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La diplomacia pública: Una oportunidad para recontar la Argentina a los italianos (página 2)




Enviado por Mat�as Marini



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Desde una visión neorrealista, como la inaugurada
por Kenneth Waltz en 1979, el comportamiento
de los Estados (de las unidades del sistema mundial)
se explica más en los condicionamientos estructurales
impuestos por
el sistema a sus partes, que en los atributos o
características de cada uno de ellos. Entender la estructura de
un sistema internacional permite explicar modelos de
comportamiento estatal. Para esta escuela de
pensamiento,
los Estados determinan sus intereses y estrategias sobre
la base de cálculos racionales acerca de sus propias
posiciones en el sistema. Una pieza que antes de moverse
evalúa su entorno y la posición de sus pares. Mi
propósito en estas páginas no es el de dar
respuestas abarcadoras (nada más alejado de mis
capacidades), sino el de explorar las potencialidades
comunicativas de un país a partir del estudio de su
posición en la estructura mundial y en la percepción
de líderes de opinión extranjeros.

El presente estudio académico, financiado por una
beca del Ministerio italiano de Asuntos Exteriores, ha sido
elaborado en el marco de la carrera de especialización en
Sistemas de
Comunicación en las Relaciones
Internacionales de la Università per Stranieri di
Perugia, en Italia, con la
tutela
teórica del profesor
Emidio Diodato quien, además de su sapiencia
académica, aportó su conocimiento
del caso italiano en materia de
diplomacia pública. Si bien la posición que Italia
ocupa hoy en el mundo es diferente de la argentina, sus ejemplos
de política
exterior en materia de comunicación y de relación
con sus ciudadanos residentes en el extranjero pueden prefigurar
líneas de acción
para Argentina.

Para descubrir y comunicar a las naciones clave los
rasgos que hacen al país único, singular en el
concierto de naciones y sus ventajas comparativas, es necesario
antes diagnosticar su imagen
internacional tanto en los medios como en
las creencias y actitudes de
la opinión
pública. Deben identificarse los estereotipos que las
audiencias se han formado, aportando a los hacedores argentinos
de política exterior evidencias
sobre las actitudes hacia la Argentina y sus variables. Una
vez superada esta etapa y con los resultados a la vista, se
sugerirán elementos de acción para una estrategia de
diplomacia pública capaz de influir en la lectura
externa del país.

La estructura de este documento se divide en dos grades
secciones. Una teórico-histórica que estudia las
características de la diplomacia pública en el
actual escenario mundial. Otra práctica, que ofrece los
resultados del trabajo de
campo destinado a censar la percepción que de la Argentina
se ha formado un grupo de
líderes italianos.

Ambas secciones se desarrollan a través de cinco
apartados.

El primero, de carácter introductorio, menciona el
debate
clásico en Relaciones Internacionales sobre la
confrontación y la cooperación entre los actores
del sistema. Esboza un panorama sobre la relación
dialéctica entre la arena internacional y los flujos
comunicacionales mundiales. No es lo mismo para la
comunicación un escenario de prevalencia de la
fuerza que del
Derecho.

En un segundo apartado, se propone un abordaje
teórico de la diplomacia pública y los conceptos a
ella asociados.

El tercer capítulo ofrece un marco para el
análisis de la posición argentina:
traza un panorama sumario de la cultura
política latinoamericana, su vinculación con los
principales temas que tradicionalmente guiaron su política
exterior y las variables que integran su formulación;
reseña además el posicionamiento
argentino actual, su relación con el Mercosur y la UE,
y se establece un parangón histórico-cultural con
Italia, desde el cual deducir una estrategia bilateral de
comunicación internacional.

En cuarto lugar, se estudian los temas que conforman la
agenda internacional del gobierno
argentino y los intereses nacionales que darán sustento a
una política de comunicación con el mundo. Se
expondrán además los resultados de una medición cualicuantitativa destinada a
evaluar la percepción y estimar la presencia de la
Argentina en la opinión pública italiana. Para esto
se realizó una serie de entrevistas y
una ronda de consultas con líderes de opinión
italianos.

A partir de los datos arrojados
por esta experiencia, la quinta y última sección
esbozará las conclusiones, propondrá líneas
de acción y proyectos de
diplomacia pública dirigidos hacia Italia.

Tal como enunciado al inicio de este documento, la
evaluación de la imagen de un país
en una comunidad
extranjera no puede ser aleatoria. La opinión
pública exterior debe ser desagregada en grupos
sociales y en líderes de opinión con influencia
sobre los medios, el gobierno y la ciudadanía. Aquí se empleó un
diagnóstico a dos entradas: la primera,
consistió en una serie de entrevistas personales semi
estructuradas con funcionarios italianos –cuyo contenido se
encuentra en el Anexo-; la segunda etapa, en cambio,
consistió en un trabajo de campo con diversos
líderes de opinión italianos que respondieron a un
cuestionario
semi cerrado, con ítems del tipo elección
múltiple (multiple choice) y otros de respuesta
libre. El cuestionario usado abreva en parte en modelos
utilizados por el British Council en ocasión de su
encuesta
mundial para medir la percepción del Reino Unido en el
exterior. El muestreo fue
federal, es decir que incluyó a representantes de buena
parte de las veinte regiones que conforman el territorio
italiano.

A los efectos de establecer criterios de selección,
los entrevistados y encuestados fueron seleccionados según
la concepción que de "líder
de opinión" utilizó el Consejo Argentino para las
Relaciones Internacionales (CARI) en ocasión de su
encuesta de 2002 sobre la opinión de la ciudadanía
argentina acerca de la política exterior y de defensa del
país. Así, fueron considerados líderes de
opinión las personas que: i) tienen participación
en procesos de
toma de decisión políticos, económicos y
sociales que afectan a la sociedad en su
conjunto o a una significativa porción de la misma; ii)
pueden ser "escuchados" y "vistos" por una audiencia extensa. Por
lo tanto, la selección de los entrevistados se
realizó sobre la base de dos criterios: posición
institucional (cargos, funciones
desempeñadas) y representación (ser considerado una
persona
influyente por otros miembros igualmente representativos).
Ingresan en la clasificación académicos,
funcionarios, dirigentes, intelectuales,
religiosos, sindicalistas, militares, periodistas, empresarios,
jóvenes profesionales y estudiantes de posgrado que puedan
alcanzar una posición de influencia en el futuro. Sobre la
base de estos criterios se confeccionó una muestra
intencionada (purposive sample); un listado de 54 personas
a las cuales se les envió el cuestionario.

La encuesta se desarrolló en dos etapas, una
cuantitativa y otra cualitativa, ambas conducidas en
simultáneo. El apartado cualitativo de la
investigación consistió en entrevistas
personales abiertas con ciudadanos italianos de influencia,
pertenecientes al tipo de grupo ya enunciado. El trabajo
empírico (las entrevistas y el sondeo de
percepción) se propuso explorar el modo en que los
italianos perciben a la Argentina; en qué categoría
la colocan en comparación con otros actores mundiales;
cuál es el
conocimiento general que poseen sobre las
características de la nación;
qué tipo de sentimientos los anima; imágenes
positivas y negativas. Fue también prioritario identificar
los elementos que componen los procesos de formación de
opinión entre los líderes. Detectar, por ejemplo,
qué fuentes de
información determinan las creencias acerca de la
Argentina para, desde ellas, elaborar estrategias de
llegada.

