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Antecedentes históricos y perspectivas de la infertilidad y la reproducción humana




Enviado por Domingo Peña Nina



Partes: 1, 2

    El prestigioso antropólogo Marvin Harris ha
    dicho, "Sabemos que las hembras y los machos humanos pertenecen a
    la misma especie, pero a juzgar por su aspecto, su manera de
    hablar y su comportamiento, cabria pensar lo contrario.
    ¿Son los hombres y las mujeres clases de seres
    fundamentalmente diferentes?"
    Con frecuencia, una pareja, como parte de sus ilusiones, suele
    hablar, durante el noviazgo, del número de hijos que
    desean tener después de establecidos como familia. Dan por
    hecho la fertilidad de ambos y que ningún inconveniente
    dificultará el embarazo y
    nacimiento de los hijos programados, basándose en la
    bendición y mandato divinos a la primera pareja,
    registrados en el libro de
    Génesis 1:28: "Y les dio su bendición: Tengan
    muchos, muchos hijos; llenen el mundo y gobiérnenlo;
    dominen a los peces y a las
    aves, y a
    todos los animales que se
    arrastran".

    Sin embargo, las parejas, no siempre ven cumplidos sus
    sueños reproductivos tal y como los concibieron. Los
    obstáculos para el cumplimiento de los mismos, pueden ser
    problemas de
    uno u otro, o de ambos, y normalmente afectan a un 15 % de las
    parejas.

    La historia de la esterilidad
    va de mano con la historia de la humanidad misma. Muy
    tempranamente aparece en el libro de Génesis, el primero
    de la Biblia, el relato del primer caso registrado. Se trata de
    Abraham y Sara, una pareja que llegó a la ancianidad sin
    haber conseguido la procreación. Por decisión de la
    esposa, Sara, recurrieron a una de las opciones que
    tenían, de acuerdo a la costumbre de la época.
    Leamos el relato bíblico, en Génesis
    16:1-3:

    "Sara no podía darle hijos a su esposo
    Abraham, pero tenía una esclava egipcia que se llamaba
    Agar. Entonces le dijo a Abraham:

    -Mira, el Señor no me ha permitido tener
    hijos, pero te ruego que te unas a mi esclava Agar, pues tal vez
    tendré hijos por medio de ella.

    Abraham aceptó lo que Sara le dijo, y
    entonces ella tomó a Agar la egipcia y se la dio como
    mujer a Abraham,
    cuando ya hacía diez años que estaban viviendo en
    Canaán. Abraham se unió a Agar, la cual
    quedó embarazada…"

    Todavía en el Nuevo Testamento se
    señala que la mujer
    estéril
    era despreciada y repudiada por su esposo, y
    aun por toda la sociedad.
    Según San Lucas, Isabel, esposa de Zacarías, era
    estéril; por eso era mirada con ojos de
    oprobio.

    En la antigua Mesopotamia al
    varón le era permitido adquirir una segunda mujer cuando
    la primera era estéril. En la Grecia
    clásica, al decir de Pausanias, la esterilidad era
    producto de la
    cólera
    de los dioses. Fue necesario que se hiciera luz en torno de la
    reproducción para que se aceptara que
    el hombre
    también podía estar comprometido, aunque en
    épocas primitivas ya existían tribus que
    intuían ese compromiso.

    Aunque la Biblia no indica ni da detalles de las
    costumbres al respecto, el descubrimiento de los archivos de Nuzi
    aporta alguna comprensión acerca de cómo funcionaba
    este proceso. Si
    los integrantes de una pareja no tenían hijos
    legítimos, podían hacer lo mismo que hicieron
    Abraham y Sara, o bien adoptar a un esclavo que ya los sirviera,
    quien cuidaría de ellos mientras viviesen, y
    después velaría por su sepultura. En recompensa,
    recibía la herencia. Si -en
    el interin- nacían hijos legítimos, estos se
    quedarían con la mayor parte de la herencia, pero el
    ilegítimo o el adoptivo continuarían teniendo el
    derecho a una parte.

    Más adelante, en el libro 1 de Samuel 1:6-20, se
    enfoca otro caso en el que se resaltan los problemas
    sociales que afronta la pareja estéril y sus
    reacciones psicológicas ante los mismos.

    "Por esto Peniná, que era su rival, la molestaba
    y se burlaba de ella, humillándola porque el Señor
    la había hecho estéril.

    Cada año, cuando iban al templo del Señor,
    Peniná la molestaba de este modo; por eso Ana lloraba y no
    comía. Entonces le decía Elcaná, su marido:
    "Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué
    estás triste y no comes? ¿Acaso no soy para ti
    mejor que diez hijos?"

    En cierta ocasión, estando en Siló, Ana se
    levantó después de la comida. El sacerdote
    Elí estaba sentado en un sillón, cerca de la puerta
    de entrada del templo del Señor. Y Ana, llorando y con el
    alma llena de
    amargura, se puso a orar al Señor y le hizo esta promesa:
    "Señor todopoderoso: Si te dignas contemplar la
    aflicción de esta sierva tuya, y te acuerdas de mí
    y me concedes un hijo, yo lo dedicaré toda su vida a tu
    servicio, y en
    señal de esa dedicación no se le cortará el
    pelo."

    Como Ana estuvo orando largo rato ante el Señor,
    Elí se fijó en su boca; pero ella oraba
    mentalmente. No se escuchaba su voz; solo se movían sus
    labios. Elí creyó entonces que estaba borracha, y
    le dijo:

    -¿Hasta cuándo vas a estar borracha?
    ¡Deja ya el vino!

    -No es eso, señor –contestó Ana.
    No es que haya bebido vino ni ninguna bebida fuerte, sino que
    me siento angustiada y estoy desahogando mi pena delante del
    Señor. No piense usted que soy una mala mujer, sino que
    he estado
    orando todo este tiempo
    porque estoy preocupada y afligida.

    -Vete en paz –Le contestó Elí-, y
    que el Dios de Israel te
    conceda lo que le has pedido.

    -Muchísimas gracias –contestó
    ella.

    Luego Ana regresó por donde había
    venido, y fue a comer, y nunca más volvió a estar
    triste. A la mañana siguiente madrugaron y,
    después de adorar al Señor, regresaron a su casa
    en Ramá.
    Después Elcaná se unió con su esposa Ana,
    y el Señor tuvo presente la petición que ella le
    había hecho.

    Así Ana quedó embarazada, y cuando se
    cumplió el tiempo dio a luz un hijo y le puso por nombre
    Samuel, porque se lo había pedido al
    Señor.

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