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Razón y utopía:Una revisión a la crítica de la industria cultural de Theodor Adorno y Max Horkheimer (página 2)




Enviado por lmpinc



Partes: 1, 2

4. La industria
cultural como engaño de masas o la libertad de lo
siempre igual

Los cuestionamientos hasta ahora esgrimidos por los
frankfurtianos contra la racionalidad ilustrada, tomando como
interlocutor de primer orden a Emmanuel Kant, dejan de
lado otros argumentos de éste sobre la razón.
Adorno y Horkheimer cuestionan la racionalidad en su uso
instrumental tal y como lo proponen los postulados ilustrados en
general, no así los postulados de Kant, pues el uso
ilustrado sólo se preocupa del aprovechamiento de los
medios y no
toma en cuenta o no reflexiona sobre los fines establecidos
previamente. Sin embargo, Adorno y Horkheimer no dejan de lado la
racionalidad en su función crítica y cuestionadora
de las antinomias de la cotidianidad social, antes bien, es esa
su herramienta fundamental.

Por esto, antes de continuar, es preciso dejar claro que si
bien la teoría
kantiana del conocimiento
afirma que la razón humana tiene límites que ella
desconoce, así como una tendencia a crear conceptos que
están más allá de su comprensión,
como Dios, el alma y otros tantos; por otra parte, y una vez
establecidos los límites fundamentales de la razón,
la teoría
del conocimiento
de Kant postula las formas que ésta tiene para funcionar,
que son las formas trascendentales a priori de la
intuición y el entendimiento, entre las que se encuentran,
por un lado, los conceptos y las intuiciones internas del espacio
y el tiempo, las
cuales le dan uniformidad y cohesión a la
aprehensión y conocimiento del mundo, y por el otro, los
conceptos a priori.

De acá se desprenden al menos dos puntos a tomar en
cuenta: el primero, que Kant con su teoría no pretende
pronunciarse sobre la existencia o naturaleza del
mundo, sino que se limita a estudiar el funcionamiento de la
mente que lo aprehende, razón por la cual sólo se
atreve a emitir juicios sobre la mente que conoce y el resultado
de su acción de conocer el mundo, y no es asunto suyo
emitir juicios sobre el hecho de que el
conocimiento del mundo y el mundo coincidan, simplemente se
limita a estudiar las condiciones (la cuadrícula
cartográfica, usando el ejemplo de Heymann) con las que
conocemos el mundo (los valles y los ríos, continuando con
el ejemplo anterior).

Es de allí de donde se desprende el segundo punto, a
saber, que aunque no es posible desde las formas de
funcionamiento de la razón hacer que el
conocimiento del mundo y el mundo coincidan, la razón
no abandona sus pretensiones de acceder a los conceptos que ella
misma ha creado y de los cuales no puede desprenderse. De esta
manera se enfrenta a un constante ejercicio reflexivo y
crítico que intenta dar cuenta, superándolas, de
las contradicciones que le presenta la cotidianidad social a
través de conceptos que superan la mayoría de las
veces al entendimiento humano, como lo son los conceptos de Dios,
el alma o la libertad, por
ejemplo.

Sin embargo, dentro del marco de estas reflexiones hay un
fenómeno que sin ser tan "elevado" como los mencionados
anteriormente, plantea una serie de dificultades para su
comprensión, que requiere una reflexión y
revisión críticas y que de alguna manera expresa
esa disyuntiva entre el mundo y el conocimiento del mismo, entre
el sujeto que conoce y el objeto conocido, que a su vez puede ser
sujeto de acción y hacer objeto al sujeto que conoce,
planteándose una relación entre estos
términos que no se agota fácilmente y que permite
establecer un tejido de interconexiones reflexivas. Este
fenómeno es conocido como cultura.

Así, volviendo al texto de
Adorno y Horkheimer, la cultura en
tanto que expresión humana se manifiesta de forma neutra
respecto de los fines de la acción racional, es decir, a
la cultura por sí misma no se le pueden imputar
intenciones fijas o preestablecidas, ya que los fines que pueda
perseguir en un momento dado son los que el sujeto racional y
moral que la
produce se proponga. Esto representa un problema o aquí
radica el problema para Adorno y Horkheimer, ya que los fines y
objetivos de
los agentes de dominio, basados
en la racionalidad instrumental o en una comprensión
instrumental de la razón, pueden hacer que la cultura sea
medio de control y
manipulación de masas.

Sin embargo, es preciso aclarar, aunque sea de manera
general, lo que los filósofos críticos entienden por
cultura, cultura de masas e industria
cultural, para poder exponer
sus cuestionamientos contra tales conceptos basándose, a
su vez, en el concepto de
racionalidad propio de la Ilustración.

Adorno y Horkheimer eran conscientes de la tensión
existente entre el significado y las implicaciones
antropológicas e históricas y las consideraciones
teoréticas y sistemáticas sobre el concepto de
cultura. El primer significado del concepto con sus implicaciones
históricas y antropológicas, se entiende y se
manifiesta como un estilo de vida: prácticas, rituales,
instituciones
y artefactos e instrumentos materiales,
así como textos, ideas, imágenes y
músicas, en otras palabras, la expresión abierta
del sentir cotidiano del sujeto en su condición social.
Las consideraciones segundas, teoréticas y
sistemáticas, corresponden a la compenetración del
sujeto individual –al menos no colectivo– con el
arte, la
filosofía, la literatura, el teatro y todas
aquellas actividades que requieran la erudicción del
hombre "culto"
en el seguimiento de su interés
por ser más "humano".

Para Adorno y Horkheimer distinguir o hacer
abstracción de las manifestaciones, necesidades e
intereses más "bajos" del ser humano en beneficio de la
cultura sistemática y teorética era negar, de
alguna manera, precisamente el factor que le daba su
condición de cultura. Pero alabar la cultura sólo
por su interés en
las cosas materiales era
socavar y disminuir todo el potencial crítico del concepto
y sus posibilidades de dar cuenta de las manifestaciones
ónticas del ser social.

Bajo esta tensión desarrollan su análisis y crítica a la cultura.
Coherentes con su modelo
teórico-crítico, estas contradicciones presentes en
las posibilidades de manifestación de la cultura van a ser
confrontadas una y otra vez en busca de su superación. Sin
embargo, consideran que la superación de estas
contradicciones no podía ser conseguida sólo desde
el propio ámbito de la cultura, ni alta ni baja, ni
histórica ni sistemática, y que la tarea
partía desde la consciencia de la necesidad de oponerse a
la dicotomía abstracta de cultura y vida material y a la
negación no menos abstracta de su distinción. El
reconocimiento de las potencialidades de cada una de las formas
de expresión cultural representa la posibilidad de lograr
el arribo a la más alta expresión de la cultura y
el arte: una
reconciliación armoniosa de forma y contenido,
función y expresión, elementos subjetivos y
objetivos.

No obstante, ante esta pretensión hay una idea que
está presente en todo el pensamiento de
estos miembros del Instituto, idea que surge de la desconfianza y
angustia que impregna su teoría crítica y su
dialéctica negativa: el reconocimiento de que una
reconciliación estética era insuficiente. Como
sugiere Martin Jay, quien en el capítulo de su libro La
imaginación dialéctica. Una historia de la Escuela de
Frankfurt dedicado a la industria cultural, el cual lleva por
título "Teoría estética y la crítica
de la cultura de masas", considera que para la crítica
inmanente lo logrado no es tanto una formación que
reconcilie las contradicciones objetivas en el engaño de
la armonía cuanto aquella que exprese negativamente la
idea de armonía, formulando las contradicciones con toda
pureza, inflexiblemente, según su más íntima
estructura
(Jay: 1974, p. 294);

de allí que, como se mencionó anteriormente,
la superación de las contradicciones que surgen de la
expresión cultural no se logra simplemente desde las
manifestaciones de la propia cultura sino sólo cuando las
contradicciones sociales se reconcilien en la realidad, pues la
cultura por sí sola no es la realidad toda sino un
elemento más dentro de la constelación que conforma
las constituciones sociales. En consecuencia, la
superación de las contradicciones se da en la
constelación y no sólo en una parte de
ella.

El intento por lograr una armonía estética
por sí misma es simplemente un intento de crear un medio
en el cual construir una posibilidad de protesta, de
cuestionamiento y de crítica que supere a la cultura de
masas como ideología y que resquebraje los cimientos de la
industria cultural, superando lo que Marcuse llamó una
"cultura afirmativa".

Hay que notar, además, la distinción que
realizan los teóricos críticos entre cultura de
masas e industria cultural. De allí que anteriormente se
haya hecho hincapié en el carácter
ideológico de la cultura de masas, pues en la mescolanza
que era la cultura popular o de masas y donde había
aparentemente caos y anarquía, para los filósofos críticos por el contrario
se trataba de una situación de férreo control y
reglamentación estricta impuesta y administrada
racionalmente desde los círculos de poder
económico y político. Por esta razón Adorno
recuerda que en nuestros borradores hablábamos de "cultura
de masas". Reemplazamos tal expresión por la de "industria
de la cultura" con el fin de excluir desde el principio la
interpretación aceptable para sus defensores: que se trata
de algo parecido a una cultura que surge espontáneamente
de las propias masas, la forma contemporánea del arte
popular. La industria de la cultura debe ser totalmente
distinguida de este último (Jay: 1988, p. 112).

Teniendo presente esta distinción entre cultura de
masas e industria de la cultura, además de las
consideraciones anteriores, Adorno y Horkheimer escriben otro de
los capítulos de Dialéctica de la Ilustración, titulado: "La industria
cultural: Ilustración como engaño de masas",
capítulo que contiene su crítica a la industria de
la cultura como ideología de dominio y control
a través de la manipulación y el engaño, el
cual contiene el foco central de nuestra atención. El
subtítulo del capítulo ya de alguna manera asoma la
crítica en él presente sobre lo que representa o
significa la industria de la cultura.

El capítulo en cuestión comienza comentando
algunas tesis de la
sociología de la época que
consideran que la pérdida de apoyo en la religión objetiva, la
disolución de los últimos residuos precapitalistas
y la distinción técnica y social así como la
especialización llevada a su punto más alto, que
han conducido hasta un caos cultural, se ve desmentida
constantemente por los hechos actuales.

Contrario a dicha tesis, para
Adorno y Horkheimer "la cultura marca todo con un
rasgo de semejanza".

Los medios de
comunicación, entiéndase cine, radio, prensa, revistas
y televisión, conforman entre ellos un
sistema, ya que
cada uno está armonizado en sí mismo y, al mismo
tiempo todos
están armonizados entre ellos.

Las manifestaciones estéticas forman o promueven lo
que los autores llaman el "ritmo de acero", que no es
otra cosa que la utilización del desarrollo
técnico al servicio de
las manifestaciones estéticas, es el ritmo duro y
acelerado de la reproductibilidad técnica que lo
homogeneiza todo en detrimento de la suave y pausada cadencia del
aura, con la particularidad que la caracteriza. Como ejemplo de
esto colocan los stands que utilizan los distintos países
en las exposiciones internacionales sobre la industria ya sean
países autoritarios o democráticos –valga la
distinción formal–, los cuales se diferencian de
manera insignificante entre sí, pues todos de alguna forma
reafirman el elogio al ritmo de acero.

Otro ejemplo utilizado es el de las formas cómo se
han desarrollado las ciudades, donde en un mismo espacio
comparten casas antiguas y grandes centros comerciales e
industriales de hormigón, que hacen que esas casas
antiguas sean "suburbios" y, si no suburbios, "cosas"
inservibles; mientras en las "afueras de la ciudad", los nuevos
diseños residenciales expresan, alaban y elogian el ritmo
de acero a través de estructuras
superdinámicas que hacen uso de todos los progresos
técnicos habidos, y que a su vez, entre sus características pareciera resaltar la de
que parecen estar diseñados para ser desmontadas en
cualquier momento.

