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Disonancia y emancipación: comodidad en/de algunas estéticas musicales del siglo XX



Partes: 1, 2

    1. Emancipación de la
      disonancia
    2. La
      otra emancipación de la disonancia
    3. La otra
      emancipación de la consonancia
    4. Apéndice:
      ¿Emancipación de la realidad?
    5. Bibliografía

    En las siguientes páginas trataremos de analizar
    uno de los rasgos comúnmente tenidos por
    característicos de la modernidad
    musical, la incomodidad en la recepción de algunas
    creaciones musicales, que trataremos de formular mediante el
    concepto de
    disonancia. Partiendo del pensamiento de
    autores representativos de esa modernidad, y contraponiendo su
    perspectiva con la ofrecida por algunas teorizaciones de la
    posmodernidad,
    se intentará valorar la evolución de varias tendencias musicales de
    finales del siglo XX y sus implicaciones estéticas e
    ideológicas.

    • Emancipación de la
      disonancia

    Es frecuente, entre los relatos de la Historia de la
    Música occidental más acreditados, apreciar un
    fenómeno clave en la evolución de este arte en los
    inicios del pasado siglo. Nos referimos a la ruptura entre los
    compositores y su público, el inicio de una
    incomprensión sin precedentes, manifiesta en distintos
    entornos musicales, que perduraría hasta nuestros
    días. Desde Varèse hasta Charles Ives, de
    Schönberg a Stravinsky, las primeras escuchas de las obras
    fundacionales de la modernidad musical no resultaron
    cómodas ni para el público ni para la crítica. Además, al menos en el caso
    de Schönberg, las dificultades no sólo estaban
    reservadas a los oyentes de sus obras:

    La introducción de mi método de
    composición de doce tonos no facilita la tarea de
    componer. Al contrario, la hace más difícil. Los
    principiantes de tendencias modernas creen con frecuencia que
    deben intentarlo sin haber adquirido antes el bagaje
    técnico necesario. Esto es un gran error. Las
    restricciones impuestas a un compositor por la obligación
    de utilizar sólo una serie en una composición son
    tan rigurosas que únicamente puede superarlas una
    imaginación que haya sobrevivido a un formidable
    número de contingencias. No se da nada con este
    método, y, en cambio, se
    quita mucho.

    Por supuesto, los compositores hasta ahora mencionados,
    representando tendencias estéticas bien distintas entre
    sí, no agotan la realidad musical de las primeras
    décadas del siglo XX. Junto a ellos convivieron otros
    autores que, padeciendo en mayor o menor medida problemas
    similares, se encaminaron hacia veredas estéticas
    más confortables. Es el caso, por ejemplo, de Ernst
    Krenek, que abandonó la composición atonal para
    introducir, en obras como las óperas Der Spring
    über den Schatten
    o la exitosa Johny spielt auf,
    elementos propios de músicas populares como el jazz o el
    foxtrot. En su Autobiografía de 1948, Krenek
    rememora las causas de este viraje estético:

    "Llegué a la conclusión de que las
    premisas en que hasta este momento se fundaba mi trabajo eran
    insostenibles. Según mis nuevas perspectivas, la música debería
    adaptarse a las necesidades generales de la comunidad para la
    que había sido compuesta; debería ser útil,
    agradable y práctica".

    Buscando otros casos contrastantes con los de la primera
    enumeración, y más próximos a conclusiones
    como las que acabamos de leer –aunque difieran en la
    argumentación que conduce, en cada caso, a ellas–,
    encontramos figuras como las de Kurt Weill o Hanns Eisler. Ambos
    trabajaron junto a Bertolt Brecht, el primero en obras como
    Die Dreigroschenoper y Aufstieg und Fall der Stadt
    Mahagonny
    (antes de exiliarse a los Estados Unidos,
    donde cultivaría el musical), y Eisler –antiguo
    discípulo de Schönberg– escribiendo
    música para sus obras teatrales, que alternó con
    sus composiciones para el cine. Los dos
    articularon, de maneras bien distintas, una forma de expresar su
    ideología marxista a través de la
    música. Sus obras también debieron resultar
    incómodas para algunos de sus oyentes (ya se ha mencionado
    el exilio de Weill tras el ascenso del partido nazi), pero
    seguramente en un sentido diferente del que tratamos al
    principio.

