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Descartes Contradicciones de su irracionalismo teológico (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

4.4.1. La finitud del yo no conduce a demostrar la
infinitud de Dios

Por lo que se refiere a sus intentos por demostrar la
existencia de Dios, Descartes no
contaba con otro apoyo que el proporcionado por su primera
proposición considerada como verdadera, "pienso, luego
existo", junto con la utilización ilegítima
-según las propias exigencias cartesianas- de la regla
de la evidencia
en cuanto ésta no había quedado
suficientemente fundamentada.

Esa primera verdad del "cogito, ergo sum" le condujo a
definirse como "una cosa que piensa", esto es, como un ser que
tenía ideas. Respecto a tales ideas,
señaló que existían diferencias entre ellas
respecto al modo de presentarse: Unas eran innatas, en
cuanto las encontraba en sí mismo, otras eran
adventicias, en cuanto parecían proceder de algo
distinto del propio ser, y finalmente otras, las
facticias, las construía él mismo combinando
distintas ideas.

Para demostrar la existencia de Dios Descartes
utilizó diversos argumentos, ninguno de los cuales
podía ser concluyente no sólo por el carácter contradictorio del concepto
cristiano de Dios, sino porque, además, los planteamientos
cartesianos tan desatinados convertían esa hazaña
en algo doblemente imposible.

1) Así, en las Meditaciones
Metafísicas
utilizó un argumento similar a
varios de los empleados por Tomás de Aquino, quien
partiendo del movimiento, de
la causalidad o de los seres contingentes, consideraba que en el
conjunto de seres movidos, causados o contingentes uno no se
podía remontar al infinito sino que debía suponer
la existencia de un primer motor, una
primera causa incausada o un ser necesario que
explicasen respectivamente la existencia de la serie de
realidades movidas, causadas o contingentes. Por su parte, en
cuanto Descartes no podía contar con realidades externas,
cuya existencia había quedado puesta entre
paréntesis como consecuencia de la aplicación de la
duda metódica a los conocimientos sensibles, sólo
podía contar con las ideas existentes en la "res
cogitans". Y así, utilizando un procedimiento
similar al de Tomás de Aquino, estimó que las ideas
estaban causalmente relacionadas de tal modo que debía
existir una idea primera cuya causa sería la
realidad original correspondiente, en la que
existiría realmente la perfección que en las
ideas sólo estaba por "representación":

"Y aunque pueda suceder que una idea dé origen a
otra idea, esto, sin embargo, no puede continuar al infinito,
sino que es necesario llegar por fin a una idea primera, cuya
causa sea como un patrón o un original, en la que se halle
contenida formal y efectivamente toda la realidad o
perfección que se encuentra sólo objetivamente o
por representación en estas ideas"

Este argumento parece una burla por su superficialidad,
pues parte de la falsa premisa de que las ideas estén
enlazadas entre sí de forma que la intuición de una
deba llevar hasta otra anterior y así hasta llegar a esa
primera idea de que habla Descartes. Además, el
hecho de que considere que la causa de esa idea primera
deba ser una realidad que posea en sí la perfección
existente en ella por representación es una
afirmación gratuita, pues una mínima dosis de
sentido común podría haberle hecho ver que nadie,
ni por esencia ni por representación, se encuentra en
posesión de una "idea primera", identificada con Dios o
con la de una "sustancia infinita", por más que se posean
conceptos confusos de series infinitas, como la de los
números naturales o la del espacio de la geometría euclídea, entendido como
infinito.

2) Desde otra perspectiva y partiendo nuevamente de las
ideas, Descartes indicó que, entre las ideas innatas
había una que tenía un carácter muy especial
cuando se la comparaba con el carácter limitado del propio
ser: Se trataba de la idea de Dios, y, en el Discurso
del Método
señala que, en cuanto yo era un ser
que dudaba y en cuanto por ello

"mi ser no era completamente perfecto, pues veía
claramente que conocer era una perfección superior a
dudar, quise indagar de dónde había aprendido a
pensar en algo más perfecto que yo; y conocí
evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que
fuese, en efecto, más perfecta".

Pero, respecto a esta "demostración" (?), tan
fácilmente alcanzada, conviene realizar las siguientes
críticas:

En primer lugar, resulta sorprendente la
frivolidad con que Descartes considera "evidente" este
argumento tan absurdo, pues, partiendo de los datos de su
argumentación, más bien debería haber
concluido en un resultado totalmente contrario, ya que la propia
imperfección sería una prueba en contra de
la existencia de Dios como ser perfecto, pues, de acuerdo
con el adagio "operari sequitur esse", las obras de Dios, en
cuanto ser perfecto, deberían ser perfectas, y, por ello,
si su omnipotencia le permitía crear y su bondad le
impulsaba a conceder todas las perfecciones posibles a lo creado,
habría actuado mal al haberle creado de modo imperfecto;
y, como tal forma de actuar habría sido incompatible con
el ser de Dios, en tal caso la propia imperfección
habría sido una demostración evidente de que
no existía un ser tan perfecto que hubiese podido y
querido crearle con sus mismas perfecciones
.

Conviene recordar a este respecto que una parte de la
crítica
de Hume al argumento fisico-teleológico de Tomás de
Aquino se basaba precisamente en el hecho de que la
consideración del mundo, como imperfecto y limitado
que era, no permitía concluir de manera válida en
la necesidad de una causa perfecta e infinita, como lo
sería el dios cristiano, sino todo lo más,
imperfecta y limitada como el propio mundo.

3) A continuación y como un nuevo argumento
Descartes indica que, si hubiera sido causa de sí mismo,
se habría dado las perfecciones que conocía y que
estaban contenidas en la idea de Dios, y que por ello era
evidente que no se había creado a sí mismo y que
había debido crearle un ser que tuviera todas las
perfecciones cuya simple idea él poseía,
pues

"si hubiese estado
sólo e independiente de cualquier otro de tal manera que
procediese de mí mismo todo lo poco en que participaba del
ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo, por la
misma razón, todo lo demás que sabía que me
faltaba y así ser yo mismo infinito, eterno, inmutable,
omnisciente, todopoderoso y en fin tener todas las perfecciones
que podía advertir en Dios".

Pero Descartes incurre de nuevo en el error anterior al
no darse cuenta de que con tal planteamiento estaba afirmando que
el amor de
Dios hacia él, a pesar de ser supuestamente infinito, era
inferior al que él mismo se tenía, ya que le
había dotado de una naturaleza muy inferior respecto a la
que él mismo se habría dado si hubiera podido
hacerlo, pues se habría dotado de todas las perfecciones
que conocía y no se habría conformado con su simple
conocimiento,
y, en consecuencia, el amor de Dios
no sería infinito.

4) Descartes utilizó también una
variación del argumento ontológico de
Anselmo de Canterbury, señalando que

"volviendo a examinar la idea que yo tenía de un
ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en
ella de la misma manera que en la de un triángulo
está comprendido que sus tres ángulos sean iguales
a dos rectos".

Las críticas al valor de este
argumento habían surgido ya en la misma época de
Anselmo de Canterbury, cuando el fraile Gaunilon indicó
que, siguiendo la argumentación anselmiana, igual
podría demostrarse la existencia de las Islas
Afortunadas
, ya que, si no existieran, no serían
afortunadas. Posteriormente, Tomás de Aquino, Ockham, Hume
y Kant aportaron
sus propias críticas, considerando, en definitiva, que
había que diferenciar entre el orden del
pensamiento
y el orden de la realidad: Por lo que se
refiere al pensamiento y
admitiendo la posibilidad de tener en él la idea de un
ser perfecto
, a fin de poder afirmar
que tal ser existiera en la realidad y no sólo en el
pensamiento, sería necesario tener la experiencia
correspondiente de tal ser cuyas cualidades
deberían corresponderse con las de la idea de ese
ser
perfecto meramente pensado; en caso contrario,
este argumento podría ser aplicado no sólo a Dios
sino también a cualquier otra idea en cuanto la
pensásemos como perfecta. Así, podría
afirmarse la existencia del centauro perfecto, en cuanto,
si no existiera, no sería perfecto. Pero lo
evidente es que, cuando pensamos en un centauro perfecto, por muy
perfecto que lo pensemos, no por ello escapamos de la esfera del
pensamiento para afirmar la existencia real de ese centauro
pensado
, de manera que, como defendía el empirismo y el
propio Kant, para pasar desde lo pensado a lo real, de forma que
se llegue a conocer la existencia de una realidad que se
corresponda con lo pensado, hace falta, en definitiva,
la experiencia, la cual será la piedra de toque
para saber si la idea pensada se corresponde con una
realidad empírica cuyas características se
correspondan con las de aquella.

Además, cuando se afirma que la idea de
Dios
es la de un ser perfecto se quiere decir que
dicha idea engloba el conjunto de todas las cualidades
positivas posibles en cuanto contenidas en dicha idea, pero en
ningún caso es razonable dejar el terreno mental de la
simple idea, para afirmar la existencia de
Dios como un ser real trascendente que se
corresponda con aquella idea.

Por su parte, Hume -en los momentos en los que no
se dedica a defender un solipsismo radical-, adelantándose
a Kant, había dicho que era posible pensar en Dios o en
cualquier quimera y era posible pensarlos como existentes o como
no existentes, pero que, en el mejor de los casos, a la hora de
afirmar la existencia de realidades ajenas a las meramente
pensadas, había que recurrir a la
experiencia.