Sin embargo, esos nuevos proyectos
urbanísticos, esas construcciones dinámicas con
todo un progreso técnico a su alrededor, lejos de
preservar las condiciones de vida independientes del sujeto, lo
sumergen en el "poder total del capital", ya
que están diseñados de manera totalmente racional:
están perfectamente distribuidos y claramente
diseñadas sus relaciones espaciales con los centros de
hormigón que han arropado a las antiguas casas y que
obligan a que todas las actividades del sujeto que habita en esos
lugares, trabajo, diversión… todo, se concentre en esos
nuevos centros comerciales. Bien sea como productores o como
consumidores, hacen que todo gire en torno a dichos
centros, mientras que la supuesta vida independiente, individual
y los momentos de recogimiento los realicen fuera de los
mismos.

Esta situación, consideran los autores, crea una
aparente unidad visible entre macrocosmos y microcosmos, la cual
es simplemente una demostración del modelo de la
"nueva" cultura del hombre,
mediada –por ejemplo– por esa racionalidad en la
estructura
urbanística. Es decir, esta situación crea una
falsa identidad
entre lo universal y lo particular, pues desarrolla una aparente
planificación total de las actividades del
hombre, pero que lo hace perder su independencia
una vez que se halla metido en esta planificación. Por ello "toda cultura de
masas bajo el monopolio es
idéntica" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 166).

Dicha identidad ya
no es escondida ni intenta ser disimulada por los dirigentes o
dueños del capital; de
hecho, se reafirma y es más poderosa cuando se hace
más explícita. De allí que el cine y
la radio, por
ejemplo, no necesiten ya exponerse a sí mismos como
expresiones artísticas, más bien son un negocio
interesado en generar utilidad, e
incluso se definen a sí mismos como industria, por lo que
lejos de ser expresiones artísticas por sí mismas,
con una expresión estética que no involucra fines
comerciales, más bien se definen como una industria que
produce o crea productos con
matices artísticos o con cierta pretensión
estética, pero que en el fondo no son más que
productos
comerciales para vender y participar del mercado
–con el fin de generar utilidad
económica–.

Por otra parte, pero en el mismo orden de ideas, los
interesados o "expertos" en la industria cultural usan la
terminología tecnológica con frecuencia para
explicar la industria. En ésta participa mucha gente,
logrando que cantidades de personas impongan el uso de
técnicas de reproducción que garanticen o
posibiliten que las necesidades creadas por ellos mismos sean
satisfechas, en distintos lugares y en distintas condiciones a
través de bienes
estándares, bienes
idénticos para un sector determinado y que se logran a
través de esas técnicas de
reproducción.

Lo que llama poderosamente la atención, según
Adorno y Horkheimer, es que estos estándares que tienen
que ser satisfechos a través de las técnicas de
reproducción por miles de personas que participan de la
industria cultural, fueron aceptados sin oposición de
ningún tipo, pues, supuestamente, o al menos lo dicen con
gran suspicacia, éstos surgieron desde un comienzo de las
necesidades de los consumidores. Sin embargo, la realidad para
ellos es otra: se trata de un círculo de
manipulación y de necesidad que refuerza dichos
estándares, donde el sistema se hace
cada vez más fuerte. Pero para eso, ese reforzamiento de
la unidad del sistema no dice, o calla, que en ese terreno, en
esa situación en la cual la racionalidad técnica
adquiere poder y domina a la sociedad, se
trata de un poder que está mediado por lo más
sólido económicamente hablando: "La racionalidad
técnica, es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el
carácter coactivo de la sociedad alienada
de sí misma" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 166).

El control y el dominio que ha logrado la racionalidad
técnica sobre el sujeto va mucho más allá de
lo que se cree: hasta el momento, sólo aparentemente, la
técnica de la industria cultural ha logrado estandarizar y
producir en serie todas sus "creaciones", y con ello ha
sacrificado aquel elemento que diferenciaba la lógica,
la estructura de la obra como tal, de la lógica
del sistema social. Esta estandarización, esta producción en serie, no es producto de la
técnica en sí misma, sino la aplicación de
la técnica en la economía actual
según Adorno y Horkheimer. Así, el negocio
industrial no solamente controla la necesidad que podría,
en algún momento, haber escapado a esta
homogeneización, sino que además administra el
control que ejerce sobre la conciencia
individual y, como se dijo anteriormente, establece una falsa
identidad entre universal y particular.

Adorno y Horkheimer usan como ejemplo de su tesis la
situación que se da en el paso del teléfono a
la radio como
medio de comunicación. En principio, el
teléfono aún le dejaba a los participantes una
cuota de protagonismo, dejaba que cada uno fuese, si no al mismo
tiempo, por lo menos alternativamente y bajo una misma
circunstancia, sujeto. Sin embargo, la radio, tras la
bandera democrática, que en el fondo es una
estandarización, hace que todos los oyentes se conviertan
en objeto y los cautiva, en el sentido de que, los somete de
manera autoritaria a una condición de objetos oyentes y
los ata o los condiciona a diferentes programas en
distintas emisoras, que es donde se presentan las supuestas
opciones, pero que en el fondo son todas iguales entre sí.
Igualmente, bajo esa misma bandera democrátic cualquier
huella de espontaneidad del público en el marco de la
radio oficial es dirigida y absorbida por una selección de
especialistas, por cazadores de talentos, competiciones ante el
micrófono y manifestaciones domesticadas de todo
género (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 167).

Así, la constitución, reafirmamiento,
división y especificidad dentro de los distintos
públicos está planificada de antemano por la misma
industria cultural y, de hecho, es parte del sistema, no una
disculpa ni algo fuera de él. Más aún,
cuando una rama artística, una expresión
plástica, una manifestación de la cultura que, en
el fondo, se han convertido todas en productos de la industria
cultural, opera según la fórmula de otro producto, que
es totalmente diferente en su contenido, e igual funciona y tiene
éxito, siempre se apela a que son producidos para
distintos públicos y que el público lo pide, que
surge de sus propias necesidades, cuando en el fondo, son
necesidades creadas por los productores del negocio de la
cultura. El proceso que
venden los industriales de la cultura, según el cual toda
su producción responde a las exigencias y
deseos de los consumidores, es falso por cuanto los productos
consumidos están diseñados de antemano teniendo
como objetivo la
satisfacción de los gustos y las necesidades que ya saben
que sus productos cubren.

Esto se reafirma, según los filósofos
negativos, en el acuerdo tácito, implícito e
"irrelevante" de los que tienen el poder de producir y ejecutar
manifestaciones artísticas, de no permitir ni transmitir
nada que salga de las gráficas previamente establecidas
por el concepto que ellos mismos han construido y por el
patrón que previamente se ha establecido sobre las
necesidades del consumidor, que
es el que "exige" toda esa producción cultural, pero que
en realidad está sujeta al poder de los grandes grupos
económicos.

La industria cultural ha logrado una "unidad" tan profunda,
que ella misma da cabida de manera predeterminada a algunas
diferencias, de este modo hace distinciones claras y
enfáticas entre películas clase "A" y clase "B", o
entre periódicos, donde las historias, artículos y
noticias que éstos cubren hacen la diferencia entre un
precio u otro.
En el fondo, más que una distinción de contenido,
sustancial, sirve realmente para que los industriales de la
cultura puedan seguir construyendo y clasificando a sus
consumidores, para poder organizarlos y manipularlos en sectores
previamente definidos bajo aquella idea, esa "falsa conciencia" sobre
la posibilidad de diferenciación dentro de una unidad
plenamente establecida. Unidad que se logra, según los
autores, a través de los alcances de la racionalidad
técnica que se pone al servicio del
poder económico que busca penetrar en los sectores
culturales.

Con esta racionalidad técnica el poder del capital
opera de manera instrumental y, en consecuencia, logra adecuarla
a cualquier fin: "Para todos hay algo previsto a fin de que
ninguno pueda escapar; las diferencias son apoyadas y propagadas
artificialmente" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 168).

Con esta situación, la industria de la cultura, o
los ejecutivos de la industria de la cultura, logra que el sujeto
se vuelva homogéneo y pierda su capacidad crítica;
logra que cada uno se comporte "espontáneamente", de
acuerdo a un nivel que le han creado y con el cual han logrado
que se identifique y que quiera formar parte del mismo. Nivel que
ha sido establecido a través de las estadísticas sacadas y de las diferencias
creadas, y así le venden productos de masa que han sido
destinados al nivel en el cual lo han ubicado. Así, los
individuos-consumidores quedan sujetos, reducidos, a un
número, a una estadística que es distribuida en todos los
mapas y
gráficas de las oficinas de investigación
de mercado, según ingresos, gustos,
lugar de vivienda, de trabajo… pero todos lo renglones han sido
definidos previamente. "El esquematismo del procedimiento se
manifiesta en que, finalmente, los productos mecánicamente
diferenciados se revelan como lo mismo" (Adorno y Horkheimer:
1994, p.168) y se revelan como lo mismo puesto que la diferencia,
esa diferencia mecánica, es una diferencia artificial, es
una distinción creada a partir de una masa
homogénea de la cual nunca se puede salir, de una unidad
absoluta en la que no hay la posibilidad de que quede algo fuera
de ella o fuera de su control.

En consecuencia, es una distinción que no es tal,
sino más bien una segmentación interna, por
llamarla de alguna manera, que se da para poder satisfacer las
necesidades creadas. Adorno y Horkheimer se refieren al
esquematismo kantiano, básicamente a la concepción
kantiana de la racionalidad en su uso instrumental, que para
éstos, como ya se ha dicho, crea o posibilita una
condición de la razón que no distingue diferencias
o no reflexiona sobre las mismas cuando opera
técnicamente.

Para realizar esta afirmación sobre las diferencias
mecánicas y artificiales entre productos que en el fondo
son lo mismo, manifestadas a través de la
reproducción técnica de los fenómenos de la
industria de la cultura, colocan como ejemplo las diferencias que
puede haber entre la serie Chrysler y la serie de la General
Motors, o las diferencias que hay entre la Warner Brother’s
y la Metro Goldwin Meyer, a saber, diferencias de presupuesto, de
una estrella a otra, en este caso; de cilindradas o colores en el
caso de los automóviles. Es una diferencia de
exhibición de inversión, pero no tiene nada que ver con
diferencias objetivas, con el significado de los productos. Para
Adorno y Horkheimer hasta los propios medios
técnicos se ven envueltos, o no escapan, a esta
uniformidad y unidad de la razón instrumental: la
televisión, por ejemplo, que según ellos es una
síntesis de la radio y el cine, es una buena
expresión de los vicios de la uniformidad, pues las
posibilidades tan ilimitadas que presenta la
televisión pueden ser llevadas a un punto tal que el
empobrecimiento que presentan los materiales estéticos,
según ellos, en favor del producto artístico como
valor de
cambio y como
producto de comercio, hace
que la identidad que posibilita la televisión, incluso más, que la
industria cultural toda, pueda ser una realización
sarcástica, para los teóricos críticos, del
"sueño de Wagner de la obra de arte total".

Por otra parte, el tiempo libre que tiene el trabajador para
supuestamente recrearse o divertirse es básicamente un
tiempo para tomar parte de la industria de la cultura, ya que
éste se maneja, se orienta y se desenvuelve según
la unidad que establece la producción y la
reproducción técnica de la industria cultural.

De allí que para los autores la labor que cumple el
esquematismo kantiano dentro del funcionamiento de la industria
cultural resulta (como se mostró en capítulo
anterior), si no confusa, al menos problemática, pues hay
una transpolación de conceptos o definiciones propias de
la teoría del conocimiento a los conceptos o definiciones
propias de la reflexión moral que
plantea la industria cultural desde la perspectiva
teórica-crítica desarrollada por Adorno y
Horkheimer.

Para ellos el esquematismo es el primer servicio que la
industria de la cultura le brinda al sujeto en su
condición de cliente-consumidor. Sin
embargo, si bien el esquematismo kantiano permite a los sujetos
"referir por anticipado la multiplicidad sensible a los conceptos
fundamentales" (lo que para Kant son simplemente los "lentes"
preinstalados con los que se ve el mundo), cuando se trata de la
posibilidad de la industria de referir anticipadamente los
deseos, "transformados" en necesidades, a los patrones definidos
de la industria o a meros números estadísticos, que
son los conceptos con los que trabaja la misma, la
relación que se establece entre la instrumentalidad y el
carácter práctico de la racionalidad que rige dicha
relación es un poco turbia. Si se sigue la lectura que
ellos realizan de Kant, "en el alma debía actuar un
mecanismo secreto que prepara ya los datos inmediatos
de tal modo que puedan adaptarse al sistema de la razón
pura" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 169), razón por la
cual las diferencias o disidencias que pudieran surgir en el seno
de los consumidores, reales y potenciales, es absorbida (en tanto
que manipulada y anulada en su motivación
real) de una vez por la industria y transformada en un nuevo
producto, creado pensando en las necesidades de los
consumidores.

