No es momento de salir al balcón. A pesar de los 22
grados centígrados regulados por el calefactor láser,
presiente el frío externo. Las puertas y las
ventanas se agitan contra los respectivos marcos en medio de un
gemido metálico que convoca a la
melancolía.
El destemplado día no invita a pasear; menos
aún, cuando el viento del sudeste amenaza convertirse en
borrasca y el antiguo medidor de mercurio
indica cero grado.
Ve las manchas de óxido extendidas otra vez sobre las
aristas superiores de la ventana .Sabe que ya resulta
inútil el uso intenso del hipoclorito de potasio; tiene
fijado en sus retinas la forma en que el cristal recupera durante
unas horas la transparencia de su tono ligeramente
púrpura, para luego -como siempre- cargarse otra vez con
nuevos bastones del infame óxido que, como una grotesca
mancha, terminarán adheridos a los invisibles poros del
cristal.
Habrá que creerle a Ignacio cuando dice que tanta
calamidad debe atribuírsele a la acción
de las malditas lluvias ácidas. Si hasta fijan la
humedad sobre la piel como una
pátina invisible, señor. Martha, la inefable
Martha sugiere que hay que dejar que la naturaleza
escriba sus propias páginas.
Mira hacia el mar. La mirada se extiende en abanico en
dirección a los puntos Sudeste y
Noroeste.
Con la vista a vuelo de pájaro sobre el
área del puerto, ve los antiguos brazos de cemento
semidestruidos y cubiertos por el agua; en la
escollera Sur, apenas visible sobre las grandes piedras, el
antiguo monumento a Cristo.
Voltea los ojos a su izquierda : la lonja gris ha
vuelto a flotar como un gigantesco animal viscoso a lo
largo de toda la costa. Tal como lo anunciara ayer su
comunicadora virtual, la temible materia en
descomposición se ha deslizado en medio de
minúsculas explosiones químicas, hacia la zona de
la antigua Perla, para raptar luego entre las calles que
desembocan en la plaza de la abandonada catedral.
Sabe que el que alguna vez fuere el centro comercial,
religioso y administrativo de la otrora orgullosa Perla del
Atlántico, se ha convertido desde que el mar creciera,
en una zona en ruinas, habitada sólo por marginales. Sabe
también que esa mancha lechosa y maloliente suele
instalarse durante unos días sobre el predio que se
extiende desde la calle Libertad hasta
la avenida Independencia,
y por ésta hasta Alberti; por Alberti bajando hacia
Lamadrid, y por Lamadrid hacia la costa; todo, en medio de un
vaho espeso y putrefacto que se enrosca en la mampostería
de los edificios llenando de cicatrices blancas los troncos y las
ramas de los desnudos árboles.
Menos mal que se halla alejado de ese escenario deprimente, en
los altos de la ciudad. ¡Qué importa que algunos de
sus amigos hayan bautizado con el nombre de La
Sojera a su imponente mansión! Cierto que la
casona es el producto de
las excepcionales exportaciones de
soja antes del
desastre general; pero todo ha sido transparente por parte de su
abuelo. Al menos con los negocios, la
conciencia esta
en paz.
Por entonces – en medio de la crisis
terminal del Imperio anglosajón-, la Argentina comenzaba a
agonizar como país. Antes aún que el distante
pather family – a la sazón Coronel del extinto
ejército argentino- desapareciera sin dejar rastros
después de la segunda guerra por la
recuperación de las islas Malvinas(a
propósito, su propio hijo-un jefe legionario GOS,- le ha
dicho que el viejo militar padece amnesia, y que vive o
vivía en Buenos Aires con
un tal Jorge Paradela, conspicuo miembro de la guerrilla
subversiva; ironías que le dicen).
Mariano de la Fuente Campos. Todo un nombre ligado a la vieja
oligarquía vacuna. Herencia de
familia que
nunca quiso utilizar en provecho propio. Cosa difícil de
comprender para sus profusa e influyente parentela, la
mayoría de los cuáles ya se habían
conchabado con el poder de
turno.
Sabía lo que era, claro, sólo que quería
serlo a su manera.
Pero mejor no pensar en esto ahora.
Recorre con la vista en abanico el amplio salón de su
casona. Una valiosa colección de pinturas del manco
Cándido López adorna la estancia. Por suerte, a
cargo de la corrosión generalizada. El calor seco del
calefactor láser impide que se formen grumos en las
paredes.
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