Hace algún tiempo que
durante la Semana Santa, hago reflexiones filosóficas de
mi propia existencia y de quienes me circundan. El año
pasado fue mi artículo titulado: La Teología de la
Relatividad. Este año escribo algo más
acerca del tema de todos favorito, por una diversidad de razones.
Las mías no pertenecen al acto de ingerir comida, sino a
sus desvaríos.
Comencemos con las definiciones de dos palabras, tomando
como pautas las que nos ofrece el Diccionario de
la Real Academia de la Lengua
Española:
- hambre.
1. (Del lat. vulg. * famen, -inis. ) f.
Gana y necesidad de comer.
- II. apetito.
1. (Del lat. appetitus.) m. Impulso instintivo que nos
lleva a satisfacer deseos o necesidades.2. Gana de comer.
Primer
acto
El hambre es un módulo nato cuyo centro de
control se
sitúa en el hipotálamo cerebral desde donde emanan
los impulsos que indican al individuo que
debe de ser satisfecho.
Cuando el hambre se aproxima, neurotransmisores actuando
en conjunto con nuestros centros cerebrales y bajo dominio cognitivo
y voluntario, nos incitan a posponer toda otra acción
de naturaleza
no-urgente para procurar comida tan pronto como nos sea
posible.
Si en la búsqueda por alimento nuestros esfuerzos
nos fallan, el hambre se intensifica y el sentido de urgencia se
vuelve central. A medida que la escasez se
acentúa, las reservas grasa se utilizan y el desgaste de
la desnutrición aparece, funciones vitales
se apagan o entran en estado de
suspenso, para economizar energía.
Paulatinamente, en caso de no aparecer comida, la muerte
llega en unos cuarenta días; la que en cinco días
debió haber llegado si era por no beber agua
alguna.
Los efectos desastrosos de otras funciones
hipotalámicas frustradas, como es el dormir, se han
estudiado en otras lecciones. Vale aquí repetir que esas
delicadas funciones son reguladas de manera muy precisa por el
hipotálamo para preservar nuestras vidas.
En nuestra especie, el plan de alimentación es la de
un animal omnívoro. Comemos de todo, necesitando de
todo en nuestra dieta para que sea balanceada y
saludable.
Muchos animales poseen
la facultad de poder acumular
libras en exceso, lo que hacen solamente cuando la comida es
abundante y sólo por breves períodos de tiempo para
confrontar ciclos recurrentes y esperables de escasez, como
solía ser en nuestro estado natural.
Entonces, este es el axioma: podemos ganar de peso
(evito decir "engordar") para perderlo de nuevo en el transcurso
de nuestras existencias.
Pero, sabemos algo más: que el estado de
estar ligeramente por debajo del peso "deseado" garantiza la
longevidad. Es como si la misma Naturaleza nos imparte el mensaje
juicioso que, ambas actividades y sus consecuencias: comer en
exceso y tener sobrepeso representan un fallo adaptante
enorme.
El apetito
Éste consiste en el deseo o gana de comer
algo en particular, que no sea necesariamente para el fin
de alimentarnos o para la supervivencia. El apetito es meramente
un antojo o un capricho y nada más.
Cuando comíamos por necesidad, lo hacíamos
ingiriendo de aquellas cosas que más abundaban en el
entorno. El ritmo siendo simple: vegetales, frutas, animales
pequeños e insectos, animales acuáticos, aves y
finalmente animales grandes, que consiguiéramos como
carroña dejada por animales mejor equipados para la caza,
de lo que fuéramos nosotros. Siguiendo este plan, la
economía
natural era preservada, ya que usábamos principalmente lo
que abundaba y lo que era fácil de reponer.
El plan era asimismo sensible, porque no se comía
en exceso, a menos que la escasez nos acechara, dejando intacto
en los campos, en el entorno y en las aguas lo que no
precisáramos consumir para vivir.
La historia
continúa
Más adelante, descubrimos el fuego, la
domesticación de animales, la rueda, el uso de las
especias para disimular lo podrido, y (en casos
específicos) aprendimos aún, a gozar el olor de lo
podrido. Más tarde extrajimos el sabor azucarado de
ciertas frutas y domesticamos las abejas, graduándonos con
honores: de comer para sobrevivir a comer por placer.
¡Proeza inmortal!
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