Igualmente Kant señaló más
adelante que la existencia no era un predicado real, es
decir, no era una cualidad nueva que se añadiese al
conjunto de cualidades que asociamos con determinado
concepto, sino que hacía referencia a la
"posición absoluta de una cosa", es decir, a la
afirmación de la existencia de una
realidad empírica que se correspondía en sus
cualidades con un concepto pensado, de manera que cuando
pensamos en cualquier concepto, las cualidades que éste
tenga en el pensamiento serán las mismas que tenga
en la realidad, si en verdad existe, pero sólo la
experiencia podrá mostrar si lo pensado se
corresponde con una realidad existente fuera del
pensamiento
, además de existir en
él.

De nuevo, pues, vuelve a mostrarse el fracaso cartesiano
a la hora de aplicar la regla de la evidencia, al conformarse con
una "demostración" tan absurda que sólo sirve para
mostrar que no se deben aceptar las "evidencias"
subjetivas –que son todas- como criterio de
verdad
.

Por ello y especialmente desde Galileo, ha sido el
método experimental el que ha conseguido el avance
de la Ciencia a
partir de una continua interacción entre las hipótesis científicas y la
experiencia, de modo que no es una evidencia
subjetiva sino la posibilidad constante de
experiencias o de experimentos que confirmen o
desmientan el valor de las hipótesis lo que
confirma o invalida cada una de las leyes y teorías
científicas vigentes en un momento dado, leyes y
teorías que, como señala Popper, no se consideran
verdaderas en un sentido absoluto sino sólo como
aproximaciones al conocimiento de la realidad, que la
experiencia puede falsar o desmentir en cualquier
momento.

5) Finalmente, en las Meditaciones
Metafísicas
indica Descartes que toda idea posee un
doble valor: En el hecho de pensar algo puede
diferenciarse, por una parte, el hecho mismo de pensar, y,
por otra, la realidad pensada. El hecho de pensar
posee, según Descartes, una realidad formal,
mientras que la realidad pensada posee una realidad
objetiva.
A continuación afirma que como actos
diversos de un sujeto pensante las ideas no plantean problema
alguno desde la perspectiva de su realidad formal; pero
dice que se plantea un problema cuando nos preguntamos por la
causa que pueda haber producido tales ideas en cuanto
contienen una realidad objetiva. La realidad
objetiva
de la mayoría de las ideas, en la medida en
que es limitada por representar las diversas cosas
naturales, que son limitadas, podría haber sido causada
por mí mismo; pero, según el pensador
francés, no ocurre lo mismo con la idea de Dios,
pues la realidad objetiva que en ella se contiene es
infinita y, en consecuencia, no puede ser explicada su
presencia en mí como si yo fuera su causa, pues "lo que es
más perfecto, es decir lo que contiene en sí
más realidad, no puede seguirse ni depender de lo menos
perfecto".

Yo, como sustancia finita, no podría
poseer la idea de una sustancia infinita a menos que
ésta estuviera causada en mí por una sustancia
infinita
realmente existente. En consecuencia, Descartes
llega a afirmar que la simple presencia en él de la
idea de Dios demuestra la existencia del propio
Dios.

Resulta asombrosamente decepcionante la facilidad con
que a Descartes se le muestra como
evidente un argumento tan absurdo, tan confuso y, en cualquier
caso, tan carente de evidencia –al menos para la serie de
filósofos que le sucedieron, pues ninguno
llegó a compartir su convicción acerca del valor
demostrativo de tal argumento-. Pues, cuando se refiere a la
realidad objetiva de la idea de Dios, diciendo que es
infinita, el "teólogo" francés no tiene en
cuenta que en sentido estricto no se tiene una idea
positiva de ‘lo infinito’, pues, cuando se
intenta una hazaña como ésa, lo único que se
consigue es pensar en la negación de lo finito,
pero en ningún caso se alcanza una comprensión
positiva
de "lo infinito", del mismo modo que tampoco se
abarca con el pensamiento la serie infinita de los números
naturales, sino que lo único que se consigue pensar es que
dicha serie nunca termina y que todos y cada uno de los
números tienen su correspondiente sucesor de forma
indefinida. En consecuencia, la "realidad objetiva" de la
idea de Dios, no puede ser pensada como infinita sino
sólo como indefinida, de manera que estar en
posesión de esa idea no implica abarcar con
absoluta comprensión su significado. Por otra
parte, la realidad objetiva de las ideas del Universo, de la
Vía Láctea, del planeta Tierra, de la
cordillera de los Alpes o del pueblo en el que vivo son
mayores que yo y, sin embargo, no tengo problema alguno en
representarlas en mi mente, aunque sea de modo confuso. En
consecuencia, parece evidente que puede pensarse cualquier ente
imaginario, por inmenso y extraño que sea, aunque se
piense de modo igualmente impreciso, y no por ello tener que
concluir en que existen seres reales independientes, causantes de
tales ideas.

 

4.4.2. Otras doctrinas absurdas

Por ello y teniendo en cuenta el cúmulo de
circunstancias que conformaron su ambiente
social y cultural, no resulta nada extraño que Descartes
se conformase con unos argumentos tan endebles y tan alejados de
la evidencia para demostrar la existencia de Dios,
argumentos aceptados con la misma frivolidad con que
defendía otras doctrinas radicalmente
irracionales.

a) Así sucede con su consideración
según la cual

"aunque Dios haya querido que algunas verdades fuesen
necesarias, esto no significa que las haya querido
necesariamente",

lo cual equivale a afirmar la
contradicción según la cual Dios ha
determinado libremente la necesidad de tales
verdades, pues la necesidad de una verdad no puede ser
consecuencia de un acto por el que libremente se
establezca tal necesidad.

b) En esta misma línea se encuentra igualmente su
muy perspicaz observación (?) según la cual en
cierto modo
los defectos contribuyen a la
perfección de un conjunto, lo cual equivale a
firmar que las imperfecciones son perfecciones o,
dicho con las palabras del filósofo
francés,

"en cierto modo el que algunas de las partes de todo el
Universo no estén exentas de defectos es una
perfección mucho mayor que si todas fueran
similares".

Parece sintomático de cierta inseguridad el
hecho de que al final de este párrafo
Descartes haya escrito la palabra "semblables", como si no se
hubiera atrevido a escribir "igual de perfectas", en cuanto pudo
ser consciente de que con tal expresión habría
puesto en mayor evidencia lo absurdo de considerar que la
imperfección
pudiera ser más perfecta que la
perfección
.

c) O también su explicación acerca del
"funcionamiento del corazón",
la de la existencia de los "cuatro elementos de
Empédocles", la de la existencia de las "estrellas fijas",
la consideración tan ingenua y absurda de que el alma y el
cuerpo se encuentran unidos mediante la glándula pineal,
la "evidencia" de que la res extensa y el
movimiento son realidades independientes, o su
afirmación, tan "evidente" para él, aunque falsa
para casi todos los demás, de que el alma no necesita del
cuerpo para poder pensar.

El asombro ante tantos errores evitables incita a pensar
que, en medio de tantos absurdos, no era demasiado difícil
que Descartes acertase al menos en la explicación de
algunos fenómenos.

  1. El
    racionalismo teológico
    cartesiano

Descartes entiende por el concepto de sustancia
"una cosa existente que no requiere más que de
sí misma para existir"
. Siendo coherente con tal
definición aplica el concepto de sustancia a Dios
en sentido propio, y a la res cogitans y a la res
extensa
en sentido secundario, pues mientras Dios
sería plenamente subsistente por sí mismo,
el resto de la realidad dependería de Dios para su propia
existencia. Dios se caracteriza por su infinitud, atributo
que incluye de forma inseparable el conjunto de todas las
perfecciones, como las de la eternidad, la omnisciencia, la
inmutabilidad y la omnipotencia.

Consecuente con su idea de la inmutabilidad
divina
, pero no con la de la omnipotencia, casi al
comienzo de la quinta parte del Discurso Descartes
escribió:

"…he advertido ciertas leyes que Dios ha establecido
de tal manera en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en
nuestras almas que, después de haber reflexionado bastante
en ellas, no podríamos dudar de que son observadas
exactamente en todo lo que es u ocurre en el
universo".

Con estas palabras quiso decir que con sólo
profundizar en la propia mente, a partir de la esencia
divina
se podrían descubrir las leyes que rigen el
funcionamiento de la naturaleza, de manera que los estudios
empíricos serían innecesarios o auxiliares, ya que
la esencia divina era la fuente de su verdad y de su
conocimiento.
En este sentido Descartes defiende un
"racionalismo teológico", según el cual, si
la razón humana es capaz de alcanzar el
conocimiento de las verdades eternas y de todas las
demás, en cuanto se deducen de aquellas, no es por otro
motivo sino porque Dios la ha dispuesto con aquellas ideas
innatas
que es capaz de recobrar en cuanto se encontraban ya
en ella de forma latente.

Sin embargo y de manera desconcertante, Descartes
relativiza su propio racionalismo –convirtiéndolo en
irracionalismo– en cuanto considera que no es la
racionalidad intrínseca de las distintas verdades
lo que permite conocerlas, sino el hecho de que toda
verdad depende de Dios y emana de su naturaleza
. En este
sentido escribe a Mersenne:

"en cuanto a las verdades eternas le digo sin más
que sólo son verdaderas o posibles porque Dios las conoce
como verdaderas o posibles, pero no, por el contrario, que sean
conocidas por Dios como verdaderas como si fuesen verdaderas con
independencia
de él […] La existencia de Dios es la primera y la
más eterna de todas las verdades que puede haber y la
única de que proceden todas las
demás
".

