Reflexiones de un estado en guerra y su camino hacia la convivencia pacífica
1.
Introducción
2. La singular complejidad del caso
colombiano
3. De la teoría de la
revolución al paradigma del conflicto.
4. Una paz esquiva
5. La resolución pacífica
de los conflictos.
6. El proceso de paz.
7. Una paz
contradictoria.
8. Una paz
descompuesta.
9. Nuevas
posibilidades.
10. La Necesaria
repolitización del conflicto.
11. Los Límites y
Complejidades de la Negociación
Política
12.
Conclusiones
13.
Bibliografía
Desde el asesinato de Jorge Eliécer
Gaitán, el 9 de abril de 1948, como punto álgido de
nuestra historia, la
trayectoria de nuestro país ha transcurrido bajo el signo
de la violencia. Una
violencia
percibida a menudo como repetición, pero que de hecho ha
significado una invasión progresiva de más y
más espacios de la esfera pública y privada, a tal
punto que no es un sin sentido afirmar que ella es el factor
ordenador y desordenador de la política, la sociedad y la
economía..
Y esto en tiempos de globalización tiene desde luego efectos
internacionales muy distintos a los de la Violencia de los
años cincuenta que el país vivió en su
eterna soledad.
En efecto, justificada o injustificadamente, Colombia, un
país tradicionalmente ensimismado, ha sufrido en la
última década una súbita
internacionalización en las agendas políticas
y en los temas estratégicos del mundo
contemporáneo. Pero esta internacionalización ha
resultado ser una internacionalización negativa. Se
condena a Colombia por la
producción, el procesamiento y la comercialización de sustancias que son no
solo nocivas para la salud, sino además
promotoras de la creciente criminalidad más allá de
sus fronteras. Además es acusada y rechazada por la
constante violación a los derechos humanos
y por la degradación que está sufriendo el medio ambiente
al estar provocando la dilapidación de uno de los
más grandes patrimonios de la humanidad, la
Amazonía, tanto con la expansión de los cultivos
ilícitos (coca y amapola) como con los mecanismos
aceptados -o que le imponen- para destruirlos
(glifosato).
Y lo más grave es que ante esta súbita
forma de internacionalización de nuestras crisis
acumuladas, el país no cuenta ni con instituciones,
ni con política, ni con tradición, ni con
pensamiento
sistemático para reaccionar coherentemente frente a tales
mutaciones.
Como se hace necesario cambiar esta situación
internacional para poder avanzar
en todos los niveles, adaptándose a las circunstancias
contemporáneas como la
globalización, es importante revisar y cuestionar las
características del caso colombiano
referentes a su proceso
político, histórico y social, a través de
trabajos e investigaciones
(como se pretende con este ensayo) que
dibujen un poco cómo ha sido el fenómeno de la
violencia y las posibles soluciones o
salidas que se le pueden dar al conflicto, sin
olvidar que la paz no es un hecho sino un proceso
continuo de convivencia pacífica y de diálogo
constante sin a intervención de las armas.
Colombia tiene que repensar seriamente cómo puede
crear un nuevo consenso social para definir un proyecto social
productivo, no a través del estado como
máquina omnipoderosa, sino a través de un proceso
público-colectivo que permita canalizar esfuerzos de la
sociedad para
la modernización y reestructuración productiva.
El estado debe
erigirse como institución social legitima, representativa,
sólida, eficaz y funcional, bajo una nueva lógica
económica y política, sujeta a un activo escrutinio
por parte de la sociedad.
2. La singular complejidad del
caso colombiano.
El rasgo característico del espectro político
colombiano desde por lo menos la década del ochenta es esa
multiplicidad de violencias (por sus orígenes,
objetivos,
modus operandi) que hace que en los mismos escenarios se
puedan encontrar , diferenciados pero también muchas veces
entrelazados, el crimen organizado, la lucha guerrillera, la
guerra sucia y
la violencia social difusa. Se trata desde luego de una
multiplicidad sobredeterminada o atravesada por la economía y las
organizaciones
comerciales y criminales del narcotráfico en los ámbitos regional
e internacional. Mercado,
violencia y fragmentación, tres signos tan
característicos del tiempo presente,
se anudaron aquí con particular intensidad.
