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Historia, edades de la prehistoria (página 2)




Enviado por mirtalatanzzi



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8. La Antigua Roma

En el s. VIII a.C. en el centro de la península
itálica, habitada por pueblos latinos, fundaron una
pequeña aldea llamada Roma en defensa
de los etruscos. Esta estaba rodeada por seis colinas las cuales
con el tiempo quedaron
dentro del perímetro de Roma, así
surge el pueblo romano.

A partir del 753 a.C. comienza la historia de la capital del
mundo antiguo. Se puede dividir en tres periodos:

  • La monarquía (753 a 509 a. C.)
  • La república (509 a 30 a. C.)
  • El imperio (30 a. C. a 476 d. C.) en el 476 d. C.
    Roma fue
    conquistada por los Bárbaros.

Aspectos políticos y sociales

Las autoridades monárquicas eran el Rey, El senado y
los comicios curiados. El Rey era elegido por el senado y el
cargo era vitalicio.

La sociedad estaba
dividida en tres clases: Los Patricios, los plebeyos y los
esclavos.

De la monarquía a la república

Los romanos poseían un gran respeto por las
leyes. Los
tres últimos reyes fueron etruscos. La caída de la
monarquía fue el rechazo de los patricios en contra de los
etruscos y sus reformas. En el año 509 a. C. los patricios
contuvieron momentáneamente el avance de estas reformas
reemplazando la monarquía por una
república.

El fin de la república-Imperio Romano

Durante el año 30 a. C. la república se
encontraba en un caos, que dio lugar a que un grupo de
militares comenzara a luchar entre ellos.

De esta lucha salió un triunfante Augusto, quien
convirtió a la república en un imperio, asumiendo
el título de emperador.

Roma ya no era una pequeña aldea que se encontraba
en el Monte Palatino, y abarcaba todas las tierras
mediterráneas y europeas hasta los ríos Rin y
Danubio. Este imperio duró mas de 4 siglos, fue derribado
por guerras de
conquista y luchas civiles.

Durante el imperio, en el campo aumentó la gran
propiedad y
con ella el trabajo de
los empleados. En la ciudad, el centro de la vida romana era el
foro. La vida artesanal, se
intensificó en los suburbios. Las ciudades aumentaron su
densidad. La
ciudad mostraba distintos atractivos como por ej. el
circo.

Caída del Imperio.

En el s. III d. C., comenzó la decadencia del
imperio en forma notable. El ejercito cobró cada vez
más importancia por sobre el senado.

En el s. V los Bárbaros rompieron las fronteras y
tomaron la parte occidental del Imperio
romano.

Edad media

Término utilizado para referirse a un periodo de la
historia europea
que transcurrió desde la desintegración del
Imperio romano de
Occidente, en el siglo V, hasta el siglo XV. No obstante, las
fechas anteriores no han de ser tomadas como referencias fijas:
nunca ha existido una brusca ruptura en el desarrollo
cultural del continente. La edad media fue
un periodo de estancamiento cultural, ubicado
cronológicamente entre la gloria de la antigüedad
clásica y el renacimiento.
La investigación actual tiende, no obstante, a
reconocer este periodo como uno más de los que constituyen
la evolución histórica europea, con sus
propios procesos
críticos y de desarrollo. Se
divide generalmente la edad media en
tres épocas.

Inicios de la edad media

Ningún evento concreto
determina el fin de la antigüedad y el inicio de la edad
media.

La culminación a finales del siglo V de una serie de
procesos de
larga duración, entre ellos la grave dislocación
económica y las invasiones y asentamiento de los pueblos
germanos en el Imperio romano, hizo cambiar la faz de Europa. Durante
los siguientes 300 años Europa occidental
mantuvo una cultura
primitiva aunque instalada sobre la compleja y elaborada cultura del
Imperio romano, que nunca llegó a perderse u olvidarse por
completo.

Fragmentación de la autoridad

Durante este periodo no existió realmente una
maquinaria de gobierno unitaria
en las distintas entidades políticas,
aunque la poco sólida confederación de tribus
permitió la formación de reinos. El desarrollo
político y económico era fundamentalmente local y
el comercio
regular desapareció casi por completo, aunque la economía monetaria
nunca dejó de existir de forma absoluta. En la
culminación de un proceso
iniciado durante el Imperio romano, los campesinos comenzaron a
ligarse a la tierra y a
depender de los grandes propietarios para obtener su
protección y una rudimentaria administración de justicia, en
lo que constituyó el germen del régimen
señorial. Los principales vínculos entre la
aristocracia guerrera fueron los lazos de parentesco aunque
también empezaron a surgir las relaciones feudales. Se ha
considerado que estos vínculos (que relacionaron la
tierra con
prestaciones
militares y otros servicios)
tienen su origen en la antigua relación romana entre
patrón y cliente.

Todos estos sistemas de
relación impidieron que se produjera una
consolidación política
efectiva.

La Iglesia

La única institución europea con carácter
universal fue la Iglesia, pero
incluso en ella se había producido una
fragmentación de la autoridad.
Todo el poder en el
seno de la jerarquía eclesiástica estaba en las
manos de los obispos de cada región. El papa tenía
una cierta preeminencia basada en el hecho de ser sucesor de san
Pedro, primer obispo de Roma, a quien Cristo le había
otorgado la máxima autoridad
eclesiástica. No obstante, la elaborada maquinaria del
gobierno
eclesiástico y la idea de una Iglesia
encabezada por el papa no se desarrollarían hasta pasados
500 años. La Iglesia se veía a sí misma como
una comunidad
espiritual de creyentes cristianos, exiliados del reino de Dios,
que aguardaba en un mundo hostil el día de la
salvación. Los miembros más destacados de esta
comunidad se
hallaban en los monasterios, diseminados por toda Europa y
alejados de la jerarquía eclesiástica.

En el seno de la Iglesia hubo tendencias que aspiraban a
unificar los rituales, el calendario y las reglas
monásticas, opuestas a la desintegración y al
desarrollo local. Al lado de estas medidas administrativas se
conservaba la tradición cultural del Imperio romano. En el
siglo IX, la llegada al poder de la
dinastía Carolingia supuso el inicio de una nueva unidad
europea basada en el legado romano, puesto que el poder
político del emperador Carlomagno dependió de
reformas administrativas en las que utilizó materiales,
métodos y
objetivos del
extinto mundo romano.

