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Antología inmigrante argentina (página 3)



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Vascos

En 1884, en el
periódico Sud América
se publica como folletín La gran aldea (1), obra que
López dedica a Miguel Cané, su "amigo y
camarada".

"El subtítulo de La gran aldea, "Costumbres
bonaerenses", previene ya las características del realismo a que
recurrirá su autor, Lucio Vicente López
(1848-1894): una actitud
crítica, no disolvente sino reformista,
encaminada a registrar tipos y hábitos de una sociedad, y a
poner de relieve
algunos de entre ellos mediante el sarcasmo, la ironía o
la simple caricatura. (…) la propuesta fundamental de La gran
aldea es la de demostrar que el Buenos Aires
provinciano de 1860 pervive en el Buenos Aires cosmopolita de
1880, que la clase social
que manejaba sus destinos en la época de Pavón
continuaba controlando los hilos de la política y de las
finanzas y
dando el tono de la sociabilidad en la época del alumbrado
a gas y de los
tranvías a caballo" (2).

"Aunque esperanzada con el potencial talento literario
del autor, ya en el momento de su publicación la
crítica fue en general adversa con la novela, pero
útil, según López, porque ‘ha
despertado la curiosidad y me ha favorecido la venta’. En
ella pesa más la crónica que la densidad
literaria -Rojas la ve ‘inferior a su fama’-, y
así parece haber sido desde que se publicó: en su
época influyeron tanto su calidad de
instrumento de lucha política e ideológica como el
hecho de ser una novela en
‘clave’, por la que desfilaban las figuras del
día (Mitre, Sarmiento, Avellaneda, etcétera); en
nuestros días pesa el valor
testimonial, intención que ya proclama el autor desde el
subtítulo (Costumbres bonaerenses), que permite rastrear
el pasaje de un Buenos Aires ‘patriota, semisencillo,
semitendero, semicurial y semialdea’, a la ciudad
‘con pretensiones europeas’ en diversos registros: en lo
urbano, con la transformación de la ciudad que es
más modernización que ampliación, con la
incorporación a la vida cotidiana del gas de alumbrado, el
tranvía, las nuevas formas de la arquitectura y la
decoración; en lo social, con el advenimiento de las
nuevas burguesías, el gallego sirviente al lado del
mulaterío, la desaparición del tendero criollo; en
lo político, con la consolidación del roquismo, que
impone la unificación del país desde el poder central
–y desde la ciudad capitalizada- y las tensiones que eso
provoca; en lo económico, con el pasaje de los buenos
tiempos del Estado de
Buenos Aires al manejo financiero que culminará con la
crisis de
1890; en lo religioso, con el progresivo avance del laicismo
estatal y la nueva religión de la
burquesía; en lo literario, con el pasaje del Romanticismo al
Realismo y al teatro ligero
francés…" (3).

López relata cómo trataba a sus clientas
vascas uno de aquellos tenderos criollos: "Entre los
príncipes del mostrador porteño, el más
célebre, sin disputa, era don Narciso Bringas: gran
tendero, gran patriota, nacido en el barrio de San Telmo, pero
adoptado por la calle del Perú como el rey del mostrador.
No había mostrador como el de aquel porteño: todo
el barrio junto no era capaz de desdoblar una pieza de
madapolán y de volverla a doblar como don Narciso; y si la
pirámide misma le hubiera querido disputar su amor a Buenos
Aires, a la pirámide misma le habría disputado ese
derecho".

Describe la estrategia del
tendero para dirigirse a su clientela: "Don Narciso subía
o bajaba el tono según la jerarquía de la
parroquiana: dominaba toda la escala;
poseía toda la preciosidad del lenguaje culto
de la época y daba el do de pecho con una dama para dar el
sí con una cocinera".

"Los tratamientos variaban para él según
las horas y las personas. Por la mañana se permitía
tutear sin pudor a la parda o china criolla
que volvía del mercado y entraba
en su tienda. Si la clienta era hija del país, la trataba
llanamente de hija; hija por arriba e hija por abajo. Si
él distinguía que era vasca, francesa, italiana,
extranjera, en fin, iniciaba la rebaja, el último precio, el
‘se lo doy por lo que me cuesta’, por el tratamiento
de madamita. ¡Oh!, ese madamita lanzado entre 7 y 8 de la
mañana, con algunas cuantas palabras de imitación
de francés que él sabía balbucir, era
irresistible. Durante el día, los tratamientos variaban
entre hija e hijita, entre tú y usted, entre madamita y
madama, según la edad dela gringa, como él la
llamaba cuando la compradora no caía en sus redes".

Pedro Antón,
protagonista de una novela de Julián de Charras,
añora cuanto dejó: "Veía, allá lejos,
como en una neblina, las escarpadas pendientes de los Pirineos,
las casetas ruinosas de los montañeses, las miserables
veladas, con pan negro y escaso y luz humeante de
candil de aceite; el
padre, con su rostro anguloso y cetrino, en un rincón, con
la barba en la mano, mirando fijamente la pared, como pensando en
algo indefinido; la madre hilando, hilando en la penumbra,
diestros los dedos, aunque fatigada la vista… Y él,
rapaz, sin raciocinio, raídas las ropas, que remendaba la
mano materna, al lado del fuego, hurgándose la nariz,
recordando las consejas del oso negro, de las brujas
sabáticas, del ahorcado…" (4).

En Secretos de familia (5),
Graciela Cabal evoca al vasco que les vendía la leche: "El que
sí viene con carro y caballo es el lechero. Cada vez que
el carro se para delante de la ventana, el caballo, que tiene
sombrero con claveles y dos agujeros para las orejas, hace pis.
Un chorro que suena más fuerte que cuando mi papá
va al baño. El lechero tiene pelo colorado, usa boina y
nunca hace chistes porque
es extranjero. Mi mamá deja la lechera en la puerta y el
lechero, que viene con un tarro grande y un tarro chiquito, pasa
la leche de un tarro al otro y después a la lechera, sin
derramar una gota. Al rato viene mi mamá y derrama todo,
porque a ella siempre le tiemblan las manos, pobre mi
mamá".

Eduardo Belgrano Rawson evoca, en Noticias
secretas de América, a los inmigrantes vascos: "Cantabas
un himno más light, como regía desde principios de
siglo. Lo habían lijado un poco. ¿Qué otra
cosa podían hacer? Necesitaban cortarla con los insultos,
como explicó en su momento un operador del Ministro.
‘Tigres sedientos de sangre’ y
todo eso. Culpa del himno el embajador no pisaba la presidencia,
sobre todo los 9 de julio. A decir verdad, tampoco mostraban
mucho aspecto de tigres los vascos y los gallegos que
desembarcaban todos los días frente al Hotel de Inmigrantes, pero ésta era
otra cuestión" (6).

Jorge Torres Zavaleta evoca, en La noche que me quieras,
a los inmigrantes vascos (7).

Notas

1 López, Lucio V.: La gran aldea. Costumbres
bonaerenses. Buenos Aires, CEAL, 1980.

2 Prieto, Adolfo: "La generación del 80. La
imaginación", en Historia de la Literatura
Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

3 Figueira, Ricardo: "Prólogo" a López,
Lucio V.: La gran aldea. Costumbres bonaerenses. Buenos Aires,
CEAL, 1980.

4 Charras, Julián de: "La historia de Pedro
Antón", en La novela semanal, Año VII, N° 294,
Buenos Aires, 2 de julio de 1923.

5 Cabal, Graciela Beatriz: Secretos de familia. Buenos
Aires, Debolsillo, 2003.

6 Belgrano Rawson, Eduardo: Noticias secretas de
América. Buenos Aires, Planeta, 1998.

7 Torres Zavaleta, Jorge: La noche que me quieras.
Buenos Aires, Planeta, 2000.

Sin mención de origen

Narra el protagonista de Divertidas aventuras del nieto
de Juan Moreira, de Roberto J. Payró: "Acabé por
acostumbrarme un tanto a la escuela. Iba a
ella por divertirme, y mi diversión mayor consistía
en hacer rabiar al pobre maestro, don Lucas Arba, un infeliz
español,
cojo y ridículo, que, gracias a mí, se sentó
centenares de veces sobre una punta de pluma o en medio de un
lago de pega-pega, y otras tantas recibió en el ojo o la
nariz bolitas de pan o de papel cuidadosamente masticadas.
¡Era de verle dar el salto o lanzar el chillido provocados
por la pluma, o levantarse con la silla pegada a los fondillos, o
llevar la mano al órgano acariciado por el húmedo
proyectil, mientras la cara se le ponía como un tomate!
¡Qué alboroto, y cómo se desternillaba de
risa la escuela entera! Mis tímidos condiscípulos,
sin imaginación, ni iniciativa, ni arrojo, como buenos
campesinos, hijos de campesinos, veían en mí un
ente extraordinario, casi sobrenatural, comprendiendo
intuitivamente que para atreverse a tanto era preciso haber
nacido con privilegios excepcionales de carácter y de posición"
(1).

En Barrio Gris, Joaquín Gómez Bas presenta
a una española que vende leche en Sarandí:
"El agua cubre
ya la mitad de la calle. La gente comienza a utilizar el puente
esquinero para atravesarla. Es un artefacto endeble y cimbreante
que se yergue a más de cinco metros sobre el nivel del
camino ordinario. Representa una hazaña ascender la
escalera de carcomidos peldaños de madera,
recorrer su piso de tablas inseguras y bajar por el extremo
opuesto aferrándose a la barandilla resquebrajada por
el sol y las
lluvias. (…) Doña Micaela sube trabajosamente la
escalera del puente acarreando un tarro de leche en cada mano.
Trastabilla en los tramos y acompaña el peligroso tambaleo
con imprecaciones más sucias que su indumentaria. Es
grotesca como una vaca que bailara sobre sus patas traseras"
(2).