Más aún, esta proposición de Kant es,
según los autores, descifrada y expuesta actualmente por
la industria de la cultura, pues incluso si existiese un momento
dado en el que una sociedad específica y "fuera de
razón" impusiese una planificación de mecanismos de
acción a pesar de la racionalidad que rige al sistema
industrial, una vez que se incorporase y formara parte del
negocio de la industria cultural, interactuando con ella
según sus principios, esta
sociedad se comportará racionalmente y de acuerdo a la
intención que dictan los patrones de la industria.

Esta situación se revela en que para el sujeto, en su
condición de consumidor, no hay ningún tipo de
clasificación o distinción por hacer que sea
espontánea, pues el "esquematismo de la producción"
lo ha hecho de antemano. En el arte de masas industrializado la
racionalidad instrumental al servicio del negocio industrial hace
que todo proceda a partir de su perspectiva.

Es así como se mantiene en un ciclo el tipo de
canciones o personajes de moda, su
variación se produce sólo con la intención
de que permanezcan idénticamente por ciclos de tiempo
definidos. "El mismo contenido específico del
espectáculo, lo aparentemente variable, es producido por
ellos" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 170).

Esta situación se expresa, por ejemplo, en las
películas holywoodenses cuando desde el inicio se sabe
cómo terminará, quién será feliz,
amado o despreciado, más aún, se expresa una vez
que los chistes, los
efectos especiales y hasta el número de palabras de los
diálogos están perfectamente calculados para ser
incorporados a la estructura establecida previamente. Para
éstos la industria cultural se ha desarrollado con el
primado del efecto, del logro tangible; del detalle
técnico sobre la obra, que una vez era portadora de la
idea y fue liquidada con esta (Adorno y Horkheimer: 1994, p.
170).

A la posibilidad del detalle de la expresión
espontánea o del recurso fuera de planificación, la
industria cultural ha puesto fin a través de la totalidad,
pues ella da igual tratamiento al todo y a las partes cuando
adecua y moldea a la forma general todos los detalles y
particularidades que pudiesen estar presentes en la
expresión artística. La formalidad del todo
"arropa" el contenido de los detalles difuminándolos y
diluyéndolos en ella.

La llamada idea general es un mapa catastral y crea orden,
pero no conexión. Sin oposición ni relación,
el todo y el particular llevan en sí los mismos rasgos
(Adorno y Horkheimer: 1994, p. 170).

La industria cultural hace de filtro o permea las "relaciones"
del mundo real. Adorno y Horkheimer usan como ejemplo la
experiencia del espectador de cine, que una vez que ha terminado
de ver una película cualquiera y abandona la sala, percibe
la calle, el mundo real, como una continuación del
espectáculo que acaba de ver. Esta situación no es
casual, ni mucho menos, pues el negocio de la cultura, expresado
en este caso a través del espectáculo
cinematográfico, busca precisamente reproducir de forma
fiel el mundo perceptivo de la cotidianidad. Mientras mejor pueda
la razón instrumental, a través de la
técnica cinematográfica en este caso, duplicar los
objetos empíricos, tanto más es posible para la
industria cultural hacer creer que el mundo real es una
prolongación del que se ve en el cine.

Los productos de la industria de la cultura, incluso el cine,
paralizan y objetivan las facultades de la imaginación y
la espontaneidad propias del sujeto, pues aunque estos productos
exigen rapidez en la intuición, capacidad para observar y
cualidades específicas para lograr su apreciación,
sin embargo, al mismo tiempo esta apreciación impide o
limita la capacidad pensante, crítica e imaginativa del
sujeto espectador si este no quiere perder detalle sobre los
hechos que aparecen ante su mirada.

De esta forma, este proceso de
apreciación y aprehensión a través de un
gran esfuerzo de atención se le hace común al
sujeto, por lo que puede hacerlo automáticamente no
sólo cuando asiste al cine sino ante cualquiera de los
productos de la industria de la cultura, ya que todos
están esquematizados con el mismo criterio. Para Adorno y
Horkheimer esta manera como actúa la sociedad industrial
sobre el sujeto es violenta.

Igualmente, el proceso hace que sea inevitable que cada
expresión particular del negocio de la cultura, cine,
radio y la para entonces incipiente televisión, por
mencionar algunas, haga de los hombres aquello en lo que la
industria como un todo los ha convertido, o al menos preparado de
antemano.

Para esos momentos, todo, según ellos hasta lo que "no
había sido pensado", era traducido de forma estereotipada
al esquema de la reproductibilidad técnica. Como ejemplo
citan la manera como los arreglistas de jazz adecuan a su "jerga"
cualquier otra cadencia que se distinga o diferencie de la del
jazz mismo; o la manera como los productores de cine "examinan"
las grandes obras de Balzac o Víctor Hugo, por mencionar
algunos, para que funcionen perfectamente como películas
exitosas.

Ningún capítulo habría sido asignado a
las figuras diabólicas y a las penas de los condenados su
justo puesto en el orden del supremo amor con el
escrúpulo con el que la dirección de producción se lo asigna
a la tortura del héroe o a la falda arremangada de la
artista principal en la letanía de la película de
éxito (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 172).

El control, que los autores llaman "catálogo", expreso
o implícito sobre lo prohibido y lo tolerado, ha llegado a
un punto tal en el que además de delimitar el
ámbito libre, lo domina y controla completamente. Dicho
control modela hasta los últimos detalles. La industria
cultural fija su propio lenguaje y
vocabulario a través de sus prohibiciones.

Un ejemplo de esto es la necesidad permanente de nuevos
efectos que, no obstante, "permanecen ligados al viejo esquema" y
reafirman la autoridad de
lo tradicional, aunque cada nuevo efecto particular quisiera
desligarse de dicha autoridad.

Todo lo que aparece está tan profundamente marcado con
un sello, que al final nada puede darse que no lleve por
anticipado la huella de la jerga y que no demuestre ser a primera
vista, aprobado y reconocido (Adorno y Horkheimer: 1994, p.
173).

Esta situación se presenta como el ideal de la naturaleza en la
industria, el cual se refuerza cada vez más en la medida
en la que la perfección de la técnica logra diluir
la tensión entre las imágenes y
la cotidianidad. La técnica logra que su rutina parezca lo
más natural posible.

De hecho Adorno y Horkheimer usan como ejemplo que en el
ámbito y estilo del negocio cultural es más
fácil pasar por alto que una canción de moda no cumpla
con los treinta y dos compases de rigor, que la misma
canción tenga aunque sea "un secreto detalle
melódico o armónico" extraño o diferente al
idioma.

La rara capacidad de cumplir minuciosamente las exigencias del
idioma de la naturalidad en todos los sectores de la industria
cultural se convierte en medida de la habilidad o competencia. Todo
lo que se dice y la forma en que se dice debe poder ser
controlado en relación con el lenguaje de
la vida ordinaria, como en el positivismo
lógico (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 174).

Este idioma ha logrado justificar drásticamente la
distinción que hace la teoría conservadora de la
cultura entre los estilos auténtico y superficial. Como
estilo artificial entienden Horkheimer y Adorno aquel que es
impreso desde afuera, a los impulsos que se resisten de la forma.
No obstante, en el negocio de la cultura, el material surge "del
mismo aparato del que brota la jerga en la que se vierte". Por
esta razón el estilo de la industria de la cultura es, al
mismo tiempo, la negación del estilo mismo, pues no tiene
la necesidad de probarse en la resistencia del
material. Más aún, la realización que
posibilita al estilo la adquisición de contenido, a saber,
la reconciliación entre universal y particular, entre
regla o forma y pretensión específica o
intención del objeto, resulta vana porque no logra llegar
a una tensión entre las antípodas: los extremos que
hacen contacto se disuelven en una confusa identidad, pues lo
universal y lo particular se sustituyen el uno en el otro
indiscriminadamente. Así, lo que en la industria de la
cultura intenta manifestarse como "estilo auténtico" es un
equivalente estético de dominio y control. Para este
negocio el estilo no puede ser simplemente coherencia
estética.

De esta forma, a medida que el estilo de las expresiones de la
industria de la cultura penetra en las formas dominantes de una
supuesta condición universal, "debería
reconciliarse con la idea de la verdadera universalidad". Sin
embargo, Adorno y Horkheimer consideran que esta promesa de
reconciliación que en otros textos de los autores puede
identificarse como la "promesa de buena hora", es tan necesaria
para la sociedad como hipócrita cuando es planteada por el
negocio cultural, pues "pone como absolutas las formas reales de
lo existente al pretender anticipar la plenitud en sus derivados
estéticos". De allí el carácter
hipócrita, ya que en estos términos la
pretensión artística de la industria es mera
ideología, es falsa conciencia de unidad.

La condición de la obra de arte que le permite
trascender la realidad es inseparable del estilo (que es la
cristalización de la tradición), sin embargo dicha
condición no se basa en la consagración de la
armonía en una conflictiva unidad de forma y contenido o
de individuo y sociedad, se basa, por el contrario, en la
discrepancia y la confrontación producto de relaciones
discordantes, "en el necesario fracaso del apasionado esfuerzo
por la identidad". No obstante la obra mediocre, como lo son para
ellos los productos estéticos y pseudoartísticos de
la industria, siempre prefiere mantener una armonía de
semejanzas y se conforma con mantener un ensayo de
identidad.

La industria cultural en suma, absolutiza la imitación.
Reducida a mero estilo, traiciona el secreto de éste: la
obediencia a la jerarquía social. La barbarie
estética cumple hoy la amenaza que pesa sobre las
creaciones espirituales desde que comenzaron a ser reunidas o
neutralizadas como cultura. Hablar de cultura ha estado siempre
contra la cultura. El denominador común "cultura" contiene
ya virtualmente, la captación, la catalogación y la
clasificación que entregan a la cultura en manos de la
administración. Sólo la
subsunción industrializada, radical y consecuente, es del
todo adecuada a este concepto de cultura (Adorno y Horkheimer:
1994, p. 175).

Esta condición la ilustran los autores con la
situación del trabajador al que le cierran los sentidos de
la producción espiritual, desde que sale del trabajo un
día y se reincorpora nuevamente a la mañana
siguiente.

Pero la administración que ejerce la industria de
la cultura sobre la creación y producción
artística no se queda ahí, sino que está
siempre alerta ante la rebelión de quienes no han perdido
el sentido crítico y desean revertir la situación
planteada, y no duda ni tarda en absorberlos y considerar sus
acciones y
pensamientos como una nueva idea que aportar a la industria. La
esfera pública de la sociedad administrada bloquea
cualquier idea irreverente en la que pueda percibirse "el signo
rebelde", pues inmediatamente busca reconciliarse con ella y con
sus "generadores".

Esta situación trae como consecuencia que, en
ocasiones, los generadores de pensamiento
sientan un freno creativo, puesto que de alguna manera acusan la
presión de inscribirse en la administración
cultural como expertos estéticos. Para Adorno y Horkheimer
esta situación es lamentable, pues si antes aquellos
firmaban sus creaciones y se suscribían como "siervos
humildísimos" al tiempo que minaban las bases del poder;
en estos tiempos conviven cordialmente con los que tienen el
control, con el agravante de que están sujetos a sus
"iletrados" impulsos artísticos.

De allí que consideren vigente el análisis que hizo Tocqueville hace cien
años, cuando afirmaba que bajo la administración de
la cultura sesgada por el interés capital la
tiranía deja al cuerpo y va derecho al alma. El amo ya no
dice ‘pensad como yo o moriréis’. Dice:
‘Sois libres de pensar como yo, vuestras vidas, vuestros
bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese
día seréis un extraño entre nosotros (Adorno
y Horkheimer: 1994, p. 178).