Asistimos, en efecto, a una explosión de
violencias, a la cual se suma, desde luego, la heterogeneidad
de sus contenidos regionales. Algunas
ilustraciones:
* Problemas
seculares como el de la monopolización de la
tierra que se habían mantenido dentro de límites
regulables, se desbordaron y buscaron salidas masivas en la
colonización. No es un fenómeno enteramente nuevo,
como lo podría revelar una rápida mirada a la
historia rural
del siglo XX en este país. Si se vuelve a destacar hoy es
porque sus dimensiones resultan comparables, en muchos aspectos,
a la colonización que desde fines del siglo pasado
empezó a dar forma al país cafetero del siglo XX,
la llamada colonización antioqueña . Pero esta vez
con un agravante , quizás, y es que en la medida en que a
esta fiebre colonizadora contemporánea se suman los
cultivos "ilícitos" y la presencia guerrillera, no
sólo se ha producido una verdadera reconfiguración
social y política del país, sino incluso ,
podría decirse, que la emergencia de un nuevo país
sin Estado.
Se trata por lo demás de procesos que
contrario a una supuesta correlación automática
entre violencia y pobreza( sin
desconocer que se puede dar en algunos casos, como en las comunas
que rodean la periferia de las grandes ciudades), lo que muestran
es que la violencia se ha focalizado en las zonas de gran
dinamismo y expansión económica: la zona cafetera
antaño(La Violencia de los años 50), y las
relativamente prósperas zonas de colonización hoy.
Más que de regiones de escasa movilidad social, la
violencia se alimenta predominantemente de las zonas de mayor
movilidad, a las cuales fluyen capitales nuevos, migrantes nuevos
y nuevas formas de autoridad.
Finalmente, podría argumentarse que serían los
desequilibrios internos de esas regiones, más que su
pobreza
global, la coexistencia irritante de la prosperidad con la pobreza, la
sensación de injusticia, las que pueden operar como
detonante de la violencia.
El país mismo en su conjunto no deja de
sorprendernos con esa paradoja: en este mar de violencias ha sido
el de la más alta tasa de crecimiento medio (3.7 %) en
América
Latina desde 1980 , aunque esta confortable estadística para los hombres de negocios , que
permitía suponer una cierta autonomía entre
economía y política, ha comenzado a desvanecerse en
los últimos meses.
* Por otro lado, conflictos estrictamente
laborales en sus orígenes (salarios,
condiciones de trabajo), en zonas de colonización, fueron
sometidos dentro de los nuevos contextos, a la ley de los
más fuertes en términos de recursos,
poder o
armas. La zona
bananera de Urabá, colindante con Panamá, es
el más dramático y sangriento testimonio de esta
guerra múltiple que involucra de diferentes maneras a
agentes estatales, paramilitares, sindicatos,
empresarios y grupos
guerrilleros .
* Bajo otras modalidades de violencia, las zonas
mineras (esmeraldas, en Boyacá; oro en Antioquia;
carbón en el nordeste del país) y sobretodo las
petroleras, empotradas la mayoría de las veces en zonas de
colonización, se han ido convirtiendo en puntos
estratégicos de confrontación entre el Estado, las
compañías petroleras y la guerrilla a costa de la
sociedad. Estado, guerrilla y multinacionales petroleras arreglan
sus ganancias , sus pérdidas y sus demostraciones de
fuerza a costa
de terceros. Inclusive se sospecha que hay multinacionales
especulando con la inseguridad en
Colombia, es decir que la han convertido en factor de rentabilidad,
dando lugar a lo que N. Richani define como un sistema de
autoperpetuación de la violencia.
