Mucho más sorprendente es, que a pesar de vivir
en contigüidades extremas, estas personas despliegan
instintivamente la necesidad ineluctable de forjar lenguas y
dialectos para garantizar su hegemonía personal, para
distanciar al vecino y para nunca mezclarse.
Cuando pasáramos unos meses visitando las tierras
que, ambos, los árabes y los judíos
consideran "tierra santa",
pudimos ratificar que estos grupos de seres
humanos comparten más elementos culturales y rasgos
genéticos que los que parecen separarlos. Pero, a pesar de
esos factores, la mezcla de las razas es anatema con severas
consecuencias personales.
Además de lo genético,
históricamente mucho tienen en común. Sus idiomas,
fonéticamente son similares, sus caligrafías se
orientan de diestra a siniestra, sus inclinaciones y ajustes son
apropiados para la vida en el desierto, sus religiones se asemejan y sus
prejuicios son idénticos.
Es que, cuando, hace muchos milenios, vivíamos en
la "sopa original" en que todas las tribus se agrupaban,
teníamos la necesidad de sojuzgarnos al imperativo
cultural y personal de nuestras familias; protegiendo de esa
manera nuestras posesiones y mujeres por medio de sistemas y de
creencias que establecían y enfatizaban nuestras
diferencias. — Dice el proverbio: "Cercas buenas,
garantizan buenos vecinos…"
Uso el siguiente ejemplo para demostrar este punto. Una
línea virtual separa a Francia y a
España,
otra divide a España y Portugal, por igual, divisiones
separan a Inglaterra y
Gales, a Paraguay y
Bolivia, y a
Chile y la Argentina — zona que delimita y establece lo que es
propio y lo que pertenece a las tribus colindantes. Una
línea divisoria que anuncia la individualidad nacionalista
que se siente en el instante en que se cruzan las fronteras
establecidas.
Amor, amor,
amor…
Las religiones
populares no son diferentes en este aspecto político y
posesivo. La cristiandad, con sus muchas denominaciones y sectas,
todas compitiendo por salvar almas para el mismo dios; ignora sin
aprensiones que ese dios fue reconocido como cordero de amor y de
paz y no como soldado enceguecido por la obligación de
exterminar al infiel para propagar su fe. Un dios que no
era un dios temeroso de huelgas, ni ansiaba re-postulación
presidencial, ni mucho menos.
Este Dios, era un
dios pacífico, veraz y discreto.…
Por eso lo crucificaron y lo seguirían
crucificando si retornara, como nos ilustra Dostoevsky en Los
Hermanos Karamazov.
No diferentes a las cristianas son las religiones
musulmanas. Por su parte, éstas eliminan
sistemáticamente, por medio del genocidio, toda secta
opuesta a la ortodoxia promulgada y aceptable a sus
ayatollahs y correligionarios.
Sin embargo, y a pesar de las diferencias visibles,
todas estas religiones concuerdan en ciertos aspectos. Todas
prescriben una liturgia aprobada, todas subyugan a las mujeres,
todas prometen glorias inconcebibles en el más
allá. En todas, sus prelados adoptan hábitos y
vestimentas que expresan con elocuencia su poder y su
derecho a vivir en la opulencia, en el presente (reservada para
los pobres en la "otra vida") mientras que en todas; sus
sacerdotes mienten fría y cínicamente, en nombre de
su dios (léase, propiedad
privada).
Volviendo a esta tesis. Los
banqueros y los políticos locales, como todos los
dominicanos, son isleños por la naturaleza
geográfica del país y por la psicología insular
que los define. Es por eso, que como tales se
comportan.
Típicamente temen arriesgarse emigrando a lugares
remotos, porque no se sienten cómodos sin llevar a cuestas
el equipaje de sus "frazadas de tranquilidad" mental. Son tan,
patéticamente, vulnerables en este respecto, que cuando
una familia
típica viaja a una playa dentro de este mismo país
lo hace acompañada por chóferes, niñeras y
sirvientas. Temen exponerse a lo que les es poco familiar. Evitan
lo nuevo. Se aferran tenazmente a sus costumbres arcaicas y
obsoletas. Son inseguros.
El hecho "trágico" (para ellos) de que tengamos
por vecinos a Haití los molesta. Pero, para eliminar este
problema decretan que "ellos" (los haitianos) son negros y que
nosotros (los dominicanos) no lo somos. En este esquema, el
dominicano color del
betún es "indio" aunque tal aserción sea más
que ilusión/delusión. Delusión ésta
que es aún más patética por el esfuerzo
visible que muchos, de entre ellos hacen, buscando ansiosamente
la procreación con mujeres blancas para (como dicen
algunos) "mejorar la raza".
Entonces, cuando este dominicano "especial" se torna
exitoso alcanzando sus metas (a menudo, deshonestamente)
planeadas; se transforma en un ser de uniformidad asombrosa y de
identidad
borrosa. Se transforma en un ser que vive de los alardes, que
afecta la superioridad, que proyecta la ostentación y que
promueve el engaño…
Estos dominicanos lo vemos en sus SUVs, como
plaga de insectos migratorios por toda la nación.
Sus presencias, donde llegan, las anuncian el bullicio y las
expresiones de incivilidad que los distinguen. Son realmente
peculiares y difíciles de comprender en sus afanes
pueriles de ser notados y reconocidos.
En un restaurante local, acompañado de sus
guardaespaldas y vehículos de escolta llegó un
tutumpote regional. Su venida fue presagiada por el jolgorio con
que llaman la atención de todos. Sus vehículos
ostentaban la vulgar placa oficial y sus celulares (símbolos de prestigio) timbraban
incesantemente. Este señor, respondía a una llamada
telefónica (hablando a gritos, como ellos acostumbran).
Cuando le llegó la carta de los
vinos. "¡Sirve el más caro!", demandó del
mozo, con ademán desdeñoso. El camarero,
respondió: "le envío el sommelier". A lo que
nuestro infortunado responde: "No ése, ya lo he bebido
(sic) y no me gusta. Mándame un moscatel, o algo
que sea dulce."
Realmente, cuando se vive en un país donde las
oportunidades para la individualidad son escasas y donde la
identidad se disuelve, ya que se mezcla conjuntamente con las de
los demás; es muy difícil separarse de
éste.
Por esa razón el banquero ladrón, el
político mentiroso, el economista manipulador, el cambista
artero, el abogado venal y el funcionario corrupto están
condenados a empujar una roca de Sísifo, viviendo para
siempre en el confín local — del que tratan de alejarse
para tener que volver.
El político dominicano — por definición,
vendible — y el banquero que — por definición —
despoja; cuando escapan la justicia
merecida huyendo el país, inevitablemente terminará
retornando de nuevo a esperar un indulto inmerecido, porque el
dominicano de esa calaña es un esclavo de su tierra y del
medio en que vegeta.
Su verdadero castigo consistirá, simplemente, en
la miseria grotesca de ser como ellos son…
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Dr. Félix E. F. Larocca
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