Y el disidente se enfrenta no sólo a un insostenible
bloqueo material, sino a un implacable desconocimiento
espiritual. La exclusión de lo diferente por parte de la
industria denota de manera rotunda su incapacidad y su
insuficiencia creativa. En la industria cultural, la posibilidad
de lo diferente es remota, ya que en su unidad, todo gira en
torno a ella.

Por eso precisamente se habla siempre de idea, innovación y empresa, de
aquello que sea archiconocido y a la vez no haya existido nunca.
Para ello existen el ritmo y el dinamismo. Nada debe quedar como
estaba, todo debe transcurrir incesantemente, estar en movimiento.
Pues sólo el triunfo universal del ritmo de
producción y reproducción mecánica garantiza que nada cambie, que no
surja nada sorprendente (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 179).

Por ello que cualquier innovación o adición a alguno de los
renglones del negocio cultural establecido resulta un riesgo y una
especulación para el mismo. Los estándares
impertérritos de la administración de la cultura
representan el promedio del gusto administrado y normalizado que
la industria impone al público. Para Adorno y Horkheimer
las diferentes administraciones de la industria de la cultura han
"racionalizado" el espíritu del arte y la
estética.

Más aún, es como si un organismo supremo
evaluara todo el material que produce la industria y estableciera
"un catálogo oficial de los bienes culturales" que puede
ser distribuido y presentado al público. De hecho, si la
industria quisiese vanagloriarse por algo tendría que ser
por la energía y la eficacia que
empleó en constituir como un principio la burda
transformación del arte en producto de consumo
masivo, de liberar la diversión de "incómodas"
ingenuidades, y de mejorar la manufactura de
las mercancías a través de la reproducción
técnica. De allí que comenten los teóricos
críticos, no sin sarcasmo, que la industria se ha vuelto
"mucho más fina y elevada" cuanto más omniabarcante
se ha vuelto, cuanto más implacablemente ha obligado a
perecer o a plegarse a ella a todo aquel que no juegue con sus
reglas, al punto de lograr una mezcolanza entre música clásica
y las salas de concierto de la música de moda. "Su
triunfo es doble: lo que extingue fuera como verdad, puede
reproducirlo a placer en su interior como mentira" (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 180).

Para los teóricos críticos lo que más
resalta de esta situación no es "la crasa incultura, la
estupidez o la tosquedad", pues la industria cultural hace todo
lo posible por eliminarlas, a pesar de ella misma, a
través de su administración, porque de no ser
así, no sería atractiva para el consumo. Lo
sorprendente es que los elementos vivos de la cultura, el arte y
la diversión sean sometidos y sintetizados en miras de un
solo fin: el de la totalidad de la industria cultural, que para
ellos es su único (falso) denominador.

Un único falso denominador porque la industria es
sólo repetición, pues las supuestas innovaciones
que la caracterizan son simplemente mejoramientos de la
reproducción técnica en masa, algo que no es ajeno
al sistema.

Con razón el interés de innumerables
consumidores se aferra a la técnica, no a los contenidos
estereotipadamente respetados, vaciados de significado y ya
prácticamente abandonados (Adorno y Horkheimer: 1994, p.
180).

A pesar de, o tal vez por esto, la industria cultural es la
industria de la diversión, ya que de alguna manera
constantemente defrauda a los consumidores respecto de lo que les
promete. Más aún, la industria con esta actitud no
sublima deseos ni intenciones, sino los reprime con la
exposición de objetos de deseo imposibles de lograr: la
marcada silueta del cuerpo femenino en la pantalla de
televisión o el cultivado pecho del galán de cine.
La industria de la cultura no exhibe ninguna situación que
estimule el deseo en la que no se asegure de exhibir
también la "advertencia precisa de que no se debe
jamás y en ningún caso llegar a ese punto" (Adorno
y Horkheimer: 1994, p. 184). Adorno y Horkheimer comparan el
proceso
administrativo que cumple el Hays Office con el
ritual de Tántalo.

Por otra parte, en el mismo orden de ideas, la
reproducción mecánica de lo bello, santo y
seña del modo de operar de la industria de la cultura,
promueve una sistemática adoración a la falsa
individualidad que logra con la producción en serie de
infinitos y múltiples objetos (de deseo) que en el fondo
son una y la misma cosa, idénticos entre sí, pero
en apariencia diferentes. Esta supuesta oferta
ilimitada de opciones hace que el consumidor crea que
están hechas para satisfacer sus necesidades, pues el
principio por el cual opera la industria cultural se encarga de
exhibir su capacidad para satisfacer todas las necesidades del
consumidor. Sin embargo, lo que ésta realmente hace es
organizar de antemano dichas necesidades de acuerdo al grupo al cual
le interese llegar, haciendo de éstos objetos de su
administración. Es más,

ésta no sólo le hace comprender que su
engaño es el cumplimiento de lo prometido, sino que
además debe contentarse, en cualquier caso, con lo que se
le ofrece (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 186).

En otras palabras, para los teóricos críticos el
negocio de la industria de la cultura consiste en maquillar la
cotidianidad de la que el sujeto se quiere escapar y ofrecerla
como la vida maravillosa que todos quieren para sí, pero
que pocos puede tener, "la diversión promueve la
resignación que se quisiera olvidar precisamente en ella".
En consecuencia, el engaño de la industria cultural no se
basa en que es elemento de distracción, sino que
daña el placer que podría ocasionar cuando se
mezcla con los clichés de una cultura que se agota a
sí misma. La industria cultural –comentan los
filósofos negativos– es corrupta, pero no como la
Babel del pecado, sino como Catedral del placer elevado.

Para éstos, la fusión que
se da entre cultura y entretenimiento no es simplemente la
perversión de la cultura, sino además, la
"espiritualización forzada" de la diversión, y como
ejemplo de ello colocan el hecho de que la reproducción
técnica asiste a la cultura sólo de manera
indirecta: la fotografía
en el cine, o la grabación radiofónica, por
mencionar algunos casos.

En la época de la expansión liberal, recuerdan
los autores, la diversión se basaba en una inquebrantable
fe en el futuro: "todo seguiría así, y no obstante,
iría a mejor"; sin embargo, para ese momento, la fe, al
igual que la diversión, se espiritualizaron y se hicieron
tan "sutiles" que las metas se volvieron tenues y sombrías
y quedaron reducidas a un opaco brillo que se proyecta levemente
detrás de lo real. La fe terminó
constituyéndose a través de los elementos de
valor que
impuso la industria: el chico apuesto, el profesional exitoso, la
joven atractiva, "la falta de escrúpulos disfrazada de
carácter", los autos
deportivos y la ropa fashion y pret-a-porter, según el
gusto del consumidor.

Así, la diversión forma parte de los valores
importantes, de los ideales de felicidad que ella misma elimina
de la "conciencia" de las masas cuando los repite hasta el
cansancio y con los estereotipos propios de la publicidad de las
instancias privadas.

La interioridad en tanto que forma subjetivamente limitada de
la verdad, se encuentra siempre sometida a factores externos,
pero, a pesar de esto, el negocio de la cultura termina
reduciéndola a simple mentira. "Al igual que sobre el
estilo, la industria cultural descubre la verdad sobre la
catarsis" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 188).

De esta manera a medida que las posiciones de la industria
cultural se hacen más fuertes y sólidas, pueden
controlar y proceder mucho mejor con las necesidades y los
consumidores, los producen, dirigen y administran, e inclusos
pueden suprimir tanto a unas como a los otros, pues para el
progreso de la industria no hay límites establecidos.

Para los autores la diversión significa estar de
acuerdo, pues ésta es posible sólo en la medida en
que se separa y se hace a un lado de la totalidad que representa
el proceso social, que es el momento en el que renuncia a la
pretensión que –consideran los autores– tiene
toda obra de arte: reflejar, aunque sea de manera limitada, la
totalidad.

En estos términos la diversión tiene como
consecuencia que nada hay que pensar, que se olvidan las penas,
incluso allí donde las penas mismas se hacen manifiestas.
Es una especie de escape pero no de lo que ellos llaman "mala
realidad" sino un escape del último pensamiento de
resistencia
que esa realidad haya podido dejar.

La supuesta libertad que promete la diversión es una
libertad de pensamiento en cuanto negación del mismo.
Darle a la gente lo que la gente quiere y que ésta lo
tome, para el negocio de la cultura realmente es el proceso de
alienación y la subjetividad de unos sujetos aparentemente
pensantes.

En este sentido, para Adorno y Horkheimer "el progreso de la
estupidez no puede quedar detrás del progreso de la
inteligencia"
(Adorno y Horkheimer: 1994, p. 189), pues en una época en
la cual la industria se desenvuelve a través de
números y estadísticas, las propias masas tienen la
suficiente malicia como para no identificarse con el millonario
que vende la industria, pero al mismo tiempo les falla la
inteligencia
como para que puedan salirse de esos números y
estadísticas preestablecidas y no tienen la capacidad de
dejar de ser el número abstracto y objetivo en el
que los ha convertido la industria cultural.

De allí que bajo esta premisa, la ideología de
la industria de la cultura se encuentre amparada por un cálculo de
probabilidad y
por las estadísticas, pues dejan ver en forma manifiesta y
trabajan para que no a todos los sujetos les llegue la fortuna
que ella misma vende, sino para que le llegue a unos cuantos que
se deben considerar afortunados o premiados. La industria de la
cultura muestra
constantemente esa fortuna, incluso cuando saben, maliciosamente,
que no todos pueden acceder ella, pero con todo y esto, se
encarga de dejar ver que a todos les puede llegar y que
además la industria está constantemente buscando a
esos afortunados.

Donde la industria cultural invita aún a una ingenua
identificación, ésta se ve rápidamente
desmentida. Nadie puede ya perderse. En otro tiempo, el
espectador de cine veía su propia boda en la del otro.
Ahora, los personajes felices de la pantalla son ejemplares de la
misma especie que cualquiera del público, pero justamente
en esta igualdad queda
establecida la separación insuperable de los elementos
humanos. La perfecta semejanza es la absoluta diferencia. La
identidad de la especie prohibe la identidad de los casos
individuales. La industria cultural ha realizado malignamente al
hombre como ser genérico. Cada uno es sólo aquello
en virtud de lo cual puede sustituir a cualquier otro: fungible,
un ejemplar. Él mismo, en cuanto individuo, es lo
absolutamente sustituible, la pura nada, y eso justamente es lo
que empieza a experimentar tan pronto como, con el tiempo, llega
a perder la semejanza (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 190).

Igualmente, para los teóricos críticos el azar y
la planificación se han vuelto una y la misma cosa, pues
precisamente donde las fuerzas de la sociedad han alcanzado un
grado de racionalidad elevado, al punto que supuestamente
cualquiera puede ser ingeniero o un ejecutivo exitoso, en ese
mismo punto resulta irracional completamente sobre en
quién la sociedad (en este caso la industria que la rige)
decide invertir la preparación y la confianza para tales
funciones de
uno de esos sujetos.

El verdadero interés de la industria de la cultura por
los hombres es sólo en cuanto puede relacionarse con ellos
como clientes o como
empleados y, de hecho, Adorno y Horkheimer creen que la industria
cultural reduce a toda la humanidad en general, y a cada uno de
sus elementos en particular, a esa fórmula que toda lo
abarca.

La industria, de acuerdo al aspecto que sea determinante, que
sea importante destacar en cada caso particular, subraya el
elemento de la ideología que les interese, bien sea en la
planificación o el azar, la técnica o la vida, la
civilización o la realeza.

Por una parte, cuando trata a los hombres como empleados les
hace ver la importancia de la
organización racional y les estimula para que se
incorporen a dicha organización con un sano "sentido
común", pero al momento que se relaciona con ellos como
clientes se les
presenta a través de episodios humanos "privados", porque
están penetrados por la misma industria, o les presenta a
través del cine o la prensa una
supuesta libertad de elección y una atracción por
lo que supuestamente no ha sido clasificado. Sin embargo, en
ninguno de los dos casos dejan de ser tratados como
objetos:

cuanto menos tiene la industria cultural que prometer
–consideran los autores– cuanto menos es capaz de
mostrar la vida llena de sentidos, tanto más vacía
se vuelve necesariamente la ideología que ella difunde
(Adorno y Horkheimer: 1994, p. 192).