* Esta guerra multidimensional por los recursos, por los
apoyos sociales y por los territorios es, adicionalmente, la
mayor amenaza hoy a las poblaciones indígenas y a las
poblaciones afrocolombianas (Chocó), en un doble sentido:
como amenaza a las identidades comunitarias, y como
amenaza a la estabilidad de los nichos ecológicos de los
cuales dichas comunidades han sido guardianes desde tiempos
inmemoriales. La violencia colombiana, en este sentido,
está cumpliendo en muchas zonas esparcidas por la geografía nacional un
papel similar
al de la guerra contemporánea en las tierras mayas de Guatemala, o a
la violencia senderista en la región de Ayacucho en el
Perú, el papel de
máquina de demolición de dichas identidades
étnicas y comunitarias. Dolorosa experiencia, pues, la de
este país que se ha ido descubriendo a sí mismo (
sus fronteras y sus aborígenes) a través de las
rutas de la violencia.
* Lo dicho no puede dejar la impresión de que la
violencia de hoy es sólo un asunto de zonas marginales. De
hecho, la saturación de violencia en las viejas zonas de
colonización, surgidas como huída a todas las
violencias anteriores, ha provocado una reversión de todas
sus modalidades , entre otras, a la deprimida zona cafetera, que
no ha logrado transformar sus obsoletas estructuras
productivas. El proceso se ha invertido. Desde las periferias la
violencia reconquista ahora el centro, pero no imponiendo un
nuevo orden, como lo hubiera podido soñar un
maoísta hace 20 años, sino como una fuerza
desorganizada y desorganizadora.
Significativa y paradójicamente, en estas zonas
del interior, la guerrilla colombiana, que es una guerrilla
pudiente económicamente (no es el guatemalteco
"Ejército de los Pobres"), puede llegar incluso a pagar a
los campesinos, cuando lo requiere su movilización masiva,
jornales superiores a los que podría ofrecer cualquier
propietario agrícola medio ( así mantuvo en parte
una huelga
cafetera, y también en parte la movilización de
colonos del sur del país a mediados de 1996).
Como dato característico hay que anotar que esta
expansión guerrillera es no sólo indiferente al
florecimiento de la criminalidad común por fuera de sus
propios territorios, sino que no hace mayores esfuerzos de
diferenciación con ella en tanto siga siendo funcional a
su crecimiento. Más aún, frecuentemente la
subordina a sus propias estrategias ,
así sea a un costo
ético y político que sólo con los
años se podrá apreciar.
* La violencia ha dejado igualmente de ser un
fenómeno exclusivamente rural. Sus rostros
citadinos son también muy variados: impacto del
narcoterrorismo , y del sicariato como brazo armado de una
especie de "industria de
la muerte" en
ciudades como Medellín; implantación de la
guerrilla en comunidades barriales de capitales, como la propia
Bogotá, y ciudades intermedias como Barrancabermeja;
operaciones de
"limpieza social" contra mendigos, prostitutas y delincuentes
callejeros, en Cali, Medellín, Pereira o Barranquilla,
para citar sólo los casos más salientes de esta
perspectiva neo-nazi de la miseria y la violencia en los centros
urbanos.
Dentro de esta complejidad incluso un mismo
fenómeno puede tener opuestas expresiones
regionales:
* El narcotráfico se arraiga al lado de
altos índices de violencia en Antioquia, especialmente en
su capital ,
Medellín, sacudida hace unos años por las bombas y el
terrorismo, y
en donde se mezclaron de manera peculiar delincuencia,
asistencialismo y ostentación; en contraste, los
índices de violencia asociados al narcotráfico en Cali son relativamente
bajos ( las operaciones de
`limpieza" están asociadas más bien a las organizaciones
policiales) y su cartel es un cartel que se mimetiza, y que hasta
intenta negociar. Más que confrontar , el cartel de Cali
logra comprometer a la clase política y arrastrarla en su
propia suerte.
Dentro de este panorama, el espacio para la
acción racional, para el cálculo y
la planificación es cada vez más
reducido. La vida cotidiana y las relaciones
interpersonales han entrado al dominio de lo no
regulable, de lo no predecible o simplemente del azar.
* Diferencia de ciclos, diversidades regionales,
multiplicidad de actores y de escenarios…es la
constatación más visible del Informe–diagnóstico presentado por un grupo de
académicos al gobierno del
Presidente Virgilio Barco, hace precisamente diez años. El
texto,
conocido como el informe de los
"violentólogos" tuvo una amplia recepción
académica y en los círculos de asesores y
consejeros de las administraciones de Virgilio Barco (1986-1990)
y César Gaviria (1990_1994).