Por ello, la razón no
demostraría nada
si no fuera porque Dios ha
establecido que pueda conectar con la verdad; y, en
consecuencia, la razón no es autosuficiente para
alcanzar la verdad, pues la justificación de toda verdad
se encuentra en el propio Dios.
Precisamente por esto, al
hacer referencia a estos planteamientos es más acertado
hablar de un racionalismo subordinado a la Teología
que de un racionalismo en sentido estricto.

5.1. El racionalismo teológico aplicado a la
"res cogitans".

5.1.1. Independencia e inmortalidad del alma.
Objeciones.

Por lo que se refiere al alma Descartes considera
evidente (?) que es una realidad independiente del
cuerpo que "no está sujeta a morir con él" y que,
en consecuencia, "es inmortal":

"conocí […] que era una sustancia cuya
esencia íntegra o naturaleza sólo consiste en
pensar y que para ser no necesita ningún lugar ni depende
de ninguna cosa material. De manera que este yo, es decir, el
alma por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del
cuerpo […] y que aunque él no existiera ella no
dejaría de ser todo lo que es".

Más adelante, en las Meditaciones
Metafísicas
, insiste en declarar que ha demostrado que
"el alma del hombre
[…] es por su naturaleza inmortal".

A través de estas afirmaciones, Descartes se
muestra especialmente presuntuoso al afirmar como
evidentes teorías muy alejadas de cualquier posible
demostración, de la experiencia y de la verdad, pues no
contaba con más razones que los prejuicios
inherentes a sus creencias religiosas, asentadas en su
mente como consecuencia de la formación recibida, de la
presión psicológica procedente de su
círculo de amistades religiosas, y también, en una
importante medida, por su temor a la
Inquisición.

En cualquier caso resulta sorprendente en grado sumo que
Descartes pudiera ver como evidentes doctrinas como las de
que el yo sea una sustancia pensante, que sólo
consista en pensar
, que no necesite ni dependa de ninguna
sustancia material
, que el yo se identifique con el
alma
, que considere que ésta es enteramente
distinta del cuerpo
y que aunque el cuerpo no existiera el
alma no dejaría de ser todo lo que es
, pues todas
estas doctrinas no son otra cosa que prejuicios basados en
aquellas creencias religiosas a las que no había
aplicado la duda, y que, desde una perspectiva ajena a tales
prejuicios, no habría llegado a defender tales
absurdos.

La sorpresa se convierte en profunda admiración
ante la suma perspicacia (?) del pensador francés cuando
descubre con la misma "evidencia" que aunque el cuerpo no
existiera el alma no dejaría de existir
, pues algo muy
parecido a la "evidencia" más bien muestra lo contrario:
Cuando se observa a alguien en estado de coma profundo se percibe
sin demasiada dificultad que, en cuanto su cerebro
está en malas condiciones, su actividad pensante
parece ser nula, y, del mismo modo, cualquiera suele asociar de
forma espontánea los ciclos de vigilia y de sueño
corporal con ciclos paralelos de conciencia
psíquica perfectamente diferenciables sin necesidad
de una tecnología
científica especialmente sofisticada. Además, cada
uno sabe por auto-observación que siempre se ha sentido
identificado o al menos unido con el cuerpo material desde el que
siente, piensa, recuerda, desea, etc., mientras que a casi nadie
se le ocurre decir que se haya percibido a sí mismo
existiendo con independencia de su cuerpo, o pensando
desde un determinado lugar mientras su cuerpo se
encontraba a diez mil kilómetros de distancia, a no ser
que, como a Descartes, determinadas creencias religiosas
le hayan llevado a sugestionarse de que su pensamiento y su
cuerpo tenían escasa relación.

5.1.2. La relación entre el alma y el cuerpo.
Objeciones

Por lo que se refiere a la relación
entre el alma y el cuerpo y a fin de explicar cómo
el cuerpo era capaz de obedecer las órdenes del alma y de
informarle acerca de su estado, y cómo el alma
podía recibir información acerca del estado del cuerpo y
darle órdenes, resulta sorprendente que Descartes
"solucionase" (?) este problema de un modo tan superficial
y tan ingenuamente absurdo como lo hizo, pues no se le
ocurrió otra explicación que la de considerar que
entre el alma y el cuerpo había un elemento
material, la glándula pineal, que las
ponía en conexión. Es incomprensible que, al
considerar que una realidad material como la glándula
pineal podía servir de intermediaria entre el cuerpo y el
alma, no entendiera que el problema, lejos de solucionarse, se
desplazaba al de tener que explicar a continuación
cómo se relacionaba el alma –supuestamente
inmaterial- con la glándula pineal –evidentemente
material-. Pero, a pesar de la imposibilidad de resolver tal
problema, Descartes se atrevió a decir que

"la parte del cuerpo en la que el alma ejerce
inmediatamente sus funciones no es
en modo alguno el corazón ni tampoco el conjunto del
cerebro, sino
meramente la parte de éste que es más interior de
todas, a saber, una cierta glándula muy pequeña que
está situada en el centro de la sustancia cerebral, y que
está de tal modo suspendida sobre el conducto por donde
los espíritus animales en sus
cavidades anteriores tienen comunicación con las de las posteriores que
los más ligeros movimientos que tienen en la misma alteran
grandemente el curso de aquellos espíritus; y,
recíprocamente, los más pequeños cambios que
se dan en el curso de los espíritus pueden influir mucho
en que cambien los movimientos de aquella
glándula".

Desde luego, esta explicación no era ni clara, ni
distinta, ni evidente, sino todo lo contrario, pues, desde el
momento en que para explicar la conexión entre lo
espiritual y lo material se recurre a un tercer elemento
que sigue siendo material, el problema permanece en el
mismo estado en que se encontraba inicialmente, ya que por
mínimo que fuera el punto de conexión entre lo
material y lo que no lo es, el misterio de cómo lo
inmaterial podía influir en lo material y viceversa se
mantenía tan inexplicable como al principio. Resulta por
ello doblemente asombroso que un filósofo que se
había propuesto no aceptar como verdad ninguna doctrina
que no fuera absolutamente evidente se conformase con unas
explicaciones tan alejadas de la comprobación
empírica como del análisis racional, y que además
fuera capaz de verlas como evidentes.

Respecto a la consideración según la cual
Descartes entendió el alma como una sustancia distinta del
cuerpo, tal distinción le sirvió para excluir al
ser humano del mecanicismo imperante en la realidad
material y en el resto del mundo biológico, insistiendo en
la existencia de una diferencia esencial entre los animales y
el hombre
porque mientras los animales eran simples configuraciones de la
materia
especialmente complejas, que sí estaban sometidos al
determinismo mecanicista, el ser humano, aunque era una realidad
dual, su parte esencial era el alma (res cogitans), que
gozaba de libertad y,
por lo tanto, no estaba sometida al mecanicismo al que estaba
sometida la res extensa. Por ello consideró
que

"después del error de los que niegan a Dios […]
no hay nada que aleje tanto a los espíritus débiles
del recto camino de la virtud como el imaginar que el alma de las
bestias es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por lo
tanto, no hemos de temer ni esperar nada después de esta
vida, de la misma manera que las moscas o las hormigas; mientras
que, si sabemos cómo son de diferentes, se comprenden
mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una
naturaleza enteramente independiente del cuerpo, y por lo tanto,
que no está sujeta a morir con él y puesto que no
vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos
naturalmente a juzgar por todo esto que es inmortal" .

Sin embargo, al igual que en otras ocasiones y aunque la
defensa cartesiana del mecanicismo aplicado al mundo
biológico fue realmente fructífera para el avance
de la Biología, las explicaciones para establecer
esas diferencias abismales entre los animales y el hombre se
basaban en los prejuicios de la Religión, pues no era
tan difícil comprender que los animales percibían,
sentían y tenían toda una serie de procesos
mentales similares a los del hombre, al margen de que tales
fenómenos tuvieran una explicación natural que, ni
en el caso de los animales ni en el caso del hombre,
requerían de un principio fantasmagórico inmaterial
como era el mítico concepto del "alma". En cualquier caso,
si algo estaba cerca de la "evidencia", era precisamente lo
contrario de lo que Descartes aceptó.

Para explicar los movimientos del cuerpo humano
el pensador francés juzgó que éste se
regía por leyes simplemente mecánicas
, de
manera que muchos procesos fisiológicos se
producían sin intervención de la mente, y,
así, la respiración, la digestión, la
circulación de la sangre, etc. se
realizaban automáticamente; por otra parte,
consideró igualmente que tampoco los movimientos
conscientes eran causados directamente por la mente, pues lo
único que ésta podía hacer era
alterar la dirección de los movimientos del cuerpo,
gracias a la relación existente entre el alma y el cuerpo
a través de la glándula pineal, pero esta
explicación, como ya se ha indicado, fue un intento
absurdo de sortear el problema de ese dualismo
psico-físico.

De nuevo su frivolidad, tantas veces mostrada,
llevó al pensador francés a una conclusión
absurda, pues afirmar que la mente pudiera alterar la
dirección de los movimientos del cuerpo gracias a la
mediación de una realidad igualmente material, como lo era
la glándula pineal, era una explicación
ridícula, sólo comprensible a partir de su
osadía para presentar teorías absurdas
cuando desconocía la auténtica
explicación.