No obstante, aunque pareciese que en algún momento
pudiera ser de este modo, cuando la ideología es llevada a
ese punto de vaguedad, a esa falta de compromiso y a ese vaciado
de contenido, no por eso se debilita, deja de tener incidencia
sobre las masas o ve reducido su radio de acción.
Precisamente esa vaciedad (esa aversión casi
flemática para Adorno y Horkheimer es una aversión
científica a comprometerse con algo que no puede ser
verificado) sirve realmente de un modo eficaz como instrumento de
dominio.

El negocio de la cultura se presenta como un conjunto de
proposiciones que son irrefutables porque existen, pero existen
porque la industria misma las ha creado y ha hecho que no puedan
dejar de existir, que sean necesarias, o, en su defecto, algunas
proposiciones son eliminadas una vez que no les son útiles
para sus propósitos, en fin siempre proponen una realidad
que ellos mismos han dispuesto. Esa situación se da al
punto de que la industria de la cultura tiene la capacidad de
rechazar todas las afecciones que se dirigen contra ella,
así como las dirigidas contra el mundo que ella misma ha
creado, pues ha creado una condición en la cual, y
recordando nuevamente la frase de Tocqueville citada
anteriormente, se tienen dos alternativas: o colaborar e
incorporarse, o quedar aparte y fenecer.

Esta ideología ha hecho del mundo un objeto de
manipulación y a las ideas un instrumento de dominio, de
modo que, para Adorno y Horkheimer, hasta puede decirse que bello
es todo lo que la cámara reproduce.

Pese a todo el progreso en la técnica de la
representación, de las reglas y las especialidades, pese a
todo agitado afanarse, el pan con el que la industria cultural
alimenta a los hombres sigue siendo la piedra del estereotipo. La
industria cultural vive del ciclo, de la admiración,
ciertamente fundada, de que las madres sigan a pesar de todo
engendrando hijos, de que las ruedas continúen girando. Lo
cual sirve para endurecer la inmutabilidad de las relaciones
existentes (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 193).

Aunado al interés de fortalecer las relaciones
existentes que la industria ha creado y se ha encargado de
reproducir, hay además el interés de ésta de
que todos los sujetos se adecuen a las relaciones establecidas
sin protestar y sin ánimos innovadores. Aunque el no
adecuarse no signifique la muerte,
adecuarse sí garantiza la "vida", pues nuevamente, como
citaban Adorno y Horkheimer a Tocqueville, ninguno que no piense
de acuerdo a los cánones de la industria morirá, de
hecho hasta son libres de adecuarse o no a dichos cánones,
pero el que no lo hiciese será un perfecto extraño
dentro de una sociedad moldeada por las manos de la
ideología que rige el negocio de la cultura, una
ideología eficiente como instrumento de dominio.

Esta ideología, al decir irónico de los
frankfurtianos, por lo menos garantiza cabalmente la seguridad
social, pues "ninguno tendrá frío ni hambre;
quien no obstante lo tenga terminará en un campo de
concentración" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 194). Este
lema, propio del régimen nacional socialista germano, bien
podría ser el lema insigne de la ideología de la
cultura, pues "deja clara" (de forma subyacente) la
situación que impera dentro de la dinámica de la sociedad culturalmente
manipulada y dominada: que dicha sociedad identifica y acoge
cálidamente a los propios, pero execra implacablemente a
los ajenos. Más aún, la libertad está
garantizada y nadie debe dar cuentas por lo
que piense o haga, siempre y cuando no intente salirse de las
relaciones que conforman los mecanismos de control y dominio.

Así, las morales distraídas tienen un marco de
acción amplio mientras no excedan las normas impuestas
por la ideología establecida.

En este sentido, en la sociedad marcada por la industria
cultural, la individualidad es una ilusión que ésta
ha creado a través de la estandarización, la
manipulación y el control de los modos de
producción y los modelos de
vida. Pero además es una ilusión porque su
única posibilidad de existencia se basa en su identidad
total y sin condiciones con los patrones universales impuestos.

Lo individual se reduce a la capacidad de lo universal de
marcar lo accidental de tal modo que pueda ser reconocido como lo
que es (…) la peculiaridad del sí mismo es un bien
monopolista socialmente condicionado presentado falsamente como
natural (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 199).

De hecho, esta falsa individualidad permite la
conformación de la premisa que da paso al control y a la
neutralización de los intentos de innovación:
sólo porque los individuos realmente no son tales, sino
que son simplemente nudos donde convergen tendencias
generalizadoras y universales, es que le es posible a la
industria de la cultura integrarlos en sus cuadros
estadísticos y su unidad ficticia. Horkheimer y Adorno
creen que la industria cultural puede disponer de la
individualidad de forma tan eficaz sólo porque en
ésta se reproduce desde siempre la íntima fractura
de la sociedad (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 200).

Por otra parte, para los autores de Dialéctica de la
Ilustración, aquella "libertad respecto a los fines"
propia de las obras de arte moderno, bajo los parámetros
que impone el negocio de la cultura, vive del anonimato del
mercado. Es
decir, el mercado ha diluido tan bien sus presiones y exigencias
que el artista se siente liberado, "de cierta forma", de cumplir
con exigencias específicas. La finalidad sin fin,
principio de la ética
idealista, es el esquema invertido por el cual se rige
socialmente el arte burgués:

inutilidad para los fines establecidos por el mercado.
Finalmente, en la exigencia de distracción y
relajación el fin ha devorado al reino de la inutilidad.
Pero, en la medida en que la pretensión de
utilización y explotación del arte se va haciendo
total, empieza a delinearse un desplazamiento en la estructura
económica interna de las mercancías culturales
(Adorno y Horkheimer: 1994, p. 202).

Por esta razón, aunque la utilidad de la obra de arte
de la industria cultural que los hombres esperan es,
precisamente, la inutilidad, sin embargo esta condición es
absorbida casi hasta quedar extinta por una nueva acepción
de utilidad adecuada a las exigencias de la industria cultural.
Esta adecuación a las necesidades de la industria hace que
la obra se pliegue a uno sus principios:
prometer permanentemente sin cumplir, pues la supuesta
liberación que ofrece se ve coaccionada siempre por la
ideología del negocio de la cultura.

Esta ideología se basa, entre otras cosas, en sustituir
el discutido o difuso valor de uso de los bienes culturales, por
un valor de cambio, esto
es, en lugar del goce se impone el participar y estar al
corriente: en lugar de la competencia del
conocedor, el aumento del prestigio. El consumidor se convierte
en coartada ideológica de la industria de la
diversión, a cuyas instituciones
no puede sustraerse (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 203).

En otras palabras, los bienes culturales tienen valor
sólo en cuanto pueden intercambiarse, no por sí
mismos. Esto es así porque el valor de uso de éstos
es, para la industria, un fetiche, y la valoración social
que éste tiene, que para ella es la escala objetiva
de las obras, se convierte en su valor de uso, en la cualidad que
es posible disfrutar.

Es así como la condición de mercancía de
estos bienes culturales se deshace en el momento en que se
realiza como tal. De allí que para Adorno y Horkheimer el
arte sea una especie de mercancía, pagada de antemano,
catalogada, y acomodada a la producción industrial,
además de adquirible y perecedera. Pero esta especie de
mercancía, que su razón de ser es ser vendida, y a
la vez, esencialmente invendible, deviene, de manera
hipócrita, invendible realmente, desde el momento en que
el negocio por sí mismo es, más que su
intención, su principio.

La ejecución de Toscanini en la radio es en cierto modo
invendible. Se la escucha gratuitamente y a cada sonido de la
sinfonía va unido, por así decirlo, el sublime
reclamo publicitario de que la sinfonía no sea
interrumpida por los anuncios publicitarios: "este concierto se
ofrece a ustedes como un servicio público" (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 203).

En la actualidad, comentan para ese momento los
teóricos críticos, los industriales de la cultura
oportunamente preparan las obras de arte de forma tal que los
precios sean
reducidos y el disfrute sea tan accesible a los pueblos como los
parques. Sin embargo, la disolución de su genuina
condición termina de hundir a la obra de arte, en tanto
que mera mercancía, en la sociedad libre, y la degrada al
nivel de cualquier bien cultural reproducido por la industria.
Más aún, para éstos, que los privilegios
culturales sean eliminados, lejos de posibilitar la
inclusión de las masas en ámbitos vedados hasta
entonces, contribuye "al desmoronamiento de la cultura, al
progreso de la bárbara ausencia de toda relación"
(Adorno y Horkheimer: 1994, p. 205).

La doble desconfianza hacia la cultura tradicional como
ideología se mezcla con la desconfianza hacia la cultura
industrializada como fraude. Reducidas
a mera añadidura, las obras de arte pervertidas son
secretamente rechazadas por los que disfrutan de ellas, junto con
la porquería a la que el medio las asimila. Los
consumidores pueden alegrarse de que haya tantas cosas para ver y
para escuchar (Adorno y Horkheimer: 1994, pp. 205).

Por estas razones Horkheimer y Adorno no dudan en afirmar que
"la cultura es una mercancía paradójica", pues su
determinación a la ley de
intercambio es tal que ni siquiera puede ser intercambiada, se ha
amalgamado tan inconscientemente con el uso mismo que se hace
imposible utilizarla. Es de esta situación de donde surge
la fundición entre cultura en tanto que mercancía y
publicidad.

Para ellos es "evidente que se podría vivir sin la
entera industria cultural" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 206)
debido a la sobreabundancia y la falta de pasión que la
publicidad engendra entre los consumidores. Pero es poco lo que
la cultura puede hacer para revertir esta situación: la
publicidad es su razón de existir. Es decir, la cultura (a
través de sus bienes) reduce de manera constante a
promesas el placer que promete con sus mercancías, lo que
termina por hacerla coincidir con la publicidad, ya que
ésta compensa su "manifiesta" incapacidad para procurar
placer realmente. Más aún, "dado que bajo la
presión del sistema cada producto emplea la técnica
publicitaria, ésta ha entrado triunfalmente en la jerga,
en el ‘estilo’ de la industria cultural" (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 207).

Así, la reproducción técnica, el montaje,
la producción sintética y planificada de los
productos de la industria de la cultura desde comienzo
están al servicio de la publicidad, puesto que cuando el
momento singular de cada uno deja de estar asociado con el
contexto y perece, además de extrañarse
técnicamente de todo contexto significativo, se prestan a
fines distintos a los propios. Para Adorno y Horkheimer:

Tanto técnica como económicamente, la publicidad
y la industria cultural se funden la una en la otra. Tanto en la
una como en la otra la misma cosa aparece en innumerables
lugares, y la repetición mecánica del mismo
producto cultural es ya la repetición del mismo motivo
propagandístico. Tanto en la una como en la otra la
técnica se convierte, bajo el imperativo de la eficacia, en
psicotécnica, en técnica de manipulación de
los hombres. Tanto en la una como en la otra rigen las normas de lo
sorprendente y sin embargo familiar, de lo leve y sin embargo
incisivo, de lo hábil o experto y sin embargo simple. Se
trata siempre de subyugar al cliente ya se
presente como distraído o como resistente a la
manipulación (Adorno y Horkheimer: 1994, pp. 208).

En fin, para estos frankfurtianos, la industria de la cultura
ha acogido como propias las maneras "civilizadoras" de la
democracia
empresarial, cuya sensibilidad para desarrollar las diferencias
de orden espiritual nunca es excesiva. Es decir, todos los
sujetos tienen libertad para divertirse, así como la
tienen, "desde la neutralización histórica de la
religión",
para formar parte o afiliarse a cualquier secta existente: pero
esta libertad ideológica, determinada constantemente por
factores económicos, es en el fondo una libertad para lo
mismo, para lo siempre igual. Las formas de comportamiento
de los individuos: la joven complaciente, el tono de voz en
conversaciones telefónicas y en conversaciones amistosas
en persona, el uso
del lenguaje, "la
entera vida íntima", son la manifestación del
interés de los sujetos por adecuarse al modelo de
éxito confeccionado y ofertado por la industria cultural.
Más aún, es tal la reificación de las
reacciones más personales del sujeto, que las
especificidades y particularidades están presentes en
él de la forma más abstracta: la llamada "personalidad"
está labrada con base en la publicidad triunfante de la
industria cultural, en la asimilación por parte del sujeto
de las mercancías que ésta ofrece, "desenmascaradas
ya en su significado".