Vida cultural

La actividad cultural durante los inicios de la edad media
consistió principalmente en la conservación y
sistematización del conocimiento
del pasado y se copiaron y comentaron las obras de autores
clásicos. Se escribieron obras enciclopédicas, como
las Etimologías (623) de san Isidoro de Sevilla, en las
que su autor pretendía compilar todo el
conocimiento de la humanidad. En el centro de cualquier
actividad docta estaba la Biblia: todo aprendizaje
secular llegó a ser considerado como una mera
preparación para la comprensión del Libro
Sagrado.

Esta primera etapa de la edad media se cierra en el siglo X
con las segundas migraciones germánicas e invasiones
protagonizadas por los vikingos procedentes del norte y por los
magiares de las estepas asiáticas, y la debilidad de todas
las fuerzas integradoras y de expansión europeas al
desintegrarse el Imperio Carolingio. La violencia y
dislocación que sufrió Europa motivaron que las
tierras se quedaran sin cultivar, la población disminuyera y los monasterios se
convirtieran en los únicos baluartes de la
civilización.

La alta edad media

Hacia mediados del siglo XI Europa se encontraba en un
periodo de evolución desconocido hasta ese momento. La
época de las grandes invasiones había llegado a su
fin y el continente europeo experimentaba el crecimiento
dinámico de una población ya asentada. Renacieron la vida
urbana y el comercio
regular a gran escala y se
desarrolló una sociedad y
cultura que fueron complejas, dinámicas e innovadoras.
Este periodo se ha convertido en centro de atención de la moderna investigación y se le ha dado en llamar el
renacimiento del
siglo XII.

El poder papal

Durante la alta edad media la Iglesia católica,
organizada en torno a una
estructurada jerarquía con el papa como indiscutida
cúspide, constituyó la más sofisticada
institución de gobierno en Europa occidental. El Papado no
sólo ejerció un control directo
sobre el dominio de las
tierras del centro y norte de Italia sino que
además lo tuvo sobre toda Europa gracias a la diplomacia y
a la
administración de justicia (en
este caso mediante el extenso sistema de
tribunales eclesiásticos). Además las
órdenes monásticas crecieron y prosperaron
participando de lleno en la vida secular. Los antiguos
monasterios benedictinos se imbricaron en la red de alianzas feudales.
Los miembros de las nuevas órdenes monásticas, como
los cistercienses, desecaron zonas pantanosas y limpiaron
bosques; otras, como los franciscanos, entregados voluntariamente
a la pobreza,
pronto empezaron a participar en la renacida vida urbana. La
Iglesia ya no se vería más como una ciudad
espiritual en el exilio terrenal, sino como el centro de la
existencia. La espiritualidad altomedieval adoptó un
carácter individual, centrada ritualmente en el sacramento
de la eucaristía y en la identificación subjetiva y
emocional del creyente con el sufrimiento humano de Cristo. La
creciente importancia del culto a la Virgen María,
actitud
desconocida en la Iglesia hasta este momento, tenia el mismo
carácter emotivo.

Aspectos intelectuales

Dentro del ámbito cultural, hubo un resurgimiento
intelectual al prosperar nuevas instituciones
educativas como las escuelas catedralicias y monásticas.
Se fundaron las primeras universidades, se ofertaron graduaciones
superiores en medicina, derecho
y teología, ámbitos en los que fue intensa la
investigación: se recuperaron y tradujeron escritos
médicos de la antigüedad, muchos de los cuales
habían sobrevivido gracias a los eruditos árabes y
se sistematizó, comentó e investigó la
evolución tanto del Derecho canónico como del
civil.

El escolasticismo se popularizó, se estudiaron los
escritos de la Iglesia, se analizaron las doctrinas
teológicas y las prácticas religiosas y se
discutieron las cuestiones problemáticas de la
tradición cristiana. El siglo XII, por tanto, dio paso a
una época dorada de la filosofía en
Occidente.

Innovaciones artísticas

La escritura
dejó de ser una actividad exclusiva del clero y el
resultado fue el florecimiento de una nueva literatura, tanto en
latín como, por primera vez, en lenguas vernáculas.
Estos nuevos textos estaban destinadas a un público
letrado que poseía educación y tiempo libre para
leer. La lírica amorosa, el romance cortesano y la nueva
modalidad de textos históricos expresaban la nueva
complejidad de la vida y el compromiso con el mundo secular. En
el campo de la pintura se
prestó una atención sin precedentes a la
representación de emociones
extremas, a la vida cotidiana y al mundo de la naturaleza. En la
arquitectura,
el románico alcanzó su perfección con la
edificación de incontables catedrales a lo largo de rutas
de peregrinación en el sur de Francia y en
España,
especialmente el Camino de Santiago, incluso cuando ya comenzaba
a abrirse paso el estilo gótico que en los siguientes
siglos se convertiría en el estilo artístico
predominante.

La nueva unidad europea

Durante el siglo XIII se sintetizaron los logros del siglo
anterior. La Iglesia se convirtió en la gran
institución europea, las relaciones comerciales integraron
a Europa gracias especialmente a las actividades de los banqueros
y comerciantes italianos, que extendieron sus actividades por
Francia,
Inglaterra,
Países Bajos y el norte de África, así como
por las tierras imperiales germanas. Los viajes, bien
por razones de estudio o por motivo de una peregrinación
fueron más habituales y cómodos. También fue
el siglo de las Cruzadas; estas guerras,
iniciadas a finales del siglo XI, fueron predicadas por el Papado
para liberar los Santos Lugares cristianos en el Oriente
Próximo que estaban en manos de los musulmanes. Concebidas
según el Derecho canónico como peregrinaciones
militares, los llamamientos no establecían distinciones
sociales ni profesionales. Estas expediciones internacionales
fueron un ejemplo más de la unidad europea centrada en la
Iglesia, aunque también influyó el interés de
dominar las rutas comerciales de Oriente. La alta edad media
culminó con los grandes logros de la arquitectura
gótica, los escritos filosóficos de santo Tomás de
Aquino y la visión imaginativa de la totalidad de la
vida humana, recogida en la Divina Comedia de Dante
Alighieri.