Con todo, dentro de los múltiples reparos que se
le hicieron al Informe quizás sea útil
señalar dos, que ulteriormente nos permitirán
resaltar algunos de los desarrollos más recientes: el
primero fue el haber contribuido, con su insistencia en la
diversidad, a la fragmentación en la perspectiva de
análisis, a la pérdida de una
visión holística de la violencia y a una
tal vez exagerada minimización de las dimensiones políticas
de la misma; el segundo reparo fue el de no haber mantenido una
relación consecuente entre diagnóstico y recomendaciones, puesto que
no obstante la contundente demostración de la
heterogeneidad, el peso de las propuestas se lo llevaba a la hora
de la verdad la violencia política. No es del caso avanzar
aquí en ese simultáneo cuestionamiento a la
fragmentación y a la centralidad, pero el hecho es que en
la construcción de la compleja pirámide
de violencias parecía hacer falta un orden
jerárquico o de prioridades, aunque no necesariamente la
búsqueda de una matriz de la
cual todas las demás modalidades fueran simples
epifenómenos.
3. De la teoría
de la revolución
al paradigma del
conflicto.
Durante dos siglos de vida independiente Colombia no ha
experimentado aún una etapa en donde su devenir este
determinado básicamente por su propia sociedad. La
experiencia latinoamericana de los populismos que como intento de
las burguesías locales por construir un "consenso
nacional" capaz de derrotar las fuerzas de los propietarios de
la tierra para
desarrollar así un capitalismo
nacional, equilibrado como el del occidente, no solo
fracasó en Latinoamérica, sino que en Colombia nunca
se presentó.
Esta ausencia de populismos en el poder político de
Colombia que observamos en la renuncia del Presidente
López Pumarejo en 1937 y sobretodo en el asesinato de
Jorge Eliécer Gaitán en 1948, marca la ausencia
definitiva de un proceso de construcción de modernidad, visto
como aprehensión de la sociedad sobre su progreso en el
país.
Incluso la debilidad misma del Estado-Nación
en Colombia hunde sus raíces en este amedrantamiento de la
burguesía nacional, transformada en oligarquía. El
proceso de desintegración social y política que se
observa en Colombia desde mediados de siglo no es más que
la expresión del fracaso y la incapacidad de estas
élites modernizadoras por cumplir sus propias
responsabilidades históricas.
Las élites dirigentes del país son así,
estrictamente élites modernizadoras, en el sentido
más autoritario del término, en la medida que han
introducido en el país lógicas y procesos de
modernización occidental sin ninguna articulación
con la sociedad misma a la que han ahogado bajo los esquemas de
un clientelismo político exhacerbado y bajo la violencia
que ha producido en la última mitad del siglo más
de medio millón de asesinados.
La reacción al proceso de modernización
autoritario, no vino de movimientos masivos de la sociedad en
defensa y resistencia de su
propia historia, como puede observarse por ejemplo en el
crecimiento de los movimientos islámicos o en la
insurgencia del movimiento
obrero europeo; sino de élites revolucionarias que en
lugar de adoptar la forma de partidos de clase o de masas por la
existencia del mismo régimen político, adoptaron la
forma de guerrillas revolucionarios que desde mediados del siglo
deambulan por los campos de Colombia.
Medio millón de asesinatos políticos y
sociales en medio siglo nos lleva a pensar que en Colombia no
solo se intentó extirpar una élite revolucionaria,
sino que se intentó eliminar definitivamente cualquier
intento de participación autónoma de la sociedad en
la vida del país.
La guerrilla colombiana es la forma, quizás la
única, que pudo ser construida para actuar contra el
modelo de la
modernización impuesta, pero trasladó
también como la oligarquía, esquemas construidos en
el occidente para hacer la revolución
en Colombia. En el horizonte ideológico de las FARC , el
ELN, incluso del maoísta EPL, no se concebía otro
tipo de sociedad para Colombia que el construido en la
Unión Soviética y más exactamente en su
espejo latinoamericano: la revolución
cubana.