Mario, protagonista de Hermana y sombra, de Bernardo
Verbitsky, recuerda al español que les vendía
leche: "Dejamos en Bahía Blanca varias cuentas impagas,
pero la que realmente nos preocupaba era la del lechero, un
español bajito y menudo, a quien se le formaban unas
arruguitas alrededor de los ojos al sonreír, lo que
hacía con frecuencia. Vestía algo parecido a un
chaleco oscuro, sin magas, usaba faja, y un chambergo negro
echado ligeramente hacia la nuca. Teóricamente, le
pagábamos mensualmente los cinco litros que nos dejaba
cada día pero siempre fue tolerante para el cobro,
aceptando los pretextos con que explicábamos nuestra
condición de deudores morosos. En los últimos meses
no pudimos darle un centavo sin que él suspendiera el
suministro de nuestro principal alimento. Nuestra
convicción, reafirmada más de una vez por
mamá, era que a ese pequeño español
bondadoso debíamos el no haber muerto de hambre, sobre
todo nuestra hermanita a quien no le faltaron nunca varias
mamaderas diarias para suplir los pechos casi secos de
mamá" (3).

En Un dandy en la corte del rey Alfonso, María
Esther de Miguel refiere a propósito de unas monedas, el
motivo que llevó a su padre a emigrar y la
situación económica en la que debió hacerlo:
"todas habían pertenecido a mi papá, quien vino de
España
por no hacer la conscripción en Marruecos. Llegó
con una mano atrás y otra adelante, en su maleta un
mantón de mi abuela y… Y nada más. ¡Ah,
sí: las monedas!" (4).

En El infierno prometido, de Elsa Drucaroff, Vittorio
"Siguiendo las instrucciones de Beppo, el estibador del puerto de
Buenos Aires, encontró a Julián en El Marinero
Negro, uno de los bodegones de la calle Roca, frente al
río. Era un hombre
sombrío y corpulento de más de treinta años,
usaba boina azul y chaleco de cuero sobre la
camisa. Estaba sentado en el mostrador cuando se lo
señalaron, Vittorio se abrió paso hasta él
entre los marineros. Julián lo escuchó con el
ceño fruncido, sin mover una ceja ni sacarse el cigarrillo
de la boca". El español dice a Vittorio y Dina que es
necesario que ella aprenda a tirar: "Si mi mujer hubiera
sabido usar un arma, ahora estaría viva aquí
conmigo. (…) me la mataron en Asturias los carabineros de Primo
de Rivera. Habíamos tomado las minas, yo estaba en la toma
y ella estaba sola en casa. Yo tenía un arma, ella no, y
no tenía cómo defenderse. Lo hicieron a
propósito, fueron por ella porque era el modo de matarme a
mí… Saben lo que hacen… Bueno, basta pues, pasaron ya
más de tres años y sin embargo aquí estoy,
¿no?" (5).

Notas

1. Payró, Roberto J.: Divertidas aventuras del
nieto de Juan Moreira. Prólogo y notas por Graciela
Montes. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).

2. Gómez Bas, Joaquín: Barrio Gris. Buenos
Aires, Compañía General Fabril Editora,
1963.

3. Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires,
Editorial Planeta Argentina, 1977.

4. Miguel, María Esther de: Un dandy en la corte
del rey Alfonso. Buenos Aires, Planeta, 1999.

5. Drucaroff, Elsa: El infierno prometido. Una
prostituta de la Zwi Migdal. Buenos Aires, Sudamericana, 2006.
336 pp. (Narrativas históricas). Pág.
265.

Varios

Mempo Giardinelli escribió Santo oficio de
la memoria,
obra galardonada con el VIII Premio Internacional "Rómulo
Gallegos" en 1993. En esa obra -a la que Carlos Fuentes se
refiere como a una "saga migratoria tan hermosa, tan conmovedora,
tan importante para estos tiempos de odio, racismo y
xenofobia"-,
habla de un oficio que desempeñaban algunos
españoles. En 1886, "Había muchos policías,
allí. Casi todos asturianos, gallegos. No sé por
qué. También usaban bigote de manubrio y llevaban
pistolas al cinto, capote invernal, quepís duro y alzado y
linterna en mano. Cuando se hizo la noche, los policías se
movían como luciérnagas nerviosas" (1).

En Noticias secretas de América, Eduardo Belgrano
Rawson evoca a los inmigrantes gallegos: "Cantabas un himno
más light, como regía desde principios de siglo. Lo
habían lijado un poco. ¿Qué otra cosa
podían hacer? Necesitaban cortarla con los insultos, como
explicó en su momento un operador del Ministro.
‘Tigres sedientos de sangre’ y todo eso. Culpa del
himno el embajador no pisaba la presidencia, sobre todo los 9 de
julio. A decir verdad, tampoco mostraban mucho aspecto de tigres
los vascos y los gallegos que desembarcaban todos los días
frente al Hotel de Inmigrantes, pero ésta era otra
cuestión" (2).

En La fuga (3), film basado en la novela homónima
de Eduardo Mignogna distinguida con el Premio Emecé
1998/99, Camilo Vallejo, uno de los anarquistas, habla con acento
español y, al evadirse, es esperado por dos hombres con
boinas vascas que lo ocultan en un carro lechero. En el film
–al igual que en la novela- aparecen otros inmigrantes;
entre ellos, Aldo Mazzini, el catalán Escofet, el mozo
andaluz.

En Lunas eléctricas para las noches sin luna,
escribe Belén Gache: "Bordeando el convento, la calle
Viamonte se extiende alternando fondas llenas de marineros con
casas de remates, regenteadas por catalanes, gallegos o andaluces
que venden objetos dorados por oro fino y
piedras transparentes por diamantes" (4).

Notas

1 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos
Aires, Seix Barral, 1991.

2 Belgrano Rawson, Eduardo: Noticias secretas de
América. Buenos Aires, Planeta, 1998.

3 Mignogna, Eduardo: La fuga. Buenos Aires,
Emecé, 1999.

4 Gache, Belén: Lunas eléctricas para las
noches sin luna. Buenos Aires, Sudamericana, 2004.

En conjunto

En Una ciudad junto al río (1), Jorge E. Isaac
escribe, acerca de los españoles: "llegan solos o en
parejas. De ellos, más bien habría que decir:
siguen llegando. Se muestran desenvueltos, casi altaneros como si
–por razones históricas- aún se sintieran un
tanto dueños del país, del que en verdad lo han
sido. No son pocos los que traen dinero
suficiente como para establecerse en ésta u otras
ciudades, villas o poblaciones con algún negocio de
comestibles –las más de las veces ‘por
mayor’- que es una de sus actividades preferidas. Si hay
algo que en mí más llame la atención es su manejo preciso del idioma.
Se me antoja que, en ellos, lo recibo en estado de real pureza,
sin la
contaminación que aquí ya está sufriendo
por la influencia de los italianos que parecieran confabularse
todos para deformarlo".

En Moira Sullivan (2), de Juan José Delaney, la
protagonista escribe una carta fechada en
1932, en la que expresa:

"Debo decir que pese a que los hijos de Erín se
jactan de haberse integrado con el resto de la población, la verdad no es exactamente
así. Tienen sus propios colegios, sus propios templos y
clubes, y quien comete la osadía de casarse con un "nap"
(¿napolitano y por extensión italiano?) o con un
"gushing" (derivado, probablemente, del verbo inglés
to gush, que significa hablar con excesivo entusiasmo y que es un
neologismo para aludir a los gallegos y también por
extensión a los españoles), se aíslan o son
lenta pero inexorablemente segregados. En verdad esto ocurre con
casi todas las comunidades extranjeras que se han radicado
acá: árabes, armenios, ucranios y, muy
especialmente, judíos.
Para no hablar de los británicos que a su injustificado
desdén agregan cierto cinismo ancestral".

Tínkele, bielorrusa sobreviviente de Auschwitz,
es uno de los personajes de Hija del silencio, de Manuela
Fngueret. A ella "Se le mezclan las historias con la suya. La
llegada a Buenos Aires, el primer día de trabajo en la
fábrica de camisetas a unas cuadras de la casa de sus
primos. Allí emplean también a otras mujeres
inmigrantes como ella: italianas, españolas o polacas, con
las que casi no intercambian palabra en agotadoras jornadas de
trabajo. Una Babel de rostros e idiomas" (3).

Notas

1. Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al río.
Buenos Aires, Marymar, 1986.

2. Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos
Aires, 1999.

3. Fingueret, Manuela: Hija del silencio. Buenos Aires,
Planeta, 1999.

Estadounidenses

Eugenio Juan Zappietro escribe en De aquí hasta
el alba: "Un
hombre delgado y macilento que era ingeniero del ejército,
había llegado para estudiar la posibilidad de trasladar el
asiento de las tropas un poco más hacia el mar. Se
había llamado Jewison y era un americano de Tejas, muy
golpeado por la enfermedad que había contraido al
atravesar la Florida. Jewison tenía treinta y cinco
años y un Colt Forntier a la cintura; vestía
levitón Príncipe Alberto y fumaba cigarrillos muy
suaves, ambarinos, de Virginia". Una noche, "quedó con los
ojos abiertos, mirando el techo de paja trenzada, inmóvil
como una piedra. Había muerto sonriendo, cara a un cielo
extraño, tal vez muy semejante al de las interminables
noches de su Tejas natal" (1).