La baja edad media

Si la alta edad media estuvo caracterizada por la
consecución de la unidad institucional y una síntesis
intelectual, la baja edad media estuvo marcada por los conflictos y
la disolución de dicha unidad. Fue entonces cuando
empezó a surgir el Estado
moderno —aún cuando éste en ocasiones no era
más que un incipiente sentimiento nacional— y la
lucha por la hegemonía entre la Iglesia y el Estado se
convirtió en un rasgo permanente de la historia de Europa
durante algunos siglos posteriores. Pueblos y ciudades
continuaron creciendo en tamaño y prosperidad y comenzaron
la lucha por la autonomía política. Este
conflicto
urbano se convirtió además en una lucha interna en
la que los diversos grupos
sociales quisieron imponer sus respectivos intereses.

Inicios de la ciencia
política

Una de las consecuencias de esta pugna, particularmente en
las corporaciones señoriales de las ciudades italianas,
fue la intensificación del pensamiento
político y social que se centró en el Estado
secular como tal, independiente de la Iglesia.

La independencia
del análisis político es sólo uno
de los aspectos de una gran corriente del pensamiento
bajomedieval y surgió como consecuencia del fracaso del
gran proyecto de la
filosofía altomedieval que pretendía alcanzar una
síntesis de todo el
conocimiento y experiencia tanto humano como divino.

La nueva espiritualidad

Aunque este desarrollo filosófico fue importante, la
espiritualidad de la baja edad media fue el auténtico
indicador de la turbulencia social y cultural de la época.
Esta espiritualidad estuvo caracterizada por una intensa
búsqueda de la experiencia directa con Dios, bien a
través del éxtasis personal de la
iluminación mística, o bien mediante
el examen personal de la
palabra de Dios en la Biblia. En ambos casos, la Iglesia
orgánica —tanto en su tradicional función de
intérprete de la doctrina como en su papel
institucional de guardián de los sacramentos— no
estuvo en disposición de combatir ni de prescindir de este
fenómeno.

Toda la población, laicos o clérigos, hombres
o mujeres, letrados o analfabetos, podían disfrutar
potencialmente una experiencia mística. Concebida
ésta como un don divino de carácter personal,
resultaba totalmente independiente del rango social o del nivel
de educación
pues era indescriptible, irracional y privada. Por otro lado,
la lectura
devocional de la Biblia produjo una percepción
de la Iglesia como institución marcadamente diferente a la
de anteriores épocas en las que se la consideraba como
algo omnipresente y ligado a los asuntos terrenales. Cristo y los
apóstoles representaban una imagen de radical
sencillez y al tomar la vida de Cristo como modelo de
imitación, hubo personas que comenzaron a organizarse en
comunidades apostólicas. En ocasiones se esforzaron por
reformar la Iglesia desde su interior para conducirla a la pureza
y sencillez apostólica, mientras que en otras ocasiones se
desentendieron simplemente de todas las instituciones
existentes.

En muchos casos estos movimientos adoptaron una postura
apocalíptica o mesiánica, en particular entre los
sectores más desprotegidos de las ciudades bajomedievales,
que vivían en una situación muy difícil.
Tras la aparición catastrófica de la peste negra,
en la década de 1340, que acabó con la vida de una
cuarta parte de la población europea, bandas de
penitentes, flagelantes y de seguidores de nuevos mesías
recorrieron toda Europa, preparándose para la llegada de
la nueva época apostólica.

Esta situación de agitación e innovación espiritual desembocaría
en la Reforma protestante; las nuevas identidades políticas
conducirían al triunfo del Estado
nacional moderno y la continua expansión económica
y mercantil puso las bases para la transformación
revolucionaria de la economía europea. De
este modo las raíces de la edad moderna
pueden localizarse en medio de la disolución del mundo
medieval, en medio de su crisis social
y cultural.

9. Edad Moderna

Periodo histórico que, según la tradición
historiográfica europea y occidental, se enmarca entre la
edad media y la edad contemporánea. La edad moderna,
como convencionalismo historiográfico —así
como las connotaciones del término moderno, utilizado por
primera vez por el erudito alemán de finales del siglo
XVII Cristophorus Cellarius—, responde en su origen a una
concepción lineal y optimista de la historia y a una
visión eurocentrista del mundo y del desarrollo
histórico. A pesar de ser aceptada comúnmente en
los medios
académicos occidentales como marco referencial,
será objeto de una amplia reflexión entre los
historiadores a lo largo del siglo XX en torno a su
amplitud y sus límites
cronológicos, sus escenarios geográficos, su
alcance semántico y los fundamentos de la modernidad, entre
sus aspectos esenciales.

El siglo XVII representó el apogeo de la mentalidad
moderna, caracterizado por el absolutismo
monárquico el triunfo del mercantilismo,
la revolución intelectual y las guerras de
religión.

El despotismo real fue consecuencia de una evolución
gradual que adquirió características peculiares en cada
región.

Fue sobre todo en los órdenes jurídico,
económico y administrativo, donde la monarquía
trabajó arduamente, afín de reducir los
enacronismos que separaban a la realidad, de las instituciones
vigentes. Estas circunstancias fueron el fomento de los nuevos
ideales políticos que reflejaban de manera especial el
deseo de contar con estabilidad y protección frente a la
confusión y el caos producido por permanentes luchas.

El orden y seguridad fueron
considerados más importantes que la libertad y los
monarcas reconocieron su derecho divino para gobernar, cuyo
correlato era la obediencia ciega de sus súbditos.

La nueva política
económica: mercantilismo,
apoyaba la intervención estatal por considerarla factor
propicio para aumentar la prosperidad comercial.

Alcanzó nivel mundial, ampliando las bases del capitalismo,
al valorizar las actividades lucrativas subrayar el poder del
dinero y
considerar a la competencia como
el fundamento de la vida económica.

Desde el punto de vista social, la característica saliente fue la
ascención de la burguesía, favorecida por su
poderío económico y su creciente alianza con la
monarquía.

