El discurso de la calidad total o el cómo maniatar el proceso de enseñanza-aprendizaje
"El mercado
ofrece libertad a
quien tiene los medios
necesarios, pero promete bien poco en materia
de
igualdad"
( Fernández Enguita, 2001: 76)
El concepto de
calidad que
hoy estamos acostumbrados a escuchar en el ámbito
político-educativo dista mucho de ser verdaderamente
propiciador de la mejora de tal proceso, en
tanto en cuanto dicho concepto está regido por una manera
de entender el mismo como un bien de consumo
más, en donde priman las leyes de la
oferta y la
demanda en
detrimento de otras propuestas más igualatorias, justas y
democráticas.
Es la llamada calidad total, la
cual intenta equiparar la educación con un
determinado servicio cuyo
fin último es satisfacer al cliente.
Pero… ¿Quién es considerado
cliente?, para este modelo de
gestión, "cliente no es todo el mundo o
cualquier persona, sino los
individuos compradores o usuarios del servicio, que reúnen
los requisitos o expectativas que determinada empresa
prevé" (Fernández Sierra, 2002: 79). Y…
¿Quiénes no puedan comprar dicho servicio?, esta
pregunta no sería ni digna de ser cuestionada, por
aquellos que defienden este discurso, ya
que los "no habilitados para comprar" simplemente no se les tiene
en cuenta porque no interesan.
Desde esta perspectiva los alumnos/as son tratados como
clientes
externos, y en lugar de ser considerados como personas capaces de
reconstruir la realidad existente intentando cuestionarla,
juzgarla y dando una alternativa más humanitaria en aras
de su formación como ciudadano crítico, reflexivo,
autónomo y libre, los mismos se limitarían a ser
meros "utilitarios" de dicho servicio.
El discurso de la calidad total intenta potenciar el
currículum tecnológico, en la medida en que
sólo determinados grupos de
poder poseen
libertad para decidir los objetivos que
deben cumplirse durante el año escolar, en este sentido
los docentes
serían meros transmisores de un saber preestablecido,
interesado y cuanto menos poco educativo en aras de satisfacer
los intereses de quienes gestionan dicho saber,
estableciéndose de tal modo una serie de jerarquías
cuya cúspide estaría ocupada por los que
podríamos denominar "gestores del saber".
Habría que incidir en la idea de que desde el
mismo momento que en el proceso de enseñanza–aprendizaje se
acepta y/o promueve el establecimiento de jerarquías (en
donde, existen personas que dependiendo de su estatus tienen
mayor poder de decisión que otras que en teoría
influyen tanto o más directamente en dicho proceso), se
insta a que el mismo nada tenga que ver con ese fenómeno
enriquecedor, formativo, ético, justo, igualitario,
democrático, socializador, etc, al que llamamos educación.
Esta forma de "gestión jerárquica" como
diría Carrasco Rodríguez (1999)
"convertirá a los centros educativos en sistemas
organizativos eficaces para obtener ciudadanos a medida de las
estructuras
sociales existentes" (pág. 19).
Desde este enfoque, de la calidad total, procesos tan
sumamente complejos como la evaluación, tendrían como fin
último la satisfacción del cliente,
sirviéndose de un modelo basado en la "rendición de
cuentas" desde el
"primer y segundo eslabón de la cadena educativa"
(alumnos/as y profesores/as) hacia aquellos que tienen el poder
de tomar las decisiones que consideren oportunas en materia de
objetivos, organización, contenidos…y a sus
posibles cambios.
Con lo cual, tanto evaluaciones internas como externas
pasarían de ser un elemento facilitador y proclive hacia
la mejora educativa, para convertirse en un elemento de control
directivo, que no casa con la reflexión, debate…
sobre la práctica diaria en aras de un verdadero progreso
en el quehacer cotidiano.
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