En 1999 apareció Moira Sullivan (2), de Juan
José Delaney, cuya protagonista emigra desde los Estados Unidos a
la Argentina. La historia de esta mujer -que se inicia con su
nacimiento en los primeros años del siglo XX o al
finalizar el anterior- es una historia en sí, desarrollada
hábilmente, pero permite también al novelista
explayarse acerca de las circunstancias en que esta historia se
desenvuelve. Al hablar de los primeros años de la anciana,
nos ilustra acerca de la vida en Estados Unidos, no sólo
de los irlandeses, sino también de emigrantes de otras
nacionalidades que se dirigieron allí en busca de la
fuente laboral que
significaban las minas carboníferas.

La cautiva que protagoniza La casa de Myra, de Aurora
Alonso de Rocha, es atendida por un médico norteamericano:
"Myra yacía sobre las mantas y los pelleros al modo de la
casa, envuelta en un lienzo blanco que después supe que lo
humedecen de cocciones balsámicas. No se le notaba delirio
alguno. Me dijo que tenía ‘susto’. Saltaba del
camastro presa de pesadillas y allí corrían todos
creyendo que ya comenzaban las visiones. A mí no me
pareció que tuviera mal la razón ni los miembros
duros o la lengua trabada
o los ojos virados para atrás, todo lo que el Dr. Cross me
había indicado como síntomas desgraciados. El
cacique se puso de uñas para arriba cuando mencioné
al doctor. Es doctor y es norteamericano pero lo que le molesta
es que sea mitrista y arrogante en el trato cuando en otro
tiempo
había sido Juez de Paz. Es, además, un hombre
grande, tanto como el cacique, que se inclina a ser
condescendiente sólo cuando mira al otro desde arriba (eso
me parece)" (3).

Notas

1 Zappietro, Eugenio Juan: op. cit.

2 Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos
Aires, 1999.

3 Alonso de Rocha, Aurora: La casa de Myra. Buenos
Aires, Fundación El Libro,
2001.

Franceses

En 1884, en el periódico
Sud América se publica como folletín La gran aldea
Costumbres bonaerenses (1), obra que Lucio V. López dedica
a Miguel Cané, su "amigo y camarada".

En esta obra aparecen franceses –tenderos y
clientas-, vistos desde la perspectiva de un escritor que
añora un pasado que no volverá. López
compara a los tenderos de antaño con los del presente:
"¡Y qué mozos! ¡Qué vendedores los de
las tiendas de entonces! Cuán lejos están los
tenderos franceses y españoles de hoy de tener la alcurnia
y los méritos sociales de aquella juventud
dorada, hija de la tierra,
último vástago del aristocrático comercio al
menudeo de la colonia".

Recuerda a uno de aquellos tenderos criollos: "Entre los
príncipes del mostrador porteño, el más
célebre, sin disputa, era don Narciso Bringas: gran
tendero, gran patriota, nacido en el barrio de San Telmo, pero
adoptado por la calle del Perú como el rey del mostrador.
No había mostrador como el de aquel porteño: todo
el barrio junto no era capaz de desdoblar una pieza de
madapolán y de volverla a doblar como don Narciso; y si la
pirámide misma le hubiera querido disputar su amor a
Buenos Aires, a la pirámide misma le habría
disputado ese derecho".

Describe la estrategia del tendero para dirigirse a su
clientela: "Don Narciso subía o bajaba el tono
según la jerarquía de la parroquiana: dominaba toda
la escala; poseía toda la preciosidad del lenguaje culto
de la época y daba el do de pecho con una dama para dar el
sí con una cocinera".

"Los tratamientos variaban para él según
las horas y las personas. Por la mañana se permitía
tutear sin pudor a la parda o china criolla que volvía del
mercado y entraba en su tienda. Si la clienta era hija del
país, la trataba llanamente de hija; hija por arriba e
hija por abajo. Si él distinguía que era vasca,
francesa, italiana, extranjera, en fin, iniciaba la rebaja, el
último precio, el ‘se lo doy por lo que me
cuesta’, por el tratamiento de madamita. ¡Oh!, ese
madamita lanzado entre 7 y 8 de la mañana, con algunas
cuantas palabras de imitación de francés que
él sabía balbucir, era irresistible. Durante el
día, los tratamientos variaban entre hija e hijita, entre
tú y usted, entre madamita y madama, según la edad
dela gringa, como él la llamaba cuando la compradora no
caía en sus redes".

La novela En la sangre "comienza a publicarse en forma
de folletín en el Sud-América el lunes 12 de
setiembre de 1887 y continúa apareciendo en forma
ininterrumpida hasta el viernes 14 de octubre. Ya el
sábado 15, en la Sección Noticias, se anuncia su
aparición en un volumen de 300
páginas impreso en los mismos talleres del diario"
(2).

En la novela, relata: "Existía en la calle
Reconquista, entre Tucumán y Parque, un llamado
Café de
los Tres Billares’, cuya numerosa clientela en gran parte
era compuesta de hijos de familia, empleados públicos,
dependientes de comercio y estudiantes de la Universidad y de
la Facultad de Medicina. Su
dueño, un bearnés gordo, ronco, gritón, gran
bebedor de ajenjo, pelado a la mal content e insigne disputador
de achaques en historia guerrera y de política,
tenía, leguleyo a medias él mismo, una
predilección marcada por los últimos. Iba, en su
profundo amor a la ciencia
representada para él por el gremio estudiantil, hasta
hacer crédito
a sus miembros de la hora de la mesa y del chinois en
épocas adversas de pobreza"
(3).

En la Bolsa de Comercio, Julián Martel encuentra
"Promiscuidad de tipos y promiscuidad de idiomas. Aquí los
sonidos ásperos como escupitajos del alemán,
mezclándose impíamente a las dulces notas de la
lengua italiana; allí los acentos viriles del
inglés haciendo dúo con los chisporroteos
maliciosos de la terminología criolla; del otro lado las
monerías y suavidades del francés, respondiendo al
ceceo susurrante de la rancia pronunciación
española" (4).

En Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, tres
personajes discuten acerca de la nacionalidad
de unos rufianes. Un personaje afirma: "¡Esos caften son
marselleses! (…) y juró que los había visto a
montones en las casas del ramo, con sus galeritas melón,
sus bigotes mediterráneos y sus pesadas cadenas de oro".
Otro personaje sostiene que son polacos, y un tercero, que son
rumanos. Doña Venus emite un "fallo inapelable", cuando
dice "De todo hay, como en botica" (5).

Desde México,
Ricardo Clark me escribe: "Pilar de Lusarreta tiene una magnifica
novela (Niño Pedro), sobre la construccion de La Plata,
con sus inmigrantes y como personajes principales a dos
franceses.(…) Un gran trabajo" (6).

En Un noviazgo, escribe Bernardo Verbitsky: "En
Montevideo se anunció que el gobierno
había iniciado gestiones para ‘repatriar los restos
del cantor uruguayo Carlos Gardel’, y esto permitió
explotar el asunto con nuevos bríos. Sostuvo Tribuna que
era un gesto senil del dictador Terra, a quien acusó de
querer explotar el afecto a Gardel para atraerse la
adhesión del pueblo al que tenía sometido;
quería despojar a los argentinos de los restos del
más porteño de los cantores nacionales para
capitalizar en propio beneficio su gran popularidad. Magalhaes,
admitiendo que era un hombre de suerte, hizo rodar, como
cañonazos de una pesada artillería, comentario tras
comentario contra Terra. Era una campaña muy
simpática en la que atacaba a un dictador y
defendía la argentinidad de Gardel, reconociendo la verdad
de que era francés de nacimiento, exponiendo generosas
razones humanas opuestas a un mezquino concepto de
‘territorialidad’. Y el dia en que de la Torre dio
fin a la lectura de
su dictamen, ‘en minoría’, publicaba Tribuna
en primera página, con grandes títulos y
fotografías, la noticia de que la madre de Gardel
había pedido por teléfono, desde Toulouse, con voz
entrecortada por el llanto, que trajeran el cuerpo de Carlitos a
la Argentina" (7).

La justicia por
mano propia es otro de los motivos para dejar el país. En
De aquí hasta el alba, novela de Eugenio Juan Zappietro,
el cirujano belga Hubert Leroy debe huir de Francia pues
durante una operación dio muerte
intencionalmente a un ministro asesino: "Cuando Francia
descubrió el crimen, Hubert Leroy estaba ya en
América" (8).

No sólo en el conventillo o en la escuela se
aprendían otras lenguas. Gaetano, uno de los personajes de
Santo Oficio de la Memoria, lo hace en su lugar de trabajo, el
"tranguay", donde "La gente hablaba en todos los idiomas. Yo
aprendí algo de inglés, de francés, de
alemán. De polaco también y de yídish. La
mayoría de los pasajeros eran inmigrantes. Uno
tenía que saludarlos en sus lenguas. Había veinte
maneras de decir buen día. Y muchas veces uno tenía
que ayudarlos con el cambio, con
las monedas" (9).

En Frontera Sur,
Horacio Vázquez-Rial describe la llegada a la Argentina de
Carlos Gardel y su madre: "Adormilada por el traqueteo del carro
y la monotonía del paisaje, Berthe recordaba el agua espesa
del río. Charles dormía, envuelto en una manta no
muy limpia, encima de la carga informe del
vehículo". El hijo "era robusto, algo grueso, de piel muy
blanca y pelo recio, y tenía una voz clara y redonda.
Seguramente, era menor de lo que parecía" (10).