Otros cambios sociales destacados fueron el crecimiento
demográfico y el debilitamiento sostenido de la
aristocracia.

El progreso intelectual fue una revolución; varios factores contribuyeron a
su advenimiento:

  • Las ideas renacentistas
  • Nueva visión del mundo aportado por los
    descubrimientos
  • Revalorización de la matemática antigua.

La necesidad de un método
válido y confiable apareció como una exigencia
fundamental para el quehacer científico.

Los espíritus más progresistas se dispusieron a
buscar nuevos criterios metodológicos.

Los límites espaciales y cronológicos del mundo
moderno

El prisma eurocentrista desde el que se concibe la edad
moderna es la consecuencia de la valoración que el
pensamiento europeo-occidental ha hecho de unos procesos
básicos y característicos de la cristiandad
occidental a lo largo de un dilatado periodo de tiempo. En este
sentido, la geografía de la
modernidad
estará delimitada por Europa, concretamente Europa
occidental, y por la magnitud de la expansión de su
civilización desde el inicio de los tiempos modernos.

Pero la conceptualización del mundo moderno y sus
límites espaciales y cronológicos son objeto de
diferentes aproximaciones desde la propia historiografía
de Europa occidental. La historiografía tradicional
francesa, por su lado, considera que la edad moderna transcurre
entre los siglos XVI y XVIII, situando sus comienzos en torno a
la caída de Constantinopla en 1453, al descubrimiento de
América en 1492 y al fenómeno cultural del
renacimiento, en
tanto que emplaza su final en el derrumbamiento de la vieja
monarquía y el proceso
revolucionario iniciado en 1789 (Revolución
Francesa), con el que se iniciaba la contemporaneidad. En
cambio, en la
historiografía anglosajona el término
‘moderno’ hace referencia a un periodo más
prolongado y móvil. En consecuencia, la duración de
los tiempos modernos tradicionalmente se ha situado tras el renacimiento,
hacia el año 1600, y su final tiende a prolongarse en el
tiempo hasta el siglo XX. La delimitación de su ocaso
puede variar según las diferentes historiografías,
en virtud del propio ritmo histórico de cada pueblo: por
ejemplo, en 1848, en las naciones de Europa central; o en 1917
para Rusia.

De cualquier modo, y aunque la historiografía
occidental ha tendido a situar la edad moderna entre los siglos
XVI y XVIII, la consideración de acontecimientos puntuales
de singular relieve en
modo alguno son significativos sin la valoración de los
procesos de cambio a nivel
estructural en el devenir de las sociedades.
Así, los inicios de la edad moderna difícilmente
pueden ser comprensibles sin atender al despertar del mundo
urbano en Occidente desde el siglo XIII, al clima de intenso
debate
religioso que preludia la Reforma iniciada en el siglo XVI, a los
primeros síntomas de cambio en los comportamientos de la
economía hacia formas precapitalistas o al proceso de
conformación de los primeros estados modernos desde
finales del siglo XV. Del mismo modo, el final de la edad moderna
habrá de ser igualmente flexible en virtud de los procesos
constitutivos de la quiebra y
desintegración del Antiguo Régimen, cuya
transición tendrá un ritmo y una duración
variable según las diferentes realidades históricas
de cada pueblo, y que a grosso modo podemos dilatar desde finales
del siglo XVIII hasta el siglo XIX, y aún en algunos casos
hasta el propio siglo XX. En consecuencia, las transiciones hacia
la modernidad y hacia el fin de la misma diluyen sus
límites tanto en el medievo como en la
contemporaneidad.

Los rasgos esenciales de la modernidad

La modernidad en su origen y en su esencia es un
fenómeno europeo, pero la emergencia, extraversión
y expansión de Europa le conferirán una
dimensión mundial, a través de la presencia y la
interacción de los europeos con otras civilizaciones de
ultramar.

Como fenómeno esencialmente europeo los rasgos de la
modernidad ilustran unas pautas de cambio profundo en la
configuración del universo social,
no sin variaciones según los diferentes pueblos de Europa.
En el ámbito de las creencias, el hecho más
elocuente del inicio de la modernidad es la quiebra de la
unidad cristiana en Europa central y occidental, precedido del
agitado caldo de cultivo de las herejías y las
contestaciones críticas a la Iglesia romana en la baja
edad media y que culmina en la Reforma protestante y el inicio de
un largo ciclo de las guerras de Religión desde
principios del
siglo XVI. Asimismo, la secularización del saber, la
consolidación de la ciencia y el
avance del librepensamiento, basados en el pilar de la
razón, generarán actitudes
críticas hacia las religiones reveladas.

Estos cambios en la atmósfera cultural y
su manifestación en los avances
tecnológicos revolucionarán los hábitos
materiales de
las sociedades
europeas y su visión y relación con el entorno a
escala
planetaria. Los nuevos inventos, en la
navegación y en el campo militar, por citar dos ejemplos,
facilitarán los descubrimientos geográficos y la
apertura de nuevas rutas de navegación hacia los mercados de
Extremo Oriente y hacia el Nuevo Mundo. En un plano más
amplio, el nuevo marco cultural perfilado en el renacimiento y el
humanismo
generarán un escenario en el desarrollo del saber donde
el hombre
ocuparía un lugar central, cuya proyección
alcanzaría su más elocuente forma de
expresión en el espíritu de la Ilustración en el siglo XVIII y la
configuración de Europa como paradigma de
la modernidad.

Desde una perspectiva socioeconómica, la lenta pero
progresiva implantación de formas protocapitalistas,
vinculadas al desarrollo del mundo urbano desde los siglos XII y
XIII, y el creciente peso de la actividad mercantil y artesanal
en unas sociedades todavía agrarias, irán
definiendo los rasgos de la sociedad capitalista. Aquellas
transformacio.es eco.ómicas transcurrirán paralelas
al proceso de expansión de la actividad eco.ómica
de los europeos en otros mercados
mundiales, bien ejerciendo unas relacio.es de explotación
sobre sus dependencias coloniales o bien en un plano más
igualitario, en primera instancia, en otras áreas del
globo, como expresión de la emergencia mundial de las
potencias europeas. Asimismo, conviene observar la
traslación del eje de la actividad eco.ómica, y
también geopolítica, desde el Mediterráneo,
que no obstante seguirá jugando un papel crucial
en la historia de los europeos en su relación con
ultramar, hacia el Atlántico.

