La noción de la especie social tiene la gran
ventaja de proporcionamos un término medio entre las dos
concepciones contrarias de la vida colectiva que durante mucho
tiempo se han
disputado los espíritus; quiero decir: el nominalismo de
los historiadores y el realismo
extremado de los filósofos. Para el historiador, las
sociedades
constituyen otras tantas individualidades heterogéneas,
incomparables entre sí.
Cada pueblo tiene su fisonomía, su constitución especial, su derecho, su
moral y su
organización económica que
sólo a él convienen; así, toda
generalización es más o menos imposible. Para el
filósofo, por el contrario, todos esos particulares
agrupamientos llamados tribus, ciudades, naciones, sólo
son combinaciones contingentes y provisorias sin realidad propia.
No hay otra cosa real que la humanidad y es de esos atributos
generales de la naturaleza
humana de donde proviene toda la evolución social. En consecuencia, para los
primeros la historia sólo es una
sucesión de acontecimientos que se encadenan sin
reproducirse; para los segundos, esos mismos acontecimientos
carecen de valor y de
interés, si no en cuanto ilustran las
leyes
generales que están inscriptas en la constitución
del hombre y que
dominan todo el desarrollo
histórico. Para aquéllos lo que es bueno para una
sociedad no
podría aplicarse a las otras.
Las condiciones del estado de
salud
varían de uno a otro pueblo y no pueden determinarse
teóricamente; es una cuestión de práctica,
de experiencia, de tanteos. Para los otros, pueden ser calculadas
de una vez por todas y para el género
humano en su totalidad. Parecería, pues, que la realidad
social sólo pudiera ser objeto de una filosofía
abstracta y vaga o de monografías puramente descriptivas.
Pero se ve una salida a esta alternativa si se reconoce que entre
la confusa multitud de las sociedades históricas y el
concepto
único, pero ideal, de la humanidad, hay intermediarios,
que son las especies sociales. Efectivamente, en la idea de
especie se encuentran reunidas tanto la unidad que exige toda
investigación verdaderamente
científica, cuanto la diversidad dada en los hechos, ya
que la especie es idéntica en todos los individuos que
pertenecen a ella y, por otra parte, las especies difieren entre
sí. Sigue siendo verdad que las instituciones
morales, jurídicas, económicas, etcétera,
son infinitamente variables,
pero estas variaciones no son de tal índole que no
ofrezcan asidero alguno al pensamiento
científico.
¿Pero cómo hay que hacer para constituir
esas especies?
A primera vista, puede parecer que no hay ninguna otra
manera de proceder que estudiar cada sociedad en particular,
hacer una monografía lo más completa y exacta
posible y luego comparar todas esas monografías entre
sí, para ver en qué concuerdan y en qué
divergen; entonces, según la importancia relativa de esas
similitudes y esas divergencias, clasificar los pueblos en
grupos
parecidos o diferentes. En apoyo de este método,
debemos destacar que es el único aceptable en una ciencia de
observación. Efectivamente, la especie
sólo es un resumen de individuos; ¿cómo
constituirla, entonces, si no se comienza por describir a cada
uno de ellos, y describirlo enteramente? ¿No es acaso una
regla elevarse a lo general sólo después de haber
observado lo particular y todo lo particular? Es por ello que a
veces se ha querido aplazar la sociología hasta la época
infinitamente alejada en que la historia ha llegado, en su
estudio de las sociedades particulares, a resultados lo bastante
objetivos y
definidos como para poder ser
comparados con utilidad.
Pero en realidad, esta circunspección sólo
tiene la apariencia de lo científico. En efecto, es
inexacto que la ciencia
sólo pueda instituir leyes después de haber
revisado todos los hechos que ellas expresan, ni formar
géneros sólo después de haber descrito
integralmente a los individuos que ellas comprenden.
El verdadero método experimental tiende
más bien a sustituir los hechos vulgares, que sólo
son demostrativos a condición de ser muy numerosos y que,
por lo tanto, sólo permiten conclusiones siempre
sospechosas, por los hechos decisivos o cruciales, como
decía Bacon, que, por sí mismos e
independientemente de su número, tienen valor e
interés científico. Es sobre todo necesario
proceder así cuando se trata de construir géneros y
especies. Ya que hacer el inventario de
todos los caracteres que corresponden a un individuo es
un problema insoluble. Todo individuo es un infinito y el
infinito no puede ser agotado. ¿Habrá que tener en
cuenta sólo sus propiedades esenciales? ¿Pero de
acuerdo con qué principio podrán seleccionarse?
Para ello es necesario un criterio que supere al individuo y que
las mejores monografías son incapaces de proporcionarnos.
Aún sin llegar a un punto tan riguroso, puede preverse que
mientras más numerosos sean los caracteres que sirvan de
base a la clasificación, más difícil
será también que las diversas maneras que se
combinen en los casos particulares, presenten semejanzas
suficientemente francas y diferencias lo bastante tajantes, como
para permitir la constitución de grupos y subgrupos
definidos.
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