Ahora bien, una vez expuesta la crítica de Adorno y
Horkheimer todo pareciera indicar que el estado que
ha logrado constituir la industria de la cultura se encuentra tan
sólidamente conformado que resulta imposible pensar en la
industria de la cultura como medio de reconciliación
social. La base teórica sobre la que se sustenta la
industria, a saber, el uso de la razón en su
carácter instrumental como herramienta de
sistematización, unificación y posterior
homogeneización de las diferencias e impresiones de las
experiencias de la conciencia dadas en los sujetos, le da a la
industria cultural todo un mecanismo de control y
manipulación de los sujetos en tanto masa, que, en virtud
de la coherencia con su discurso,
aparentemente no se encuentran motivos racionales para intentar
cambiar esta situación.

No obstante, cuando se realiza una lectura
diferente de la argumentación de la industria se
encuentra, precisamente en el planteamiento racional, que los
alcances de la razón van mucho más allá de
los expuestos por la industria de la cultura y que está en
ella la posibilidad, o no, de lograr concretar el proyecto de una
sociedad diferente a la actual, mucho más humana, a
través de la transformación cultural.

Esta posibilidad es el objeto de indagación del
siguiente capítulo.

5. ¿La cultura como
utopía concreta?

La lectura hasta
ahora realizada del enfoque de los teóricos de Frankfurt
pareciera permitir despachar rápidamente la pregunta que
da título al presente capítulo: No, dadas las
condiciones en las que se encuentra la cultura industrializada,
ésta no puede ser la expresión de una utopía
concreta. Sin embargo, una lectura diferente del mismo enfoque
posibilita una reflexión más pausada y permite
responder, precisamente de forma diferente o, como ya se dijo,
responder sin hacerlo de manera definitiva.

Haciendo uso de un comentario de Jay, es importante
señalar que para gran parte de los teóricos de
Frankfurt, especialmente para Adorno y, tal vez, con la sola
excepción de Marcuse, no había dentro de la cultura
misma una "contrahegemonía" que hiciese pensar en la
posibilidad de un desafío y una negación radical de
la reificación y manipulación de la conciencia de
los sujetos producida por la industria cultural.

Pero, tomando en cuenta lo anterior, y siguiendo a Jay, es
preciso mencionar las figuras de Pascal y
Montaigne, las cuales sirven para ilustrar dos posturas opuestas
ante la dinámica seguida por la industria de la
cultura, y además, dos eventuales respuestas a la pregunta
inicial.

Por una parte, Montaigne asumía una postura de defensa
sobre lo importante de la diversión para la vida cotidiana
del hombre, ya que permite a éste adaptarse o hacer
más llevaderas las presiones sociales. De hecho, en sus
Ensayos,
específicamente en el De la diversión, aprovecha un
episodio que tuvo con una dama afligida para explicar por
qué prefería la diversión para aliviar las
penas. Sabiendo Montaigne de su mala mano y su escasa arte para
la persuasión, pues presentaba sus razones muy puntiagudas
y muy secas o con brusquedad o despreocupación en
demasía, no insistió en consolar a la dama haciendo
uso de sólidas y vivas razones, y mucho menos usando las
formas que prescribe la filosofía cuando de consolar se
trata, por el contrario, dirigió su conversación
hacia otros temas en la medida en que ella se lo permitía,
y de ese modo le fue sacando de manera imperceptible el
pensamiento doloroso que la aquejaba, en fin, usó "de la
diversión" (Montaigne: 1953, pp. 278).

Por otra parte, la de Pascal dista
mucho de la "divertida" postura de Montaigne, pues para Pascal la
preocupación fundamental era la salvación del alma
del hombre y no su adecuación en la tierra, al
punto de despreciar el entretenimiento y calificarlo como
escapista y degradante.

Para Martin Jay, el planteamiento de Adorno –y de
Horkheimer– en muchos aspectos, no en todos,
descendía más de Pascal que de Montaigne, pues
Adorno no compartía esa resignación de Montaigne
respecto de las imperfecciones de la condición humana e
insistía –con Pascal– en que las diversiones
de masas escamoteaban a los hombres su capacidad crítica y
la posibilidad de realizar actividades realmente valiosas y
satisfactorias.

Pero, lo que lo hacía a Adorno diferenciarse de Pascal
era que el estado
más elevado del hombre no era, ni mucho menos, la
salvación del espíritu de mundanas actividades. Por
el contrario, su crítica contra la industria de la cultura
era hacia su ejercicio manipulador e ideológico, el cual
negaba rotundamente una genuina gratificación corporal,
pues lo que la industria vendía y otorgaba como felicidad
era una, más o menos evidente, imitación de la
realidad. Más aún, para Adorno y Horkheimer, como
se mencionó en el capítulo anterior:

La industria cultural defrauda continuamente a sus
consumidores respecto de aquello que continuamente les promete.
La letra sobre el placer, emitida por la acción y la
escenificación, es prorrogada indefinidamente: la promesa
en la que consiste, en último término, el
espectáculo deja entender maliciosamente que no se llega
jamás a la cosa misma (Adorno y Horkheimer: 1994, p.
184).

Para Adorno y Horkheimer la posibilidad de encontrar un
verdadero placer, una genuina gratificación corporal, se
encuentra en las manifestaciones artísticas que demuestran
los encubrimientos y camuflajes de las dificultades de la
cotidianidad social del sujeto que realiza la industria cultural.
En otras palabras, se trata de una suerte de falsa oferta o
promesa incumplida de la industria cultural.

Dicho esto, cabe destacar que una de las principales
críticas de los miembros del Instituto es la "clara"
función e intención mistificadora de la industria,
pues argumentan que sus productos no son, bajo ninguna instancia,
obras de arte convertidas posteriormente en mercancía,
sino que desde un principio son producidos pensando en ser
vendidos en el mercado: son siempre mercancía. De este
modo, la eventual, y para ellos necesaria, distinción
entre arte y publicidad es totalmente difusa y hasta inexistente,
desde el momento en que los productos culturales son creados y
diseñados pensando siempre en su valor de cambio y no para
satisfacer necesidades auténticas. Es aquella "finalidad
sin fin" de la estética idealista denunciada por los
autores la que opera en dicho proceso productivo.

Todo tiene valor sólo en la medida en que se puede
intercambiar, no por el hecho de ser algo en sí mismo. El
valor de uso del arte, su ser, es para ellos un fetiche, y el
fetiche, su valoración social, que ellos confunden con la
escala objetiva
de las obras, se convierte en su único valor de uso, en la
única cualidad de las que son capaces de disfrutar. De
este modo el carácter de mercancía se desmorona
justamente en el momento en que se realiza plenamente. El arte
una especie de mercancía, preparada, registrada, asimilada
a la producción industrial, adquirible y fungible; pero
esta especie de mercancía, que vivía del hecho de
ser vendida y de ser, sin embargo, esencialmente invendible, se
convierte hipócritamente en lo invendible de verdad, tan
pronto como el negocio no sólo es su intención sino
su mismo principio (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 203).

Es así como el negocio cultural planifica su utilidad
con base en una mercancía invendible y, al mismo tiempo,
en una oferta imposible de cumplir, a saber: felicidad por
doquier y diversión a granel; cuando lo único que
produce en realidad es la expectativa y la ilusión de que
en cualquier momento "te puede tocar a ti", de que la felicidad
llegará algún día.

El negocio de la cultura, coherente con su principio de
generar utilidad económica y reproducir el capital, entra
en contacto con los consumidores haciendo uso de la
denominación que Adorno y Horkheimer hicieron de
psicotécnica como la técnica de manipulación
de los hombres, pues esta técnica psicológica por
ser precisamente técnica, tiene como base el sistema operativo
de la razón instrumental cuestionada por éstos, a
saber: autoritarismo por una parte y, por otra, todo el proceso
de homogeneización, manipulación y
sistematización. Este uso de la psicotécnica por
parte de la industria tiene como objetivo conducir a los hombres
a consumir todos los productos que ésta le venda sin hacer
ningún tipo de reflexión sobre la necesidad que
tiene de los mismos y, a su vez, reafirmar los aparentes lazos de
compromiso social que la industria, supuestamente, cultiva de
forma constante con los diferentes miembros de la comunidad.

Pero para poder lograr hacer llegar estos mensajes es
necesario contar con los medios de
comunicación masivos (los cuales son propiedad casi
exclusiva, por lo fundamental y efectivos que resultan, de los
industriales de la cultura) con el fin de motivar el consumo en
las masas, es decir, es necesario hacer uso de la publicidad.
Como se citó en el capítulo anterior, "tanto
técnica como económicamente, la publicidad y la
industria cultural se funden la una en la otra", pues "se trata
siempre de subyugar al cliente, ya se presente como
distraído o como resistente a la manipulación"
(Adorno y Horkheimer: 1994, pp. 208).

Por esta razón están vinculadas
intrínsecamente industria y publicidad. Porque como se
trata de subyugar, la publicidad tiene que lograrlo haciendo
creer que el proceso es totalmente a la inversa, es decir, que el
cliente tiene la libertad de comprar lo que necesita en realidad
y lo que le gusta particularmente a él, y que el negocio
de la cultura produce pensando precisamente en las prioridades
del consumidor y no en las propias, en otras palabras: que la
industria cumple con un servicio social y que se encuentra muy
lejos de cumplir con metas y esquemas planificadas previamente y
con intereses económicos y de poder político
específicos de por medio. Con el ejercicio publicitario
practicado por la industria cultural la conciencia individual
tiene un ámbito cada vez más reducido, cada vez
más profundamente preformado, y la posibilidad de la
diferencia va quedando limitada a priori hasta convertirse en
mero matiz de la uniformidad de la oferta. Al mismo tiempo, la
apariencia de libertad hace que la reflexión sobre la
propia esclavitud sea
mucho más difícil de lo que era cuando el
espíritu se encontraba en contradicción con la
abierta opresión; así se refuerza la dependencia
del espíritu (Adorno: 1973, pp. 208).

Consideran, especialmente Adorno, que el consumo real que se
hace de las mercancías culturales es de su abstracta
condición de ser-para-otro y no por las cualidades de la
obra en sí misma. De hecho, el poder disponer de
éstas como mercancía les hace creer a los
consumidores, y es allí donde radica el poder de la
publicidad, que tienen un valor que trasciende los límites
cuantitativos del mercado y que no son simples símbolos
con significados específicos dentro de una sociedad
determinada con códigos compartidos. Esta situación
hace que la industria cultural gane más dinero que el
que los individuos imaginan cuando adquieren supuestas obras de
arte, o con matices artísticos, libres de cualquier
condición fetichista. Pero en realidad, es en este momento
cuando más carácter fetiche poseen y cuando menos
valor artístico tienen para los consumidores, por una
parte; y cuando más mercancía son y menos costos de
producción tienen para la industria de la cultura, por
otra parte. Con este proceso la industria cultural logra
convertir las, en otro momento, obras de arte, en
mercancía, y hace que el individuo proyecte sobre ellas su
manipulada y distorsionada subjetividad.

Todo aquello que las obras de arte cosificadas ya no pueden
decir, lo sustituye el sujeto por el eco estereotipado de
sí mismo que cree percibir en ellas. La industria de la
cultura es la que pone en marcha este mecanismo a la vez que lo
explota. Hace aparecer el arte como algo que es cercano al
hombre, como algo que le obedece, ese arte que antes le era
extraño y que, al devolvérselo, lo puede ya manejar
(Adorno: 1983, pp. 31).

Sin embargo, es preciso decir que para Adorno esta
argumentación social contra la industria de la cultura,
con todo y que él mismo la utiliza, no deja de estar
impregnada de ideología.

