Recuerdo como hoy ese 25 de diciembre de 1966.
Hacía tres meses que había cumplido los 18
años. Justo a las 8:00 A.M., partí hacia México a
estudiar Medicina. Era
la primera vez que salía del país y viajé
solo, lo que no había hecho nunca ni siquiera localmente.
Debía hacer escala en Miami,
después de pasar por Haití, Kingston y Montegobay.
El avión aterrizó en Miami a las 2:00 P.M. Tuve que
hacer en 6 horas un vuelo que sólo toma 2 horas cuando se
hace directo.
En el aeropuerto de Miami supongo que me
delatarían los ojos de asombro ante la novedad de todo lo
que veía: un tren eléctrico, ascensores, escaleras
eléctricas, decenas de tiendas y tantas otras
cosas…
Debía pasar por migración
si no quería permanecer tres horas esperando en un
salón la salida del avión que me llevaría a
México. Tan pronto tocó mi turno, le extendí
al oficial mi pasaporte y la forma de migración llena. Le
echó una ojeada y me miró sonriente,
devolviéndome la forma, con un "lo de la raza no
está bien", en un español
con un evidente acento estadounidense. Yo había contestado
la pregunta escribiendo: ‘mulato’. Como el individuo era
muy blanco pensé que lo que quería que escribiera
era: ‘negro’. Entonces, sobre la tinta blanca del
corrector que había pasado sobre mi respuesta anterior
escribí ‘negro’ y le devolví la forma.
Hizo unos soniditos como chasquidos entre la lengua, los
dientes y el paladar, al tiempo que
movía la cabeza negativamente. -¿Tampoco
está bien? –le pregunté entre sorprendido y
curioso; a lo que me repuso: – Ya esa forma se ve muy rayada.
Toma otra y escribe: ‘latino’, donde te has estado
equivocando.
¡Oh!, evidentemente, un gran logro genuinamente
estadounidense, pensé. La identificación de una
nueva raza: la latina.
En aquella ocasión disimulé mi enojo con
una sonrisa superficial. Pero con el paso de los años he
llegado a pensar que tal vez tengan razón los
estadounidenses y los latinoamericanos constituyamos, realmente,
una raza particular. Somos iguales entre sí, (sin que
importe que el pelo sea crespo o lacio y la piel blanca,
trigueña o morena), a pesar de que la diferencia de
idiomas con los haitianos y los brasileños nos impida
entendernos con ellos por el lenguaje
hablado, si bien nos comunicarnos; y somos diferentes a los
demás, los que habitan en Norteamérica por encima
de México. ¿Se parece, acaso, en algo, un
latinoamericano a un estadounidense, a un canadiense o un
alasquense? Obviamente no. Ni en lo físico, ni en el
idioma, ni en la forma de ser o de pensar, ni en la manera de
reaccionar. Un latinoamericano es un individuo alegre, que vibra,
que vive lo que dice cuando se comunica, capaz de hablar
explosivamente y que su voz se escuche a una cuadra sin que
esté molesto, sin que esté peleando; capaz de ser
profundamente tierno, amigo leal del amigo e implacable con el
enemigo; pero sin ventajas; a lo macho. Hábil para
procurar, de mil formas, hasta conseguir lo que quiere; capaz de
tocar mil puertas solicitando ayuda para otro, pero vergonzoso y
tímido si tiene que solicitar para sí aunque sea un
vaso de agua. Un
individuo que prefiere vivir el presente y disfrutarlo y, en
cuanto al futuro, considera que lo más conveniente es
tomar un vaso de agua hasta que llegue.