    El rechazo, por parte de estos autores, de un camino
    semejante al expresado en la anterior cita de Schönberg,
    debe interpretarse como una decisión estética, pero también
    ideológica. Tomás Marco se ha referido a este punto
    al señalar las diferencias entre ambos compositores:
    "Weill se dirigía a una burguesía de izquierdas
    capaz de seguirle en su transgresión de los valores
    adquiridos; para Eisler, en cambio, era más importante el
    aspecto educativo de las masas". Los dos fueron plenamente
    conscientes de la trascendencia ideológica de sus opciones
    estéticas. El propio Eisler, junto con Adorno,
    escribió palabras como éstas:

    "La contradicción entre el público
    burgués y su música se convirtió en
    enemistad mortal contra el experimento, contra todo lo que
    siquiera de lejos pudiera ser sospechoso de ser "intelectual",
    incluso contra todo aquello que fuese simplemente diferente. Los
    señores del cine hicieron suyo el juicio emitido hace ya
    tiempo por el
    público y lo intensificaron mediante la autoridad
    desmesurada e ignorante que les confería su aparato de
    dominación".

    Estas líneas, extraídas del libro El
    cine y la música
    , se inscriben en una amplia
    crítica estética a la utilización de la
    música en las producciones cinematográficas de su
    tiempo (crítica absolutamente vigente, por otro lado,
    también en nuestros días). En ella, los autores
    identifican los recursos propios
    de ese estilo derivado del postromanticismo (combinado con
    algunas dosis de música ligera), que usa el
    leitmotiv, las melodías simples, la consonancia
    generalizada, todo ello al servicio de
    una música meramente ilustrativa, ajena a las
    circunstancias históricas y geográficas de la
    narración (salvo para incurrir en el pintoresquismo), y
    basada en clichés compositivos e
    interpretativos.

    Una música, en definitiva, cómoda y
    fácil, tanto para el oyente como para el compositor, y
    radicalmente opuesta a aquella a la que nos referíamos en
    las primeras líneas de este texto.
    ¿Cuáles serían, entonces, los rasgos de la
    otra música? El propio Adorno intentó
    capturar sus características esenciales:

    "la idea de la nueva música se sitúa en
    decidida oposición a todo lo afirmativo y positivamente
    transfigurador, a todo lo que suponga un orden espiritual
    necesario aquí y ahora. Está atravesada por el
    dolor y la negatividad que el cliché asocia con el
    romanticismo.
    Que la nueva música abra la herida una y otra vez, en
    lugar de afirmar lo existente, arrastra hacia sí el odio
    encarnizado que la acusa de anticuada y superada precisamente por
    sus momentos disonantes en sentido literal y figurado, es decir,
    por lo más obviamente moderno de ella".

    Al final de esta cita encontramos un uso del concepto de
    "disonancia" que podría servir para identificar esos
    rasgos que separan músicas como las de Varèse,
    Charles Ives, Schönberg o Stravinsky (entre tantos otros),
    de, por ejemplo, la música tradicionalmente vinculada al
    cine, o manifestaciones populares (jazz, foxtrot, cabaret,
    opereta…) como aquellas a las que acudían Krenek o
    Weill. Se trata, claro está, de un uso figurado del
    término, diferente de la acepción que relaciona la
    disonancia con una mayor complejidad en la relación entre
    las frecuencias fundamentales de dos sonidos. Pero, salvada esa
    precisión, parece adecuado emplear el concepto de
    "disonancia" para caracterizar la nueva música tal y como
    la define Adorno en el pasaje anterior, que, por cierto, termina
    definiendo lo disonante como "lo más obviamente moderno"
    de esta música.

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