1.1
CRIMINALIZACIÓN DE LA
POBREZA
La reducción de la acción
del Estado para
paliar la miseria, la profundización de la pobreza en las
décadas de los ochenta y los noventa, han dejado sin
esperanzas a los pobres de la región. El control social se
ha relajado no sólo porque el Estado se
ha ausentado (porque no está presente o porque carece de
legitimidad), sino también porque familia y
escuela se han
visto desmanteladas en las áreas de pobreza.
La mayoría de los Estados latinoamericanos
parecen combinar sus vacíos estatales o
“aestatalidades” en la gestión
de la seguridad y la
justicia
social, con sus presencias punitivas a través de
policías corruptas y asociadas al crimen
organizado. En el lado de la sociedad civil,
la creciente marginalidad
adopta una forma perversa de rebelión, de tal manera que
no resulta extraño que la violencia
urbana sea calificada ya como “el devenir siniestro y
policiaco de la lucha de clases”.
América Latina se convirtió en los
años ochenta y noventa en la segunda región con
más violencia delincuencial en el mundo: en 1994 su tasa
de homicidios
alcanzó a ser de 28.4 por cada 100 mil habitantes,
después de la África
subsahariana, que en 1990 tenía una tasa superior a 40 por
cada 100 mil habitantes.
Las tasas de homicidios por cada 100 mil habitantes
subieron en los años ochenta de manera espectacular en
Perú y Colombia, en 379
y 337% respectivamente, lo cual puede explicarse por las guerras
internas que observaron estos países. En términos
absolutos, a fines de los ochenta y principios de los
noventa, Colombia tenía una tasa de 89.5 (más del
doble que la región más violenta del mundo),
seguida de lejos por Brasil (19.7),
Perú (11.5) y Ecuador
(10.3). Es importante resaltar que a principios de los noventa
del siglo XX, en Brasil y Uruguay la
tasa de homicidios había subido en alrededor de 70%, en
Ecuador el 60%, en Argentina y Venezuela
entre 23 y 30%.
En Guatemala,
según datos del PNUD,
en un lapso bianual la violencia delincuencial aumentó en
la capital del
país en un 14% (Palma, s/f, p. 4). En este momento
sólo podemos señalar la coincidencia en el tiempo entre
el comienzo del proceso
neoliberal en la región con un aumento significativo de la
violencia delincuencial.
Es cierto que la pobreza no necesariamente genera
delincuencia y
el riesgo de una
afirmación en sentido contrario supone la
criminalización de la pobreza. En Venezuela y Brasil los
índices más bajos de homicidios se encuentran en
los estados más pobres. Sin embargo, es importante decir
que la pobreza unida a otros factores siempre es un excelente
caldo de cultivo para la criminalidad. El crimen organizado
recluta a sus infanterías entre los jóvenes que
viven en la pobreza.
En el contexto de una sociedad con
poco espacio de movilidad social, por las escasas e inestables
oportunidades de trabajo, las
bandas de narcotraficantes, secuestradores o sicarios, tienen en
ex policías a sus cuadros medios y en
los jóvenes provenientes de las poblaciones,
favelas, limonadas, barrios y pueblos
jóvenes a sus agentes operativos.
Por lo demás, la violencia delincuencial tiene en
los espacios de pobreza uno de sus escenarios privilegiados. En
la Venezuela del fin de siglo XX, la precaria presencia del
Estado en los barrios, el trazo irregular de las calles,
la densidad
poblacional, favorecían la acción delincuencial,
dificultaban la de la policía y el 80% de las
víctimas de los homicidios vivía allí
(Briceño, 1997, pp. 55 y 59).[1] En Río de Janeiro
las tasas de homicidios de las zonas pobres eran tres o cuatro
veces superiores a las de clase media o
media alta. A mediados de los noventa del siglo XX, el 41% de las
víctimas de homicidios en la ciudad de México
eran obreros y trabajadores.
Se desprende de lo dicho antes que las ciudades son el
otro ámbito privilegiado de la violencia delincuencial.
Con excepción de Brasil, donde el porcentaje de victimas
de actos delincuenciales es prácticamente el mismo en las
ciudades pequeñas que en las grandes (aproximadamente el
40%), en Argentina, Chile, Ecuador, México, Perú,
Uruguay y Venezuela las diferencias entre ciudades
pequeñas y grandes oscila entre 10 y 20 puntos. En el
último lustro del siglo XX, en Guatemala, el 35% de los
delitos
violentos se cometían en la capital del país, que
tenía el 10% de la población total (Palma, s/f, p.6). A fines
del siglo XX, la mitad de los homicidios cometidos en Venezuela
ocurrían en Caracas, mientras que en Brasil, tal modalidad
de crimen se concentraba en las grandes ciudades del sur (Sao
Paulo, Río de Janeiro). En 1995, 79 de cada 10 mil
habitantes de Río de Janeiro murieron de forma violenta.
En Medellín, Colombia, entre 1987 y 1996, la violencia
mató a 14 hombres por una mujer, alrededor
del 60% de las muertes masculinas fueron por causas violentas y
esta cifra representaba una pérdida de la esperanza de
vida de hasta 12 años de los hombres respecto de las
mujeres.
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