Las transformacio.es eco.ómicas transcurriero. parejas
e indisociables a ciertos cambios en la estructura
social del Antiguo Régimen. Entre éstos, el
protago.ismo de nuevos grupos sociales
muy dinámicos en su comportamiento, tradicio.almente asimilados al
complejo concepto de
burguesía, los cuales recurrirán a distintas
estrategias tanto
de corte reformista como revolucio.ario para su promoción social y política y la
salvaguardia de sus intereses económicos. Movimientos que
no convienen simplificar y superpo.er a otros fenómenos
sociales que atañen a otros sectores de la
población, tanto agraria como urbana, de carácter
más revolucio.ario, como se pueden observar en el siglo
XVII en el marco de la revolución inglesa; o las estrategias de
los grupos
tradicio.ales de poder para frenar o .eutralizar esos movimientos
mediante la cooptación de esa burguesía emergente o
mediante el recurso a prácticas represivas. De cualquier
modo, estas pautas de transformación social
conducirían con mayor o menor celeridad y con las
peculiaridades propias de cada sociedad a la antesala del ciclo
de revolucio.es burguesas que se iniciaría desde finales
del siglo XVIII y que supondría, en términos
generales, el desmantelamiento del Antiguo Régimen.

Desde la perspectiva política, el fenómeno
más relevante es la configuración del Estado
moderno, las primeras monarquías nacio.ales, las cuales se
irán abriendo paso a medida que se diluya la idea medieval
de imperio cristiano a lo largo de las luchas de religión
del siglo XVI. El nacimiento del Estado moderno co.cretará
la expresión de nuevas formas en la
organización del poder, como la concentración
del mismo en el monarca y la co.cepción patrimonialista
del Estado, la generación de una burocracia y el
crecimiento de los instrumentos de coacción, mediante el
incremento del poder militar, o la aparición y
consolidación de la diplomacia, conjuntamente al
desarrollo de una teoría
política ad hoc. Fórmulas que culminarían en
el Estado absolutista del siglo XVII o en los despotismos
ilustrados del siglo XVIII, pero que no pueden ocultar la
complejidad de la realidad política europea y el
desarrollo de modelos de
gobierno alternativos, como las formas parlamentarias que se
fueron implantado desde el siglo XVII en Inglaterra, y que
vaticinan en la práctica y en sus teorizacio.es el
posterior desarrollo del liberalismo.

En su dimensión internacio.al, la emergencia y la
configuración de la Europa moderna perfilará una
nueva visión y una inédita actitud hacia
el mundo, y en esa perspectiva la modernidad implica el inicio de
los encuentros, y también desencuentros, con otras
civilizacio.es a lo largo del globo.

Los descubrimientos geográficos y las nuevas
posibilidades habilitadas por las innovacio.es técnicas
transformarán radicalmente la visión que del mundo
tendrían los europeos. Un cambio de actitud que
conjuntamente con las transformacio.es socioeconómicas,
culturales y políticas llevará a los europeos a
expresar su extraversión hacia ultramar y concretar en el
plano internacio.al la emergencia de Europa. En ese proceso, los
europeos entrarán en contacto con otros mundos y con otras
civilizacio.es, no siempre con un ánimo dialogante, sino
con la pretensión de impo.er sus formas de
civilización, o dicho de otro modo, con la
intención de crear otras Europas, siempre que encontraran
las circunstancias adecuadas para hacerlo. Es cierto que en el
caso de América, el Nuevo Mundo se co.virtió
en el punto de destino de las utopías del viejo
continente, pero en el plano ge.eral de la política
europea hacia estas áreas, como más adelante
ocurriría co. la expansión europea por otros
continentes, se plantearía en términos de
desigualdad en favor de las metrópolis europeas.

Por último, la emergencia y la progresiva
hegemo.ía mundial europea acabaría influyendo en el
desarrollo de las relacio.es internacio.ales, en la misma
proporción que su expansión por el globo,
aún lejos a finales del siglo XVIII de lo que sería
la culminación de las prácticas imperialistas y de
la hegemo.ía europea en vísperas de la
Guerra Mundial.
La crisis del
universalismo imperial y pontificio (la Christianitas medieval)
entre los siglos XIV y XVI dejará paso a una nueva
realidad internacio.al europea definida por el protago.ismo de
los estados modernos, la pluralidad de los estados soberanos, y
la configuración del ‘sistema de
estados europeos’, cuya acta de nacimiento bien puede
datarse en la Paz de Westfalia de 1648. Los estados, y
concretamente las grandes mo.arquías europeas de los
siglos XVII y XVIII, serán el elemento predominante en las
relacio.es internacio.ales de la edad moderna y al designio de
éstos quedará relegadas la suerte de las posesio.es
europeas de ultramar y las posibilidades de pe.etración en
otros mercados extraeuropeos.

Cambios y permanencias en el mundo moderno

Buena parte de la historiografía modernista sigue
manteniendo una división trifásica de la
evolución de dicho periodo histórico, aunque
introduciendo matices y observacio.es que se han ido suscitando a
medida que se ha ido revisando la historiografía
tradicional occidental. En este sentido, se distingue un primer
periodo, ajustado a un "largo siglo XVI", entre mediados del
siglo XV y las últimas décadas del siglo XVI, de
nacimiento de los tiempos modernos y en el que se comienzan a
manifestar con notoria claridad los rasgos de la nueva
época y la disolución del mundo medieval; un
periodo de reajuste y crisis, entre las últimas
décadas del siglo XVI y las décadas centrales de la
segunda mitad del siglo XVII, marcado por tensio.es sociales y
económicas de desigual impacto en los diferentes estados,
reajustes en la correlación de fuerzas entre las potencias
europeas a lo largo de la guerra de los
Treinta Años, y de cambios importantes en las
fórmulas de organización del poder en los estados; y
una tercera etapa, iniciada en las décadas finales del
siglo XVII hasta las últimas décadas del siglo
XVIII, con el inicio del ciclo revolucio.ario, caracterizado por
la recuperación económica y demográfica,
aunque en algunos casos perdurará el estancamiento, el
desarrollo del espíritu de la
Ilustración y la co.solidación de dos modelos
políticos (el despotismo o el absolutismo
ilustrado) y la monarquía parlamentaria inglesa, junto a
otros factores indicativos de cambio en términos
político-ideológicos, como la Independencia
estadounidense y la Revolución
Francesa, o en términos socioeconómicos a
raíz de las primeras manifestacio.es de la
industrialización en Inglaterra.

