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La política y la Logia: José Hernández y sus coincidencias con el presidente Sarmiento en 1870 (página 2)



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"Los salvajes unitarios están de
fiesta"

Esta frase se convirtió en la segunda mitad del
siglo XX en una de las más memorables del catecismo del
revisionismo histórico que encontró en ella la
síntesis del odio y el resentimiento que el
liberalismo
mitrista expresó después de Pavón contra la
causa federal. José Hernández es el autor de la
misma y la formula como inicial golpe de efecto de una serial
folletinera que publica en El Argentino de Paraná a
poco de conocerse el brutal asesinato de Peñaloza.
Más allá del evidente anacronismo de la misma (en
1863 nada quedaba de la "feliz experiencia rivadaviana" ni nadie
seriamente intentaba reeditarla), da cabeza a un escrito que si
bien elaborado con explícito maniqueísmo binario en
el que enfrenta a un Chacho "…valiente, generoso y
caballeresco…uno de aquellos corazones que no conocen
jamás el odio, el rencor, la venganza ni el miedo"
desigualmente enfrentado a esos "salvajes unitarios" del Partido
de la Libertad de
porteños y aporteñados, sorprendentemente introduce
una actitud
crítica
respecto a la figura del jefe del federalismo. Para
Hernández, Urquiza después de su equívoca
actuación en los sucesos de Pavón nunca
volverá a defender la causa federal con las armas sino que
"se entregará como inofensivo cordero al puñal de
los asesinos". Profética definición que erró
solamente en un detalle: que asesinos empuñarían el
puñal.

Pero no nos adelantemos en la crónica. A fines de
1864 Hernández que continúa en Paraná se
suma al clamor federal de defender Paysandú,
bastión de los blancos orientales que es sitiada por el
caudillo colorado Venancio Flores (el mismo de la degollina de
Cañada de Gómez) con la ayuda de fuerzas
brasileñas de mar y tierra y la
complicidad del gobierno
argentino que paga así los buenos servicios que
le brindara Flores poco tiempo
atrás Los federales entrerrianos reclaman la
actuación de Urquiza en defensa de la ciudad sitiada, pero
éste no se mueve argumentando neutralidad, continuando con
su titubeante línea política que al final
se le revelará literalmente suicida. Entonces
Hernández se moviliza junto a amigos, militantes e
intelectuales
(lo acompañan entre otros destacados federales
porteños, Carlos Guido Spano) hacia el lugar pero llegan
cuando los sitiados ya han sido derrotados tras ser el poblado
literalmente reducido a escombros por el bombardeo de la escuadra
imperial. Logra rescatar a uno de los infortunados defensores, su
hermano Rafael, evitándole correr la misma suerte que la
sufrida por el jefe de la plaza vencida Leandro Gómez, que
es fusilado una vez rendido, y retorna a Paraná con un
indecible odio a Mitre y al mitrismo y un fuerte resquemor hacia
la figura de Urquiza.

En 1867 y 68 participa activamente en la política
correntina apoyando a la gestión
del federal Evaristo López, del que será su
ministro de gobierno. Derrocado aquel por una asonada liberal, se
involucra en las múltiples e infructuosas peripecias para
reponerlo, llegando a entrevistarse junto al mandatario
provincial depuesto con el flamante presidente de la Nación,
Domingo Faustino Sarmiento. No es la primera vez que se ven. El
encuentro inicial será recordado mucho después con
desprecio por Hernández en rencorosas páginas.
Escribirá en 1875:

"Hace aproximadamente quince años, tuvo lugar en
Santa Fe, una Convención Nacional para considerar las
reformas que Buenos Aires presentaba a la Constitución. Ocupábamos en ella el
puesto de taquígrafo. En la silla derecha, en el primer
asiento, se encontraba un convencional que se revolvía
agitándose continuamente en la silla. Miraba a todas
partes como un desaforado, manifestando en todos sus movimientos
una agitación y algo de un malestar que no le
permitía permanecer tranquilo. De pronto hace un movimiento
rápido y se saca un botín, a pocos minutos el otro,
coloca los pies cubiertos solo con las medias, sobre aquellos
zapatos que tanto lo habían mortificado, y respirando
fuertemente, como quien se libra de una gran incomodidad,
permanece tranquilo, como en el retiro de su casa, delante de la
respetable asamblea. Ese hombre era el
Sr. Sarmiento, y ese fue el día y las circunstancias en
que le conocí, bajo la impresión que cada uno de
los lectores puede calcular que produciría en el
observador, aquel hecho de intimidad y confianza con la
Convención y con el público. De allí parten
mis relaciones de vista con el Sr. Sarmiento, por quien
después he sido perseguido sin tregua".