El arte, considera, nunca fue totalmente autónomo e
independiente de los designios de la industria cultural, en el
caso contemporáneo, o de la autoridad que imponían
las prácticas culturales de las sociedades de
otras épocas. La autonomía del arte es algo que ha
ido ganando a través de sus expresiones genuinas y es una
condición a la cual tiende todo arte que pretenda
legitimarse como tal, pero que no le es dada de antemano. La idea
de libertad creativa o autonomía estética se forma
y se refuerza sobre la idea de dominio que ella misma
generalizó y difundió.

En palabras de Adorno:

Cuando más libres se hicieron de objetivos externos,
tanto más se determinaron a sí mismas en cuanto
organizadas autoritariamente. Y como las obras de arte siempre
vuelven una de sus caras hacia la sociedad, el dominio
autoritario que se había interiorizado en ellas
también irradio hacia fuera. En este contexto es imposible
hacer la crítica de la industria de la cultura sin hacerla
también del arte (Adorno: 1983, p. 32).

El arte carente de libertad, atado a los preceptos de la
industria, y –como diría Walter Benjamin– sin
aura, responde ampliamente al lucro económico que
persiguen los industriales, pues al responder la industria con
sus productos de arte a las "necesidades sociales reales",
está respondiendo precisamente a una sociedad
homogeneizada y sin la capacidad de cuestionar y revisar sus
necesidades verdaderas y, en consecuencia, sin la posibilidad de
suplirlas y superarlas.

Ya no podemos apoyarnos en la confianza de que las necesidades
de los hombres, al multiplicarse las fuerzas productivas,
harán que todo adquiera una configuración superior.
Estas necesidades han quedado integradas en una sociedad falsa y
han sido falseadas por ella. No negamos que encuentren su
satisfacción y una satisfacción múltiple,
tal como había sido pronosticado, pero es una
satisfacción falsa y engaña a los hombres sobre lo
que es su auténtico derecho (Adorno: 1983, pp. 32).

Así, el ámbito de la conciencia crítica
del sujeto, tanto individual como colectivo, es cada vez
más reducido al punto de ser casi inexistente y cada vez
más preformado al punto de ser casi totalmente predecible
y manipulable, y la posibilidad de la diferencia y la
crítica se ve cada vez más reducida hasta
convertirse en una opción más dentro de la gama
uniforme de la oferta "creativa y artística" de la
industria. En ese mismo punto la apariencia de libertad brindada
por la industria cultural hace que la reflexión sobre la
manipulación de la cual es objeto el hombre sea
mucho más difícil, por no decir imposible, de lo
que es cuando la conciencia se encuentra en franca
oposición, cuestionamiento y crítica contra la
posición abierta del negocio cultural. La industria logra
que el sujeto se sienta libre dentro de un espacio
específicamente delimitado, pero con los muros decorados
"tan a gusto" del sujeto o tan lejos del mismo, que en ninguno de
los casos los percibe como tal.

Un ejemplo de estos muros son los medios de comunicación masivos, sus nuevas
tecnologías y su sostén básico: la
publicidad, hoy por hoy, bastiones fundamentales de la industria
cultural.

En este punto, la publicidad se erige como una promesa
(demagógica) de libertad para los consumidores a
través de una dinámica que parte de los medios de
comunicación masivos y tiene como fin el aislamiento de
los individuos en su subjetividad abstracta.

Los medios de comunicación masivos son canales que
transmiten la información y los mensajes necesarios para
lograr los fines económicos y políticos de los
grupos a los
cuales pertenecen; pero para lograrlos los autores consideran que
es preciso atentar contra la capacidad creativa y crítica
de los sujetos.

Pensando en los fines económicos, es decir, en
términos capitalistas, las obras de arte tienen que ser
reconocidas para que produzcan dividendos, de otro modo no
serían atractivas para los industriales de la cultura. En
consecuencia, el valor real o práctico de la obra se
define en el mercado a través de la ley de oferta y demanda,
pese a que esto implique en ocasiones el sacrificio de lo bello o
auténtico respecto de las motivaciones de su creador. En
otras palabras, bajo los preceptos capitalistas que impone la
industria cultural, los productos de la cultura de una sociedad
determinada, incluidas, por supuesto, las obras de arte, son
transformadas en objetos con un valor material específico,
que en los términos de la industria cultural se traduce
como capital.

Ahora bien, pensando en los fines políticos, la
acción de la tecnología en los
distintos medios de comunicación a través de sus
productos y mensajes (incluyendo el publicitario, sobre el cual
se hablará más adelante) va filtrándose y
calando en la cotidianidad social de los individuos, al punto de
convertirse en referencia de sus reflexiones, pensamientos y
debates morales, referencia diseñada para construir un
modelo de sujeto acorde con las expectativas y necesidades de un
fin político determinado. Es decir, producen un discurso que
moldea, en ocasiones de manera solapada, y en otras abiertamente,
el carácter, y le restringe su autonomía reflexiva
y, a veces, hasta su libertad de expresión. Para los
frankfurtianos esta situación puede llegar a niveles tan
alarmantes como los logrados por el autoritarismo alemán
de mediados de siglo, nivel en el cual las masas terminan
prefiriendo o sacrificando la autonomía de pensamiento y
la libertad de expresión por los cuestionables confort
social y seguridad social
que brindaba el autoritarismo.

Para los teóricos críticos la industria cultural
es responsable en gran medida de esta manipulación
colectiva. De allí que el poder político
establecido "cultive" permanentemente su relación con los
medios, cuidando siempre la apariencia de plena libertad de
expresión y de estímulo a la diversidad y
pluralidad de opiniones. Los "diferentes" mensajes y discursos que
circulan en los medios corresponden a un mismo esquema y
representan los mismos valores:
detrás de cada medio hay una corporación o empresa con fines
económicos y/o políticos claramente definidos.

Más aún, el discurso y la oferta pueden variar
de una bandera política o
económica a otras, pero la ideología subyacente
permanece coherente consigo misma, unos pueden ofrecer entretener
y otros tantos educar, en última instancia el fin para lo
cual se utilizan estos medios es hacer que los individuos, la
masa, piense, sienta, padezca y actúe como lo desean y
pautan las instituciones.

Pero para que todo este proceso se lleve a cabo con fluidez
entra en juego un
factor determinante: la publicidad. Este otro bastión de
la industria cultural refuerza el trabajo
ideológico expresado en el discurso los medios de
comunicación de la industria en cuestión. Una de
sus principales tareas es vender a los individuos consumidores la
idea de que, de acuerdo a lo que adquieren en el mercado, pueden
ser diferentes entre ellos, por una parte; y, por otra parte, la
idea de que pueden escoger libremente lo que consumen. Es decir,
la publicidad de los productos de la industria cultural se basa
en la promoción de la posibilidad y necesidad de
consumir de los individuos como resultado de la libertad que
poseen para escoger las diferentes opciones que la industria les
ofrece, y como posibilidad y necesidad de ser distinto del otro.
Esta situación le brinda al sujeto diversidad de opciones
y diferenciación respecto de la mayoría, sin
embargo, esta situación está estandarizada de
antemano y garantiza un férreo control disimulado (en
ocasiones ni siquiera disimulado) a través una oferta de
libertad y felicidad, en otras palabras, la industria hace las
veces de prisma y su discurso –con fines específicos
y sin matices– lo descompone y lo lleva a los "bellos
colores" que
muestra la
publicidad. Así, le permite al individuo "escoger y
decidir" ver una telenovela, un noticiero, un programa de
opinión o un partido de fútbol "diferentes" con
sólo cambiar de canal en el televisor, por ejemplo.

A simple vista la publicidad siempre vende o hace creer que es
el individuo el que decide y, que a su vez, el mensaje o el
producto esta conformado pensando en su gusto, en una frase
común: "hay que darle al público lo que pide".

La publicidad de la mano de la con la tecnología crea la
necesidad de ser libres para escoger, de ser autónomos
para decidir y de ser importantes para exigir, pero la gama de
opciones, decisiones y exigencias han sido diseñadas por
la industria, pues su fuerza se
fundamenta en su consecuencia con las necesidades que produce. En
fin, la industria cultural avanzada le ofrece a los individuos
una suerte de paraíso perdido y los invita a buscar al
final de la "luz" que ella
misma descompuso, a través del arco iris publicitario que
ella crea, la olla de las morocotas de oro.

De la descomposición del arco iris a la
recomposición del caleidoscopio

Hasta este punto todo parece indicar que la posibilidad de una
respuesta afirmativa para la pregunta sobre la posibilidad de una
utopía concreta es prácticamente inexistente. La
industria cultural haciendo uso de las diferentes herramientas
que poseen para realizar su trabajo de reafirmación de su
ideología, en especial mediante los medios de
comunicación de alcance masivo, ha logrado consolidar su
proyecto de
obtención de utilidad económica a través de
una oferta a los individuos de diversión, estímulo
para el desarrollo y
colaboración con el progreso basada en el compromiso
social y el interés manifiesto por el bienestar y la
satisfacción de las necesidades y anhelos de los sujetos
tanto como individuos como en su rol de sujetos sociales y
comprometidos en un proyecto común. Además, a
través del desarrollo y venta de los
alcances de la ciencia y
la tecnología ha logrado mejorar las condiciones de
trabajo, ha aumentado la producción y variedad de bienes y
servicios y
los ha hecho más accesibles y humanos. Así, la
calidad de
vida se ha visto mejorada, pues la sociedad industrial ha
logrado optimizar la educación, los
servicios de
salud y los
controles de los embates de la naturaleza.

Sin embargo, este proceso de desarrollo y progreso sostenido
auspiciado por la industria cultural ha llevado a los
teóricos de Frankfurt a cuestionar y criticar
profundamente, por un lado, los fundamentos
teórico-racionales de estos postulados, pues consideran
que han terminado de hundir a la sociedad en una profunda
crisis,
descomponiéndola y fragmentándola, y lo que es
peor, sin que la sociedad tenga conciencia real sobre lo que
está pasando, y consideran también que sus
productos son la manifestación clara de su propio fracaso.
Por otro lado, los ha llevado a dudar seriamente sobre la
posibilidad o viabilidad de una salida histórica que
mantenga coherencia y sea consecuente en teoría con su
base de sustentación ideológica. En otras palabras,
ante la situación auspiciada y promocionada por la
industria de la cultura, la cual les ha creado una gran
incertidumbre sobre la necesidad de seguir pensando, sobre la
"necesidad de filosofía", se preguntan sobre la
posibilidad de reconciliación de la sociedad consigo
misma, sobre la posibilidad de lograr una sociedad y unos sujetos
más "humanos", en fin, sobre la posibilidad de concretar
la utopía de un "mundo completamente otro", que no siga
siendo el mismo. Se preguntan, en definitiva, cuándo es el
momento para concretarse la "promesa de buena hora".

Ahora bien, ¿en qué consiste una sociedad
reconciliada consigo misma?, ¿qué es y cómo
se concreta la utopía?

En primer término es preciso dejar claro qué se
entenderá por reconciliación dentro de un
pensamiento marcado por la dialéctica negativa y la
teoría crítica. Es decir, un pensamiento marcado
por su resistencia a dar por descontada, inmediatamente, una
conciliación entre realidad y razón, y que se
esfuerza por expresar su dinámica como negatividad en la
negatividad, haciendo explícita la contradicción
implícita en la apariencia de armonía y
totalidad.

En palabras de Tito Perlini, un pensamiento como ejercicio de
lo negativo se presenta de la misma manera que se presenta una
operación paradójica: ambigua, fragil,
problemática y arriesgada. Por lo que dicha
operación requiere una continua tensión, una
agilidad inexhautiva, la ardua virtud de una especie de acrobacia
suprema del espíritu que sepa aguijonearse continuamente y
reactivar el impulso hacia lo ausente (Perlini: 1976, p. 40).

Más aún, se trata de un pensamiento que
fundamenta su teoría crítica de la sociedad en una
razón que se niega a someterse al poder de las ideas
dominantes y realiza continuamente un esfuerzo por comprender.
Que se fundamenta en el ejercicio extremo de una inteligencia
estimulada por el deseo de no someterse a los dictámenes
de una realidad aparentemente racional.