Acerca de Mireya (11), de Alicia Dujovne Ortiz,
escribió Ivonne Bordelois: "Inspirado en una
fantasía de Cortázar, este relato narra las
vicisitudes de Mireya, una prostituta inmortalizada por
Toulouse-Lautrec, que habría recalado en Buenos Aires,
donde acaso inspirara el célebre tango que la
recuerda. En la recreación
de Dujovne Ortiz, la pelirroja Mireille, que se distingue de sus
congéneres por un espíritu original y
poético sumamente idiosincrático, es elevada por
Toulouse-Lautrec al rango de modelo y musa
predilecta de su atelier, que convoca a la bohemia más
prestigiosa del París plástico y
literario. Luego, presa del infaltable, sensual y depravado
argentino de la época, se traslada a Buenos Aires, donde
no sólo aprenderá a bailar tango, sino que
inventará nuevos y memorables pasos, y acabará
cotizando la gloria de iniciar sexualmente a un adolescente de
pelo lacio y excesivo peso, llamado nada menos que Carlos Gardel.
Incapaz de perder una sola ocasión de enlazarse
proféticamente con la historia, Mireya -cuyo nombre ha
sufrido la transformación fonética necesaria al
emigrar a las tierras del Plata- llegará a conocer el
eléctrico roce de los dedos de Jean Jaurés,
entrevisto fugazmente en un apasionado alegato político.
Dujovne Ortiz es una escritora en la plenitud de su oficio: es
delicioso su vuelo en las escenas eróticas, tan delicadas
como intensas. Las descripciones de las sesiones de tango, que
acaban por desencadenar duelos mortales entre los malevos
trenzados a Mireya, alcanzan una brillantez poética que
sorprende a los agradecidos lectores, ya que se sabe que, en esos
dominios, nuestra narrativa contemporánea suele alternar
chatura con sordidez. Una ironía sagaz y desacralizadora
permea su relato, lleno de alusiones inteligentes y citas
sobreentendidas que no dejan de sonreír al lector. Sin
embargo, en cierto sentido, la cuidadosa documentalista que dio
obras tan espléndidas como la insuperada biografía de Eva
Perón, traiciona en Dujovne Ortiz a la novelista. En
efecto, si bien cronológicamente posible, el intento de
crear una figura verosímil que, de un modo
psicológico coherente, pueda enlazar, en trato
íntimo sucesivo, a protagonistas culturales tan distintos
como Carlitos Gardel y Toulouse-Lautrec, resulta un tanto
forzado. Al enfrentar ese desafío, la autora corre el
riesgo de
distraer al lector de una sostenida atención por la trama
misma del relato. Una vez leída esta novela, Mireya
aparece ante nuestra memoria como una sucesión de
brillantes y agudos posters, sintetizadores de una época
rica y desgarrada, expuesta bajo el foco potente de un ojo
despiadado y de una pluma tan ágil, humorística y
lúcida como los bocetos del genial enano de Montmartre. No
imprime, en cambio, esa huella profunda que dejan a su paso las
historias con que podemos identificarnos más plenamente.
Historias menos habitadas acaso por personajes y trasfondos
culturales célebres o populares, pero en las cuales el
hilo mismo de la narración nos va estrangulando de
ansiedad por saber, no sólo lo que ocurre después,
sino cómo pudo ocurrir lo sucedido antes. Historias donde
los móviles misteriosos y absurdos del corazón de
seres a veces mediocres, esnobs, cotidianos o provincianos (como
Swann o Mme. Bovary) son los motores
inconscientes del devenir, y no las fechas o los lugares del
kitsch o el pop histórico que recogerán los
investigadores del futuro. Más brillante y
pictórica que íntima y profunda, Mireya
podrá permanecer en nuestra memoria, sin embargo, como un
talentoso fresco realizado con brío innegable por una de
nuestras menos frívolas y mejores escritoras actuales"
(12).

Carlos Enrique Pellegrini, padre del Presidente de la
Nación,
nació en Saboya en 1800; falleció en Buenos Aires
en 1875. El hijo, protagonista de La última carta de
Pellegrini, de Gastón Pérez Izquierdo, manifiesta
en esa obra que su padre era "un inmigrante. Inteligente y culto,
sí, pero desprovisto de fortuna y de linaje, que
llegó a esta tierra cuando
el esplendor rivadaviano convocó a una gran
conscripción de inteligencias para transformar el
país. Crédulo de la estabilidad política que
podría tener la incipiente nación
desembarcó pensando en grandes obras públicas:
puerto, alcantarillas, desagües y las demás
ensoñaciones que un joven ingeniero de talento puede
alojar en su cabeza. Pero Rivadavia cayó y con él
los sueños de tecnificación y ornato; en realidad
se convirtieron en una larga siesta colonial, que
mantendría al país al margen de las calderas y el
vapor. No trabajó como ingeniero y se debió ganar
la vida con la paleta de pintor. Todo el gran mundo
porteño intentó quedarse quieto delante de
él para que perpetuara sus rasgos en un lienzo. El
profesional cedió paso al artista que con el trabajo del
pincel pudo fundar una familia, educarla con dignidad y por
la aristocracia de su inteligencia y
cultura
–sólo por ellas- vincularse igualitariamente con las
viejas familias del país" (13).

En La noche que me quieras, de Jorge Torres Zavaleta, un
protagonista de avanzada edad recuerda su juventud, cuando,
después de matar en un duelo al marido de una amante,
decidio viajar a Paris. El presente de ese anciano que recuerda
transcurre en 1988 y se altema con su rememoracion, que se inicia
con episodios sucedidos a partir de 1928. La juventud de ese
hombre, tan lejana ya, está unida indisolublemente a una
figura mitica, Carlos Gardel, quien lo trata afectuosamente. Las
paginas en que el protagonista se entrevista con
El Zorzal para ofrecerIe las letras de tango que compuso brindan
al lector una imagen vivida del
cantor. Un personaje lo describe asi, recordando lo comentado por
uno de los peones: «Gardel Ie hablaba en lunfardo, y como
este muchacho era del interior y recien habia llegado a Buenos
Aires, no Ie entendia ni medio. Dijo que siempre le hacía
preguntas sobre su trabajo: si losyobacas dormian bien, como
habian trabajado, Carlitos se interesaba por la gente, por eso lo
adoraban».

Para algunos, hablar más de un idioma, era
testimonio de su condición de inmigrantes. Para otro, en
cambio, era un sello de clase. En La noche que me quieras, Torres
Zavaleta muestra el
conocimiento de otras lenguas vinculado a un estamento
social: "Arturo era un muchacho educado, se vestía bien,
por supuesto, se la arreglaba con los idiomas. Algo te ha quedado
de tantas profesoras franchutas e inglesas de cuando eras
borrego" (14).

Orellie Antoine de Tounnens "encontró la manera
de convencer a los mapuche, y a un mes de haber llegado al
territorio araucano decretó el nacimiento de la primera
monarquía constitucional y hereditaria de
La Araucanía. Según la interpretación del biógrafo
más importante de Tounnens, Armando Braun Menéndez,
los caciques lo aceptaron debido a que en él veían
el símbolo de la resistencia
frente al Estado chileno. Asimismo, por una leyenda
mesiánica, influida por su cristianización
colonial, que decía que la guerra y la
esclavitud
terminarían el día en que llegara un hombre blanco
a la región. A su proclamación como Rey, muy pronto
siguieron la promulgación de la Constitución de la Monarquía, su
difusión en varios periódicos y las cartas de aviso
al gobierno de Manuel Montt. El 20 de noviembre
de 1860 decidió además incorporar la Patagonia a su
reino, fijando los límites de
la Monarquía en el río Biobío por el norte,
la costa del Pacífico por el este, la costa
atlántica desde el río Negro al sur por el oeste, y
el Estrecho de Magallanes por el sur" (15).

El protagoniza El rey de la Patagonia (Orellie Antoine
I), de Claudio Morales Gorleri (16). Transcribo unas
líneas: "Esa noche empezaron los desplazamientos para
iniciar los ataques al amanecer en forma simultánea.
Orellie montaba junto a Catriel. Los dos ministros quedaron en el
aduar. El objetivo de su
columna de mil indios era el Azul. Se apostaron al sur del camino
real desde donde se podían ver algunas luces del pueblo.
El silencio era sorprendido por el grito de algún
chajá. Al aclarar avanzaron al paso de sus caballos. Se
fueron formando grupos para
irrumpir por varias calles. Catriel levantó su lanza con
el brazo derecho. Todos estaban pendientes de su orden. Cuando la
bajó, la gritería fue infernal. Entraron al galope
llevándose todo por delante. En cada comercio entraban de
a cientos y rompían, quemaban o se llevaban lo que
querían. A cuanto cristiano se cruzaba lo atravesaban con
las afiladas lanzas. Era un baño de sangre en una
borrachera de furia. A las mujeres las tiraban al suelo en un
rincón, las amontonaban para llevarlas después. Al
mediodía un capitanejo informaba a Catriel: 400 cristianos
muertos, 500 cautivas y 300.000 animales en el
arreo.Orellie vomitaba sosteniéndose en un palenque,
mientras algunos indios enchastrados en sangre y con sus botines
a cuestas, lo miraban con desdén".

En La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, narra uno
de los personajes, que vivía en Villa Pueyrredón, a
mediados del siglo pasado: "Por las mañanas, en la
escuela
pública donde todos concurríamos,
conviví con el inglés Stanley y el italiano
Badaracco, protagonistas de una pelea memorable donde vi correr
sangre por primera vez; con el galleguito Pérez y un
francés medio raro que se hacía dibujos en las
manos con hojitas de afeitar" (17).