Por lo que se refiere a la consideración
cartesiana del alma como la auténtica sustancia del
hombre -aunque estuviera unida a un cuerpo-, desde el punto de
vista de la ciencia
habría que puntualizar, en primer lugar, que si con dicho
término se estuviera haciendo referencia a procesos
mentales como el pensamiento, el sentimiento y las diversas
emociones e
imágenes mentales, resultado de la percepción, en tal caso no habría
nada que objetar, pero, en cuanto con él se pretenda hacer
referencia a una sustancia inmaterial que sería el
sujeto de tales procesos y que, por definición, no
podría ser objeto de percepción, la ciencia
no puede hablar de ella en ningún caso y tal doctrina no
parece ser otra cosa que una construcción imaginaria procedente de
prejuicios religiosos.

Por otra parte, aunque los fenómenos
físicos y los psíquicos se diferencian por el
método de
su conocimiento, puede constatarse la existencia de una clara
correspondencia entre ellos a nivel cerebral, tal
como se observa desde la Neurología o desde la Psicología
Experimental. Así que la pretensión de que exista
una realidad llamada "alma" que tenga unas cualidades
heterogéneas con respecto a la realidad material no es
otra cosa que un antiguo mito que
olvidó el carácter unitario del ser humano,
introduciendo en él un componente mágico
imperceptible y, por ello mismo, indemostrable. En este punto, al
igual que en otros, el lenguaje
nos tienta a creer que más allá de cualquier
término existe una realidad que se debe corresponder con
él, como sucede con expresiones como "la nada", "el
espacio en sí", "Dios", "el libre albedrío" o "lo
bello en sí".

5.1.3. La "res cogitans" y la libertad

También tiene interés
hacer una referencia al tratamiento tan contradictorio que
presentó Descartes del problema de la libertad, en
relación con el cual dio soluciones
superficiales para todos los gustos, entremezclando conceptos muy
diversos de libertad, contradictorios entre sí en algunas
ocasiones, como en especial cuando acepta la libertad desde la
perspectiva del intelectualismo socrático y cuando niega
el valor de esta misma perspectiva, siendo al parecer
inconsciente de sus propias contradicciones por esa misma
frivolidad incoherente en su forma de razonar, sin
mantener una consistencia con las doctrinas que había
defendido en otras ocasiones como si fuera
amnésico.

Gran parte de las confusiones y contradicciones en que
incurre al tratar esta cuestión se relacionan con su
frívola confusión en el uso del concepto de
libertad, que, según en qué momentos,
entiende:

1) como indiferencia a la hora de que los
pronunciamientos de la voluntad se produzcan sin que el sujeto
tenga motivos para decidirse por un objetivo o por
cualquier otro;

2) como voluntariedad;

3) como voluntad sometida al determinismo del
bien
presentado por el entendimiento (intelectualismo
socrático);

4) como capacidad de la voluntad para elegir o no
elegir un bien
;

5) como capacidad para elegir libremente
las acciones
predeterminadas por Dios de modo
necesario.

Respecto a estos diversos conceptos de libertad,
conviene puntualizar lo siguiente:

1) En primer lugar, Descartes entiende la libertad como
"indiferencia", es decir, como capacidad de
autodeterminación de la voluntad para elegir sin sentir
atracción alguna hacia el objetivo que elige,
considerándola como la expresión más baja de
la libertad al afirmar que consiste "en poderse determinar hacia
cosas por las cuales tenemos una absoluta
indiferencia".

Sin embargo, considerar como libre esta forma de actuar
es erróneo en cuanto, desde el momento en que la voluntad
no dispone de motivo alguno para dirigirse hacia un objetivo en
lugar de hacerlo hacia otro, la decisión correspondiente
sería simplemente un ejemplo de azar, pero nada
más.

2) En otros momentos, entiende la libertad como un
sinónimo de "espontaneidad" y de "voluntariedad", diciendo
que, cuanto mayores son los motivos que le inducen a obrar de un
determinado modo, con mayor libertad actúa, ya que la
voluntad no actúa en contra de sí misma sino en
favor de aquello que apetece. En este sentido,
escribe:

-"lo libre y espontáneo y voluntario son
completamente lo mismo […] Me dirijo tanto más
libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que
me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve
entonces con mayor facilidad e ímpetu",

-"hacer libremente una cosa o hacerla
gustosamente o bien hacerla voluntariamente no son
más que una misma cosa. Y en este sentido he escrito que
yo me inclinaba tanto más libremente a una cosa cuantas
más razones me impulsaban".

Esta forma de entender la libertad es acertada y, por
ello, resulta perfectamente comprensible; al mismo tiempo, es la
única que conecta adecuadamente con la simultánea
aceptación cartesiana del intelectualismo
socrático
.

Por ello, como luego se verá, el problema se
plantea cuando, desde la perspectiva religiosa católica, a
Descartes no le queda más remedio que negar en ocasiones
la doctrina socrática para defender otras más
ligadas a la ortodoxia católica, con sus ideas de responsabilidad, mérito y culpa, y con
otras derivadas de
tales conceptos.

3) De acuerdo con el intelectualismo
socrático, en diversas ocasiones Descartes entiende el
comportamiento
libre como aquel que viene guiado por el bien, tal y como se lo
presenta el entendimiento:

-"como nuestra voluntad no se determina a seguir o a
huir de nada sino en cuanto nuestro entendimiento se lo
represente como bueno o malo, basta con juzgar bien para obrar
bien y con juzgar lo mejor que se pueda para obrar también
lo mejor que se pueda".

-"Si yo conociera siempre claramente lo que es
verdadero y bueno, jamás me tomaría el trabajo de
deliberar acerca de qué juicio debiera formar y qué
elección hacer, y de ese modo yo sería enteramente
libre, sin ser jamás indiferente".

-"si [lo malo] lo viéramos claramente nos
sería imposible pecar mientras lo viéramos de esta
manera; por esto se dice que omnis peccans est ignorans
(todo el que peca ignora)".

Acerca de este último punto de vista tiene
especial interés hacer referencia a una carta a Mersenne,
como respuesta a otra de su amigo en la éste juzgaba que
el intelectualismo socrático, de carácter
determinista, conduciría a la negación de la
responsabilidad moral en
cuanto la voluntad siempre se vería forzada a
actuar desde la consideración del bien y no del mal.
Descartes le respondió diciendo que el entendimiento
presentaba a la voluntad "diversas cosas al mismo tiempo", de
forma que los "espíritus débiles" llegarían
a confundir el auténtico bien con otro de carácter
inferior.

Esta respuesta, sin embargo, era excesivamente simplista
y desde luego no conseguía solucionar el problema
planteado por Mersenne, pues seguía dando una
explicación determinista de los casos de
comportamiento en los que aparentemente no se actuaba de acuerdo
con la elección del bien mayor al indicar que el motivo de
esta equivocación se encontraba en que "los
espíritus débiles" confundían el bien
auténtico con otro y eso determinaba su
elección equivocada. En este punto Descartes no llega a
plantear ni de lejos las interesantes y acertadas explicaciones
que ya Aristóteles había realizado acerca
del fenómeno de la akrasía en su
Ética Nicomáquea. Es evidente, por otra
parte, que el pensador francés no podía estar
especialmente motivado para esta tarea, que le habría
conducido, como al propio Aristóteles, a la defensa
consiguiente de un planteamiento determinista, teniendo en
cuenta que el intelectualismo socrático, asumido por
Aristóteles, implicaba que siempre se actuaba de acuerdo
con el mayor bien y que los fenómenos de
akrasía o falta de autodominio, actuando
movidos por el deseo y en contra de lo mejor, tenían una
explicación psicológica según la cual lo que
sucedía era que el último juicio práctico
antes de la decisión era consecuencia no de un
planteamiento estrictamente racional sino de otro en el que el
deseo interfería inevitablemente de modo que la
conclusión del último juicio práctico dejaba
de ser estrictamente racional en la medida en que el sujeto no se
encontraba en posesión de la phrónesis
–o sabiduría práctica- para dominar las
pasiones y elegir el bien auténtico.

La presión psíquica recibida en su
ámbito cultural por el círculo de sus amistades
clericales, entre las que gozaba de notable prestigio, y el temor
del pensador francés a la Inquisición, debió
de conducirle a neutralizar su defensa del
intelectualismo socrático con su contradictoria
crítica de esta misma doctrina por los motivos
indicados y con la misma frivolidad de otras ocasiones.
Así, en la carta a
Mersenne a la que se ha hecho referencia dice lo
siguiente:

"Usted rechaza lo que he dicho: que basta juzgar bien
para actuar bien
; y, sin embargo, me parece que la doctrina
ordinaria de la escuela es que
voluntas non fertur in malum, nisi quatenus ei sub aliqua
ratione boni repraesentatur ab intellectu
(la voluntad no se
dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo
presenta bajo alguna razón de bien) de donde procede este
dicho: omnis peccans est ignorans (todo el que peca es
ignorante); de manera que, si el entendimiento no representara
jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo
fuera, no podría fallar jamás en su
elección. Pero a menudo se le representa diversas cosas al
mismo tiempo; de donde procede el dicho video meliora
proboque
(veo lo mejor y lo apruebo) que es para los
espíritus débiles…".