Pero en la consideración crítica de los cambios
y los rasgos de la modernidad se ha de ser extremadamente
cauteloso al estudiar las diferentes realidades históricas
de los pueblos y los estados, considerando su propia
idiosincrasia y su propio ritmo evolutivo, tanto dentro como
fuera del ámbito europeo. Y asimismo, se ha de considerar
el alcance social de los cambios y la inercia de las
permanencias, puesto que a lo largo de la edad moderna es mucho
más lo que permanece que lo que cambia respecto a la edad
media, si apreciamos la estructura y
los comportamientos demográficos, la naturaleza
agraria de las sociedades europeas, o la naturaleza de las
relacio.es sociales en el marco de la sociedad estamental. La
misma apreciación se puede plantear para definir los
límites de la edad moderna y el inicio de la
contempora.eidad en virtud de la pervivencia del Antiguo
Régimen, a raíz de las pautas de cambio y
continuidad en las esferas económica, social,
político-ideológica y cultural, en los diferentes
pueblos y dentro de las mismas sociedades nacionales.

10. Edad
Contemporánea

Periodo histórico que sucede a la denominada edad
moderna y cuya proximidad y prolongación hasta el presente
le confieren unas connotaciones muy particulares por su
cercanía en el tiempo. Benedetto Croce, filósofo
italiano de la primera mitad del siglo XX, afirmaba que la
"historia es siempre contemporánea" y si ciertamente la
historia tiene como centro al hombre, no
menos cierto es que ésta tiene como centro al hombre actual.
En consecuencia, si la visión del pasado remoto
está condicionada por las circunstancias y la mentalidad
del hombre actual, también lo estará, y en mayor
medida, el pasado reciente tan cercano a su experiencia
vital.

El término, acuñado desde la
historiografía occidental y plenamente asumido como
referencia cronológica, se aplica a un objeto
histórico con entidad en sí mismo y, por 2tanto, no
se le considera como un último tramo de la historia
moderna. No obstante, la determinación de sus
límites y su evolución siguen siendo objeto de
controversia entre las distintas historiografías
nacionales, en virtud de la diferente concepción en torno
al significado de la contemporaneidad, o la posmodernidad,
como la han denominado algunos especialistas. Desde la
historiografía francesa, el concepto de
contemporaneidad y de historia contemporánea se introdujo
en la reforma de la enseñanza secundaria de Victor Duruy en
1867, estableciendo sus orígenes desde 1789. En la
historiografía anglosajona, donde la concepción de
la modernidad es más elástica, la contemporaneidad
resulta más dinámica en la medida en que une al
presente un pasado muy próximo. De cualquier modo, en toda
la historiografía occidental persiste la controversia en
torno a la naturaleza y el contenido semántico de lo
contemporáneo. Un concepto que, asimismo, ha sido
afrontado desde diferentes actitudes
intelectuales a lo largo del tiempo, como puede apreciarse en el
rechazo de la historia positivista de conferir la dignidad de la
historia a la actualidad o el creciente interés
desde la década de 1960 por abarcar el pasado más
inmediato desde la historia, en diálogo
permanente con las demás ciencias
sociales. Desde esta perspectiva han ido aflorando,
especialmente desde los años ochenta, los estudios sobre
la historia del tiempo presente, u otras denominaciones como
historia reciente o historia del mundo actual, para referirse a
un periodo cronológico en que desarrollan su existencia
los propios actores e historiadores.

La especificidad y los límites del mundo
contemporáneo

En sus orígenes, la controversia sobre la especificidad
y los límites del mundo contemporáneo se
desarrolló dentro de un marco esencialmente occidental y
eurocentrista, pero la compleja y heterogénea naturaleza
de éste y los cambios sobrevenidos en Occidente han
influido en la revisión de estos postulados hacia
horizontes más amplios, acordes a la globalidad del
mismo.

La cercanía en la memoria
histórica, sus difusos contenidos por tratarse de procesos
inconclusos que percuten en el presente y mediatizan el porvenir,
la asincronía y las peculiaridades con que las sociedades
se insertan o no en los parámetros de la contemporaneidad,
así como su proyección hasta el presente y, por
tanto, su carácter esencialmente dinámico y
abierto, ilustran la especificidad de ésta respecto a
otras eras del pasado.

Tradicionalmente, la historiografía europea occidental,
y en concreto la
francesa, ha emplazado los orígenes de la contemporaneidad
en el ciclo revolucionario iniciado en 1789 (Revolución
Francesa), enmarcándola más adelante en los cambios
estructurales asociados a la disolución del Antiguo
Régimen. La asunción de estos criterios, de
cualquier modo, son vinculados por las diferentes
historiografías nacionales a su propia singularidad
histórica: 1808, en el caso español a
partir de la guerra de la
Independencia; 1848, en los países de Europa central a
raíz de la oleada revolucionaria que tuvo lugar en aquella
coyuntura (revoluciones de 1848); o el agitado periodo
revolucionario entre 1905 y 1917 en la Rusia imperial que
desembocó en la Revolución
Rusa. La transición de una era a otra se asocia a dos
procesos fundamentales: la aparición de la sociedad
capitalista, cuyos síntomas iniciales y primer modelo se
forjaron en Gran Bretaña con la primera Revolución
Industrial; y las revoluciones burguesas, que irán
jalonando la transición hacia un modelo social y hacia
fórmulas de organización del poder diferentes de las
del Antiguo Régimen. En la historiografía
anglosajona, los inicios de la contemporaneidad se sitúan
en el siglo XX, no sin disparidad de criterios a tenor de
cómo se interprete el término. El historiador
inglés
Geoffrey Barraclough escribía en 1964 que la historia
contemporánea "empieza cuando los problemas
reales del mundo de hoy se plantean por primera vez de una manera
clara", y que "hasta 1945 el aspecto más destacado de la
historia reciente era el fin del antiguo mundo".