La
segunda generación romántica

Sin embargo no siempre Hernández ha sido
perseguido sin tregua por Sarmiento. Hubo una tregua
tácita e interesada que pudo haber fructificado en una
comunión de intereses. Hacia 1868 la figura de
Hernández constituía el emergente más
notable de lo que el grupo liberal
porteño llamó despectivamente "la segunda
generación romántica", curiosa forma de ocultar la
naturaleza
militante tanto literaria como política de sus miembros.
Carlos Guido Spano, Olegario Andrade, Miguel Navarro Viola y
Estanislao Zeballos integraban una lista a la que se
podría sumar al blanco oriental Luis Alberto de Herrera,
que habían asumido la tarea de atestiguar la tragedia del
federalismo del interior argentino a manos de los
ejércitos porteños.

Frente a la campaña de desinformación de
la prensa mitrista,
estos escritores y publicistas, igualmente facciosos, afirman la
existencia de un federalismo constitucionalista y
antiporteño que pese a la tarea de aniquilación que
sufrió tras Pavón, sigue siendo el eje desde el
cual pensar el futuro de Nación.

De todos ellos, nadie como Hernández entiende las
posibilidades que abre la presidencia de Sarmiento. Frente a la
decadencia del Partido de la Libertad, desgastado a tal punto por
la guerra contra
el Paraguay y la
resistencia del
interior mediterráneo, que Mitre no puede imponer su dedo
elector para ungir a su propio candidato, logrando apenas cerrar
el camino a una segunda presidencia de Urquiza con la candidatura
transacional del sanjuanino; Hernández avizora nuevas
oportunidades para la causa federal, veterana de tantas
derrotas.

Hernández es un político consumado que
inflama a la prédica que desde 1869 exterioriza desde
El Río de la Plata, una efectiva dosis de
oportunismo a valores que el
entiende fundamentales. Su federalismo es sincero, como sincero
es su furibundo antimitrismo. Pero ambos valores nunca se
convierten en artículo de fe. Racional antes que
dogmático, Hernández entiende que es necesaria una
reformulación de las prácticas facciosas que ha
tenido que sobrellevar el federalismo en esa década de
discordia civil.

En el nuevo consenso nacional que se avizora, la
militancia federal puede engrosar el mismo en pie de igualdad a las
facciones liberales que han roto lanzas con un mitrismo que ha
pasado a ser oposición, tras pretenderse durante los
años de la presidencia de su jefe, oficialismo
hegemónico a horcajadas de la moderación y de la
brutalidad alterna de sus medidas de gobierno.

En esta clave se entiende el apoyo entusiasta de
Hernández al encuentro conciliatorio de 1870 de su enemigo
de ayer (Sarmiento) con el menguado pero jefe al fin del
federalismo (Urquiza). En esa hora histórica estas tres
figuras integran por derecho propio lo más influyente de
la clase
política.

Grandes y aceptados masones

Esta comunión de intereses en principio
divergentes tiene también como dato no menor (aunque
siempre se lo tiende a minimizar) la común pertenencia a
una institución heterogénea y por tanto
difícil de clasificar en sentido unívoco: la
masonería. Ha fines de esa conflictiva década ser
masón no es solo una moda para
Hernández. Es la forma políticamente correcta de
identificarse con un liberalismo despojado decorosamente de su
halo mitrista. Ese redefinido liberalismo no es incompatible con
el ideario federal. Por el contrario es el Partido de la Libertad
el que no se adecua a las nuevas circunstancias. Aún en
cuestiones aparentemente tangenciales como la práctica
externa de los rituales masónicos. En esa clave se
entiende la reticencia ceremonial y militante de un antiguo
hermano masón, Bartolomé Mitre.