Es decir, mientras Mersenne defiende la doctrina
tradicional católica, que preserva la libertad de
la voluntad frente a cualquier bien propuesto por el
entendimiento, Descartes comienza por defender, de acuerdo con la
tesis socrática, la total subordinación de la
voluntad respecto al bien propuesto por el entendimiento. Pero,
cuando se da cuenta de que tal punto de vista podría ser
criticado por su carácter determinista, entonces
recurre a la misma solución adoptada por Tomás de
Aquino según la cual, como los bienes
presentados por el entendimiento son diversos, la voluntad puede
equivocarse y no elegir necesariamente el bien mayor. En este
sentido Tomás de Aquino había escrito:

"Voluntas in nihil potest tendere nisi sub ratione boni,
sed quia bonum mutiplex est, propter hoc non ex necessitate
determinatur ad unum".

Por ello también, Descartes cita a Ovidio
–"video meliora
proboque, deteriora sequor" -igual que podía haber citado
a Pablo de Tarso cuando dice "no hago el bien que quiero, sino el
mal que no quiero"-, a fin de escapar a cualquier posible
acusación por aceptar doctrinas contrarias a las de la
ortodoxia católica.

No obstante, su autodefensa podía haber sido
objeto de réplica por parte de su amigo el padre Mersenne,
quien podía haberle criticado que con su respuesta,
según la cual "si el entendimiento no representara
jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo
fuera, no podría fallar jamás en su
elección", seguía afirmando la dependencia
absoluta de la voluntad respecto al entendimiento
-en cuanto
si la voluntad elegía una determinada acción
era porque el entendimiento se la había presentado como
buena- y, que seguía instalado en ese determinismo
propio del intelectualismo socrático.

Como ya se ha dicho, esta defensa del intelectualismo
socrático
no estuvo acompañada en Descartes de
una defensa explícita del determinismo
–pues no podía ser de otra manera teniendo en cuenta
sus creencias religiosas y las del círculo de amigos-,
pero es evidente que la doctrina socrática implicaba un
determinismo del bien, al margen de que, como consecuencia
de su instinto para ocultarse aquellas cuestiones que pudieran
plantearle problemas, el
pensador francés no llegase a ser consciente de
ello.

Por otra parte, aunque en ocasiones defendió a la
vez el libre albedrío y el intelectualismo
ético
, conviene tener en cuenta que, mientras el
intelectualismo ético tiene carácter
determinista, el concepto de libre albedrío
va unido a la idea de que las acciones libres del hombre pueden
encaminarse de manera consciente a la elección del mal, y,
en este sentido, esta doctrina representa, por una parte, la
negación del intelectualismo socrático, y,
por otra, la defensa del punto de vista de que se puede elegir el
mal a conciencia, lo
cual implica una contradicción si se parte del hecho de
que los conceptos de bien y de mal, al igual que todos, son
convencionales y que en último término con ellos
queremos hacer referencia a "aquello que deseamos" o a "aquello
hacia lo que sentimos aversión", es decir, se trata de
términos que no tienen un valor absoluto, como
puedan tener otros como los de perro, clavel, mesa, sino
relativo como alto, grande, mayor, que
sólo tienen sentido cuando se hace indica en
relación a qué
un determinado objeto puede ser
considerado como alto, grande o mayor. En este sentido el
planteamiento aristotélico, al definir el bien como
"aquello a lo que todo tiende", es acertado y, de acuerdo con
esta definición, no sería posible elegir el mal por
el mal sino sólo en cuanto apareciera como
bien.

Sin embargo, por lo que se refiere a la relación
entre determinismo y libertad no sucede lo mismo, pues el
concepto de libertad no está reñido con el
determinismo, ya que, aunque desde el determinismo
socrático se defiende la relación necesaria
entre la deliberación y la decisión
,
también se sigue considerando que los actos son
voluntarios en cuanto proceden de la propia voluntad y no
son causados por una realidad ajena a la del hombre, como
Aristóteles acepta sin problemas y como Descartes acepta
cuando no tiene en cuenta las consecuencias de esta doctrina,
contrarias a la del libre albedrío, ni los ataques que
podría recibir de las autoridades religiosas, ni el
desprecio en que podía convertirse el prestigio de que
gozaba entre sus amistades católicas.

4) Por otra parte y de manera que ya ni siquiera resulta
sorprendente, a pesar de estar en contradicción con la
anterior defensa del intelectualismo socrático,
puede observarse cómo en otros momentos, con su
frivolidad habitual, Descartes rechaza la doctrina
socrática para defender la contraria con la mayor
naturalidad del mundo y como si siempre hubiese defendido este
otro punto de vista. Así sucede, por ejemplo, cuando en
otra carta a Mersenne le dice:

"siempre somos libres de no seguir un bien que nos es
claramente conocido o de admitir una verdad evidente sólo
con tal de que pensemos que es un bien testimoniar de ese modo la
libertad de nuestro libre albedrío".

Sin hacer una referencia directa al filósofo
francés, este planteamiento fue posteriormente criticado
con acierto por Hume cuando expuso que precisamente el deseo de
mostrar "la libertad de nuestro arbitrio" se convertiría
en tales casos en la causa determinante que
conducía a obrar de un modo distinto al modo según
el cual habríamos actuado si ese deseo de demostrar la
existencia del "libre albedrío" no hubiese aparecido.
Escribe Hume en este sentido:

"La mayor parte de las veces experimentamos que nuestras
acciones están sometidas a nuestra voluntad, y creemos
experimentar también que la voluntad misma no está
sometida a nada […pero] por caprichosa e irregular que sea la
acción que podamos realizar, en cuanto el deseo de mostrar
nuestra libertad sea el único motivo de nuestras acciones,
nunca nos veremos libres de las ligaduras de la
necesidad".

Hume quiere llamar la atención acerca del hecho de que quienes
defienden la doctrina del libre albedrío a partir de la
experiencia de obrar desde la propia voluntad, sin que las
acciones sean consecuencia de motivación
alguna (?), pasan por alto que en esos casos el deseo de mostrar
la propia libertad sería el motivo que les
estaría determinando para actuar del modo que
decidieran. Téngase en cuenta, además, que la
ausencia de motivos
sólo podría salvar del
determinismo en cuanto ninguna acción derivaría de
tal situación, pero no por ello conduciría al
inefable reino del "libre albedrío", sino, todo lo
más, si ello fuera posible, al del azar
irracional
.

En una afirmación similar, que se encuentra en
una carta a Mesland (?) de 9 de febrero de 1645, Descartes afirma
de nuevo del modo más alejado posible de la tesis
socrática que

"la mayor libertad consiste […] en un uso
mayor de aquel poder positivo que tenemos de seguir las cosas
peores aunque veamos las mejores".

Esta interpretación de la libertad, incoherente
con la defensa del intelectualismo socrático pero acorde
con la moral
católica, es la que le permite defender la doctrina del
"libre albedrío" como aquella forma de libertad por la que
se podría elegir entre lo bueno y lo malo,
de forma que el hombre sería responsable de sus
actos y éstos serían laudables o condenables, al
margen de que, de acuerdo con Tomás de Aquino, Descartes
aceptase que la salvación o la condena del hombre no
fueran consecuencia de sus actos sino de la predestinación
divina.

En este punto además, parece que, preocupado por
posibles censuras eclesiásticas o por temor a posibles
acusaciones de la Inquisición, en su carta a Mersenne de
mayo de 1637 puntualizó que "el actuar bien de que hablo
no puede entenderse en términos de Teología, en
donde se habla de la Gracia, sino solamente en términos de
filosofía moral y natural, en donde no se considera de
ningún modo esta gracia; de manera que no se me puede
acusar
por esto del error de los pelagianos", que
defendían que el hombre se salvaba por sus méritos
y no por la gracia divina.

En una carta a la reina Cristina de Suecia y teniendo en
cuenta que desde el protestantismo se hacía mayor
hincapié en la doctrina de la predestinación divina
que en la del libre albedrío, quiso intensificar sus
manifestaciones de fervor católico por lo que se refiere a
la defensa del libre albedrío, proclamando que
éste

"es de suyo la cosa más noble que pueda haber en
nosotros, tanto que nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos
de estar sujetos a él y que, por consiguiente, su buen uso
es el más grande de todos nuestros bienes".

Puede observarse que en este texto
Descartes casi llega a incurrir en un peligroso desliz
teológico al afirmar que "el libre albedrío
[…] parece eximirnos de estar sujetos a él [=
Dios]". Por suerte utilizó la expresión "parece" y
eso, junto con el hecho de que lo que escribía era una
carta particular, le libró de la peligrosa
acusación de la herejía consistente en negar la
predeterminación divina y la consiguiente
subordinación de las propias decisiones humanas a la
voluntad divina, que las habría programado y establecido
desde la eternidad.

Por otra parte y en relación con la carta a
Mesland antes citada, lo que más sorprende de ella no es
el punto de vista que defiende, contradictorio con su
anterior defensa del intelectualismo socrático,
sino el hecho de que allí mismo y apenas unas cuantas
líneas más abajo, no pierda la ocasión de
entregarse a una nueva contradicción al considerar,
por una parte, que la mayor libertad consiste en poder elegir las
cosas peores, mientras que sólo unas líneas
más abajo no tenga el menor inconveniente en afirmar lo
contrario:

"me dirijo tanto más libremente a algo
cuanto más numerosas son las razones que me impulsan,
porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor
facilidad e ímpetu".

5) En coherencia con la moral católica Descartes
no puede evitar tener que defender a continuación la
responsabilidad del hombre en cuanto

"es el autor de sus acciones y se hace merecedor de
elogio por ellas. Pues no se alaba a los autómatas porque
realizan exactamente todos los movimientos para los que han sido
fabricados, puesto que los hacen de un modo necesario, sino que
se alaba a su constructor".