Los capítulos de este trabajo son el cociente de
numerosos datos de la realidad y no pocas expresiones personales
de deseo. Por esto, el libro no
pretende más que tener la forma de una sugerencia. O
más bien –quizá-, de una apelación:
redescubrir a la Argentina en ojos ajenos.

Matías Marini

Buenos Aires, enero de

2008

I.
Cooperación y confrontación: escenarios mundiales
para
la comunicación internacional

¿Es posible que la Argentina sea relevante para
el mundo? ¿Puede esta nación
volver a ocupar un rol de actor destacado como supo hacerlo a
comienzos del siglo XX, con una diplomacia que hasta desafiaba
públicamente a la estadounidense Doctrina
Monroe? Su posición de socio regional en el Cono Sur,
¿es adecuada para tal fin? ¿Hasta qué punto
el mundo avanza hacia la creación de ejes
transcontinentales Sur-Sur entre economías emergentes? La
desatención que desde enero de 2001 EE. UU.
demostró hacia América
latina y la creciente asunción de gobiernos
contestatarios en la región, ¿es una ocasión
para mejorar la situación internacional de sus
países? El mundo post 11 de Septiembre, ¿permite la
emergencia de nuevas voces en el
concierto mundial o, por el contrario, favorece la reproducción de un concierto
polifónico pero estable? ¿Cuál es el margen
disponible para la acción de nuevos actores?

Luego del breve interregno de post Guerra
Fría en la década de los noventa, cuando
algunos intelectuales hasta profetizaron el fin de la Historia, el escenario
global comienza una vez más a definirse en términos
dialécticos, de confrontación, mediante el empleo de
estereotipos discursivos, algunos propios de los años
ochenta. La comunicación recobra su rol estratégico
y central en la política exterior.

Desde su implosión de 2001, la Argentina
replantea los términos de su inserción
internacional. La política exterior del país tiene
por delante desafíos que pueden traducirse en nuevas
oportunidades. Durante el último lustro, la visibilidad
argentina en los medios del mundo alcanzó una alta
exposición, pero con una constante lectura
negativa. Sin embargo, estudios recientes, citados en este
documento, indican un crecimiento sostenido desde 2004 del
volumen de
noticias
positivas sobre el país publicadas en el exterior,
especialmente en materia de crecimiento del Producto Interno
Bruto (PIB), derechos humanos,
energía, comercio,
inversiones y
turismo. Pero la
diferencia entre cómo es realmente la Argentina,
cómo quisiera ser vista en el exterior y cómo es
finalmente percibida, puede ser enorme.

Inconducente es analizar las relaciones externas de los
Estados prescindiendo del modo en que estos vínculos son
configurados por sus necesidades e intereses intestinos. Gran
parte de las decisiones nacionales en política y economía se adopta luego de evaluar la
situación internacional. La política exterior de
las naciones es a menudo el eje vertebral para el diseño
de políticas
internas y viceversa. Se trata de dos variables inseparables, de
relación dialéctica, que interactúan en la
configuración de sus objetivos, a
las que se suma el concepto de
interés
nacional, que autores como Martin Clark colocan en la base de la
política exterior: sin una visión clara de
cuál es el interés de una nación y sin una
estrategia para alcanzarlo, no puede existir una política
exterior, porque ella es, tal como apunta el pensador, la
persecución y realización de dicho interés
en las relaciones con los otros Estados (1999, 71).

Vacilará una política exterior que
pretenda transmitir al mundo una imagen nacional arbitrariamente
desvinculada de las variables locales. Las actuales condiciones
internas obligan a la Argentina a reconfigurar su
proyección exterior, lesionada por su pasada
crónica volatilidad económica y su errática
administración política. El
país ha perdido importancia y presencia en el escenario de
las relaciones internacionales.

El éxito
en el desarrollo de
los países está dado, en gran medida, por la forma
en que combinan sus capacidades de poder
tangibles –recursos
humanos, productivos y naturales- e intangibles –capital,
conocimiento, cultura- con su entorno inmediato, articulando su
contexto interno con el internacional. De esta
articulación dependerán también las
posibilidades de incrementar su autonomía, no ya en
términos de confrontación, sino de libertad para
relacionarse.

La comunicación es uno de esos atributos de poder
intangible, de modo que su gestión
forma parte de las capacidades de poder de las naciones. El
poderío fáctico, lejos de diluirse, puede encontrar
en las formas del soft power (poder suave) herramientas
para alcanzar objetivos a corto, mediano y largo plazo. No se
trata de ejercer una política de "poder sin poder", sino
de ser creativos y eficientes en el empleo de recursos
intangibles. Como ya lo demostraron las nuevas
tecnologías de la información y las fuentes
renovables de energía, la comunicación como mensaje
puede dar a los países menores del sistema mundial
herramientas para ser participantes activos en un
mundo hiperconectado.

Ciertos actores relevantes del globo suelen combinar con
eficacia ambos
recursos (hard y soft, o tangibles e intangibles),
aunque en ocasiones algunos de ellos soslayen los esfuerzos
diplomáticos para adoptar vías expeditas como la
militar o sanciones económicas para precipitar la resolución
de conflictos. Pero los costos a largo
plazo de medidas únicamente duras suelen ser devastadores,
no ya sólo para quienes las adoptan, sino para los actores
pequeños del sistema, que sufren las consecuencias de
frecuentes medidas unilaterales adoptadas por los centros
mundiales de decisión.

De los actores centrales del sistema, huelga
enfatizar el costado cooperativo antes que de
confrontación de Europa, por lo
general inclinada a agotar las vías diplomáticas
antes de llegar al desenlace bélico. Como indicó el
estadounidense Jeremy Rifkin, "los estadounidenses son más
propensos al uso de la fuerza militar en el mundo, de ser
necesario, para proteger lo que percibimos como nuestros propios
intereses vitales. Los europeos son más reacios a usar la
fuerza militar y, en cambio, favorecen la diplomacia, la
asistencia económica, y ayudan a evitar el conflicto y
prefieren operaciones de
conservación de la paz para mantener el orden" (Rifkin
2005, 14). Ambos puntos de vista -estadounidense y europeo- se
entrecruzan incluso en el perfil que según las partes
debería tener hoy la fuerza multinacional OTAN: un
dispositivo militar ofensivo, según los primeros; un
instrumento para el mantenimiento
de la paz, de acuerdo con los segundos. Últimamente,
Italia parece haberse inclinado hacia la segunda
opción.

En línea similar se expresa un conciudadano de
Rifkin, Joseph Nye, ex asesor de comunicación de Bill
Clinton y autor del concepto de soft power, que más
adelante estudiaremos. "Europa –escribió- ha usado
con suceso la atracción de su exitosa integración política y
económica para obtener los resultados que desea, y los
Estados Unidos
a menudo han actuado como si su presencia militar pudiese
resolver los problemas"
(2006).