Hernández ofrece en cambio una
adhesión sin reticencias a la masonería. La
entiende un vehículo ideal para mediar en la coyuntura
política, dado que todos los hombres de importancia de las
distintas facciones que buscan –con la explícita
excepción del mitrismo porteño- ese "nueva
unanimidad nacional" superadora de los sombríos furores
del pasado inmediato, pertenecen con mayor o menor grado de
compromiso a la Gran Logia de la Argentina de grandes y aceptados
masones.

La gran conciliación producida en el palacio San
José en febrero de 1870 amerita también entonces el
ser leída como el encuentro entre el gran hermano
Sarmiento con el gran hermano Urquiza.

Y es en esa clave en la que el gran hermano
Hernández hará visible el hecho político a
través de las páginas de El Río de la
Plata
, decidido vocero en esos días de ese liberalismo
moderado que hace jugar en la misma sintonía que el
federalismo, a una opinión
pública porteña que entiende receptiva a dejar
de lado su mitrismo de ayer por anacrónico y sectario, y
asumirse protagonista junto a sus cofrades del interior de la
nueva situación. Tarea no tan difícil como en un
principio parece, toda vez que la masonería se convierte
en el sostén de este nuevo credo liberal, igualitario y
democrático. Si a la vez el federalismo, expurgado de su
rémora rosista, se torna en su defensa acérrima de
la constitución jurada en Santa Fe en 1853, también
igualitario y democrático, el consenso del que
Hernández se asume como vocero, está arribando a
puerto seguro. Sin
embargo la tempestad está al acecho, pronta a hundir esa
esperanza.

Sangre en Entre Ríos

La primera es la Justo José de Urquiza, que el 11
de abril de 1870 se hace reguero corriendo por los pasillos de su
epicúreo palacio del naciente entrerriano. El asesinato no
fue obra de los enemigos de otrora sino de sus cansados
partidarios que encabezados por su segundón Ricardo
López Jordán, terminaron con su gobierno y su
persona.
José Hernández es amigo de varios de los cabecillas
de la revolución
provincial. Con un optimismo que le ciega su habitual agudeza de
análisis, cree que aún es posible
salvar la frágil entente establecida entre el gobierno
nacional y el federalismo entrerriano.

Así no ha pasado una semana de la muerte de
Urquiza cuando en El Río de la Plata manifiesta su
esperanza de que López Jordán castigue a los
perpetradores del crimen que lo benefició y llame a
elecciones para gobernador, excluyéndose de la puja para
demostrar su intención de no ser un obstáculo en el
proceso de
acercamiento con Sarmiento iniciado por el finado Capitán
General.

Pero el sobrino del ya legendario Pancho Ramírez no
puede o no quiere dar esas muestras de conciliación.
Tampoco lo acepta el gobierno nacional. Sarmiento lanza toda la
fuerza de un
ejército fogueado en los esteros paraguayos y armado con
parámetros modernos contra el jornadismo, a quien no le
queda sino una resistencia desesperada. El desenlace del conflicto se
torna obvio: por vez primera ametralladoras Krupp se enfrentan a
chuzas y tacuaras.

Entre las huestes de derrotados se encontrará
José Hernández, que tras cerrar su diario en
Buenos Aires
se suma lealmente a la causa jordanista. Su trayectoria convierte
a ese paso en ineludible. El primer alzamiento termina entonces
en previsible derrota para el federalismo entrerriano, partiendo
sus dirigentes al exilio. Será en esa difícil
situación cuando Hernández parirá el
personaje que lo sobrevivirá y oscurecerá sus
múltiples facetas en virtud de la de poeta gauchesco,
refulgente esta como padre de la criatura. Entre Santa Ana do
Livramento y Montevideo da sus primeros vagidos el gaucho
Martín
Fierro.