Así, volviendo a la reflexión sobre la
posibilidad de reconciliación, es preciso decir que el
propio Adorno considera que:

Si fuese permitido especular sobre el estado de
reconciliación, no cabría representarse en
él ni la indiferenciada unidad de sujeto y objeto ni su
hostil antítesis; antes bien, la
comunicación de lo diferente. Sólo entonces
encontraría en su justo sitio, como algo objetivo, el
concepto de comunicación (Adorno: 1973, p. 145).

En otras palabras, "un estado de diferenciación sin
sojuzgamiento, en lo que lo diferente es compartido" (Adorno:
1973, p. 145). Sin embargo, para Adorno, a pesar de que "la
dialéctica está al servicio de la
reconciliación" (Adorno: 1984, p. 15), para una
dialéctica como la desarrollada por los autores, la cual,
como se dijo anteriormente, constantemente niega la realidad
actual de lo presente para avanzar hacia lo ausente, hacia lo que
no es, esto es, una dialéctica negativa, "el fin de la
dialéctica sería la reconciliación" (Adorno:
1984, p. 15).

Entonces, podría decirse –parafraseando al mismo
Adorno– que si cabe la posibilidad de especular sobre la
reconciliación de la sociedad consigo misma, de esa
sociedad fragmentada por los estragos de la industria cultural,
se trata del establecimiento de una relación comunicativa
de respeto y
estímulo a las diferencias y sin eliminar ninguno de los
elementos existentes (pues la eliminación de algún
elemento que sea fundamental para la relación, lejos de
fortalecer esta última, la falsea), entre la
dinámica económica de la sociedad y la conciencia
de los individuos que la conforman, a través de la
transformación del proceso de formación cultural.
Lo que podría entenderse como la utopía de una
sociedad completamente otra, diferente a la denunciada por Adorno
y Horkheimer.

Pero, una vez dadas esas condiciones y características para la lograr la
reconciliación, condiciones que hacen ver en el
pensamiento de Adorno y Horkheimer un profundo pesimismo sobre la
posibilidad de una sociedad futura mejor y, a su vez, una gran
desesperación por salir de un mundo desgarrado y
descompuesto, pero que ve, luego de la ilusión del arco
iris, la esperanza de un mundo mejor, ¿puede expresarse en
la utopía esa apelación, luego de la denuncia
crítica y la consiguiente sentencia de muerte y
barbarie, a la llegada de mejores tiempos, a la "promesa de buena
hora"? Teniendo en cuenta que para Adorno una sociedad emancipada
no sería, sin embargo, un estado de uniformidad, sino la
realización de lo general en la conciliación de las
diferencias… concibiendo la mejor situación como aquella
en la que se pueda ser diferente sin temor (Adorno: 1987, p.
102).

La crítica a la industria de la cultura que realizan
unos melancólicos Adorno y Horkheimer, en tanto
expresión del éxito del proyecto ilustrado y para
ellos consecuente fracaso de la carrera por el progreso de todos
los individuos, tiene como uno de los blancos principales de
cuestionamiento el trabajo
ideológico que la industria de la cultura realiza para
eliminar las diferencias de los sujetos y cubrirlas bajo el manto
de la identidad, haciendo que éstos conciban la mejor
situación como aquella en la que se cree ser diferente a
los demás, sin conciencia, y por extensión, sin
temor, de que se es idéntico a todo lo demás y que
las supuestas diferencias son sólo estrictamente formales.
¿Cuál es entonces el papel de la
industria cultural en la concretación de la
utopía?

Pudiera pensarse que el papel que
juega la industria cultural en el proceso de concretar la
utopía es fundamental, pues tiene el poder, mediante la
producción y creación artísticas, de
transformar la realidad. De allí que Adorno considere que
la cultura, cuando tiene un sentido crítico, irrumpe
contra lo instituido, pero no desde una postura que ataca a otra
o que quiere instituirse ella misma, sino como la
expresión libre de los deseos y necesidades de sus
productores y creadores. En este sentido, la producción
cultural y la creación artística son la
expresión concreta de la utopía.

No obstante, para los dialécticos negativos es
imposible dejar de lado u obviar la dinámica impuesta por
la industria de la cultura, porque si una idea quiere concretarse
"tiene que echar mano de la racionalidad que desprecia" (Adorno:
1984, p. 17), pues de otro modo dicha idea sería una
abstracción de la realidad y no tendría
determinaciones ni históricas ni teóricas,
sería un grito desesperado en medio del bosque.

De allí que para Adorno lo inefable de la utopía
es que necesita también de lo que, incluso bajo las
actuales condiciones de producción, no puede ser subsumido
bajo la identidad sin que la misma vida desaparezca. La
utopía extiende su ámbito de influjo hasta el
interior de lo que se ha conjurado para impedir su
realización. Dialéctica es la ontología de
la falsa situación; una situación justa no
necesitaría de ella y tendría tan poco de sistema
como de contradicción (Adorno: 1984, p. 19).

Más aún,Lo que se siente como utopía es
sólo la negación de lo existente y depende de
ello… Si la utopía del arte llegase a
realización, sería el fin temporal del mismo… Ni
la teoría ni el arte mismo pueden hacer concreta la
utopía; ni siquiera en forma negativa. Lo nuevo nos ofrece
una enigmática imagen del
hundimiento absoluto y sólo por medio de su absoluta
negatividad puede expresar el arte lo inexpresable, la
utopía (Adorno: 1983, p. 51).

Para Albrecht Wellmer, sin embargo, la "separación" en
distintos estadios que sufre la razón objetiva en el
proceso de ilustración del mundo no puede superarse, para
transformar la sociedad, simplemente utilizando el modelo
construido por un solo elemento de los separados, a su entender,
el de la razón estética.

La "desintegración" de la razón objetiva en sus
momentos parciales, dice Wellmer –racionalidad
científico-técnica, racionalidad
práctico-moral y racionalidad estética–, que
acompañó el proceso de modernización, no
puede "superarse" posiblemente por medio de una
transformación de la sociedad, para la cual un momento de
la razón –la racionalidad estética–
suministraría el modelo. Desde luego, Adorno nunca lo
habría dicho así: Sin embargo, la racionalidad
específica de la producción estética se
convirtió, efectivamente, para él, en el modelo
dominante en términos de lo que intentaba concebir como
una "superación" de la racionalidad instrumental en una
forma no-represiva de la razón (A.A.V.V: 1994, p.
107).

No obstante, para el intérprete esta idea de Adorno no
es del todo descabellada: el uso específico de la
racionalidad empleada para la producción estética
con el fin de concebir una superación de la racionalidad
instrumental con miras a una forma no represiva ni
homogeneizadora de la razón. No es descabellada porque las
formas de la racionalidad estética, de la
producción artística y cultural, contienen un
elemento de la racionalidad instrumental que posibilita, dentro
de la dinámica del campo de fuerzas de la razón, el
paso de la razón instrumental a una unidad libre a partir
de la diversidad de los diferentes elementos que la componen. En
este sentido, el arte y la cultura en general parecieran ser una
posibilidad de reconciliación. Sin embargo, aunque Wellmer
acepta en es postura una posibilidad, inmediatamente objeta que
… la interacción entre los impulsos miméticos y
los elementos de un todo, no pudo proveer una imagen de lo que
podía significar la "domesticación" de la
razón instrumental con respecto al problema de efectuar
una forma no represiva de integración social. Adorno tenía
también entonces buenas razones para "desconfiar" de la
experiencia estética si se la dejara a su aire:
insistió, paradójicamente, en que sólo la
filosofía puede manifestar cuál es realmente la
verdad de la experiencia estética. Creo –dice
Wellmer– que sería mejor admitir que el arte en
sí mismo no puede ser el portador de una perspectiva
utópica. En lo referente a que una apariencia de
reconciliación es constitutiva de la obra de arte,
podría sospecharse más bien que esta
reconciliación trasciende a la razón, una salida de
los confines del espacio, tiempo y causalidad, extática
más bien que anticipadora (A.A. V.V: 1994, p. 108).

Y por otra parte, podría entenderse que esta
reconciliación trasciende la razón en otro sentido,
la cual supone que, dada la devastadora crítica hecha por
Adorno y Horkheimer a la razón instrumental, se les hace
cuesta arriba, por no decir imposible, recoger algunos de sus
postulados para conformar un concepto de racionalidad emancipador
(y en este sentido cargado de utopía) que, conteniendo a
la razón en su uso instrumental, no contenga sus mismos
vicios o, por lo menos, no posibilite los mismos efectos
represivos que éstos le imputaban a la instancia
criticada.

Ahora bien, en descarga de Adorno, Wellmer cree que si algo
pudiese rescatarse para la teoría crítica y
negativa es que el arte y la cultura expresan y demuestra lo que,
en ocasiones, el individuo no puede decir o "ver", en otras
palabras, demostrar o descubrir las posibilidades presentes en la
situación de crisis y
manipulación descrita por los autores.

En este aspecto puede considerarse que la experiencia
estética se relaciona, sin embargo, con la perspectiva
utópica de las relaciones comunicativas desbloqueadas
–tanto entre los individuos como de los individuos consigo
mismos. Si aceptamos que la obra de arte provee un medio
más bien que un modelo de tales relaciones comunicativas
podemos entender mejor, creo, la insistencia de Adorno acerca de
los elementos trascendentes de la experiencia estética
genuina, por ejemplo, que trascienden los confines del mero
placer estético. Pero el más allá del arte,
al que apunta y con el que se relaciona, no es algo que sustituya
al arte como arte, sino que el mismo proceso de vida social puede
ser afectado por la experiencia estética. Comprendida de
este modo, la experiencia estética, al iluminar nuestra
vida y nuestra autocomprensión, al hacer que retrocedan
los límites del mutismo y del silencio inarticulado, y al
hacernos accesibles las profundidades ocultas de nuestras vidas,
es, como pensaba Adorno, la presencia de una perspectiva
utópica (A.A.V.V: 1994, p. 109).

En última instancia, la posibilidad de utopía
radica en colocarla como lo ausente, como "la misma esencia
sofocada y reprimida que impide a los existentes ser plenamente
lo que, en verdad, ya son potencialmente" (Perlini: 1976, p. 39),
para tratar de crear una realidad mejor a través de la
creación y la crítica, la producción y
la
comunicación de la mano con un proyecto
político y económico común. Lo que implica
que estén compenetradas plenamente las distintas
instancias de la racionalidad: la instrumental, la
práctica y la estética.

Un ejercicio crítico sobre las condiciones de la
actualidad, una apuesta al futuro que entiende que la construcción de éste depende de un
enjuiciamiento profundo de las bases de un presente en crisis,
presente que siempre va a ser el tiempo desde el cual se realice
la crítica.

Más aún, la situación de crisis y
descomposición que exige un pensamiento dialéctico,
que se encuentra a la misma distancia del desastre total que de
la recomposición, y que en la oscilación permanente
de los extremos que van de la afirmación o negación
absolutas de lo instituido por la ideología de la sociedad
industrial avanzada, encuentra su presente continuo para la
reflexión o las opciones para escoger; halla en la
utopía una suerte de caleidoscopio para ver hacia lo
ausente y observar en los fragmentos que lo componen una unidad
armónica dentro de la diversidad o la totalidad de una
diversidad caótica e insalvable.

Como un aislado suspiro optimista de todo el pesimista
pensamiento de Adorno y Horkheimer, la utopía es la
posibilidad de interactuar con la cultura producida por la
industria de un modo crítico y con el fin de lograr la
comunicación de lo diferente o, en otras palabras, la
negación y subversión de la homegeneización
y la manipulación de las masas a favor de la
autonomía crítica y la libertad del sujeto
individual. La posibilidad de decir que no racionalmente.

6.
Bibliografía

Básica:

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Montaigne: 1953 Michel de Montaigne. Ensayos. W. M.
Jackson Editores. Volumen III.
Buenos Aires.

Palabras Clave:
Razón, Cultura, Utopía, Industria Cultural

Trabajo enviado y realizado por:
Luis Martínez Pacheco
Aprobado para optar al título de Licenciado en
Filosofía
Universidad
Central de Venezuela
lmpinc[arroba]cantv.net

Partes: 1, 2
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