Basta citar un dato elocuente: mientras la UE es hoy el
primer proveedor de fondos para las operaciones de las Naciones Unidas
–con Italia como sexto contribuyente mundial-, EE. UU. es
el mayor deudor del organismo multilateral por antonomasia. "Los
europeos son los únicos en condiciones de disuadir a sus
aliados de EE.UU. de oponerse sin cesar a la única
concepción legítima del orden mundial", sostiene el
filósofo alemán Jürgen Habermas en referencia
a la agitada relación entre EE.UU y la ONU.

La visión multilateral de las relaciones
internacionales, factor quizá de divergencia entre
europeos y estadounidenses, ha sido también explorada por
el académico inglés
Mark Leonard en su estudio sobre la diplomacia pública
británica, país que vio afectada la imagen entre
sus socios de la Unión debido a su histórico
alineamiento estratégico con EE. UU. "Un vacío en
la presentación de mensajes estratégicos que no es
del todo considerado por la diplomacia pública
británica en los Estados Unidos es el referido al tema del
multilateralismo –notó Leonard. El entusiasmo
europeo general por transferir soberanía nacional hacia instituciones
multilaterales como la Unión
Europea, o hacia acuerdos multilaterales como el tratado de
Kyoto sobre el cambio climático, puede ser considerado con
sorpresa entre los círculos dirigenciales en los Estados
Unidos. Este es un tema de disonancia cognitiva, donde el caso
del multilateralismo que los europeos encontraron convincente no
cuaja con los estadounidenses para que éstos puedan al
menos reconocer las bases del entusiasmo europeo (…).
Existe una tensión entre presentar al Reino Unido como el
aliado más cercano y natural de los Estados Unidos
(…) y, a la vez, tratar de destacar los temas del
multilateralismo. Por concentrarse en el primer objetivo, es
probable que el Reino Unido haya perdido de vista el segundo"
(Leonard 2002, 120).

Cierto es también que las relaciones de Europa
con el mundo, especialmente con Oriente Medio y Asia Central,
están guiadas no sólo por un impulso idealista o
cooperativo, sino además por la dependencia estructural
que la falta de reservas petroleras y la volatilidad
energética europeas generan para con esos territorios.
Europa es hoy uno de los mayores importadores mundiales de
gas y petróleo. Bruselas estima que en 2030 el
aumento de la dependencia exterior de la UE será de 90% en
petróleo y
de 70% en gas. La UE evita así provocar tensiones con esta
región del planeta y con los grandes proveedores.

Sin embargo, según un informe
presentado en enero de 2008 por la La
organización defensora de derechos humanos Human
Rights Watch, "tanto EE.UU. como la Unión Europea han
tenido gran consideración con elecciones falseadas y
violaciones de los derechos humanos. Lo que se puede constatar,
dice el experto, es que EE. UU. y la UE tienen más o menos
consideraciones de acuerdo con sus propios intereses. Europa, por
su dependencia del abastecimiento ruso de energía, tiene
más consideraciones con Rusia que EE.
UU. Pero EE. UU. tiene más consideración por
ejemplo con Arabia Saudita y Pakistán, por los propios
intereses energéticos y geopolíticos
norteamericanos".

Sin embargo, a pesar de una agenda internacional hoy
atestada de nuevas doctrinas de seguridad
nacional, el Viejo Continente promueve una concepción de
seguridad cooperativa -y
no sólo de contención-, según la cual la paz
es indivisible y, por lo tanto, el resultado de acciones
colectivas (Tokatlián op. cit., 93). A esta
concepción parece adherir Italia, cuyo actual ministro de
Asuntos Exteriores sostuvo que "promocionar la libertad y la
democracia, y
luchar por el desarrollo y contra la pobreza en el
mundo, es no sólo un deber moral para las
democracias contemporáneas, sino también nuestra
mejor política de seguridad".

A la vista los resultados. En 2004 Europa alargó
sus fronteras pasando de 15 a 25 países (hoy 27) e
incluyó así una parte considerable de la Europa
oriental. En espera para el próximo proceso de
ingreso están Croacia, Montenegro, Turquía y
quizá Serbia. Desde el fin de la Guerra
Fría, la UE es el instrumento occidental más
eficiente para extender las zonas de paz y la seguridad global en
el marco de democracias estables y desarrollo de economías
de mercado con
Estado de
bienestar. Desde 2002, Europa empleó 100 mil millones de
dólares para sostener su ampliación hacia
oriente.

En cambio, sólo en el pantano iraquí, EE.
UU. desembolsó desde el inicio del conflicto 300 mil
millones de dólares con un costo de 2500 de
sus soldados muertos. Siguiendo con los gastos militares,
en el mismo año los 25 miembros de la UE, en su conjunto,
destinaron 155 mil millones de dólares en concepto de
gastos de defensa. EE.UU., por su parte, desembolsó en
igual período 399 mil millones de dólares para
defensa, es decir 244 mil millones más que el presupuesto total
de todos los países europeos combinados.

El canciller italiano sostiene que "actualmente existen
dos culturas que compiten entre sí. Una descansa sobre la
idea de conducir la
globalización con la fuerza; la otra se funda sobre la
idea de conducirla a través del derecho. Ambas tienen
raíces alemanas: Kant e Carl Schmitt.
Yo estoy del lado de Kant". El derecho que hace a la fuerza o
viceversa. La diferencia en el pensamiento de ambos alemanes
radica "en el hecho de que Schmitt declara el libre derecho a la
guerra como el único derecho y así transforma a la
fuerza superior en juez –explica un académico
estadounidense-, mientras que Kant aboga por una condición
de legalidad que
precisamente excluye el libre derecho a la guerra. (…)
Schmitt entiende a la ley internacional
como un orden espacial de superpoderes cuyo ‘derecho’
a la guerra libre es ilimitado. (…) Esto lo coloca en
oposición diametral a Kant. Para Kant, ‘el concepto
de derecho
internacional pierde sentido si es interpretado como el
derecho de ir a la guerra’. Él incluso (…)
rechazó el modelo de
‘balance de poderes’, apoyado por Schmitt, como un
continuo recurso para la guerra. (…) En la
distinción amigo-enemigo Schmitt ve el criterio crucial de
la política" (Eberl 2004).

La expansión de la UE -que por momentos parece
avanzar en desmedro de su solidez interna- reaviva el ideario
kantiano de un espacio mundial de estabilidad y de libertades
perpetuas sobre la base de un derecho comúnmente dado y
consensuado. Las conversaciones entre el bloque europeo y Serbia
para su ingreso consideran que aislar a la nación eslava
no haría más que prorrogar la inestabilidad
balcánica en la periferia europea. Una eventual
ampliación europea hacia Marruecos, Turquía e
Israel (por citar
algunos de los países que han formulado pedido de
admisión) podría hacer del Mediterráneo un
espacio geopolítico de estabilidad prolongada. Este
esquema europeo contrasta con el de una diplomacia coercitiva
como forma de relación con terceros Estados; un estilo en
el cual la misión
determina la colación y no viceversa, tal como de cara a
la tercera guerra del Golfo propuso Donald Rumsfeld, ex ministro
de Defensa de EE. UU.