En una consideración de esta clase es donde
puede verse el alejamiento cartesiano del intelectualismo
socrático, pues desde esta última doctrina es
perfectamente compatible la defensa de la necesidad de las
acciones voluntarias junto con su carácter libre ya
que, si no hay obstáculos externos que lo impidan,
las acciones se las debe considerar como libres en cuanto
proceden de la propia voluntad, mientras que se las debe
considerar igualmente como necesarias en cuanto no se
puede intentar hacer otra cosa que aquello que se desea, pues la
propia decisión de hacer algo es la que demuestra
cuál es el mayor deseo en ese preciso instante, y en
cuanto el propio deseo sólo es una manifestación
del propio ser en el momento en que tal deseo se produce. Por
este motivo, desde el intelectualismo socrático no tiene
sentido hablar de responsabilidad ni de
mérito ni de culpa, pues cada uno
actúa de acuerdo con su naturaleza, pero nadie elige
previamente tener la naturaleza que tiene. Esa misma
consideración es la que lleva a Aristóteles a
defender el intelectualismo socrático de modo
explícito, así como a afirmar la total
conexión entre la deliberación, la decisión
y la elección material de lo decidido, afirmando en este
sentido que

"se elige lo que se ha decidido como resultado de la
deliberación".

6) La tradición cristiana en general se
había planteado desde hacía muchos siglos el
problema de la compatibilidad entre la preordenación
divina y la libertad humana
sin poder llegar a una
solución ni mediante los planteamientos de Tomás de
Aquino contra los de Orígenes, ni mediante los de Erasmo
de Rótterdam contra M. Lucero, ni mediante la
discusión entre el dominico Domingo Báñez y
el jesuita Luís de Molina en el siglo XVI, ni mediante las
discusiones entre el calvinista F. Gomar y J. Arminio a comienzos
del XVII en la Universidad de
Leiden (Países Bajos), donde J. Arminio había
defendido la doctrina del libre albedrío, mientras que F.
Gomar había defendido la predeterminación divina
sin que se hubiese llegado a una solución del problema en
cuanto los conceptos de predeterminación divina de la
voluntad humana y libre albedrío del hombre eran realmente
incompatibles.

En este sentido y para comprender mejor la dificultad
insuperable para solucionar este problema tiene interés
reflejar el punto de vista de Tomás de Aquino junto con el
de Orígenes, en cuanto representan los polos opuestos en
el intento de encontrar una solución a esta
aporía.

Cuando Tomás de Aquino trató el tema de la
omnipotencia divina, defendió un planteamiento
absolutamente determinista y así, criticando a
Orígenes (185-254), defendió la tesis de que
Dios no sólo era la causa de la existencia de la
voluntad humana como potencia, sino también
la causa de las elecciones concretas de dicha
voluntad
:

"Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar
el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad
misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas
autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios
causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en
nosotros la potencia de
querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o
aquello. Así lo expone Orígenes […].

De esto parece haber nacido la opinión de
algunos, que decían que la providencia no se extiende a
cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las
elecciones, sino que se refiere a los sucesos exteriores. Pues
quien elige conseguir o realizar algo, por ejemplo, enriquecerse
o edificar, no siempre lo podrá alcanzar […]. Todo lo
cual, en verdad, está en abierta oposición con el
testimonio de la Sagrada Escritura. Se
dice en Isaías: Todo cuanto hemos hecho lo has hecho
tú, Señor. Luego no sólo recibimos de Dios
la potencia de querer, sino también la
operación".

De esta manera, desde la perspectiva de Tomás
de Aquino
, aunque en teoría
pretendía salvar tanto la omnipotencia divina como la
libertad humana, sólo se salvaría la omnipotencia
divina pero no la libertad humana.

El esquema correspondiente a este punto de vista
sería el siguiente:

Insistiendo en esta misma doctrina, Tomás de
Aquino escribió un poco más adelante: "Dios es
causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de
nuestro querer". Y en el capítulo siguiente
concluía así:

"Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra
elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y
voliciones están sujetas a la divina
providencia".

Sin embargo, la perspectiva de teólogos como
Orígenes acerca del acto voluntario salvaría
la libertad del hombre, pero no la omnipotencia
divina. Su punto de vista se podría reflejar de acuerdo
con el siguiente esquema:

Descartes, aun sin tener especial interés en
tratar esa peligrosa cuestión teológica y aunque
avisa de que "podemos enredarnos en grandes dificultades si
intentáramos conciliar esta preordenación de Dios
con la libertad de nuestro arbitrio y comprender
simultáneamente una y la otra", se atreve a examinarla, y
en Los Principios de la Filosofía defiende
de modo explícito la doctrina católica, aceptando
por fe que las acciones libres del hombre han sido preordenadas
por Dios, aunque esto

"no lo comprendemos bastante como para ver de qué
modo deje indeterminadas las libres acciones de los
hombres".

En este punto Descartes se atreve a reconocer
aquí que "no lo comprendemos bastante" y considera que
sería absurdo que por el hecho de no comprender este
misterio se dejase de aceptar algo que sí se comprende,
como sería la existencia de Dios. Pero la verdad no es
simplemente que no se comprenda de modo suficiente la
compatibilidad entre el "libre albedrío" y la
predeterminación divina de los actos humanos sino que se
comprende perfectamente su carácter absurdo y eso
determina que, si se quiere ser coherente con las consecuencias
de tal comprensión, haya que rechazar todo lo que de
algún modo se relaciona con ella, tal como pasaría
con cualquier sistema
axiomático en el que descubriéramos su
carácter contradictorio.

Descartes sigue defendiendo esta misma doctrina de la
teología cristiana, sin proporcionar argumentos de
ningún tipo, en una carta a la princesa Elisabeth del
año 1645, en la que le dice que

"todas las razones que prueban la existencia de Dios, y
que él es la causa primera e inmutable de todos los
efectos que no dependen del libre albedrío de los hombres,
prueban de la misma manera, me parece, que él es
también la causa de todos los que dependen de él (=
del libre albedrío).

Sin embargo, más adelante, en respuesta al
problema que la princesa le había planteado respecto a
esta misma cuestión, le escribió una nueva carta en
la que defendió una tesis distinta, más
próxima a la solución del jesuita Luís
Molina, proponiéndole el siguiente ejemplo:

"Si un rey que ha prohibido los duelos y que sabe con
toda certeza que dos hidalgos de su reino, que viven en ciudades
diferentes, están peleados y tan irritados uno contra el
otro que nada podría impedir que se batieran si se
encontraran; si este rey, digo, da a uno de ellos la orden de ir
cierto día hacia la ciudad donde se halla el otro y
también ordena a éste ir el mismo día hacia
el lugar donde está el primero, sabe con toda
seguridad que no
dejarán de encontrarse y de batirse y, al hacerlo, de
contravenir su prohibición, pero no por esto los obliga; y
su conocimiento e incluso la voluntad que ha tenido para
determinarlos de esta manera no impiden que se batan tan
voluntaria y tan libremente […] y así pueden ser
castigados con entera justicia".

Era absurdo pretender resolver esta
contradicción doctrinal católica, pero la
jactancia cartesiana y el deseo de obsequiar a la princesa eran
demasiado fuertes y, por ello, lo intentó, aunque, como
era lógico, fracasó en el empeño. En efecto,
si dice en el ejemplo que el rey sabe que "nada
podría impedir que se batieran si se encontraran", puede
tener sentido afirmar que, aun así, el hecho de que se
batan es libre y voluntario, aunque sólo en cuanto la
sabiduría de ese rey no sería un
obstáculo para que las decisiones de aquellos hidalgos
siguieran siendo voluntarias. Pero lo absurdo del
planteamiento cartesiano es afirmar, junto con la frase anterior,
que, habiéndose batido, pueden "ser castigados con toda
justicia
". Es decir, parece incomprensible que Descartes no
haya llegado a entender que, si el duelo tiene que producirse
necesariamente, es absurdo considerar culpables a
quienes sólo son objeto pasivo de esa
necesidad

En esa misma ficción Descartes incurre en una
nueva contradicción inexplicable cuando dice que el
rey "ha querido que estos hidalgos se batieran, puesto que
hizo que se encontrasen", pero añadiendo casi a
continuación que "no lo ha querido, ya que
prohibió los duelos". Pues, evidentemente, es una
contradicción afirmar que el rey haya querido
que se batieran
y, al mismo tiempo, afirmar que no haya
querido que se batieran
. A pesar de esta
contradicción, el intento de solución del problema
en este ejemplo se parece a la solución de Orígenes
y a la del jesuita Luís de Molina, quien mediante su
concepto de "ciencia media" hacía hincapié de modo
especial en el conocimiento divino de lo que el hombre
haría libremente, pasando por alto la
preordenación divina de la voluntad según la
había explicado Tomás de Aquino, la cual implicaba
que Dios no sólo conocía qué
haría el hombre en cada circunstancia sino que le
había predeterminado a obrar de ese modo, tal como
señalaron Tomás de Aquino y Domingo
Báñez entre otros.

Resulta, por ello, asombroso que Descartes, constante
defensor de la omnipotencia divina a la que nada podía
escapar, no se diera cuenta de que su comparación de las
acciones de ese rey con las de Dios no era la más
adecuada, pues mientras en su ejemplo se insiste especialmente en
que el rey sabía qué haría cada uno
de esos hidalgos al encontrarse con el otro, el Dios del cristianismo
no sólo habría sabido qué
harían sino que él mismo les habría
determinado
a hacer aquello que "libremente"
hiciesen.