Solamente en el M-19, se intentó confusa y
espontáneamente pensar en un camino propio de corte
latinoamericano, recuperando la historia y la cultura para
pensar en una democracia
también propia, de ahí que los intelectuales
europeos al unísono del resto de la guerrilla colombiana
hayan siempre observado el movimiento 19
de Abril como una especie de "populismo
armado", por algo el populismo es un
precursor de la modernidad
latinoamericana y por algo el M-19, es en realidad un precursor
de la modernidad colombiana, en vías de
fracaso.
Sin embargo el enorme impacto que el M-19, logró
en la sociedad colombiana, que sobrepasó en mucho su
propia capacidad militar y luego política, abrió un
periodo de la historia de nuestro país en donde a
través de la discusión de la paz y el fin de la
guerra se pudo dibujar los trazos aún débiles de
salida de los procesos trasladados mecánicamente de
modernización y de revolución y construir un
paradigma del
conflicto que provocase la construcción de una verdadera
modernidad en el país.
Nos movemos bajo un paradigma del conflicto, en donde
pensamos que el sistema
político y económico colombiano debe ser moldeado
por las fuerzas de la sociedad misma, por sus movimientos
sociales, pudiendo producir una entrada definitiva en los caminos
de la construcción de la modernidad latinoamericana, y de
una edificación de la razón sobre bases diferentes
a la racionalidad instrumental
El paradigma del conflicto que observa la evolución de la sociedad como obra y
presión
permanente de los movimientos sociales, y que por tanto
acentúa el peso de la sociedad civil
sobre el Estado, pero construyendo nuevos tipos de solidaridad y de
desarrollo
ajenos al paradigma de la competición que intentó
importar de nuevo Gaviria en su modelo de
apertura económica en 1990-1994; Que intenta inclusive
construir otro tipo de desarrollo que
el que hemos observado bajo la forma de crecimiento
económico bajo el capital o bajo
el Estado; aún está por definirse en el
país.
Los procesos de paz iniciados por el M-19, dibujaron esta
posibilidad en Colombia, pero la reacción de los actores
afincados en los paradigmas de
la alienación y de la integración autoritarias y el mismo fracaso
del M-19 por profundizar su apuesta a una modernidad propia
deslizándose hacia los terrenos del modelo liberal de
desarrollo, han colocado en serio peligro su establecimiento.
El paradigma del conflicto está atado a la
resolución de la guerra, pero también a la nueva
Constitución de 1991, que como verdadero
tratado de paz es en realidad la concreción
jurídica del paradigma. La contrarreforma constitucional
que avanza hoy y la permanencia misma de la lucha armada son las
manifestaciones del pasado que cada vez con más fuerza
proponen la continuación de la guerra y el predominio de
una de las dos teorías
en que hasta ahora nos hemos movido maniqueamente, la de la
modernización autoritaria o la de la revolución
sobre las hogueras de centenares de miles de cadáveres y
de ruinas.
Es muy difícil pensar y analizar las
posibilidades de la paz en Colombia. Esta como las ilusiones, se
hace imaginaria, deformada, difusa; casi un objetivo
inalcanzable, un objetivo de
antemano distorsionado.
El estallido de la violencia que ocurre en Colombia desde hace
décadas, transforma la rutina de la muerte en algo
normal para cualquier ciudadano de nuestro país y
convierte en un hecho rutinario el que el asesinato sea el mayor
factor de muerte de la
juventud, y
que en el último año desaparezca una población similar a la que murió en
el conflicto de Bosnia durante toda su existencia. Esa violencia
hace también, que nuestra propia concepción
colectiva sobre la paz se distorsione.
La población y la élites dirigentes del
país han construido una imagen
mítica de lo que significa la paz en Colombia. En ese
imaginario colectivo afectado por una permanente y profunda
violencia, aparece la idea y el deseo de la paz como la
construcción de una sociedad idílica, apaciguada,
sin problemas, sin
ningún tipo de conflicto. Al conflicto social y
político, exacerbado por el uso de las armas, se le opone
una visión de la negación del conflicto que nada
tiene que ver con la realidad del mundo y la esencia misma de las
sociedades.