En El infierno prometido Una prostituta de la Zwi Migdal
(18), Elsa Drucaroff demuestra su talento en la
composición de los personajes, especialmente los
femeninos. Muestra una Dina que evalúa los beneficios y
los perjuicios de las decisiones a tomar. Ella sabe; es esa
sabiduría la que la vuelve distinta de las demás.
La protagonista puede escapar –o al menos, intentarlo-,
pero no lo hace en un principio. Ahí es cuando se pone
sobre el tapete la trama de intereses privados, familiares y
sociales que permitían que estas mujeres llegaran en esa
forma a la Argentina, eludiendo controles, con documentos
falsos, burlando a la Asociación Judía para la
Protección de Niñas y Mujeres. Porque -demuestra
Drucaroff- las mujeres que trae el tratante de blancas, o ya
saben a qué vienen, o cuando se enteran, son más
seducidas por un plato de comida que atemorizadas por los golpes.
La escritora ejemplifica esta aseveración mediante los
personajes de Dina, sometida voluntariamente por temor a volver a
su tierra, y Rosa, una mujer que creía haberse casado por
poder y, ya en Buenos Aires, se niega a trabajar. A ella, le
surtió más efecto una buena cena que el castigo
físico y el encierro. En esta obra, la autora se refiere a
las prostitutas francesas y polacas, destacando que las primeras
eran mejor pagadas que las segundas.

Notas

1 López, Lucio V.: La gran aldea Costumbres
bonaerenses. Buenos Aires, CEAL, 1980.

2 Frugoni de Fritzsche, Teresita: "En la sangre", en
Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra,
1968.

3 Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus
Ultra, 1968.

4 Martel, Julián: La Bolsa. Buenos Aires, Huemul,
1979. Prólogo de Diana Guerrero.

5 Marechal, Leopoldo: Adán Buenosayres. Buenos
Aires, Sudamericana, 1984.

6 Lusarreta, Pilar de: Niño Pedro. Buenos Aires,
Guillermo Kraft Limitada, 1955.

7 Verbitsky, Bernardo: Un noviazgo. Buenos Aires,
Planeta, 1994.

8 Zappietro, Eugenio Juan: De aquí hasta el alba.
Barcelona, Planeta, 1971.

9 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos
Aires, Seix Barral, 1991.

10 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera Sur.
Barcelona, Ediciones B, 1998.

11 Dujovne Ortiz, Alicia: Mireya. Alfaguara, 1998. 239
páginas.

12 Bordelois, Ivonne: "Peripecias de una musa de
Toulouse-Lautrec y de Gardel Brillante fresco de época",
en La Nación, 26 de agosto de 1998. Reproducido en
www.literatura.org.

13 Pérez Izquierdo, Gastón: La
última carta de Pellegrini. Buenos Aires, Sudamericana,
1999.

14 Torres Zavaleta, Jorge: La noche que me quieras.
Buenos Aires, Emece, 2000.

15 http://www.icarito.cl

16 Buenos Aires, Planeta, 1999.

17 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos
Aires, Galerna, 2001.

18 Drucaroff, Elsa: El infierno prometido Una prostituta
de la Zwi Migdal. Buenos Aires, Sudamericana, 2006. 336 pp.
(Narrativas históricas).

Galeses

En Tama, novela de María Teresa Andruetto
distinguida con el Premio Novela Luis José de Tejeda/92,
aparece una galesa. Timoteo, "cuando era todavía un
muchachito se enganchó en el ejército de Roca y se
fue a servir al Sur a cambio de unas leguas, aunque se pareciera
más a las víctimas que a sus compañeros de
milicias. En una de esas andanzas robó, a los
dueños de un molino de trigo, una galesa de las primeras
que vinieron a este país y por temor al padre de la joven
o por que ya estaba cansado de ir de un sitio a otro, dejó
las leguas ganadas con sangre ajena y regresó con ella al
Norte. La galesa se llamaba Clydwin Jones y era extraña
como su nombre. (… La extranjera se resistió los
primeros tiempos, hasta que la desidia terminó por ganarla
y se dejó acariciar como una cosa, mientras el deseo del
hombre que no había elegido le resbalaba más y mas.
Jamás lograron vencerla ni la ternura, ni el dolor, ni la
bronca que él puso empeño en demostrar y ni
siquiera reaccionó cuando Linares se hizo asiduo visitante
del prostíbulo donde una hembra desmesurada hacía
estragos" (1).

Hacia el sur se dirigen los galeses –escribe
Andrés Rivera en Guido-: "a los que eran menos ricos, a
los que sabían trabajar y callar, y ser ordenados, y
recordar cómo era Gales, y cómo su idioma, se les
deparó la Patagonia. Otro país, la Patagonia, en el
Sur, en el confín del mundo, al que bautizaron, un
manchón aquí y otro allá entre la
uniformidad silenciosa de lagos, bosques y piedra, con nombres
recios y venerables" (2).

En Hay que matar (3), de Andrés Rivera, "Milton
Roberts, galés, tuvo unas pocas leguas de tierra en El Sur
del Sur, algunas ovejas, cuatro o cinco perros y dos o
tres caballos, y un hijo llamado Byron Roberts. Hasta que La
Compañía hizo su oferta y
él dijo, impávido, no. Bill Farrell había
escapado, hambriento, de Irlanda, y era comisario de
policía en El Sur del Sur. Tenía una mujer a la que
llamaban Rosario. Con Bill Farrell, Byron Roberts
aprendió, entre otras cosas, el oficio de matar. En El Sur
del Sur sobran el
petróleo y la violencia. El
poder es propiedad de
unos pocos, pero la venganza -a diferencia del sexo y del
whisky- es una de las cosas que no se compran ni se venden.
Allí un hombre mata como Andrés Rivera escribe: en
busca de conocimiento y
de justicia. En El Sur del Sur hubo un imperio. El imperio no se
disolvió: tiene otros nombres, más impersonales.
Pero todavía dicta la ley.
Todavía mata" (4).

Al publicarse la novela, Demian Orosz entrevista al
autor. Transcribimos un fragmento de ese reportaje:

"El título de su último libro sacude el
aire como un
disparo en la noche. Posee, además, la precisión y
la contundencia que requiere un imperativo: Hay que matar.
Podría pensarse que esas tres palabras que son la inversión exacta del quinto mandamiento
merecerían una aclaración, una trama que despeje
los posibles malentendidos. Quien piense así se
verá defraudado. El centenar de páginas que
componen la reciente novela de Andrés Rivera no se detiene
en explicar nada. Entre otras razones, porque no es tarea de la
literatura redactar un nuevo decálogo. Quizá,
también, porque el ahorro de
palabras que viene marcando a fuego la prosa del autor es algo
más que un rasgo de estilo. Las ausencias, los
vacíos que el lenguaje
apenas alcanza a cubrir requieren un lector que no retroceda ante
los silencios. Lo que Rivera denomina, sin abundar demasiado, un
‘lector inteligente’ ".

"Tampoco el protagonista de Hay que matar (recién
publicado por Editorial Alfaguara) sabe porqué cumple con
lo que el título le reclama. Durante 20 años, Byron
Roberts fue comisario en un pueblo perdido en la Patagonia.
Durante 20 años se acostó con mujeres propias y
ajenas, bebió toneladas de whisky y recorrió a
caballo una tierra helada y fría mientras se decía
a sí mismo cosas que apenas comprendía. No ha
olvidado: sin saber las razones, sin esperar nada a cambio, una
noche sale en busca de los tres hombres que 20 años antes
ejecutaron a su padre".

"Así mata Byron Roberts, que a esta altura de la
historia ha cambiado de nombre y ahora se llama Nadie:
‘Nadie tocó el gatillo dócil de su
revólver, desde la distancia necesaria para no mancharse
con la boca de El Sargento. Saltaron, en la luz de la casa que
Nadie calificó de mugrienta, astillas del paladar, pedazos
de lengua, dientes, pedazos de labios, de lo que fue la boca viva
de El Sargento’ ". (…)

"Byron Roberts sabe bien que la justicia por mano propia
o la que puede hacer un solo hombre carece de valor. Byron sabe
que lo que hace no cambia nada. Hay que matar arrancó como
arrancan la mayoría de sus libros. Cuando
empezó a escribirlo tenía el título, algunas
líneas del comienzo y otras tantas del final. Lo que
había que poner en el medio es una historia que Rivera
escuchó a mediados de los ‘60. ‘Yo estaba
mucho en el Sindicato de
Prensa de
Buenos Aires —cuenta el autor—. Uno de los
periodistas que frecuentaban la sede se llamaba Milton Roberts,
un hombre muy british. Las patotas fascistas tenían por
costumbre agredir la casona, y una noche, al término de
uno de esos asaltos, Milton me contó la historia de su
padre: había sido comisario en el sur. Un día le
avisaron que tres personas habían asesinado a un poblador.
Salió a buscarlos, mató a dos y volvió con
la confesión del tercero’. Milton Roberts
también le contó a Rivera que los hombres que su
padre había perseguido eran asesinos a sueldo de lo que en
la novela se llama La Compañía: ‘No la
menciono con su verdadero nombre porque seguramente hay
descendientes de quienes fueron sus dueños, y me
advirtieron que podían iniciarme un juicio’ "
(5).