En esos años el jordanismo es tentado por el
mitrismo para hacer causa común contra el gobierno
nacional. Muchos dirigentes federales están dispuestos a
aceptar en su orfandad de medios, esa
alianza. José Hernández no. "Antes que Mitre,
cualquiera" denuncia enfáticamente. En virtud de esa firme
toma de posición hacia 1874 con motivo de la conflictiva
sucesión presidencial hay en Hernández una
reconciliación indirectamente transversal con Sarmiento.
"Antes que Mitre, cualquiera". Pero Nicolás Avellaneda no
es cualquiera. Es la continuación política de la
figura admirada y aborrecida alternativamente por
Hernández. De allí su ambigua posición
respecto a Sarmiento en esos años. Por un lado la diatriba
de 1875 ya citada, escrita en una narrativa paupérrima y
demagógica, indigna de un intelectual de su talla. Por el
otro su reconocimiento al tipo de liberalismo que encarnaba el
sanjuanino, plenamente compatible con su propio compromiso con la
reconciliación en aras de un ideal de nación y de
pueblo que es posible materializar a partir de un aparato estatal
consolidado

El desenlace de este proceso del que fue
partícipe, antes como opositor a un Mitre agente de una
facción, luego como publicista crítico y oficioso
de un Sarmiento que se instituyó independiente a las
facciones y finalmente como sostenedor de un Avellaneda dispuesto
a arbitrar por y sobre las mismas, encuentra a Hernández
finalmente dando asentimiento fervoroso a un roquismo que impone
sus modos de gobierno en un estado por
primera vez definitivamente consolidado. En la presidencia de
Roca ve José Hernández el tiempo de clausura de
estériles conflictos y
el comienzo por fin, de una nueva etapa. Lo que no fue posible en
1870 tal vez lo sea a partir de 1880.

Senador nacional en esos primeros años de orden
tras la debacle del orden tardocolonial siete décadas ha,
este cincuentón jovial y peligrosamente excedido de peso,
que ha comenzado su vida política en su arcadia perdida y
rural de finales de la dictadura
rosista, se encuentra ¡signos de los
tiempos! presidiendo ceremonias de la creciente comunidad
italiana, en tanto miembro conspicuo de la masonería, a la
que también pertenece la élite de la inmigración peninsular.

En esos años va siendo fagocitado por la criatura
que ha creado en el módico exilio al que lo llevó
su compromiso militante con la causa perdida del jordanismo. Pese
a la opinión de Jorge Abelardo Ramos, un trasnochado
historiador revisionista de atrapante y engañosa
narrativa, no habrá que esperar hasta 1913 para que
Leopoldo Lugones descubra a los argentinos que tenían un
poema épico. Mucho antes, en octubre de 1886, un diario
encabezó su primera plana de manera efectista jugando con
la tácita complicidad de sus lectores titulando:
"Murió el senador Martín Fierro".

En realidad finaba uno de los dos hombres que en
acertada definición de Halperín Donghi se
constituyeron pese a sus vacilaciones y contramarchas en los
más claros adalides del desafío al orden patriarcal
y conservador impulsando propuestas más abarcadoras y
democráticas. El otro propulsor de esa idea de ciudadanía ampliada murió casi dos
años después en Asunción.

El día del nacimiento del primero sirve de
celebración anual a una supuesta tradición
nacional; el día de la muerte del
segundo se ha constituido en la fecha en la cual los docentes se
autocelebran utilizando de rehenes para tal festejo a sus
alumnos. Posiblemente ni José Hernández ni Domingo
Faustino Sarmiento estarían de acuerdo con la
utilización de sus nombres en la perpetración de
tales tropelías efeméricas.
Pero…después de todo el mundo es de los "vivos" y
desde la tumba no hay reclamo posible.

BIBLIOGRAFÍA

CHAVEZ, Fermín. La vuelta de José
Hernández
, Ediciones Teoría,
Bs. As., 1973

HALPERIN DONGHI, Tulio. José Hernández
y sus mundos
, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1985.

_____________________. Una Nación para el
Desierto Argentino
, Ed. Prometeo, Bs. As., 2005.

KATRA, William H. The Argentine Generation of
1837
, Emecé Editores, Bs. As., 2000.

 

Florencia Pagni

Fernando Cesaretti.

Escuela de Historia. Universidad
Nacional de Rosario

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