El sustituir la diplomacia por la fuerza retrotrae a una
concepción antropológica del mundo en donde los
Estados se comportarían como el hombre en
su estado de naturaleza, en
búsqueda de la supervivencia en un ambiente
caótico, de indefinidas amenazas que pueden estallar de un
momento al otro, sólo regulado por medio de un sistema de
balance de poderes equilibrado por los más fuertes. Una
suerte de darwinismo internacional. En tal escenario, la
concepción de un derecho común puede no ser
decidida mediante procesos de consenso, sino a través de
la guerra, en cuyo caso el derecho sería tan privado como
provisional. El derecho del más fuerte.

La filosofía de Immanuel Kant se mueve en un
sentido contrario cuando propugna la gobernanza global de una
liga de naciones, una federación internacional sin
pretensión de centralidad gobernativa, orientada no tanto
a la utópica búsqueda de la paz perpetua, sino a
evitar el estado de
guerra permanente. En este esquema kantiano de mantenimiento de
la paz mundial y reducción de las amenazas, la guerra deja
de ser justa para pasar a ser legal. Y la guerra será
legal sólo si es declarada legal por la liga, decía
Kant, hoy la ONU.

En 2006 esta filosofía bicentenaria fue retomada
por la UE y ALC. "Estamos comprometidos con el enfoque
multilateral (…). Seguiremos fomentando el respeto al
derecho internacional y fortaleceremos nuestro compromiso con un
orden basado en normas
internacionales", enuncia la Declaración de Viena de 2006,
particularmente elocuente, suscripta por ambas regiones. "Hoy,
más que nunca, la adhesión universal al Estado de derecho
y la confianza en el sistema para prevenir y adoptar medidas
punitivas contra las violaciones a las normas, constituyen
condiciones indispensables para alcanzar una paz y una seguridad
duraderas. Recordamos la obligación de solucionar
pacíficamente las controversias y animamos a todos los
Estados a recurrir con mayor frecuencia a las instituciones
internacionales en el ámbito de la solución de
controversias, entre ellas la Corte Internacional de Justicia".

Un escenario global de confrontación, donde la
supremacía militar marca la
diferencia, no sería el ámbito ideal para el
desarrollo de países como los latinoamericanos, aunque
algunos de ellos (Venezuela,
Brasil, Chile)
hayan iniciado su rearme. El auxilio y la protección del
derecho internacional, mediante sus tratados y
convenios, es quizá la mejor arma de los actores menores e
intermedios del sistema para procurar una participación
representativa. Cuanto menor resulta la cuota de poder
fáctico de los países pobres en el equilibrio
mundial, mayor será la necesidad de promover lo que el
chileno Luciano Tomassini, uno de los académicos
más destacados en Relaciones Internacionales, ha llamado
"mecanismos de manejo colectivo de problemas internacionales"
(1998, 242). Cuanto más débil o pequeño es
un país, mayor es la importancia de la cooperación.
El Mercosur se encamina en este sentido cuando adopta decisiones
consensuadas para el saldo de su deuda externa y
la toma de posición conjunta en política exterior.
Mientras en los años noventa fue esencialmente comercial,
el bloque del nuevo milenio comenzó a adoptar un perfil
político –no exento de polémicas- con miras a
estrategias de desarrollo productivo, social y energético
comunes.

En tal contexto, los países en vías de
desarrollo cuentan con un singular instrumento de acción
en política exterior: la diplomacia pública. A
mayor vulnerabilidad frente a las condiciones exógenas del
sistema mundial, más atento debería ser el
diseño para el desarrollo de estrategias de abordaje en
relaciones internacionales. La tesis de este
libro es que la diplomacia pública puede mejorar la
percepción positiva de los países en vías de
desarrollo y favorecer así una beneficiosa
inserción en el sistema mundial. Si se estudia el accionar
de la política exterior en función de
sus resultados, será mediante la evaluación de sus
aportes para mejorar la inserción internacional del
país. En un escenario mundial diversificado y competitivo,
una activa diplomacia pública puede ser un instrumento
válido para exponer las ventajas comparativas de un actor
estatal, mejorando el conocimiento de su idiosincrasia en la
interacción con la opinión
pública de otros países.

Esta puede ser una nueva ocasión para los
países pequeños del sistema. La revolución
de las nuevas tecnologías de la comunicación
podría generar un efecto de descentralización y nivelación en la
estructura del sistema internacional, dotando de mayor poder a
los Estados menores y a los actores no estatales en la medida en
que estos recursos intangibles resultan fácilmente
asequibles (Diodato 2004, 148,149). Pero esta es una hipótesis por verificar, si se tiene en
cuenta que desde hace más de dos décadas los
actores menores pugnan por un nuevo orden mundial de la
información cuyo mayor objetivo, según Armand
Mattelart, debiera ser el de reequilibrar un flujo internacional
de la información signado por un intercambio desigual
(Mowlana 1990).

Credibilidad y confiabilidad son variables para una
sólida comunicación con el mundo. El estudio de las
percepciones ocupa su lugar en el análisis de las
relaciones internacionales. La visión del otro puede ser
fuente para la formulación de la política exterior.
Como a menudo ha sucedido en la relación
argentino-brasileña desde comienzos del siglo XIX hasta el
presente, esta visión del otro puede descansar sobre
prejuicios y estereotipos.

Sin embargo, no es ocioso insistir en que la
comunicación puede sólo resultar un valor agregado
para la política exterior y las condiciones estructurales
de una nación. No todo puede resolverse desde la
comunicación. El postulado contrario es más bien
una quimera que este estudio desea evitar. El fracaso de ciertas
políticas públicas puede en parte explicarse por
falencias comunicacionales. Pero el éxito de las mismas
difícilmente será mérito exclusivo de una o
varias estrategias de comunicación.

Si la comunicación puede asistir a la
política a través de la diplomacia como canal de
expresión, esa utilidad
estará signada por la búsqueda de nuevas
condiciones para el desarrollo en el caso de los países
con economía emergente o en vías de
industrialización. El concepto de desarrollo al que alude
este estudio cuando supone que la comunicación puede
contribuir a la mejora de una nación, es un concepto
amplio que no se reduce sólo a su aspecto
económico. Así, las cuestiones del desarrollo
económico y social y de los derechos humanos suelen
ser importantes ejes temáticos en las relaciones
internacionales de los países periféricos.

I.1. Configuración de una política
exterior

Cada período histórico sugiere nuevas
reglas de comportamiento internacional. Como ya se dijo
aquí, no es posible alienarse del contexto
histórico ni de la estructura mundial para comprender la
dinámica del sistema global. De modo que es
posible establecer algunos criterios para la configuración
de una política exterior que se ajuste a las necesidades
de cada realidad nacional, a saber: a) la posición del
actor estatal en la economía regional y mundial; b) su
posición geoestratégica.

Respecto de la primera opción, los modelos de
inserción puestos en marcha por países
latinoamericanos han respondido a la interacción de dos
variables. Por un lado, las condiciones sistémicas, entre
las que no pueden marginarse las de orden político
(unipolaridad, multilateralismo, interdependencia); por el otro,
los paradigmas
económicos que dominaron cada época (keynesianismo,
neoliberalismo) y promovieron diversos tipos de
modelos de desarrollo e inserción internacional
(Bernal-Meza 2005, 49).