Notas

1 Andruetto, María Teresa: Tama. Córdoba,
Alción Editora, 2003.

2. Rivera, Andrés: Guido, en Para ellos, el
Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2002.

3. Rivera, Andrés: Hay que matar. Buenos Aires,
Alfaguara, 2000. 120 páginas. (Biblioteca
Andrés Rivera).

4. S/F: en www.alfaguara.com.ar

5. Orosz, Demian: "Rivera Andrés: Soy un hombre
entre los hombres", en La Voz del Interior, Córdoba, 22 de
junio de 2001.

Griegos

En su novela Un noviazgo, Bernardo Verbitsky presenta a
un griego con ocupaciones no muy claras: El Checato "Tenía
mandíbula muy ancha, y aunque su cara era flaca, ahondada
debajo de los pómulos, sus maxilares estaban recubiertos
de fuertes músculos. ‘Un etrusco sonriente con
anteojos’, pensaba. Y la verdad era que sus anteojos de
cristales sin virola, quedaban incluidos en su ancha risa que le
llegaba silenciosa. Los anteojos quedaban en medio de las
arruguitas. Era un efecto raro y más bien siniestro. (…)
Trigo limpio, no es. Es un vivo que ve bajo el agua. (…) Dicen
que anda en veinte asuntos. Pero no anda, corre detrás de
los pesos, claro. Vende alhajas de fantasía. Compra no
sé qué. Además es amigo de don Alí y
lo peor es que los dos lo disimulan. Quién sabe en
qué andarán. A lo mejor son socios" (1).

En Un árbol lleno de manzanas, escribe Marta
Lynch: "La casa del griego es triste como la del sexto B pero
sucia. En las paredes tienen anotadas medidas y clavados
alfileres y fotografías de elegancia en Epsom. Tiene
además dos maniquíes también
elegantísimos" (2).

Un griego es el propietario del copetín al paso
Acrópolis. Relata el hijo –protagonista de Latas de
cerveza en el
Río de la Plata, novela de Jorge Stamadianos que fue
distinguida con el Premio Emecé 1994/95-: "El
Acrópolis está ubicado sobre el andén de una
estación de la zona norte del Gran Buenos Aires que
años atrás, en la década del 50,
había conocido su época de esplendor. El lugar
había crecido rápidamente en esos años dando
origen a una calle principal donde se amontonaron todo tipo de
comercios. (…) Mi viejo había hecho pintar el
Partenón sobre los vidrios como un símbolo triunfal
de su país, pero el paso del tiempo descascaró el
dibujo,
metamorfoseando esa imagen idílica –pintada de
dorado- en la actual del monumento en ruinas" (3).

Notas

1 Verbitsky, Bernardo: Un noviazgo. Buenos Aires,
Planeta, 1994.

2 Lynch, Marta: Un árbol lleno de manzanas.
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1974.

3 Stamadianos, Jorge: Latas de cerveza en el Río
de la Plata. Buenos Aires, Emecé, 1995.

Holandeses

A criterio de Delfín Garasa, "Una de las
más cumplidas descripciones de un heterogéneo
desembarco es la que ofrece Luis Pascarella en su novela-alegato
documental, El conventillo. Llega el Christoforo Colombo y
primero bajan los hombres de negocio con su apoplética
cerviz, con el paso resuelto de los acostumbrados a dar
órdenes y ser obedecidos, los turistas ingleses con sus
máquinas fotográficas y algunas
señoras un tanto perplejas por no ver en el muelle indios
con plumas y taparrabos. Por ese entonces, el viaje a Europa empezaba a
otorgar prestigio social, y los argentinos que regresan cambian
opiniones en alta voz sobre los modelos de
París, el mobiliario inglés o la sinfonía
escuchada en la Opera de Viena. Y, finalmente, aparecen los
inmigrantes, tan fustigados en los azares de las proclamas
políticas, un ‘enorme
hormiguero’ que había viajado en el mayor
hacinamiento. Rostros curtidos, exhaustos, azorados. En todos se
presiente la pregunta: ¿Qué les deparará
esta nueva tierra? De pronto, una mirada se ilumina o un brazo se
agita en alto porque se ha reconocido a alguien en la muchedumbre
que espera. Van bajando los hebreos de desgreñadas barbas
y gastados levitones, los ‘turcos’ con sus espaldas
combadas, los nórdicos enjutos, los napolitanos
pequeños y retorcidos como raíces, los andaluces
gárrulos, los gallegos pacientes, los holandeses
esponjosos, los genoveses de músculo recio e insaciable
voracidad. Una mujer besa la tierra que los acoge y tras su
actitud ritual se adivina un pasado de penurias y recelos. Y
agrega Pascarella: ‘La gran ciudad de calles dirigidas
hacia el Oeste recibe en su seno aquella semilla que purificada
en un ambiente de
libertad (…)
se reproducirá en su inmensidad desierta" (1).

La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, cuenta el
proyecto de
cuatro generaciones de una familia, que se propone llegar a
caballo desde Moisesville, Santa Fe, mediante postas de dos
jinetes por vez, con una caja de madera de cerezo que contiene
tierra de la primera colonia judía en la Argentina y "una
mezuzá, estuche de hueso con un trozo de papel escrito con
letras hebreas", hasta la Plaza de Mayo, donde la
enterrarán bajo la Pirámide. Uno de los personajes
reflexiona, eufórico: "cuando se corra la voz, italianos y
españoles y franceses y todos los otros harán lo
mismo. Y tendremos, allí en esa Plaza del centro de Buenos
Aires, la ceremonia simbólica del crisol de razas o del
mosaico de identidades".

En esa obra, dice uno de los personajes: "Incluso, antes
de la guerra, vinieron judíos de Alemania,
Holanda y Polonia. Esto era Sión para ellos, la tierra de
la libertad, de la leche y la miel, donde pudieron salvar sus
vidas y tratar de rehacerlas. Más polacos y lituanos
llegaron después, en los años ‘40"
(2).

En Países Bajos (3), de Federico Jeanmaire, se
hace referencia a inmigrantes de ese origen. Sobre esta obra,
escribe Sylvia Saítta: "Recién emigrado al
país de sus ancestros, sin dinero y sin trabajo, Juan
Hilkema, un argentino descendiente de holandeses, conoce a la
enigmática y pelirroja Ruska, en un bar de La Haya. En ese
casual encuentro, la mujer le
ofrece un trabajo: ser una especie de ‘conejillo de
Indias’ en un gabinete experimental de la Facultad de
Medicina. Juan acepta; durante cuarenta y cinco días
estará encerrado, sometido a inyecciones y controles
médicos, sin otra relación con el afuera que las
cartas de Ruska que, cada cinco días, llegan a su
gabinete" (4).

Notas

1. Garasa, Delfín Leocadio: La otra Buenos Aires.
Paseos literarios por barrios y calles de la ciudad. Buenos
Aires, Sudamericana-Planeta, 1987.

2. Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos
Aires, Galerna, 2001.

3. Jeanmaire, Federico: Países Bajos. Buenos
Aires, Planeta, 2004. 242 pp.

4. Saítta, Sylvia: "Relato de amor y vida", en La
Nación, Buenos Aires, 28 de noviembre de 2004.

Húngaros

José Martín Weisz relata en …mientras
los violines tocaban csárdás. Un viaje a
Hungría (1), la historia de un judío húngaro
que debió dejar su tierra, y el viaje que él
realiza con su hijo, muchos años después:
"Acompañado por su hijo y con la ilusión de
recuperar las tierras de su familia, regresa a un país
ahora muy diferente al de su infancia. En
un viaje lleno de dificultades y emociones, una
Hungría devastada por los sucesivos invasores sólo
tiene un amargo reencuentro para ofrecerle. Sin embargo,
inesperadamente, el sabor de la satisfacción lo alcanza en
algún lugar".

Notas

1 Weisz, José Martín: …mientras los
violines tocaban csárdás. Un viaje a
Hungría. Buenos Aires, Milá, 2002.

Ingleses

Ralf Herne (1), por William H. Hudson "transcurre en
Buenos Aires en 1871. Es una historia de amor, pero las
circunstancias que la rodean, desencadenan las sucesivas
desgracias que aquejan al joven médico inglés,
protagonista del romance" (2).

"Con El agua publicada póstumamente en 1968,
culmina la importante producción de Enrique Wernicke(1915-1968)"
(3). En este libro, el escritor evoca el menosprecio que un
personaje evidencia por su descendencia: "Era una casa para vivir
bien. Ahora que las chicas crecían, tal vez hubiese venido
bien otro baño o, por lo menos, un toilette. Pero don
Julio pensaba que las chicas algún día se iban a
casar y además, no olvidaba, él también
tendría que morir. Un baño es suficiente cuando se
convive con gente bien educada… como él. O Julito. No se
podía decir lo mismo de las nietas, hijas de una hija de
un judío polaco, sin eso imperceptible, casi
diríamos inexplicable, que se llama ‘tener sangre
inglesa en las venas’ " (4).

En Fuegia, de Eduardo Belgrano Rawson, la viuda del
reverendo Dobson evoca los planes que hacían sobre la
emigración, alentados por noticias tendenciosas:
"Después de pasar una tarde en la Unión Misionera,
volvían a casa con su marido por un sendero de gramilla
perfumada. Llevaba seis meses de casada con Dobson. Hicieron un
alto en el parque y abrieron un paquete de bollos. Charlaron del
futuro viaje a Sudamérica. Dobson dibujó la
misión
sobre el papel de los bollos. Había un grupo de
canaleses entonando sus himnos y un paquebote en el horizonte.
Los canaleses figuraban como ‘naturales amistosos’ en
todas las publicaciones del Almirantazgo, de modo que
agregó un nativo haciendo cabriolas. Su mujer le
suplicó que dibujara una huerta. Dobson puso la huerta y
metió algunas ovejas. Estuvo tentado de añadir el
cementerio, pero desistió a último momento. Ella
estudió bien el dibujo y concluyó que nada faltaba.
Trató vanamente de hallarle algún parecido con su
aldea de Sussex. Pero igual le propuso: ‘Pongámosle
Abingdon’. Pensó emocionada: ‘El Señor
es mi pastor’ " (5).