Definitivamente, creo que sí tienen razón
los estadounidenses. Los latinoamericanos sí debemos ser
considerados como pertenecientes a una raza peculiar. No
sólo los mexicanos, todos somos capaces de llorar por una
alegría y sonreír ante la pena. No lo pensamos dos
veces para, ante la visita inesperada de un amigo, dejar de lado
el trabajo u
otras obligaciones
materiales
productivas y salir con él, como si se dispusiera de todo
el tiempo del mundo. Todos somos amantes de las fiestas y de la
siesta. Temerarios, muchas veces; sin miedo a morir, capaces de
derramar sangre y no
sudor, en un momento de explosivo enojo. Capaces de enfrentar con
los puños a alguien que tiene un fusil o un tanque de
guerra, sin
medir las consecuencias. Sin embargo, a pesar de que las
evidencias no
le han dado la razón a lo largo de los años, los
estadounidenses siguen concibiendo al latinoamericano del mismo
modo en que los europeos concebían al aborigen americano
tras su llegada a nuestro continente. El aborigen de América
fue idealizado como el arquetipo de la pureza y la inocencia,
ciudadano del Edén, o maldecido y pintado como "un
monstruo nunca visto, que tiene cabeza de ignorancia, corazón de
ingratitud, pecho de inconstancia, espaldas de pereza y pies de
miedo", según el padre Gumilla.
Pero los estadounidenses no se quedaron ahí;
fueron capaces de establecer, además de la latina, otra
nueva raza: la americana. Aún no la proclaman como tal,
pero esto no disminuye en lo más mínimo su grado de
convencimiento. Algunas dificultades les han imposibilitado hacer
la proclamación. Uno de los problemas se
plantea cuando se tiene necesidad de describir físicamente
la raza americana.
Hasta ahora, aunque no de manera oficial, sigue
existiendo discriminación en Estados Unidos.
Internamente: se habla de afroamericanos, latinos,
asiático-americanos. Sin embargo, nunca se habla de
europeo-americanos.
¿Son los blancos estadounidenses, descendientes
de europeos, los genuinos representantes de ese país?
Evidentemente, no. Pero ellos entienden que sí y, en honor
a la verdad, la realidad nos lo ha impuesto
así. Su idea, seguramente se basa en el hecho de que en el
pasado, la gran mayoría de los inmigrantes a los Estados
Unidos fueron europeos, cuya herencia cultural
era similar a la de los nacidos en Estados Unidos. Una verdad a
medias e incuestionablemente arbitraria, pero, indiscutiblemente,
una verdad.
No se atreven a hablar oficialmente de la raza americana
por lo absurdo que resultaría. Pero, indudablemente,
consideran que existe una raza genuinamente americana: la blanca.
Los otros, los demás, son sólo americanos
circunstanciales por haber nacido en su territorio, pero nada
más. Siguen siendo afro-americanos,
asiático-americanos. Los demás, los que siendo
hijos de latinoamericanos han tenido la dicha o desdicha de nacer
en Estados Unidos, o de nacer y vivir en otros de los
países de América, y luego haber ido a vivir a los
Estados Unidos, no son americanos, sino, simplemente, latinos.
Entre unos y otros no hay diferencia alguna. A tal grado de
convicción han llegado en esto, que en la actualidad, a
diario llegan a nuestro país jóvenes deportados de
Estados Unidos, que nunca han pisado nuestro suelo. Son hijos
de dominicanos, pero nacidos y criados en Estados Unidos. Cuando
cumplen una pena que les fuera impuesta por la comisión de
un hecho delictivo, son deportados a "su país", que no es
más que el país de sus padres, pero al que ellos no
conocen. En muchos casos, incluso, o no hablan el español
o lo hablan muy deficientemente.
Esta medida, que evidencia un etnocentrismo inaceptable,
fundamentado en conceptos raciales-culturales falsos, sienta un
funesto precedente en el Derecho
Internacional, y se constituye en una aberración
jurídica. Lo penoso es que esta "monstruosidad
jurídica", cuenta con la aprobación de la Corte
Suprema norteamericana, que se supone guardián del
Estado de
Derecho, el ordenamiento jurídico y las
garantías constitucionales y los principios
universales del Derecho. Los que no existen son los
europeos-americanos. Para ellos, esos son los americanos
genuinos, los verdaderos. ¿Se habrá perdido, o
deteriorado enormemente la ética que
debe normar las relaciones entre las naciones o acaso no ha
existido nunca? Tengan razón o no, lo cierto es que son
dos razas desiguales, con orígenes distintos y, sin duda,
también destinos diferentes.
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