Luciano Tomassini señaló algunos factores
reales de los que depende la orientación, la calidad y el
vigor de una política exterior: 1) su visión acerca
de las características que presenta el sistema
internacional en un momento determinado y de las oportunidades y
limitaciones que plantea; 2) su relación con la sociedad y
con la historia, es decir, con la estructura
social, la cultura política y el régimen de
gobierno heredados del pasado histórico y con su
visión respecto del futuro; 3) las principales
áreas de articulación externa de cada país,
que definen los intereses que integrarán su agenda
internacional, y la jerarquía existente entre los mismos;
4) el peso interno de la política exterior; esto es, la
importancia que esta tiene en la estrategia de desarrollo; 5) el
hecho de cuán activa o pasiva es esa política y 6)
la organización institucional con que cuenta
el país para formularla y llevarla a cabo. En síntesis,
la articulación entre agenda, objetivos y
estilo.

Tomassini también detalló los aspectos que
diferencian la política exterior de los países. Se
refirió a i) la agenda internacional, entendida
como los intereses que los países persiguen en su accionar
externo; ii) los objetivos, como la posición que la
nación desea alcanzar o el estado de cosas que quiere
lograr; iii) el estilo que caracteriza la
aplicación de esa política que, por ejemplo, remite
a su carácter activo o pasivo, de choque o conciliador,
etc. En esta última variante, la del estilo,
ubicaremos a la diplomacia pública como canal de
expresión para los objetivos de la política
exterior trazados en los dos primeros puntos (los aspectos i y ii
de la política exterior argentina serán analizados
en el capítulo IV).

La importancia de una nación ya no se mide
únicamente en los términos realistas de
acumulación de poder y aislamiento para controlar procesos
externos, sino más bien a través de su capacidad
para participar activa y efectivamente en los asuntos mundiales
mediante el uso de todos los foros multilaterales posibles. Es en
la categoría estilo que la diplomacia
pública podría favorecer el desarrollo gracias a su
capacidad para incrementar la voz propia de los países
menores en política internacional y en los debates de la
arena global. Se trata de hallar los caminos para aumentar la
participación en las decisiones mundiales e incidir en su
agenda aportando las prioridades que surgen en las zonas
relegadas del planeta.

Influir en los asuntos globales es hoy un desafío
frente a una agenda global prácticamente copada por temas
vinculados al terrorismo;
una suerte de "securitización" del mundo que muchas veces
margina los debates vinculados con la cooperación
Norte-Sur, el desarrollo, el medioambiente y los derechos humanos
y socio-económicos. En los países industrializados
"el énfasis de la política exterior [ha] estado en
los problemas estratégicos o geopolíticos,
ocupándose su política exterior, esencialmente, de
los problemas de la seguridad y del conflicto. En
cambio, en los países más pequeños
–tal el caso de los latinoamericanos- el énfasis ha
estado en la dimensión económica de las relaciones
internacionales" (Bernal-Meza 2000, 366).

Durante la segunda mitad del siglo XX, finalizada
la Segunda Guerra
Mundial y agotada su relación comercial preferencial
con la ex potencia Gran
Bretaña, la Argentina adoptó un paradigma en
política exterior signado por una agenda que
impulsaría su elevada participación en la
acción internacional. El país fue probablemente el
primero en foros internacionales en señalar que las reglas
de juego del
orden económico mundial convenido a partir de la segunda
posguerra no estaban pensadas para beneficiar a las naciones en
vías de desarrollo. "Desde los primeros momentos de su
actuación dentro del sistema interamericano, la Argentina
ha protagonizado el papel del país que más
intensamente proclamó la necesidad de una
cooperación económica en la región,
sosteniendo desde 1947, frente a los que ponían el
énfasis en la seguridad militar e ideológica, una
posición según la cual los problemas de los pueblos
latinoamericanos debían resolverse fundamentalmente a
través de medidas económicas y sociales" (Lanús
1984, 200).

En el marco de la contienda Este-Oeste, la
posición del país se caracterizó por un
elevado perfil en los foros mundiales en defensa de la paz y del
desarme; la ampliación de las asociaciones comerciales
extranjeras más allá de las ideologías
imperantes; la oposición a los intentos por frustrar una
redistribución del poder global y favorecer a los
países subdesarrollados en el sistema
financiero; el impulso de la comunión latinoamericana
y la superación del tradicional modelo agroexportador con
una gradual industrialización por sustitución de
importaciones.

I.1.1. La cultura política en los asuntos
exteriores

Se ha escrito aquí que las variables
políticas internas condicionan la formulación de la
política exterior de las naciones y que, por lo tanto, la
diplomacia no debería marginar el rol de la cultura en la
construcción y mejora de las relaciones
internacionales.

Los patrones de concepción que cada sociedad
proyecta sobre sus objetos políticos (instituciones,
estructuras,
roles gubernamentales) configuran su particular cultura
política, entendida como el sistema de creencias
empíricas, símbolos expresivos y valores que
define la situación en la que se desarrolla la
acción política. Con esta premisa, la cultura
política podría también definirse como la
matriz de
valores políticos, actitudes y
comportamientos en cuyo seno se localiza el sistema
político.

Si se desagregan los componentes de este concepto se
observa que, por su parte, los valores políticos
encarnan la idealización conceptual de las normas de un
sistema político considerado adecuado por una determinada
sociedad; las actitudes son las orientaciones de la
sociedad respecto de los procesos políticos; y las
conductas la forma en que, individual o colectivamente,
los ciudadanos aplican sus valores y actitudes en
situación concretas (Ebel 1990).

Este conjunto de valores políticos, actitudes y
comportamientos puede incidir en el tenor de las relaciones
internacionales y orientar la conducta exterior
de los países. Así, en las políticas de
largo plazo anidarán valores culturales estables que
fundamenten –o contradigan- visiones de Estado más
allá de las coyunturas gubernamentales. En cambio, en los
programas
estratégicos de mediano plazo y en las acciones externas
tácticas concretas y reactivas es posible encontrar
variables circunstanciales, de mutación periódica,
tales como la posición de los actores internacionales,
sucesos externos no previstos y relaciones
comerciales.

En particular, la influencia de la cultura
política en la política exterior toma cuerpo al
considerar tres dimensiones distinguidas por John Lovell (1990)
–en la tabla 1 se reproduce el esquema propuesto por el
autor. La primera dimensión descansa sobre los mitos
fundacionales asociados a la historia de una nación,
compartidos por líderes y ciudadanos, además de una
cierta visión del rol y posición del país en
los asuntos mundiales. Entre los argentinos, por ejemplo, supo
hallar difundida aceptación la idea de una Argentina
primus inter pares en la región gracias a su
acción decisiva en las batallas independentistas del Cono
Sur a comienzos del siglo XIX -que incluyen la liberación
de Chile y Perú-, su componente demográfico europeo
y sus otrora tradicionales altos índices de calidad en la
enseñanza pública. Ya el ex
presidente interino de la Argentina, Eduardo Duhalde, gustaba
decir en 2002 que el país estaba "condenado al
éxito" (cfr. Marini 2004). La idea retomada por el
mandatario reavivaba la tradición mesiánica que a
comienzos del siglo XX ancló tanto en la Argentina como en
Brasil, la de dos países con un destino imperial cuya
convivencia en un mismo espacio se presentaba
traumática.