Un personaje de Frontera sur, novela de Horacio
Vázquez-Rial, dice que a Sarmiento le parecía mal
que se abrieran escuelas italianas, o alemanas, o inglesas". Otro
interviene: ""Era lógico que le pareciera mal. (…) No
estaba loco. (…) Un Estado. Quería un Estado, con
mayúscula. Y eso se hace con la escuela pública.
Esto no puede ser eternamente un centón mal cosido. La
gente que llegue tiene que adaptarse, recomponerse, mezclarse
para formar una raza argentina" (6).

Carlos Pellegrini, protagonista de la novela
histórica escrita por Gastón Pérez
Izquierdo, recuerda a Bridges: "Un predicador inglés, Mr.
Thomas Bridges, había pasado una larga temporada en la
Tierra del Fuego como misionero de la Iglesia
Anglicana y de paso criando lanares que había introducido
desde las Islas
Malvinas. Estaba en Buenos Aires preparándose para
embarcar a Inglaterra
–y disfrutar una temporada de sus buenos negocios– de
manera que no rehusó una invitación de la Sociedad
Literaria Inglesa para pronunciar una conferencia sobre
su inquietante experiencia" (7).

En La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, narra uno
de los personajes, que vivía en Villa Pueyrredón, a
mediados del siglo pasado: "Por las mañanas, en la escuela
pública donde todos concurríamos, conviví
con el inglés Stanley y el italiano Badaracco,
protagonistas de una pelea memorable donde vi correr sangre por
primera vez; con el galleguito Pérez y un francés
medio raro que se hacía dibujos en las manos con hojitas
de afeitar" (8).

El inglés se titula una novela de Susana Cella
(9). En 1892, Jimmy –"nacido James Radburne"- llegó
a la Patagonia, "huyendo de la pobreza y los
prejuicios ingleses, y pasó toda una vida improvisando
oficios para sobrevivir y métodos
para huir de las policías argentina y chilena". Se
dirigió a esa región pensándola "como
garantía de anonimato para pasados difíciles"
(10).

En La casa de Myra (11), obra distinguida con el Segundo
Premio Xerox para autores inéditos, escribe Aurora Alonso
de Rocha: "Al cura que lo quiere adoctrinar el cacique le
recordó que uno de los ingleses que están
enterrados en la parte de disidentes era tenido por hombre santo
aunque vivía con una reunión de mujeres nunca bien
contadas por los cambios que hubo, y muchas hijas y sobrinas que
complicaban la cuenta, pero que no eran menos de cuatro esposas y
una de ellas inválida. (Y ahí es donde se prueba
cómo los argumentos de los curas tienen anverso y reverso.
Esa mujer que había perdido una pierna por una
infección siendo niña y que tuvieron que amputarla,
llevaba un artefacto de madera y metal que rechinaba al andar y
era horrible de verse para los que lo habían visto, y se
decía tanto que el pastor era un refinado monstruo que
oía como música el sonar del
artificio aquel y se complacía en la desnudez mecánica, como que era un santo porque la
amaba y era capaz de cohabitar con tal aparato".

En La noche que me quieras, Jorge Torres Zavaleta evoca
la intolerancia criolla ante los diferentes paladares. De "los
gringos y los ingleses" afirma el narrador que eran "unos
animales" porque arrimaban "hacia un costado del plato los restos
del dulce de leche" porque no les gustaba. Eso era vivido por
el hombre como
una verdadera "falta de educación"
(12).

Notas

1 Hudson, William H.: Ralf Herne. Buenos Aires,
Editorial Letemendia, 2006. 116 pp. Traducción de Alicia Jurado.

2 Gainza de Aldatz, Felicitas: crítica en el
gRillo N° 46, Marzo-Abril de 2007.

3 S/F: en Wernicke, Enrique: El agua. Buenos Aires,
CEAL, 1980. (Capítulo)

4 Wernicke, Enrique: El agua. Buenos Aires, CEAL, 1980.
(Capítulo).

5 Belgrano Rawson, Eduardo: Fuegia. Buenos Aires,
Sudamericana, 1991.

6 Vázquez Rial, Horacio: Frontera Sur. Barcelona,
Ediciones B, 1998.

7 Pérez Izquierdo, Gastón: La
última carta de Pellegrini. Buenos Aires, Editorial
Sudamericana, 1999.

8 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos
Aires, Galerna, 2001.

9 Cella, Susana: El inglés.

10 Cristoff, María Sonia: "Inglés en
fuga", en La Nación, Buenos Aires, 19 de noviembre de
2000.

11 Alonso de Rocha, Aurora: La casa de Myra. Buenos
Aires, Fundación El Libro, 2001.

12 Torres Zavaleta, Jorge: El día que me quieras.
Buenos Aires, Planeta, 2000.

Irlandeses

Carlos María Ocantos es el autor de Quilito (1),
una de las tres obras más representativas del "Ciclo de la
Bolsa". En esa obra, él escribe que Quilito "miraba a
Míster Robert y se encogía de hombros con
lástima. No, no se vería él en ese espejo.
Allí estaba desde la mañana casi hasta la noche, la
espalda encorvada, los dedos agarrotados sobre el lapicero,
sentado en el banco de patas
largas, sin descanso, sin distracción, esclavo del
trabajo, prisionero del deber; y así todos los
días, todos los días… hasta que la enfermedad le
clavase en el lecho, la vejez le
baldara o le sorprendiera la muerte.
Entretanto, habría pasado los mejores años de su
vida sin gozarlos, dejando para otros el fruto de lo que
él sembrara…".

No sólo Mister Robert era probo; también
lo era su familia: el inglés "no concurría a
cafés ni a teatros; su distracción única,
suprema, que saboreaba con el deleite de un goloso, era su
familia: la mujer, un ángel; el hijo, otro ángel, y
el padre, viejo patriarca de Irlanda, más católico
que el Papa y de una honradez a toda prueba; de esos caracteres
que ya no se estilan y que, temerosos, se esconden en el
santuario del hogar, como prenda pasada de moda, para no
exponerse a la irrisión del público".

En De aquí hasta el alba (2), Eugenio Juan
Zappietro escribe sobre un irlandés que llegó al
desierto en 1866, y el socio granadino que lo traicionó.
O’Flaherty "juraba que Argentina era el país del
futuro. No se equivocó por mucho en cuanto a la tierra; se
equivocó de hombres, pero una lanza araucana había
terminado con él para evitarle la amargura de
comprobarlo".

"Vivía con una muchacha de Glasgow, que no
tenía miedo a empuñar un mosquete y lo había
seguido muchas millas para tener una hacienda propia donde
pensaban criar ganado Hereford. La tierra no daba todavía
para esas aventuras y O’Flaherty puso un saladero en
compañía de un granadino llamado Ozores, que le
robó el negocio y trató de hacer lo mismo con la
chica de Glasgow. Ella pudo huir y el granadino tuvo que matarla.
El irlandés la enterró con todo el rito de su Eire,
con azaleas que consiguió nunca se supo dónde, y se
sentó a esperar la muerte".

En Barcelona se edita Frontera Sur, de Horacio
Vázquez-Rial. En esa novela, evocó la inmigración irlandesa. Una joven de esa
nacionalidad
se presenta para un puesto de maestra: "Era una muchacha rubia,
con pecas, casi una niña. Se sentó ante el tribunal
familiar en el borde de una silla, con las manos juntas y las
rodillas juntas, paseó sus ojos claros por el fondo de los
ojos que la observaban y sonrió". Se llama Mildred
Llewellyn y habla castellano con
dificultad. Dice la joven: "Llego de Irlanda hace tres
días y vengo aquí". Su empleador le enseña:
"-Llegué –corrigió Roque, mostrando el pasado
con el índice, en un lugar situado detrás de su
hombro derecho-. Y vine".

Durante la entrevista
se desmaya: "La natural palidez de Mildred se acentuó de
pronto. Roque vio nacer dos trazos morados sobre sus
pómulos. (…) Ramón
echó a correr hacia el fondo, pero, apenas pasada la
puerta, le detuvo el ruido grave,
como lejano, discreto de la caída del cuerpo de Mildred.
Roque, que la alzó del suelo, pensó que
jamás había conocido ser tan leve". Es que
–como explica en su trabajoso castellano- había
comido por última vez en el barco, ya que no había
parado en el Hotel de Inmigrantes (3).

En Secretos de familia (4), de Graciela Beatriz Cabal,
relata la protagonista: "El Padre Mulleady era pobre, era bueno,
ayudaba a las personas y también a los indios (no como el
tío de Gran Mamá), y siempre estaba tan contento
que cantaba ‘Los ojazos de mi negra son como
soles…’ Una sola vez en la vida metió la pata el
Padre Mulleady, pero fue sin querer: cuando la casó a mi
mamá con mi papá, dice mi mamá.
Después de eso, se murió. Cuando yo sea grande me
voy a tomar un barco, me voy a bajar en Irlanda y voy a empezar a
caminar buscando la casa y la olla del puchero de la abuelita de
Gran Mamá y del Padre Mulleady. Y como a cada rato voy a
repetir ‘Padre Mulleady, Padre Mulleady, Padre
Mulleady’, seguro que
encuentro todo perfecto".