La proyección de la contemporaneidad hasta el presente
constituye uno de sus rasgos más peculiares, pero
precisamente esa cercanía al presente dificulta su
periodización interna. Las opciones planteadas por los
historiadores son múltiples, proponiendo desde la
división en una alta y una baja edad contemporánea,
la distinción entre un siglo XIX largo y un siglo XX
corto, o la diferenciación entre la contemporaneidad
propiamente histórica y la historia actual o del tiempo
presente, cuyos límites internos son objeto de continua
discusión. De cualquier modo, lo evidente es que el cambio
de las estructuras,
siempre lento y por debajo de la aceleración del tiempo
histórico en determinadas coyunturas, se sitúa en
un proceso de transición desde la modernidad al mundo
contemporáneo, en el caso de mantener esa
proyección lineal del tiempo, cuyos rasgos aparecen mejor
delineados a medida que avanza el siglo XX, y en la que cada
sociedad habrá trazado un itinerario con su propio ritmo y
peculiaridades. Del mismo modo, se podría afirmar que el
carácter global e interdependiente del mundo
contemporáneo ha facilitado un mejor conocimiento
del mismo y la constatación de la concurrencia de
sociedades cuyos ritmos históricos son diferentes y que
reaccionan de forma plurivalente hacia lo que Occidente ha
definido como constitutivo de lo contemporáneo.

Los fundamentos de la contemporaneidad

Partiendo de estas consideraciones previas y enfatizando el
fenómeno de la transición en la
configuración de la contemporaneidad, desde una
concepción amplia y global, y en la que conviven elementos
de permanencia de la modernidad con las fuerzas y tendencias de
cambio, conviene tener en consideración dos planteamientos
previos: en primer término, la tendencia hacia la
universalización de la civilización occidental, en
clave de imposición, por lo general, a partir de su
supremacía tecnológica y material y de la
proyección de su modelo de sociedad como paradigma de
modernización, que le ha llevado a desarrollar una
relaciones desiguales con otras civilizaciones; y en segundo
lugar, la presencia de otras civilizaciones, cuyas actitudes
varían según el caso y los diferentes momentos
históricos frente a la tendencia uniformizadora de
Occidente y reivindicadoras de su propia identidad, sin
cuya consideración difícilmente podría
comprenderse el mundo contemporáneo.

En el ámbito de lo político, uno de los rasgos
más ilustrativos de la contemporaneidad es la
creación y extensión del Estado-Nación
y de los fenómenos intrínsecamente vinculados al
mismo, como el nacionalismo,
cuyo nacimiento tuvieron lugar en el continente europeo y cuya
generalización a lo largo de todo el globo están
fuera de toda discusión. La reivindicación y
extensión del derecho a la autodeterminación
—esgrimido tanto desde planteamientos democráticos
como marxistas—, el rebrote de los nacionalismos en Europa
central y oriental (tras las revoluciones de 1989 y el final de
la Guerra
fría), el protagonismo de los estados en las relaciones
internacionales o la descolonización ponen de relieve la
vitalidad del Estado-Nación. Una realidad que, en modo
alguno, puede ocultar las dificultades para plasmar ese concepto
no sólo en el mundo extraeuropeo sino en partes de la
vieja Europa, y que han sido a menudo motivo de sangrientos
conflictos. En
un mismo plano, habría que incluir los modelos
político-ideológicos que generados y suscitados
desde Europa habrían de tener una amplio eco en el mundo,
como las formas liberales y democráticas, los fascismos o
el socialismo, que
según diferentes épocas y las distintas realidades
sociales se intentaron plasmar con mayor o menor fidelidad o con
un consciente afán de búsqueda de una
adaptación original. En ciertos casos, el fracaso de estas
fórmulas ha impulsado la búsqueda de soluciones
originales inspiradas en la propia tradición, como puede
observarse en algunos ejemplos del mundo islámico.

En el ámbito económico, el capitalismo se
ha convertido en el marco conceptual y estructural sobre el que
se configura la actual economía mundial. El proceso
iniciado en Europa, concretamente en Gran Bretaña, y su
progresiva expansión, no sin fuertes convulsiones y
desequilibrios desde sus primeros momentos, ha alcanzado una
dimensión planetaria. Tras los reajustes industriales,
mercantiles y financieros posteriores a la II Guerra Mundial,
el capitalismo ha generado unas posibilidades de consumo
insospechadas. Un proceso posibilitado por los avances de
la ciencia y
de la tecnología y la creciente interdependencia
económica, favorecido, entre otros factores, por la
progresiva concentración de la riqueza, en manos de un
pequeño grupo de
estados, en entidades económicas como las multinacionales
y en organismos internacionales como el Fondo Monetario
Internacional o el Banco Mundial
que dictan las pautas de comportamiento
económico de los estados. Un sistema que de forma
permanente se ha basado en una relación desigual en favor
de los actores que han mantenido una posición
hegemónica en el sistema económico y fomentado unas
relaciones de dependencia, antes bajo formas de
colonización en la era del imperialismo o
en la actualidad mediante la perpetuación de los
desequilibrios Norte-Sur. Una influencia que también se ha
manifestado en la propia concepción de las teorías
y modelos
económicos, y que se ha agudizado tras el fracaso del
socialismo
real y el escaso efecto de las propuestas realizadas en pro de un
nuevo orden económico internacional más justo.