Otro ejemplo es EE. UU., cuya emergencia mundial a fines
de 1890 se apoyó en la idea de que el orden internacional
podría construirse sobre la base de valores modernos
propios como la industrialización y una civilidad liberal
y democrática. Con el eurocentrismo
y su equilibrio de poderes en el ocaso, el idealismo del
presidente Woodrow Wilson en la primera posguerra buscó un
nuevo orden apoyado en conceptos universales de
cooperación y diálogo
entre naciones, una visión global de interacción
cultural como convergencia de valores, abolición de la
diplomacia secreta y valoración de la opinión
pública mundial (Ninkovich 1990). Las actuales
intervenciones militares estadounidenses en el mundo aún
se sostienen en nombre de "la libertad (v.g. Enduring
Freedom
) y la democracia". La retórica estadounidense
del "destino manifiesto" y el rol de "faro del mundo" (guiding
light
) opera como un significativo soporte
mítico-cultural para justificar sus acciones en
política exterior.

La segunda dimensión a considerar por sus efectos
sobre la política exterior es la que contempla la imagen
–estereotipos- que las élites políticas y los
ciudadanos se forman de las demás naciones, en particular
de sus vecinos, de las distintas regiones del mundo y de otros
actores de la política mundial, como los organismos
internacionales. La voluntad argentina de imprimir nociones de
patriotismo en la educación
geográfica de fines del siglo XIX y principios del XX
incluyó la descripción del país como un Estado
vulnerable rodeado de vecinos inestables como Chile y Brasil y
otros amenazantes para las fronteras de la
república. Un decreto del ministerio de Justicia y
Educación
argentino de 1888 instó a los docentes a
remarcar a los alumnos que la nación afrontaba numerosos
peligros por parte de los países vecinos.

La alimentada sensación de perenne peligro
externo legitimó posteriores narrativas
geopolíticas sobre la declinación económica
y la marginalidad
creciente de la Argentina en los asuntos mundiales a partir de
los años treinta, como así también las
doctrinas de seguridad nacional de mediados de los setenta.
Durante decenios, los militares argentinos abrevaron en la
geopolítica germana del "espacio vital"
(Großraum), teorizada por Carl Schmitt y aplicada
durante el Tercer Reich, según la cual un Estado, que
existe como una entidad política, debe siempre identificar
correctamente a sus enemigos para preservar su propia forma de
existencia. La formula sirvió también para reforzar
la unidad interna del Estado, de los habitantes del territorio.
La preocupación por una supuesta intención de
Brasil de expandir sus dominios en el Río de la Plata,
vinculada con la idea de una injusticia territorial postcolonial
y con la violación del Tratado de Tordesillas, se
propagó hasta comienzos de la década de los
ochenta, como se lee en los escritos geopolíticos de
militares argentinos que describen la frontera como
una fuerza al servicio de
las contingencias políticas, una isobara que establece el
equilibrio entre dos presiones (Dodds 2000, 170).

Después de décadas de desencuentro por
mutua desconfianza y recelo, la Argentina y Brasil han pasado de
una relación de confrontación subsistente a otra de
cooperación comercial y asociación política
estratégica. Esta transición demuestra cómo
un valor negativo de percepción impulsó una
acción exterior para revertir, en lugar de profundizar, el
camino del desencuentro. Similar es la mutación del
vínculo bilateral argentino-chileno, que hasta comienzos
de la década anterior estuvo amenazado por desencuentros
militares y territoriales, como los veinticuatro litigios
fronterizos verificados en el siglo XX.

Una tercera dimensión de la cultura
política, teorizada por Lovell, consiste en la
institucionalización de los hábitos y actitudes que
conciernen a la resolución de conflictos
interpersonales. En este sentido, la conducta de la
política exterior podría adoptar normas culturales
que establezcan pautas para la resolución de problemas,
vinculadas con creencias y actitudes profundas sobre el sentido
del compromiso y de la conflictividad en asuntos humanos. La
última dictadura
argentina no hubiese aceptado sin reparos el arbitraje papal
en su conflicto limítrofe con Chile sin su autoproclamada
condición de "occidental y cristiana".

George Kennan, ex consejero de la Casa Blanca y
teórico del realismo en
política internacional, ofreció otro ejemplo de
esta tercera dimensión cuando señaló la
tendencia recurrente entre los hacedores de política
exterior de su país hacia un abordaje legal-moralista de
los problemas internacionales. Encontró parcial
explicación a este fenómeno en el fuerte impacto
que la profesión de abogado o de experto en leyes produjo
entre los hombres de Estado. Tratándose de un
pragmático de las relaciones internacionales, esta
observación de Kennan tiene el sabor de una
crítica
implícita a sus pares.

 

Tabla 1. Variables en la formación de la
política exterior

Los valores políticos, actitudes y
comportamientos pueden ser comunes a varios países, dando
lugar a una cultura política regional. Por ejemplo,
analistas internacionales han reconocido en la tradición
caudillista, el militarismo y el machismo denominadores comunes
de la cultura política de América
latina.

La presencia colonial del Imperio español
legó a la organización institucional de la
región una visión tomista del cuerpo social, una
filosofía política organicista que abrevaba en la
tradición aristotélica según la cual la
buena sociedad estaba adecuadamente ordenada como comunidad
jerárquica hecha de elementos sociales gubernamentalmente
sancionados, cada uno desempeñando una función
propia e indelegable en una sociedad orgánicamente
integrada. La finalidad de este orden social era la
consecución del bien común, administrado por una
élite en cuya cúspide un líder -monarca,
caudillo, dictador- era garante del orden y del bien de la
sociedad.

Esta herencia
española habría sentado en América latina
las bases institucionales para la construcción de sociedades
compactas, ordenadas y balanceadas que desalentaban la competencia entre
los actores. Un complejo de instituciones que reflejaría
los principios hispánicos de gobierno -organicismo,
patrimonialismo, personalismo y monismo político- en
oposición al pluralismo republicano orientado hacia la
armonía entendida como proyecto social
no competitivo que puede ser impuesto desde
arriba. Sin embargo, la propia rigidez del monismo frente al
cambio y a la alternancia política, construye al interior
de su sistema resistencias
que causan su desestabilización. Dicha dicotomía se
vería en parte reflejada en la tradicional alternancia de
gobiernos dictatoriales y democráticos en América
latina. Las consecuencias sobre la doctrina, la política
exterior y la práctica diplomática de los
países del área serían la oscilación
entre reafirmaciones nacional-populistas radicales y la
alineación total con los actores más poderosos del
sistema (Ebel op. cit.).