Porque una sociedad dinámica es,"per se", una sociedad
conflictiva; es más, el conflicto en sí mismo es un
motor del
desarrollo, de transformación, de superación. El
conflicto social y político abre nuevos caminos, critica
las viejas estructuras ya
anquilosadas, propone soluciones
para antiguos problemas y crea nuevos problemas quizás de
mayor magnitud. Problemas nuevos a los que la discusión
social le proporciona nuevas soluciones. El conflicto es
sinónimo de historia y de desarrollo; sin el conflicto una
nación se estancaría, el ser humano y su pensamiento
morirían.
Por eso, pensar la paz de Colombia implica correr el
velo deformado de esa concepción que tenemos sobre ella
como remanso, como tranquilidad social perpetua, porque una
búsqueda así, sólo sería una
búsqueda de la muerte
definitiva.
No, la paz en Colombia es el encuentro de las
diferencias que se mantienen, es el encuentro de los instrumentos
que permiten resolver los conflictos, o
mantener, o agudizar los conflictos
sociales, pero de manera no violenta, o por lo menos de una
violencia que no implique el exterminio del contrincante. La paz
en sí misma es un conflicto y crea más conflictos
pero no intermediados por las armas y la muerte.
Ninguna guerra es eterna, todas finalmente se tramitan o
a través de la victoria militar, o a través del
pacto concertado; las victorias militares a veces simplemente lo
único que hacen es engendrar de nuevo el conflicto armado,
aplazado solo por algún tiempo, los
pactos permiten resoluciones más sólidas y
permanentes en sociedades que
deciden abordar otros caminos, darle cara a nuevos conflictos
más fructíferos para el desarrollo
humano.
5. La resolución
pacífica de los conflictos.
El conflicto en la sociedad permanece, los conflictos se
desarrollan, cambian y trascienden. Todo conflicto termina por
resolverse, pero su resolución conlleva el nacimiento de
nuevos conflictos, con otros actores sociales, en otros
términos. En ese movimiento conflictivo de la sociedad, se
desarrolla la evolución
del hombre, nos superamos como nación y como especie.
Hasta ahora, en general, ha sido así; pero en particular,
existieron pueblos y naciones que no encontraron medios para
superar determinado conflicto y desaparecieron en él. La
historia es pródiga en ejemplos: nuestros pueblos
originarios en gran parte dejaron de existir porque la conquista
como conflicto violento entre dos pueblos, el español y
el nuestro, los acabó; no encontraron instrumentos
adecuados para resolver el conflicto que padecían; el
conflicto se resolvió en la muerte.
El "irracionalismo" como corriente filosófica piensa el
conflicto como irresoluble, eterno e incognoscible. Creo que por
ahora, los colombianos tenemos el reto de resolver nuestro
conflicto sin que él nos implique la muerte como
nación y como pueblo; en saberlo hacer está la
clave de nuestro desarrollo y de nuestro lugar en la evolución
humana.
Una sociedad tan joven como la nuestra, cuyas fuerzas dirigentes
originales se apropiaron de antemano de todas las formas
originarias del poder público y se dedicaron a construir
un sistema, un estado y una economía cerrados, excluyentes
para su propio pueblo; tenía que generar no sólo
desigualdad social y política, sino además una
multiplicidad de conflictos que terminaron por desarrollarse
violentamente a través de la muerte y de la
ilegalidad.
En Colombia esta apropiación privada y temprana de un
estado aún por construir no permitió el surgimiento
de un verdadero poder público, de una conciencia exacta
de lo público, de lo de todos, en esferas así fuese
pequeñas de la sociedad y de la economía. A
diferencia de los procesos europeos, las fuerzas sociales no
actuaron durante buena parte de la historia nacional sino que
fueron objeto de la construcción de una nación que
no los incluía, en donde sus intereses ni su palabra ni su
pensamiento contaban. Una nación realmente artificial que
solo hasta este siglo puede observar y sentir el resurgir de sus
verdaderas fuentes, un
surgimiento acelerado y violento.