De este modo, según el ejemplo del rey y sus
hidalgos, su poder quedaba limitado al conocimiento de las
futuras acciones libres y no se extendía hasta su
predeterminación, y, por ello, Descartes se estaba
aproximando a un terreno peligroso al no mencionar de modo
explícito la omnipotencia divina según la cual nada
escaparía a su voluntad absoluta y todo dependería
de ella.

Más adelante, en la misma carta, dice que
Dios

"supo exactamente cuáles serían
todas las inclinaciones de nuestra voluntad; es él
mismo el que las puso en nosotros, también es
él quien ha dispuesto todas las demás cosas que
están fuera de nosotros [y] supo que nuestro libre
albedrío nos determinaría a tal o cual cosa; y lo
ha querido así, pero no por eso ha querido
obligarlo
. Y, como este rey, podemos distinguir dos
diferentes grados de voluntad: uno por el cual ha querido que
estos hidalgos se batieran
[…], y otro, por el cual
no lo ha querido, ya que prohibió los duelos, del
mismo modo los teólogos distinguen en Dios una voluntad
absoluta e independiente por la cual quiere que todas las cosas
sucedan como suceden, y otra que es relativa y que se relaciona
con el mérito o demérito de los hombres por la cual
quiere que se obedezcan sus leyes".

Pero, cuando Descartes escribe "supo", sigue con su
tendencia a interpretar que la divinidad simplemente sabe
qué hará el hombre en cualquier momento, olvidando
que, de acuerdo con la doctrina católica, Dios no
sólo sabe sino que es él mismo quien
determina al hombre a tomar las decisiones concretas que toma
"voluntariamente"
; y, por ello, cuando utiliza el
término "inclinaciones" este uso es muy sintomático
respecto a su predisposición en favor de una
solución que pudiera salvar el libre albedrío, ya
que podría haber utilizado un término mucho
más preciso, como el de "decisiones", para dejar claro
que, de acuerdo con la Teología Católica ortodoxa,
Dios no sólo causaría las "inclinaciones" sino
también las mismas decisiones, programadas por su
voluntad omnipotente. El hecho de que a continuación
reconozca que fue él mismo quien las puso en nosotros
sigue sin solucionar este conflicto,
pues sigue refiriéndose sólo a las inclinaciones
sin referirse de manera clara a las decisiones. Por ello,
aunque las decisiones del hombre siguieran siendo
voluntarias, no tiene ningún sentido afirmar que el
hombre o aquellos hidalgos del ejemplo cartesiano "pueden ser
castigados con entera justicia".

En consecuencia y en cuanto Descartes pudiera haber
afirmado exclusivamente la presciencia divina, ignorando
la predeterminación, habría incurrido en una
herejía respecto a la dogmática de la Iglesia
Católica, que, por otra parte, sería comprensible
en cuanto efectivamente, aunque las acciones humanas
predeterminadas por Dios pudieran seguir siendo
consideradas libres, en el sentido de que nadie
sentiría ningún tipo de coacción
externa al realizarlas, no podrían considerarse libres
hasta el punto de poder considerar al hombre como
responsable y como merecedor de castigos por las acciones
realizadas en contra de las leyes divinas en cuanto el propio
Dios le habría programado para obrar de ese
modo.

Parece, pues, que en estas cartas Descartes
se atrevió a expresar con mayor claridad sus convicciones
personales más auténticas en cuanto no se
sentía ni consciente ni inconscientemente presionado por
su temor a la Inquisición ni por el temor a ser rechazado
como hereje por el conjunto de sus amistades religiosas. Estas
doctrinas centradas especialmente en el problema de la libertad
del hombre, aunque no negaban explícitamente la
predeterminación divina, se alineaban con el punto de
vista seguido por el jesuita Luís de Molina, y con las de
los arminianos holandeses.

Además, cuando Descartes afirma al mismo tiempo
que Dios

"supo que nuestro libre albedrío nos
determinaría a tal o cual cosa, y lo ha querido
así, pero no por eso ha querido obligarlo"

se contradice con la mayor frivolidad en
cuanto afirma y niega al mismo tiempo que Dios haya
querido
que el hombre actúe de un modo u otro. Y
cuando habla de la distinción en Dios de una voluntad
absoluta
por la que "quiere que todas las cosas sucedan como
suceden" y una voluntad relativa por la que "quiere que se
obedezcan sus leyes" –lo cual en muchas ocasiones no
sucedería- incurre de nuevo en un sofisma en cuanto
considera que existe alguna diferencia entre el hecho de que Dios
quiera que todo suceda como sucede y el hecho de que
quiera que se cumplan sus leyes, como si esto
último pudiera dejar de suceder, pues en tal caso
estaría afirmando que Dios quiere y no quiere que todo
suceda como sucede, en cuanto el cumplimiento de sus leyes, como
parte de "lo que sucede", se corresponde con el querer de Dios
que en ningún caso podría dejar de cumplirse, por
lo que Descartes incurre en esta nueva
contradicción por su interés en salvar la
libertad del hombre.

Es decir, si la obediencia a sus leyes es una parte de
lo que Dios quiere, en tal caso no puede afirmarse que el
querer de Dios
se aplica a todo para a
continuación afirmar que este querer deja de
cumplirse
como consecuencia de una desobediencia debida al
mal uso del libre albedrío por parte del hombre, lo cual
implicaría una negación de la omnipotencia y de
la preordenación divinas
. Dicho en forma de dos
argumentos encadenados:

Si Dios quiere que todas las cosas sucedan como
él quiere

y si puede hacer todo lo que quiere (porque es
omnipotente)

entonces todas las cosas suceden como él
quiere

y

Si todas las cosas sucedan como él
quiere

y si él quiere que se cumplan sus
leyes

entonces sus leyes se cumplen

Y, por ello, sería una contradicción en
relación con la omnipotencia divina afirmar, como lo hace
Descartes, que las leyes divinas dejan de cumplirse en algunos
casos relacionados con el cumplimiento de las leyes morales, en
cuanto el hombre se sirva de su libre albedrío para actuar
en contra de tales leyes. Respecto a esta cuestión, la
solución cartesiana anterior, por la que pretende que en
tales casos Dios simplemente permite que el hombre
actúe de acuerdo con su voluntad, es contraria a la
doctrina católica, pues tal solución implica
efectivamente una negación de la omnipotencia divina en
cuanto a ella escaparían los actos debidos en
exclusiva
a la voluntad humana. Pues, en definitiva, no se
trata de que Dios permita que el hombre actúe
libremente en contra de la voluntad divina, ya que es Dios mismo
Dios quien ha programado la voluntad humana para que actúe
como lo hace, y, en consecuencia, Dios no permite otra cosa sino
que las cosas sucedan como él quiere.

La conclusión de estos razonamientos es la de que
las leyes de Dios se cumplirían siempre, tanto cuando se
actúa de acuerdo con un tipo más concreto de
leyes -las que se relacionan con el cumplimiento de la norma
moral-, como cuando aparentemente no se cumplen, en cuanto
ha sido Dios mismo quien ha determinado que haya personas que
cumplan tales leyes y otras que no las cumplan, de forma que
todo se amoldaría al cumplimiento de su voluntad
más absoluta
, tal como desde la ortodoxia
católica lo expresa Tomás de Aquino cuando
escribe:

"Mas como quiera que Dios, entre los hombres que
persisten en los mismos pecados, a unos los convierta
previniéndolos y a otros los soporte o permita que
procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón
por qué convierte a éstos y no a los otros, pues
esto depende de su simple voluntad, del mismo modo que
dependió de su voluntad el que, al hacer todas las cosas
de la nada, unas fueran más excelentes que otras; tal como
de la simple voluntad del artífice nace el formar de una
misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para
usos nobles y otros para usos bajos",

o cuando igualmente, refiriéndose a la
predestinación, considera que la elección y la
reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde
la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión
divina pudiera depender de los méritos del hombre.
En
este sentido escribe lo siguiente:

"Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la
gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin
último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se
desvían del fin último, y todo lo que Dios hace
está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su
sabiduría […], es necesario que dicha distinción
de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo
tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde
la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que
los predestinó […] Y a quienes dispuso desde la
eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los
reprobó o los odió […] Y puede también
demostrarse que la predestinación y la elección no
tienen por causa ciertos méritos humanos, no sólo
porque la gracia de Dios, que es efecto de la
predestinación, no responde a mérito alguno, pues
precede a todos los méritos humanos […] sino
también porque la voluntad y providencia divinas son la
causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la
voluntad y providencia divinas
".

Tiene interés señalar que el planteamiento
cartesiano manifestado en esta carta a la princesa Elisabeth
coincide con el de la carta a la reina Cristina de Suecia antes
citada, en la cual se decía que en cierto modo el libre
albedrío "nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de
estar sujetos a él […]".

En esta última carta puede observarse que
Descartes tiene la precaución de escribir simplemente
"parece eximirnos" sin atreverse a dar el paso siguiente y
afirmar que, en efecto, "nos exima", aunque al mismo
tiempo afirme precisamente que esa facultad del "libre
albedrío" realmente "nos hace semejantes a Dios" en
lugar de decir que "parece que nos hace semejantes a
Dios", que habría sido la frase más
coherente con la siguiente.