Sin embargo, no debe subestimarse la influencia que la
tradición de valores políticos pluralistas de las
revoluciones norteamericana y francesa del siglo XVIII ejercieron
en los intelectuales latinoamericanos de la independencia
y de la posterior construcción nacional, evidente en el
caso argentino. Por ejemplo, autores extranjeros aseguran
interpretar en los tratados de integración territorial de
Domingo Sarmiento (Argirópolis: O la capital de los
Estados Confederados del Río de la Plata
-un
diseño de organización política para la
Argentina y la región), por ejemplo, un proyecto amplio
que suponía por parte de la Argentina la búsqueda
de inspiración en el liberalismo
europeo como forma de contrarrestar el legado español de
caudillismo que
algunos autores identificaron con el gobierno de Juan Manuel de
Rosas (cfr. Dodds
op. cit., 154).

De igual modo evidente fue la influencia intelectual de
los representantes del pensamiento político italiano del
Risorgimento en la construcción de la Argentina
moderna sobre una base republicana y liberal en el siglo XIX.
Este debate que a la sazón agitaba a Italia fue
transmitido por italianos presentes en la Argentina antes de la
gran inmigración, la mayor parte de ellos
periodistas. De los nueve miembros de la Primera Junta de 1810,
tres eran hijos de italianos: Manuel Belgrano, Manuel Alberti y
Juan José Castelli.

Al momento de conducir la organización nacional
de la República Argentina, particular relieve
mereció el pensamiento de Giuseppe Mazzini, cuyo movimiento
cultural Joven Italia (1831), orientado a fundar un
república italiana unitaria, fue inspirador para
políticos como Bartolomé Mitre y otros pregoneros
libertarios enfrentados a Rosas. La coincidencia de principios
con la logia de Mazzini se intensificó cuando el escritor
Esteban Echeverría fundó en Buenos Aires la
Joven Argentina y la Asociación de Mayo; sus respectivas
actas fundacionales poseían análogas bases
filosófico-políticas. Influyente fue también
la figura de Giuseppe Garibaldi, el "héroe de los dos
mundos", cuya amistad con Mitre
fue documentada y a quien se recuerda en cada comuna argentina
con una plaza o calle que lleva su nombre, tal como sucede en la
Italia moderna.

II. La
dimensión comunicativa del poder en las relaciones
internacionales

El Emirato de Qatar, en 1996, lanzó desde su
territorio la red de noticias Al Jazeera
(en castellano "La
península"), exclusivamente financiada por las arcas del
Estado, al margen de la competencia comercial. Desde el 15 de
noviembre de 2006 esta señal árabe compite con CNN
y BBC mediante su versión en inglés (Al-Jazeera
English TV). Transmite para Occidente desde Asia. Si bien la
señal goza aún de una elogiable libertad editorial
(invita a políticos israelíes para que expongan la
cuestión hebrea; debate la condición de la mujer; discute
sobre la conveniencia de hospedar bases americanas en el propio
territorio), es para Qatar un instrumento de poder en un mundo
árabe y persa atestado de mutuas rivalidades.

Se dijo ya que la gestión de los asuntos
internacionales no es prerrogativa sólo de los Estados que
poseen fuerza militar o una economía desarrollada. Los
países pueden valerse de sus recursos de soft power
(comunicación, información, cultura, medios) para
intentar modelar la agenda informativa y orientar las
preferencias de otros actores. El concepto pertenece al
académico Joseph Nye, quien adoptó la idea de
"poder suave" luego de distinguir los diversos medios usados para
influir en el comportamiento de terceros y obtener objetivos
deseados. Tres son los medios que Nye cita para este fin: la
coerción (amenazas por la fuerza; un ejemplo puede ser la
política realista de "palos y zanahorias" aplicada por
EE.UU. en la URSS, durante la Guerra Fría), los pagos
(incentivos
económicos; en su momento el Plan Marshall) y
la atracción (el soft power).

En el marco de una estrategia de comunicación, un
país puede contarse al mundo valiéndose de su
atractivo: incrementar el prestigio internacional (más
allá de sus elementos de poder real); aumentar la
influencia política sobre otras naciones; ofrecerse como
destino turístico; promover exportaciones y
atraer residentes e inversores -la tasa de inversión no está sólo
vinculada con factores económicos como el nivel de
productividad
o el crecimiento del PIB; depende en gran medida de las
expectativas políticas de los inversores sobre las
certezas de las reglas de juego.

La eficiencia y el
despliegue de las facultades del soft power por parte de
países menores (o, como diría Waltz, por parte de
las "unidades de menor capacidad") dependerán del
escenario mundial que en deberán actuar; un teatro realista,
donde la fuerza es el motor de las
relaciones internacionales, ciertamente reducirá el
espacio para acciones en el plano comunicacional, de ahí
la pertinencia del capítulo anterior en este
libro.

Pero la idea de instrumentos intangibles de poder,
mundializada por Nye en sus publicaciones, encuentra ya
antecedentes en el pensamiento político italiano de
comienzos del siglo XX. Antonio
Gramsci, uno de los padres del comunismo
italiano, identificó a los Aparatos Ideológicos del
Estado (AIE) como instituciones que ejercen una hegemonía
simbólica, intelectual y cultural sobre los ciudadanos en
las sociedades modernas. Esta idea fue más tarde retomada
por pensadores de tradición marxista como el
francés Louis Althusser. El concepto considera AIE a
sistemas institucionales tales como el eclesiástico, el
escolar -tanto público como privado-, el
político-partidario, el sindical, el complejo informativo
-que incluye a todos los tipos de medios masivos de
comunicación-, el familiar, el jurídico y el
cultural –literatura, arte. Lo que
diferencia a los AIE de los aparatos represivos del Estado
-ejército, policía- es su facultad para ejercer un
poder simbólico sobre la población, una violencia de
tipo ideológica y no material. Así, el Estado
comprendería dos cuerpos: el de las instituciones que
encarnan su aparato represivo y el de aquellas que actúan
a nivel simbólico.

El soft power de un país va más
allá del control
gubernamental; se extiende a la cultura popular y a los actores
privados de la sociedad civil.
Como recurso, puede abrevar en al menos tres fuentes: la cultura
(en aquellos aspectos que resultan atractivos para otros),
los valores
políticos (cuando son ejemplos en el extranjero) y la
política exterior (cuando es vista como legítima y
provista de autoridad
moral). Valores tales como la promoción de la democracia y de los
derechos humanos son mejor alcanzados por este tipo de poder. El
poderío económico o militar no es garantía
ni requisito para ejercer la capacidad de atracción.
Italia, por ejemplo, no es potencia militar y su economía
en el marco de la UE ha descendido, pero alberga en su interior
más de la mitad del patrimonio
cultural mundial, por lo que sigue siendo modelo de
atracción. La Península posee la mayor parte de las
riquezas artísticas del planeta, secundada lejanamente por
España
que, por sí sola, no alcanza a ofrecer el patrimonio que
alberga la región Toscana, al norte de Italia.

II.1. Hacia una diplomacia postestatal

"Hoy en día los países se relacionan entre
sí mucho más sobre la base de contactos
interpersonales que intergubernamentales. El poder de la gente se
volvió tan importante como la política". La
declaración pertenece a Robert Ratcliffe, el inglés
que en 2000 dirigió desde el British Council una encuesta
mundial para evaluar la imagen exterior del Reino Unido. La
muestra incluyó a más de seis mil jóvenes
líderes en treinta países.