Una nación moldeada "desde arriba" y "desde
afuera", modernizada a la fuerza, sin el consentimiento de sus
gentes, sin la apropiación social de esa
modernización, no podía construir una
concepción colectiva de "lo público", del manejo
colectivo y concertado de las decisiones fundamentales, del
ejercicio permanente del pacto como instrumento privilegiado para
la resolución del conflicto.
De tal manera que Colombia no construyó un verdadero
estado, como poder público, ni los esbozos de un pacto que
la unificara como nación. Sólo poderes privatizados
en conflicto que fueron, sobre la base de la exclusión,
construyendo una cultura de la
intolerancia y de la violencia.
La exclusión en Colombia ayer podía
significar servilismo, servidumbre, relaciones feudales entre los
señores de la tierra y los
campesinos hasta entonces mansos; entre los dueños de los
votos y "sus" electores hasta entonces también mansos;
después pudo significar industrias con
muy altas tasas de ganancia, bancos inflados
artificialmente en la especulación, orgías del
dinero; hoy
significa simplemente violencia. Son los diversos tipos de
exclusión los que nos han conducido a matarnos entre
sí. El problema de la exclusión es un problema
eminentemente político, así sus efectos finales
sean económicos y sociales.
Los excluidos al margen de un estado que no era el de
ellos y de una legalidad no hecha por ellos, construyeron sus
propias leyes, su propio
mundo y su propio poder. son dos las historias de Colombia, una
sorda al principio fue edificando unas relaciones culturales muy
ricas y muy fuertes, muy propias de las gentes rechazadas por la
otra historia. Esos mundos casi nunca se tocaban antes, eran como
compartimentos estancos hasta cuando los poderes y las culturas
construidas en la ilegalidad, o más bien con otra
legalidad, fueron deslegitimando el estado y las relaciones de
poder establecidas tan artificialmente en el devenir del
país. El encuentro entre los excluidos y los exclusores
demanda un
verdadero pacto social que por no verificarse ha hundido los dos
mundos en una violencia sin límites.
El narcotráfico actual, por ejemplo, nace en el
mundo de los excluidos y es una actividad esencialmente
económica que se rige por las leyes y la
dinámica del mercado, como lo
hace "Coca-Cola" o los vinos franceses, pero no hubiera surgido
en Colombia si en ese país los beneficios
económicos no hubieran sido propiedad
exclusiva de diez o veinte familias; si los pequeños
campesinos de las zonas productoras de narcóticos hubieran
sentido a su tiempo el efecto de una reforma
agraria integral y la asistencia económica de un
Estado tangible para ellos; si centenares de miles de
jóvenes de las barriadas hubieran podido pensar que es
posible el futuro; si un "Gacha", o un Pablo Escobar, antiguos
conductores de bus, muchachos que robaban
autos para
vivir, hubieran podido dejar de serlo y dejar de sentir su
pobreza sin necesidad de acudir al espacio de los excluidos, el
de la violencia y la ilegalidad.
Los excluidos construyeron por fuera del Estado, de su
legalidad y de sus instituciones,
su propio espacio, y lo hicieron en medio de la violencia y del
fuego. Resolver pacíficamente muchos de los actuales
conflictos, implica solucionar en términos reales el
problema de la exclusión de la mayor parte del pueblo
colombiano, de su Estado y de su economía. La democracia es
la receta; la negociación de la paz es la negociación del fin de las exclusiones.
Si la presión social por acceder a la economía
nacional y mundial y a la participación en el Estado es
reprimida, si no se permite; el resultado será una
profundización indudable de la violencia. Si el Estado es
permeable a la reforma, si es posible transformar las estructuras
del sistema económico, los conflictos actuales y futuros
podrán ser debatidos y desarrollados sin el uso de la
violencia armada. El comienzo de un proceso de esta naturaleza, un
proceso de transformación del Estado y de desmonte de la
violencia, es lo que se llama: Un proceso de paz.
Un proceso de paz tiene diferentes fases. Es imposible
concebir un momento instantáneo de desarme de los factores
de violencia, como es ingenuo pensar en la transformación
de un Estado y de su economía en cuestión de
días. La primera fase de nuestro proceso de paz, de la que
aún no hemos salido, es una fase eminentemente
política, una fase de negociación de los factores
armados y fundamentalmente una negociación con la
"sociedad
civil". Una negociación que en sí misma es un
conflicto y que expresa, en forma condensada, las mayores
contradicciones de nuestra sociedad: sus fuerzas en
pugna.