Uno de los cambios aparejados al desarrollo de las sociedades
industriales en Europa desde el siglo XIX fue el cambio en el
comportamiento demográfico y el crecimiento de la
población. A lo largo del siglo XX, la explosión
demográfica ha sido uno de los fenómenos de mayor
relevancia y, de hecho, se ha convertido en uno de los grandes
problemas
globales que se le plantean a la humanidad de cara al
próximo milenio. Asimismo, a lo largo del siglo XX se ha
configurado y generalizado la sociedad de masas tendente a
disfrutar de altos e igualitarios niveles de vida, consumo y
bienestar, pero cuya materialización presenta grandes
disfuncionalidades ya se trate de poblaciones que tienen acceso
al desarrollo o viven sumidas en el subdesarrollo.
Indudablemente, los problemas
sociales que aparecen en cada universo social
son radicalmente diferentes, pero en el caso de estas
últimas se plantea la frustración ante el hito de
la modernización y la experiencia vivida respecto a la
misma. Estas condiciones plantean un desequilibrio constante para
aquellas sociedades, provocando fenómenos complejos de
alcance mundial como las migraciones desde el Sur hacia el Norte
o la búsqueda de soluciones
revolucionarias, que en ocasiones ponen de relieve las
reticencias hacia Occidente o la debilidad de las estructuras
incorporadas desde Occidente, por ejemplo el
Estado-Nación, como se ha puesto de manifiesto en los
estados centroafricanos a finales del siglo XX.

La fisonomía del mundo contemporáneo
sería difícilmente comprensible sin apreciar la
transcendental importancia del desarrollo de la ciencia y la
tecnología, en especial en lo concerniente
a la información y a las comunicaciones. La interdependencia y la
globalidad del mundo, sintetizadas en la expresión de la
"aldea global" de Marshall McLuhan, han sido posibles gracias a
dichos avances. Asimismo, los avances en la ciencia han
sobrepasado los límites del mundo occidental para mostrar
un claro policentrismo en los focos de desarrollo de la ciencia,
como bien refleja el papel que ha jugado Japón
tras la II Guerra Mundial. Un desarrollo científico
cuyas aplicaciones han alcanzado un altísimo grado de
difusión a lo largo del globo, aunque los beneficios del
mismo todavía sean objeto de una asimétrica
distribución. La cultura y su amplio elenco
de manifestaciones ha sido uno de los ámbitos que mejor ha
reflejado y ha dotado de un nuevo lenguaje y una
nueva imaginería a la contemporaneidad. La crisis de la
posmodernidad
manifiesta en el pensamiento filosófico, en las ciencias y en
las expresiones artísticas han puesto de relieve las
limitaciones sobre las que se habían basado los preceptos
de la modernidad euro-occidental, y la necesidad de replantear
sobre nuevas bases el conocimiento del cosmos y la naturaleza
humana. En este proceso ha influido no sólo el propio
devenir de la sociedad occidental y la crisis de
civilización experimentada a lo largo del siglo XX, sino
también el encuentro con otras formas de cultura y con
otras civilizaciones.

Por último, el ámbito que mejor ilustra los
nuevos signos del mundo contemporáneo son los cambios que
han sobrevenido en la configuración de la sociedad
internacional actual. Los dos últimos siglos han mostrado
la transición desde una sociedad internacional forjada
desde la hegemonía eurocéntrica, a partir de un
modelo de equilibrio de
poder entre las grandes potencias europeas y que culminó
en los imperialismos de principios del
siglo XX, hacia una sociedad internacional plenamente
universalizada, cuyo alumbramiento corrió parejo a la
crisis del poder de Europa a través de dos sangrientas
guerras mundiales. La nueva sociedad internacional establecida
sobre unos pilares decididamente universales, se fraguó
tras 1945 sobre la lógica
de la bipolaridad de dos superpotencias no europeas, los Estados Unidos y
la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas, y más adelante, al finalizar la
Guerra
fría, sobre una realidad policéntrica, cuyos
contornos y definición son todavía objeto del
debate sobre
el denominado ‘nuevo orden mundial’. La sociedad
internacional tras 1945 ha sido el resultado de dos juegos de
fuerzas: la dialéctica Este-Oeste, sobre la que se
manifestó la Guerra fría, y la dialéctica
Norte-Sur, cuya notoriedad fue mayor a medida que fue emergiendo
una nueva realidad, el Tercer Mundo, cuya irrupción tuvo
lugar con los procesos de descolonización. Una
tensión que aflora en toda su complejidad en el final del
siglo XX, mostrando no sólo las fisuras existentes entre
el Norte y el Sur en términos socioeconómicos, sino
en un plano más amplio, al evidenciar las tensiones entre
civilizaciones. Una nueva sociedad internacional más
vertebrada, en la medida en que se ha ido institucionalizando la
multilateralización de las relaciones
internacionales, y más compleja a tenor de la
incorporación de nuevos actores, como los organismos
internacionales, las organizaciones no
gubernamentales, las multinacionales o las internacionales de los
partidos, que sustraen protagonismo a la tradicional
primacía de los estados. Y en última instancia, una
sociedad internacional que expresa en su totalidad la
interdependencia y la globalidad de los fenómenos y los
acontecimientos del mundo contemporáneo.

En este trabajo se ha analizado el surgimiento de las
diferentes civilizaciones y culturas del mundo que fueron
evolucionando a través del tiempo.

Durante la prehistoria los
hombres eran nómades, pero a medida que pasaba el tiempo
se agruparon en tribus transformándose en sedentarios.

Con el surgimiento del trueque ( neolítico) comienza la
escritura, que
se utilizaba para la contabilidad
de sus productos. En
el momento que surge la escritura comienza la historia, la cual
se divide en varias edades caracterizada por diferentes
acontecimientos.

Como conclusión se puede decir que varias culturas y
civilizaciones que han tenido lugar en la historia del hombre,
(como la egipcia, maya, azteca, etc.) han dejado sus legados que
hemos utilizado como base de culturas y civilizaciones que se
verifican en la actualidad

11.
Bibliografía

"Historia de la
educación" Isabel Abal de Hevia

"Historia de la educación y la
pedagogía" Lorenzo Luzuriaga, Editorial
Losada

"Enciclopedia temática Premier" ediciones educativas
Bahía Blanca.

"Historia 1 La edad Antigua y la Edad Media" Juan Antonio
Bustiza, Gabriel Antonio Ribas. AZ editora.

"Historia general de la pedagogía" Larroyo. Editorial Porrúa
S.A.

Encicolpedia Microsoft
Encarta 99.

 

 

Autor:

Mirta Latanzzi

Partes: 1, 2
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