La única explicación del atrevimiento de
Descartes para pretender explicar lo inexplicable puede
encontrarse en su deseo de complacer a la princesa y en el hecho
de que se trataba de una carta privada que tal vez pensó
que, a excepción de la interesada, nadie llegaría a
conocerla.

6. El racionalismo teológico aplicado a
la "res extensa"

Por lo que se refiere a la deducción de la
existencia de la res extensa, Descartes indica que existe
en el yo una facultad pasiva de recibir ideas de
cosas sensibles de forma que no es el yo quien las crea, pues
aparecen sin que yo contribuya a ello e incluso contra mi
voluntad. Por ello, deben estar causadas por una sustancia
distinta, la cual no puede ser más que un cuerpo o el
mismo Dios. Pero como Dios no engaña y me ha dado una
intensa inclinación a creer que estas ideas provienen de
realidades externas independientes de mí, debo deducir que
existe una sustancia extensa (res extensa) causante
de tales ideas, distinta de la sustancia pensante (res
cogitans
) que soy yo.

Descartes considera en diversas ocasiones, aunque no
siempre, que Dios no puede ser engañador, pues la
"luz natural"
enseña que el engaño depende necesariamente de
algún defecto. Sin embargo y como ya se ha dicho antes,
siendo consecuente con los motivos que justifican la duda
metódica
, las "evidencias" de la "luz natural"
podrían ser uno de los engaños de ese otro
hipotético dios embustero o del genio maligno desde el
momento en que considera que la regla de la evidencia no tiene
valor mientras no se haya demostrado la existencia de un Dios que
confirme su relación con verdades objetivas
,
demostración que es imposible alcanzar desde el momento en
que para ello habría que tener ya confirmado el valor de
la regla de la evidencia por ese mismo Dios cuya existencia se
pretende demostrar, como ya le criticó Arnauld
acertadamente.

Por ello, el yo es esencialmente incapaz de demostrar el
valor supuestamente objetivo de sus "evidencias" en favor
de

1) la existencia de un Dios auténtico;

2) la tesis según la cual mentir sería un
defecto que en ningún caso podría estar en
Dios;

3) la existencia de un mundo material; y

4) todo lo que se pretenda deducir a partir de
ese Dios cuya existencia se presenta como
indemostrable.

En consecuencia, el yo debe permanecer encerrado en los
límites
del solipsismo representado por las simples
ideas.

Más adelante Descartes insistió en sus
planteamientos teológico-irracionales hasta un
punto asombrosamente absurdo, de forma que sólo le
sirvieron para poner de manifiesto lo contrario de lo que
defendía, a saber: que la razón es absolutamente
incapaz de alcanzar conocimientos sin la ayuda de la
experiencia
, o, como diría Kant, que "los pensamientos
[del entendimiento] sin contenido [empírico] son
vacíos".

Pero, a pesar de todo, el pensador francés
siguió mostrando una confianza absurda en los fundamentos
teológicos de su "racionalismo" (?) y en su doctrina del
innatismo para pretender haber deducido las diversas leyes
físicas del universo
basándose "para esto nada
más que en Dios, que lo ha creado" y pretendiendo haberlas
extraído "de ciertas semillas de verdades que están
en nuestras almas", tal como escribe de manera
ridículamente jactanciosa:

"primero he tratado de encontrar en general los principios o
primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin
considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha
creado, ni sacarlas de otra parte que de ciertas semillas de
verdades que están naturalmente en nuestras almas.
Después de esto examiné cuáles eran los
primeros y más ordinarios efectos que se podían
deducir de estas causas: y me parece que por ahí
encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra,
agua, aire y fuego,
minerales y
algunas otras cosas tales que son las más comunes de todas
y las más simples y, por consiguiente, las más
fáciles de conocer".

6.1. El racionalismo teológico aplicado a las
Matemáticas. Objeciones

Una vez "demostrada" (?) la existencia de Dios, al menos
según la evidencia subjetiva del señor Descartes,
éste consideró a continuación que los
conocimientos matemáticos podían aceptarse
ya como seguros, no por
ser evidentes sino porque su evidencia no era fruto de un
espejismo sino que estaba garantizada por el propio
Dios.

Sin embargo, el pensador francés no se
percató de que o bien el genio maligno o bien aquella otra
divinidad engañosa a la que él mismo había
hecho referencia podían haber sido causa de "falsas
evidencias", como la de la propia existencia de un Dios no
engañador
que sólo en apariencia hubiese
garantizado el valor de los conocimientos tanto sensibles como
matemáticos. Además, incluso dejando de lado la
hipótesis del genio maligno que nunca fue superada,
Descartes se contradijo nuevamente desde el momento en que
afirmó que las verdades matemáticas no eran
consistentes por ellas mismas sino sólo porque Dios
así lo había querido, pues esta teoría
plantearía la siguiente cuestión:
¿qué valor podía tener la evidencia
respecto a unos contenidos que hubieran podido ser falsos si Dios
así lo hubiera querido? Sería contrario a la
veracidad divina que provocase evidencias acerca de
verdades cuyo valor no fuera absoluto sino derivado
de su voluntad arbitraria, pues la evidencia es aquella
intuición de la mente por la que comprende la necesidad
racional de una cosa, de manera que si tal necesidad fuera
inexistente porque cualquier verdad dependiera de la voluntad
divina, en tal caso el hecho de que Dios sugiriese evidencias sin
que a éstas les correspondiera un valor objetivo
sería una forma de engaño.

Por otra parte y desde el supuesto de su
aceptación de la omnipotencia divina y, en
consecuencia, del carácter arbitrario de de cualquier
evidencia, Descartes se contradice de nuevo, pero en un sentido
contrario al anterior, al afirmar que "aunque Dios hubiera creado
muchos mundos no podría haber ninguno en que [tales leyes]
dejaran de ser observadas", pues tal suposición
estaría en contradicción con dicha
omnipotencia.

Al mismo tiempo su consideración de que las leyes
del universo tienen un carácter matemático junto
con su afirmación según la cual la verdad de los
conocimientos matemáticos no es absoluta
, ya que Dios
hubiera podido hacer "que no fuese verdad que todas las
líneas tiradas desde el centro de la circunferencia fuesen
iguales, lo mismo que fue libre para no crear el mundo", dando un
carácter contingente a tales leyes, resulta
incoherente con la pretensión de deducir las leyes
del universo a partir de la inmutabilidad divina, dando
prioridad a esta cualidad sobre la de la omnipotencia, que
es la que destaca en el texto anterior.

Este punto de vista parece un absurdo total, aunque la
verdad es que Descartes da como explicación que, como
todo, incluido el principio de contradicción, depende de
Dios, hay que aceptar que las mismas verdades matemáticas,
a pesar de ser analíticas, son verdades porque Dios
así lo ha querido, y, por eso, llega a afirmar que Dios
pudo haber hecho que la suma de los ángulos de un
triángulo fuese igual a dos rectos -o que los radios de
una circunferencia no fuesen iguales entre sí-:

"La dificultad de concebir cómo Dios ha sido
libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres
ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos
o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se
la puede suprimir fácilmente considerando que el poder
de Dios no puede tener ningún
límite
".

Pero lo más grave de esta doctrina es que implica
la aceptación de la omnipotencia divina como un
criterio de verdad superior incluso al del principio de
contradicción
, lo cual, por cierto, está en
contradicción con las propias afirmaciones
cartesianas en sentido contrario, cuando decía que Dios
no podría hacer que lo que haya sucedido no haya
sucedido
. Pero, claro está, desde el momento en que
el principio de contradicción deja de tener valor por
sí mismo
, deja de tener importancia la serie de
ocasiones en las que el autor se contradiga –aunque no sea
Dios-.

Por otra parte, conviene tener en cuenta que, de manera
paradójica, el principio de contradicción es
para el propio Descartes –aunque tal vez de un modo no
explícito- el principio supremo, anterior incluso al
principio o regla de la evidencia, pues –como ya se
ha dicho- ésta quedaba finalmente justificada a partir de
dicho principio. Este punto de vista, sin embargo, conduce a un
nuevo círculo vicioso en cuanto el valor de la
regla de la evidencia depende de la verdad del "cogito, ergo
sum", y esta verdad depende del principio de
contradicción, el cual a su vez depende de Dios, mientras
que es a partir de la aplicación de la regla de la
evidencia como Descartes llega hasta Dios, tal como se ha
explicado en el apartado 2.4.1. y en cuadro correspondiente de
ese mismo apartado.

Y, de este modo, si la regla de la evidencia se tiene
que fundamentar en el propio Dios para asegurar su valor, en tal
caso no se la puede utilizar para demostrar la existencia de
aquella realidad que debería conferirle dicho
valor.

Por ello mismo y como consecuencia, Descartes llega a
decir que "la certeza misma de las demostraciones
geométricas depende del conocimiento de un Dios", lo cual
implicaría que loa ateos o los agnósticos no
podrían estar seguros de la verdad de tales proposiciones
en cuanto, según el "teólogo" Descartes, no les
sería suficiente la seguridad proporcionada por el
principio de contradicción.

Resulta sorprendente además que, mientras hace
depender de la omnipotencia de Dios el valor de las
verdades matemáticas, por lo que se refiere a las
verdades físicas las haga depender de su
inmutabilidad, la cual supondría una
limitación contradictoria a su omnipotencia,
en cuanto le habría impedido crear el universo de otro
modo y con otras leyes que las que tiene.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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