Muy esquemáticamente, podríamos analizar
el proceso de negociación como el encuentro de dos
fuerzas: la una, desde la ilegalidad armada intentará la
transformación más profunda del estado que tiene
ante sí; la otra, la estatal, intentará la
cooptación más completa posible de la fuerza
insurgente sin mayores cambios institucionales. La primera
intentará ganar legitimidad y poder, buscando la
sintonía de los sectores sociales excluidos, la segunda lo
hará con la fuerza y el poder de la institucionalidad. En
ambas el volumen de la
capacidad militar será siempre un factor de
presión. Toda negociación de paz es una
negociación político-militar.
Durante el proceso de paz ocurrirá que unos momentos
estarán mayormente marcados por la capacidad de
transformación del Estado por parte de la fuerza
insurgente, y otros por la acción de cooptación del
Estado.
El resultado final, si el proceso se desarrolla efectiva
y positivamente, será un punto intermedio de
transformación institucional del Estado y de reformas
económicas; una mayor democratización real e
integral del país; y un desarme y la legalización
de las antiguas fuerzas insurgentes y de un sector de la sociedad
civil excluida hasta entonces. El paso de una parte de la
sociedad del mundo de los excluidos al pacto con los
exclusores.
El punto central del proceso, para asegurar que sea de verdad un
proceso de pacificación efectivo consistirá en que
los factores y fuerzas enfrentados en la negociación
puedan encontrar y concertar los instrumentos para resolver sin
el uso de las armas, los conflictos futuros que se
desarrollarán en la sociedad. Se trata de un verdadero
pacto para la democratización real del país. Si en
Colombia el proceso de negociaciones políticas para
solucionar el conflicto armado se transformase en un pacto entre
la sociedad misma, en un pacto de la sociedad civil para
rediseñar las relaciones políticas, sociales y
económicas, de tal forma que el proceso de exclusiones
fuera seriamente restringido, podría generar una
refundación de la nación sobre bases mucho
más coherentes y sólidas. Estaríamos
presenciando el fin de la guerra y el comienzo de un episodio de
la historia del país mucho más rico y saludable. La
construcción de una verdadera sociedad moderna desde un
punto de vista latinoamericano y no el apéndice, el objeto
de unos procesos de modernización impuestos y que
solo han generado este desgarramiento social que hoy se traduce
en las innumerables guerras que
padecemos.
Qué tanto se reforma el Estado y la
economía en el proceso de las negociaciones será un
problema no sólo de la fuerza propia de los insurgentes,
sino de la presión que logre desarrollar el conjunto de la
sociedad; por eso será siempre imperativa la
participación más amplia de todos los sectores de
la nación. Es posible que esos sectores ajenos en alguna
medida a la guerra terminen definiendo los desarrollos futuros de
la conflictividad colombiana; lo importante es alejar el
instrumento de las armas y de la muerte como eje de la
solución de las confrontaciones. Sin ese eje eminentemente
militar, excluyente y antidemocrático, la sociedad civil
tendrá una oportunidad para fortalecerse y así
tendrá una mayor opción para apropiarse del Estado,
objetivo real de la democracia.
Es un error pensar que el desarme de los actuales factores de
violencia política acabará de inmediato la
violencia en Colombia. No; lo que permite ese desarme, y el
proceso de democratización que conlleva, es permitir el
encuentro de instrumentos no armados para dirimir conflictos,
sólo así, comenzará un proceso de
desvertebramiento paulatino de la cultura de la violencia que
impregna todos los poros y los actores de la sociedad, un proceso
que durará lustros, como la formación o
deformación de toda cultura, y que debe posibilitar, con
la insistencia de todos los voceros de la paz, la
conformación de una cultura de la tolerancia, de la
interlocución no violenta del conflicto; una cultura de la
paz y de la democracia. La historia del proceso de paz colombiano
se mueve en medio de las contradicciones arriba
señaladas.
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