Los Estados nacionales ya no son capaces de controlar
por sí solos la política mundial. La agenda de los
países es cada vez mayor, multitemática y
polisémica. Un desafío para las tradicionales
estructuras organizacionales de las cancillerías. La
multiplicación de la llamada sociedad de la
información desafía el protagonismo del
clásico modelo de vinculación sólo
interestatal en las relaciones internacionales, a favor de otro,
quizá algo más caótico, marcado por la
injerencia de nuevos actores participantes en la
comunicación.

La promoción de relaciones más allá
de los Estados nacionales, rasgo distintivo de la diplomacia
pública, coincide con el cuestionamiento de la pertinencia
del pensamiento realista en relaciones internacionales,
según el cual es la lucha entre los Estados por el poder
lo que mueve al mundo; una visión Estado-céntrica,
de origen decimonónico, ya teorizada por Hans Morgenthau
en Política entre las Naciones (1948), el texto basal
del pensamiento realista.

La otrora figura dominante del Estado territorial
está siendo complementada por nuevos actores
transnacionales. Un funcionario de la Comisión de Asuntos
Exteriores de la UE observó que "a diferencia de lo
sucedido en siglos anteriores, en efecto, la geopolítica
de nuestro siglo XXI viene determinada cada vez en mayor medida
por las relaciones de interdependencia de los diversos bloques
regionales, por lo general dentro del marco multilateral
constituido por las Naciones Unidas" (Salafranca op. cit.,
23).

La diplomacia pública podría ser
compatible con el enfoque de Robert Keohane sobre la
interdependencia compleja, un sistema político
mundial extenso, pleno de convenciones y de acuerdos, en cuyo
seno el sistema estadual es sólo una parte, nunca la
totalidad. La característica clave de este paradigma es la
"expectativa de la ineficacia del uso o la amenaza de la fuerza
entre los Estados; una expectativa que ayuda a crear apoyo para
las convenciones o regimenes que deslegitiman las amenazas de
fuerza (…). La interdependencia compleja ejemplifica el
papel de las expectativas
y las convenciones en la
política mundial, y en consecuencia de las instituciones
(…) en los sistemas internacionales relativamente
institucionalizados, los Estados pueden ser capaces de ejercer
influencia
remitiéndose a normas diplomáticas
generalizadas, a las redes financieras
transnacionales legalmente institucionalizadas y a aquellas
instituciones internacionales conocidas como alianzas (…)
las acciones estatales dependen, considerablemente, de los
acuerdos institucionales prevalecientes" [el destacado es
mío
] (Keohane 1993, 25).

Además de la revolución de las comunicaciones, Hans Tuch (1990) enumera otras
cuatros razones históricas para el surgimiento de una
nueva diplomacia: la creciente relevancia de la opinión
pública en la arena internacional debido al acceso masivo
a la información; la proliferación de nuevos
Estados luego de la Segunda Guerra
mundial con los que entablar relaciones diplomáticas;
las pujas ideológicas que obligaron a las democracias a
competir en el terreno global de las ideas; la importancia
de las percepciones tanto como de la realidad (los
estereotipos). La búsqueda de preeminencia en el campo
internacional es más que una lucha por la
supremacía militar o por el dominio
político; es también una pugna por la mente de los
hombres. Ya los realistas de la segunda posguerra llegaron a esta
conclusión, influenciados por la batería
propagandística nazi, soviética y
estadounidense.

La diplomacia tradicional, secreta, ambigua y
equidistante de Morgenthau, aquella de "doble vía", de
intercambio formal de mensajes entre Estados soberanos, con
estilo generalmente monárquico o presidencialista,
personalizada en figuras de líderes, que discriminaba el
tratamiento de asuntos políticos respecto de los que
consideraba cuestiones de "baja política" -como
medioambiente, cultura-; cede ahora su lugar a otra más
compleja, que articula cualidades multimediáticas, actores
transnacionales no estatales, instituciones no gubernamentales y
profesionales interdisciplinarios (ver diferencias entre ambos
tipos de diplomacia en la tabla 2). Este nuevo estilo
sería también una forma de incentivar la
participación y el compromiso del sector privado. "Las
naciones autónomas no inundan de espías a los
estados vecinos, ni abren las puertas a la intriga –dijo ya
el ex presidente Woodrow Wilson ante el Congreso estadounidense,
cuando solicitó la declaración de guerra contra
Alemania, en
1917-. Afortunadamente, la subsistencia de tales grupos resulta
imposible en estos ámbitos donde la opinión
pública expresa la última palabra e insiste en
recibir información cabal de todos los asuntos
relacionados con la nación."

Algunos académicos consideran el fin de la
Primera Guerra
Mundial como el período en que se produce la
transición de la diplomacia secreta a la pública.
La posición de Wilson en la primera posguerra
proponía la actuación de "acuerdos abiertos"
(open covenants) como oposición a la restringida
práctica diplomática precedente, plena de pactos
secretos cuyas cláusulas eran conocidas sólo por
los monarcas, jefes de gobierno o élites nacionales (cfr.
Martínez Pandiani 2006, 50-51). Sin embargo, a mi juicio,
si aquel hubiese sido el auténtico nacimiento de una
diplomacia transparente, la Segunda Guerra no hubiese tenido
lugar. Dado que esto no fue así, en rigor de verdad,
podríamos comenzar a hablar de una auténtica
diplomacia pública sólo al final de las intrigas y
la opacidad de la Guerra Fría, es decir, a partir de 1991.
Lo anterior sería, más bien, una forma de propaganda
política internacional.

Pero la idea de que la publicidad en las
relaciones internacionales constituiría un factor de paz,
fue codificada en el preámbulo del Pacto de la extinta
Sociedad de las Naciones (el prototipo de Naciones Unidas),
nacida en las postrimerías de la Primera Guerra. El
repudio a la diplomacia secreta se manifestó en el
artículo 18 del tratado, que obligaba a los Estados
miembros a registrar en la secretaría del Organismo, para
su publicidad, todos los compromisos internacionales celebrados
entres ellos (cfr. Moncayo 1997, 147).

En este sentido, que promueve la publicidad de la
diplomacia, la Comisión para la Diplomacia Pública
del Departamento de Estado de EE.UU. reconoció que debe
modernizarse la Smith-Mundt Act, una ley de 1948 que
prohíbe al gobierno estadounidense exponer a sus
ciudadanos los programas de la diplomacia pública (cfr.
USACPD 2005). En concreto, la
US Information and Educational Exchange Act (su verdadera
denominación) establece un límite a la distribución en el país de
información oficial destinada a audiencias extranjeras.
Los contenidos de la emisora gubernamental Voice of America
(VOA), que transmite hacia Europa, quedan enmarcados en las
disposiciones del Acta.

El concepto de secreto es ajeno a la nueva diplomacia
pública. La diplomacia pública bien puede
representar un oxímoron, un paradojal desafío
impuesto por la era de la publicidad.

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