En 1999 aparece la novela Moira Sullivan (5) de Juan
José Delaney. La historia de esta mujer -que se inicia con
su nacimiento en los primeros años del siglo XX o al
finalizar el anterior- es una historia en sí, desarrollada
hábilmente, pero permite también al novelista
explayarse acerca de las circunstancias en que esta historia se
desenvuelve. "Lo importante era el silencio escribe Delaney-.
Todas las noches lo buscaba, especialmente los domingos cuando
las otras recibían visitas y ella más sentía
el acoso de la soledad. En rigor, a nadie tenía pese a
haber estado en la vida de muchos y a que, por esa acción
secreta y persistente del arte, continuaba
gravitando sobre gentes extrañas y lejanas. El silencio de
ese anochecer dominical le permitiría entregarse
serenamente al ensueño en el que resucitarían
vivencias y pensamientos provenientes de zonas postergadas por su
memoria, y también secretas conexiones que su
visión de la vida, del mundo y de los hombres concertaba
con cierta independencia".

En Hay que matar (6), de Andrés Rivera, "Milton
Roberts, galés, tuvo unas pocas leguas de tierra en El Sur
del Sur, algunas ovejas, cuatro o cinco perros y dos o tres
caballos, y un hijo llamado Byron Roberts. Hasta que La
Compañía hizo su oferta y él dijo,
impávido, no. Bill Farrell había escapado,
hambriento, de Irlanda, y era comisario de policía en El
Sur del Sur. Tenía una mujer a la que llamaban Rosario.
Con Bill Farrell, Byron Roberts aprendió, entre otras
cosas, el oficio de matar. En El Sur del Sur sobran el petróleo y la violencia. El poder es
propiedad de unos pocos, pero la venganza -a diferencia del sexo
y del whisky- es una de las cosas que no se compran ni se venden.
Allí un hombre mata como Andrés Rivera escribe: en
busca de conocimiento y de justicia. En El Sur del Sur hubo un
imperio. El imperio no se disolvió: tiene otros nombres,
más impersonales. Pero todavía dicta la ley.
Todavía mata" (7).

Al publicarse la novela, Demian Orosz entrevista al
autor. Transcribimos un fragmento de ese reportaje:

"El título de su último libro sacude el
aire como un disparo en la noche. Posee, además, la
precisión y la contundencia que requiere un imperativo:
Hay que matar. Podría pensarse que esas tres palabras que
son la inversión exacta del quinto mandamiento
merecerían una aclaración, una trama que despeje
los posibles malentendidos. Quien piense así se
verá defraudado. El centenar de páginas que
componen la reciente novela de Andrés Rivera no se detiene
en explicar nada. Entre otras razones, porque no es tarea de la
literatura redactar un nuevo decálogo. Quizá,
también, porque el ahorro de palabras que viene marcando a
fuego la prosa del autor es algo más que un rasgo de
estilo. Las ausencias, los vacíos que el lenguaje apenas
alcanza a cubrir requieren un lector que no retroceda ante los
silencios. Lo que Rivera denomina, sin abundar demasiado, un
‘lector inteligente’ ".

"Tampoco el protagonista de Hay que matar (recién
publicado por Editorial Alfaguara) sabe porqué cumple con
lo que el título le reclama. Durante 20 años, Byron
Roberts fue comisario en un pueblo perdido en la Patagonia.
Durante 20 años se acostó con mujeres propias y
ajenas, bebió toneladas de whisky y recorrió a
caballo una tierra helada y fría mientras se decía
a sí mismo cosas que apenas comprendía. No ha
olvidado: sin saber las razones, sin esperar nada a cambio, una
noche sale en busca de los tres hombres que 20 años antes
ejecutaron a su padre".

"Así mata Byron Roberts, que a esta altura de la
historia ha cambiado de nombre y ahora se llama Nadie:
‘Nadie tocó el gatillo dócil de su
revólver, desde la distancia necesaria para no mancharse
con la boca de El Sargento. Saltaron, en la luz de la casa que
Nadie calificó de mugrienta, astillas del paladar, pedazos
de lengua, dientes, pedazos de labios, de lo que fue la boca viva
de El Sargento’ ". (…)

"Byron Roberts sabe bien que la justicia por mano propia
o la que puede hacer un solo hombre carece de valor. Byron sabe
que lo que hace no cambia nada. Hay que matar arrancó como
arrancan la mayoría de sus libros. Cuando empezó a
escribirlo tenía el título, algunas líneas
del comienzo y otras tantas del final. Lo que había que
poner en el medio es una historia que Rivera escuchó a
mediados de los ‘60. ‘Yo estaba mucho en el Sindicato
de Prensa de Buenos Aires —cuenta el autor—. Uno de
los periodistas que frecuentaban la sede se llamaba Milton
Roberts, un hombre muy british. Las patotas fascistas
tenían por costumbre agredir la casona, y una noche, al
término de uno de esos asaltos, Milton me contó la
historia de su padre: había sido comisario en el sur. Un
día le avisaron que tres personas habían asesinado
a un poblador. Salió a buscarlos, mató a dos y
volvió con la confesión del tercero’. Milton
Roberts también le contó a Rivera que los hombres
que su padre había perseguido eran asesinos a sueldo de lo
que en la novela se llama La Compañía: ‘No la
menciono con su verdadero nombre porque seguramente hay
descendientes de quienes fueron sus dueños, y me
advirtieron que podían iniciarme un juicio’ "
(8).

En Los Jardines del Carmelo (9), Ana María Guerra
relata: "El garito hervía: chacareros irlandeses,
comerciantes de San Benito, parroquianos del Social y de Socorros
Mutuos. Se apostaba fuerte esa noche, y en consonancia el
clima era
tirante". En otros pasaje, la autora se refiere a "el
irlandés Mac Loren, que tenía en sus espaldas dos
muertes, sin otro atenuante que el pequeño barril de
cerveza bebido sin respirar".

Notas

1 Ocantos, Carlos María: Quilito. Madrid,
Hyspamérica, 1984.

2 Zappietro, Eugenio Juan: De aquí hasta el alba.
Barcelona, Hyspamérica, 1971.

3 Vázquez Rial, Horacio: op. cit

4 Cabal, Graciela Beatriz: Secretos de familia. Buenos
Aires, Sudamericana, 2003.

5 Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos
Aires, Corregidor, 1999.

6 Rivera, Andrés: Hay que matar. Buenos Aires,
Alfaguara, 2000. 120 páginas. (Biblioteca Andrés
Rivera).

7 S/F: en www.alfaguara.com.ar

8 Orosz, Demian: "Rivera Andrés: Soy un hombre
entre los hombres", en La Voz del Interior, Córdoba, 22 de
junio de 2001.

9 Guerra, Ana María: Los Jardines del Carmelo.
Buenos Aires, Corregidor, 2003.

Italianos

Abruzzos

Mempo Giardinelli fue distinguido con el Premio
Rómulo Gallegos en 1993, por Santo Oficio de la Memoria
(1), novela a la que Carlos Fuentes se refiere como a una "saga
migratoria tan hermosa, tan conmovedora, tan importante para
estos tiempos de odio, racismo y xenofobia".

La obra cuenta un siglo de historia privada, argentina y
mundial, desde la llegada a nuestro país de Antonio
Domeniconelle, su esposa y su primogénito, a fines del
siglo XIX, quienes emigran porque eran "muy pobres. Muy pobres.
Más pobres que toda la pobreza que hayas
visto".

Relata el hijo mayor, refiriéndose al padre:
"Llegaron casados, ya. Conmigo. El decidió que Vincenzo y
Nicola se quedaran allá. Luego los buscaría, dijo.
No atendió el llanto de Angela. No escuchó las
razones de nadie. Nunca. (…) El sabía cuanto
sufría ella por los hijos que dejaron en Italia, pero
jamás hizo nada por traerlos. Cómo un hombre puede
ser así, es algo que yo no me explico. Fue terrible, eso".
Otro personaje relata que el hombre también pensaba en i
bambini: soñaba que en la nueva casa "habría
rosas en los
floreros y comerían bien, tres veces al día, o
cuatro, con todos los chicos, porque iban a traer a Vincenzo y a
Nicola de Italia. El país progresaba a pesar de todo, y
él también", pero murió antes de concretar
su proyecto.

Entrevistado por Mona Moncalvillo, Giardinelli habla
sobre su novela. "Es una novela histórica, sobre la
inmigración, y a lo largo de varias generaciones viene
recorriendo los distintos cruces históricos, que son los
cruces dramáticos de nuestra historia: memoria versus
olvido, vida-muerte, noche-día,
pacificación-violencia, intolerancia-democracia.
Hay una serie de dicotomías, es una cosa muy doble, una
especie de gran esquizofrenia que
va recorriendo la historia
argentina. Al mismo tiempo hice una novela en la que quise
meterme con un montón de temas que para mí
tenían que ver. Es una discusión sobre la
literatura argentina, y también quise hacerla ahí
porque la literatura argentina acompaña y se contrapone
con la historia. Los epígonos literarios de la Argentina,
son en general gente que pertenece a élites que
difícilmente llegan a ser valores
populares" (2).

Notas

1 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos
Aires, Seix Barral, 1991.

2 Moncalvillo, Mona: reportaje a Mempo Giardinelli, en
Humor, 1991. Reproducido en www.literatura.org.

 

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