, como un
astro que no necesita del sol.

Destacaba el cuidado de su pelo, el brillo de sus ojos,
la sensualidad de sus labios, el embrujo de su sonrisa. Le
habló de las curvas infinitas de su cuerpo, que dibujaban
una femineidad perfecta y hacían inimaginable el
antecedente de sus cuatro embarazos, y la magia loca con que lo
envolvía a la hora de hacer el amor, hasta
llevarlo a una serie de suspiros y espasmos y luego un
sueño profundo que no perturbaba ningún ruido.

-Eres un loquito -le dijo ella, olvidando su larga
permanencia en la oficina.

-De eso, la culpa la tienes sólo tú
-murmuró Porfirio, satisfecho por el resultado
obtenido.

Eran las once de la noche. Elvira y Porfirio, fatigados
del amor se
murmuraron las buenas noches sin entreabrir los ojos. Los
envolvía un sudor entremezclado con el olor de los
dos.

El silencio parecía un cómplice que
favorecía y profundizaba su sueño. Y ellos, con los
músculos sueltos y las extremidades estiradas sin
ningún orden.

Una silueta silente se acercó a la cama. Les
iluminó los rostros con un foco de mano potente,
enceguecedor.

-Ninguno se mueva, si quieren seguir viviendo. Esto es
un atraco.

Porfirio procuró protegerse las pupilas de la
hiriente luz,
cubriéndose los ojos con una mano.

Con más conciencia de la
realidad, Elvira no se movía. Apenas respiraba sin
esfuerzo, en un movimiento
imperceptible, de supervivencia.

-Lo siento. ¿Qué dice usted?
-preguntó Porfirio, adormilado.

-Esto es un asalto. ¿Dónde tienen el dinero
-preguntó una voz que a Porfirio le pareció que
surgía del centro mismo de la luz.

-¿Atraco? ¿Dinero?
Está loco, ahora verá.

Se impulsó con agilidad; pero volvió a
caer sobre la cama y ahora, cuando respiraba, penosamente, el
aire se le
escapaba por dos grandes heridas en el pecho de las que manaba
sangre
espumosa y caliente, abundantemente.

Elvira siguió inmóvil. Entretanto,
Porfirio encogió el cuerpo sobre sí mismo, en una
agonía fetal.

-Les dije que se estuvieran quietos si querían
seguir viviendo. Pero tú no hiciste caso. Ahora
tendrás que estar quieto hasta que acabes de
morirte.

-Y tú -rugió la misma voz,
refiriéndose a Elvira-, un sólo movimiento en falso
y te vas a hacerle compañía al mismo infierno.
Ahora dime, ¿dónde está el
dinero?

-Aquí no hay dinero, señor. Lo del negocio
siempre se lleva al banco y por la
mañana se saca lo de la caja chica..

La sacó de la cama sin que ella supiera
cómo y la arrastró, jalándola por el pelo,
hasta la sala. Elvira sintió la alfombra fría, al
recostar la espalda en ella, después de que, con dos o
tres tirones, la despojaron de toda la ropa.

-Entonces, tendrás que pagar con tu cuerpo
-observó la voz.

Elvira no supo nada más hasta que despertó
unas horas más tarde. Pero al levantarse, por entre las
piernas le escurrió un líquido blanquecino, espeso
y oloroso. Sin limpiarse corrió a su cuarto y allí
encontró a Porfirio descolorido, con los estertores de
la
muerte.

Durante el mortuorio, a Elvira le faltaron
lágrimas y voz para llorar la muerte de su
marido. Junto a sus hijos se aferró a la caja, a la hora
que llegó el carro fúnebre, mientras suplicaba, ya
ronca:

-¡Ay no se lo lleven, no se lo lleven!

La casa se mantuvo llena de gente durante los treinta
días de luto de rigor. Nadie osó siquiera, durante
ese tiempo,
preguntar por la ubicación del aparato de música o del
televisor. Nadie preguntó a Elvira sobre la forma en que
acontecieron los hechos trágicos. Al parecer, todos
respetaban su pena, su angustia, su deseo reprimido de venganza,
su derecho a olvidar los malos momentos aquellos.

Algunos sospechaban que debió haber habido algo
de lucha, de forcejeo, al menos; otros imaginaban que les robaron
todo y se preguntaban si, entonces, había valido la pena
resistirse y haber provocado las dos puñaladas en el pecho
que arrancaron la vida a Porfirio.

Pero todos callaban, sorbían hacia sus adentros
las muchas dudas y decidían esperar pacientemente a que
todo se supiera.

– Tarde o temprano se sabrá todo -se
decían.

Diez días después de cumplido el mes de la
tragedia, una mañana, Elvira sintió náuseas
al levantarse y más tarde vomitó el desayuno. Hasta
entonces no había deparado en que llevaba veinte
días de retraso. Su menstruación era precisa, no se
adelantaba ni se retrasaba. De modo que la causa del retraso no
podía ser otra, sino un embarazo. En
ese momento recordó la noche de la tragedia.
Imaginó lo que sucedió mientras estuvo desmayada y
que antes, por temor o por rabia, no había considerado
siquiera como posibilidad.

– ¡Desgraciado! -balbuceó, al pensar en el
asaltante. Alguien a quien ni siquiera pudo verle la cara.
Recordaba claramente su voz. Aquella voz enérgica que se
limitó a dar órdenes, después que
anunció que aquello era un asalto. Se tocó el
vientre, incrédula, y le pareció sentir un espasmo.
Entonces comprendió que su vida ya nunca volvería a
ser la misma. Luego empezó a sollozar mientras se alisaba
el pelo con las manos.

Una duda repentina acaparó su atención. Dejó de llorar. Se
quedó quieta. Tenía que esperar. Esperar muchos
meses para saber si ese niño que llevaba en el vientre era
hijo de su marido, si era hijo del asesino, o, si acaso, era hijo
de los dos.

 

Domingo Peña Nina

Partes: 1, 2
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